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CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA (N.

1730-1876)

LA LIBERTAD DEL HOMBRE: en la filosofía se dice que el hombre posee 3 facultades


inscritas en el alma y que la distinguen de las demás cosas, voluntad, inteligencia y libertad, este
último se ahonda más profundamente en la teología para no caer en un error, aclarar que es Dios
quien ha creado al hombre, pero le concedió una dignidad que le entrega el dominio de sus actos,
para que siendo libre busque al que lo ha creado para que así libremente alcance la perfección.

Por tanto, la libertad se define como “el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de
obrar y de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas”
(n. 1731). Por tanto la libertad es la capacidad de obrar por sí mismo, fundamentada en la
dignidad del ser humano creado a imagen de Dios, la capacidad de elegir el bien y el mal, y se
entiende como una responsabilidad moral que implica la búsqueda de la verdad y la justicia.

Indudablemente la libertad no está en la corporeidad del hombre, que son regidas por las
leyes naturales biológicas, sino en su razón, en su espíritu, es donde radica su libertad, “porque el
creador concedió a las inteligencias que había creado el poder optar libre y voluntariamente”
(Orígenes, 2002, pág. 191), ya que el hombre una inteligencia que lo hace participar de Dios.

Todo esto con la finalidad de que, sin ninguna fuerza ni obligación, alcance la
perfección que Dios le tiene destinada, por lo tanto la libertad es plena cuando busca el bien,
cuando se inclina hacia la Voluntad del Creador, la libertad no es una fin en sí misma, sino un
medio para alcanzar la felicidad y la realización plena de la persona; pero, en caso de que la
libertad opta por el mal es esclavizada, como si estuviera enferma, porque se inclina al pecado.
Puesto que toda libertad indudablemente da una “posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y
por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar” (n. 1732). Por lo tanto se es más libre
cuando se hace más el bien. Todo esto regido por la ley moral y el respeto a los derechos de los
demás, por eso debe ser utilizada con responsabilidad y prudencia para evitar egoísmos y la
violencia.

Esta libertad también exige una compromiso, ya que son actos meramente humanos,
realizados con voluntad, es decir, responder por los actos que se hacen, aunque por ignorancia,
inadvertencia, violencia, etc., se pueden disminuir, aunque todo acto querido es atribuido a su
autor. No hay que pasar por alto que el realizar un acto libre, implica que se ha hecho un

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discernimiento acompañado de un análisis consciente. En síntesis, la libertad es un don de Dios
que debe ser protegido y utilizado sabiamente para el bien de la humanidad.

LA MORALIDAD DE LOS ACTOS HUMANOS: Cuando los actos se llevan a cabo de manera
deliberada, es decir con juicio de conciencia (y este es el elemento más determinante de la
moralidad de un acto), es la conformidad de estos actos con las enseñanzas de la ley de Dios, se
califican moralmente como bueno o malos, bajo el criterio de las fuentes de la moralidad: objeto
elegido, fin que se busca o intención y las circunstancias de la acción.

El objeto “es un bien hacia el cual tiende deliberadamente la voluntad” (n. 1751), esta
primera proposición especifica que es algo hacia lo cual se quiere llegar, sin embargo, es en
relación a la materia del acto humano que se realiza, no simplemente la materialidad la cual ya
está en sí misma en la acción; es el hecho de matar y no el arma que dispara, de robar y no la
mano que toma las cosas, de hacer caridad y no el pan que das, de orar y no la rodilla que se
dobla. Y evidentemente matar y robar no son acciones buenas, por eso en una segunda definición
encontramos que el objeto “es lo que pretende hacer el hombre para bien y para mal” (Fernández,
2010, pág. 190), o conocida también como finis operis, aquella carga humana que tiene una
acción moral.

