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Hay una trivialización y deterioro de conceptos teóricos que en rigor conservan su valor,
pero cuyos efectos se ven desbaratados. Hay una trivialización de su significación:
reducidos a una simple función explicativa, privados de toda acción innovadora y
perturbante, se intentará volverlos conformes con el conjunto de los enunciados del
discurso cotidiano del sujeto. El paradójico resultado es culminar en la ideologización de la
nueva ciencia por el campo cultural, con un derecho de préstamo ejercido sobre sus
enunciados.
Lo que sorprende cada vez más en los modelos teóricos que se utilizan en nuestra
disciplina es su reducción a una serie mínima de enunciados de alcance universal, en
provecho de una difusión del modelo pero a costa de lo que constituía su armazón
específica y su mira singular. El mayor riesgo que amenaza al discurso analítico es el
de deslizarse del registro del saber al de la certeza. Implica caer en la trampa de una
idealización del paradigma, transformando sus enunciados en una serie de fórmulas
mágicas que actúan por la sola fuerza de su enunciación, sin tener que atender al lugar, al
tiempo y al lento trabajo necesario para ofrecerles un suelo sobre el cual pueden actuar.
La falta de cuestionabilidad sobre el psicoanálisis y sus efectos provoca que el paradigma
se transforme en dogma.
No puede haber statu quo teórico. A falta de nuevos aportes, toda teoría se momifica.
Teoría y práctica analíticas deben anhelar que aparezcan innovaciones probatoria de que
ella siguen vivas.
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Bleichmar. Capítulo XV “Sostener los paradigmas desprendiéndose del lastre. Una
propuesta respecto al futuro del psicoanálisis”
Sexualidad infantil
La sexualidad infantil, anárquica en los comienzos, no subordinable al amor de objeto,
opera a lo largo de la vida como un plus irreductible tanto a la autoconservación como a su
articulación con el fin biológicamente determinado: la procreación .
La sexualidad adulta imprime una impronta sobre la cría humana, en razón de la disparidad
de saber y de poder con la cual se establece la parasitación simbólica y sexual que sobre
ella se ejerce, y cuyo retorno del lado del lacanismo no ha pasado de ser “deseo narcisista”,
subsumiendo esta cuestión central en cierto espiritualismo deseante del lado del discurso y
anulando el carácter profundamente “carnal” de las relaciones entre el niño y quienes lo
tienen a su cargo.
Es en aquellos planteos impregnados por una visión teleológica de la sexualidad, sometida
a un fin sexual reproductivo, donde se manifiesta más claramente la necesidad de revisión y
eso no solo por la caducidad histórica de los planteos, sino porque entran en contradicción
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con enunciados centrales de la teoría y de la práctica psicoanalítica, enunciados que han
hecho estallar la relación existente entre sexualidad y procreación.
Parece necesario volver a definir el aporte fundamental de Tres Ensayos: el hecho de que la
sexualidad humana no sólo comienza en la infancia, sino que se caracteriza por ser no
reductible a los modos genitales, articulados por la diferencia de los sexos, con los cuales la
humanidad ha establecido, desde lo manifiesto, su carácter.
Los dos tiempos de la sexualidad humana no corresponden a dos fases de una misma
sexualidad, sino a dos sexualidades diferentes: una desgranada de los cuidados precoces,
implantada por el adulto, con formas parciales y otra con primacía genital, establecida en la
pubertad y ubicada en el camino madurativo que posibilita el ensamble genital y la
existencia de una primacía de carácter genital.
La maduración puberal encuentra todo el campo ya ocupado por la sexualidad para-genital:
los primeros tiempos han marcado fantasmática y erógenamente un camino que si no
encuentra vías de articulación establece que el recorrido se oriente bajo formas fijadas, las
cuales determinan, orientan u obstaculizan, los pasajes de un modo de goce a otro.
El psicoanálisis ha introducido la sexualidad en sus dos formas: pulsional y de objeto, que
no se reducen ni a la biología ni a los modos dominantes de representación social. La
sexualidad no se reduce entonces a los modos de ordenamiento masculino-femenino. La
identidad sexual tiene un estatuto tópico, como toda identidad, que se posiciona del lado del
yo.
Es en este punto en donde se hace más clara la diferencia entre producción de
subjetividad, históricamente determinada y premisas universales de la constitución
psíquica.
Es indudable la necesidad de redefinir el llamado complejo de Edipo. En primer lugar,
porque nace y se ha conservado impregnado de los modos con los cuales la forma histórica
que impone la estructura familiar acuñó el mito como modo universal del psiquismo. Tanto
los nuevos modos de acoplamiento como las nuevas formas de engendramiento y
procreación dan cuenta tanto de sus aspectos obsoletos como de aquellos más vigentes
que nunca. Es insostenible la conservación del Edipo entendido como una novela familiar,
como argumento que se repite de modo más o menos idéntico a lo largo de la historia y
para siempre. Se diluye así el gran aporte del psicoanálisis: el descubrimiento del acceso
del sujeto a la cultura a partir de la prohibición del goce sexual intergeneracional. El
Edipo debe ser entendido como la prohibición con la cual cada cultura pauta y restringe, a
partir de la preeminencia de la sexualidad del adulto sobre el niño, la apropiación gozosa del
cuerpo del niño por parte del adulto. La dependencia del niño respecto del adulto sexuado,
y el modo metabólico e invertido con el cual se manifiesta y toma carácter fundacional
respecto al psiquismo.
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Si es el hecho de que un exceso de la sexualidad del otro determina el surgimiento de la
representación psíquica, en virtud del carácter no descargable de esta implantación,
debemos decir que el icc no surge de la ausencia del objeto sino de su exceso, del plus de
placer. Es una acción realizada, efectivamente cumplida, la vivencia de satisfacción,
aquello que genera el origen de toda representación.
Estas primeras inscripciones, que anteceden a toda instalación del sujeto en sentido
estricto, cuyo emplazamiento yoico discursivo se verá concretado mucho más tarde, dan
cuenta de los orígenes para-subjetivos del icc y por ende de toda realidad psíquica.
El descubrimiento fundamental del psicoanálisis es la afirmación de que la representación
antecede al sujeto pensante, vale decir, que en los orígenes existe, por así decir, “un
pensamiento sin sujeto”. El icc permanecerá para siempre en el orden de lo para-subjetivo y
como tal, no es reductible a una segunda conciencia, ni a las leyes con las cuales funciona
el sujeto.
La diversidad simbólica del psiquismo se observa en la coexistencia de representaciones
secundariamente reprimidas con elementos que nunca tuvieron el estatuto de
representación palabra (lo originariamente reprimido) así como signos de percepción que no
logran articularse, sea por su origen arcaico e intranscriptible, sea por haber irrumpido en
procesos traumáticos no metabolizables. Estos elementos pueden hacerse manifiestos sin
por ello ser conscientes, pueden activarse a partir del movimiento mismo del dispositivo
analítico o de vicisitudes de la vida y dejar al sujeto librado a la repetición compulsiva.
