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Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Entre otras cosas, la interpretación
necesita excluir Su mejor alumno, film de 1944 que contaba la relación de Sarmiento
con su hijo Dominguito y que fue uno de los grandes éxitos de Artistas Argentinos
Asociados. Tampoco este film fue ajeno a los avatares de la política: a pedido de los
gobernantes de ese entonces (entre los que se encontraban Perón), Su mejor alumno
fue exhibida con motivo del acto que se hizo para socorrer a las víctimas del terremoto
la catástrofe de San Juan (2). Nada tampoco lleva a pensar que en ese entonces el
emergente peronismo o el régimen gobernante tuvieran una idea tan clara del pasado
histórico que los llevara a pensar que la figura de Sarmiento fuera motivo de repulsa o
que el mismo Manzi considerara que se trataba de una figura a la que había que
defenestrar para reivindicar a Rosas. La idea de que la apología de Sarmiento
contrariaba la ideología de Manzi (Aníbal Ford (1971: 94) afirma que para escribir
este guión tuvo que “dejar su revisionismo en casa”) parece más un deseo de los
revisionistas que una descripción de lo que realmente sucedió. Si esto fuera verdadero,
¿cómo explicar entonces el antirrosismo rabioso del manifiesto de Pampa bárbara,
escrito especialmente por Manzi para acompañar al film? ¿O cómo entender la
adaptación de un libro de Leopoldo Lugones? La elección de recurrir a Lugones, a
solo cuatro años de su muerte y cuando su legado todavía estaba en discusión, no debe
ser entendida en términos ideológicos estrictos: lo que en la literatura y política podía
ser motivo de disputa, en los medios masivos entraba en una zona lábil, en la que las
adscripciones solían tener otro tipo de espesor. A nadie se le escapaba, y menos a Petit
de Murat que había participado en la revista de vanguardia Martín Fierro, que La
guerra gaucha adolecía de acción a la vez que contaba con una retórica demasiado
artificial (3). Según Petit de Murat: adaptar a Lugones “era un disparate, porque esas
páginas son las más ilegibles, tediosas y anticinematográficas que pueda pensarse.
Pero Homero me convenció diciéndome: ‘Mirá, la obra nadie la leyó ni la leerá, pero
Lugones es prestigioso e importante’” (Maranghello 2002: 35). Todo esto indica que
las relaciones entre cine y política ni eran inmediatas ni admiten una lectura directa,
esto es, eliminando la refracción del mundo del cine de ese entonces (4).
Las relaciones entre el cine y la literatura, o entre la gente de cine y los escritores, no
habían sido del todo fecundas en nuestro país. No es que existiera lo que Andreas
Huyssen denominó “the great divide”, sino más bien que las narraciones del cine ya
parecían hechas de antemano y no tenía mucho sentido convocar a hombres que
pusieran todo su oficio en buscar un nuevo lenguaje. Los acercamientos de escritores
al cine eran más bien en calidad de espectadores y aun los vanguardistas, que tenían el
conocido modelo de sus pares europeos, hicieron un tímido acercamiento al séptimo
arte cuyo único resultado visible fue el número especial que le dedicó la revista Martín
Fierro. En un número insípido, los martinfierristas polemizaron con las declaraciones
que Ricardo Rojas había hecho contra el cine, pero no tuvieron nada concreto para
ofrecer en términos de creación o producción (5).
Tal vez eran necesarios escritores que tuvieran una relación más fluida con el gran
público, que estuvieran más adiestrados en el arte de componer historias entretenidas y
que estuvieran dispuestos a escribir a cambio de dinero. Pero aun cuando se dan todas
estas condiciones, como en los casos de Horacio Quiroga o Roberto Arlt, todos los
intentos se reducen a proyectos inacabados o a reseñas amargas e irónicas.
Horacio Quiroga, quien ejerció la crítica de cine, sólo llegó a escribir cuentos con
temas cinematográficos. Armó una productora junto a su amigo Arturo Mom, el
director de Monte criollo y Palermo, dos de los mejores filmes de la década del
treinta, pero todo quedó en la nada. En varias ocasiones, el escritor uruguayo se quejó
de los productores por su temor de entregar las historias “a escritores de profesión”
(Quiroga 1997: 203). En su ensayo “El cine nacional” (El Hogar, 8 de junio de 1928),
Quiroga sostiene que “el gusto de este público –el de la metrópoli, por lo menos–,
Quiroga sostiene que “el gusto de este público –el de la metrópoli, por lo menos–,
llega hoy a un nivel que ninguna cinta nacional puede atreverse a desafiar, so pena de
ser acogida con risas sin fin” (Quiroga 1997: 204).
