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Cristales

Lo opacidad se ve. Se ve tanto, tan desmesuradamente, que no deja ver nada más. La transparencia,
la absoluta transparencia, por el contrario, procura una invisibilidad tan pura a aquello que la
contiene, que permite que a su través, todo lo otro sea percibido. El alma es transparente porque, no
pudiendo ser vista, deja ver. ¿Qué clase de alma tiene pues un ciego? ¿Qué alma es un alma que no
ilumina? ¿Qué alma es un alma que no deja que las cosas de fuera pasen adentro dando, así, de qué
hablar y otorgando, por ello, la posibilidad de decir algo de algo? Nadie querría una lente opaca a
no ser que ya no queramos ver el mundo. El mundo se nos muere de cataratas, de falta de llanto y
de vinos adulterados. Nadie querría tampoco carecer de lentes porque las cosas del mundo
impactarían violentamente sobre los ojos no produciendo sino dolor. Las cosas se pegarían a los
ojos, que quedarían recubiertos por una mezcla de opacidades. Si lo visible invade el ojo dejamos
de ver y la luz sería un incendio que condena el alma. Deseamos el fuego a distancia para que nos
alumbre sin quemarnos y deseamos las cosas en pequeñas dosis y a intervalos. El alma nos separa
de las cosas para que puedan entrarnos dentro de un modo inmaculado. El alma está en la córnea.
No la estudian los filósofos ni los religiosos ni los poetas. La estudian los oculistas.

No puedo aguantar permanentemente un cuerpo ante mí. Su presencia me acaba ahogando. Lo tapa
todo. No me deja ver el afuera. Se mundifica y siento que tengo que elegir entre ese cuerpo y todo
lo demás, entre ese pequeño mundo que se encuentra en la noche obscura, dentro de las sábanas, y
el mundo sin ese cuerpo opaco, pesado, omnipresente, que lo tapiza todo, que cierra el horizonte de
mi percepción, que me posee el alma, que impone su presencia absorbiendo toda la luz, ardiendo.
Los cuerpos tienen que ser muchos para uno. No puedo ver lo transparente, tampoco puedo mirar la
luz directamente. Pero sí puedo robar la luz que tiene cada cuerpo.

Le regalaba flores todos los días con tal de que no tuviera nada perdurable de mí. Acabé por
olvidarla y me aficioné a las rosas y a los jazmines: siempre frescas, siempre nuevas, siempre otras.
Y seguí encontrando a quien regalárselas hasta que, de pronto, un día, sentí el deseo de no
compartirlas con nadie. Me empecé a fijar en cómo se abrían, se humedecían, tomaban forma como
restallando y hasta parecía que se avivara su color. Luego, poco después del esplendor, se secaban
hasta empequeñecerse como los cadáveres o como los deprimidos. Vivían y morían tan
rítmicamente... No las tiraba hasta que no desaparecía su olor y cuando, finalmente, las veías en el
fondo del cubo de la basura, confundiéndose con otros desechos de mi rutina, sentía algo de tristeza,
pero era una tristeza tan dulce... Era una tristeza que engrandecía mi espíritu. Dejaba pasar una
noche entera y, al día siguiente, compraba otras flores. Escogía surtidos semejantes, permitiéndome,
eso sí, pequeñísimas variaciones que fueran cambiando, progresiva e imperceptiblemente, la
tonalidad de los ramos. Me sorprendí una y otra vez, reviviendo cada uno de los arrebatos y cada
uno de los sosiegos que la corta vida de las flores me provocaban en su marcha hacia la muerte.