Se torna necesario precisar el estatuto metapsicológico de la materialidad psíquica a
abordar, sabiendo que nuestras intervenciones tienen que lograr el máximo de
simbolización posible con el mínimo de intromisión necesaria.
En la posibilidad de implementación del método analítico en el trabajo con niños,
constituyen condiciones para poder poner en marcha el dispositivo clásico de la cura:
el emplazamiento de la represión, que pone en marcha el sufrimiento intra-subjetivo, la
existencia de un discurso articulado bajo los modos que conocemos a partir de la lingüística
estructural, el funcionamiento del preconsciente en lo que hace a la temporalidad, la lógica
del tercero excluido y la negación. En los casos en los cuales esto no sea posible, es
necesario crear las posibilidades previas para que ello ocurra, mediante lo que hemos
llamado “intervenciones analíticas”.
Esto ocurre en virtud de la no homogeneidad de la simbolización psíquica, en la cual
coexisten representaciones de diverso orden y sobre las cuales nos vemos obligados en
muchos casos a ejercer movimientos de re-simbolización, no sólo de des-represión.
Ante los fenómenos que emergen como no secundariamente reprimidos, no plausibles de
interpretación y cuyo estatuto puede ser del orden de lo manifiesto sin por ello ser
conscientes, consideramos necesaria la introducción de un modo de intervención que
llamaremos “simbolizaciones de transición”, cuya característica fundamental es la de
servir como puente simbólico en aquellas zonas del psiquismo en las cuales el vacío de
ligazones psíquicas deja al sujeto librado a la angustia intensa o a la compulsión.
Si se trata de recuperar lo fundamental del psicoanálisis para ponerlo en marcha hacia los
tiempos futuros, este trabajo no puede realizarse sin una depuración al máximo de los
enunciados de base y un ejercicio de tolerancia al dolor de desprenderse de nociones que
nos han acompañado tal vez más de lo necesario. El futuro del psicoanálisis depende de
embarcarnos en un proceso de revisión del modo mismo con el cual quedamos adheridos
no sólo a las viejas respuestas, sino a las antiguas preguntas que hoy devienen un lastre
que paraliza nuestra marcha.
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TRABAJO PRÁCTICO N°2: Origen de la clínica de niños y adolescentes
Freud, Anna “Psicoanálisis del niño. (Caso clínico La niña del demonio)
No es posible abrir juicio sobre la técnica del psicoanálisis con niños, sin haber establecido
antes en qué casos conviene emprenderlo. Melanie Klein sostiene que toda perturbación
del desarrollo anímico o mental de un niño podría ser eliminada o, al menos, mejorada por
el análisis. Opina que también tiene grandes ventajas para el desarrollo del niño normal. La
mayoría de los analistas vieneses opinan que el análisis del niño sólo se justifica frente a
una verdadera neurosis infantil.
El análisis con niños es un recurso a veces costoso y complicado, con el cual en algunos
casos no puede hacerse demasiado. Es posible que el análisis genuino necesite ciertos
cambios y modificaciones para esta aplicación. El adulto es un ser maduro e independiente,
mientras que el niño por su parte es inmaduro y dependiente. Es natural que ante objetos
tan dispares el método tampoco pueda ser el mismo.
Anna Freud trabajó en al análisis de unos diez casos infantiles. Una característica de la
consulta con niños es que la decisión de analizarse nunca parte del pequeño paciente. En
muchos casos ni siquiera es el niño quien padece, con frecuencia el mismo no percibe
ningún trastorno; sólo quienes le rodean sufren por sus síntomas. Así, en la situación del
niño falta todo lo que consideramos indispensable en la el adulto: la consciencia de
enfermedad, la resolución espontánea y la voluntad de curarse.
Considero que vale la pena tratar de alcanzar en el niño aquellas disposiciones y aptitudes
favorables para el análisis, logrando hacer “analizables” en el sentido del adulto a los
pequeños pacientes. Para ello introduce un período de introducción que no es necesario
en el tratamiento con adultos. Ese período no tiene nada que ver con la verdadera labor
analítica, en esa fase no se puede pensar en hacer consciente lo inconsciente, ni en ejercer
influencia analítica.
Caso de la Niña del demonio: niña de seis años que sufría una neurosis obsesiva
extraordinariamente grave y definida para su edad, conservando sin embargo una gran
inteligencia. En este caso tuve que establecer una condición ya existente de antemano en la
pequeña neurótica: la escisión de la personalidad infantil.
Toda mi manera de proceder presenta demasiados puntos de contradicción con las reglas
técnicas del psicoanálisis que hasta ahora venimos aplicando. Imaginemos que gracias a
todas las medidas tomadas el niño llega a tener confianza en el analista, a adquirir
consciencia de su enfermedad, anhelando así un cambio en su estado. Con ello llegamos a
nuestro segundo tema: el examen de los medios a nuestro alcance para realizar el
análisis infantil propiamente dicho.
La técnica del análisis con adultos nos ofrece cuatro medios auxiliares: los recuerdos
conscientes del enfermo, la interpretación de los sueños, las ocurrencias, las asociaciones y
las reacciones transferenciales. El niño, en cambio, poco puede decirnos sobre la historia
de su enfermedad. Él mismo no sabe cuándo comenzaron sus anomalías. Así, el analista
de niños recurre a los padres de los pacientes para completar la historia.
La interpretación de los sueños, en cambio, es un terreno en el cual nada nuevo tenemos
que aprender. Los sueños infantiles son más fáciles de interpretar, el niño sigue con el
mayor placer la reducción de las imágenes o palabras del sueño a situaciones de su vida
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real. Junto con este, es muy frecuente el análisis de los ensueños diurnos, así como la
narración de las fantasías, que nos permiten reconstruir la correspondiente situación interior
en que se encuentra el niño.
El dibujo es otro recurso técnico auxiliar que ocupa un sitio muy preeminente en muchos de
los análisis infantiles. En algunos casos puede suplantar a las demás fuentes de
información.
El niño anula todas las ventajas mencionadas por su negativa a asociar, es decir, pone en
apuros al analista por la casi absoluta imposibilidad de utilizar precisamente aquel recurso
sobre el cual se funda la técnica analítica: excluir con su voluntad consciente toda crítica de
las asociaciones que surgen y no dejar de comunicar nada de lo que se le ocurra. Esta falta
de disposición asociativa en el niño conduce a buscar recursos para suplirla. Hug
Hellmuth recurrió a los juegos con el niño. Melanie Klein sustituye la técnica asociativa del
adulto por una técnica lúdica en el niño, basándose en las hipótesis de que al niño pequeño
le es más afín la acción que el lenguaje y equiparando las acciones dentro del juego con las
asociaciones verbales, complementándolas con interpretaciones.
En los recursos con el análisis infantil, advertimos la necesidad de integrar la historia clínica
mediante las informaciones que nos suministran los familiares, en lugar de fundarnos
exclusivamente sobre los datos que nos ofrece el paciente.