Roberto Arlt había escrito unas agudas crónicas sobre cine en el diario El Mundo
(recopiladas en Arlt 1997) pero cuando Petit de Murat se acercó con la idea de hacer
una película sucedió lo siguiente:
Yo lo llamé al cine a Roberto Arlt. Yo tenía una idea: tomé mi automóvil, lo llevé a
Roberto hasta San Isidro y le dije: “Mirá. Me parece muy adecuado el desafío que
propone esta parte alta, me parece simbólico, con la casa de los Beccar Varela y la
casa de los Ocampo, abajo una draga que avanza y horada dos metros por día”.
Propusimos un romance entre una muchacha de la clase alta y no sé qué arenero,
mecánico o algo así. Sería una cosa muy linda ahora. El se entusiasmó con eso: “Yo
lo escribo; vos, despreocupáte”. Me citó después en un café de Flores: “Che, Petit, ya
tengo el asunto”. Estábamos en la vereda y sacó la cosa más curiosa: yo quedé
espantado, porque allí, escrito en papeles sucesivos, plegados de tal manera que
venían en un rollo, como si ya fuera el rollo del celuloide. Eso ya me pareció una
locura increíble. Cuando empezó a leer el argumento… ¡Hubiera sido ideal de alguna
cosa de Leopoldo Torre Nilsson después: de entrada había un incesto, dos estupros,
un jorobadito… era espantoso! Y era justamente la época del “cine rosa”; no se
hubiera podido filmar de ninguna manera (en AA.VV. 1978: 76).
Pero tal vez Roberto Arlt no estaba tan equivocado: la única manera en que un escritor
tenía posibilidades de entrar al mundo del cine era trayendo algo que no se pudiera
filmar.
En la revista Sur la distancia con el cine era similar. La revista publicaba a menudo
artículos sobre cine y tanto Borges como María Luisa Bombal recibieron con elogios
las primeras películas de Luis Saslavsky, amigo de Victoria Ocampo y ocasional
colaborador de la revista (6). En 1937, Borges escribe una apología de La fuga que
comienza con una profesión de fe cosmopolita: “Hago esta confesión liminar para que
nadie achaque a turbios sentimientos patrióticos esta vindicación de un film argentino.
Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio
cuando es de elaboración nacional, me parece un absurdo” (Borges 1999: 191). Dos
años después, a propósito del estreno de Puerta cerrada, María Luisa Bombal publica
en la misma revista una excelente reseña del film en la que defiende la cursilería del
melodrama de Saslavsky: los espectadores –y es de suponer que ironiza sobre los
lectores y colaboradores de la revista– “son tan cursis que no se atreven a complacerse
en lo cursi de miedo, sin duda, de mostrar hasta qué punto son congénitamente cursis”
(Bombal 1939: 78). En una defensa del tratamiento convencional de las convenciones,
una escritora como Bombal puede apreciar como espectadora lo que nunca, como
narradora, hubiese llevado a cabo en sus propios relatos.
Nada muestra mejor esta distancia insalvable entre el cine y la literatura, en esos años,
que una crítica que hizo Saslavsky sobre su propia película: “Crimen a las tres: Una
película de valores desiguales”. En un curioso desdoblamiento, Saslavsky critica sin
piedad su propia película en tercera persona y utiliza la perspectiva de una revista
literaria para defenestrar el film.
Hubo otro escritor, esta vez un extranjero, que también incursionó en el cine argentino
también con poca fortuna. Se trata del poeta franco-rumano Benjamin Fondane, que
fue invitado por Victoria Ocampo en 1929 a Buenos Aires para hacer la primera
exhibición de cine de vanguardia (7). Durante los años treinta, Fondane trató de
seducir a Victoria Ocampo con la idea de escribir juntos un guión sobre Don Segundo
Sombra pero por falta de apoyo debió desistir de la idea. Terminó haciendo otro film,
titulado Tararira, que si bien no era imposible de hacer (llegó a terminarse), los
productores se negaron a estrenar (actualmente se haya perdido).
