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Homilía del P.

Efraín- 28-8-91

Queridos hermanos.
Nuevamente tenemos aquí a un Dios irritado, a un Jesús al que no estamos
acostumbrados, pero que es real. Es real que a veces Dios se irrita con los hombres; tendría que
irritarse mucho más el pobre, pero es tan bueno que sólo se irrita una que otra vez. En este caso,
con los judíos de su tiempo, hijos de aquéllos que mataban a los profetas y por eso les dice:
”colmen entonces la medida de sus padres, también mátenme a mí”, eso les quería decir: y con
eso van a encontrar la medida de sus padres.
Tratemos por todos los medios, nosotros, el nuevo pueblo de Dios que queremos ser, de
aprender de todo lo que vino a enseñarnos Cristo, el Hijo de Dios. A enseñarnos con su palabra y
sobre todo con su vida, con su modo de ser, digamos con sus actitudes permanentes, para que no
repitamos estas tragedias que se han dado en la historia. Tragedias que pueden ser de la magnitud
de la tragedia judaica: matar al Hijo de Dios; o tragedias que históricamente pueden ser menos
significativas, pero no menos graves, en orden a la vida personal.
Es una tragedia que nosotros, miembros del nuevo Pueblo de Dios, hijos de Dios por el
bautismo, terminemos siendo motivo de la irritación de Dios. Terminemos no entendiendo a
Nuestro Padre, terminemos no participando para nada del espíritu de la familia de Dios, siendo
que somos de la familia de Dios. Dios es nuestro Padre, su hijo, el unigénito es nuestro hermano,
su mismo espíritu es mi espíritu, está en mí; la madre de su hijo es mi madre, María; soy heredero
del cielo, tengo derecho a la herencia, puedo juzgar a Dios ...
Ahí escuchábamos al terminar la misa una antífona que decía: “todo el que hace la
voluntad del mi Padre es mi hermano, mi hermana y mi madre”, como siempre digo: más
parientes de Dios no podemos ser.
Entonces es una tragedia que habiéndonos hecho Dios tan íntimos de Él, tan entrelazados
con Él, tanto que su vida corre por nuestra vida, la vida de Dios corre en nuestras venas, de ahí la
dignidad de la persona humana porque es vida de Dios, terminemos siendo motivo de la irritación
de Dios. Un Dios que ya no ha sabido qué hacer para dar, ya no tenía más que dar: se dio Él
mismo. Eso es mucho más trágico que todo lo que pudieron hacer los judíos, que en última
instancia todavía no eran hijos de Dios porque Cristo no los había redimido. Nosotros por el
bautismo somos hijos de Dios, entonces, evitemos convertirnos en entenados.
Por eso son mías las cosas que son, son míos los mares, y míos los montes y mías las
aves, porque todo eso es de mi Padre que está en los cielos y lo que es de mi Padre es mío, lo hizo
para mí. Entonces no puedo sentirme yo un extranjero en un mundo que es mío, no puedo
sentirme un extraño, no puedo vivir en el mundo como si me hubieran tirado acá quién sabe de
dónde y no sé para qué. Yo estoy acá porque el Padre Dios me puso acá hasta que me lleve allá.
Esto no es más que la antesala de aquello, aquella es mi patria definitiva sí, pero esto no es ni el
infierno, ni el destierro, es el camino hacia…
Entonces, repito, evitemos una tragedia; porque el único realmente obstáculo, casi diría
insalvable, para tejer con Dios esas relaciones profundas de familia, de familiaridad, de
confianza, de amor: soy yo. Es mi propio yo, cuando se deja ganar por el orgullo, o por el
individualismo, o por el egoísmo, o por sus propios criterios. ¡Lo que le costó a San Agustín
entender! y tenía de maestro nada menos que a San Ambrosio, que era una lumbrera, como
Obispo de Milán. Se daba el lujo de ir a hacerle perder tiempo a San Ambrosio, a charlar y
charlar y charlar, y sólo porque el otro era santo lo aguantaba, para no convertirse nunca; porque
las cosas no se ajustaban a sus criterios: Dios tenía que encajar en lo que él pensaba, sino no lo
iba a aceptar. Más allá de la vida que llevaba que era un desastre, que en el fondo ahí está la
causa fundamental por la que no aceptaba las cosas de Dios.
Fue el dolor y las lágrimas de Santa Mónica lo que seguramente terminaron por obtener