No tiene duda que la técnica del juego elaborada por Klein tiene sumo valor para la
observación del niño. Tenemos así la posibilidad de reconocer sus distintas reacciones, la
intensidad de sus inclinaciones agresivas, de sus sentimientos compasivos y de su actitud
ante los diferentes objetos y personas representados por los juguetes. Puede realizar
con él todos los actos que en el mundo real habrían de quedar restringidos. Todas estas
ventajas hacen del método lúdico de Klein un recurso poco menos que indispensable para
conocer al niño pequeño que todavía no domina la expresión verbal.
Klein da un importante paso más. Pretende que todas estas asociaciones lúdicas del niño
equivalen exactamente a las asociaciones libres del adulto y, en consecuencia, traslada
continuamente cada uno de estos actos infantiles a la idea que le corresponde, procurando
averiguar la significación simbólica oculta tras cada acto del juego. Su intervención consiste
en traducir e interpretar los actos del niño a medida que se producen.
Anna Freud considera que aquellos niños para los cuales Klein elaboró la técnica lúdica,
sobre todo aquellos que se encuentran en el primer período de madurez sexual, son aún
demasiado pequeños para presentarse a la influencia analítica. Así mismo, tampoco
considera pertinente equiparar las asociaciones lúdicas del niño con las del adulto, al no
estar regidas por las mismas representaciones. Considera como un exceso el atribuir
sentido simbólico a todos los actos y ocurrencias del paciente, así se trate de un niño o de
un adulto.
Cabe preguntarse si el niño se encuentra en la misma situación de transferencia que el
adulto, de qué manera y bajo qué forma se manifiestan sus tendencias transferenciales y en
qué medida se prestan para la interpretación. Este es el punto más importante para Anna
Freud: la función de la transferencia como recurso técnico auxiliar en el análisis del
niño. Considera que la vinculación cariñosa, la transferencia positiva es la condición
previa de todo el trabajo ulterior, ya que el niño sólo es capaz de hacer algo cuando lo
hace por amor a alguien.
El análisis del niño aún exige de esta vinculación muchísimo más que el del adulto, pues
además de la finalidad analítica, persigue también cierto objetivo pedagógico. Toda labor
verdaderamente fructífera deberá realizarse siempre mediante la vinculación positiva con el
analista.
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Nos convertimos en un blanco contra el cual el niño, tal como sucede en el adulto, dirige sus
impulsos amistosos u hostiles, de acuerdo a las circunstancias. No obstante todo eso, el
niño no llega a formar una neurosis de transferencia. Podemos aducir dos razones teóricas
para ello: una reside en la misma estructura infantil, la otra debe buscarse en el analista.
El pequeño paciente no está dispuesto, como lo está el adulto, a reeditar sus vinculaciones
amorosas, porque, por así decirlo, aún no ha agotado la vieja edición. Sus primitivos objetos
amorosos, los padres, todavía existen en la realidad y no sólo en la fantasía. El niño
mantiene con ellos todas las relaciones de la vida cotidiana y experimenta todas las
vivencias reales de la satisfacción y el desengaño.
El niño no desarrolla una neurosis de transferencia. A pesar de todos sus impulsos
cariñosos y hostiles contra el analista, sigue desplegando sus reacciones anormales donde
ya lo ha venido haciendo: en el ambiente familiar. De allí que el analista dirija su atención
hacia el punto en que se desarrollan las reacciones neuróticas: hacia el hogar del niño.
Cuando las circunstancias o la personalidad de los padres no permiten llegar a esta
colaboración, el análisis se resiente de una falta de material.
En el niño pequeño carecemos de las formaciones reactivas y los recuerdos encubridores
que sólo se forman en el curso del período de latencia y a través de los cuáles el análisis
ulterior puede captar el material que en ellos están condensado. Así nos encontramos en
inferioridad de condiciones en lo que refiere a la obtención del material inconsciente.
En el niño, el mundo exterior es un factor inconveniente para el análisis, pero
orgánicamente importante, que influye en lo más profundo en sus condiciones interiores. Es
cierto que también la neurosis del niño es un asunto interno, determinado igualmente por
aquellas tres potencias: la vida instintiva, el yo y el superyó.
Lo que al principio fue una exigencia personal, emanada de los padres, sólo al pasar del
apego al objeto, a la identificación con éstos se convierte en un ideal del yo, independiente
del mundo exterior y de sus modelos. El niño todavía está muy lejos del desprendimiento de
los objetos amados, y subsistiendo el amor objetal, las identificaciones sólo se establecen
lenta y parcialmente. Ya existe un superyó, pero son evidentes las múltiples interrelaciones
entre este superyó y los objetos a los cuales debe su establecimiento.
Éstas es la diferencia más importante entre el análisis del niño y el del adulto: los
objetos del mundo exterior seguirán desempeñando un importante papel en el análisis,
mientras el superyó infantil todavía no se haya convertido en el representante impersonal de
las exigencias asimiladas del mundo exterior y mientras permanezca orgánicamente
vinculado a éste. Estos mismo padres o educadores fueron las personas cuyas
desmesuradas exigencias impulsaron al niño a la excesiva represión y con ello a la
neurosis.
Bajo la influencia del análisis el niño aprenderá a dominar su vida instintiva y parte de los
impulsos infantiles ha de ser suprimida o condenada por su inutilidad en la vida civilizada.
Es preciso que el analista logre ocupar durante todo el análisis el lugar del ideal del yo
infantil y no iniciar su labor de liberación analítica antes de cerciorarse de que podrá
dominar completamente al niño. Sólo si el niño siente que la autoridad del analista
sobrepasa la de sus padres, estará dispuesto a conceder este nuevo objeto amoroso,
equiparado a sus progenitores, el lugar más elevado que le corresponde en su vida afectiva.
Antes de iniciar un análisis, es necesario cerciorarse de que la personalidad y la
preparación analítica de los padres garanticen la posibilidad de la continuidad en la labor
educativa una vez finalizado el análisis.
Las condiciones del análisis del niño establecidas hasta esta parte son: la debilidad del ideal
del yo infantil, la subordinación de sus exigencias y de su neurosis bajo el mundo exterior,
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su incapacidad de dominar por sí mismo los instintos liberados y la consiguiente necesidad
de que el analista domine pedagógicamente al niño. El analista reúne en su persona dos
misiones difíciles y diametralmente opuestas: la de analizar y educar a la vez, si puede
lograrlo, corrige con ello toda una fase de educación equivocada y desarrollo anormal.
El análisis infantil por ahora deberá quedar limitado a los hijos de analistas, de pacientes
analizados o de padres que conceden al análisis cierta confianza y respeto. Sólo en estos
casos la educación analítica en el curso del tratamiento podrá continuarse sin interrupción
con la educación en el seno de la familia.
El análisis del niño exige ante todo una nueva técnica: un objeto distinto requiere diferente
métodos de ataque. Así han surgido la técnica lúdica de Melanie Klein para el análisis
precoz y mis recomendaciones para el análisis del período de latencia. Exige, pues, que el
analista de niños, adaptándose a la peculiar condición de sus pacientes, agregue a su
actitud y preparación analítica, una segunda: la pedagógica. Se debe influir desde el
exterior, creando nuevas impresiones y revisando las exigencias que el mundo exterior
impone al niño. Las potencias contra las cuales debemos luchar en la curación de las
neurosis infantiles no son únicamente interiores, sino también exteriores. El analista de
niños necesita conocimientos pedagógicos tanto teóricos como prácticos, que le
permitan comprender y criticar las influencias educativas a las que está sometido el niño,
llegando a asumir las funciones de educador durante todo el curso del análisis.
