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Clases y condiciones

particulares de penitentes

CONFERENCIA EPISCOPAL ECUATORIANA 1


1) CLASES PARTICULARES DE PENITENTES
En esta exposición no se pretende presentar todas las clases y condiciones
particulares de penitentes, sino sólo algunas que exigen una atención particular y un
esfuerzo mayor de parte de los sacerdotes confesores o directores espirituales.

a) Situaciones particulares de algunas penitentes: los ordenados in sacris


o de los religiosos.

Los ordenados in sacris o de los religiosos, para que sean admitidos a los
sacramentos no es suficiente la observancia de la abstinencia sexual, es necesario además
que ellos se dirijan a la competente autoridad eclesiástica, para someter su caso y pedir la
dispensa de las obligaciones o de los votos (en esto se puede señalar que la Penitenciaría
Apostólica puede conceder la dispensa en los casos ocultos de estos vínculos canónicos,
excluido el celibato).

En estas categorías de casos, caen también las personas que en buena fe ignoran
su situación objetiva: por ejemplo, convivientes afectados por un impedimento dirimente
no dispensable. Si la revelación de la anomalía de su situación podría causar escándalo, el
principio que se debe aplicar es el que los penitentes sean dejados en buena fe.

Una última consideración: ¿Cuál es la actitud del confesor frente al cónyuge


moralmente responsable del divorcio? En el Directorio de la Conferencia Episcopal
italiana (1993) que a continuación traduzco se dice que “para que pueda acceder a los
sacramentos el cónyuge que es moralmente responsable del divorcio pero que no se ha
vuelto a casar debe arrepentirse sinceramente y reparar concretamente el mal que ha
hecho”. En particular “debe informar al sacerdote que, no obstante haber obtenido el
divorcio civil, se considera verdaderamente unido frente a Dios por el vínculo matrimonial
y que vive separado por motivos moralmente válidos, especialmente por la inoportunidad
o también por la imposibilidad de retornar a la convivencia conyugal. En caso contrario, no
podrá ni recibir la absolución sacramental, ni la Comunión eucarística”1.

Me permito finalmente recordar que para admitir el acceso a los sacramentos el


sacerdote no puede seguir el propio gusto, sino que debe orientarse según los criterios

1 Cf. CEI, Direttorio di pastorale familiare per la Chiesa in Italia, 25 luglio 1993, n. 212.. E

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objetivos de la doctrina y de la vida de la Iglesia. Él es el que custodia y administra los
sacramentos de la Iglesia y no es el dueño de ellos. El Código de Derecho Canónico
recuerda que el confesor, como ministro de la Iglesia, en la administración del sacramento
de la Confesión debe adherir fielmente a la doctrina del magisterio de la Iglesia y a las
normas de la autoridad competente (cf. c. 978 § 2).

b) Personas consagradas

Un sector en el cual el Confesor ordinariamente debe demostrar un particular


esfuerzo es el que comprende los sacerdotes, los religiosos y los candidatos al sacerdocio
o a la vida consagrada. La actitud o comportamiento con tales personas que todo sacerdote
debe observar es el de justo juez y buen médico de espíritu. La dureza del confesor a veces
puede ser fatal para muchos. Es necesario ofrecer a todos los medios disponibles para
ayudarlos a enmendarse. Sería injusto y contraproducente reprocharlos por hechos que
en sí no son graves. Obviamente, si se trata de hábitos en materia leve, tratándose de
sacerdotes o religiosas, que están llamados a la perfección, no se puede omitir una llamada
de atención, que, en todo caso, no debe llegar a tener un tono apocalíptico jamás.

Frente a las personas consagradas que están sujetas a desórdenes morales


constantes y graves (subrayo: constantes y graves), si afloran tales motivaciones que hacen
pensar que han abrazado el estado religioso, o se han puesto en el camino al sacerdocio
por error o en condiciones tales que hubiera sido mejor desaconsejarles la elección, el
confesor, después de haber puesto todos los medios para obtener la enmienda, deberá
aconsejarle la posibilidad de la dispensa de los votos o del abandono de la vida eclesiástica.

