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PÁMPA BÁRBARA/: UNA HISTORIA NACIONAL

Por Gonzalo Aguilar*


El 17 de octubre de 1945, como ningún argentino lo ignora, fue una fecha histórica
clave. Ese día miles de personas se dirigieron a la Plaza de Mayo para pedir por la
liberación del entonces secretario de trabajo Juan Domingo Perón. Desde entonces,
nada sería igual en la historia de nuestro país. Las multitudes que confluyeron en la
plaza llegaron desde diversos puntos de la ciudad y de sus suburbios, sobre todo del
sur desde donde arribaron los contingentes más numerosos. Pero también vinieron
desde el oeste (por avenida Rivadavia) y de la zona norte donde muchos habían ido a
darle apoyo personal al líder, quien se encontraba detenido en la avenida Luis María
Campos, en el barrio de Belgrano. Seguramente muchos de ellos llegaron a la plaza
por la avenida Corrientes o por las calles aledañas: Lavalle, Tucumán o Cangallo.
Como ya se sabía que las huestes avanzaban, casi todos los negocios estaban cerrados.
También los cines. Aquellos que se dirigieron por Lavalle, seguramente habrán
observado los grandes cartelones que publicitaban en el Ambassador una de las
producciones más esperadas de la pantalla nacional: Pampa bárbara, de Lucas
Demare y Hugo Fregonese, estrenada sólo una semana antes. Desde los grandes
carteles, Francisco Petrone (famoso por su labor teatral y su participación protagónica
en Los prisioneros de la tierra¸ La guerra gaucha y Todo un hombre) miraba hacia el
horizonte con los dientes apretados y su uniforme militar.

Producida por Artistas Argentinos Asociados, el estreno de esta película (muy


esperada después de los resonantes éxitos de La guerra gaucha y Su mejor alumno) se
vió afectada por las jornadas que desembocaron en el 17 de octubre. El día del estreno
(9 de octubre), una fecha determinante en ese entonces para el impulso de cualquier
película, la noticia de la detención del Coronel Perón en la Isla de Martín García
desvió la atención de los espectadores quienes no hablaban de otra cosa. Esta mala
suerte que acosó a Pampa bárbara desde un principio encuentra su origen en los
acontecimientos políticos pero, a la vez, no dice nada de la naturaleza política del film.
Aún más que otros medios, el mundo del espectáculo era refractario de un modo
sumamente curioso a las prácticas políticas, al menos hasta la emergencia del
peronismo.(1) ¿Cómo pensar entonces esa coincidencia más o menos azarosa entre la
realización de una de las mejores películas argentinas y el largo y tortuoso camino que
lleva a Perón al poder? ¿Qué relaciones hay entre un película que reconstruye un
hecho del siglo XIX y una sociedad en la que el cine evitaba hablar de política pero
estaba inescindiblemente ligado a ella por lazos económicos, ideológicos y
personales?

La proyección de las líneas ideológicas que se fueron redistribuyendo en la época del


posperonismo (momento en que el revisionismo histórico se reafirma), hizo que La
guerra gaucha y Pampa bárbara fueran leídas como un anuncio de los tiempos por
venir. Sobre todo a partir de los años sesenta cuando hubo un verdadero revival de las
figuras del peronismo histórico ligadas al campo de la cultura entre las que se
encontraban Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Enrique Santos Discépolo y
Homero Manzi, además de letrista de tangos, integrante de FORJA y guionista de La
guerra gaucha, Su mejor alumno y Pampa bárbara entre otras. En un típico gesto de
lectura retrospectiva, se lee como profecía lo que en realidad no es otra cosa que la
indeterminación del discurso estético que permite ese tipo de operaciones. En palabras
de Eduardo Romano, en La guerra gaucha “los gauchos anónimos, el militar que
deserta de las tropas españolas para unirse a los criollos, o el cura gaucho, fabulan una
síntesis de pueblo, ejército y religión que estará presente en la revolución de 1943,
síntesis de pueblo, ejército y religión que estará presente en la revolución de 1943,
punto final de la década infame” (Romano 1991: 110 de su libro). Desde otra
perspectiva, Eduardo Rinesi sostiene que Pampa bárbara busca “darles a los soldados,
desde arriba (desde el cielo, desde Buenos Aires, desde el Estado, desde el poder), un
sentido, clavar la marca de una presencia organizadora, soberana, superior” (Rinesi
citado por Gaudino 1997: 225). Finalmente, Gustavo Gaudino, Darío Capelli y
Leandro Sepúlveda reafirman estas lecturas al sostener que “Güemes y los militares
del 4 de junio de 1943, el sol de mayo y el Estado, los cielos de Pampa bárbara y el
Estado centralizado asignador de sentidos y significaciones; creemos que son
comparaciones arriesgadas pero no menos válidas” (1997: 226).

Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Entre otras cosas, la interpretación
necesita excluir Su mejor alumno, film de 1944 que contaba la relación de Sarmiento
con su hijo Dominguito y que fue uno de los grandes éxitos de Artistas Argentinos
Asociados. Tampoco este film fue ajeno a los avatares de la política: a pedido de los
gobernantes de ese entonces (entre los que se encontraban Perón), Su mejor alumno
fue exhibida con motivo del acto que se hizo para socorrer a las víctimas del terremoto
la catástrofe de San Juan (2). Nada tampoco lleva a pensar que en ese entonces el
emergente peronismo o el régimen gobernante tuvieran una idea tan clara del pasado
histórico que los llevara a pensar que la figura de Sarmiento fuera motivo de repulsa o
que el mismo Manzi considerara que se trataba de una figura a la que había que
defenestrar para reivindicar a Rosas. La idea de que la apología de Sarmiento
contrariaba la ideología de Manzi (Aníbal Ford (1971: 94) afirma que para escribir
este guión tuvo que “dejar su revisionismo en casa”) parece más un deseo de los
revisionistas que una descripción de lo que realmente sucedió. Si esto fuera verdadero,
¿cómo explicar entonces el antirrosismo rabioso del manifiesto de Pampa bárbara,
escrito especialmente por Manzi para acompañar al film? ¿O cómo entender la
adaptación de un libro de Leopoldo Lugones? La elección de recurrir a Lugones, a
solo cuatro años de su muerte y cuando su legado todavía estaba en discusión, no debe
ser entendida en términos ideológicos estrictos: lo que en la literatura y política podía
ser motivo de disputa, en los medios masivos entraba en una zona lábil, en la que las
adscripciones solían tener otro tipo de espesor. A nadie se le escapaba, y menos a Petit
de Murat que había participado en la revista de vanguardia Martín Fierro, que La
guerra gaucha adolecía de acción a la vez que contaba con una retórica demasiado
artificial (3). Según Petit de Murat: adaptar a Lugones “era un disparate, porque esas
páginas son las más ilegibles, tediosas y anticinematográficas que pueda pensarse.
Pero Homero me convenció diciéndome: ‘Mirá, la obra nadie la leyó ni la leerá, pero
Lugones es prestigioso e importante’” (Maranghello 2002: 35). Todo esto indica que
las relaciones entre cine y política ni eran inmediatas ni admiten una lectura directa,
esto es, eliminando la refracción del mundo del cine de ese entonces (4).