Si la escritura en el cine de esos años era imposible, ¿quiénes fueron entonces los
escritores que hicieron los guiones de cine? Entre los primeros guionistas
profesionales del cine hay que incluir a los dúos Sixto Pondal Ríos-Carlos Olivari y
Ulyses Petit de Murat-Homero Manzi. Autores provenientes de diferentes sectores de
la cultura masiva (libretos radiofónicos, letras de tango, comedias teatrales,
periodismo cultural) fueron los más diestros para insertarse en una industria que
pretendía continuar y ampliar la sociedad del espectáculo. Y para esto no necesitaban
dialogar con la literatura que se estaba produciendo en ese momento sino recuperar
una literatura que las vanguardias ya habían convertido en algo del pasado. En este
caso, es interesante que Soffici le haya encomendado la adaptación de Horacio
Quiroga a Ulyses Petit de Murat quien había pertenecido marginalmente al grupo
martinfierrista y que por esos años trabajaba en el suplemento cultural de Crítica. La
elección de los relatos de Quiroga parecía más atinada que la que hicieron poco
después los actores de Artistas Argentinos Asociados: La guerra gaucha de Leopoldo
Lugones. Otra vez Petit de Murat (quien se había mostrado como un hábil y aplicado
artesano) junto al indisciplinado Homero Manzi fueron los encargados de adaptar
alguno de los relatos del libro de Lugones para la pantalla gigante.
Fue en las tertulias realizadas en el café de El Ateneo que podían cruzarse escritores y
artistas del cine y fue también allí que comenzaron a pergeñar los primeros proyectos
que después se concretarían con la creación de Artistas Argentinos Asociados.
Además de Petit de Murat y Manzi, también Raúl González Tuñón o Cayetano
Córdova Iturburu frecuentaban el lugar y llegaron a proponer algunas ideas. Sin
embargo, no se trataba solamente de charlas alrededor de la mesa de café sino de
dedicarle tiempo a un oficio tan poco rentable material y simbólicamente como el de
guionista de cine. Tal vez por estar más acostumbrados al trabajo por encargo y en las
sombras, tal vez por ver en el cine un campo lleno de promesas, fueron Manzi y Murat
quienes se arriesgaron y decidieron invertir su tiempo en la empresa ambiciosa de
quienes, hasta ese entonces, sólo eran actores de éxitos y no empresarios.
La apuesta, de todos modos, tuvo sus resultados y en 1944, Petit y Manzi se habían
convertido en los guionistas mejor pagados del medio con un contrato en exclusiva
con Artistas Argentinos Asociados. “Se comprometían a escribir un guión por
semestre –cuenta Maranghello–. Dicho libro podía ser original o adaptado de obras
cuyos derechos hubieran pasado al dominio público […] Asociados les abonaría, por
los seis libros, 288.000 pesos, pagaderos en 36 cuotas de ocho mil pesos cada una”
(2002: 123). A la vez que el cine se volvía un lugar posible de escritura también se
convertía en un trabajo: una tarea menos vinculada a los impulsos del deseo que a las
demandas de una industria cada vez más poderosa. La dedicación al cine pasaba
entonces por ser más similar a la de una fábrica glamorosa que a la creación literaria.
Con Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat, los actores del grupo inicial (Francisco
Petrone, Enrique Muiño, Elías Alippi -muerto en 1942-, Sebastián Chiola y Ángel
Magaña) se propusieron llevar a cabo la fundación de un cine de mayor calidad pero
no por eso menos popular. Después de sus intentos en el cine social (la vida en los
yerbatales en Prisioneros de la tierra y la historia vagamente inspirada en el
anarquista Di Giovanni de Con el dedo en el gatillo), Manzi y Murat se propusieron
una empresa mucho más ambiciosa: la creación de un género nacional basado en
fuentes históricas (8). Eran los años en que el cine norteamericano seguía ganando
mercados y le daba forma a un género que atraía multitudes: el western. El estreno de
La diligencia (1939) de John Ford –para elegir al director preferido de Lucas Demare
y una película que los guionistas y actores seguramente vieron– lograba lo que pocas
películas habían hecho hasta ese entonces: interés narrativo, pericia actoral,
películas habían hecho hasta ese entonces: interés narrativo, pericia actoral,
virtuosismo técnico y la confirmación de que se estaba frente a un género que había
logrado sintetizar las líneas básicas del imaginario norteamericano. El cine podía ser
un medio excelente para la definición de una identidad nacional a la vez que crecía el
circuito de aquello que Renato Ortiz denominó “cultura internacional-popular” y que
hallaba en el cine uno de los medios más fuertes de desterritorialización (Ortiz 1994:
112-115). La guerra gaucha intentó participar en el mismo circuito aunque, pese a la
sucesión de éxitos, las películas de Actores Argentinos Asociados no lograron instituir
un género con el vigor y la continuidad del norteamericano (9). De hecho, durante el
peronismo casi no se hicieron películas de ese género y Pampa bárbara puede
considerarse el eslabón postrero de una serie sin descendencia.
