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Las virtudes son hábitos operativos buenos por los que nuestras facultades racionales
quedan bien dispuestas para realizar con alegría, facilidad y constancia el bien propio de nuestra
naturaleza. La virtud moral, adquirida por la repetición voluntaria de los actos virtuosos, posibilita
la perfecta libertad, una vida fecunda y la paz.
Como consecuencia del pecado original nuestra naturaleza humana quedó herida, caída,
debilitada en su ordenación al bien; se produjo una desintegración en nuestras facultades y
operaciones que hace costosa, inconstante y muchas veces sombría y triste la vida buena, el amor
verdadero a Dios y al prójimo. En este contexto de des-orden, fractura existencial (disgregación)
por la que hacemos lo que no queremos y dejamos de hacer lo que quisiéramos, apeteciendo
desordenadamente y sin unidad existencial, por la virtud adquirida que afirma las facultades en el
obrar recto, se reestablece en la persona la unidad y el orden en su obrar moral, tanto interior
como exterior.
Después de considerar las virtudes morales que perfeccionan las facultades apetitivas del
hombre: templanza, fortaleza y justicia, toca pensar la virtud de la prudencia por la que el
entendimiento práctico se hace capaz de juzgar con rectitud lo que en cada caso de nuestra vida
concreta debemos hacer para una vida buena.
Como virtud natural o adquirida fue definida por Aristóteles como “recta ratio agibilium”, la
recta razón en el obrar moral. Es la virtud que perfecciona el entendimiento práctico del hombre,
dejándolo bien dispuesto para deliberar, juzgar e imperar rectamente el acto bueno que en cada
situación concreta se debe obrar. Es sabiduría práctica, necesaria para el buen gobierno de
nuestras acciones, pues por ella sabemos qué y cómo debemos actuar en cada caso para crecer en
la perfección moral. Después de la religión es la virtud moral más importante porque indica a las
demás – justicia, fortaleza y templanza - el justo medio entre el exceso y el defecto.
Los actos de la prudencia son tres: 1) El consejo, o deliberación acerca de los medios y
circunstancias adecuados para el obrar honesto; 2) El juicio, o determinación sobre lo que se ha de
hacer en el caso concreto; y 3) El imperio, o mandato de ejecutar el acto, aplicando lo anterior y
las facultades a la operación.
Las partes integrales de la prudencia - elementos que integran y ayudan a una virtud para su
perfecto funcionamiento - son ocho: 1) Memoria de lo pasado o recuerdo de la experiencia vivida,
2) Inteligencia de lo presente, para discernir si lo que se quiere realizar es bueno o malo,
conveniente o disconveniente, 3) Docilidad para pedir y aceptar el consejo de los sabios, 4)
Sagacidad, que es la prontitud de espíritu para resolver rápidamente en los casos urgentes, 5)
Razón o capacidad de discernir bien después de reflexión y examen, 6) Providencia, que consiste
en fijarse bien en el fin lejano que se intenta, para ordenar a él los medios oportunos y prever las
consecuencias que se pueden seguir del acto que vamos a realizar, 7) Circunspección, que es la
atenta consideración de las circunstancias de la acción, 8) Cautela o precaución ante los elementos
extrínsecos que pueden influir negativamente en la acción.
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Las partes subjetivas (especies en que se divide la virtud) de la prudencia son: La prudencia
personal y la gubernativa (política o cívica, familiar y militar).
“La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia
nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. ‘El hombre cauto medita sus
pasos’ (Prov. 14,15). La prudencia es la ‘regla recta de la acción”, escribe Santo Tomás, siguiendo a
Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con el doblez o la disimulación. Es
llamada auriga virtutum pues conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la
prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su
conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los
casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos
evitar” (CIC 1806). “El hombre prudente capta con sagacidad las realidades concretas, tiene
humildad para saber consultar de lo que ignora, aprende con la experiencia, actúa con
oportunidad y circunspección, de modo que su vida adelanta con elegante línea y ritmo sereno”
(J.M. Iraburu, Síntesis de Espiritualidad Católica).
El Don de Consejo1 es un hábito sobrenatural por el cual el alma en gracia, bajo la inspiración
del Espíritu Santo, juzga rectamente, en los casos particulares, lo que conviene hacer en orden al
fin sobrenatural. Lleva a su plenitud lo iniciado por la virtud de la prudencia.
La negligencia es la falta de solicitud en imperar eficazmente lo que debe hacerse y del modo
que debe hacerse. Se distingue de la inconstancia, de la pereza y de la indolencia en que la
negligencia no impera, la inconstancia no cumple lo imperado, la pereza no lo comienza a tiempo y
la indolencia lo realiza flojamente, sin cuidad y sin esmero.