Para acceder a las Sagradas Órdenes o a la vida religiosa es necesario tener la


certeza moral de que el candidato sea sólidamente virtuoso y, naturalmente, equilibrado
del punto de vista psicológico, como también desde el punto de vista de los principios
de la fe y de la virtud de la castidad. Obviamente la persona que con mucho esfuerzo
demuestra ser fiel al Magisterio de la Iglesia, o que habitualmente no logra mantenerse
fiel a la disciplina del celibato o al voto de castidad, muestra claramente que no posee
la idoneidad para el sacerdocio o para la vida consagrada. El confesor, por lo tanto, está
llamado a ejercitar con sabiduría su ministerio e indicar a esas personas los principios y
las normas que la Iglesia siempre ha propuesto. Vale la pena recordar las palabras que
San Juan Pablo II escribió en un Mensaje a la Penitenciaría Apostólica el 15 de marzo de

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2002: “El sacramento de la Penitencia es el instrumento principal para el discernimiento
vocacional. En efecto, para proseguir hacia la meta del sacerdocio es necesaria una virtud
madura y sólida, es decir, capaz de garantizar, dentro de lo que es posible en las cosas
humanas, una fundada perspectiva de perseverancia en el futuro. Es verdad que el Señor,
como hizo con Saulo en el camino de Damasco, puede transformar instantáneamente a un
pecador en santo. Sin embargo, ese no es el camino habitual de la Providencia. Por eso,
quien tiene la responsabilidad de autorizar a un candidato a proseguir hacia el sacerdocio
debe tener ‘hic et nunc’ la seguridad de su idoneidad actual. Si esto vale para cada virtud y
hábito moral, es evidente que se exige aún más por lo que respecta a la castidad, dado que,
al recibir las órdenes, el candidato estará obligado al celibato perpetuo”2.

En este aspecto, todo confesor y director espiritual no puede no tener presente


la Instrucción de la Congregación para la Educación Católica – publicada el 4 de noviembre
de 2005 – aprobada por el Santo Padre, sobre los criterios de discernimiento vocacional en
relación con las personas de tendencia homosexual con respecto a su admisión al seminario
o a las Sagradas Órdenes. En dicho documento se afirma claramente que la Iglesia, no
obstante respetar profundamente las personas con tales tendencias, no puede admitir al
seminario o a las Sagradas Órdenes aquellas personas que practican la homosexualidad
o presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o promueven la así
llamada ‘cultura gay’. Si se tratase, en cambio, de tendencias homosexuales que fuesen
sólo la expresión de un problema transitorio, como, por ejemplo, el de una adolescencia
todavía no terminada, ésas deberán ser claramente superadas al menos tres años antes de
la Ordenación diaconal.

La Instrucción arriba mencionada recuerda que corresponde al director espiritual


una tarea importante en el discernimiento de la idoneidad para la Ordenación. Aunque
vinculado por el secreto, representa a la Iglesia en el fuero interno. En los coloquios con
el candidato debe recordarle de modo muy particular las exigencias de la Iglesia sobre
la castidad sacerdotal y sobre la madurez afectiva específicas del sacerdote, así como
ayudarlo a discernir si posee las cualidades necesarias para el ministerio sacerdotal. Tiene
la obligación de evaluar todas las cualidades de la personalidad y cerciorarse de que el
candidato no presente desajustes sexuales incompatibles con el sacerdocio. Además se
afirma si un candidato practica la homosexualidad o presenta tendencias homosexuales

2 Cf. AAS 94 (2002) 678.

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profundamente arraigadas, su director espiritual, así como su confesor, tienen el deber de
disuadirlo en conciencia de seguir adelante hacia la Ordenación.