El héroe de La diligencia se llama Ringo Kid y está caracterizado por el joven John
Wayne (10). Su presentación en escena es uno de los momentos cumbres del cine: el
grupo de la diligencia (uno de los temas de Ford: el grupo que se cohesiona frente a
una amenaza exterior) se encuentra con él en un recodo del camino. Wayne es tomado
levemente en contrapicado y con una rara luz que lo convierte en una aparición
providencial. Sin embargo, a medida que avanza el film, el espectador se entera que
Ringo, en realidad, es un hombre buscado por la ley por haber vengado a su hermano.
El sheriff, pese a que comprende los motivos que llevaron a Ringo al delito y a que
admira su valentía al salvar a los viajeros de la diligencia, no tiene otra alternativa que
detenerlo. Como sostienen Astre y Hoarau, en La diligencia se inscribe “en filigrana”
un tema innovador: “la oposición existencial entre el hombre de la ley y el fuera de la
ley” (1986: 225), pero con el atractivo de que quien está fuera de la ley es un personaje
íntegro (11).
El héroe de Pampa bárbara es alguien no menos rudo que Wayne: Francisco Petrone
encarna al Coronel Hilario Castro en el fortín de la Guardia del Toro. La historia
comienza cuando logra detener a tres desertores, a los que somete a un duro castigo, y
termina con su muerte, después de haber vengado al cacique Huincul, quien había
matado a su madre y hermana. Hilario Castro es un militar de “mano de fierro” (Manzi
1976: 23) cuyos enemigos son los indios y los traidores, los gauchos que se pasan a las
tolderías. Al principio es resistido por los soldados por su férrea disciplina, pero
finalmente éstos comprenden que ésa es la única manera de enfrentar a los salvajes y
la película termina con él muriendo mientras levanta la cabeza cortada de Huincul de
las cerdas tal como había prometido (Castro: “¡Sólo una espada sin piedad puede
contener a los indios y a los traidores…!”, Manzi 1976: 154). Como respuesta los
contener a los indios y a los traidores…!”, Manzi 1976: 154). Como respuesta los
soldados gritan: “¡Vivan los machos de la Guardia del Toro!” (Manzi 1976: 217). Con
su muerte, Castro funda un nuevo orden: se hunde con la ley primitiva que había
sostenido como modo de guerrear a los indios (el diente por diente) y deja paso a la
civilización que lleva con los nuevos militares, más civilizados y dispuestos a
consentir la presencia de mujeres para que los “machos” puedan desahogarse.
Mientras en La diligencia el conflicto es inherente a la aplicación de la ley, Pampa
bárbara postula la necesidad de suspender la ley para dar paso a la civilización.
Esta breve comparación permite extraer aquello que diferencia ambas propuestas: la
presencia de la ambigüedad. El film de Ford pone a la ambigüedad en su centro (en el
personaje de Ringo Kid) y a partir de ahí desarrolla los diferentes conflictos
dramáticos. Para Pampa bárbara, en cambio, la ambigüedad es el enemigo. En el
único caso en que ésta se presenta (en el personaje de Camila, que no se sabe por qué
encubre a un criminal), se devela hacia el final que se trataba de su hermano por lo que
termina convirtiéndose en una suerte de Antígona del rosismo y se justifica su
negativa a delatarlo (15). A tal punto la frontera está concebida como algo estático,
que no hay ningún indio que se convierta en personaje en Pampa bárbara: o son
grupos a contraluz vistos a distancia o es la cabeza degollada de Huincul que levanta
Castro para delicia de sus compañeros de armas. En Pampa bárbara el único indio que
aparece es un indio muerto. La diligencia, en cambio, se sirve de la belleza de un
rostro indio para iniciar la historia (se trata de un traidor a su tribu). No se trata de
sugerir con este razonamiento que la matanza y persecución de los indios en
Norteamérica fue menos cruenta que en Argentina (en realidad, ambos países no
tienen nada que envidiarse) sino que difiere el modo en que ambas cinematografías
imaginaron ese pasado
.