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la transferencia desempeña otro papel, puesto que los progenitores reales siguen
presentes.
Las resistencias internas que combatimos en el adulto están sustituidas en el niño, las más
de las veces , por dificultades externas. Cuando los padres se erigen en portadores de la
resistencia, a menudo peligra la meta del análisis o este mismo y por eso suele ser
necesario aunar al análisis del niño algún influjo analítico sobre sus progenitores.
Aclaremos nuestras ideas sobre la tarea inmediata de la educación. El niño debe aprender
el gobierno sobre lo pulsional. Es imposible darle la libertad de seguir todos sus impulsos
sin limitación alguna. Les haría la vida intolerable a los padres y los niños mismo sufrirían
grandes perjuicios. Por tanto, la educación tiene que inhibir, sofocar. Ahora bien, por el
análisis mismo hemos sabido que esa misma sofocación de lo pulsional conlleva el peligro
de contraer neurosis. La educación tiene que buscar su senda entre la permisión y la
frustración. Por eso se tratará de decidir cuánto se puede prohibir, en qué épocas y por qué
medios.
La eficacia terapéutica del psicoanálisis permanece reducida por una serie de factores
sustantivos y de difícil manejo. En el niño, donde se podría contar con los mayores éxitos,
hallamos las dificultades externas de la situación parental.
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señalados por Anna Freud como valiosos en el análisis de niños. Su objetivo es la
introducción al tratamiento, aquello que llama la “entrada” en el análisis. Esto se debe a que
Anna Freud piensa que lo niños son seres muy diferentes a los adultos, sin embargo, lo que
busca con sus técnicas de introducción es que la actitud del niño hacia el análisis sea como
la del adulto. Esto resulta contradictorio.
Anna Freud coloca al consciente y el yo del niño en primer plano, cuando indudablemente
nosotros debemos trabajar en primer lugar y sobre todo con el inconsciente. Pero en el
inconsciente, los niños no son de ninguna manera fundamentalmente distintos de los
adultos. Lo único que sucede es que en los niños el yo no se ha desarrollado aún
plenamente y por lo tanto, los niños están mucho más gobernados por el inconsciente.
A él debemos aproximarnos y a él debemos considerar el punto fundamental de nuestro
trabajo. No podemos esperar encontrar ninguna base definitiva para nuestro trabajo
analítico en un propósito consciente que como sabemos, ni siquiera en los adultos se
mantendría por mucho tiempo como único soporte del análisis.
El análisis no puede ahorrarle al paciente ningún sufrimiento y esto aplica también a los
niños.
El método de Klein presupone que desde el comienzo quiere atraer hacia ella tanto la
transferencia positiva como la negativa y además, investigarla hasta su origen, en la
situación edípica. Estas dos medidas concuerdan plenamente con los principios
psicoanalíticos. Interpretamos esa transferencia positiva, es decir, que tanto en el análisis
de adultos como en el de niños la retrotraemos hasta el objeto de origen. Otra novedad que
introduce, en contraposición a los planteos de Anna Freud es el hecho de poder ser
independientes del conocimiento del ambiente del niño. Podemos garantizar para nuestro
trabajo todo el valor y el éxito de un análisis equivalente en todo sentido al análisis de
los adultos.
Por otra parte, los niños no pueden dar y no dan asociaciones de la misma manera que el
adulto, por lo tanto no podemos obtener suficiente material únicamente por medio de la
palabra. Los medios para suplir la falta de asociaciones verbales son el dibujo, el relato
de fantasías y el juego (juguetes, agua, recortando, dibujando).
Anna Freud cree dudoso que uno esté justificado para interpretar como simbólico el
contenido del drama representado en el juego del niño y piensa que muy probablemente
éste sea ocasionado simplemente por observaciones reales o experiencias de la vida diaria.
El método que Klein propone implica que recolectando el material psíquico que el niño
expresa en numerosas repeticiones, por varios medios -como el juego, agua, recortando,
dibujando- acompañando estas actividades con un sentimientos de culpa, ella se dispone a
interpretar estos fenómenos y enlazarlos en el inconsciente y con la situación
analítica. En este sentido utiliza pequeños juguetes como recursos para ganar acceso a la
fantasía y liberarla.
Podemos establecer un contacto más rápido y seguro con el inconsciente de los niños si,
actuando con la convicción de que están mucho más profundamente dominados por el
inconsciente y los impulsos instintivos, acortamos la ruta que toma el psicoanálisis de
adultos por el camino del contacto con el yo y nos conectamos directamente con el
inconsciente del niño. Sólo interpretando y por lo tanto aliviando la angustia del niño
siempre que nos encontremos con ella, ganaremos acceso a su inconsciente y lograremos
que fantasee.
Los niños no pueden asociar, no porque les falte capacidad para poner sus pensamientos
en palabras, sino porque la angustia se resiste a las asociaciones verbales. La
representación por medio de juguetes está menos investida de angustia que la confesión
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por la palabra hablada. Los niños están tan dominados por su inconsciente que para ellos
es verdaderamente innecesario excluir deliberadamente ideas conscientes. No consideraría
terminado ningún análisis de niños, ni siquiera el de niños muy pequeños, a menos de
lograr finalmente que se exprese con palabras, hasta el grado de que es capaz el niño, y así
de vincularlo con la realidad.
La técnica de juego nos provee una rica abundancia de material y nos da acceso a los
estratos más profundos de la mente. Si la usamos incondicionalmente llegamos al análisis
del complejo de Edipo y una vez allí no podemos poner límites al análisis en ninguna
dirección.
En relación a la transferencia, Anna Freud considera que en los niños puede haber una
transferencia satisfactoria pero que no se produce una neurosis de transferencia. Justifica
este supuesto en el hecho de que los niños no están capacitados para comenzar una nueva
edición de sus relaciones de amor, porque sus objetos de amor originales, los padres,
todavía existen como objetos en la realidad. Klein considera que esta afirmación es
incorrecta. El análisis de niños muy pequeños ha demostrado que incluso un niño de tres
años ha dejado atrás la parte más importante del desarrollo de su complejo de Edipo.
Por consiguiente está ya muy alejado, por la represión y los sentimientos de culpa, de los
objetos que originalmente deseaba. Sus relaciones con ellos sufrieron distorsiones y
transformaciones, por lo que los objetos amorosos actuales son imagos de los objetos
originales. De ahí que con respecto al analista los niños pueden muy bien entrar en una
nueva edición de sus relaciones amorosas. En mi experiencia aparece en los niños una
plena neurosis de transferencia. Los síntomas cambian, se acentúan o disminuyen de
acuerdo con la situación analítica, con lo cual mi experiencia está en plena contradicción
con las observaciones de Anna Freud.
