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4.

La moral evangélica, fundamento del comportamiento cristiano


La Teología, además de estudiar las verdades cristianas, también se ocupa del modo de
comportarse el creyente en Jesucristo, pues el cristiano no solo cree, sino que vive. La Teología
Moral es la parte de la Teología que, a partir de la fe, reflexiona sobre cómo y por qué el cristiano
debe vivir de un determinado modo, con el fin de alcanzar la bienaventuranza feliz.
El “objeto” de la Teología Moral es la vida entera del hombre, pues la eticidad es propia
de la persona y no solo de algunos aspectos de su vida. En consecuencia, la moralidad abarca la
totalidad de la existencia del hombre y de la mujer. Y, dado que el hombre es social por naturaleza,
la vida moral no afecta solo a la vida personal, sino también a su actitud en la convivencia humana.
Las “fuentes” de la Teología Moral son las mismas de la Teología en general. Son: la
Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio. Las tres están muy unidas entre sí (DV 10).
* Sagrada Escritura.
La Teología deduce los criterios éticos de la Biblia. La razón es que la Moral cristiana es
una Moral revelada: es Dios quien determina lo que es “bueno” y lo que es “malo”. A este
respecto, conviene aclarar que no se trata de una cuestión de simple “ley moral”, mediante la cual
Dios dirige la conducta humana, sino que, dado que Dios creó al hombre y a la mujer, sólo Él
sabe lo que es “bueno” y “malo” para ellos. En este contexto, los Mandamientos son decisivos
para la vida moral, y a cumplirlos invitó Jesús al joven rico para alcanzar la vida eterna (Mt 19,17).
Conviene insistir en que las acciones son “buenas” o “malas” no porque Dios lo
determina, sino que Dios las impone o prohíbe porque son “buenas” o “malas” para la persona.
De este modo, la Biblia enseña cómo el hombre y la mujer deben vivir de un modo correcto, de
forma que su propio ser se perfeccione si realiza el “bien” y, al contrario, se envilece y degrada
cuando practica el “mal”.
La conducta ética del creyente debe conducirse de acuerdo con lo que determina el
Decálogo. Pero, al mismo tiempo, Jesús enriqueció notablemente la enseñanza moral con otros
preceptos, y sobre todo con el espíritu de las Bienaventuranzas (Mt, 5,1-12). Jesús inauguró un
nuevo modo de vivir, de forma que la imitación de Jesús es la esencia de la vida moral cristiana.
A la vida y enseñanza moral de Jesucristo es preciso añadir la doctrina de los demás libros del
Nuevo Testamento.
* Tradición.
Otra “fuente” de la moral cristiana es la Tradición, es decir, el modo concreto en que han
vivido los cristianos a lo largo de la historia. Gran parte de la Tradición, con el tiempo, se puso
por escrito, es lo que se denomina la doctrina moral de los Santos Padres. En efecto, los escritores
cristianos fueron explicitando y concretando a las nuevas circunstancias las exigencias éticas del
Nuevo Testamento.
* El Magisterio.
El Papa y los Obispos recibieron de Jesucristo el poder de enseñar respecto a los diversos
temas de “fe y costumbres”.
Estas tres “fuentes” están entrecruzadas en perfecta unidad. Y a ellas, hay que añadir el
uso de la Filosofía, y el auxilio de otras ciencias, como el Derecho, la Psicología, etc.
Lo “específico” de la Moral Católica deriva de la concepción cristiana de la persona,
según la cual, el bautizado ha recibido una nueva vida. En efecto, el NT habla del “hombre nuevo”,
“nueva criatura”, “re-engendrado”, “ha nacido de nuevo”, “vida de Cristo”, “hijo de Dios”, etc.
Como es lógico, esa nueva riqueza de vida origina en el bautizado un nuevo modo de comportarse.
Así, el cristiano ha de esforzarse, con la ayuda del Espíritu Santo, en “llegar a ser varón perfecto
a la medida de la plenitud de Cristo”. Por tanto, se ha entender la moral como seguimiento,
imitación e identificación con Cristo. Veritatis Splendor: “Seguir a Cristo es el fundamento
esencial y original de la moral cristiana. No se trata solamente de escuchar una enseñanza y de
cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de
Jesús compartir su vida y su destino” (VS 19). Esta doctrina está recogida en los documentos del
Concilio Vaticano II, enunciada en el principio general: “llamada universal a la santidad de todos
los cristianos”.