William Hart, uno de los creadores del western, declaró en 1916 que “hace sólo una
generación más o menos que, virtualmente, este país era frontera… De donde resulta
generación más o menos que, virtualmente, este país era frontera… De donde resulta
que el espíritu de ésta es inherente a la ciudadanía americana” (citado en Astre 1986:
22). Y a fines del siglo XIX, el historiador F.J. Turner había sentado las bases teóricas
para pensar el pasado norteamericano como una historia de frontera. El cine
norteamericano, continuando el éxito masivo de las historias del Oeste, se hizo cargo
de ese legado y para pensar el acto de fundación de la nación no recurrió a las guerras
de independencia del siglo XVIII (casi no hay filmes importantes sobre ese período)
sino a la guerra de secesión (con los dos hitos de El Nacimiento de una Nación de
Griffith y Lo que el viento se llevó de Fleming) y, profusamente, a las historias de
frontera. A su vez esta historia, menos sujeta a una épica lineal y documentada,
permitió hacer tratamientos de temas del presente (así High Noon de Fred Zinnemann
o Johnny Guitar de Nicholas Ray pueden leerse como alegorías del maccarthysmo).
La noción de frontera entonces, en este imaginario, tiene una plasticidad y una
ambigüedad que permite el juego de variaciones y perspectivas que mantiene al
género.
La figura heroica del cowboy, entonces, no era sustituida por la del gaucho sino por la
del militar. Esta invocación al ejército como agente de esta gesta épica (“¡También es
Patria lo que no tiene estatua!” es la última frase del film) debe ser leída en
confluencia con una serie de elementos históricos, tecnológicos y políticos. La guerra
gaucha se estrenó el 20 de noviembre de 1942 cuando el gobierno de Castillo se
mantenía en el poder a duras penas, a través del fraude y las intervenciones
provinciales. El senador conservador salteño Patrón Costas, que había colaborado con
gauchos de su estancia para la realización del film, había sido ungido como candidato
a sucederlo en el poder. Sin embargo, el golpe militar de 1943 echó por tierra sus
aspiraciones y modificó el panorama político, aunque los productores seguían
sintiendo la misma necesidad del apoyo oficial. Su mejor alumno se estrenó el 22 de
mayo de 1944 y fue proyectado en varios actos, incluido el que se hizo en apoyo a las
víctimas del terremoto de San Juan. Finalmente, como ya dijimos, Pampa bárbara se
estrenó el 9 de octubre de 1945, poco antes de la fecha que marcaría la historia
argentina. Para acentuar esta cercanía con las fechas políticas, hay que señalar que
esos años son, a causa de las relaciones con Estados Unidos, los de la crisis de la
película virgen y que la necesidad de acudir a las autoridades para conseguir ayuda y
prebendas se hacía inevitable. Más aun teniendo en cuenta que las películas del sello
se proponían como grandes producciones y trabajan con temas (las milicias) que
exigían una participación o un asesoramiento del ejército. Los prolegómenos de estas
tres películas estuvieron jalonados por visitas a la casa de gobierno y negociaciones
con la gente del poder. Si Patrón Costas ofreció varios de sus peones como extras de
La guerra gaucha, el ejército ofreció sus instalaciones de Campo de Mayo para la
realización de las batallas (16). Como Argentina era neutral y no había mandado
tropas al frente, los militares podían solazarse por lo menos con una buenas guerras de
ficción.
Esto no implica, de todos modos, que el cine en su conjunto estuviese trabajando para
el ascenso del coronel Perón. No se trata de un cine propagandístico sino de una zona
apolítica pero en la que se movían las pasiones de las masas que, paradójicamente,
eran centrales para la política. Basta comparar los discursos de Muiño en Su mejor
alumno con otros de Evita o de Perón para ver cómo se tocaban justamente en una
zona de gran convocatoria que no se puede denominar política en un sentido
ideológico. Uso político de lo apolítico, el cine de esos años también ayudó en la
invención de un pueblo o, para decirlo con las palabras de Sarmiento-Muiño: “¡Los
vacíos que hay en mi corazón los llenaré con el amor de mi pueblo!”.