Melanie Klein considera que si bien el yo de los niños no es comparable al de los
adultos, el superyó, por otra parte, se aproxima estrechamente al de los adultos y no
está influido radicalmente por el desarrollo posterior como lo está el yo. En niños de tres,
cuatro y cinco años encontramos un superyó de una severidad que se encuentra en la más
tajante contradicción con los objetos de amor reales, los padres. La formación del superyó
tiene lugar sobre la base de varias identificaciones. Este proceso que termina con el
complejo de Edipo, o sea con el comienzo del período de latencia, comienza a una edad
muy temprana. El complejo de Edipo se forma por la frustración sufrida por el destete,
es decir al final del primer año de vida o comienzo del segundo. Parejamente con esto
vemos los comienzos de la formación del superyó. Este superyó es un producto
sumamente resistente, inalterable en su núcleo y que no es esencialmente diferente al de
los adultos. La única diferencia es que el yo más maduro de los adultos está más
capacitado para llegar a un acuerdo con el superyó. Entendiendo por superyó la facultad
que resulta de la evolución edípica a través de la introyección de los objetos edípicos y
que con la declinación del complejo de Edipo asume una forma duradera e inalterable.
Difiere fundamentalmente de aquellos objetos que realmente iniciaron su desarrollo. La
evolución del superyó del niño, aunque no menos que la del adulto, depende de varios
factores. Si por alguna razón esta evolución no se ha realizado totalmente y las
identificaciones no son totalmente afortunadas, entonces la angustia, a partir de la cual se
originó toda la formación del superyó, tendrá preponderancia en su funcionamiento.
Por su parte Anna Freud consideraba que el desarrollo del superyó, con reacciones
reactivas y recuerdos encubridores, tiene lugar en alto grado durante el período de latencia.
Klein va a sostener que todos estos mecanismos están ya establecidos cuando surge el
complejo de Edipo y son activados por este.
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Critica la posición pedagógica propuesta por Anna Freud y sostiene que si el complejo de
Edipo es el complejo nuclear de las neurosis, si el análisis evita analizar este complejo,
tampoco puede resolver la neurosis. Anna Freud siente que ella no debe intervenir entre el
niño y sus padres y que la educación del hogar peligraría y se crearían conflictos si se le
hace consciente al niño su oposición a los padres. Este punto es el que determina
principalmente la diferencia entre las opiniones teóricas de las dos autoras y sus métodos
de trabajo.
Klein considera que lo que se necesita no es reforzar el superyó sino aliviarlo. Si el analista
se torna representante de los agentes educativos, si asume el rol del superyó, bloquea el
camino de los impulsos instintivos a la conciencia: se vuelve un representante de los
poderes represores. Por eso propone abstenerse de toda influencia educativa directa,
proponiendo solo analizar y no desear moldear y dirigir la mente de los pacientes.
Klein, M. Capítulo I “Fundamentos psicológicos del análisis del niño” (Caso Rita -
Caso Trude - Caso Ruth)
Los niños, aún en los primeros años, no sólo experimentan impulsos sexuales y ansiedad,
sino que sufren también grandes desilusiones. Esto se evidencia en el análisis de niños de
corta edad.
Rita, que contaba con 2 años y 9 meses, tenía una marcada preferencia por su madre hasta
el final de su primer año. Manifestó después un gran afecto por su padre y celos por su
madre, terrores nocturnos y miedo a los animales, volviéndose cada vez más ambivalente y
difícil de manejar. Presentaba una marcada neurosis obsesiva, con ceremoniales y todos
los síntomas de depresión melancólica, sumados a ansiedad y una fuerte frustración.
Podemos entender a partir de este caso al pavor nocturno, cuando aparece a la edad de 18
meses, como una elaboración neurótica del complejo de Edipo. Su carácter obsesivo se
evidenció en un largo ritual antes de dormir, con todos los signos de esa actitud compulsiva
que ocupaba totalmente su mente. Era evidente que su ansiedad era causada no solamente
por los padres verdaderos, sino también por la excesivamente severa imagen introyectada
de sus padres. Esto corresponde a lo que llamamos superyó en los adultos.
Trude, de 3 años y 9 meses, quería robar los niños del vientre de su madre embarazada,
matarla y ocupar su lugar en el coito con el padre. Fueron estos impulsos de odio y agresión
los que en ese segundo año originaron una fuerte fijación en la madre y un sentimiento de
culpa, que se expresaba, entre otros modos, con sus terrores nocturnos. Así vemos que la
temprana ansiedad y los sentimientos de culpa de un niño se originan en los impulsos
agresivos relacionados con el conflicto edípico. El juego de los niños nos permite
extraer conclusiones definidas sobre el origen de este sentimiento de culpa en los primeros
años.
Los análisis tempranos muestran que el conflicto edípico se hace presente en la
segunda mitad del primer año de vida y que al mismo tiempo el niño comienza a
modificarlo y a construir su superyó.
Fueron justamente las diferencias entre la mente infantil y la del adulto las que me
revelaron el modo de llegar las asociaciones del niño y comprender su inconsciente. La
relación del niño con la realidad es débil, aparentemente no hay ningún atractivo que los
lleve a soportar las pruebas de un análisis ya que, por regla general, no se sienten enfermos
y todavía no pueden ofrecer en grado suficiente aquellas asociaciones verbales que son el
instrumento fundamental en el tratamiento analítico de adultos. Estas características
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especiales de la psicología infantil han suministrado las bases de la técnica del “análisis
del juego” que he elaborado. El niño expresa sus fantasías, sus deseos y sus
experiencias de un modo simbólico por medio de juguetes y juegos, el mismo lenguaje
que no es familiar en los sueños, nos acercamos a él como Freud nos ha enseñado a
acercarnos al lenguaje de los sueños. Debemos no sólo desentrañar el significado de cada
símbolo separadamente, sino tener en cuenta todos los mecanismos y formas de
representación usados en el trabajo onírico. Solo comprendemos su significado si
conocemos su conexión adicional y la situación analítica global. Sólo se obtendrá un
resultado analítico completo si tomamos estos elementos de juego en su verdadera
conexión con los sentimientos de culpa del niño, interpretándolos hasta en su menor detalle.
El juego es el mejor medio de expresión del niño. Empleando la técnica de juego vemos
pronto que el niño proporciona tantas asociaciones a los elementos separados de su
juego como los adultos a los elementos separados de sus sueños. Jugando el niño
habla y dice toda clase de cosas que tienen el valor de asociaciones genuinas. Las
interpretaciones son fácilmente aceptadas por el niño y a veces con marcado placer. La
relación entre los estratos inconsciente y consciente de su mente es aún comparativamente
accesible y de tal modo el camino de regreso al inconsciente es más fácil de encontrar. Los
efectos de las interpretaciones son a menudo más rápidos.