El cine de tema histórico de Artistas Argentinos Asociados se había propuesto, sin


duda, construir una épica nacional. Pero antes que una apelación a determinada
ideología o a una apuesta a la reconstrucción historiográfica, estas películas se
apoyaban más en la tradición que en la historia, es decir, utilizaban una narración
relativamente esquemática y lábil para construir una idea de tradición afectiva fuerte,
que pudiera interpelar a diferentes públicos aun con versiones históricas opuestas. Lo
que vienen a mostrar La guerra gaucha, Su mejor alumno y Pampa bárbara es que, en
contra de lo que se cree, el cine histórico, en su carácter alegórico, no venía a
apuntalar una visión del pasado nacional en disputa sino que entregaba una visión lo
suficientemente amplia como para que todos pudieran identificarse. Todo indica que el
poder del cine había sido visualizado por ciertos grupos de poder como mucho más
efectivo que el del saber histórico. “A menudo –escribe Alejandro Cattaruzza–,
guionistas y directores recurrían a argumentos que remi¬tían al pasado, y ello mereció
la atención de los historiadores y del Estado, en una forma quizá curiosa. En 1938, la
Academia Nacio¬nal de la Historia, a pedido del Ministerio de Instrucción Pública,
designó un representante ante la comisión que controlaría la pro¬yección de películas
designó un representante ante la comisión que controlaría la pro¬yección de películas
cuyo argumento se refiriera a la historia ar¬gentina. Pocos años más tarde, sin que sea
posible saber si tal co¬misión intervino, La guerra gaucha se convertía en un
resonante éxito de público en todo el país” (2001: 455). Es posible que a Perón y a los
otros militares el éxito de público les interesara más que las opiniones de la comisión
de historiadores.

La cuestión política adquiere una perspectiva más interesante si se observan las


tendencias partidarias de aquellos que participaron en la realización de estas películas.
La creación conjunta que significó La guerra gaucha (guionistas y actores
participaron de una lectura y revisión conjunta del libreto antes de la filmación)
constituye un hecho que sólo leído fuera de la lógica del espectáculo resulta
inverosímil o imposible: mientras los guionistas Manzi y Petit de Murat tenían una
simpatía por el radicalismo yrigoyenista, los actores tenían simpatías encontradas y
antagónicas. Enrique Muiño era conocido por sus simpatías con el franquismo y se lo
acusaba de filofascista. Franscisco Petrone era un miembro activo y orgánico del
Partido Comunista y participaba a menudo en los mitines como orador o presentador.
Ángel Magaña –que era dirigente destacado en el gremio de actores– tenía simpatías
por los sectores liberales y participó en la célebre marcha de 1945 contra el peronismo.
Lucas Demare, finalmente, también podía incluirse dentro de este grupo liberal, lo que
demostraría su propia trayectoria posterior, que lo alejó del peronismo a diferencia de
Manzi y Muiño que terminaron identificándose como peronistas a fines de los años
cuarenta. Este amasijo de ideologías habla tanto de las relaciones sociales y
profesionales en el mundo del espectáculo como de la creencia de que lo nacional
podía dejar de lado las diferencias, algo que se vuelve imposible después de 1945. La
tentativa de hacer un cine épico nacional e histórico, por parte de Actores Argentinos
Asociados, debe considerar el original mundo del espectáculo que se robustecía en
esos años y los avatares de una historia convulsionada que desembocaría en el 17 de
octubre.

Actores en busca de un escritor

Las relaciones entre el cine y la literatura, o entre la gente de cine y los escritores, no
habían sido del todo fecundas en nuestro país. No es que existiera lo que Andreas
Huyssen denominó “the great divide”, sino más bien que las narraciones del cine ya
parecían hechas de antemano y no tenía mucho sentido convocar a hombres que
pusieran todo su oficio en buscar un nuevo lenguaje. Los acercamientos de escritores
al cine eran más bien en calidad de espectadores y aun los vanguardistas, que tenían el
conocido modelo de sus pares europeos, hicieron un tímido acercamiento al séptimo
arte cuyo único resultado visible fue el número especial que le dedicó la revista Martín
Fierro. En un número insípido, los martinfierristas polemizaron con las declaraciones
que Ricardo Rojas había hecho contra el cine, pero no tuvieron nada concreto para
ofrecer en términos de creación o producción (5).

Tal vez eran necesarios escritores que tuvieran una relación más fluida con el gran
público, que estuvieran más adiestrados en el arte de componer historias entretenidas y
que estuvieran dispuestos a escribir a cambio de dinero. Pero aun cuando se dan todas
estas condiciones, como en los casos de Horacio Quiroga o Roberto Arlt, todos los
intentos se reducen a proyectos inacabados o a reseñas amargas e irónicas.