2) ALGUNAS CONDICIONES PARTICULARES DE PENITENTES


Al sacerdote no es raro que le pueda suceder, no sólo en el fuero sacramental
sino también en el no-sacramental, de tener que tratar situaciones que puedan presentar
aspecto de particular delicadez, es decir, fenómenos diabólicos reales o presuntos
(obsesiones, posesiones, vejaciones) o fenómenos místicos reales o presuntos.

a) Fenómenos diabólicos

A menos que no se trate de fenómenos psicopatológicos o parapsicológicos, en


tales casos será necesario, con la debida prudencia, invitar al sujeto a recurrir a médicos o a
otros expertos especialistas, que sean de formación católica (por ejemplo a un consultorio
médico diocesano). El confesor, cada vez que se presenten casos con apariencia diabólica
o de carácter sobrenatural, si no obstante un examen detenido se diera cuenta de no estar
en condiciones de analizar el problema, deberá invitar al penitente a acudir al Obispo
o a un exorcista autorizado o a otro confesor, o también podrá hacerse autorizar para
consultar a otros sacerdotes con más experiencia. Obviamente, en tal caso, no deberá
revelar jamás a hermano sacerdote la identidad del penitente. En todo caso, jamás deberá
atribuirse el rol de psiquiatra o de psicólogo.

b) Fenómenos místicos

El criterio o la clave de lectura para verificar la autenticidad sobrenatural de


los fenómenos que se presentan con características de índole mística, es la actitud de
obediencia y de docilidad del penitente con su confesor. Si el sujeto se muestra poco
dócil a la palabra del confesor (o del director espiritual), se puede estar seguro que
los fenómenos son efecto de presunción o frutos de la ilusión, vinculados a hechos
morbosos, como la histeria, los estados que siguen al síndrome maniaco-depresivo, la
arterioesclerosis, etc. Pero no se puede excluir ‘a priori’ que a veces se trate de auténticas
realidades sobrenaturales. En tales casos es necesario realizar un examen que requiere un
espacio de tiempo razonable. El confesor debe seguir la absoluta vigilancia. Son errados
una credulidad superficial o el escepticismo sistemático. Si no se siente en condiciones de

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pronunciarse, no debe avergonzarse de reconocer sus propios límites y aconsejar al sujeto
de ir a otro confesor con más competencia.

c) Los escrupulosos

Dado que el confesor no es un psicoterapeuta y que debe ser consciente de los


límites de su propia función, en relación con los escrupulosos debe tener una paciencia
ilimitada acompañada por una extrema benevolencia, pero también por una gran firmeza
y autoridad. Las confesiones de los escrupulosos son muy problemáticas. Obviamente
existen muchas clases de escrupulosos, que en esta ocasión omitiré analizar.

En la mente del escrupuloso ir a confesarse es algo muy importante. Haciéndolo


piensa liberarse de las tensiones interiores. Esas, a veces, incluso pueden aumentar por
recibir repetidamente el sacramento de la Penitencia, en caso de que pretenda obtener la
absoluta liberación de su inseguridad. Entonces vive en la perenne ansiedad provocada
por la duda de haberse confesado bien; y esta angustia lo empuja a una agitación interior
y a la continua repetición de la Confesión.

El confesor, al cual el penitente quiere continuamente retornar, y de hecho


retorna, la primera vez le permita que explique larga y detalladamente sus dificultades.
Pero después sólo le conceda una confesión genérica de los pecados, a menos que no
haya llegado a la convicción de que sea mejor, o quizás necesario, alejar al enfermo del
confesionario.

Los escrupulosos tienen frecuentemente la costumbre, diría la manía, de ir de un


confesor al otro, por temor de que el anterior o los anteriores no lo hayan comprendido
bien. De las respuestas y de los juicios, a veces diferentes de los diversos confesores, el
escrupuloso queda desorientado y este estado de confusión aumenta. Por lo tanto a los
confesores que tienen que tratar por primera vez con un penitente escrupuloso, se les
aconseja que le pregunten si tiene un confesor fijo. Si lo tiene verdaderamente, habrá que
exhortarlo a que tenga confianza en él y no se le permita que el penitente entre a exponer
con detalles sus problemas particulares.

Una actitud semejante hay que tener con los hermanos sacerdotes que en forma
obsesiva dudan de haber celebrado válida y lícitamente los sacramentos.

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d) Los reincidentes

La condición de ellos es moralmente significativa y difícil. Son todos aquellos que


después de haberse confesado más veces de un pecado, han caído de nuevo en la misma
culpa, sin que haya habido ninguna mejoría, ni siquiera inicial, es decir, poco después de
la Confesión, sin un esfuerzo serio por impedir nuevas caídas.

