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UNIDAD II
ÉTICA
UNIDAD 2: ÉTICA
TEXTO INTRODUCTORIO
INMANUEL KANT:
LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES
CAPÍTULO PRIMERO: Tránsito del conocimiento moral común de la razón al conocimiento filosófico
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno
sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse
los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento,
son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos
y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por
eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y
la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces
arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con
él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las
ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca
tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser
felices.
Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho su obra; pero, sin
embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta
apreciación que solemos con razón, por lo demás tributarles y no nos permite considerarlas como absolutamente
buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente
en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona; sin embargo, están
muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción, aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto.
Pues sin los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo
lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera
ser considerado.
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que
nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma, y considerada por sí misma es, sin
comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos realizar en provecho de alguna
inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aunque por una particular desgracia del destino o por
la mezquindad de una naturaleza madrastra faltase completamente a esa voluntad la facultad de sacar adelante su
propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad (desde
luego no como un mero deseo sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder), aun así esa
buena voluntad brillaría por sí misma como una joya, como algo que en sí mismo posee pleno valor. Ni la utilidad ni la
esterilidad pueden añadir ni quitar nada a este valor. Serían, por así decir, como un adorno de reclamo para poder
venderla mejor en un comercio vulgar o llamar la atención de los pocos entendidos, pero no para recomendarla a
expertos y determinar su valor. Sin embargo, hay algo tan extraño en esta ideal del valor absoluto de la mera voluntad
sin que entre en consideración ningún provecho al apreciarla, que, al margen de su conformidad con la razón común,
surge inevitablemente la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea simplemente una sublime fantasía y
que quizá hayamos entendido erróneamente el propósito de la naturaleza al haber dado a nuestra voluntad la razón
como directora. Por ello vamos a examinar esta idea desde este punto de vista.
Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, es decir, adecuado
teleológicamente para la vida, no se encuentra ningún instrumento dispuesto para un fin que no sea el más propio y
adecuado para dicho fin. Ahora bien, si en un ser dotado de razón y de voluntad el propio fin de la naturaleza fuera su
conservación, su mejoramiento y, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones
al elegir la razón de la criatura como la encargada de llevar a cabo su propósito. En efecto, todas las acciones que en
este sentido tiene que realizar la criatura, así como la regla general de su comportamiento, podrían haber sido
dispuestas mucho mejor a través del instinto, y aquel fin podría conseguirse con una seguridad mucho mayor que la
que puede alcanzar la razón; y si ésta debió concederse a la venturosa criatura, sólo habría de servirle para hacer
consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse con ella y dar las gracias a la
causa bienhechora por ello pero no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa tarea y malograr la
disposición de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia su uso
práctico y tuviese la desmesura de pensar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de
los medios que conducen a ella; la naturaleza habría recobrado para sí no sólo la elección de los fines sino también de
los medios mismos, entregando ambos al mero instinto con sabia precaución.
En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar de la vida y alcanzar
la felicidad, tanto más se aleja el hombre de la verdadera satisfacción, por lo cual muchos, y precisamente los más
experimentados en el uso de la razón, acaban por sentir, con tal de que sean suficientemente sinceros para confesarlo,
cierto grado de misología u odio a la razón, porque tras hacer un balance de todas las ventajas que sacan, no digo ya
de la invención de todas las artes del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias (que al fin y al cabo les parece un lujo del
entendimiento), hallan, sin embargo, que se han echado encima más penas que felicidad hayan podido ganar, y, más
que despreciar, envidian al hombre común, que es más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente
a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan
mucho y hasta declaran inferiores a cero las elogiosas ponderaciones de los grandes provechos que la razón nos
proporciona de cara a la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a
las bondades del gobierno del universo, sino que en tales juicios está implícita la idea de otro propósito de la existencia
mucho más digno, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin como suprema
condición deben inclinarse casi todos los fines particulares del hombre.
En efecto, como la razón no es bastante apta para dirigir de un modo seguro a la voluntad en lo que se refiere a los
objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades (que en parte la razón misma multiplica), pues a tal fin nos
habría conducido mucho mejor un instinto natural congénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido
concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta
que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual sentido, como
medio, sino buena en sí misma, cosa para la cual la razón es absolutamente necesaria, si es que la naturaleza ha
procedido por doquier con un sentido de finalidad en la distribución de las capacidades. Esta voluntad no ha de ser
todo el bien ni el único bien, pero ha de ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso del deseo de
felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el
cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe de muchas maneras, por lo menos en
esta vida. La consecución del segundo fin, siempre condicionado, que es la felicidad, sin que por ello la naturaleza se
conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la
fundamentación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción
especial, a saber, la que nace de la realización de un fin determinado solamente por la razón, aunque ello tenga que ir
unido a algún perjuicio para los fines de la inclinación.
Para desarrollar el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún
propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino,
más bien explicado, para desarrollar ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que
hacemos de condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad
buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo
incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.
Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido
puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que
ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de
aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra
inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber
ha sucedido por deber o por una intención egoísta.
En cambio, conservar la propia vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así.
Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interno,
y la máxima que rige ese cuidado carece de contenido moral. Conservan su vida en conformidad con el deber, pero no
por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por
la vida, si este infeliz, con ánimo fuerte y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la
muerte, conserva su vida sin amarla sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un
contenido moral. Ser benéfico en la medida de lo posible es un deber. Pero, además, hay muchas almas tan llenas de
conmiseración que encuentran un íntimo placer en distribuir la alegría a su alrededor sin que a ello les impulse ningún
motivo relacionado con la vanidad o el provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás en
cuanto que es obra suya. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber,
por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un verdadero valor moral y corren parejos con otras
inclinaciones, por ejemplo con el afán de honores, el cual, cuando por fortuna se refiere a cosas que son en realidad de
general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación, pues
la máxima carece de contenido moral, esto es, que tales acciones no sean hechas por inclinación sino por deber. Pero
supongamos que el ánimo de ese filántropo estuviera nublado por un dolor propio que apaga en él toda
conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos además, que le quedara todavía capacidad para hacer el bien a
otros miserables, aunque la miseria ajena no le conmueve porque le basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando
ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin
inclinación alguna, solo por deber, entonces y sólo entonces posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más
aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto poca simpatía en el corazón; un hombre que, siendo por lo demás
honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con
el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente
en los demás; un hombre como éste (que no sería seguramente el peor producto de la naturaleza), desprovisto de
cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría en sí mismo, sin embargo, cierto germen capaz de darle un
valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello
estriba el valor del carácter que, sin comparación, es el más alto desde el punto de vista moral: en hacer el bien no por
inclinación sino por deber.
