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LA AUTORIDAD DOCENTE Y LA CULTURA DEMOCRÁTICA ESCOLAR

El deseo
Cuenta una seño algo que le ocurrió en sus inicios profesionales. Incómoda por andar girando de
escuela en escuela, histórico suplicio del suplente, recibió contenta la noticia de una licencia más
larga para cubrir. Linda suplencia, pero con grave advertencia: era uno de los tantos grupos
caratulados como “terribles”. Séptimo grado: preadolescentes con acné, bozo robusto y miradas
torvas. ¡Tan difíciles! Ya habían hecho renunciar a tres maestras. Se decía en los pasillos que a una
de ellas hasta le habían mordido una pierna, los caníbales. Quién sabe si no habrían colgado el
esqueleto en el aula. Todo podía ser. Nadie lo negaba, porque nadie se atrevía a entrar.
La seño sin embargo fue. Llegó a la escuela y, por supuesto, la largaron sola. Le marcaron con un
índice temeroso el camino a la jaula de los leones. Avanzó. Llegó. Tomó aire y abrió la puerta del
aula. Efectivamente se encontró con un verdadero descontrol. Se confirma una vez más esa
inveterada costumbre que tienen los alumnos de hacer caso a los rótulos que les suelen imponer los
adultos de la institución. Conversaciones desfachatadas, música impune, alguna vuelta de pugilismo
amateur, todo entre papeles y tizas voladoras.
Esquivando un proyectil perdido, saludó con cálida sonrisa. Si acaso alguno la divisó, no
consiguió ni el más mísero gesto. Ante la alternativa de llorar y salir corriendo o intentar algo, se
decidió por probar la segunda opción. Para la primera siempre habría tiempo.
Respiró hondo y dejó sus cosas en el escritorio, que puso esforzadamente en su lugar. Empezó a
borrar el pizarrón. Creyó notar una leve merma en el barullo. Estimulada, continuó borrando los dos
pizarrones con fuerza indisimulable. Se dio vuelta y se encontró con alguna que otra mirada en la
maraña.
Sacó de su mochila dos libros que tenía preparados para leerles. Llamativos eran los libros.
Grandes y con colores. Claramente, ahora podía asegurar que el ruido era menor y las miradas más
numerosas. Por último, colgó el mapa que con buen tino había solicitado en biblioteca antes de
entrar. Si la historia que contaría venía de lejos, sería bueno que vieran desde dónde.
Se paró enfrente de la clase y mientras se sacudía los restos de tiza, el rumor expiró en
murmullos. Sobre el silencio flamante se escuchó una voz que declaraba:
—Oia… Parece que esta sí tiene ganas…
Así empezó una hermosa relación que todavía hoy perdura en los recuerdos. Porque no es
tentador burlarse de quien se entrega en su tarea. Porque rara vez se maldice a los apasionados.
Las ganas de enseñar suelen ser más convincentes que las exigencias morales. El respeto a la
propia tarea es contagioso, venga de donde venga. La carencia de sentido, contrariamente, puede
atentar contra el respeto. ¿Se respeta acaso algo sin significado ni destino? Y al revés: ¿quiénes no
respetan aquello que se hace con pasión?