Horacio Quiroga, quien ejerció la crítica de cine, sólo llegó a escribir cuentos con
temas cinematográficos. Armó una productora junto a su amigo Arturo Mom, el
director de Monte criollo y Palermo, dos de los mejores filmes de la década del
treinta, pero todo quedó en la nada. En varias ocasiones, el escritor uruguayo se quejó
de los productores por su temor de entregar las historias “a escritores de profesión”
(Quiroga 1997: 203). En su ensayo “El cine nacional” (El Hogar, 8 de junio de 1928),
Quiroga sostiene que “el gusto de este público –el de la metrópoli, por lo menos–,
Quiroga sostiene que “el gusto de este público –el de la metrópoli, por lo menos–,
llega hoy a un nivel que ninguna cinta nacional puede atreverse a desafiar, so pena de
ser acogida con risas sin fin” (Quiroga 1997: 204).

Roberto Arlt había escrito unas agudas crónicas sobre cine en el diario El Mundo
(recopiladas en Arlt 1997) pero cuando Petit de Murat se acercó con la idea de hacer
una película sucedió lo siguiente:
Yo lo llamé al cine a Roberto Arlt. Yo tenía una idea: tomé mi automóvil, lo llevé a
Roberto hasta San Isidro y le dije: “Mirá. Me parece muy adecuado el desafío que
propone esta parte alta, me parece simbólico, con la casa de los Beccar Varela y la
casa de los Ocampo, abajo una draga que avanza y horada dos metros por día”.
Propusimos un romance entre una muchacha de la clase alta y no sé qué arenero,
mecánico o algo así. Sería una cosa muy linda ahora. El se entusiasmó con eso: “Yo
lo escribo; vos, despreocupáte”. Me citó después en un café de Flores: “Che, Petit, ya
tengo el asunto”. Estábamos en la vereda y sacó la cosa más curiosa: yo quedé
espantado, porque allí, escrito en papeles sucesivos, plegados de tal manera que
venían en un rollo, como si ya fuera el rollo del celuloide. Eso ya me pareció una
locura increíble. Cuando empezó a leer el argumento… ¡Hubiera sido ideal de alguna
cosa de Leopoldo Torre Nilsson después: de entrada había un incesto, dos estupros,
un jorobadito… era espantoso! Y era justamente la época del “cine rosa”; no se
hubiera podido filmar de ninguna manera (en AA.VV. 1978: 76).

Pero tal vez Roberto Arlt no estaba tan equivocado: la única manera en que un escritor
tenía posibilidades de entrar al mundo del cine era trayendo algo que no se pudiera
filmar.

En la revista Sur la distancia con el cine era similar. La revista publicaba a menudo
artículos sobre cine y tanto Borges como María Luisa Bombal recibieron con elogios
las primeras películas de Luis Saslavsky, amigo de Victoria Ocampo y ocasional
colaborador de la revista (6). En 1937, Borges escribe una apología de La fuga que
comienza con una profesión de fe cosmopolita: “Hago esta confesión liminar para que
nadie achaque a turbios sentimientos patrióticos esta vindicación de un film argentino.
Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio
cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo” (Borges 1999: 191). Dos
años después, a propósito del estreno de Puerta cerrada, María Luisa Bombal publica
en la misma revista una excelente reseña del film en la que defiende la cursilería del
melodrama de Saslavsky: los espectadores –y es de suponer que ironiza sobre los
lectores y colaboradores de la revista– “son tan cursis que no se atreven a complacerse
en lo cursi de miedo, sin duda, de mostrar hasta qué punto son congénitamente cursis”
(Bombal 1939: 78). En una defensa del tratamiento convencional de las convenciones,
una escritora como Bombal puede apreciar como espectadora lo que nunca, como
narradora, hubiese llevado a cabo en sus propios relatos.

Nada muestra mejor esta distancia insalvable entre el cine y la literatura, en esos años,
que una crítica que hizo Saslavsky sobre su propia película: “Crimen a las tres: Una
película de valores desiguales”. En un curioso desdoblamiento, Saslavsky critica sin
piedad su propia película en tercera persona y utiliza la perspectiva de una revista
literaria para defenestrar el film.

Hubo otro escritor, esta vez un extranjero, que también incursionó en el cine argentino
también con poca fortuna. Se trata del poeta franco-rumano Benjamin Fondane, que
fue invitado por Victoria Ocampo en 1929 a Buenos Aires para hacer la primera
exhibición de cine de vanguardia (7). Durante los años treinta, Fondane trató de
seducir a Victoria Ocampo con la idea de escribir juntos un guión sobre Don Segundo
Sombra pero por falta de apoyo debió desistir de la idea. Terminó haciendo otro film,
titulado Tararira, que si bien no era imposible de hacer (llegó a terminarse), los
productores se negaron a estrenar (actualmente se haya perdido).
Si la escritura en el cine de esos años era imposible, ¿quiénes fueron entonces los
escritores que hicieron los guiones de cine? Entre los primeros guionistas
profesionales del cine hay que incluir a los dúos Sixto Pondal Ríos-Carlos Olivari y
Ulyses Petit de Murat-Homero Manzi. Autores provenientes de diferentes sectores de
la cultura masiva (libretos radiofónicos, letras de tango, comedias teatrales,
periodismo cultural) fueron los más diestros para insertarse en una industria que
pretendía continuar y ampliar la sociedad del espectáculo. Y para esto no necesitaban
dialogar con la literatura que se estaba produciendo en ese momento sino recuperar
una literatura que las vanguardias ya habían convertido en algo del pasado. En este
caso, es interesante que Soffici le haya encomendado la adaptación de Horacio
Quiroga a Ulyses Petit de Murat quien había pertenecido marginalmente al grupo
martinfierrista y que por esos años trabajaba en el suplemento cultural de Crítica. La
elección de los relatos de Quiroga parecía más atinada que la que hicieron poco
después los actores de Artistas Argentinos Asociados: La guerra gaucha de Leopoldo
Lugones. Otra vez Petit de Murat (quien se había mostrado como un hábil y aplicado
artesano) junto al indisciplinado Homero Manzi fueron los encargados de adaptar
alguno de los relatos del libro de Lugones para la pantalla gigante.