Asegurar la felicidad propia es un deber, al menos indirecto, pues el que no está contento con su estado, el que se ve
apremiado por muchas tribulaciones sin tener satisfechas sus necesidades, puede ser fácilmente víctima de la
tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referimos aquí al deber, ya tienen todos los hombres por sí mismos
una poderosísima e íntima inclinación por la felicidad, porque justamente en esta idea se resume la totalidad de las
inclinaciones. Pero puesto que el precepto de la felicidad está la mayoría de las veces constituido de tal suerte que
perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de
esa suma de satisfacciones resumidas bajo el nombre general de , no es de admirar que una inclinación única, bien
determinada en cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer a aquella idea tan
vacilante, y que algunos hombres (por ejemplo, uno que sufra de la gota) puedan preferir disfrutar de lo que les agrada
y sufrir lo que sea preciso, porque, por lo menos según su apreciación momentánea, no desean perder el goce del
momento presente por atenerse a las esperanzas (acaso infundadas) de una felicidad que se encuentra en la salud.
Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad no determine su voluntad, aunque la salud no entre
para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás
casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad no por inclinación sino por deber, y sólo entonces
tiene su conducta un verdadero valor moral. Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en
donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor como inclinación no puede ser
mandado, pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión
natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia
de la sensación, amor que se fundamenta en principios de la acción y no en la tierna compasión, y que es el único que
puede ser ordenado. La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber no tiene su valor moral en el
propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta: no depende pues,
de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer según el cual ha sucedido la acción,
prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Por lo anteriormente dicho se ve claramente que los
propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la
voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absolutamente moral. Así pues, ¿dónde puede residir
este valor, ya que no debe residir en la relación de la voluntad con los efectos esperados? No puede residir más que en
el principio de la voluntad. prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad
situada entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo
así, en una encrucijada, y puesto que ha de ser determinada por algo, tendrá que serlo por el principio formal del
querer en general cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído. La
tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, yo la formularía de esta manera: el deber es la necesidad de
una acción por respeto a la ley. Por ejemplo, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo tener
inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de la voluntad. De igual modo, por
una inclinación en general, sea mía o de cualquier otro, no puedo tener respeto; a lo sumo, puedo aprobarla en el
primer caso, y en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla favorable a mi propio provecho. Pero objeto
de respeto, y en consecuencia un mandato, solamente puede serlo aquello que se relaciona con mi voluntad sólo
como fundamento y nunca como efecto, aquello que no está al servicio de mi inclinación sino que la domina, o al
menos la descarta por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada
por deber tiene que excluir completamente, por tanto, el influjo de la inclinación, y con éste, todo objeto de la
voluntad. No queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad más que, objetivamente, la ley, y
subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por lo tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, incluso
con perjuicio de todas mis inclinaciones.
Así pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en
ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado. Pues todos
esos efectos (el agrado por el estado propio, incluso el fomento de la felicidad ajena) pueden realizarse por medio de
otras causas, y no hace falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo,
encon-trarse el bien supremo y absoluto. Por lo tanto, ningu-na otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí
misma (que desde luego no se encuentra más que en un ser racional ) en cuanto que ella, y no el efecto esperado, es el
fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual
está ya presente en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción.5
Ahora bien, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que
determinar la voluntad para que ésta pueda llamarse, sin ninguna restricción, absolutamente buena? Puesto que he
sustraído la voluntad a todos los impulsos que podrían apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que
la legalidad universal de las acciones en general (que debe ser el único principio de la voluntad); es decir, yo no debo
obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima se convierta en ley universal. Aquí, la mera legalidad
en general (sin poner como fundamento ninguna ley adecuada a acciones particulares) es la que sirve de principio a la
voluntad, y así tiene que ser si el deber no debe reducirse a una vana ilusión y un concepto quimérico: y con todo esto
coincide perfectamente la razón común de los hombres en sus juicios prácticos, puesto que el citado principio no se
aparta nunca de sus ojos. Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me encuentro en un apuro,
hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la
significación de la pregunta de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede
suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente veo con gran claridad que no es bastante el librarme, por medio de ese
recurso, de una dificultad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa
mentira contratiempos mucho más graves que éstos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a pesar de
cuanta astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida de la
confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo evitar ahora, habré de considerar si
no sería más sagaz conducirme en este asunto según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer
nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo con claridad que una máxima como ésta solo se fundamenta
en la naturaleza inquietante de las consecuencias. Ahora bien, es cosa muy distinta ser veraz por deber o serlo por
temor a las consecuencias perjudiciales, porque, en el primer caso, el concepto mismo de la acción contiene ya una ley
para mí, mientras que en el segundo tengo que empezar observando a mi alrededor qué consecuencias puede
acarrearme la acción. Si me aparto del principio del deber, eso será malo con seguridad, pero si soy infiel a mi máxima
de la sagacidad ello puede serme provechoso a veces, aun cuando desde luego es más seguro permanecer fiel a ella.