Sin embargo, con el paso del tiempo, se me enquistó este ritual tan hondamente, tan obsesivamente,
que ocupando tantas horas de todas mis jornadas, se me hizo tan solo trabajo. Las flores eran
diferentes cada día. Sus colores y perfumes también eran fuertemente dispares pues necesitaba ya
cambios más bruscos para eludir el aburrimiento. Pero, a pesar de todos mis esfuerzos, este repetido
empeño de renovación contribuyó, sobre todo, a que el paso del tiempo me resultara monótono,
rutinario, “siempre lo mismo”. Como nada duraba, me veía abocado a realizar una y otra vez el
mismo procedimiento: de mi casa a la floristería, de la floristería a mi casa, agua, jarrón, floristería,
cambio de agua, basura, jarrón... Mi mundo había sido totalmente aplanado y levantarme cada
mañana se hizo más y más dificultoso. Lo que el día me ofrecía ya no causaba sorpresa alguna. Lo
sabía. No tenía interés. No había lugar para el conocimiento ni para el misterio. Solo un brotar y
morir, demasiado veloz, de flores que no me miraban, que no reían ni lloraban, que parecían no
intuir siquiera su trágico destino. Me hice cargo de algo que, resultando obvio desde el prisma
actual, no se me había anunciado sino después de tan largo proceso: las flores no ven, no tienen
mundo, no tienen alma, no tienen córnea. Ni los insectos las transitaban para comunicarlas con
amantes extranjeros. Daban pena. Se aburrían. Me aburrían.

Dejé las flores y las flores me dejaron exhausto y apático. Falto de nuevos deseos, caí en el vacío de
mi dormitorio, del que apenas salí en más de un mes, ni para bañarme ni para sentir el sol sobre mi
piel, ni para cocinar ni para cambiar la ropa, ni para nada. Me alimenté de varios paquetes de
galletas almacenados que no me gustaban. Me secaban la boca y era costoso tragarlas pero
configuraban un programa de supervivencia de mínimos. Un día aprecié que mi cuerpo había
perdido peso notablemente pues habiendo conservado como atuendo el mismo pantalón de pijama,
noté que se ceñía mucho menos a mi cuerpo, que estaba perdiendo la relación con él. Me levanté
para ir al baño cuando era imprescindible y al caminar el tiro perdía la simetría y por el lado
derecho me caía por debajo del hueso de la cadera que había quedado patente. Me miré al espejo y
quedé satisfecho con mi nueva figura. Imaginé lo bien que luciría en la playa. Fantaseé con la idea
de broncearlo, entrenarlo, enseñarlo... Me sentí joven. Pero esos proyectos no eran realizables: era
invierno, tenía mucho frío, el cuerpo no me seguía, me encontraba cansado, sin energía, sin
capacidad para diseñar un plan concreto. Pensé que podía intentar hacer algo de ejercicio en casa.
Conservaba un pequeño tapiz gomoso en el armario e incluso distintos pesos: mancuernas, lastres
tobilleros y, por supuesto, mi propia gravedad. Pero tal impulso se desvaneció en cuanto reflexioné
acerca de la necesidad de ponerme un horario, una rutina, en definitiva, una obligación diaria.
Decidí postponer todo aquello para cuando ganara fuerza y pudiera cumplir el reto sin dar ocasión a
la pereza, a la inconstancia, a la inseguridad, a las autodisculpas ocasionales que condenarían
cualquier tipo de resultado al fracaso, hundiendo aún más mi poca estima. Volví a la cama en la que
ningún estímulo podía animarme el cuerpo.