NOTAS
(1) Las películas más conflictivas fueron La cabalgata del circo (1945) de Mario
Soffici y El fin de la noche (1943) de Alberto de Zavalía. En la primera, la actuación
de Eva Duarte es el único motivo que explica las bombas incendiarias que explotaron
en los baños del cine Gran Palace la noche del estreno (Maranghello 2002: 140). La
segunda, con otra actriz (Libertad Lamarque), fue prohibida por el gobierno por su
carácter abiertamente pro-aliado.
(2) Por eso no hay una paradoja en el hecho de que el peronismo no haya fomentado el
cine histórico sino que más bien lo haya atacado. Ni siquiera los festejos por el
centenario de San Martín suscitan una película. Frente a la decena de films históricos
que se hacen en el quinquenio 1940-1945, hay que contabilizar dos durante la época
del peronismo (utilizo el CD-Rom de la Cinemateca Argentina).
(3) Esta vejez del libro está mostrada, de cierta manera en la película que se inicia con
un plano del libro lleno de polvo y que debe ser desempolvado para ser leído.
un plano del libro lleno de polvo y que debe ser desempolvado para ser leído.
(4) La guerra gaucha ni siquiera puede ser considerado un film nacionalista en el
contexto en el que fue realizado, esto es, en tiempos de la crisis mundial y nacional de
principios de los años cuarenta. El prócer más importante es la historia es Belgrano
cuya carta impulsa al personaje de Ángel Magaña –un soldado realista– a pasarse de
bando.
(5) Ricardo Rojas había expresado en un medio gráfico que “ni el cine ni las revistas
bataclánicas” podían ser consideradas “dos formas teatrales que no son arte dramático
desde el punto de vista literario” (MF, p.337). En respuesta, los martinfierristas
argumentan que “eso sería como juzgar la literatura argentina al tenor de las novelitas
semanales que nos infestan [...El cine] se explica y justifica por sí mismo. Como arte”.
(6) Es conocida la amistad de Victoria Ocampo con Sergei Eisenstein a quien trató de
traer a Buenos Aires poco antes de que éste finalmente eligiera México, después de las
dificultades que tuvo en EEUU. “Y por fin, ¡por fin! –escribe Eisenstein en sus
memorias– Ante mis ojos yace el tan deseado telegrama: una invitación desde Estados
Unidos para ir a Argentina y dar un par de conferencias en… Buenos Aires. ¡Por fin!
Y ni siquiera viajo para darlas” (1988: 265-266). En las memorias de Victoria Ocampo
se transcriben las cartas que se enviaron. También es conocida la predilección de
Victoria Ocampo por el cine italiano (Visconti y Rossellini) y por Lawrence Olivier.
En cuanto a los realizadores argentinos, se sintió inclinada por aquellos más próximos
como Saslavsky o Zavalía a quien defendió en una reseña.
(7) Entre las películas exhibidas por Fondane en Amigos del Arte durante agosto de
1929 se encuentran Le retour à la raison (1923), Emak-bakia (1926) y L’étoile de mer
(1928) de Man Ray, Entr’acte (1924, 22 minutos) de René Clair y La coquille et le
clergyman (1928) de Germaine Dulac. Alberto Cavalcanti: Rien que les heures (1926,
40 minutos)
(8) Para un análisis del género épico en el cine de esos años, puede leerse el texto que
Ana Laura Lusnich escribió para España 2000: 346-398. Los prisioneros de la tierra
inicia un cine social que tendría pocas relaciones con el cine épico de las AAA aunque
su presencia no fuera menos indeleble. Halperín Donghi observa que, con la película
de Soffici, “el cine nacional había buscado por primera vez, y con inmenso éxito,
interesar a un público de masas en los problemas de esa hora argentina, había dejado
grabadas en la memoria de ese público imágenes inolvidables de una “historia de
sangre, de crímenes, de castigos” perpetrados contra los trabajadores del yerbal”
(2003: 181).