En cambio, para resolver de la manera más breve y sin engaño alguno la pregunta de si una promesa mentirosa es
conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima (salir de apuros por
medio de una promesa mentirosa) debiese valer, tanto para los demás como para mí, como ley universal?, ¿podría yo
decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de
otro modo? Y bien pronto me convenzo de que bien puedo querer la mentira, pero no puedo querer, sin embargo, una
ley universal de mentir, pues, según esa ley, no habría ninguna promesa propiamente hablando, porque sería inútil
hacer creer a otros mi voluntad con respecto a mis futuras acciones, ya que no creerían mi fingimiento, o si, por
precipitación lo hicieran, me pagarían con la misma moneda. Por lo tanto, tan pronto como se convirtiese en ley
universal, mi máxima se destruiría a sí misma. Con el objeto de saber lo que he de hacer para que mi querer sea
moralmente bueno no necesito ir a buscar muy lejos una especial penetración. Inexperto en lo que se refiere al curso
del mundo, incapaz de estar preparado para todos los sucesos que en él ocurren, me basta con preguntar: ¿puedes
querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que
pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede incluirse como principio en una legislación universal
posible. No obstante, la razón me impone un respeto inmediato por esta legislación universal cuyo fundamento no
conozco aún ciertamente (algo que deberá indagar el filósofo), pero al menos comprendo que se trata de un valor que
excede en mucho a cualquier otro que se aprecie por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro
respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse cualquier otro fundamento
determinante, puesto que es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo. Así pues,
hemos llegado al principio del conocimiento moral de la razón común del hombre, razón que no precisa este principio
tan abstracto y en forma tan universal, pero que, sin embargo, lo tiene continuamente delante de los ojos y lo usa
como criterio en sus enjuiciamientos. Sería muy fácil mostrar aquí cómo, con este compás en la mano, sabe distinguir
perfectamente en todos los casos que ocurren qué es bien, qué es mal, qué es conforme al deber o contrario al deber,
cuando, sin enseñarle nada nuevo, se le hace atender solamente, como hacía Sócrates, a su propio principio, y que no
hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno, y hasta sabio y
virtuoso. La verdad es que podía haberse sospechado esto de antemano: que el conocimiento de lo que todo hombre
está obligado a hacer y, por tanto, también a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más común. Y
aquí puede verse, no sin admiración, cómo en el entendimiento de juzgar prácticamente es muy superior a la de juzgar
teóricamente. En esta última, cuando la razón común se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las
percepciones sensibles, cae en simples incomprensibilidades y contradicciones consigo misma, o al menos en un caos
de incertidumbre, oscuridad y vacilaciones. En cambio, la facultad de juzgar prácticamente comienza mostrándose
ante todo muy acertada cuando el entendimiento común.
excluye de las leyes prácticas todo motor sensible. Después llega incluso a tanta sutileza que puede ser que, contando
con la ayuda exclusiva de su propio fuero interno, quiera, o bien criticar otras pretensiones relacionadas con lo que
debe considerarse justo, o bien determinar sinceramente el valor de las acciones para su propia ilustración; y, lo que es
más frecuente, en este último caso puede abrigar la esperanza de acertar igual que un filósofo, y hasta casi con más
seguridad, porque el filósofo sólo puede disponer del mismo principio que el hombre común, pero, en cambio, puede
muy bien enredar su juicio en gran cantidad de consideraciones extrañas y ajenas al asunto, apartándolo así de la
dirección recta. ¿No sería entonces lo mejor atenerse en cuestiones morales al juicio de la razón común y, a lo sumo,
emplear la filosofía sólo para exponer cómodamente, de manera completa y fácil de comprender, el sistema de las
costumbres y sus reglas para el uso (aunque más aún para la disputa) sin quitarle al entendimiento humano común su
venturosa sencillez en el terreno de lo práctico, ni empujarle con la filosofía por un nuevo camino de investigación y
enseñanza? Gran cosa es la inocencia, pero ¡qué desgracia que no pueda conservarse bien y se deje seducir tan
fácilmente! Por eso la sabiduría misma (que consiste más en el hacer y el omitir que en el saber) necesita de la ciencia,
no para aprender de ella, sino para procurar asiento y duración a sus preceptos. El hombre siente en sí mismo una
poderosa fuerza contraria a todos aquellos mandamientos del deber que la razón le representa muy dignos de respeto;
esa fuerza contraria radica en sus necesidades e inclinaciones. cuya satisfacción total resume bajo el nombre de .
Ahora bien, la razón ordena sus preceptos sin prometer nada a las inclinaciones, severamente y casi con desprecio, por
así decir, y total despreocupación hacia esas pretensiones tan impetuosas y a la vez tan aparentemente espontáneas
que ningún mandamiento consigue nunca anular. De aquí se origina una dialéctica natural, esto es, una tendencia a
discutir esas estrechas leyes del deber, a poner en duda su validez, o al menos su pureza y severidad estrictas,
acomodándolas en lo posible a nuestros deseos e inclinaciones, es decir, en el fondo, a pervertirlas y privarlas de su
dignidad, cosa que al fin y al cabo la propia razón práctica común no puede aprobar en absoluto. De esta manera, la
razón humana común se ve empujada, no por necesidad alguna de especulación (cosa que no le ocurre nunca
mientras se contenta con ser simplemente una sana razón), sino por motivos prácticos, a salir de su círculo y dar un
paso en el campo de una filosofía práctica para recibir enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio y
exacta determinación del mismo, en contraposición con las máximas que radican en las necesidades e inclinaciones.
Así podrá salir de su perplejidad sobre las pretensiones de ambas partes y no corre peligro de perder los verdaderos
principios morales a causa de la ambigüedad en que fácilmente se cae. Por consiguiente, se va tejiendo en la razón
práctica común cuando se cultiva una dialéctica inadvertida que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo
que sucede en el uso teórico, con lo que ni la práctica ni la teoría encontrarán paz y sosiego más que en una crítica
completa de nuestra razón.
JOHN STUART MILL:
Sobre la Libertad
¿Dónde está, pues, el justo límite de la soberanía del individuo sobre sí mismo? ¿Dónde comienza la autoridad de la
sociedad? ¿Qué parte de la vida humana debe ser atribuida a la individualidad y qué parte a la sociedad? Cada una de
ellas recibirá su debida parte, si posee la que le interesa de un modo más particular. La individualidad debe gobernar
aquella parte de la vida que interesa principalmente al individuo, y la sociedad esa otra parte que interesa
principalmente a la sociedad.