El fin “es el término primero de la intención y designa el objetivo buscado en la acción”


(n. 1752), es la meta por la cual se mueve la voluntad, al bien esperado con la acción ejecutada,
es esa intención por la cual la persona lleva a cabo la acción que tiene como objeto, ayudar a los
pobres con miras a la caridad, estudiar para aprender más, orar para que te miren los demás, robar
por gusto…, conocida también como finis operantis, el “fin de la persona que actúa” (Fernández,
2010, pág. 192). Sin embargo, una finalidad buena no es justificación para las acciones
desordenadas, ya que el fin no justifica los medios, tal es el caso de Robin Hood que para ayudar
a los más necesitados le robaba a los ricos, una finalidad o intención mala convierte en mala la
acción humana, aunque sea a priori buena.

Y las circunstancias son “las consecuencias, son los elementos secundarios de un acto
moral. Contribuyen a agravar o disminuir la bondad o la maldad moral en los actos humanos” (n.
1754), ya que naturalmente las acciones se realizan en medio de muchas circunstancias, y estas
pueden afectar a los elementos del acto, las cuales son: quién, qué, dónde, con qué medios, por
qué, cómo, cuanto y cuando. Aunque “solamente se valoran en el orden moral aquellas

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circunstancias que condicionan el hecho en sí” (Fernández, 2010, pág. 194). Si se quiere
considerar el acto meramente bueno, este debe ser bueno el objeto, el fin y las circunstancias, no
está permitido hacer el mal para obtener un bien.

LA MORALIDAD DE LAS PASIONES: este término se le atribuye al pensamiento cristiano,


este designa “las emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en
razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo” (n. 1763), las pasiones son
movimientos o tendencias que surgen en nosotros por el estímulo de los sentidos, la imaginación
o la inteligencia, y son naturales al área psíquica del hombre, a esto añade Santo Tomás de
Aquino “la persona que tiene una complexión corpórea melancólica o irascible que la inclina a
sufrir determinadas afecciones” (Aquino). Estas pasiones pueden ser buenas o malas,
dependiendo de si se rigen por la razón y la voluntad, o si se dejan llevar por impulsos
desordenados.

Se reconoce que las pasiones tienen una función importante en la vida humana, ya que
son una fuente de energía que nos mueve a actuar. Sin embargo, también se dice que las pasiones
pueden desviarse de su curso natural y llevarnos a actuar de manera irracional e inapropiada, “la
pasión está arraigada en un movimiento natural y sensitivo con una doble dirección por la cual el
alma tiende hacia lo conveniente y rehúye lo perjudicial en el orden sensible” (Moya, 2007). Y
hay un profundo análisis en torno a las pasiones, ya que son internas a la persona, pero que
repercuten en lo exterior, dándole un tipo de materia y forma, por eso “el aspecto material es el
cambio orgánico que produce la pasión, mientras que el formal se refiere al sentimiento o
emoción que experimenta el sujeto” (Aquino, 1274).

El catecismo destaca la importancia de educar nuestras pasiones y de formar nuestra


conciencia para que podamos controlar nuestros impulsos. Esto implica cultivar la virtud, que
consiste en desarrollar hábitos buenos y virtuosos para actuar en el mundo. Al hacer esto,
podemos alcanzar la libertad interior y conducir nuestras pasiones de manera adecuada, para que
nos guíen por el camino correcto en la vida.

LA CONCIENCIA MORAL: según el Catecismo de la Iglesia Católica “la conciencia moral


le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones
concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas” (n. 1777), es la

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capacidad que tiene el ser humano de reconocer lo que es bueno y lo que es malo y de juzgar, en
consecuencia, la rectitud o la malicia de sus actos, a esto se complementa “es la norma inmediata
o próxima de moralidad, el mejor y definitivo juicio por el cual la persona de recta razón busca
aplicar la verdad moral y objetiva en sus decisiones” (Aquino, 1274). Es una facultad que se
adquiere y se ejerce a lo largo de la vida, y que permite al ser humano tomar decisiones éticas de
manera autónoma y responsable.