las gracias que tienen que haber sido inmensas para quebrar la resistencia de Agustín: que se
convirtiera y terminara en el santo que terminó siendo, el santo del amor. Se pasó el resto de su
vida hablando del amor porque él, …por eso las lecturas son las que son, si bien no son las de la
misa de Agustín, pero Dios se arregla siempre bien… “Tú me sondeas y me conoces”, Agustín
como nadie se sintió sondeado por Dios y conocido por Dios, más allá de que él se negaba a
conocerlo.
Y por eso de él esta frase: “inquieto está mi corazón Señor hasta que no descanse en Ti”:
él no tuvo nunca paz hasta que lo encontró a Él. Porque ya tiene derecho de tener sus picardías. Si
Él, el creador de todo, si Él me ha creado a mi, tiene derecho de haber maleado un corazón con
tal necesidad de amar y ser amado, con tal necesidad de gozar de una confianza sin límites, de
una misericordia, por ejemplo, sin límites, de un perdón sin límites, de ciertas cualidades del
amor sin límites, que solamente las puedo encontrar en Él.
No hay criatura humana que pueda amar sin esos límites con que yo necesito ser amado.
Que a la hora me conformo porque peor es nada, pero que yo quede feliz, jamás. El hombre sólo
es feliz si sabe que el otro le dio una confianza total, que él puede fallar mil veces, y mil veces el
otro lo va a perdonar, que no va a llegar una hora en que el otro le diga: “mirá, disculpame,
disculpame, vos ves que yo te he comprendido pero llegó un momento…”
El corazón necesita que lo perdonen siempre porque el hombre no quiere ofender, el
hombre no quiere pecar, el hombre no quiere fallar, falla porque nació fallado, pero los demás
hombres no soportamos, no soportamos que se nos falle, sobre todo cuando hemos soportado
tanto.
Porque hemos nacido para un amor perfecto, entonces no soportamos indefinidamente el
amor imperfecto, no tenemos capacidad. Y esta es la picardía de Dios. Sólo Dios tiene un amor
perfecto: que todo lo perdona, que todo lo comprende, que no se cansa nunca, que nunca piensa
mal y en ese amor yo sí puedo descansar, sin miedos, sin temores, sin riesgos, descansar con la
paz con que descansa un niño en el seno de la madre, de su madre, y el niño no puede temer a
nada.
Por eso: “inquieto está mi corazón Señor hasta que no descanse en Ti”. Por eso es una
tragedia que el hombre nacido para vivir así, en esa relación con Dios, poder descansar en sus
brazos de padre, en un descanso total, absoluto, sin temores, terminar siendo objeto de la
irritación de Dios, eso sí que está…
Pero les decía: está en nosotros el que eso no ocurra nunca. El que no cometamos jamás
el único pecado que yo consideraría realmente mortal, el otro es mortal, pero de muertes
pasajeras. Hay uno que me parece, que es ese pecado que decía Cristo que es contra el Espíritu
Santo, que no tiene perdón en esta vida ni en la otra, y es la pérdida de la confianza en Dios,
porque no me deja poner más de Dios. No porque sea tan grave que ni Dios me perdona, no, es
que yo ya no puedo más, porque creo que no me va a perdonar: ahí está su gravedad, pecar contra
el Espíritu de Dios, que es lo bravo, la pérdida de la confianza.
Todo otro pecado me deja volver, ese pecado no me deja volver porque digo no, ya no
merezco, no creo, y no vuelvo, perdí la confianza.
Que entonces ¡nunca llegue a eso!, ¡nunca llegue a eso! Sea capaz de conquistar una
confianza tan sublime, tan heroica, capaz de creer en el amor de Dios más allá de todo, más allá
de que, como dice San Juan, mi conciencia me reproche de los peores pecados.
Saber que Dios siempre será más grande que mi conciencia y entonces nunca seré motivo
de la irritación de Dios, sino de su misericordia, siempre le dejaré espacio a Dios para el amor,
para que me perdone, haya hecho lo que haya hecho, porque Dios no quiere otra cosa, no quiere
la muerte del pecador sino que se convierta y viva.
Queridos hermanos, si estas cosas no nos dejan respirar a todo pulmón, no sé qué nos
puede hacer respirar. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén

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