Noción de trabajo
Respetar nuestra tarea significa dignificar el trabajo, sobre todo el de las y los estudiantes. Un
trabajo como derecho, como realización de la condición humana, como respuesta creativa, como
propuesta interesante. Si creemos que el trabajo es un castigo, entonces ¿quién tendrá ganas de
trabajar en nuestras aulas?
No hace falta anunciarlo; las concepciones arraigadas se transparentan. Se puede demostrar
llegando sistemáticamente tarde, evadiendo algunas responsabilidades cotidianas o con frases
arrojadas al pasar. ¿Qué transmiten las clásicas “¡Pórtense bien o les mando el doble de tarea!”; “¡El
que habla tiene más trabajo!”; “Si se siguen portando así, se llevan un ejercicio práctico”?
¿Qué noción de trabajo conllevan? ¿Qué denota, por otro lado, su inversa “¡Felicitaciones! Como
se portaron tan bien, ahora de premio les doy hora libre”? ¡¿Qué quiere decir?! ¿Que el estudio es
un castigo y el retiro de nuestra función una recompensa? ¿Acaso que la tarea es un suplicio, una
condena a cumplir? ¿Que dejar de aprender sería una celebración, un laurel? ¿Que la libertad se
parece a suspender el aprendizaje?
Si las clases de ciencias naturales son excursiones por la curiosidad ancestral, si la enseñanza de
la historia es un viaje por el tiempo, si los problemas de matemática son verdaderos enigmas,
gimnasia para la inteligencia, si las escenas de lectura literaria son refugios placenteros, si las
asambleas son arena de polémica y resolución, si los juegos entran como derecho y no como
contraste de monerías frente al rutinario trajín, entonces perderse todo eso es una pena, en sus dos
acepciones: un penar y una penitencia. Quedarse sin trabajo se padece; tenerlo se celebra. Faltar es
un problema. Esquivar queda lejos del éxito. El que abandona no tiene premio.
La invitación es a trabajar juntos. Ejercicio de nuestra función: la mejor definición de autoridad.
Esto requiere desde ya mucha confianza en lo que hacemos. Si no la tenemos, no hay que
desesperar ni tampoco quedarse esperando: hay que buscar, probar, revisar. Trabajar con otros y
trabajarse uno mismo. Pensar seriamente la propuesta de enseñanza. Y “seriamente” significa con
alegría, de manera sistemática, con los demás. Si a los sujetos del aprendizaje nada los sujeta, nada
del trabajo los ata ni los convoca, vale sospechar que algo anda mal con nuestra didáctica. No
siempre es la única y última causa, pero corresponde dudar un ratito de nosotros mismos.

El ejercicio de la función
Entendemos la autoridad bien lejos de las insignias de un sargento gritón. En estos tiempos la
investidura del cargo ya no garantiza la conformación automática de la autoridad. No viene con la
chapa. No alcanza con ser el docente designado, la directora principal o un superinspector general
para que los niños se pongan a disposición. Claramente el respaldo social a la institución escolar
está en crisis. Entonces, o nos damos por vencidos o intentamos reconstruir la legitimidad docente,
todo un desafío (acá optamos por esta última, sin dudas, aunque resulte difícil).
Si acaso la escuela “ya no es como antes”, porque cambiaron muchísimos factores del tiempo
histórico, quizás todavía estén vigentes ciertos elementos que generan legitimidad en la autoridad
docente.
En la escuela se despliegan interjuegos de poder, y los niños desde muy pequeños ya lo saben.
Son bastantes más que los adultos y, si se lo proponen, pueden hacernos la vida imposible. No hace
falta mucha conspiración, basta con la resistencia desafiante. Pero esa no es la ley ni la costumbre.
Esa beligerancia infantil suele resultar de una violencia insonora que los adultos ejercen cuando no
se constituyen como autoridad democrática, cuando faltan el respeto.
Respetar a los demás es, en principio, respetar nuestra propia tarea. Es el ejercicio generoso de la
función que hemos asumido (en nuestro caso, enseñar). Hacer nuestro trabajo con la mayor
dignidad posible. La frente alta y la vida, al menos por un buen rato, puesta en aquello para lo cual
nos eligieron y con lo que nos ganamos el pan.
Poco se consigue gritando más, prohibiendo más. La contractura se contagia y hace doler la
cabeza. La labor agarrotada no deja desplegar ni un ala. El miedo impuesto, si es que se consigue,
no educa, solo comprime.
Hay quienes piensan que, como la autoridad ya no está garantizada por el cargo institucional,
entonces los adultos tenemos que esforzarnos por conquistarla unilateralmente. Por ejemplo, con un
oficio similar al de un actor. Así, día a día tendríamos que conquistar, cautivar y seducir a nuestro
auditorio. Llegar a ser una especie de ilusionistas, pedagogos de bases mesmeristas. Esta posición
puede derivar en ciertos peligros, porque con elocuencia amable, con carisma refinado, dedicado e
insistente, puede convencerse al cordero de que se entregue mansamente a las fauces del lobo. El
seducido es fascinado y puede quedar azorado, atónito, impávido, pasivo, inerte. Quien seduce no
tiene en cuenta, no supone, no conoce al otro. Los grandes actores descuellan en escena mientras los
palcos contemplan en completa oscuridad. El público solo mira, oye, se deja llevar, se somete. Esta
fascinación puede ser una captura riesgosa, como en la hipnosis, que al hipnotizado hace desvestir
de inhibiciones y velos, pero también hasta de su propia identidad. Y así la seducción puede
parecerse a la domesticación.
No parece aquí jugar papel alguno la construcción del conocimiento. ¿Qué tiene que ver ese
charme con la tarea para la cual estudiamos y nos eligieron?
Tampoco el respeto consiste en hacerse el amigote de los niños, un simpático compinche más.
Claro que hay cariño en la relación, pero es pedagógico. Es un amor que se demuestra
didácticamente, con hechos de enseñanza. En una pedagogía de la praxis: el afecto, la conquista y la
seducción de quien aprende ocurren con la constatación del propio aprendizaje. El estudiante no
necesita entregarse a talentosas cualidades personales ajenas, sino participar en unas condiciones
que le permitan poner en juego lo mucho que sabe. Con ello, a partir de su trabajo, transformará lo
viejo en nuevo para saber cada vez más.
Por eso reiteramos: la autoridad se constituye en el ejercicio de la función docente. No somos
simples cuidadores, reemplazables por voluntarios. ¡Sabemos algo que otros no! Buenas
profesionales, buenos artesanos, sólida autoridad.