— El acto moral y la formación de la conciencia.
El actuar ético es “medido” y “juzgado” por la conciencia. La conciencia es el núcleo más
secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios (GS 16).
Ahora bien, la conciencia no es pasiva ante el actuar de la persona, sino que alaba y
reprende, aprueba y condena; es decir, que al modo como la razón elabora juicios teóricos sobre
si algo es verdad o error, de modo semejante, la conciencia emite “juicios prácticos” acerca de la
bondad o malicia de un acto.
En el actuar concreto confluyen diversidad de elementos, lo que constituye una dificultad
cuando se emite el juicio práctico acerca de la bondad o malicia de un acto. Por ello, la ciencia
moral ha dispuesto una criteriología que sirve para emitir la valoración moral de las acciones
concretas: la objetividad de la acción que se realiza o se omite; el fin que persigue el sujeto al
actuar, y finalmente, las condiciones en las que se lleva a cabo la acción o las circunstancias en
que se encuentra el sujeto. En concreto, el objeto, el fin y las circunstancias se constituyen en
fuentes de la moralidad de los actos humanos.
Los elementos que confluyen en el acto humano son el conocimiento de la bondad o
malicia de una acción y la deliberación con que se lleva a la práctica. Por tanto, un acto deja de
ser humano -y por ello no se imputa- cuando cesa de ser consciente y voluntario. Este es el punto
decisivo para analizar la conducta desde el punto de vista moral. Los impedimentos que hacen
que un acto no pueda calificarse como humano, pueden afectar al conocimiento o a la libertad:
- Defectos de conocimiento:
a) La ignorancia: es la carencia de conocimiento. Puede ser: de hecho, de
derecho, vencible o invencible, crasa o supina, y afectada.
b) La duda: pude afectar al conocimiento y a la voluntad. Puede ser: positiva o
negativa, de derecho o, de hecho.
- Defectos de la libertad:
a) Concupiscencia: es la pasión o inclinación de las pasiones que buscan
satisfacer el bien sensible. Su papel en la valoración moral depende del consentimiento de la
voluntad, es decir, según el principio: “sentir no es consentir”. Y pueden ser: antecedentes,
concomitantes, o consiguientes.
b) Violencia: es la coacción que una fuerza exterior puede ejercer sobre la
voluntad. Puede darse: absoluta o relativa.
c) Miedo: es el temor fundado en los males que pueden originar al interesado, a
sus allegados o a sus bienes. Se distingue: externo o interno.
La conciencia es lo más noble del hombre, porque señala el ser mismo de la persona. Es
su núcleo íntimo, santuario de Dios, sagrario del hombre, lugar en el que Dios habla… El
Catecismo enseña: “La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana
reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho”
(CEC 1796). Por consiguiente, la función de la conciencia es juzgar las acciones del individuo,
dictaminando su cualidad, es decir, juzga si son buenas o malas.
Las clases más importantes de conciencia son:
a) Por razón del momento en que se emite el juicio:
- Antecedente: es la que precede a la acción.
- Concomitante: es la que acompaña a la acción.
- Consecuente: es la que se hace después de haber ejecutado el acto.
b) En relación a la norma o ley:
- Verdadera: es la que coincide objetivamente con la norma o ley.
- Errónea: es la que no se corresponde con la norma. Es: vencible o invencible.
c) Por razón del asentimiento del juicio:
- Cierta: es la que emite el juicio con seguridad.
- Dudosa: cuando se duda sobre algún dato relacionado con el acto que se ejecuta
o se omite. La duda puede ser positiva (por algún motivo serio) o negativa (sin motivo).
d) Por el modo habitual de emitir el juicio:
- Delicada: es la que trata en todo momento juzgar rectamente.
- Escrupulosa: es la que encuentra motivo de pecado donde no hay razón.