Entraba marzo la tarde en que la llamada insistente y repetida a lo largo del día, de un amigo,
comenzó a preocuparme. Era Moisés. Con él tuve una larga amistad que nunca murió pero quedó
distanciada cuando se trasladó a una ciudad del sur. Hacía casi dos años que no lo veía. Finalmente
descolgué el móvil. Siempre y todavía en la actualidad pronuncio un “¿Sí?” aun cuando veo el
nombre de contacto obvio y brillante en la pantalla del móvil. Asociamos las palabras con
relaciones y no con cosas y, a pesar de que ya ni siquiera recuerdo en qué año desapareció aquel
teléfono fijo en un lugar del salón, rojo, unido a una espiral también roja y plástica que no permitía
hablar sentado, que aseguraba el anonimato y acortaba las conversaciones, nunca he podido cambiar
la expresión interrogativa al coger una llamada. En cambio, en esta ocasión resultó
sorprendentemente pertinente la pregunta ya que al momento escuché una voz femenina que de
ningún modo podía pertenecer a Moisés. Ella devolvió la pregunta para asegurar que hablaba
conmigo. Me explicó rápidamente y entre un cierto tartamudeo que su hermano Moisés había
muerto en su sola compañía tras una agonía de algo más de tres días. No quiso que se celebrara
funeral pero mostró, en su despedida, intensa preocupación por el futuro de su perro. Al instante,
quedé sumido en un claro recuerdo que había dejado de estar presente para mí desde hacía mucho
tiempo. Moisés y yo viajábamos, hacía bastantes años, de vuelta a casa tras una excursión
espeleológica. Casi chocamos en una carretera secundaria con un perro perdido, herido y asustado.
Tras el volantazo, paramos el coche y nos apresuramos a confirmar su estado. El perro, dolorido, se
acercó a nosotros por propia voluntad, como pidiendo auxilio. Lo tomé en brazos y lo llevé
conmigo en el asiento de atrás mientras Moisés, decidido, aceleró la conducción hasta la ciudad
para llevarlo a tiempo a la clínica veterinaria. Estábamos nerviosos y mientras el perro era atendido,
esperamos en la sala anterior intentando aclarar cuál podría ser su destino. Percibía en mi amigo el
deseo de adoptar a aquella criatura sufriente y cumplir, así, con no se sabe qué deuda de salvación.
Notaba también cómo su deseo era interrumpido torpemente por el sentido común, por el miedo a
una repentina responsabilidad, por dudas acerca de su competencia para el cuidado, etc. Creyendo
firmemente en la absoluta razón del deseo, me resolví a animar e inflamar el suyo, colmando con
ello mi necesidad de escapar de la incertidumbre. Le prometí que si lo hospedaba en su casa
definitivamente, podía contar conmigo para cualquier asunto relacionado con la vida de aquel perro
que tenía cara de llamarse Ringo. Sin apenas darme cuenta, en aquel momento me convertí en
padrino. Nunca hubiera imaginado que el ejercicio real de tal función llegaría después de tanto
tiempo y de un modo tan abrupto y rotundo. Mi firme voluntad de cumplir con la palabra que di y
de aprovechar aquel modo de homenajear a Moisés acortando el duelo que se avecinaba, me
impidió escuchar el resto de explicaciones de aquella mujer. Le dije que, por supuesto, Ringo
quedaba a mi cargo y que se olvidara de toda preocupación. Me lo traería justo al día siguiente ya
que tenía que tomar un vuelo de vuelta hacia México.

Me vi tan profundamente volcado en el bienestar de aquel perro que olvidé mi letargo, mi cansancio
y toda evaluación sobre mi estado, mi circunstancia o mi conciencia. El rumbo comenzó siendo ya
otro. Ringo llegó triste y cabizbajo. Tuve que consolarlo. Me esmeré en la comida, en despejar la
casa, en comprarle pelotas, en que todo para él fuera luminoso, en procurarle el placer de largos
paseos por el campo y por los verdes internos a la ciudad. Ringo respondió positivamente y me
regocijó verlo correr, animado por una libertad y emoción impensables para un hombre maduro.
Inconscientemente me hallé corriendo con él y sentí que era feliz, que no necesitaba nada más que
los lametazos de Ringo encendiéndome cada mañana. Frecuenté espacios más o menos naturales,
todo lo natural que puede ser ahora un espacio accesible y próximo. Me acerqué a las hojas y a las
flores con una disposición bastante diferente a la que, en su momento, me llevó a la obsesión. Ringo
olía las flores y de vez en cuando rebuscaba algún tipo de planta del gusto medicinal de los perros y
las masticaba. Todo lo que ocurrió fue que deseé más que nunca la naturaleza. Adoraba los distintos
tonos de verde que me ofrecía y me emocionaban los colores que cada estación vertía: los blancos,
rosas, amarillos, azulados, de la primavera; los frutales carmines y brillantes del verano; y, en cierto
modo, estaba preparado para los rojizos y castaños del otoño. Cualquier estado o proceso dejaba
entrever el carácter cíclico propio de la vida. Así, me pareció que era hermosa la variedad pero sin
despedidas definitivas y, con ello, también el reencuentro sin parálisis y sin excesivas retenciones,
durando lo que tiene que durar: todo y nada. Lo efímero, por fin, era efímero pero siempre volvería,
y lo eterno era, de verdad, eterno pero, guarecido, no se notaba, no se veía, no tenía peso alguno.
Todo era, todo cambiaba, todo volvía. Esa sensación era la libertad: poseer las cosas a medias, no
necesitar retener, pues, invadido por la seguridad de que retornarán. De vuelta al hogar, en el
descanso, miraba los ojos de Ringo y solo nos separaba al uno del otro una película cristalina que,
siendo la misma para los dos, nos permitía mirarnos y sabernos almados (corneados) y complicados
en el espectáculo de las cosas. Al terminar la jornada, trataba de coger el sueño viendo la televisión
en la cama. Entonces, Ringo se echaba cerca y enseguida adoptaba una respiración ligeramente más
fuerte que a mí me parecía como el sonido de una playa tranquila. Su presencia se convertía en la
introducción a los sueños. Lograba dormir reconfortado.