Presencia y coherencia
La autoridad es el fruto de una relación, de un conjunto de interacciones. No viene dada, porque
no es solo cuestión de carácter ni de virtudes personales previas. No se trata de detentar y ostentar
cualidades individuales, orque la autoridad no es un don, ni es propiedad privada, ni atributo
masculino, por ejemplo. Tampoco es producto de una misteriosa “vocación docente” que nos
empujaría por indómito impulso interno.
La autoridad es una construcción que se sostiene y renueva en la tarea cotidiana. La autoridad
supone siempre una asimetría, pero no fruto de la estatura física. No es por imposición, sino por
composición. Se establece es una relación determinada, interjuego de poderes.
La autoridad, un poco devaluada tal vez por “mala praxis”, puede constituirse democráticamente.
Autoridad democrática no es un oxímoron (como “helado caliente” o “milanesa napolitana”). ¿Qué
elementos conformarían una autoridad democrática?
En principio, se requiere de la presencia. Se trata de estar ahí, ratificar el deseo de estar ahí. Ser
vistos con nuestras ganas. Poner el cuerpo y vibrar. Sostener las banderas (o “aguantar los trapos”,
diría la tribuna). Plantarse; no trasplantarse. Apersonarse: aparecer en persona, no en molde ni en
cáscara. No tramitar la jornada aguardando ansiosamente el timbre, como quienes de vez en cuando
sueltan a viva voz su fastidio de estar, su alivio de viernes. Desde luego, el esfuerzo merece la
recompensa del descanso, necesaria, impostergable, pero si las frases y las señas solo dicen que lo
único que queremos es escapar, entonces ni el menor compromiso podemos exigir.
Cuando quien enseña retira el deseo, los malestares aparecen en el aula. Si no ponemos ganas en
nuestra tarea ¿qué esperamos como respuesta estudiantil? Esa desidia transmitida retorna
inevitablemente en ansiedad, violencia, agresión. En cambio, cuando la tarea se encara con lumbre
de vida, el ardor se contagia. Por eso, la más exquisita herramienta para acotar la indiferencia es el
deseo, las verdaderas ganas de trabajar.
Se trata de estar con ellos y con ellas, no con los pajaritos en otra parte. Desenfundar el corazón,
lanzarse de cabeza contra el tedio. Propiciar el fuego vital, “aun cuando solo fuera en la blancura de
un pañuelito lavado”. Habitar plenamente la clase. Presencia hacia adelante, invadida de vida.
Rotunda y descarnada presencia. Anotaba Daniel Pennac, maestro y escritor francés:
Una sola certeza, la presencia de mis estudiantes depende estrechamente de la mía: de mi
presencia en la clase entera y en cada individuo en particular, de mi presencia también en mi
materia, de mi presencia física, intelectual y mental, durante los minutos que durará mi clase.
Si no hay amor, que no haya nada entonces.
La autoridad también requiere de la coherencia. Quienes enseñamos no somos ejemplos de
bronce, próceres para calcar, pero si no ejercemos lo que pregonamos, de nada sirven todos nuestros
intentos. Si hay divorcio entre la sustancia y la forma, de alguna u otra manera la contradicción
estalla.
Cuando los gestos simples desacompañan los grandes discursos, la catedral de buenas
costumbres se desmorona. Si el respeto es solo un término para perfumar las más insignes
arbitrariedades, entonces reina la burla y las sanciones son venganzas personales. En las relaciones
humanas hay códigos explícitos y coherencias implícitas: si respetamos, nos suelen respetar. Para
que en nuestros barrios no relumbre el acero, “lo que digo con el pico lo sostengo con el cuero”,
como decía la milonga.
Si con los actos faltamos el respeto, por más palabrerío que ornamente, ese látigo vuelve.