Si nos acercamos al niño con la técnica del análisis del adulto, es casi seguro que no
penetraremos en los niveles más profundos y sin embargo el éxito y el valor, en el análisis
de niños como en el de adultos, dependen de que lo logremos. Pero si consideramos las
diferencias que existen entre la psicología del niño y la del adulto, el hecho de que su icc
está en más estrecho contacto con lo cc y que sus impulsos primitivos trabajan
paralelamente a procesos mentales sumamente complicados, y si podemos captar
correctamente los modos de pensamiento y expresión característicos del niño, entonces
desaparecerán los inconvenientes y desventajas y encontraremos que podemos esperar
que el análisis del niño llegue a ser tan profundo y extensivo como el del adulto.
Detrás de toda forma de actividad de juego yace un proceso de descarga de fantasías de
masturbación, operando en la forma de un continuo impulso a jugar; y este proceso,, que
actúa como una compulsión de repetición, constituye el mecanismo fundamental del
juego infantil y de todas las sublimaciones subsiguientes. Las inhibiciones en el juego y
en el trabajo surgen de una represión fuerte e indebida de aquellas fantasías, que por
medio del juego lograrían representación y abreacción.
Uno de los resultados de los análisis tempranos es capacitar al niño para adaptarse a
la realidad. Si esto se logra, disminuirán las dificultades educativas, porque será capaz de
tolerar las frustraciones impuestas por la realidad.
En el análisis de niños el enfoque debe ser algo distinto del que corresponde al análisis de
adultos. Tomando el camino más corto posible, a través del yo, nos dirigimos en primera
instancia al inconsciente del niño y de aquí, gradualmente, nos ponemos también en
contacto con su yo. El análisis ayuda mucho a fortificar el yo, hasta ahora débil, del niño y
ayuda a su desarrollo, aliviando el peso excesivo de su superyó, que presiona sobre él más
severamente que el yo del adulto.
13
TRABAJO PRÁCTICO N°3: Especificidad de la clínica con niños
Nuestro modelo defiende la hipótesis de que la actividad psíquica está constituida por el
conjunto de tres modos de funcionamiento, o por tres procesos de metabolización: el
proceso originario, el proceso primario y el proceso secundario.
Las representaciones originadas en su actividad serán respectivamente, la representación
pictográfica o pictograma, la representación fantaseada o fantasía y la representación
ideíca o enunciado. Las instancias originadas en la reflexión de esta actividad sobre sí
misma serán designadas como el representante, el fantaseante y el enunciante o el Yo.
A los calificativos de consciente e inconsciente les volveremos a otorgar el sentido que
conservan en una parte de la obra de Freud: el de una cualidad que determina que una
producción psíquica sea situable en lo que puede ser conocido por el Yo o inversamente,
sea excluida de ese campo.
Los tres procesos que postulamos no están presentes desde un primer momento en la
actividad psíquica, se suceden temporalmente y su puesta en marcha es provocada por la
necesidad que se le impone a la psique de conocer una propiedad del objeto exterior a
ella, propiedad que el proceso anterior estaba obligado a ignorar. La instauración de un
nuevo proceso nunca implica el silenciamiento del anterior. La información que la existencia
de lo exterior a la psique impone a esta última seguirá metabolizada en tres
representaciones homogéneas con la estructura de cada proceso. Entre los elementos
heterogéneos que cada sistema podrá metabolizar se debe otorgar una importancia similar
a aquellos originados en el exterior del psiquismo y aquellos que son endógenos a la
psique, aunque heterogéneos en relación con uno de los tres sistemas. Los objetos
psíquicos producidos por lo originario son tan heterogéneos respecto de la estructura de lo
secundario como la estructura de los objetos del mundo físico que el Yo encuentra y de lo
que nunca conocerá nada más que la representación que forja acerca de ellos. Para cada
sistema, sólo puede existir una representación que ha metabolizado al objeto originado en
14
esos espacios, transformándolo en un objeto cuya estructura se ha convertido en idéntica a
la del representante. Toda representación, indisociablemente, es representación del objeto y
representación de la instancia que lo representa.
El objetivo del trabajo del Yo es forjar una imagen de la realidad del mundo que lo rodea
y de cuya existencia está informado, que sea coherente con su propia estructura. La
representación del mundo, obra del Yo, es, así, representación de la relación que existe
entre los elementos que ocupan su espacio y al mismo tiempo, de la relación que existe
entre el Yo y estos elementos. Pudiendo establecer entre los elementos un orden de
causalidad que haga inteligibles para el Yo la existencia del mundo y la relación que hay
entre estos elementos.
Lo que caracteriza a la estructura del Yo es el hecho de imponer a los elementos presentes
en sus representaciones un esquema relacional que está en consonancia con el orden de
causalidad que impone la lógica del discurso. Lo que definimos como el postulado
estructural, o relacional, o causal, que particulariza a cada sistema: postulado que da
testimonio de la ley según la cual funciona la psique y a la que no escapa ningún sistema.
Ese postulado puede plantearse por medio de tres formulaciones, según cada proceso
considerado:
1. El proceso originario se caracteriza por el postulado del autoengendramiento:
todo existente es autoengendrado por la actividad del sistema que lo representa.
2. El proceso primario se caracteriza por el postulado de que todo existente es un
efecto del poder omnímodo del deseo del Otro.
3. El proceso secundario se rige por el postulado de que todo existente tiene una
causa inteligible que el discurso podrá conocer.
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fragmentos particularísimos representados por su propio espacio corporal y por el
espacio psíquico de los que lo rodean, y en forma más privilegiada, por el espacio
psíquico materno. La primera representación que la psique se forja de sí misma como
actividad representante se realizará a través de la puesta en relación de los efectos
originados en su doble encuentro con el cuerpo y con las producciones de la psique
materna. Si nos limitamos a este estadio, diremos que la única propiedad característica de
estos dos espacios de la que el proceso originario quiere y puede estar informado concierne
a la cualidad del placer y displacer del afecto presente en este encuentro.
El comienzo de la actividad del proceso primario y del proceso secundario partirá de la
necesidad que enfrentará la actividad psíquica de reconocer otros dos caracteres
particulares del objeto cuya presencia es necesaria para su placer: el carácter de la
extraterritorialidad, lo que equivale a reconocer la existencia de un espacio separado del
propio, información que solo podrá ser metabolizada por la actividad del proceso primario;
y la propiedad de significar, o de significación, que posee ese mismo objeto, lo que implica
reconocer que la relación entre los elementos que ocupan el espacio exterior está definida
por la relación entre las significaciones que el discurso proporciona acerca de estos mismos
elementos. Esta información no metabolizable por el proceso primario, exigirá la puesta en
marcha del proceso secundario, gracias a la cual podrá operarse una puesta en sentido
del mundo que respetará un esquema relacional idéntico al esquema que constituye la
estructura del representante, que en esta último caso no es otro que el Yo.
El poder de que dispone la psique concierne al remodelamiento que impone a todo
existente al insertarlo en un esquema relacional preestablecido. Para que la actividad
psíquica sea posible, requiere que pueda incorporar un material exógeno.
