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28/10/2018

Diferentes perfiles y una misma profesión

Jesús Jiménez Sánchez

Inspector de educación. Zaragoza.

Corro-e: jjescuela@gmail.com

Cuadernos de Pedagogía, Nº 469, Sección Monográfico, Julio 2016, Editorial Wolters Kluwer, ISBN-ISSN: 2386-6322

La docencia es una profesión bien definida, pero no todos los docentes la ejercen de la misma manera. Las diferencias son
muchas, dependiendo de su situación laboral y profesional, del nivel educativo, del sector y el territorio donde trabajen. Pero
también son muchos los puntos que tienen en común. En cualquier caso, todos los docentes se enfrentan a nuevos retos como
agentes principales de un sistema educativo necesitado de reacomodarse en una sociedad globalizada.

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Todavía hay quien dice que la docencia no es una profesión; al menos, una profesión con una identidad tan clara
como la medicina o la arquitectura. Incluso se han publicado estudios que diferencian lo que ha venido en
llamarse "profesiones duras", fuertemente definidas por un corpus de conocimientos y prácticas específicas
propias, de aquellas otras que se consideran más bien una ocupación que solo requiere ciertas habilidades para
su ejercicio, como sería el caso de la docencia. Se dice, por ejemplo, que un químico o un abogado puede ser un
buen profesor, sin especial preparación pedagógica, como de hecho sucede en muchas aulas universitarias. O
que enseñar es una capacidad universal, pues cualquiera puede enseñar lo que sabe, como si "enseñar a leer",
por ejemplo, fuese sinónimo de "enseñar a leer bien". Incluso más de uno podría preguntarse cómo es posible
que un alumno suspenda y no aprenda casi nada en clase con su profesor titular, vaya a un particular, a veces un
estudiante, y no solo aprenda sino consiga aprobar con nota la asignatura.

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Más allá de la coincidencia etimológica, la de profesor es una auténtica profesión que exige para su correcto
ejercicio disponer de un conjunto de saberes y prácticas que convierten a los docentes en expertos en procesos
de enseñanza y aprendizaje. No solo es un oficio que se aprende con el tiempo o un "arte", aunque tenga mucho
de artesanal, sino una profesión con identidad definida basada en una formación específica de alto nivel y una
práctica en permanente revisión. Así lo han entendido los países con buenos resultados en las evaluaciones
internacionales, interesados en seleccionar a los mejores candidatos para la docencia en sus aulas.

Docentes, profesores o enseñantes –nominación esta última en la que curiosamente mejor se reconocían a sí
mismos en la transición– comparten una manera de hacer, un modo de actuar, que pone de manifiesto no solo las
competencias de quienes lo desarrollan, sino las virtudes asociadas a una profesión aceptada socialmente y con
un fuerte componente ético. En esta profesión son fundamentales los conocimientos pero también las actitudes,
al menos para ser un buen profesor. Hablemos, por tanto, de profesionalidad, concepto que hace referencia
tanto a las bases materiales de la profesión (condiciones institucionales y laborales), como a sus bases culturales
(competencias, estándares profesionales, derechos y deberes, buenas prácticas, etc.). Y entendamos la
"profesionalidad docente" en una doble dimensión técnica y social, sin centrarla únicamente en el dominio de
tecnicismos pedagógicos como pretende la ideología neoliberal, sino en el trabajo unido al compromiso personal
y colectivo, ya que solo así se podrá responder a las expectativas que la sociedad ha puesto en la educación de
las generaciones presentes y futuras.

Diferencias en el ejercicio de la profesionalidad docente


En nuestro país hay cerca de un millón de profesionales de la enseñanza. A los 700.000 que ejercen la docencia
en los niveles no universitarios y 140.000 en los universitarios, hay que sumar un número indeterminado de
titulados que trabajan directa o indirectamente en la enseñanza, desde centros municipales hasta academias
privadas. Evidentemente, su situación laboral y estatus profesional difiere enormemente de unos grupos a otros,
pero todos podrían encuadrarse en lo que puede considerarse "profesión docente", entendida en su sentido más
amplio.

Teniendo en cuenta que el personal docente e investigador (PDI) de las universidades tiene unas características
muy singulares, nos centraremos en el profesorado que trabaja en los centros de niveles no universitarios, el
colectivo más numeroso y complejo. Pero antes conviene hacer un par de precisiones de cierta importancia.
Una, que no se puede hablar únicamente de función pública docente como si incluyese a todo el colectivo
docente: hay muchos profesores que no trabajan en la pública. Dos, que la división entre niveles educativos
pareciera responder más a la estratificación de cuerpos docentes que a la propia secuenciación de contendidos

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en función del grado de madurez del alumnado: las transiciones entre etapas son difíciles no tanto por los
alumnos sino por el cambio de escenario que suponen con nueva cultura de profesor, centro distinto, etc.