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Los “Dones del Espíritu Santo” son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias (o
facultades) del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo y así vivir al
modo divino o sobrenatural. El cristiano es elevado en sus potencias para ser conducido de una manera
connatural, fácil y gustosa, por el mismo Espíritu Santo. Por ellos el cristiano ya no actúa al "modo humano"
sino al "modo divino", porque Dios obra más en él.
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placer y/o para evitar el esfuerzo y sufrimiento que implica la realización del bien y el rechazo del
mal.
Fin de la educación cristiana es el hombre prudente, es decir, el hombre que decide bien en
las distintas circunstancias, y que juzga adecuadamente sobre cómo ordenar cada uno de sus actos
según el bien objetivo. El hombre prudente reordena los acontecimientos y las situaciones para
obrar siempre el bien conveniente a su perfección moral. Sin prudencia no se acierta y la toma de
decisiones es larga y pesada, de manera que el hombre imprudente tenderá a lo fácil e inmediato,
o juzgará frívola y precipitadamente o, sencillamente, terminará no eligiendo o eligiendo
arrastrado por el devenir de los acontecimientos sin poder actuar libremente en ellos y sobre
ellos. El hombre prudente no elige sin riesgo sino que en la perspectiva del riesgo elige bien.
La prudencia supone sabiduría respecto del bien objetivo del hombre, claridad respecto del
fin de la vida humana según el plan de Dios que, como luz orientadora, otorga el criterio para
discernir y juzgar bien lo que en cada caso se debe hacer.
Pero también se requiere la rectitud de las tendencias del hombre, tanto de las sensibles
(concupiscible e irascible) como de la espiritual (voluntad), que es dada por las virtudes morales
(justicia, fortaleza y templanza). Para ser justos, fuertes y templados se requiere la prudencia por
la que se juzga bien qué es lo debido; pero para ser prudentes se requiere justicia, fortaleza y
templanza que, haciendo recta la tendencia, permiten juzgar bien. En relación con este principio
se entiende muy bien el conocido dicho: “Quien no vive como piensa termina pensando como
vive”
Para una vida buena no basta saber qué es el bien del hombre en general sino que, como la
vida se realiza en la concreción de las distintas circunstancias, se requiere la prudencia como
capacidad de discernir y juzgar bien en cada caso lo que se debe hacer, de manera que las
acciones sean siempre para el bien propio y de los demás. La prudencia se necesita para elegir
bien y, como la persona se va “haciendo” moralmente en las decisiones de cada día, esta virtud es
fundamental.
ACERCA DE LA JUSTICIA
“La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al
prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada ‘la virtud de la religión’. Para con
los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las
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relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común.
El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud
habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. ‘Siendo juez no hagas injusticia, ni
por favor del pobre, ni por respeto al grande; con justicia juzgarás a tu prójimo’ (Lv. 19, 15)” (CIC,
1807).
“En la justicia se distinguen tres especies o también llamadas partes subjetivas: la justicia
conmutativa, que regula los derechos y deberes de los ciudadanos entre sí, dando o exigiendo a
cada uno lo suyo; la justicia distributiva, que reparte bienes y cargas, deberes y derechos a los
individuos, considerando honestamente sus méritos y necesidades personales; y la justicia legal,
fundada en la observancia de las leyes, que inclina al individuo a contribuir al bien común de la
sociedad como es debido.
Como partes potenciales o virtudes derivadas de la justicia están: Respecto a Dios, la religión;
respecto a los padres, la piedad; respecto al superior, la observancia que incluye la obediencia y
dulía (o veneración); por los beneficios recibidos, la gratitud; por la injuria recibida, el justo
castigo; en orden a la verdad, la veracidad; en el trato con los demás, la afabilidad; para moderar
el amor a las riquezas, la liberalidad; para apartarse de la letra de la ley cuando lo exige la justicia,
la equidad o epiqueya.
Por la justicia la persona hace el bien, no cualquier bien sino el debido a Dios y al prójimo,
aquello a lo que tiene derecho; y evita el mal, precisamente aquel mal que ofende a Dios o de
alguna manera perjudica al prójimo en cuanto que vulnera su derecho. No basta, por tanto, no
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perjudicar al prójimo o a la sociedad (apartarse del mal); es preciso darles positivamente lo que les
pertenece (practicar el bien). La justicia, por tanto, no es igualdad pues no se debe lo mismo a las
distintas personas ya que los derechos son distintos.
La justicia, virtud social por antonomasia, tiene una gran importancia y es de absoluta
necesidad, tanto en el orden individual como en el social. Pone orden y perfección en nuestras
relaciones con Dios y con el prójimo; hace que respetemos mutuamente nuestros derechos;
prohíbe el fraude y el engaño; prescribe la sencillez, veracidad y mutua gratitud; regula las
relaciones de los individuos particulares entre sí, de cada uno con la sociedad y de la sociedad con
los individuos.