Lo inicial
Retomamos aquí una idea de autoridad que el nivel inicial tiene arraigada. Las maestras de sala
no arman su función docente imponiendo un orden militar ni fabril. Piensan su propuesta didáctica
más como ofrecimiento o invitación, que como exigencia u obligación a cumplir. Desde luego que
no todo les da lo mismo, pero si algo les falla, las seños de inicial suelen preguntarse qué cambiar
de la propuesta, revisando su práctica, antes que depositar el error en los niños.
Otro aspecto a destacar es cómo valoran los logros de aprendizaje, en lugar de señalar
sistemáticamente lo que falta. “Hoy Juancito dejó el pañal”, “¡Antonella ya reconoce los números!”
se escucha mucho más en las salas que “este alumno todavía no sabe las letras” o “la niña se la pasa
todo el día distraída”. Miran los avances, antes que la distancia con la métrica impuesta. Y ejercen
la ciencia de la paciencia, porque conocen los tiempos de cada proceso, así no corren tras apremios
externos.
Saben las maestras de inicial que para que sus niños jueguen (o sea, para que participen de la
actividad que les permite aprender) deben planificar y por supuesto intervenir en su juego. Entonces
saben que deben jugar también: no pueden solo dar órdenes desde afuera. Se consideran parte del
asunto; se implican; ponen el cuerpo. No dictan desde un escritorio. Y asumen la incertidumbre
inherente al oficio de intervenir: el gesto situado, artesanal, no estandarizado. No tienen parámetros
ni “sellitos” para estampar en serie. Saben escuchar a cada quien, cada vez, con suma atención.
A su vez, piensan la propuesta más como encuentro con el mundo que como reparto
administrativo de contenidos del programa. Llevan de la mano a sus niños para ver, oír y olfeatear
el mundo. Saber sensible, saber sabroso.
Quizás entonces la autoridad, sea en el nivel educativo que sea, se construya autorizando a
nuestros estudiantes durante una suma de instantes en que puedan interrogar y pronunciar la
realidad más amplia, con sus maravillas y sus basurales. Se trata de hacer eso que la escuela
siempre hizo, y que no ofrecen muchas otras instituciones de la vida civil: brindar una forma
especial de tiempo liberado, tiempo ajeno al consumo y al imperio de la utilidad. Porque si el ser
humano vive tanto de pan como de canciones, la escuela sabe ofrecer la segunda porción: la rosa, la
poesía y la brújula para nuestro lugar en la Historia y en el Mundo.