Entre pública y privada

La primera diferencia está en relación con el sector educativo donde trabajan: público o privado. Medio millón
son funcionarios de los cuerpos docentes públicos y el resto, unos doscientos mil, asalariados de empresas
privadas. Las diferencias entre unos y otros son muy destacables, tanto en el acceso como en sus condiciones
laborales. Señalemos solo tres evidentes:

• Acceso: concurso-oposición en la pública, selección en la privada.

• Estabilidad: estabilidad en la privada, con casi toda la vida profesional en el mismo centro, y
movilidad en la pública, con frecuentes traslados de centros, en ocasiones obligados y lejos del
domicilio familiar.

• Trabajo: los centros de más difícil desempeño (escuelas rurales, alto porcentaje de inmigración,
barrios de clases desfavorecidas, etc.) son casi todos públicos, y los de clase media y alta son
privados.

Por niveles educativos

La segunda gran diferencia viene determinada por el nivel o etapa educativa donde desarrollan su trabajo como
docentes:

• Formación inicial: solo los maestros han cursado estudios directamente relacionados con la
educación (pedagogía, didácticas, psicología, etc.), mientras el resto de graduados deben realizar
un máster para ejercer como profesores. En todo caso, hay que señalar que todos comparten un
déficit estructural inicial: la escasa formación práctica de los actuales estudios universitarios.

• Especialización: lo más común es que los maestros impartan varias materias, incluso algunos
especialistas, mientras en otros niveles lo habitual es que el profesor imparta solo su materia a
varios grupos de alumnos.

• "Cultura" de nivel: cada nivel educativo posee una "cultura" diferente, inducida en gran parte por
la edad del alumnado, el currículo escolar, la relación con las familias, el modelo de gestión del
centro, los sistemas de evaluación, etc.

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Territoriales

Las diferencias son muy significativas en cuanto a retribuciones salariales, condiciones laborales y expectativas
profesionales, dependiendo no tanto del PIB regional como de la política del propio gobierno autónomo:

• Salarios: hasta el 40% de diferencia en el complemento de formación docente ("sexenio").

• Condiciones laborales: formación en horario laboral, licencias por estudios, etc.

• Expectativas: convocatorias o "congelación" de oposiciones, reconocimiento de tareas de


coordinación, itinerancias, etc.

• Otras: lengua propia, programas educativos específicos, etc.

Otros tipos de diferencias

No todos los docentes tienen el mismo estatus dentro de su propio centro educativo. Las diferencias vienen
determinadas en la pública por su pertenencia a un determinado cuerpo docente (catedráticos, profesores
técnicos, etc.), por su situación administrativa (definitivos, interinos, en prácticas, etc.) y, sobre todo, por las
funciones en el propio centro (cargos directivos, coordinación, etc.). Además, un número significativo de
docentes han accedido a puestos específicos (inspección, equipos de orientación, etc.) o desempeñan
temporalmente labores en servicios educativos (formadores, asesores, etc.). Por último, habría que considerar
también al profesorado que imparte clase de Religión, que tiene su propia singularidad en cuanto a
nombramiento, dependencia, condiciones laborales, salario, etc.

Y lo común
Más allá de esas diferencias, los docentes conforman un colectivo bastante homogéneo con muchos puntos en
común. Señalemos únicamente los tres más evidentes.

El primer punto en común es que todo docente tiene el centro educativo como referencia. Los centros parecen
pensados más para los docentes que para sus alumnos. En muchas ocasiones se habla de centro docente más que
de centro educativo cuando habría que recordar que los centros no son de los docentes, aunque algunos parecen
querer apropiárselos. Puede verse comprobando el papel que desempeñan el resto de los sectores de la
comunidad educativa, por ejemplo en el consejo escolar, o el espacio físico que se le deja a la AMPA en sus
instalaciones o las dificultades que ponen algunos claustros para que se realicen actividades en las aulas fuera
del horario lectivo.

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Hoy por hoy, el colegio o instituto no solo es el lugar de trabajo del profesorado, sino el "centro" de los procesos
de enseñanza y aprendizaje. Su organización y funcionamiento condiciona no solo el ambiente social y educativo
de quienes allí pasan la jornada lectiva, sino la configuración del currículo escolar. Del tamaño, tipología y
recursos del centro depende en gran parte la formación de grupos de alumnos, la adscripción del profesorado,
los horarios y la programación de actividades.

El segundo es la autonomía en el trabajo. La docencia es una profesión con un alto grado de autonomía. El
profesor debe sujetarse a un programa oficial, con unos contenidos por asignaturas que incluso tienen fijado su
horario, pero participa directamente en el desarrollo del currículo, interviniendo en el proyecto curricular de su
centro y la programación de su ciclo o materia y concretando el currículo en una programación personal de aula.