Las palabras y los actos maternos se anticipan siempre a lo que el niño puede conocer de
ellos. Si la oferta antecede a la demanda, si el pecho es dado antes que la boca sepa que
lo espera, este desfasaje, por otra parte, es aún más evidente y más total en el registro del
sentido. La palabra materna derrama un flujo portador y creador de sentido que se
anticipa en mucho a la capacidad del infans de reconocer su significación y de retomarla por
cuenta propia. La madre se presenta como un “Yo hablante” o un “Yo hablo” que ubica al
infans en situación de destinatario de un discurso, mientras que él carece de la
posibilidad de apropiarse de la significación del enunciado y que “lo oído” será
metabolizado inevitablemente en un material homogéneo con respecto a la estructura
pictográfica.
Pero, si es cierto que todo encuentro confronta al sujeto con una experiencia que se anticipa
a sus posibilidades de respuesta en el instante en que la vive, la forma más absoluta de tal
anticipación se manifestará en el momento inaugural en que la actividad psíquica del infans
se ve confrontada con las producciones psíquicas de la psique materna y deberá formar
una representación de sí misma a partir de los efectos de este encuentro. Cuando
hablamos de las producciones psíquicas de la madre, nos referimos en forma precisa a los
enunciados mediante los cuales habla del niño y le habla al niño. El discurso materno es el
responsable del efecto de anticipación impuesto, ilustrando de forma ejemplar lo que
entendemos por violencia primaria.
La madre posee el privilegio de ser para el infans el enunciante y el mediador
privilegiado de un discurso ambiental, del que le transmite, bajo una forma predigerida y
premodelada por su propia psique, las conminaciones, las prohibiciones y mediante el cual
le indica los límites de lo posible y de lo lícito. Por eso en este texto la denominaremos la
portavoz.
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A través del discurso que dirige a y sobre el infansa, se forja una representación ideica de
éste último, con la que identifica desde un comienzo al ser del infansa definitivamente
precluido de su conocimiento. El orden que gobierna los enunciados de la voz materna se
limita a dar testimonio de la sujeción del Yo que habla a tres condiciones previas: el sistema
de parentesco, la estructura lingüística, las consecuencias que tienen sobre el discurso los
afectos que intervienen en la otra escena. Trinomio que es causa de la primera violencia,
radical y necesaria, que la psique del infans vivirá en el momento del encuentro con la
voz materna.
El fenómeno de la violencia, tal como lo entendemos aquí, remite en primer lugar a la
diferencia que separa a un espacio psíquico, el de la madre, en que la acción de la
represión ya se ha producido, de la organización psíquica propia del infans. La madre, en
principio, es un sujeto en el que ya ha operado la represión e implantado la instancia
llamada Yo; el discurso que ella dirige al infans lleva la doble marca responsable de la
violencia que él va a operar.
Esta violencia primaria designa lo que en el campo psíquico se impone desde el exterior a
expensas de una primera violación de un espacio y de una actividad que obedece a leyes
heterogéneas al Yo. Por otra parte, la violencia secundaria que se abre camino
apoyándose en su predecesora, de la que representa un exceso por lo general perjudicial
y nunca necesario para el funcionamiento del Yo.
Designamos violencia primaria a la acción mediante la cual se le impone a la psique de otro
una elección, un pensamiento o una acción motivados en el deseo del que lo impone, pero
que se apoyan en un objeto que corresponde para el otro a la categoría de lo necesario. La
violencia primaria alcanza su objetivo, que es convertir a la realización del deseo del que la
ejerce en el objeto demandado por el que la sufre. Se juegan ahí tres registros
fundamentales: lo necesario, el deseo y la demanda.
En el primer caso estamos ante una acción necesaria, de la que el Yo del otro es el
agente, tributo que la actividad psíquica paga para preparar el acceso a un modo de
organización que se realizará a expensas del placer y en beneficio de la constitución futura
de la instancia llamada Yo. En el segundo caso, por el contrario, la violencia se ejerce
contra el Yo.
La categoría de lo necesario corresponde al conjunto de las condiciones indispensables
para que la vida psíquica y física puedan alcanzar y preservar un umbral de autonomía por
debajo del cual solo puede persistir a expensas de un estado de independencia absoluta.
Con el término vida psíquica se designa toda forma de actividad psíquica que exige dos
condiciones: la supervivencia física del cuerpo y la persistencia de una catexia libidinal que
resista a una victoria definitiva de la pulsión de muerte. Cuando estas dos condiciones se
cumplen, se encuentra garantizada la presencia de una actividad psíquica, cualesquiera que
sean su modo de funcionamiento y sus producciones.
La entrada en acción de la psique requiere como condición que al trabajo de la psique del
infans se le añada la función de prótesis de la psique de la madre, prótesis que
consideramos comparable a la del pecho, en cuanto extensión del cuerpo.
El primer encuentro boca-pecho lo consideramos como la experiencia originaria de un
triple descubrimiento: para la psique del infans, la de una experiencia de placer; para el
cuerpo, la de una experiencia de satisfacción y para la madre, no puede postularse nada
universal. Este primer encuentro, el proceso originario tendrá la función de representarlo. En
el momento en el que la boca encuentra el pecho, encuentra y traga un primer sorbo del
mundo. Entre los espacios psíquicos del infans y de la madre, un mismo objeto, una misma
17
experiencia de encuentro, se inscribirá recurriendo a dos escrituras y a dos esquemas
relacionales heterogéneos.
El postulado de autoengendramiento
Lo que caracteriza a cada proceso de metabolización, determinado por el encuentro entre el
espacio psíquico y el espacio exterior a la psique, se define por la especificidad del modelo
relacional impuesto a los elementos de los representado.
En la fase que analizamos, la del proceso originario, el conjunto de las producciones de la
actividad psíquica se adecuará al postulado del autoengendramiento. En nuestro análisis
separamos lo que se relaciona con la economía placer-displacer, característica de este
postulado, y lo que se relaciona con la particularidad de lo representado que él engendra: el
pictograma.
En principio, el encuentro original se produce en el mismo momento del nacimiento, pero
nos permitimos desplazar ese momento para situarlo en el de una primera e inaugural
experiencia de placer: el encuentro entre boca y pecho. Cuando hablamos de momento
originario o de encuentro originario, nos referimos a ese punto de partida.
Podemos aislar una serie de factores responsables de la organización de la actividad
psíquica en esta fase:
1.La presencia de un cuerpo cuya propiedad es preservar por autorregulación su estado de
equilibrio energético. Toda ruptura de este estado se manifestará mediante una experiencia
inconocible, una x que, en el a posteriori del lenguaje se designa como sufrimiento. Toda
aparición de esta experiencia suscita, cuando es posible, una reacción que apunta a
eliminar su causa. Esta reacción, que se origina en la homeostasis del sistema, escapa a
todo conocimiento por parte de la psique. Sin embargo, esta última es informada acerca de
un posible estado de sufrimiento del cuerpo, ante el cual responde mediante la única acción
a su alcance: la alucinación de una modificación en la situación de encuentro, que
niegue su estado de falta. Entonces, la primer respuesta natural del estado psíquico es
desconocer la necesidad, desconocer el cuerpo y conocer solamente el estado que la
psique desea reencontrar. La conducta de llamada aparece solo frente al fracaso de poder
omnímodo del pictograma.
