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Cuando un alumno entra en la escuela secundaria, es como si entrara a un cuarto oscuro

y desconocido. De pronto no ve nada: no conoce ni las dimensiones del lugar, ni los


obstáculos que pueden impedir sus movimientos. Podríamos agregar que, además, lo
marean, como en el juego del gallito ciego: le dan varias vueltas sobre sí mismo para
que pierda dimensión de distancia y orientación.

(le presentan de golpe de 12 a 14 materias, cada una con su profesor, su contrato


pedagógico, su modo de evaluar; se le solicitan carpetas, cuadernos, apuntes y libros, se
le explicitan metodologías de cursada y de estudio; se le enumeran fechas y plazos;
programas completos de materias que desconoce casi por completo. Y, casi más
importante que todo esto, se le presentan 12 personalidades nuevas: los profesores, cada
uno con sus tics, sus mañas, sus frases, sus enojos y alegrías, sus triunfos y fracasos, sus
familias, amores y odios a cuestas. Más de una decena de perfiles psicológicos con los
que deberá comunicarse para comprender qué pretenden de él, cuales son los saberes
y/o competencias mínimos que han de requerirle para aprobar cada una de sus materias.
Una docena de subjetividades disfrazadas de objetivas. Algunas más imprevisibles y
arbitrarias que otras, todas siempre convencidas de que su materia es la más importante
de la currícula.)

(creo que la metáfora del cuarto oscuro y el gallito ciego se queda corta, pero sigamos)

El objetivo del alumno en ese cuarto es encender la luz. Pero no la eléctrica ni una
linterna, sino la luz del conocimiento. Esa luz debería producirse por el encuentro entre
los saberes del docente (no solo temáticos, sino pedagógicos, sociales y de
competencias) y los saberes que el alumno trae de su formación académica (lleva 8 años
en el sistema) y de la observación de la vida cotidiana, que se irá acrecentando con el
pasar de los años, esos años de la adolescencia que nos traen a un niño de 12 y se llevan
a un joven de 18.

De la combinación de esas dos fuerzas debería surgir la luz, como surge el fuego al
chocar dos piedras. Sabemos que es así, pero… ¿alguna vez, en algún loco experimento
de supervivencia, trataron de encender fuego de ese modo? Primero, hay que tener
mucha paciencia. Y no echarle la culpa a los materiales: seguramente parte de la falla
está en la pericia de quien los mueve: en este caso, el docente, la escuela, el sistema
educativo.

El docente conoce el cuarto: lo ha visto iluminado, lo ha recorrido paso a paso, rincón


por rincón. Sabe donde están las trampas, cuales son los golpes más fuertes que el
alumno puede darse, y cuales de ellos realmente sirven para algo. También sabe en qué
zona del cuarto se la pasa mejor, en qué zona hay mejor clima, hay más aire. Incluso
muchas veces el mismo docente ha diseñado ese cuarto: él ha sido el encargado de
poner trampas, obstáculos y ayudas al diseñar una planificación y un programa.

Algunos docentes creen que simplemente basta con mostrarle al alumno la luz. Esa luz
puede provenir de textos y discursos elaborados por otros, expertos en la materia,
socialmente considerados los “padres” o maestros de la disciplina. Si el alumno ve esa
luz, la conoce y puede describirla casi de memoria, podrá reproducirla. Incluso hay
ejemplares que creen que la luz la tienen ellos. Que una exposición oral, o incluso un
apunte pergeñado por ellos mismos, va a cumplir el rol de iluminar ese cuarto oscuro. Y
que el alumno que mejor imite esa manera de pensar, generará la luz necesaria para
encontrar la salida. Pero solo la está reflejando, como un espejo.

Otros, más descreídos que los anteriores, creen que, en realidad, no hay modo posible de
generar aquella utópica luz. Por lo tanto, lo que queda es hacer chocar al alumno
repetidas veces contra las paredes del cuarto, marcarle el error, minarle la autoestima, y
cuando ya no da más, entregarle una linternita (o una cajita de fósforos) para que vea la
puerta y se vaya.