- Laxa: es la que por la razón más nimia se siente justificada.
e) Por razón de la responsabilidad con que se emite el juicio:
- Recta: es la que se ajusta al dictamen de la razón.
- Torcida: es la que no se somete a la propia razón.
Por lo tanto: es preciso actuar siempre con conciencia verdadera, nunca es lícito actuar
con conciencia dudosa acerca de la licitud de una acción, si hay fundado motivo para errar. La
duda puramente negativa no debe tenerse en cuenta al momento de actuar. La conciencia
invenciblemente errónea, cuando permite algo que está prohibido y lo hace, no comete pecado.
La conciencia que padece un error invencible debe ser obedecida en lo que manda o prohíbe, de
lo contrario obra contra su conciencia y peca. Es pecado actuar con conciencia venciblemente
errónea. La conciencia es libre, por lo que no debe ser violentada por nadie.
— La educación moral como clave de la formación de la personalidad.
De la grandeza de la conciencia, así como de su papel decisivo en el juicio moral, deriva
la importancia y la obligación que tiene todo hombre de formar de modo adecuado la propia
conciencia. “Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: “la
lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo
está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad
habrá!” (Mt 6,22-23)” (VS 63).
El individuo nace sin los conceptos de “bien” y “mal” morales, si bien ya en el inicio no
los recibe de fuera, sino que la razón capta lo “bueno” y lo “malo” y, con posterioridad, los elabora
con más rigor a la luz de la ley natural y sobre todo mediante la ley del Espíritu y de la reflexión
cristiana.
Todo hombre, pero especialmente el cristiano, tiene la obligación de formar su propia
conciencia. “Hay que formar la conciencia y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien
formada es veraz y recta. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido
por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos
sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar
las enseñanzas autorizadas” (CEC 1783). Pero, la formación de la conciencia es una empresa
delicada y difícil, en la actual fase de secularización post-moderna y marcada por formas
discutibles de tolerancia, que hacen aumentar el rechazo de la tradición cristiana, y que hacen
desconfiar de la capacidad de la razón para percibir la verdad, según enseñaba Benedicto XVI.
Para formar una conciencia recta existen unos medios específicos:
a) La aceptación de la enseñanza moral. El niño debe ser dócil a las enseñanzas acerca
de la conducta que le comunican sus padres y maestros. En el caso del adulto, éste
debe estar atento a las enseñanzas morales que le ofrece el Magisterio de la Iglesia.
b) El conocimiento de la vida cristiana. La conciencia recta supone configurar sus
criterios morales con el patrimonio y el estilo de vida moral cristiano que se transmite
a través de la enseñanza bíblica, la Tradición y el Magisterio.
c) La reflexión. Es muy importante atender a la voz de la propia conciencia.
d) El examen personal. Ocupa un lugar destacado la práctica ascética del examen de
conciencia. Ayuda a que se adquieran criterios firmes y estables sobre la moralidad.
e) El sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental ocupa un lugar decisivo, y
así ayuda a adquirir criterios sólidos y rectos de moralidad.
f) La dirección espiritual. Esa persona le puede ayudar a adquirir criterios firmes, y
superar subjetivismos o caprichos.
Finalmente, para el logro de una conciencia recta, es conveniente ejercitarse en acciones
virtuosas. No basta el conocimiento teórico, sino que es necesaria una “connaturalidad” con el
bien, que se lleva a cabo en el ejercicio de las virtudes cardinales y teologales.
Las virtudes suponen una disposición consciente y elegida de practicar el bien. Cuando
el cristiano decide emprender el camino de las virtudes hace una opción fundamental por Dios y
en esa opción empeña toda su vida. Además, las virtudes ayudan a alcanzar una existencia
cristiana, pues los hábitos adquiridos facilitan la adquisición del bien en todos los actos, dado
que, esos hábitos son semejantes a una segunda naturaleza. Las virtudes facilitan el ejercicio de
la libertad, pues habitúan a elegir el bien, alejan de las pasiones que oscurecen la inteligencia y
dificultan la recta elección. Además, ayudan a adquirir la perfección correspondiente, pues, las
virtudes no hacen más que desarrollar esas inclinaciones profundas del hombre hacia el bien. En
definitiva, la virtud es como un encuentro del hombre consigo mismo, y con Dios. La práctica de
la virtud causa una especial atmósfera de bondad y de altura ética, pues le introduce en la densidad
de aquel tipo de existencia en el que se dan cita el conjunto de los valores morales.