Aunque la sociedad no esté fundada sobre un contrato, y aunque de nada sirva inventar un contrato para deducir de él
las obligaciones sociales, sin embargo, todos aquellos que reciben la protección de la sociedad le deben algo por este
beneficio. El simple hecho de vivir en sociedad impone a cada uno una cierta línea de conducta hacia los demás. Esta
conducta consiste, primero, en no perjudicar los intereses de los demás, o más bien, ciertos intereses que, sea por una
disposición legal expresa, sea por un acuerdo tácito, deben ser considerados como derechos; segundo, en tomar cada
uno su parte (que debe fijarse según principio equitativo) de los trabajos y los sacrificios necesarios para defender a la
sociedad o a sus miembros de cualquier daño o vejación. La sociedad tiene el derecho absoluto de imponer estas
obligaciones a los que querrían prescindir de ellas. Y esto no es todo lo que la sociedad puede hacer. Los actos de un
individuo pueden ser perjudiciales a los demás, o no tomar en consideración suficiente su bienestar, sin llegar hasta la
violación de sus derechos constituidos. El culpable puede entonces ser castigado por la opinión con toda justicia,
aunque no lo sea por la ley. Desde el momento en que la conducta de una persona es perjudicial a los intereses de
otra, la sociedad tiene el derecho de juzgarla, y la pregunta sobre si esta intervención favorecerá o no el bienestar
general se convierte en tema de discusión. Pero no hay ocasión de discutir este problema cuando la conducta de una
persona no afecta más que a sus propios intereses, o a los de los demás en cuanto que ellos lo quieren (siempre que se
trate de personas de edad madura y dotadas de una inteligencia común). En tales casos debería existir libertad
completa, legal o social, de ejecutar una acción y de afrontar las consecuencias.
Sería una grave incomprensión de esta doctrina, suponer que defiende una egoísta indiferencia, y que pretende que
los seres humanos no tienen nada que ver en su conducta mutua, y que no deben inquietarse por el bienestar o las
acciones de otro, más que cuando su propio interés está en juego. En lugar de una disminución, lo que hace falta para
favorecer el bien de nuestros semejantes es un gran incremento de los esfuerzos desinteresados. Pero tal
desinteresada benevolencia puede encontrar otros medios de persuasión que no sean el látigo figurado o real. Sería yo
la última persona que despreciara las virtudes personales; pero vienen éstas en segundo lugar, si acaso, respecto de las
sociales. Es asunto de la educación el cultivarlas a todas por igual. Pero la educación misma procede por convicción y
persuasión, así como por obligación; y solamente por los dos primeros medios, una vez terminado el período de
educación, deberían inculcarse las virtudes individuales. Los hombres deben ayudarse, los unos a los otros, a distinguir
lo mejor de lo peor, y a prestarse apoyo mutuo para elegir lo primero y evitar lo segundo. Ellos deberían estimularse
mutua y perpetuamente a un creciente ejercicio de sus más nobles facultades, a una dirección creciente de sus
sentimientos y propósitos hacia lo prudente en vez de hacia lo necio, elevando objetos y contemplaciones, no
degradándolos. Pero ni una persona, ni cierto número de personas, tienen derecho para decir a un hombre de edad
madura que no conduzca su vida, en beneficio propio, como a él le convenga. Él es la persona más interesada en su
propio bienestar; el interés que pueda tener en ello un extraño, excepto en los casos de fuertes lazos personales, es
insignificante comparado con el que tiene el interesado; el modo de interesarse de la sociedad (excepto en lo que toca
a su conducta hacia los demás) es fragmentario y también indirecto; mientras que, para todo lo que se refiere a los
propios sentimientos y circunstancias, aun el hombre o la mujer de nivel más corriente saben, infinitamente mejor que
las personas ajenas, a qué atenerse.
La interferencia de las sociedades para dirigir los juicios y propósitos de un hombre, que sólo a él importan, tiene que
fundarse en presunciones generales: las cuales, no sólo pueden ser completamente erróneas, sino que, aun siendo
justas, corren el riesgo de ser aplicadas erradamente en casos individuales por las personas que no conocen más que la
superficie de los hechos. Es ésta, pues, una zona, en la que la individualidad tiene su adecuado campo de acción. Con
respecto a la conducta de los hombres hacia sus semejantes, la observancia de las reglas generales es necesaria, a fin
de que cada uno sepa lo que debe esperar; pero, con respecto a los intereses particulares de cada persona, la
espontaneidad individual tiene derecho a ejercerse libremente. La sociedad puede ofrecer e incluso imponer al
individuo ciertas consideraciones para ayudar a su propio juicio, algunas exhortaciones para fortificar su voluntad,
pero, después de todo, él es juez supremo. Cuantos errores pueda cometer a pesar de esos consejos y advertencias,
constituirán siempre un mal menor que el de permitir a los demás que le impongan lo que ellos estiman ha de ser
beneficioso para él.