Hay que verificar siempre si se trata de sujetos que caen en la culpa por impulsos
verdaderamente incoercibles, (realmente enfermos de mente, incapaces por lo tanto de
actos morales), o más bien de sujetos que caen porque no manifiestan ni el más mínimo
de buena voluntad para superar la propia debilidad.

Con ellos hay que usar siempre la caridad y jamás palabras duras. Pero el
penitente debe arrepentirse sinceramente de sus pecados y tener el firme propósito de
no caer en ese pecado y de utilizar los medios necesarios para esta finalidad. El confesor,
antes de la absolución, puede y debe asegurarse de la existencia de tal arrepentimiento y
propósito. Después de algunas veces, si el penitente no ha mostrado ningún indicio de
buena voluntad para corregirse, si él no expresa su dolor y el serio propósito de no pecar
más, debe ser dejado sin la absolución. Comportándose de este modo el confesor no
realiza un gesto punitivo, sino cumple su deber, porque aquellas personas, que no tienen
un dolor sobrenatural y ni siquiera un mínimo propósito serio, se encuentran fuera de las
condiciones estrictamente necesarias para la validez y la eficacia del sacramento. Impartir
la absolución en tales condiciones significaría simular voluntariamente un sacramento y
por lo tanto, realizar un acto sacrílego y engañar al penitente confirmándolo en el mal.

Hacia los que son reincidentes por debilidad y que muestran al menos un
mínimo de buena voluntad, es necesario usar la caridad y la bondad y aconsejarles los
medios más oportunos para que sean conscientes de su debilidad. No se puede y no se
debe negarles la absolución, porque no tienen ninguna disposición que impida la validez
y la eficacia del sacramento (c. 980 CIC: “No debe negarse ni retrasarse la absolución si el
confesor no duda de la buena disposición del penitente y éste pide ser absuelto). Negar la
absolución a quien está arrepentido y bien dispuesto, aunque sea en una mínima medida,
sería arbitrario y comportaría para el penitente el peligro siempre más grave de nuevas
caídas: ya sea por la privación de la gracia santificante o quizás por el desaliento.

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CONCLUSIÓN
Antes de concluir deseo hacer una observación que toca el principio directivo
para todos los casos de conciencia sometidos a la Confesión: a menos que no se trate
de casos extremos, no hay que negar nunca la absolución. Como regla: si en el acto
de la Confesión el penitente manifiesta sus buenas disposiciones, está arrepentido, está
dispuesto a no caer más en ese pecado, se debe absolver, incluso si podría ser lícito
preguntarse (pero no es lícito decírselo al penitente) cuánto tiempo durarán los buenos
propósitos.

No quisiera, finalmente, dejar de indicar que una de las innovaciones más felices
del actual Código de Derecho Canónico, sería el pasaje de una concepción del sacramento
de la Confesión como proceso prevalentemente judicial a una concepción más claramente
eclesial. El primer canon dedicado al sacramento de la Penitencia contiene una definición
de éste, que me permito leer: “En el sacramento de la Penitencia, los fieles que confiesan
sus pecados a un ministro legítimo, arrepentidos de ellos y con propósito de enmienda,
obtienen de Dios el perdón de los pecados cometidos después del Bautismo, mediante la
absolución dada por el mismo ministro, y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia,
a la que hirieron al pecar”. En este canon se destaca el aspecto social del pecado y de la
reconciliación con la Iglesia.

Si la pérdida del sentido de Dios comporta la pérdida del sentido del pecado, es
necesario, según las indicaciones magisteriales, buscar nuevas formas de evangelización,
de manera de poder “despertar” las conciencias de los hombres, para que descubran
el mensaje cristiano de reconciliación y encuentren en el sacramento de la Penitencia,
junto a la gracia del perdón, la semilla de esperanza de que es posible ser testigos de
reconciliación en un mundo plagado de conflictos, donde las personas no gozan de la
paz en sí mismas, ni con otras. Estoy convencido de que si los católicos apreciáramos más
el sacramento de la Penitencia, ello repercutiría en una vida terrena con la armonía que
Dios quiere para sus hijos. Ustedes, queridos hermanos en el sacerdocio, pueden con el
apostolado de la Confesión, convertirse en verdaderos instrumentos de paz.

¡Gracias por vuestra atención!

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