Hace poco tiempo, salí una tarde y acudí a un café de la ciudad para examinar un ensayo que tenía
pendiente. Preferí hacerlo en el ambiente semisilencioso de aquel local algo antiguo, cálido, con
amplios ventanales y cristaleras, con mesas recogidas desde las que se puede contemplar
parcialmente la zona sin resultar uno demasiado evidente. Resulta agradable encontrar allí un rincón
en el que concentrarse notando, no obstante, el estar discreto de los otros. Llevaba bastante tiempo
enmarañado en mi asunto, cuando una camarera fue a retirarme la taza vacía. Me sorprendió aquel
gesto. No es nada usual. No me pareció que fuera la hora de cierre aún. En cualquier caso, se lo
pregunté con suavidad para no parecer molesto ni violentado. No lo estaba.
* Ah, no... -respondió ella- En realidad... bueno... solo tenía curiosidad en tus papeles. Se te
veía tan... tan dentro de ellos, tan fuera de todo lo demás...
* Solo es para hacerme el interesante -respondí acompañando la risita que emergía de su boca-
Sin estos papeles no consigo que se me acerque ninguna mujer.
Reímos los dos, mostrándonos receptivos y habladores. Me lo podía permitir. No me encontraba
nada apático sino perfectamente divertido para hablar con alguien. Le comenté que no quedaba
mucha clientela ya.
* Los camareros no trabajáis nada eh... ¡y luego dicen de nosotros!
* ¿Quiénes sois vosotros? -preguntó ella con un interés fingido y gracioso mientras tomaba
asiento en la esquina de la silla de enfrente-.
* Pues... los que llevamos gafas -respondí explotando en una breve carcajada con la que,
burlándome de mi pobre ocurrencia, dejaba obvio lugar para ser ridiculizado-.
* Ah ¿sí? -pronunció con complicidad mientras se ponía unas gafas sacadas del bolso del
delantal de su uniforme-.
Acto seguido, se acomodó en el asiento centrándose en su superficie, cruzó las piernas, irguió su
cuerpo y su expresión y me miró de lado golpeándose la barbilla con su índice izquierdo. Frunció el
ceño y afiló el rostro hasta que, rápidamente, volvió a soltar su risa. Ambos habíamos dejado claro
nuestro interés y nuestra atracción con un ritual leve y amistoso que preparaba una atmósfera
mucho más cómoda que tensa, como tiene que ser. Tuve la ocasión de observarla bien durante un
breve silencio sonreído. Era muy guapa (no “bella” que me suena a simple elegancia anticuada sino
“guapa”, llena de frescura, con un aspecto actual y ligero). Sus ojos brillaban y su rostro adoptaba
varias formas en los movimientos graciosos de su gesticulación. No había en ella pesadez alguna ni
formalidad que no fuera expresamente impostada. Parecía no tener que cargar con ninguna verdad
profunda pues no justificaba ninguno de sus comportamientos ni ninguna de sus palabras. Tampoco
era probable que deseara encontrar una verdad ni desvelar mis secretos. Ni siquiera me preguntó
más por mis papeles, por su contenido. Le daba igual. Únicamente se fijaba en la pose. Lo que había
detrás no le interesaba en absoluto. No quería hablar de eso. Quería hablar en broma, divertirse,
sentirse desenvuelta, hacer que yo olvidara todo interés que no fuera por ella y su encanto. Y yo
estaba dispuesto a dejarme llevar por aquella mujer de vuelo fácil y de apego indoloro.