No quiero decir con esto que los sentimientos hacia una persona, por parte de los demás, no tengan que ser afectados
en absoluto por sus cualidades o defectos individuales; esto ni es posible ni es deseable. Si una persona posee en un
grado eminente las cualidades que pueden obrar en bien suyo, por eso mismo es digna de admiración; cuanto más
eminente sea el grado de sus cualidades más tocará el ideal humano de perfección. Si, por el contrario, carece
manifiestamente de esas cualidades, se tendrá para ella el sentimiento opuesto a la admiración. Existe un grado de
necedad, o un grado de lo que puede llamarse (aunque este punto se encuentre sujeto a objeción) bajeza o
depravación del gusto, que, si no perjudica positivamente a quien lo manifiesta, le convierte necesaria y naturalmente
en objeto de repulsión y, en casos extremos, de desprecio. Nadie que posea, las cualidades opuestas en toda su fuerza
dejará de mostrar estos sentimientos. Sin perjudicar a nadie, un hombre puede obrar de tal manera que nos veamos
obligados a juzgarle y a tenerle por un estúpido, o por un ser de orden inferior; y ya que un juicio y sentir semejantes
preferiría evitarlos, le prestaríamos un gran servicio si se lo advertimos de antemano, así como de cualquier
consecuencia desagradable a que se exponga. Sería muy beneficioso, en verdad, que la educación actual rindiera estos
buenos oficios más a menudo, y más libremente de lo que las formas de cortesía lo permiten hoy, y que, además, una
persona pudiese decir francamente a su vecino que está cometiendo una falta, sin ser considerada como presuntuosa
y descortés. Tenemos derecho, por nuestra parte, a obrar de diferentes maneras, de acuerdo con nuestra opinión
desfavorable sobre cualquier persona, no para oprimir su individualidad, sino simplemente en el ejercicio de la
nuestra. No estamos obligados, por ejemplo, a solicitar su sociedad; tenemos el derecho a evitarla (si bien no
alardeando de ello), pues tenemos también derecho a escoger la sociedad que más nos convenga. Es un derecho que
nos corresponde, y también un deber, poner a los demás en guardia contra este individuo si estimamos que su
ejemplo o su conversación perjudicial va a tener un efecto pernicioso sobre quienes se asocien a él. Podemos darle
preferencia sobre otras personas por sus buenos oficios facultativos, pero no de ninguna manera si ellos pueden
tender a su exclusivo beneficio. De estas diversas maneras una persona puede recibir de otras ciertos castigos severos,
por faltas que sólo a ella se refieren; pero no sufre estos castigos sólo en cuanto son consecuencias naturales y, por así
decir, espontáneas de las faltas mismas; no se infligen estos castigos simplemente por el gusto de castigar. Una persona
que muestre precipitación, obstinación, suficiencia, que no puede vivir con medios moderados, que no se cohibe de
ciertas satisfacciones perjudiciales, que corre hacia el placer animal, sacrificando por él el sentimiento y la inteligencia,
debe esperar descender mucho ante la opinión de los demás, así como tener menor participación en sus sentimientos
favorables. Pero de esto no tiene derecho a quejarse, a menos que haya merecido su favor por la excelencia particular
de sus relaciones sociales, y haya logrado así un título a sus buenos oficios, que no esté afectado por sus deméritos
ante sí mismo. Lo que yo sostengo es que aquellos inconvenientes que están vinculados estrictamente al juicio
desfavorable de los demás son los únicos a los que debe sentirse sujeta una persona, por lo que se refiere a la parte de
su conducta y de su carácter que atañe a su propio bien, y no a los intereses de los demás en sus relaciones con ella.
Los actos perjudiciales a los demás requieren un tratamiento totalmente diferente. La violación de sus derechos; la
irrogación de una pérdida o un daño no justificables por sus propios derechos; la falsedad o doblez ante ellos; la
utilización de ventajas sobre ellos, desleales o simplemente poco generosas; e incluso la abstención egoísta de
preservarles de algún daño, todo ello merece, en verdad, la reprobación moral, y en casos graves, la animadversión y
los castigos morales. Y no solamente estos actos, sino ciertas disposiciones que conducen a ellos, son, propiamente
hablando, inmorales y merecedores de una desaprobación que puede convertirse en horror. La disposición a la
crueldad; la malicia y la mala condición; la que es la más odiosa de todas las pasiones y la más antisocial, la envidia; la
hipocresía, la falta de sinceridad, la irascibilidad sin motivos suficientes y el resentimiento desproporcionado a la
provocación; la pasión de dominar a los demás, el deseo de acaparar más de lo que a uno pertenece (la pleoneci(a de
los griegos), el orgullo que consigue satisfacción en la inferioridad de los demás, el egoísmo que pone a uno y a sus
intereses por encima de todas las cosas del mundo, y que decide en su favor cualquier cuestión dudosa, todos ellos
son vicios morales que constituyen un carácter moral malo y odioso y no se parecen en nada a las faltas personales
antes mencionadas, las cuales no constituyen inmoralidades propiamente hablando ni, por extremas que sean,
tampoco perversidad. Pueden ser pruebas de estupidez o un defecto en la dignidad personal y en el respeto de sí
mismo, pero sólo se encuentran sujetas a la reprobación moral cuando entrañan un olvido de nuestros deberes en
relación a nuestros semejantes, por el bien de los cuales el individuo está obligado a cuidar de sí mismo. Los llamados
deberes para con nosotros mismos no constituyen una obligación social, a menos que las circunstancias los conviertan
en deberes para con los demás. La expresión "deber para consigo mismo", cuando significa algo más que prudencia,
significa respeto de sí mismo, o desenvolvimiento de sí mismo; y nadie tiene por qué dar cuenta a los demás de
ninguna de estas dos cosas, pues el hacerlo no reportaría ningún bien a la humanidad.
CHARLES TAYLOR: El Multiculturalismo y la Política del Reconocimiento
CIERTO número de corrientes de la política contemporánea gira sobre la necesidad, y a veces la exigencia, de
reconocimiento. Puede argüirse que dicha necesidad es una .de las fuerzas que impelen a los movimientos
nacionalistas en política. Y la exigencia aparece en primer plano, de muchas maneras, en la política actual, formulada
en nombre de los grupos minoritarios o "subalternos", en algunas formas de feminismo y en lo que hoy se denomina
la política del “multiculturalismo".
En estos últimos casos, la exigencia de reconocimiento se vuelve apremiante debido a los supuestos nexos entre el
reconocimiento y la identidad, donde este último término designa algo equivalente a la interpretación que hace una
persona de quién es y de sus características definitorias fundamentales como ser humano. La tesis es que nuestra
identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste; a menudo, también, por el falso
reconocimiento de otros, y así, un individuo o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una auténtica
deformación si la gente o la sociedad que, lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, o degradante o
despreciable de sí mismo. El falso reconocimiento o la falta de reconocimiento puede causar daño, puede ser una
forma de opresión que aprisione a alguien en un modo de ser falso, deformado y reducido.