4.2.- La moral evangélica, fundamento del comportamiento cristiano: Criterios morales desde
la perspectiva cristiana en temas actuales.
Primer Mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”.
El hombre debe creer en Dios, ha de confiar en Él y debe amarle sobre todas las cosas.
Por lo tanto, la vida moral consiste en practicar esas tres virtudes teologales fundamentales: la fe,
la esperanza y la caridad.
- La fe es la virtud teologal que nos lleva a creer lo que no vemos, a fiarnos de Dios y
asentir a las enseñanzas que Él nos hace. Ello obliga a responder a la palabra de Dios que llama,
a creer todo lo que Dios enseña, a conservar la fe recibida, a ilustrar la fe para tratar de comprender
lo que creemos, y a defender y comunicar la fe.
- La esperanza es la virtud teologal por la que el cristiano tiene la expectativa de alcanzar
la vida eterna. La esperanza permite confiar en la ayuda de Dios que asiste de continuo, y mantiene
la confianza en que, con la gracia divina, nos podremos salvar, alcanzando la eterna
bienaventuranza del cielo.
- La caridad es la virtud teologal por la que se ama a Dios, sumo bien, y a los hombres
por Dios. En consecuencia, se puede definir la moral cristiana como la moral del amor, porque es
la síntesis de todos los mandamientos.
Segundo Mandamiento: “No tomarás el nombre de Dios en vano”.
La grandeza, la majestad y la santidad de Dios evocan el sentido de lo sagrado: Dios es
sagrado y también introduce al hombre en el ámbito de lo sacro. A su vez, jurar es tomar a Dios
por testigo de la verdad.
Por tanto, este segundo mandamiento alerta contra el abuso del nombre de Dios, usando
de su nombre sin reverencia alguna, sin necesidad, con ligereza; también condena la blasfemia
que representa una injuria directa de pensamiento, palabra u obra contra Dios y los santos;
condena el sacrilegio que es la profanación de una persona, cosa o lugar sagrado; condena el
perjurio que es el juramento en falso; y alerta contra el incumplimiento de los votos y promesas
hechas a Dios.
Tercer Mandamiento: “Santificarás las fiestas”.
La Iglesia urge con suma insistencia la importancia del domingo para la vida del creyente.
Su origen es de tradición apostólica y enlaza con el mismo día de su resurrección de Jesucristo,
por eso, es el “día del Señor”.
El domingo debe ser un día dedicado a que los bautizados recuerden su vocación, y den
gracias por su salvación, y se empleen en la instrucción religiosa y en la plegaria cristiana, en la
piedad y la alegría cristiana, y en el descanso.
Cuarto Mandamiento: “Honrarás a tu padre y a tu madre”.
En primer lugar, la teología moral enseña en este mandamiento las obligaciones éticas
que origina el matrimonio, y se pueden desglosar en:
- Deberes de caridad: la santidad del matrimonio demanda que los esposos se amen
mutuamente. Los esposos deben conservar, fomentar y aumentar el amor.
- Deberes de justicia: el primer deber es superar las dificultades que se pueden presentar
en la vida conyugal y que obliga a poner los medios adecuados para custodiar la fidelidad
conyugal, y destacan entre ellos, la oración y la gracia de los sacramentos.
En segundo lugar, la teología moral enseña las obligaciones éticas que nacen de los
padres para con los hijos, y de éstos con aquéllos, y se pueden desglosar en:
- Deberes de caridad: el deber fundamental de los hijos es amarlos con amor materno-
paterno. A su vez, los padres pueden orientar y aconsejar la vocación de los hijos, tienen la
obligación de educarlos en la fe y corregirlos.
- Deberes de justicia: la obligación más grave es educar a los hijos. Los ámbitos de la
educación son todos los que integran la unidad de la persona humana: la salud y el bienestar del
cuerpo, el desarrollo intelectual, la fortaleza de la voluntad, la madurez afectiva, el sentido social
y la formación moral y religiosa.