Nos vimos varios días. Conoció a mi perro. Se gustaron. Nos gustamos. Estuvo en mi casa algunas
noches. Compramos un cepillo de dientes para cuando se quedara. Le gustaron las películas que yo
le puse. Me aficioné a las series que ella veía. Amanda conseguía que todo pareciera natural, fugaz,
sin dobles sentidos, sin metáforas, sin hilo episódico, sin señales, sin significados deslizantes. Podía
quedarse en mi casa todo el tiempo que quisiera porque no importaba. No era un paso hacia ninguna
parte, hacia nada más que lo que teníamos. Podíamos hacer planes de viajes juntos porque algunos
eran factibles pero otros eran tan fantásticos que no imponían para nada su verdadera efectuación.
Planearlo ya era divertido. Me describía las situaciones que viviríamos como si con esas escenas se
propusiera confeccionar un guión de cine. Algunos de esos viajes no volvían a salir en nuestras
conversaciones. Otros se repetían en las noches de bares y la gracia de Amanda atraía a colegas
improvisados que se introducían en nuestras aventuras con papeles y misiones insólitas. Todos lo
pasaban bien y se despedían esperando próximos encuentros. La mujer que había conocido no era
una sino que abría todo un mundo lo suficientemente absurdo para no ser temido ni grave ni estable.
Sin embargo, al mismo tiempo, Amanda era una mujer de las que saben crear, mediante un proceso
propio de autoengaño, un clima de confianza, una mezcla de amigo divertido y mujer apasionada,
que creo que enamoraría casi a cualquier hombre. Amanda me quiso igual el primer día que el
último. Sus declaraciones de amor eran performativas. Buscaba una respuesta recíproca. Daba
miedo seguir aquel juego y acceder a decir lo que, siendo conveniente en una escena sin horizonte,
era inconveniente en ese momento preciso, en aquella temporalidad precoz, en la prontitud del
encuentro, pero sobre todo en el peligro de convertir la mentira en verdad con la sola agitación de
dos palabras. En todo caso, yo estaba seducido por aquel modo de permanecer tan natural y
serenamente, en la absoluta irresponsabilidad afectiva, en el deseo insaciable de producir
sentimientos sin consecuencias aparentes. El tono humorístico de sus “te quieros” me obligaba a
imitarlos por no resultar demasiado serio al interrumpirlos con dudas y reflexiones, es decir, con
lastres morales y prudencias convencionales y aburridas. Amanda ganó y en cuanto dije que la
quería comencé a quererla, sin dejar de tener en ningún momento, la sensación de que todo en ella
era flexible y voluble.

Hoy comienza un fin de semana que, al parecer, va a ser lluvioso y no muy cálido. No nos apetece
salir. Amanda odia la lluvia. Asegura que es un jarro de agua fría. A Ringo no le gusta demasiado
pasear cuando el clima es tan húmedo y menos aún cuando amenaza tormenta. Los truenos suponen
para él la mayor amenaza. Cada vez que los oye tiembla como si creyera que un terrible desastre
fuera a quebrar todo el planeta. Yo estoy a gusto en casa, así que quedaremos aquí los tres, viendo la
tele, películas, series..., hablando, comentando, queriéndonos, discutiendo... Puede que
trasnochemos y no durmamos hasta el amanecer. De cualquier modo, no respetaremos los ciclos
habituales si no es por casualidad. Supongo que pediremos comida a domicilio y beberemos
cervezas y coca-colas. ¡Cierto!: pasamos miles de horas hiperactivas, animosas y diversificadas.
Finalmente, nos dormimos una vez concluido el amanecer.