Por ello, algunas feministas han sostenido que las mujeres en las sociedades patriarcales fueron inducidas a adoptar
una imagen despectiva de sí mismas. Internalizaron una imagen de su propia inferioridad, de modo que aun cuando se
supriman los obstáculos objetivos a su avance, pueden ser incapaces de aprovechar las nuevas oportunidades. Y, por si
fuera poco, ellas están condenadas a sufrir el dolor de una pobre autoestima. Se estableció ya un punto análogo en
relación con los negros: que la sociedad blanca les proyectó durante generaciones una imagen deprimente de sí
mismos, imagen que algunos de ellos no pudieron dejar de adoptar. Según esta idea, su propia autodepreciación se
transforma en uno de los instrumentos más poderosos de su propia opresión. Su primera tarea deberá consistir en
liberarse de esta identidad impuesta y destructiva. Hace poco tiempo se elaboró un argumento similar en relación con
los indios y con los pueblos colonizados en general. Se sostiene que a partir de 1492 los europeos proyectaron una
imagen de tales pueblos como inferiores, "incivilizados" y mediante la fuerza de la conquista lograron imponer esta
imagen a los conquistados. La figura de Calibán fue evocada para ejemplificar este aplastante retrato del desprecio a
los aborígenes del Nuevo Mundo.
Dentro de esta perspectiva, el falso reconocimiento no sólo muestra una falta del respeto debido. Puede infligir una
herida dolorosa, que causa a sus víctimas un mutilador odio a sí mismas. El reconocimiento debido no sólo es una
cortesía que debemos a los demás: es una necesidad humana vital.
…
Este rasgo decisivo de la vida humana es su carácter fundamentalmente dialógico. Nos transformarnos en agentes
humanos plenos, capaces de comprendernos a nosotros mismos y por tanto de definir nuestra identidad por medio de
nuestra adquisición de enriquecedores lenguajes humanos para expresarnos. Para mis propósitos sobre este punto,
deseo valerme del término lenguaje en su sentido más flexible, que no sólo abarca las palabras que pronunciamos sino
también otros modos de expresión con los cuales nos definimos, y entre los que se incluyen los “lenguajes" del arte,
del gesto, del amor y similares. Pero aprendemos estos modos de expresión mediante nuestro intercambio con los
demás. Las personas, por sí mismas, no adquieren los lenguajes necesarios para su autodefinición. Antes bien,
entramos en contacto con ellos por la interacción con otros que son importantes para nosotros: lo que George Herbert
Mead llamó los "otros significantes". La génesis de la mente humana no es, en este sentido, monológica (no es algo
que cada quien logra por sí mismo), sino dialógica.
Además, éste no sólo es un hecho acerca de la génesis que después podamos olvidar. No aprendemos simplemente los
lenguajes en diálogo y luego seguimos usándolos para nuestros propios fines. Desde luego, se espera de nosotros que
desarrollemos nuestra propia opinión, perspectiva y actitud hacia las cosas, en grado considerable, por medio de la
reflexión solitaria. Pero no es así como ocurren las cosas en las cuestiones importantes, como es la definición de
nuestra identidad. Siempre definimos nuestra identidad en diálogo con las cosas que nuestros otros significantes
desean ver en nosotros, y a veces en lucha con ellas. Y aún después de que hemos dejado atrás a algunos de estos
otros -por ejemplo, nuestros padres- y desaparecen de nuestras vidas, la conversación con ellos continuará en nuestro
interior mientras nosotros vivamos. De esta manera, la contribución de los otros significantes, aun cuando aparece al
principio de nuestras vidas, continúa indefinidamente. Algunas personas aún querrán aferrarse a alguna modalidad del
ideal monológico. Es verdad que nunca podemos liberarnos por completo de aquellos cuyo amor y cuidado nos dieron
forma al principio de nuestra vida; pero debemos esforzarnos por definirnos a nosotros mismos por nosotros mismos
en la mayor medida posible, para llegar a comprender lo mejor que podamos y, así, a dominar la influencia de nuestros
padres con objeto de evitar caer en otra de esas relaciones de dependencia. Necesitamos las relaciones para,
realizarnos, no así para definimos.
El ideaI monológico subestima gravemente el lugar que ocupa lo dialógico en la vida humana. Quiere confinarlo todo
lo que sea posible a la génesis. Olvida cómo nuestra concepción de las cosas buenas de la vida puede transformarse
por gozarlas en común con las personas que amamos; cómo algunos bienes sólo quedaron a nuestro alcance por
medio de ese goce en común. Y por esto, se necesitaría un enorme esfuerzo y probablemente muchas rupturas
desgarradoras para impedir que nuestra identidad estuviese formada por las personas que amarnos. Considérese lo
que entendemos por identidad: es quiénes somos, "de dónde venimos". Como tal, es el trasfondo contra el cual
nuestros gustos y deseos, opiniones y aspiraciones adquieren sentido. Si algunas de las cosas que yo aprecio más me
son accesibles sólo en relación con la persona que amo, entonces ella se vuelve parte de mi identidad.
Es así como el discurso del reconocimiento se ha vuelto familiar para nosotros en dos niveles: primero, en la esfera
íntima, donde comprendemos que la formación de la identidad y del yo tiene lugar en un diálogo sostenido y en pugna
con los otros significantes. Y luego en la esfera pública, donde la política del reconocimiento igualitario ha llegado a
desempeñar un papel cada vez mayor. Ciertas teorías feministas han tratado de mostrar los vínculos existentes entre
ambas esferas.
Deseo concentrarme aquí en la esfera pública y tratar de verlo que la política del reconocimiento igualitario ha
significado y puede significar.