Fue en las tertulias realizadas en el café de El Ateneo que podían cruzarse escritores y
artistas del cine y fue también allí que comenzaron a pergeñar los primeros proyectos
que después se concretarían con la creación de Artistas Argentinos Asociados.
Además de Petit de Murat y Manzi, también Raúl González Tuñón o Cayetano
Córdova Iturburu frecuentaban el lugar y llegaron a proponer algunas ideas. Sin
embargo, no se trataba solamente de charlas alrededor de la mesa de café sino de
dedicarle tiempo a un oficio tan poco rentable material y simbólicamente como el de
guionista de cine. Tal vez por estar más acostumbrados al trabajo por encargo y en las
sombras, tal vez por ver en el cine un campo lleno de promesas, fueron Manzi y Murat
quienes se arriesgaron y decidieron invertir su tiempo en la empresa ambiciosa de
quienes, hasta ese entonces, sólo eran actores de éxitos y no empresarios.

La apuesta, de todos modos, tuvo sus resultados y en 1944, Petit y Manzi se habían
convertido en los guionistas mejor pagados del medio con un contrato en exclusiva
con Artistas Argentinos Asociados. “Se comprometían a escribir un guión por
semestre –cuenta Maranghello–. Dicho libro podía ser original o adaptado de obras
cuyos derechos hubieran pasado al dominio público […] Asociados les abonaría, por
los seis libros, 288.000 pesos, pagaderos en 36 cuotas de ocho mil pesos cada una”
(2002: 123). A la vez que el cine se volvía un lugar posible de escritura también se
convertía en un trabajo: una tarea menos vinculada a los impulsos del deseo que a las
demandas de una industria cada vez más poderosa. La dedicación al cine pasaba
entonces por ser más similar a la de una fábrica glamorosa que a la creación literaria.

El cine conquista el desierto

Con Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat, los actores del grupo inicial (Francisco
Petrone, Enrique Muiño, Elías Alippi -muerto en 1942-, Sebastián Chiola y Ángel
Magaña) se propusieron llevar a cabo la fundación de un cine de mayor calidad pero
no por eso menos popular. Después de sus intentos en el cine social (la vida en los
yerbatales en Prisioneros de la tierra y la historia vagamente inspirada en el
anarquista Di Giovanni de Con el dedo en el gatillo), Manzi y Murat se propusieron
una empresa mucho más ambiciosa: la creación de un género nacional basado en
fuentes históricas (8). Eran los años en que el cine norteamericano seguía ganando
mercados y le daba forma a un género que atraía multitudes: el western. El estreno de
La diligencia (1939) de John Ford –para elegir al director preferido de Lucas Demare
y una película que los guionistas y actores seguramente vieron– lograba lo que pocas
películas habían hecho hasta ese entonces: interés narrativo, pericia actoral,
películas habían hecho hasta ese entonces: interés narrativo, pericia actoral,
virtuosismo técnico y la confirmación de que se estaba frente a un género que había
logrado sintetizar las líneas básicas del imaginario norteamericano. El cine podía ser
un medio excelente para la definición de una identidad nacional a la vez que crecía el
circuito de aquello que Renato Ortiz denominó “cultura internacional-popular” y que
hallaba en el cine uno de los medios más fuertes de desterritorialización (Ortiz 1994:
112-115). La guerra gaucha intentó participar en el mismo circuito aunque, pese a la
sucesión de éxitos, las películas de Actores Argentinos Asociados no lograron instituir
un género con el vigor y la continuidad del norteamericano (9). De hecho, durante el
peronismo casi no se hicieron películas de ese género y Pampa bárbara puede
considerarse el eslabón postrero de una serie sin descendencia.

El ámbito en el que transcurre la historia de Pampa bárbara remite inmediatamente al


western: la vida en los fortines, los grandes espacios de la pampa, la ausencia de la ley,
la amenaza de los bárbaros y las figuras prototípicas (el cowboy o el gaucho y los
militares) establecen una serie de homologías que no escapaban a los guionistas. Sin
embargo, “Cuando Rosas y Lavalle eran amigos: Pampa bárbara”, el texto que Manzi
escribió para la revista Sintonía en octubre de 1945, introduce, de manera inesperada,
otro género: el de la película con gangsters. Bastante popular a partir de la realización
de Scarface (1932) de Howard Hawks y con algunos atractivos clones locales (las ya
mencionadas Palermo y Monte criollo de Arturo Mom), este género parece a primera
vista bastante ajeno a Pampa bárbara. Sin embargo, Manzi sostiene que los indios se
comportan como una banda de “gangsters norteamericanos” y así la historia adquiere
una hibridez genérica bastante original que se desprende más de la lectura del texto del
guionista que de una visión de la película: un western argentino (la lucha entre
militares y gauchos) con toques de melodrama (el conflicto, además de la ley, es la
posesión de las mujeres) y amenazado permanentemente por la invasión del género
gangsteril. La mezcla parece prometedora si no fuera porque todos estos elementos
debían estar subordinados a una épica patriótica que no admitía ambigüedades y todo
esto se hace evidente si se confronta la concepción que tienen del héroe, de la frontera
y de los agentes civilizadores los guiones de Pampa bárbara de Fregonese y Demare y
de La diligencia de Ford.

El héroe de La diligencia se llama Ringo Kid y está caracterizado por el joven John
Wayne (10). Su presentación en escena es uno de los momentos cumbres del cine: el
grupo de la diligencia (uno de los temas de Ford: el grupo que se cohesiona frente a
una amenaza exterior) se encuentra con él en un recodo del camino. Wayne es tomado
levemente en contrapicado y con una rara luz que lo convierte en una aparición
providencial. Sin embargo, a medida que avanza el film, el espectador se entera que
Ringo, en realidad, es un hombre buscado por la ley por haber vengado a su hermano.
El sheriff, pese a que comprende los motivos que llevaron a Ringo al delito y a que
admira su valentía al salvar a los viajeros de la diligencia, no tiene otra alternativa que
detenerlo. Como sostienen Astre y Hoarau, en La diligencia se inscribe “en filigrana”
un tema innovador: “la oposición existencial entre el hombre de la ley y el fuera de la
ley” (1986: 225), pero con el atractivo de que quien está fuera de la ley es un personaje
íntegro (11).