A su vez, los hijos tienen la obligación fundamental de amar y obedecer a sus padres, que,
ante la situación actual, resulta urgente la necesidad de recordar la obligación de atender a los
padres ancianos.
Quinto mandamiento: “No matarás”.
La razón última que justifica este mandamiento es la defensa del valor inconmensurable
de la vida humana.
Dada la importancia de la vida, es lógico que la bioética cristiana empiece con la defensa
de la capacidad procreadora del hombre y de la mujer, y de ahí, la condena de la esterilización,
en cuanto, implica, su eliminación artificial.
El origen de la vida va unido a la fecundidad del amor esponsalicio. El inicio de una vida
humana es un misterio en el que, junto a los esposos, Dios interviene con la creación individual
del alma. Ahora bien, tal grandioso origen empieza a desdibujarse desde el momento en que esa
acción creadora se convierte en un artificio productor de vida, pues la vida se crea, no se fabrica.
La procreación artificial (FIV-FIVET) es la que se lleva a cabo separando el acto conyugal y la
fecundación. Por tanto, el juicio moral condena este tipo de inseminación porque sustituye el acto
conyugal.
Los avances médicos permiten detectar algunas anormalidades del feto, que en ocasiones
pueden ser tratadas y mejoradas con el auxilio de la medicina. En consecuencia, por motivos
terapéuticos cabe llevar a cabo investigaciones prenatales en caso de que no suponga riesgos
desproporcionados ni para el feto ni para la madre.
La dignidad de la vida da lugar a una enseñanza que en la ética goza de carácter de
principio inviolable: toda vida humana debe ser respetada. Ello exige que se proteja y defienda
también la concebida y aún no nacida. Lo contrario es el aborto. Julián Marías señala que el
aborto no es sólo una cuestión religiosa, sino, ante todo, se basa en razones antropológicas, es
decir, en el respeto a la persona humana.
El homicidio es producir voluntariamente la muerte injusta del inocente, por eso, es un
pecado grave y abominable como siempre ha enseñado la tradición. Cercano a la gravedad del
homicidio se sitúa el terrorismo. A su vez, la tortura es el uso de la fuerza física o violencia moral
para arrancar confesiones, castigar a los culpables, intimidad o satisfacer el odio, y su juicio moral
ha sido siempre de condena sin paliativos.
El hombre y la mujer tienen la grave obligación de cuidar la salud por eso, son rechazadas
todas aquellas condiciones que ponen en peligro la salud, en especial los abusos como el
alcoholismo y la drogadicción.
El cuidado de la salud y el respeto a la integridad corporal supone que el hombre no tiene
un dominio absoluto sobre su vida: es un inteligente administrador y un libre poseedor de la
misma, pero no puede disponer de ella a su capricho, como ocurre con el suicidio.
La eutanasia es una acción u omisión que, por su naturaleza y en la intención, causa la
muerte con el fin de eliminar cualquier dolor. Hay que distinguir:
La autoeutanasia, que es la que reclama el mismo paciente, bien se la aplique a
sí mismo o autorice a otra persona, y que es un mal y un pecado grave, por cuanto el hombre se
constituye en dueño absoluto de su vida, cuya pertenencia es de Dios.
La heteroeutanasia que es la provocada por otro, sin autorización, y que, además
de ser un pecado grave, lesiona la justicia.
En todo caso, hay que distinguir la eutanasia, del derecho a vivir y morir dignamente. El
enfermo no está obligado a emplear medios desproporcionados o extraordinarios. La moral
católica rechaza el ensañamiento terapéutico.
El sexto mandamiento: “No cometerás actos impuros”.
La sexualidad es fuente de la vida y la facultad generadora de la vida humana es digna de
elogio y alabanza. La moral cristiana mantiene como principio permanente que la relación sexual
es lícita en el ámbito del matrimonio, porque, dado que la donación plena sólo está protegida en
el matrimonio, sólo es en la entrega mutua, estable y exclusiva conyugal donde se puede vivir la
relación sexual.