Autoridad y Libertad
Autoridad, Democracia y Libertad no se contraponen, se precisan mutuamente. La autoridad
democrática garantiza la vigencia de la Libertad en el aula. Porque esa Libertad no es la ausencia de
un poder, sino –a lo sumo– es el desconocimiento o la desobediencia con relación a un principio de
autoridad, a una petición anterior, a un axioma moral o un dogma impuesto antes de ser tejidas las
relaciones comunitarias.
Esta crítica al principio de autoridad es el rechazo a su falta de razón, a su ausencia de
argumentos, a la imposibilidad de justificar la validez de sus enunciados. La Libertad es la rebelión
frente a un poder omnímodo que pretende validarse a sí mismo, al arbitrio del “esto es así porque lo
digo yo”, tan común como corriente.
La pregunta crucial pasa por el origen del poder que sostiene la autoridad. No siempre es una
fuerza extraña, ajena a la sociedad o a la comunidad de trabajo. Tampoco el poder es, por
definición, hostil.
La autoridad es democrática cuando es fuerza que emana de las relaciones humanas y funciona
para el bien colectivo (que, por supuesto, también es un bien para cada persona que compone el
colectivo). Así, en vez de someter y denigrar, puede rescatar, habilitar y emancipar.
Decimos que la autoridad democrática se construye porque no es una persona, sino una función,
un movimiento, un ejercicio de concesión y demarcación. La autoridad no es atributo ni propiedad
de un individuo; no hay quien la posea por sí mismo. Es el resultado de una interacción
comunitaria, de una relación enlazada, volátil y cambiante, entre personas. La autoridad no se
impone, sino que se compone en el seno de la comunidad de trabajo.
Por eso podríamos definirla como la representación de una ley, marcando la interesante
diferencia entre ser la ley y representarla. Si yo soy la Ley, entonces no soy una verdadera
autoridad, sino un déspota, un monarca absolutista, la definición de tiranía. “El Estado soy yo”,
como ridícula expresión del que se dice Sol y no sabe ni encender el fuego.
Más que si se administran sanciones o penitencias, la cuestión es su sensatez. La tiranía castiga
sin medida, por capricho y placer; no se basa en la razón y el acuerdo previo. La tiranía nunca se
muestra de frente: sus sometidos están en un laberinto desquiciado.
En cambio quien representa la ley es la autoridad instituida colectivamente. Es erigida para
garantizar esa ley –una que sea expresión de un sentido colectivo de Justicia–, pero jamás
reemplaza a esa ley. La autoridad no es la sustancia de la ley, sino su instrumento.
Por eso la autoridad puede habitar pasajeramente en una persona –por lo general, la docente–,
pero también reside en otros huéspedes. Una asamblea puede ser, por gruesos y encantadores
momentos, la autoridad del aula. Un libro puede serlo, en algún aspecto. La hermana mayor
también. O una compañera de aula. Hasta el más pequeño orejón se vuelve autoridad si comparte lo
que sabe con pasión. Quien ofrezca su sabiduría incipiente lo será: maestra, directora, madre, ronda,
escuela.
Es autoridad quien sabe hacer y quien, a la vez, hace saber.
Como la Libertad necesita límites democráticos, la ley comunitaria es la búsqueda de esos
límites para que la Libertad siga existiendo. Pero no puede hacerse omnipotente para garantizar lo
que así asfixiaría, castraría y anularía. Porque, aun siendo difícil definirla, decimos que la Libertad
consiste en conocer y discutir los fundamentos de esos límites. Es explorar hasta encontrar sus
fronteras, sus confines, para trazar un mapa del territorio donde el yo se convierte en nosotros. Es lo
que nos permite cuestionarnos qué hacer con lo que hicieron de nosotros.

Estar de su lado y en otro también


Nuestros estudiantes saben que estamos de su lado. Que los defendemos. Que compartimos sus
alegrías y sus dolores nos laceran. Las sombras que los asolan nos ocupan. Sus victimarios se
convierten automáticamente en nuestros enemigos. Estamos de su lado en cuerpo, en acción y
convicción.
Pero, paradójicamente, en términos de lugares institucionales las docentes no estamos de su
mismo lado. Ocupamos otro flanco, otro lugar. Estamos en un paraje especial, elevado sobre la
comarca. Es la posición de la autoridad pedagógica. En este sentido lejos estamos de ser sus pares,
porque cargamos responsabilidades de las que están eximidos. Esta carga nuestra, por suerte, les
alivia unos cuantos pesos.
Ocupamos el lado de la autoridad que, aun perteneciendo a la comunidad de iguales, de ella se
alza. Así cumplimos una función necesaria. Un papel indispensable para que rija la ley. Porque la
autoridad, como decíamos, es la representación de esa ley comunitaria.
Esta posición tranquiliza y protege porque dirime ante la incertidumbre momentánea. Tercia
reclamos mínimos, advierte del peligro, interrumpe ante las urgencias, posterga ansiedades
recuperando los pliegues de la memoria. Así tanto habilita incómodos como sofrena desbocados.
Ocupar ese otro lugar, ese otro lado, es también dejarles abierto un territorio generacional para
que se esparzan, un distrito de travesuras y secretos inocentes. Interesante aquí la idea de autoridad
como un muro: una pared que por momentos confronta y por momentos sostiene.
Fuera de la banda, sin participar de la pandilla, propiciamos su cofradía. Para explorar el límite,
la runfla infantil debe pastorear el error, tantear la picardía, arrimarse a la imprudencia. Esa
búsqueda tan sana e instructiva en las primicias de la vida es indispensable para crecer. Pero desde
luego necesita una mirada adulta que cuide, una visión de atalaya que distinga entre la aventura y la
desgracia, entre la andanza y el desquicio, entre la experiencia educativa y el desenfreno constante.
Por eso nosotros, siendo otros, los dejamos ser tan ellos.