(9) Basado en revistas de la época, Maranghello proporciona las siguientes cifras: “la
filmación completa costó 270 mil pesos de aquella época […] La película cubrió su
costo exclusivamente con las 17 semanas que permaneció en el Ambassador. Con
publicidad incluida, costó algo más de trescientos mil pesos […] El film hizo cifras
astronómicas: en la primera semana, y a tres pesos la platea produjo 50.000 pesos”
(2002: 49, 58, 71)
(10) Con respecto a la ideología del Ford de esos años, es importante señalar que del
mismo año de La diligencia es Young Mr.Lincoln, con Henry Fonda (un canto al
espíritu cívico americano) y de un año después, Viñas de ira, basada en Steinbeck y
también con Fonda (uno de los testimonios más intensos de la situación de los
trabajadores de los viñedos de California y un ejemplo de cine social). Fue después de
la Segunda Guerra, que Ford comenzó a hacer filmes más conformistas desde el punto
de vista ideológico.
(11) Quien mejor entendió esto en el cine argentino fue, sin duda, Leonardo Favio con
su adaptación de Juan Moreira.
(12) Carlo Mayo, un estudioso de la frontera argentina del siglo XIX, refuta todas las
ideas que ven en la frontera argentina un trazado de límites claros y sostiene por el
contrario, que ésta es “porosa y abierta” y que los intercambios económicos, culturales
y lingüísticos son mucho más frecuentes de lo que la tradición historiográfica tiende a
admitir (1999: 96, 101).
(13) “Calún gangué (Negrada)” es la única letra que Manzi compuso para el film y
tiene música de Lucio Demare: “La piel de color moreno, / el pelo color carbón… / Y
en lo oscurito del pecho / donde duermen los recuerdos, / colorado el corazón…!”
(Manzi 2000: 354).
(14) Juan Sapelli, el actor que encarna a Juan Padrón había interpretado también, en
películas anteriores, a los personajes de Juan Moreira y a Juan Cuello.
(15) El guión no abunda mucho en los motivos que pudiera tener el hermano para
matar al “sereno Mejías” (58) pero parece haber móviles políticos (finalmente, el
hermano logra exiliarse). Tampoco hay que descartar un toque político en el nombre
de la heroína, el mismo de una de las víctimas más sonadas del rosismo.
(16) “El hacendado Néstor Patrón Cos¬tas —hermano de Robustiano, el senador—,
nos brindó su colaboración y envió a todos sus peones de a caballo, para que hicieran
de extras; nos facilitó a gauchos au¬ténticos. Y tan auténticos que, cuando aquella
gente recibió el aviso: “De parte de Patrón Costas, tienen que bajar a Salta para hacer
La guerra gaucha”, se despidie¬ron de sus familias, convencidos de que se trataba de
una guerra verdadera, puesto que ignoraban qué era el cine. Y se llevaron sus propias
armas, además de un caba¬llo de tiro cada uno” (citado en Maranghello 2002: 52).
(17) Es posible que en este texto furiosamente antirrosista haya pesado la vinculación
entre la recuperación del caudillo y los grupos de derecha fascista. En 1934, Manzi
había compuesto “Juan Manuel (Milonga federal)” con música de Sebastián Piana
(Manzi 2000: 114).
* Gonzalo Aguilar es investigador de CONICET. Ha sido docente en la Facultad de
Filosofía y Letras (UBA) y en la Universidad del cine y profesor visitante en Stanford
y en Harvard (USA). En el 2000, obtuvo su doctorado en la Universidad de Buenos
Aires y en el 2005 recibió la beca Guggenheim. En la actualidad, dicta cursos de
posgrado en las Facultades de Ciencias Sociales y Filosofía y Letras de la UBA .
También se ha desempeñado en el ámbito de la crítica literaria donde publicó libros
sobre Oswald Andrade y Gregorio de Matos, antologías sobre literatura brasileña y
poesía concreta. En el ámbito del cine publicó El cine de Leonardo Favio junto con
David Oubiña y Lautaro Murúa. Participó en los tomos correspondientes al período de
1958-1983 de Historia del cine argentino coordinados por Claudio España y editados
por el Fondo Nacional de las Artes. También publicó Otros mundos. Un ensayo sobre
el nuevo cine argentino (Santiago Arcos editor, 2006) y Poesía Concreta Brasileña:
las vanguardias en la encrucijada modernista, traducidos a varios idiomas.