Es sábado por la tarde. Deberíamos tener algo en la nevera, algo más que yogures, más cosas
ligeras. Después de un largo despertar y una extensa pereza, logramos desabrazarnos e
incorporarnos para trazar una especie de improvisación alimentaria. Yo me levanto primero y me
pongo las zapatillas. Ya desde la puerta de la habitación, me giro para comprobar que Amanda no se
ha vuelto a tumbar. La veo sentada en la cama, con las piernas cruzadas, rascándose suavemente la
cabeza, esa que sostiene sus largos y obscuros mechones desaliñados. Tiene los ojos brillantes y su
forma almendrada se halla acentuada por el sueño. La huella casi imperceptible y difuminada del
lápiz de ojos de ayer le otorga un aspecto más lindo todavía, más suave y tierno. Me quedo
admirándola unos segundos y la animo a levantarse y a vestirse. Vamos a coger el coche y salir a las
afueras a comprar algunas cosas en el centro comercial. Mientras conduzco pienso que ya no me
importa si los días son todos diferentes o son iguales. No lo sé ni me preocupa. No contemplo ahora
tal interrogante. Hacemos en cada momento lo que necesitamos y nos apetece. Permanezco sin
problema en una inconsciencia con la que pierdo de vista los recuentos y no calculo cuánto hay de
repetido o cuánto hay de variado. Todo resulta nuevo y familiar. Todo es sosegado y pasional,
pacífico y violento. Todo está bien. Ponemos el aire caliente para no destemplarnos en el viaje.
Amanda mira por la ventanilla, con delicado desagrado, las pesadas y copiosas gotas de lluvia que
revientan en la carretera y que, por momentos, nublan la transparencia de los cristales al agolparse
contra ellos. De pronto derrapamos sin saber porqué. Me asusto al oler el miedo de Amanda. Ella no
quiere ni rozar la muerte, ni verla asomar, ni presentirla a lo lejos. Pierdo el control del volante. No
puedo ver la carretera ni hacia dónde gira el coche a vertiginosa velocidad. Noto el impacto, casi
frontal, de otro vehículo. De pronto siento una lluvia como granizada en medio de un vendaval.
Incómodas partículas de vidrio entran en mis ojos que, tratando de identificar algo con claridad, han
quedado demasiado expuestos. El cristal solo es transparente cuando conforma una unidad. En
cambio, cuando se fractura y se divide en multitud de pequeñísimas motas, adopta modos
semiopacos y poco homogéneos. La forma en que se presenta el cristal, aun el cristal más perfecto,
modifica sus cualidades. Además estos cristales ya no conforman lentes o ventanas que dejan ver
sin ser vistos sino que se han transformado en piedritas impertinentes que, dañinas de tanto
contactar, me rompen los ojos, invadidos y aparentemente mutilados. Siento un profundo agobio
gritando en mi interior. Apenas puedo abrir los ojos o, si los tengo abiertos, no veo nada. Trato de
pensar que tal vez sea un sueño de esos en los que se delira que uno ha despertado y que se frota los
ojos para desperezarlos pero la película neblinosa no se retira por mucho esfuerzo que se haga. Sin
embargo, estoy en un coche accidentado, sintiendo demasiados dolores y olores metálicos.
Enseguida escucho cómo alguien abre la puerta desde fuera. Creo escuchar cómo manipulan
también la del lado de Amanda. La olvidé por unos segundos. Gritan que está inconsciente. Yo no
puedo ver y repito en voz más bien baja que no puedo ver, que no veo nada. No tardo en percibir la
sirena de una ambulancia.