El héroe de Pampa bárbara es alguien no menos rudo que Wayne: Francisco Petrone
encarna al Coronel Hilario Castro en el fortín de la Guardia del Toro. La historia
comienza cuando logra detener a tres desertores, a los que somete a un duro castigo, y
termina con su muerte, después de haber vengado al cacique Huincul, quien había
matado a su madre y hermana. Hilario Castro es un militar de “mano de fierro” (Manzi
1976: 23) cuyos enemigos son los indios y los traidores, los gauchos que se pasan a las
tolderías. Al principio es resistido por los soldados por su férrea disciplina, pero
finalmente éstos comprenden que ésa es la única manera de enfrentar a los salvajes y
la película termina con él muriendo mientras levanta la cabeza cortada de Huincul de
las cerdas tal como había prometido (Castro: “¡Sólo una espada sin piedad puede
contener a los indios y a los traidores…!”, Manzi 1976: 154). Como respuesta los
contener a los indios y a los traidores…!”, Manzi 1976: 154). Como respuesta los
soldados gritan: “¡Vivan los machos de la Guardia del Toro!” (Manzi 1976: 217). Con
su muerte, Castro funda un nuevo orden: se hunde con la ley primitiva que había
sostenido como modo de guerrear a los indios (el diente por diente) y deja paso a la
civilización que lleva con los nuevos militares, más civilizados y dispuestos a
consentir la presencia de mujeres para que los “machos” puedan desahogarse.
Mientras en La diligencia el conflicto es inherente a la aplicación de la ley, Pampa
bárbara postula la necesidad de suspender la ley para dar paso a la civilización.

Ambas películas transcurren en la frontera: a su paso, la diligencia del film de Ford va


trazando su peligroso recorrido con la amenaza permanente de las huestes apaches de
Gerónimo. En una de las postas, los viajeros se encuentran con un mesero mexicano
casado con una india, quien protege a su esposo de los posibles ataques de su tribu. A
partir de esta relación, La diligencia presenta un número musical que tiene la
peculiaridad de ser en castellano, la lengua del otro lado de la frontera. La frontera en
la película de Ford no está definida de antemano sino que se va negociando a lo largo
de toda la narración. En Pampa bárbara, en cambio, la frontera se presenta como algo
muy nítido, que tiene su mojón en el fortín y que define muy claramente el lado de los
civilizados y el de los salvajes en el medio bárbaro de la pampa (12). De allí que la
figura básica para juzgar a los personajes sea la de la traición, como si los personajes
no pudieran optar por un tercer espacio. Este tercer espacio sólo es posible en la
ciudad, donde la amenaza del indio no existe: en un rancherío, el personaje de la
mulata Dominga (María Esther Gamas) interpreta el candombe “Calún gangué
(Negrada)”, con letra de Manzi, e inspirado en el libro Cosa de negros de Vicente
Rossi (13). Sólo la lejanía con la frontera, permite esta inclusión de una lengua otra y
el espacio de la convivencia racial y la mezcla.

Finalmente, la cuestión de los agentes también diferencia a ambos films: mientras en


la película de Ford la caballería juega un papel marginal (aunque no poco importante),
en Pampa bárbara no hay historia fuera del ejército. La figura del cowboy que
encarna Wayne podría tener un equivalente en el gaucho, pero el gaucho en la película
de Demare es el personaje malvado que no duda en pasarse a los indios y en traicionar
a la soldadesca. Este gaucho se llama Juan Padrón y pertenece a la estirpe descripta
por Sarmiento de los gauchos malos (14). Comandante Chávez, sargentos Yañez y
Pozos, comisario Aparicio: los personajes que llevan adelante la épica de la patria en
Pampa bárbara son, básicamente, militares.

Esta breve comparación permite extraer aquello que diferencia ambas propuestas: la
presencia de la ambigüedad. El film de Ford pone a la ambigüedad en su centro (en el
personaje de Ringo Kid) y a partir de ahí desarrolla los diferentes conflictos
dramáticos. Para Pampa bárbara, en cambio, la ambigüedad es el enemigo. En el
único caso en que ésta se presenta (en el personaje de Camila, que no se sabe por qué
encubre a un criminal), se devela hacia el final que se trataba de su hermano por lo que
termina convirtiéndose en una suerte de Antígona del rosismo y se justifica su
negativa a delatarlo (15). A tal punto la frontera está concebida como algo estático,
que no hay ningún indio que se convierta en personaje en Pampa bárbara: o son
grupos a contraluz vistos a distancia o es la cabeza degollada de Huincul que levanta
Castro para delicia de sus compañeros de armas. En Pampa bárbara el único indio que
aparece es un indio muerto. La diligencia, en cambio, se sirve de la belleza de un
rostro indio para iniciar la historia (se trata de un traidor a su tribu). No se trata de
sugerir con este razonamiento que la matanza y persecución de los indios en
Norteamérica fue menos cruenta que en Argentina (en realidad, ambos países no
tienen nada que envidiarse) sino que difiere el modo en que ambas cinematografías
imaginaron ese pasado
.
William Hart, uno de los creadores del western, declaró en 1916 que “hace sólo una
generación más o menos que, virtualmente, este país era frontera… De donde resulta
generación más o menos que, virtualmente, este país era frontera… De donde resulta
que el espíritu de ésta es inherente a la ciudadanía americana” (citado en Astre 1986:
22). Y a fines del siglo XIX, el historiador F.J. Turner había sentado las bases teóricas
para pensar el pasado norteamericano como una historia de frontera. El cine
norteamericano, continuando el éxito masivo de las historias del Oeste, se hizo cargo
de ese legado y para pensar el acto de fundación de la nación no recurrió a las guerras
de independencia del siglo XVIII (casi no hay filmes importantes sobre ese período)
sino a la guerra de secesión (con los dos hitos de El Nacimiento de una Nación de
Griffith y Lo que el viento se llevó de Fleming) y, profusamente, a las historias de
frontera. A su vez esta historia, menos sujeta a una épica lineal y documentada,
permitió hacer tratamientos de temas del presente (así High Noon de Fred Zinnemann
o Johnny Guitar de Nicholas Ray pueden leerse como alegorías del maccarthysmo).
La noción de frontera entonces, en este imaginario, tiene una plasticidad y una
ambigüedad que permite el juego de variaciones y perspectivas que mantiene al
género.