(cualquier similitud con la tortura es mera coincidencia)

Un tercer tipo de ejemplar es aquel que cree que, haga lo que haga, en determinado
momento la luz va a suceder. Es exactamente el opuesto al anterior. Optimista por
naturaleza, cree que el propio adolescente en su crecimiento, va a poder salir de allí.
Muchos hemos salido, piensa. Más o menos maltrechos, pero hemos salido. Como esto
de todos modos se va a dar, se dedica a pasarla lo mejor posible; finalmente, es un
trabajo que debe cumplir. Una variante de este tipo es la que también trata de que el
alumno la pase lo mejor posible. Lo trata de manera amable; incluso crea lazos de
amistad con él. Trata de comunicarle esta idea de que se relaje, que hay que estar allí
por un tiempo determinado, pero que en cierto modo el futuro está escrito. Escrito por
otros, no sabemos quienes, como ni por qué. Pero se sale. Si él pudo salir…

Pero en este cuarto no están solos docente y alumno: hay varios alumnos, muchos
alumnos, a veces demasiados alumnos. Dentro de aquella primera y utópica idea de la
producción de aprendizaje (perdón, de luz) está la noción de que es un aprendizaje
colectivo. Pero no en el sentido de que si uno encuentra la luz, salimos todos, sino en
cuanto a que si ellos ven de que manera un par encuentra esa luz, al ser alguien más
cercano y parecido a ellos, pueden entender mejor de qué modo lo logró. Vista de este
modo, esta relación grupal es positiva. Pero muchas veces el docente lo planteará como
una “competencia interna”, en la cual hay malos, peores, mejores y buenos. E incluso
aparece cierto criterio, nunca escrito, de que no pueden salir todos juntos (el docente
habría sido demasiado benigno, es imposible que todos hayan generado la luz al mismo
tiempo) y tampoco pueden quedar todos encerrados (eso podría interpretarse como una
falla del docente: no supo generar la luz). Entonces, se opta por un “número interno”,
nunca explicitado, que cada docente tiene: algunos van a salir rápido, otros se van a
quedar mucho. Hagan lo que hagan, un número mínimo está condenado al fracaso.

Otro aspecto muy importante de esta situación grupal es que el docente debe estar atento
a posibles engaños: el alumno, casi con seguridad, intentará robar o copiar esa luz. El
docente, en otra regla nunca escrita pero siempre presente, debe desconfiar del alumno.
Debe instalarle la idea, el sentimiento, de que no solo hay que ser honesto, sino
parecerlo y demostrarlo. Todos los alumnos son culpables al entrar al cuarto, salvo que
demuestren lo contrario en muchas, en todas las instancias. Se ignora en qué momento
ese niño, desde que salió del vientre materno hasta que llegó a ese cuarto, pasó a ser un
engañador profesional, un ser vago y lleno de artimañas engañosas. Pero lo es, y hay
que mostrarle, con controles y sanciones, que ese no es el camino. No importa si eso
instala en él la desconfianza hacia el otro.
Se podría seguir un largo rato describiendo tipos y subtipos, más otros actores no menos
importantes del proceso (directivos, psicólogos y psicopedagogos, preceptores,
quiosqueros, porteros y personal de maestranza y administración).

Pero la pregunta central es: aquella quimera, la de encender esa luz entre ambos saberes,
en ese choque de piedras que son el docente y los alumnos, ¿es posible?

Desde estos precarios apuntes creemos que sí, O queremos creer que sí. Tenemos
algunas pruebas (o creemos tenerlas) con nombre y apellido. Es difícil saber si
realmente sucedió, o si fue una ilusión óptica. Eso solo podría comprobarse si uno se
encontrara años después con un grupo de alumnos, y ellos mismos ratificaran aquel
hecho. Esto rara vez sucede. Y además, al ocurrir varios años después, hace que uno
mismo trabaje a ciegas durante ese período. Pero además es tal la diversidad de
alumnos, de épocas, de contextos sociales y personales, sumado al lógico recambio
docente que se va dando, que la ratificación de uno o algunos alumnos no daría por
válido el procedimiento que en ese momento esté aplicando el docente. Cada alumno,
cada curso y cada materia son un universo a descubrir. Cada situación particular tiene su
modo de generar esa luz, y es parte del trabajo del docente estar abierto a descubrirlo.

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