El catecismo destaca que la conciencia moral no es una fuente de normas morales, sino
que su función es discernir la moralidad de los actos humanos según los principios universales de
la ley moral. La conciencia se forma a través de la educación y la experiencia y se orienta por la
ley divina y natural, “debemos formar nuestra conciencia rectamente y evitar confundida con la
mera inclinación subjetiva o con una preferencia personal” (Fisher, 2005), ya que la conciencia
no cumple caprichos sino que siempre se manifiesta como aquella voz que sale de nuestro interior
y confronta los actos que se realizan.

Enseña también que para obtener una conciencia moral recta y verdadera, debe ser
informada y guiada por la razón, la ley divina y la enseñanza de la Iglesia, “el hombre tiene el
deber de hacer todo lo que está en su mano para conformar su conciencia con la ley moral
objetiva, para informarse y para recibir y aceptar una enseñanza proveniente del mundo de Dios,
del Magisterio de la Iglesia, y de toda autoridad legítima en su propio ámbito” (Childress, 1979).
Además, el catecismo reconoce que se debe respetar la libertad de conciencia de cada persona,
aunque sin renunciar a la enseñanza moral de la Iglesia. Sin embargo, se puede caer en un juicio
erróneo de conciencia a causa de la ignorancia, cuando poco a poco crea un hábito hacia el
pecado, esto genera que la conciencia se nuble, lo cual conduce a desviaciones del juicio en la
conducta moral, por eso se nos exhorta a corregir nuestras conciencias de sus errores a la luz de la
Palabra de Dios.

En resumen, la conciencia moral es la capacidad humana de discernir lo que es bueno y


malo en nuestra conducta, y está orientada por la ley divina y la enseñanza de la Iglesia. Su papel
es el de ayudarnos a tomar decisiones éticas autónomas y responsables en nuestra vida diaria.

LAS VIRTUDES: en el Catecismo de la Iglesia Católica se define la virtud como “una


disposición habitual y firme a hacer el bien…la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y

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lo elige a través de acciones concretas” (n. 1803), se trata de una disposición que se tiene y se
adquiere con la práctica repetida de actos buenos y que se fortalece mediante la gracia divina; a la
repetición de actos malos que se hacen hábito le llamamos vicios. Las virtudes se dividen en dos
categorías principales: las virtudes cardinales y las teologales.

Las virtudes cardinales son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, se


consideran las bases necesarias para la conducta moral en la vida diaria. La prudencia es la
capacidad para tomar decisiones correctas y actuar de forma adecuada en cada situación,
“incumbe a la prudencia determinar de qué manera y con qué medios debe el hombre alcanzar
con sus actos el medio racional” (Aquino, 1274), permite considerar y discernir para saber tomar
buenas decisiones de manera correcta mostrando lo que más conviene a la persona usando los
medios rectos para que tenga una buena vida desde el equilibrio que no desvirtúa. La justicia
busca lo que es equitativo y está en línea con la ley divina, por ello el Doctor angélico la
considera como “el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su
derecho” (1274), es decir aquello que le corresponde a otro, según alguna igualdad, pero no solo
de manera individual, sino también de manera social, en conjunto, lo que llamamos bien común.
La fortaleza permite resistir la tentación y superar la dificultad, “corresponde impedir y frenar los
obstáculos, procedentes de nuestros apetitos y pasiones, que se interpongan a la consecución de
tal bien” (Pedro, 2017) es decir que domina las pasiones con voluntad firme para alcanzar los
bienes difíciles y auxiliar a evitar los males que se imponen haciendo el bien ante cualquier
circunstancia. La templanza, por último, es la capacidad de controlar los deseos y apetitos, y
usarlos de forma constructiva, o sea que “nos permite gozar de los placeres sensibles de una
manera ordenada y adecuada, sin desviarnos de nuestro fin, la verdadera felicidad” (2018), ayuda
a templar el espíritu, a dominar las pasiones, los instintos permitiendo orientar la vida hacia el
bien sin dejarse arrastrar por los apetitos sensibles.