En la historia argentina, en cambio, la expansión de la frontera está vaciada de la


noción de pueblo: parece más un trabajo de cartógrafos, científicos y militares que una
actividad dramática de pioneros. En palabras de Ángel Rama, “la “conquista del
desierto” en la Argentina sigue de cerca de la “Conquista del Oeste” en los Estados
Unidos, pero la primera es llevada a cabo por el ejército y la oligarquía, mientras que
la segunda concedió una amplia parte a los esfuerzos de los inmigrantes, a los que tuvo
que recompensar con propiedades” (Rama 1984b: 64). Pampa bárbara asume esta
visión esquemática (porque si bien es cierto que eso sucedió con la campaña roquista,
en los años del rosismo las relaciones con los indios eran mucho más fluidas) y la
proyecta sobre todo el siglo XIX: es como si la Conquista del desierto –el momento en
que todas las negociaciones se suspenden– fuera el prisma a través del cual se observa
la historia de la frontera.

La figura heroica del cowboy, entonces, no era sustituida por la del gaucho sino por la
del militar. Esta invocación al ejército como agente de esta gesta épica (“¡También es
Patria lo que no tiene estatua!” es la última frase del film) debe ser leída en
confluencia con una serie de elementos históricos, tecnológicos y políticos. La guerra
gaucha se estrenó el 20 de noviembre de 1942 cuando el gobierno de Castillo se
mantenía en el poder a duras penas, a través del fraude y las intervenciones
provinciales. El senador conservador salteño Patrón Costas, que había colaborado con
gauchos de su estancia para la realización del film, había sido ungido como candidato
a sucederlo en el poder. Sin embargo, el golpe militar de 1943 echó por tierra sus
aspiraciones y modificó el panorama político, aunque los productores seguían
sintiendo la misma necesidad del apoyo oficial. Su mejor alumno se estrenó el 22 de
mayo de 1944 y fue proyectado en varios actos, incluido el que se hizo en apoyo a las
víctimas del terremoto de San Juan. Finalmente, como ya dijimos, Pampa bárbara se
estrenó el 9 de octubre de 1945, poco antes de la fecha que marcaría la historia
argentina. Para acentuar esta cercanía con las fechas políticas, hay que señalar que
esos años son, a causa de las relaciones con Estados Unidos, los de la crisis de la
película virgen y que la necesidad de acudir a las autoridades para conseguir ayuda y
prebendas se hacía inevitable. Más aun teniendo en cuenta que las películas del sello
se proponían como grandes producciones y trabajan con temas (las milicias) que
exigían una participación o un asesoramiento del ejército. Los prolegómenos de estas
tres películas estuvieron jalonados por visitas a la casa de gobierno y negociaciones
con la gente del poder. Si Patrón Costas ofreció varios de sus peones como extras de
La guerra gaucha, el ejército ofreció sus instalaciones de Campo de Mayo para la
realización de las batallas (16). Como Argentina era neutral y no había mandado
tropas al frente, los militares podían solazarse por lo menos con una buenas guerras de
ficción.

La batalla de Curupaytí de Su mejor alumno fue filmada en Campo de Mayo y contó


con la colaboración de la Escuela de Suboficiales. Según testimonio de Ángel Magaña,
con la colaboración de la Escuela de Suboficiales. Según testimonio de Ángel Magaña,
“solamente entrevistamos a Farrell y a Perón para que nos apoyaran para reconstruir
Curupaytí, porque necesitábamos gran apoyo técnico” (Maranghello 2002: 92, 95).
Finalmente, una vez terminado el film, Maranghello nos informa de su estreno
privado:
En abril de 1944, en el Ambassador, hubo una exhibición privada del film, a la que
asistieron el vicepresidente Perón y otros jefes del ejército […] Muiño hizo un
discurso sobre la necesidad de la protección oficial. Luego se anunció que la película
se estrenaría el 22 de mayo, en función de gala a beneficio de las víctimas del
terremoto de San Juan, y que la plateas costaría ese día 10 pesos. En esa ocasión se
observó la presencia del presidente Farrell y varios de sus ministros (Maranghello
2002: 98).

En la Argentina de esos años, los militares comprendieron que la aparición de una


masa inmensa que iba a ser decisiva en los desarrollos de la política futura. La política
de masas ya se había hecho presente con el ascenso del radicalismo yrigoyenista pero
se trata en estos años de un nuevo tipo de visibilidad en la que las tecnologías
audiovisuales y los grandes escenarios iban a ejercer un tipo de fascinación totalmente
nuevo. Beatriz Sarlo habla, a propósito de las frecuentes visitas de los militares a los
estudios de filmación, de “un régimen de innovación cultural donde, por primera vez,
se mezclan en público (y no en las garçonnières donde ya se habían conocido) los
militares y la gente de la farándula” (2003: 62). Con Raúl Alejandro Apold (quien
trabajaba en Argentina Sono Film y sería secretario de Información del gobierno de
Perón) haciendo el papel de mediador y la creación de la Subsecretaría de
Informaciones y Prensa en 1943, el cine como la radio representaba para los
gobernantes un contacto con las masas y un conocimiento de los modos en los que se
producían esas imágenes que fascinaban al público.

Esto no implica, de todos modos, que el cine en su conjunto estuviese trabajando para
el ascenso del coronel Perón. No se trata de un cine propagandístico sino de una zona
apolítica pero en la que se movían las pasiones de las masas que, paradójicamente,
eran centrales para la política. Basta comparar los discursos de Muiño en Su mejor
alumno con otros de Evita o de Perón para ver cómo se tocaban justamente en una
zona de gran convocatoria que no se puede denominar política en un sentido
ideológico. Uso político de lo apolítico, el cine de esos años también ayudó en la
invención de un pueblo o, para decirlo con las palabras de Sarmiento-Muiño: “¡Los
vacíos que hay en mi corazón los llenaré con el amor de mi pueblo!”.