La homosexualidad es un fenómeno complejo que, además de la moral toca zonas
relacionadas con la medicina y la psicología. Las personas homosexuales deben ser acogidas con
comprensión y deben ser sostenidas en la pastoral, pero no se puede emplear ningún método que
reconozca una justificación moral a los actos homosexuales.
La masturbación posee siempre un juicio negativo, por cuanto implica un uso deliberado
de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales, por lo tanto, contradice su finalidad. En
todo caso, la psicología moderna ofrece datos para formular un juicio equitativo sobre la
responsabilidad moral y la acción pastoral. Es decir, hay que tener en cuenta la inmadurez
afectiva, los hábitos contraídos, la angustia u otros factores psíquicos o sociales.
La fornicación es la unión sexual fuera del matrimonio, y, por tanto, atenta contra la
intimidad del matrimonio y contra el fin procreador, además de afectar a la dignidad de las
personas.
La pornografía implica una profunda degeneración del valor sexual de la persona humana
reduciéndola a puro placer.
El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su naturaleza a la procreación y
educación de los hijos. Ahora bien, para vivir paternidad y maternidad responsables no es lícito
usar medios inmorales. El magisterio menciona vías ilícitas que los esposos han de evitar: además
del aborto, la esterilización directa, el coitus interruptus, el uso de píldoras anticonceptivas, el
empleo de instrumentos que impiden la fecundación… Por el contrario, además de la abstención,
es lícita la continencia periódica, y, en general, el recurso a los métodos naturales. También es
lícito el uso de productos médicos, que, aún teniendo efecto anticonceptivo, su finalidad es sólo
terapéutica, o sea busca conseguir la salud de la madre.
El séptimo mandamiento: “No robarás”.
La virtud de la justicia requiere “dar a cada uno lo suyo”, por lo que, si se lesiona, se
comete una injusticia y, en consecuencia, se exige la reparación debida. Quien comete injusticia,
además de confesarse del pecado cometido, está obligado a restituir. Si se trata de un bien
espiritual –como puede ser la fama-, es preciso hacer lo posible para repararla; si se trata de bienes
materiales, se debe restituir la cantidad sustraída o equivalente al daño causado.
También se puede pecar colaborando tanto al hurto como a la injusta damnificación. En
ambos casos, los colaboradores pueden estar obligados a restituir según la diversa forma en que
participaron en la injusticia.
El octavo mandamiento: “No dirás falso testimonio ni mentirás”.
El octavo mandamiento enseña cómo debe usarse la lengua, de forma que sea vehículo
de la verdad y no de la mentira. En consecuencia, se prohíbe el mal uso de la palabra que puede
mentir y maldecir.
Asimismo, se prescribe que no se use la palabra cuando debe guardarse silencio para
mantener un secreto.
Asimismo, en la sociedad actual, en la que los medios de comunicación son tantos y tan
plurales, se acentúa su importancia, pero se advierte que se han de evitar los datos que pueden
ocasionar un uso indiscriminado de los medios.
Finalmente, la palabra dada tiene un especial eco en los tribunales, en donde es garantía
y testigo de la verdad. Por eso se condena como especialmente grave el pecado del perjurio.

El noveno mandamiento: “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”.


El noveno mandamiento trata de fijar claramente el ámbito moral de la sexualidad, que
no es otro que el de regular el apetito sexual, de forma que se viva la templanza como medio para
practicar la virtud de la castidad, según su estado. Para ello, se requiere evitar los actos externos
de lujuria, y ordenar y fomentar la pureza de corazón, desde el interior de la persona.

El décimo mandamiento: “No codiciarás los bienes ajenos”.


Este mandamiento trata de introducir la templanza en la posesión de bienes, no deseando
poseer desmesuradamente, de forma que surja el deseo de apropiarse de los bienes que pertenecen
a otro.
El cumplimiento de los diez mandamientos lleva al creyente en Cristo a alcanzar la
santidad. En efecto, la santidad personal significa que el individuo consigue la perfección como
hombre y como creyente. Y es así, porque la moral de los diez mandamientos no es una moral de
mínimos éticos, sino de máximos morales. Asimismo, la vida moral colma las ansias de felicidad
inscritas en el corazón del hombre.

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