Esa gran autonomía personal puede desembocar en dos actitudes contrapuestas. Por un lado, en un docente
individualista y rutinario que, siguiendo el tópico de "cada maestrillo tiene su librillo", sigue impartiendo sus
clases a su gusto y manera, si acaso respetando los mínimos de la programación general pero casi siempre
pegado al libro de texto. Por otro, en un profesor colaborativo y creativo que, reflexionando sobre la acción del
día a día, colabora con sus compañeros en el ajuste de la programación y pone en común sus iniciativas para la
mejora de la calidad de enseñanza del equipo docente.

En todo caso, conviene recordar que todo profesor debería rendir cuentas de lo que hace. No es de recibo que en
un grupo aprueben casi todos los alumnos y en otro de similar nivel suspendan la mayoría. La impunidad del mal
profesor es una de las cuestiones sobre las que se debería reflexionar, por sus efectos perniciosos en la profesión
docente y en el sistema educativo. ¿Hasta qué punto la actitud de un profesor, creando un clima positivo o
negativo hacia su asignatura, fomenta vocaciones o rechazos hacia un área de conocimiento, condicionando así
el futuro de algunos de sus alumnos?

Y por último, debemos señalar la pertenencia a un colectivo en busca de identidad. Según reflejan diferentes
estudios, los docentes gozan de una buena imagen social como colectivo y, excepciones aparte, la mayoría de
ellos tienen el reconocimiento de su alumnado y de sus familias. Sin embargo, en el imaginario colectivo todavía
quedan algunos estereotipos negativos, como las largas vacaciones o las escasas horas de trabajo presencial, y en
los medios de comunicación aparecen con cierta frecuencia noticias que desvalorizan la profesión. Muchos
docentes piensan que su labor no es valorada como se merece por la sociedad y, además, se quejan con razón de
no recibir el suficiente respaldo por la propia Administración educativa.

Tal vez por ello, unido a la creciente dificultad en el trabajo por las nuevas demandas sociales y los cambiantes
requerimientos de sucesivas reformas educativas, se ha generado un cierto malestar entre grandes sectores de

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docentes, especialmente entre los de mayor edad, lo que explica que un porcentaje muy alto se haya acogido a
la jubilación anticipada tan pronto como les ha sido posible o que el número de bajas por enfermedad sea más
alto que en otras profesiones.

Desde cierta actitud victimista, muchos son los que echan la culpa del fracaso de las reformas a la
Administración educativa y a la falta de recursos, e incluso al escaso interés de algunos alumnos y sus familias y
a las crecientes exigencias que la sociedad pone en la escuela, sin apenas cuestionarse su propia
responsabilidad, cuando está más que demostrado que los fracasos, como los éxitos, se deben a múltiples
factores interrelacionados.

Algunos retos actuales

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Si una persona fallecida hace cincuenta años volviese a la vida, se encontraría un mundo totalmente distinto y
solo podría reconocerse en dos nichos sociológicos que apenas han cambiado: la escuela y la iglesia. Esta imagen,
tan repetida en algunas publicaciones, tiene mucho de verdad.

Docentes nacidos y formados en el siglo pasado tienen que educar a las nuevas generaciones de la globalización y
deben hacerlo con esquemas y programas de otros tiempos. Las asignaturas son las mismas que ellos estudiaron
pero más cargadas de contenidos, y los procesos de enseñanza y aprendizaje siguen estando encorsetados por los
resultados de la evaluación. El sistema escolar precisa de una profunda renovación. La innovación no puede
reducirse a la introducción de las tecnologías en las aulas y la ampliación de enseñanzas bilingües. No solo habría
que replantearse los fines y objetivos de la educación en este momento, sino la propia estructura interna del
sistema, considerando que la escuela reglada ya no es el único centro de aprendizaje.

En un entorno educativo y social definido por la incertidumbre, inestabilidad, singularidad y conflicto de valores,
es necesario, por tanto, definir un nuevo concepto de profesionalidad docente que, como algunos autores han
subrayado y propone el Consejo de Europa (2007), incluya competencias tales como organizar y animar
situaciones de aprendizaje, crear un entorno escolar seguro y atractivo basado en el respeto y la colaboración
mutua, enseñar en clases heterogéneas, trabajar en estrecha colaboración con sus compañeros y la comunidad
educativa, participar en el centro de enseñanza en el que trabajen, adquirir nuevos conocimientos y ser
innovadores mediante la reflexión y la investigación, utilizar las tecnologías en las diversas áreas y en su propio
desarrollo personal continuo y ser capaces de aprender de forma autónoma en el marco de su desarrollo
profesional a lo largo de toda su carrera.

Avanzar en esa línea supondría la definición de un estatuto docente que contemplase la revisión de los actuales
sistemas de formación inicial y permanente, el marco laboral del profesor como trabajador de la enseñanza, el
desarrollo de una carrera profesional atractiva y la consideración de la función docente en su dimensión social.
Asumido individual y colectivamente ese nuevo concepto de profesionalidad, se puede configurar una profesión
que en estos tiempos de cambio no puede reducirse a la vida entre pupitres.

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