En definitiva, la construcción de una épica satisfacía necesidades muy arraigadas y


apelaba a una serie de emociones y afectos que no siempre estaban regulados por
núcleo ideológicos partidarios. Antes bien, la ideología se encuentra en esa misma
interpelación afectiva que, para erigirse en legítima, debía arrasar con todo tipo de
ambigüedad moral que quisiera proyectarse hacia el pasado. Una obsesión con la
pureza de los orígenes que sólo se explica por las insatisfacciones del presente. El cine
histórico argentino inauguró así un camino que sigue en línea directa hasta fines de los
años sesenta, con El santo de la espada de Leopoldo Torre Nilsson y otros exponentes
del género, en el que integridad moral, protagonismo narrativo y monumentalidad
histórica son una y la misma cosa. Había que esperar hasta Juan Moreira de Leonardo
Favio para que la ambigüedad fuera reconocida como un elemento dinámico de la
historia y no necesariamente condenable.

Las Venus de las tolderías

En contrapunto con la épica de la frontera, Manzi y Petit de Murat deciden construir


otro argumento paralelo en el que se ponen en juego las pasiones amorosas. Con ese
fin, sostienen que en la vida de fronteras uno de los grandes enemigos de los soldados
fin, sostienen que en la vida de fronteras uno de los grandes enemigos de los soldados
era “la soledad sexual”. En su artículo publicado en Sintonía, Homero Manzi sostiene
que “fue el amor, en su forma precaria y eficaz, lo que llevó al hombre de los fortines,
condenado a la soledad sexual, a buscar en la toldería la carne morena de las indias o
la carne rubia de las cautivas que poblaron, a veces, en número de diez mil, los
desiertos argentinos” (1976: 13). En un fondo de concepción histórica en el que las
milicias de Roca son “heroicas” y los indios de “natural taimados” –tipo “gangsters
norteamericanos” que encuentran un cómplice en Rosas, uno “de los estancieros más
poderosos que haya conocido el mundo entero”(17)–, Manzi encuentra que los
conflictos del amor ofrecen una materia mucho más adecuada para su trabajo de
dramaturgos.

La trama presenta dos conflictos paralelos y complementarios: Castro desea vengar la


muerte de su madre en manos de los indios, Camila es enviada a la frontera porque
encubre a su hermano quien cometió un delito. La lealtad familiar se antepone a
cualquier otra pero si en el caso del melodrama esto arroja a Camila a la inclemencia
de la frontera, en el caso de Castro se integra perfectamente con los objetivos
nacionales y militares. Cuando más nos acercamos a la frontera, los conflictos se
presentan más nítidos y comprometen menos la intimidad de los protagonistas (los
personajes secundarios, es decir los gauchos, en cambio, viven la soledad sexual con
una debilidad de la que su jefe carece). Sin embargo, el reconocimiento del amor
nunca se produce y Camila sólo se da cuenta que Castro la amaba una vez que él
muere por un enfrentamiento con los indios. La victoria de Castro consiste en que
consigue volver con la cabeza de Huincul y con las dos muerte violentas (la de él y la
de Huincul) funda un nuevo orden en el que el padre malo deja lugar al Comandante
Chávez, el padre bueno. Su muerte es necesaria y es la que permite la existencia de ese
nuevo mundo. Castro es cruel y déspota pero cumple con lo que promete (lo opuesto
de la traición): “¿Huincul? ¡Algún día lo traeré! ¡Pero de las cerdas y chorreando
sangre del cogote!” (Manzi 1976: 22). La injuria traza la frontera: estigmatiza al otro y
lo arroja a la zona de lo indeseable. Entre todas las ambigüedades que pueden marcar
su existencia, el insulto supone, de todos modos, que existen mundos incompatibles,
sin zonas grises.

La resolución final del conflicto hace converger lealtad familiar melodramática y


paternalismo político. Chávez, el reemplazante de Castro, se dirige a los soldados
cariñosamente y les dice: “No quiero que vean en mi a un Jefe sino a un padre”
(Manzi 1976: 37). Seguramente, los manifestantes que se dirigían a la plaza ese 17 bde
octubre no acudirían al cine a ver Pampa bárbara, sin embargo, si lo hubiesen hecho,
hubiese podido percibir, de un modo indefinible, que muchas de las cosas que
escucharon en la sala de cine se asemejaban a otras frases que les decían desde el
balcón de la plaza.