Manos firmes y manos tiernas


Volviendo sobre los pasos, aquí estamos, entre discursos sobre la caída de la autoridad que
proliferan por doquier, entre editoriales periodísticas y proclamas de panel televisivo que se
desgañitan vociferando cómo se ha perdido el respeto en las aulas.
El “ya no es como antes” se acepta como ley científica. Pero se pierden preguntas clave: ¿qué
indicadores cuanti- o cualitativos se utilizan para afirmar que en la escuela no hay respeto? ¿De
dónde surge y cómo se sostiene esa afirmación?
Y por otra parte ¿cómo se consigue el respeto en la vida y en la escuela? ¿Es patrimonio del
cargo, del puesto ocupado en el caprichoso organigrama social o institucional?
Eduardo Galeano, nuestro poeta de la otra orilla, planteaba en un título: “Nosotros decimos no”.
Nosotros también decimos no. No a la asociación maliciosa entre “democracia” y “todo vale”.
Decimos no a las propuestas de soluciones mágicas con las cuales la ley se imparte “mano dura”
mediante. Creemos que el camino no va por un retorno rampante al paradigma de vigilar y castigar.
Nos preguntamos qué resultados concretos pueden enarbolar políticas sociales e institucionales
basadas en este criterio. ¿Funcionaron alguna vez en algún lado? ¿En alguna escuela ejemplar? ¿En
algún estado del norte continental? El ejercicio de la violencia genera un tipo especial de vínculo
entre quien la ejerce y quien la recibe: ¿se puede llamar a esa relación “respeto”?
Quizás como docentes nos preguntemos si buen orden y la democracia van de la mano. Y está
bien la pregunta. O quizás, por el contrario, frente al miedo de reproducir modalidades autoritarias,
terminemos ofreciendo una anomia boba, que no permite enseñar, ni aprender y que provoca
choques en cada esquina por no respetar ni las normas de tránsito.
La escuela es –todavía– un lugar estable en un mundo flexibilizado e incierto. La caída del
empleo como organizador y el atroz imperio del más fuerte convierten los pasajes del barrio en una
jungla, mientras que los dispositivos hiperconectados desmoronan las agendas y alimentan
ansiedades, esquivando la postergación. La escuela, en cambio, tiene un orden –maltrecho y
anquilosado, pero orden al fin–. Hay un timbre; hay un ahora sí y un ahora no. En el barrio y en el
continuado de las pantallas, poco y nada. En la escuela hay un adentro del aula, un patio que es
afuera; se sale y se entra, se organiza el trabajo. Extramuros y en los links, territorios que devoran
límites, todo es fuera y dentro a la vez.
Así la escuela quiebra un modo de vivir. Propone una ley sin saber, a veces, que es novedad para
quien la recibe. Sus códigos son distintos a los de la ranchada o la red social. Ni la esquina ni
Internet tienen horarios. La escuela entonces ofrece la ley como amparo. Un ensamble para
desastillar los relojes. Las reglas establecidas protegen y sosiegan la desmesura. Límites necesarios
para salir de la inmediatez eterna, para organizar espacio y tiempo en cada íntima existencia. Son,
además, la disposición para el fluir cansino del pensamiento.
Todo límite es un mensaje de cuidado. Y eso implica aceptar, a veces, el resentimiento infantil. Si
vinculamos la figura de “buen docente” con ser queridos (horas deshojando la margarita: mis
alumnos ¿me quieren o no me quieren?), entramos en un atolladero. Si acompañamos el
crecimiento, aceptaremos que en más de una oportunidad les negaremos sus demandas. La posición
adulta ofrecee sostén y soporta la confrontación. No haremos siempre el papel de “buenos” (quizás
mal asociado a “permisivos”), y eso no será caer en el autoritarismo ni anular la democracia.
La pedagogía del cuidado hace que los límites y la ternura vayan de la mano. Manos que
sostienen. Ni mano dura ni mano blanda: en la escuela juntamos manos firmes con manos tiernas en
abrazo fraterno, unos límites argumentados en espacios de diálogo que contienen y a la vez dan
libertad.

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