En realidad, ha llegado a significar dos cosas bastante distintas, relacionadas, respectivamente, con los dos cambios
principales que he descrito. Con el tránsito del honor a la dignidad sobrevino la política del universalismo que subraya
la dignidad igual de todos los ciudadanos, y el contenido de esta política fue la igualación de los derechos y de los
títulos. En ella, lo que hay que evitar a toda costa es la existencia de ciudadanos de "primera clase," y de ciudadanos
de "segunda clase". Naturalmente, las medidas efectivas y detalladas que ese principio justifica han variado mucho, y a
menudo han resultado discutibles. Según algunos, la igualación sólo afectó los derechos civiles y los derechos al voto;
según otros, se extendió a la esfera socioeconómica. Las personas a quienes la pobreza ha impedido sistemáticamente
aprovechar de lleno sus derechos de ciudadanía han sido relegadas, según esta opinión, a la categoría de segunda
clase, lo que exige un remedio por medio de la igualación. Pero, pasando por todas las diferencias de interpretación, el
principio de ciudadanía igualitaria llegó a ser universalmente aceptado. Toda postura, por reaccionaria que sea, se
defiende hoy enarbolando la bandera de este principio. Su victoria mayor y más reciente la obtuvo en el movimiento
de los derechos civiles en Estados Unidos durante la década de los 60. Vale la pena observar que hasta los adversarios
de extender el derecho al voto a los negros en los estados sureños encontraron algún pretexto congruente con el
universalismo, como las "pruebas" a las que habría que someter a los potenciales votantes en el momento de
registrarse.
Por contraste, el segundo cambio, el desarrollo del concepto moderno de identidad, hizo surgir la política de la
diferencia. Desde luego, también ésta tiene una base universalista, que causa un traslape y una confusión entre ambas.
Cada quien debe ser reconocido por su identidad única. Pero aquí, el reconocimiento también significa otra cosa. Con
la política de la dignidad igualitaria lo que se establece pretende ser universalmente lo mismo, una “canasta" idéntica
de derechos e inmunidades; con la política de la diferencia, lo que pedimos que sea reconocido es la identidad única
de este individuo o de este grupo, el hecho de que es distinto de todos los demás. La idea es que, precisamente, esta
condición de ser distinto es la que se ha pasado por alto, ha sido objeto de glosas y asimilada por una identidad
dominante o mayoritaria. Y esta asimilación es el pecado cardinal contra el ideal de autenticidad.
Ahora bien, a esta exigencia subyace el principio de igualdad universal. La política de la diferencia está llena de
denuncias de discriminación y de rechazos a la ciudadanía de segunda clase, lo que otorga al principio de la igualdad
universal un punto de enclave en la política de la dignidad. Pero una vez dentro, por decirlo así, resulta muy difícil
incorporar sus demandas a esa política; pues exige que demos reconocimiento y status a algo que no es
universalmente compartido. O, dicho de otra manera, sólo concedemos el debido reconocimiento a lo que está
universalmente presente -cada quien tiene una identidad- mediante el reconocimiento de lo que es peculiar de cada
uno. La demanda universal impele a un reconocimiento de la especificidad. La política de la diferencia brota
orgánicamente de la política de la dignidad universal por medio de uno de esos giros con los que desde tiempo atrás
estamos familiarizados, y en ellos una nueva interpretación de la condición social humana imprime un significado
radicalmente nuevo a un principio viejo. Así como la opinión de que los seres humanos están condicionados por su
situación socioeconómica modificó la interpretación de la ciudadanía de segunda clase, de modo que esta categoría
llegó a incluir, por, ejemplo, a las personas que se encontraban encadenadas al cepo hereditario de la pobreza, así
también, aquí, la interpretación de la identidad como 'algo que se forma en un intercambio (y posiblemente se
malforma) introduce una nueva forma de status de segunda clase en nuestra esfera. Como en el caso presente, la
redefinición socioeconómica justificó unos programas sociales que fueron sumamente controvertidos. A quienes no
estaban de acuerdo con esta redefinición del status igualitario, los diversos programas redistributivos y las
oportunidades especiales que se ofrecieron a ciertas poblaciones les parecieron una forma de favoritismo indebido.
Hoy surgen conflictos similares en torno de la política de la diferencia. Mientras que la política de la dignidad universal
luchaba por unas formas de no discriminación que eran enteramente “ciegas" a los modos en que difieren los
ciudadanos, en cambio la política de la diferencia a menudo redefine la no discriminación exigiendo que hagamos de
estas distinciones la base del tratamiento diferencial. De este modo los miembros de los grupos aborígenes recibirán
ciertos derechos y facultades de que no gozan otros canadienses si finalmente aceptamos la exigencia de un
autogobierno aborigen, y ciertas minorías recibirán el derecho de excluir a otras para conservar su integridad cultural,
y así sucesivamente.
A los partidarios de la política original de la dignidad esto puede parecerles una inversión, una traición, una simple
negación de su caro principio. Por tanto, se hacen intentos por mediar, por mostrar cómo algunas de estas medidas
que pretendían dar acomodo a las minorías pueden justificarse, después de todo, sobre la base original de la dignidad.
Estos argumentos sólo resultan convincentes hasta cierto punto. Por ejemplo, algunas de las desviaciones (al parecer)
más flagrantes de la "ceguera a la diferencia" son las medidas de discriminación a la inversa, que permiten a las
personas de los grupos antes desfavorecidos obtener una ventaja competitiva por los empleos o lugares en las
universidades. Esta práctica se ha justificado aduciendo que la discriminación histórica creó una pauta conforme a la
cual los menos favorecidos luchan en posición de desventaja. La discriminación a la inversa es defendida como una
medida temporal que gradualmente nivelará el campo de juego, y permitirá que las viejas reglas "ciegas" retornen con,
todo su vigor, en tal forma que no discriminen a nadie. Este argumento parece bastante convincente ahí dónde, su
base fáctica es sólida; sin embargo, no justificará algunas de las medidas, que hoy se piden en nombre de la diferencia,
y cuyo objetivo no es el de hacernos retroceder, a la larga, a un espacio social "ciego a la diferencia" sino, por el
contrario, conservar y atender a las distinciones, no sólo hoy, sino siempre. Al fin y al cabo, si la identidad es lo que nos
preocupa, entonces, ¿qué es más legítimo, que nuestra aspiración a nunca perderla?