NOTAS
(1) Las películas más conflictivas fueron La cabalgata del circo (1945) de Mario
Soffici y El fin de la noche (1943) de Alberto de Zavalía. En la primera, la actuación
de Eva Duarte es el único motivo que explica las bombas incendiarias que explotaron
en los baños del cine Gran Palace la noche del estreno (Maranghello 2002: 140). La
segunda, con otra actriz (Libertad Lamarque), fue prohibida por el gobierno por su
carácter abiertamente pro-aliado.
(2) Por eso no hay una paradoja en el hecho de que el peronismo no haya fomentado el
cine histórico sino que más bien lo haya atacado. Ni siquiera los festejos por el
centenario de San Martín suscitan una película. Frente a la decena de films históricos
que se hacen en el quinquenio 1940-1945, hay que contabilizar dos durante la época
del peronismo (utilizo el CD-Rom de la Cinemateca Argentina).
(3) Esta vejez del libro está mostrada, de cierta manera en la película que se inicia con
un plano del libro lleno de polvo y que debe ser desempolvado para ser leído.
un plano del libro lleno de polvo y que debe ser desempolvado para ser leído.
(4) La guerra gaucha ni siquiera puede ser considerado un film nacionalista en el
contexto en el que fue realizado, esto es, en tiempos de la crisis mundial y nacional de
principios de los años cuarenta. El prócer más importante es la historia es Belgrano
cuya carta impulsa al personaje de Ángel Magaña –un soldado realista– a pasarse de
bando.
(5) Ricardo Rojas había expresado en un medio gráfico que “ni el cine ni las revistas
bataclánicas” podían ser consideradas “dos formas teatrales que no son arte dramático
desde el punto de vista literario” (MF, p.337). En respuesta, los martinfierristas
argumentan que “eso sería como juzgar la literatura argentina al tenor de las novelitas
semanales que nos infestan [...El cine] se explica y justifica por sí mismo. Como arte”.
(6) Es conocida la amistad de Victoria Ocampo con Sergei Eisenstein a quien trató de
traer a Buenos Aires poco antes de que éste finalmente eligiera México, después de las
dificultades que tuvo en EEUU. “Y por fin, ¡por fin! –escribe Eisenstein en sus
memorias– Ante mis ojos yace el tan deseado telegrama: una invitación desde Estados
Unidos para ir a Argentina y dar un par de conferencias en… Buenos Aires. ¡Por fin!
Y ni siquiera viajo para darlas” (1988: 265-266). En las memorias de Victoria Ocampo
se transcriben las cartas que se enviaron. También es conocida la predilección de
Victoria Ocampo por el cine italiano (Visconti y Rossellini) y por Lawrence Olivier.
En cuanto a los realizadores argentinos, se sintió inclinada por aquellos más próximos
como Saslavsky o Zavalía a quien defendió en una reseña.
(7) Entre las películas exhibidas por Fondane en Amigos del Arte durante agosto de
1929 se encuentran Le retour à la raison (1923), Emak-bakia (1926) y L’étoile de mer
(1928) de Man Ray, Entr’acte (1924, 22 minutos) de René Clair y La coquille et le
clergyman (1928) de Germaine Dulac. Alberto Cavalcanti: Rien que les heures (1926,
40 minutos)
(8) Para un análisis del género épico en el cine de esos años, puede leerse el texto que
Ana Laura Lusnich escribió para España 2000: 346-398. Los prisioneros de la tierra
inicia un cine social que tendría pocas relaciones con el cine épico de las AAA aunque
su presencia no fuera menos indeleble. Halperín Donghi observa que, con la película
de Soffici, “el cine nacional había buscado por primera vez, y con inmenso éxito,
interesar a un público de masas en los problemas de esa hora argentina, había dejado
grabadas en la memoria de ese público imágenes inolvidables de una “historia de
sangre, de crímenes, de castigos” perpetrados contra los trabajadores del yerbal”
(2003: 181).
(9) Basado en revistas de la época, Maranghello proporciona las siguientes cifras: “la
filmación completa costó 270 mil pesos de aquella época […] La película cubrió su
costo exclusivamente con las 17 semanas que permaneció en el Ambassador. Con
publicidad incluida, costó algo más de trescientos mil pesos […] El film hizo cifras
astronómicas: en la primera semana, y a tres pesos la platea produjo 50.000 pesos”
(2002: 49, 58, 71)
(10) Con respecto a la ideología del Ford de esos años, es importante señalar que del
mismo año de La diligencia es Young Mr.Lincoln, con Henry Fonda (un canto al
espíritu cívico americano) y de un año después, Viñas de ira, basada en Steinbeck y
también con Fonda (uno de los testimonios más intensos de la situación de los
trabajadores de los viñedos de California y un ejemplo de cine social). Fue después de
la Segunda Guerra, que Ford comenzó a hacer filmes más conformistas desde el punto
de vista ideológico.
(11) Quien mejor entendió esto en el cine argentino fue, sin duda, Leonardo Favio con
su adaptación de Juan Moreira.
(12) Carlo Mayo, un estudioso de la frontera argentina del siglo XIX, refuta todas las
ideas que ven en la frontera argentina un trazado de límites claros y sostiene por el
contrario, que ésta es “porosa y abierta” y que los intercambios económicos, culturales
y lingüísticos son mucho más frecuentes de lo que la tradición historiográfica tiende a
admitir (1999: 96, 101).
(13) “Calún gangué (Negrada)” es la única letra que Manzi compuso para el film y
tiene música de Lucio Demare: “La piel de color moreno, / el pelo color carbón… / Y
en lo oscurito del pecho / donde duermen los recuerdos, / colorado el corazón…!”
(Manzi 2000: 354).
(14) Juan Sapelli, el actor que encarna a Juan Padrón había interpretado también, en
películas anteriores, a los personajes de Juan Moreira y a Juan Cuello.
(15) El guión no abunda mucho en los motivos que pudiera tener el hermano para
matar al “sereno Mejías” (58) pero parece haber móviles políticos (finalmente, el
hermano logra exiliarse). Tampoco hay que descartar un toque político en el nombre
de la heroína, el mismo de una de las víctimas más sonadas del rosismo.
(16) “El hacendado Néstor Patrón Cos¬tas —hermano de Robustiano, el senador—,
nos brindó su colaboración y envió a todos sus peones de a caballo, para que hicieran
de extras; nos facilitó a gauchos au¬ténticos. Y tan auténticos que, cuando aquella
gente recibió el aviso: “De parte de Patrón Costas, tienen que bajar a Salta para hacer
La guerra gaucha”, se despidie¬ron de sus familias, convencidos de que se trataba de
una guerra verdadera, puesto que ignoraban qué era el cine. Y se llevaron sus propias
armas, además de un caba¬llo de tiro cada uno” (citado en Maranghello 2002: 52).
(17) Es posible que en este texto furiosamente antirrosista haya pesado la vinculación
entre la recuperación del caudillo y los grupos de derecha fascista. En 1934, Manzi
había compuesto “Juan Manuel (Milonga federal)” con música de Sebastián Piana
(Manzi 2000: 114).
* Gonzalo Aguilar es investigador de CONICET. Ha sido docente en la Facultad de
Filosofía y Letras (UBA) y en la Universidad del cine y profesor visitante en Stanford
y en Harvard (USA). En el 2000, obtuvo su doctorado en la Universidad de Buenos
Aires y en el 2005 recibió la beca Guggenheim. En la actualidad, dicta cursos de
posgrado en las Facultades de Ciencias Sociales y Filosofía y Letras de la UBA .
También se ha desempeñado en el ámbito de la crítica literaria donde publicó libros
sobre Oswald Andrade y Gregorio de Matos, antologías sobre literatura brasileña y
poesía concreta. En el ámbito del cine publicó El cine de Leonardo Favio junto con
David Oubiña y Lautaro Murúa. Participó en los tomos correspondientes al período de
1958-1983 de Historia del cine argentino coordinados por Claudio España y editados
por el Fondo Nacional de las Artes. También publicó Otros mundos. Un ensayo sobre
el nuevo cine argentino (Santiago Arcos editor, 2006) y Poesía Concreta Brasileña:
las vanguardias en la encrucijada modernista, traducidos a varios idiomas.

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