No parecen demasiado preocupados por mí. Tan solo me aconsejan que no mueva demasiado los
ojos y que me tranquilice, que muy pronto llegaremos al hospital. Sin embargo escucho cómo
espabilan a Amanda con preguntas: qué día es hoy, cómo se llama, a dónde íbamos... Le piden que
relate el transcurso de ayer. Entre estas demandas también se cuela, cada dos por tres, una cantinela:
“no te duermas”, “no te duermas”. Esas palabras me perturban. Suenan a amenaza. Cuando el sueño
es peligroso significa que puede no tener camino de vuelta. Una vez en el hospital nos anuncian que
estaremos en habitaciones contiguas. Tras la espera de un tiempo indeterminado en observación me
comunican que no he sufrido daños en el cuerpo salvo alguna herida superficial (“Lo superficial es
profundo” -recuerdo-) pero que mi visión está en peligro. Me han hurgado ligeramente en la zona
de los ojos, creo. Ambas córneas han sido bombardeadas, ensuciadas, enturbiada su transparencia.
Puede que pierda el mundo. Puede que pierda el alma ¿Cómo podré amar entonces? Se me impone,
ahora, el recuerdo impertinente de una conversación antigua. Dos compañeros hablaban conmigo
acerca del reclamo del amor. Comparaban absurdamente la inteligencia y la belleza, encontrando
que el primer atributo era el verdadero gancho de una mujer. Decían apreciar la belleza tan solo
como complemento agradable, como barniz adecuado que, sin duda, adornaría a una chica de mente
aguda, sin empañar sus verdaderas cualidades. Afirmaban rotundamente que se enamoraban de la
inteligencia y no de otra cosa. Pretendían mostrar que en una comunión de ese tipo se conquistaba
la familiaridad que magnetiza. Yo contrariaba airado, repitiendo que jamás había escuchado tan
grosera posición sobre el amor. Nunca me paré a pensar si la mujer que me gustaba era inteligente o
no lo era, pues tal comprobación llegaría siempre con retraso. La inteligencia de la mente es pura
mediación y el amor no entiende de mediaciones. Efectivamente se trata de una flecha, de un
arrebato repentino. La belleza es más romántica que la inteligencia y que la verdad. No imagino
cómo alguien puede sentirse enamorado al pensar ininterrumpidamente en los atinados discursos y
en las firmes teorías del ser deseado. Lo que palpita al invadirnos el pensamiento, lo que no nos deja
pensar sino en ella, es su belleza. La belleza del cuerpo es lo que da cuenta de la gracia inmediata,
del gesto, del esplendor, de la luz, de lo magnífica que se nos antoja una mujer, de la barbaridad de
sus movimientos, del soplo vital que la puso a caminar. Un cuerpo feo es un cuerpo desalmado que
no ha sabido seleccionar modelos ni ensayar expresiones ni imitar a los dioses. La belleza lo
anuncia todo en el amor. En cualquier caso ¿qué inteligencia podría haber en un cuerpo inexpresivo,
falto de agilidad y de encanto? ¿La inteligencia de la muerte? ¿La inteligencia del resentimiento?
Un cuerpo que no sabe moverse y mostrarse potente es un cuerpo estúpido, un cuerpo incapaz de
obrar y, por tanto, incapaz de pensar nada auténtico. ¿Cómo podré amar entonces? ¿Cómo podré
amar sin ver? ¿Cómo puede persuadirme la belleza? Rápidamente pregunto por Amanda. Quiero
conocer cuál es exactamente su estado. Me informan de que ha vomitado algo de sangre pero que
no pueden asegurar, por el momento, si tenía hemorragias internas o no. Su situación era muy
inestable. También se desconoce qué daños puede haber sufrido su columna vertebral y qué efectos
pueden tener los golpes que han dejado huella en su cabeza. Amanda está consciente, sin amnesias
ni incapacidades psíquicas aparentes. Las próximas 48 horas serán determinantes. Su vida está en
peligro. Deseo tanto verla... Y no puedo. No puedo ver. Incluso se me ha arrebatado la posibilidad
de verla por última vez.

Acabo de despertarme. Tengo la sensación de haber dormido durante mucho tiempo. Vuelvo a la
terrible vigilia. No estoy abrazado a Amanda. No puedo mirar su tierno amanecer, su desperezarse
infantil y seductor. El sueño se ha desvanecido. Sin embargo, pienso que aún puedo amar cuando
duermo y esto me hace sentir un hilo de paz que se escurre con demasiada facilidad. Noto la
agitación de puertas y el crujir de aparatos irreconocibles. Se presenta un médico y me dice con voz
fundida y sensible que Amanda ha muerto. Me quedo más impactado de lo que creía.
* Mis ojos no pueden llorar -le digo al médico como disculpándome y quejándome a la vez-.
* Afortunadamente, pronto podrás llorar. Amanda despertó en medio de la noche y tocó el
timbre de atención urgente. Exigió hacer algunos trámites con celeridad. Estando en peligro
de muerte como estaba, tenía derecho a ello. Voy al grano: te ha dejado una herencia. Te ha
donado las córneas. No tendrás ya tiempo de verla a ella pero vas a ver por ella.
Ni siquiera se me había ocurrido algo así. Me conmociono con una sensación de claridad que me
invade. En un momento pareciera que se me ha revelado el secreto de mi historia. Un cronista de
almas me va a transplantar lo transparente de Amanda, lo que permite recibir, sin dolor, el mundo.
Ella muere y me regala algo permanente, lo más permanente. Ella se va y me devuelve la capacidad
de amar ¡Qué parábola tan extraña y hermosa, tan triste y luminosa! Siento que alguien se ha
burlado de mí y me ha recompensado con humor. Que sea todo.
Hoy puedo llorar la muerte de Amanda, que pasó como una brisa ligera, quedándose en mí para
siempre. No hay duelo sin llanto ni desahogo sin duelo. Brota el llanto para hidratar el alma. Intento
ver los ojos de Ringo con la mirada de Amanda y descubro, en su transparencia, también un espejo.

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