Pone orden en todas las cosas y, por consiguiente, trae la paz y el bienestar de todos, ya que
la paz no es otra cosa que “la tranquilidad del orden”. La paz es obra de la justicia (“opus iustitiae,
pax.” Is. 32, 17), pero indirectamente en cuanto remueve los obstáculos, pues directamente la paz
es fruto de la caridad, virtud que máximamente produce la unión de los corazones.
La perfecta justicia requiere la misericordia, que siempre la supera pero nunca la contradice.
Y, por otra parte, no se puede vivir perfectamente la justicia sin la gracia, porque sin ella no se
puede amar con misericordia. “No hay paz sin justicia, pero no hay justicia sin perdón”.
ACERCA DE LA FORTALEZA
“La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la
búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos
en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de
hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de
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la propia vida por defender una causa justa. “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo
he vencido al mundo” (Jn. 16, 33)” (CIC 1808).
Es una virtud cardinal que potencia la tendencia irascible y la voluntad para acometer los
esfuerzos y para resistir en la dificultades y sufrimientos que implican la búsqueda y custodia del
bien arduo o difícil, incluso ante el máximo peligro de la vida corporal.
“La fortaleza es una gran virtud, inferior por su objeto a la prudencia y a la justicia, pero
superior a la templanza, pues en el camino del bien es más difícil superar peligros y sufrimientos
que vencer atracciones deleitosas. En la vida cristiana, que ha de vivirse en este mundo, es
sumamente necesaria la fortaleza, que da valor, decisión, aguante, constancia. La fortaleza tiene
como partes integrantes: la magnanimidad que da ánimo grande para emprender obras
grandiosas, bellas, espléndidas y dignas de honor en todo género de virtudes; la magnificencia por
la que se hacen obras espléndidas y difíciles de ejecutar, sin retroceder ante la magnitud del
trabajo o de los grandes gastos que es necesario invertir; la paciencia por la que se soporta con
alegría, sin tristeza de espíritu ni abatimiento de corazón, los padecimientos físicos y morales que
implican el bien; la longanimidad que da ánimo para tender a algo bueno y difícil cuyo fruto
tardará mucho en alcanzar; la perseverancia que inclina a persistir en el bien arduo a pesar de la
prolongación de las molestias que nos ocasiona y la constancia que robustece la voluntad para que
no abandone el camino de la virtud por los obstáculos o impedimentos exteriores que le salgan al
paso” (JM. Iraburu, Síntesis de Espiritualidad Católica, pag. 288-289).
La fortaleza tiene dos actos: atacar o acometer y resistir. Unas veces hay que acometer para
la defensa del bien, reprimiendo o exterminando aquello que lo amenaza, y otras hay que resistir
con firmeza sus asaltos para no retroceder un paso en el camino emprendido. De estos dos actos,
el principal y más difícil es resistir.
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El acto máximo y principal de la virtud de la fortaleza es el martirio, por el cual el cristiano
sufre voluntariamente la muerte en testimonio de la fe en Cristo o de cualquier otra virtud
cristiana relacionada con la fe” (A. Royo Marín, Teología Moral para Seglares, pág. 426 y ss.).
ACERCA DE LA TEMPLANZA
“Es la virtud que modera la inclinación a los placeres sensibles, especialmente del tacto y del
gusto, conteniéndola dentro de los límites de la recta razón” (Antonio Royo Marín, Teología Moral
para Seglares, pag. 435-457).
“La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el
equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y
mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus
apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión de su
corazón” (CIC, 1809).
“En esta vida el hombre goza y se alegra con deleites de muy diversos géneros. Existen los
placeres corporales sensuales, más ligados a lo somático (comida, bebida y sexo), y quiso Dios que
estos placeres fuesen muy intensos para asegurar así la conservación del individuo y de la especie.
Pero estos placeres sensuales, a causa del pecado, se hayan sujetos a trastornos especialmente
vehementes. Por eso la virtud de la templanza, si bien modera la búsqueda y vivencia de todos los
placeres, suele considerarse especialmente como virtud moderadora de los placeres unidos al
gusto y al tacto.
Se opone por exceso a la templanza la intemperancia “que desborda los límites de la razón y
de la fe en el uso de los placeres del tacto y del gusto”. La intemperancia, sin ser lo más grave, es
especialmente vil y oprobiosa para el hombre por cuanto lo rebaja al nivel de las bestias y ofusca
especialmente la luz de la inteligencia humana dificultando la vida espiritual.
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A la virtud de la templanza se opone, por defecto, la insensibilidad excesiva “que huye
incluso de los placeres necesarios para la conservación del individuo y de la especie que pide el
recto orden de la razón”.
La templanza es la última de las virtudes morales pero es, en cierto modo, el piso básico de
las demás, pues el orden según razón de la fuerte tendencia al placer es necesario para aquel
dominio de sí mismo sin el cual no se puede realizar perfectamente el amor, que es entrega
completa de sí a otro.