Así, aun cuando una política brota de la otra por obra de uno de esos giros que tienen lugar en la definición de los
términos claves, y con los que ya estamos familiarizados, las dos divergen seriamente entre sí. El fundamento de su
divergencia se manifiesta aún más claramente cuando vemos más allá de lo que cada una de ellas requiere que
reconozcamos -ciertos derechos universales en un caso, la identidad particular, en el otro- y contemplemos las
intuiciones de valor subyacentes.
La política de la dignidad igualitaria se basa en la idea de que todos los seres humanos son igualmente dignos de
respeto. Su fundamento lo constituye la idea de lo que en los seres humanos merece respeto, por mucho que tratemos
de apartarnos de este trasfondo "metafísico".
KWAME ANTHONY APPIAH: Las mentiras que nos unen
1. CLASIFICACIÓN
UN POCO DE TEORÍA
Llevo más de tres décadas escribiendo y reflexionando sobre cuestiones que tienen que ver con la identidad. Mi
trabajo teórico sobre esta empezó, de hecho, al meditar sobre la raza, porque me dejaba verdaderamente perplejo ver
la forma tan diferente con la que gente de sitios distintos respondía a mi apariencia. Esto no me ha ocurrido tanto en la
región de Ashanti; allí, que uno de los progenitores sea originario del lugar ya es suficiente, me parece, para
pertenecer a él. El padre de Jerry Rawlings, jefe de Estado de Ghana entre 1981 y 2001, era de Escocia; en un principio,
no fue elegido por el pueblo —por dos veces llegó al poder a través de sendos golpes de Estado—, pero, en última
instancia, sus conciudadanos lo eligieron para la presidencia en otras dos ocasiones. A diferencia de mis tres hermanas,
que, igual que mi padre, nacieron en Ashanti, yo nunca he sido ciudadano ghanés. Nací en Inglaterra antes de la
independencia de Ghana, mi madre es inglesa, y llegué a Ashanti con un año. Así que hubiera tenido que solicitar la
ciudadanía ghanesa, y mis padres nunca lo hicieron por mí. Para cuando la decisión me correspondió, ya estaba
acostumbrado a ser un ghanés con pasaporte británico. Mi padre participó una vez, como presidente del Colegio de
Abogados de Ghana, en la redacción de una de nuestras muchas constituciones.
—¿Por qué no cambias las reglas para que yo pueda ser ghanés y británico a la vez? —le pregunté. —La ciudadanía
—me dijo— es unitaria. ¡Estaba claro que con él no iba a ninguna parte! Pero, a pesar de que carezco de ese vínculo
legal, a veces, cuando hago algo merecedor de atención, se reivindica mi pertenencia al hogar de mis ancestros, o al
menos algunas personas lo hacen.
En Inglaterra, el asunto también era complejo. En el pueblo de mi madre, Minchinhampton, en Gloucestershire, donde
pasé bastante tiempo durante la infancia, nuestros conocidos nunca dieron seña de poner en duda nuestro derecho a
estar allí. Mi tía y mi tío vivían también en un pintoresco pueblo del oeste de Inglaterra, en el que ella había nacido. Mi
abuelo pasaba mucho tiempo, cuando era niño, en una casa que su tío tenía en el valle, en la cual había un molino en
el que en tiempos se había tejido la tela de las chaquetas de los soldados británicos, así como tapetes verdes para las
mesas de billar. Mi bisabuelo, Alfred Cripps, sirvió brevemente como miembro del Parlamento por Strout, que se
encuentra a unos kilómetros al norte, y su bisabuelo, Joseph Cripps, fue representante de Cirencester, unos pocos
kilómetros más al este, durante gran parte de la primera mitad del siglo XIX. En esa zona podían encontrarse Cripps
desde el siglo XVII, algunos de ellos enterrados en el cementerio de la iglesia de Cirencester.
Pero la piel y la ascendencia africana que compartía con mis hermanas nos señalaban como diferentes, en formas de
las que no siempre éramos conscientes. Me acuerdo de cuando, hace algunas décadas, asistí a una jornada deportiva
en un colegio de Dorset al que había ido de niño y me encontré con un señor mayor que
en mis tiempos había sido director. —No se acordará de mí —le dije, excusándome, al presentarme. Al escuchar mi
nombre se le iluminó la cara y me dio la mano con calidez. —Claro que me acuerdo de ti —me contestó—. Fuiste
nuestro primer delegado de color.
Cuando yo era pequeño, la idea de que uno podía ser perfectamente inglés y no ser blanco era muy poco común.
Incluso en la primera década del siglo XXI; recuerdo la reacción perpleja de una señora mayor de nacionalidad inglesa
que acababa de escuchar una charla que había dado sobre la raza en la Sociedad Aristotélica de Londres. No le cabía
en la cabeza que yo pudiera ser inglés de verdad. ¡Y no había ancestros de Oxfordshire del siglo XIII que valiesen para
convencerla de lo contrario!
Cuando llegué a Estados Unidos, en un principio las cosas parecían relativamente sencillas. Mi padre era africano, así
que, igual que el futuro presidente Obama, yo era negro. Pero aquí la historia también es complicada... y ha cambiado
lo largo de los años, en parte a causa del auge de lo mestizo como grupo de identidad. El color y la ciudadanía, con
todo, son asuntos bien distintos; tras la guerra de Secesión, no quedó ninguna persona sensata a la que se le ocurriera
dudar de la posibilidad de ser estadounidense y negro, al menos en términos legales, a pesar de que hoy existe una
persistente corriente subterránea de nacionalismo racial blanco. Más adelante, hablaré con mayor detalle de las ideas
sobre la raza que dan pie a estas experiencias, por ahora espero haber dejado claro por qué terminaba perplejo cada
vez que intentaba darles sentido.
Cuando, con los años, me dediqué a reflexionar sobre la nacionalidad, la clase, la cultura y la religión como fuentes de
identidad, y añadí el género y la orientación sexual, empecé a ver tres modos en los que estas formas tan distintas de
agrupar a las personas tienen cosas importantes en común.