Las virtudes teologales “adaptan las facultades del hombre a la participación de la


naturaleza divina” (n. 1812), permiten al ser humano relacionarse con Dios de manera más
directa y cercana, son las que Dios infunde en el alma del ser humano para conducirlo a la
perfección en su relación con Él. Estas virtudes tienen como objetivo final la salvación espiritual
y ayudan a los creyentes a actuar en el mundo de manera más justa y amorosa, fundamentada en
la fe y la esperanza en Dios y la caridad hacia los demás. Estas virtudes son Fe, Esperanza y
Caridad.

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La fe es la virtud por la que creemos en Dios y en todo lo que Él revela; la esperanza es
la virtud por la que esperamos en Dios, confiando en su promesa de bendiciones futuras; y la
caridad es la virtud por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a
nosotros mismos, en conformidad con el amor de Jesús. Estas virtudes nos permiten vivir en
comunión con Dios y nos ayudan a crecer en nuestro amor por Él y por los demás. En conjunto,
las virtudes permiten al ser humano orientar sus acciones hacia el bien, ayudando a construir una
sociedad más justa, fraterna y solidaria.

EL PECADO: según el Catecismo de la Iglesia Católica el pecado se define como “una


falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y
para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes” (n. 1849). Es un acto
voluntario que va en contra de la ley divina y que provoca en el ser humano un alejamiento de
Dios y una ruptura en su relación con Él y con los demás. Tiende hacia el mal, en ocasiones se
relaciona con lo prohibido, aunque no solo es eso, también atenta contra la bondad y belleza de
las cosas, crea una ruptura consigo mismo, con Dios y con la sociedad, rechazando de cierta
manera al amor de Dios.

El catecismo distingue dos tipos de pecados: el pecado mortal y el pecado venial. El


pecado mortal es una falta grave cometida con pleno conocimiento y voluntariamente, que rompe
la comunión con Dios y que puede llevar a la condenación eterna si no se arrepiente y se busca el
perdón de Dios “un pecado mortal es elegir deliberadamente, es decir, sabiéndolo y queriéndolo,
una cosa gravemente contraria a la ley divina y al fin último del hombre” (AciPrensa, 2019). El
pecado venial, en cambio, es una falta leve que no rompe completamente la relación con Dios,
pero que debilita nuestra comunión con Él, con los demás y que hiere a la caridad; aunque con
ignorancia involuntaria puede disminuir alguna falta grave, aunque no la anula. El pecado mortal
necesariamente tiene que ser reconocido y acercándose con arrepentimiento a la confesión
sacramental, que es la principal iniciativa del amor de Dios, ya que “el juicio sobre las personas
debemos confiarlo a la justicia y misericordia de Dios” (n. 1861).

Además enseña que el pecado no solo tiene una dimensión individual, sino que también
puede tener consecuencias sociales y comunitarias. Por lo tanto, el pecado no solo es una cuestión
personal, sino que también tiene un impacto en la vida de los demás y en la sociedad en su

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conjunto. Todo esto sintetizado en los diez mandamientos de Mc 10,19, los pecados son más
graves o menos graves de acuerdo a su jerarquía (matar es peor que robar, aunque los dos sean
graves), y también a las personas que se han perjudicado (un inocente, un pobre, un rico, etc); así
como los llamados pecados capitales, que generan otros vicios en la persona, los cuales son:
pereza, gula, lujuria, ira, envidia, soberbia y avaricia.

Para el catecismo, el perdón del pecado es posible gracias al sacrificio de Jesucristo en la


cruz y al sacramento de la Penitencia. A través del arrepentimiento y la confesión de los pecados,
el ser humano puede recibir el perdón de Dios y restaurar su relación con Él y con los demás.

Bibliografía
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https://www.aciprensa.com/Catecismo/elpecado.htm
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Childress, J. F. (1979). Apelaciones a la conciencia. Ethics, 315-335.
Fernández, A. (2010). Teología Moral. Curso fundamental de la moral católica. Palabra.
Fisher, A. (2005). La conciencia moral en la ética y la crisis contemporánea de la autoridad.
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