2.Un poder de excitabilidad al que se debe la representación en la psique de los estímulos
originados en el cuerpo y que alcanzan al espíritu, exigencia de trabajo requerido al aparato
psíquico como consecuencia de su ligazón con lo corporal. El trabajo requerido al aparato
psíquico consistirá en metabolizar un elemento de información, proveniente de un
espacio que le es heterogéneo, en un material homogéneo a su estructura, para permitir a
la psique representarse lo que ella quiere reencontrar de su propia experiencia.
3.Un afecto ligado a esta representación, siendo la representación de un afecto y el
afecto de la representación indisociables para y en el registro de lo originario.
4.Desde un primer momento, la doble presencia de un vínculo y de una heterogeneidad
entre la x de la experiencia corporal y el afecto psíquico, que se manifiesta en y por su
representación pictográfica. El afecto es coextenso con la representación y la
representación puede conformarse o no a la realidad de la experiencia corporal.
5.La exigencia constante de la psique: en su campo no puede aparecer nada que no haya
sido metabolizado previamente en una representación pictográfica. La representabilidad
pictográfica del fenómeno constituye una condición necesaria para su existencia psíquica.
18
Lo originario sólo puede conocer los fenómenos que responden a las condiciones de
representabilidad, los restantes carecen de existencia para él.
La actividad del proceso originario es coextensa con una experiencia responsable del
desencadenamiento de la actividad de una o varias funciones del cuerpo, originada en la
excitación de las superficies sensoriales correspondientes.La primera condición de la
representabilidad del encuentro nos remite pues al cuerpo y más precisamente a la
actividad sensorial que lo caracteriza.
Una segunda ley general de la actividad psíquica: la meta a la que apunta nunca es
gratuita, el gasto de trabajo que implica debe asegurarse una prima de placer. De no ser
así, la no catectización de la actividad de representación pondría fin a la actividad vital
misma. Esta prima de placer, a partir del momento en que se la experimenta, se convierte
en meta de la actividad psíquica.
Si bien es cierto que en lo representado del pictograma no puede existir una diferencia entre
la representación que acompaña al amamantamiento y la representación de esta
experiencia en ausencia del pecho, postulamos que la psique percibe muy precozmente un
suplemento de placer cuando a la representación la acompaña una experiencia de
satisfacción real: a condición, sin embargo, de que esta satisfacción pueda proporcionar
placer y no se reduzca a calmar la necesidad. Así, la prima de placer como meta de la
actividad de representación, se encuentra relacionada con la posibilidad de una
representación y de una experiencia que puedan poner respectivamente en escena y en
presencia la unión de dos placeres, el del representante y el del objeto que él representa y
que encuentra en el transcurso de la experiencia.
El cuerpo, al mismo tiempo que es el sustrato necesario para la vida psíquica, el
abastecedor de los modelos somáticos a los que recurre la representación, obedece a leyes
heterogéneas de las de la psique. EL cuerpo aparecerá en un primer momento ante la
instancia psíquica como prueba irreductible de la presencia de otro lugar y, de ese modo,
como objeto privilegiado de deseo de destrucción. Como otro lugar, será detestado en
toda ocasión en la que denuncie los límites del poder de la psique y desmienta la
alucinación de la inexistencia de lo exterior a ella. Si la vida prosigue, el cuerpo, como
conjunto de órganos y de funciones sensoriales gracias a los cuales la psique descubre su
poder, se convierte en fuente y lugar de un placer erógeno.
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Pictograma y especularización
La reproducción de lo mismo
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El término originario define una forma de actividad y un modo de producción que son los
únicos presentes en una fase inaugural de la vida. Tiende al mantenimiento de un estado
estático. Este objetivo puede realizarse de dos maneras:
Existe así una antinomia entre los dos caminos de que dispone la energía psíquica para
alcanzar su meta. El conflicto está presente desde un primer momento.
En el registro económico, lo originario queda bajo el dominio de esta fuerza ciega que tiende
a preservar un estado de quietud y que, abandonada a sí misma, sólo podría oscilar entre
una fijación perpetua al primer soporte encontrado y la imposible aniquilación de sí misma.
El pictograma no es sino la primera representación que se da acerca de sí misma la
actividad psíquica a través de su “puesta en forma” del objeto-zona complementario y del
esquema relacional que ella impone a estas dos entidades.
Cualquiera que sea la diversidad de las experiencias de placer o displacer del infans,
cualquiera que sea la causa (endógena o exógena), la experiencia misma, será
metabolizada.
En nuestra opinión, este esquema relacional, primera metabolización de la relación psique-
mundo y de la relación de la psique con sus producciones, sigue operando siempre. Es a
través de esta misma representación que el proceso originario metabolizará las
producciones psíquicas tanto de lo primario como de lo secundario, en todos los casos en
que estas producciones tienen que ver con la puesta en escena y la puesta en sentido de
un afecto.Alegría y dolor, como sentimientos del Yo, serán metamorfoseados a través de
este proceso en jeroglíficos corporales.
A partir de un momento dado, que caracteriza el pasaje del estado de infans al de niño, la
psique adquirirá conjuntamente los primeros rudimentos del lenguaje y una nueva función:
ello dará lugar a la constitución de un tercer lugar psíquico en el que todo existente deberá
adquirir el status de “pensable”, necesario para que adquiera el de “decible”.
Se instala así una función de intelección cuyo producto será el flujo ideico que
acompañará al conjunto de la actividad, desde la más elemental hasta la más elaborada, de
la que el Yo puede ser el agente. Toda fuente de excitación, toda información, solo logra
tener acceso al registro del Yo si puede dar lugar a la representación de una idea. Se
observa una traducción simultánea en idea de toda forma de vivencia del Yo que tenga la
cualidad de lo consciente.
En lo primario tiene lugar lo pensable. Allí se observan representaciones ideicas.
Después de una primera fase, imagen de palabra e imagen de cosa se han unido, pero
también las conexiones que unen entre sí estos pensamientos-ideas dan nacimiento a un
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“lenguaje” cuya lógica difiere de la que impondrá, por etapas, el discurso que constituye al
Yo.
En un primer momento, el surgimiento de la función de intelección como nueva forma de
actividad se presentará ante la psique como una nueva zona-función erógena cuyo objeto
y cuya fuente de placer será la idea. Es esta una condición necesaria para que el proceso
primario catectice esta “zona pensante” y su forma de actividad. Podemos decir que la
actividad de pensar es una condición de existencia del Yo.
Para el Yo, lo que no puede tener una representación ideica no tendrá existencia, lo que no
quiere decir que no pueda sufrir sus efectos. Por ello toda actividad del Yo comporta una
producción ideica, una autoinformación, especie de comentario de la vivencia en juego y
objetivo de la actividad de pensar, función de lo secundario. Lo que se desarrolla en este
registro se acompaña con lo que llamamos los sentimientos del Yo, es decir, el afecto en su
forma consciente.
Lo que caracteriza al sistema psíquico es que nunca renuncia a sus modos de
representación. Nuestra hipótesis acerca del pictograma postula su copresencia en un lugar
precluido al Yo y a su entendimiento. Ello determina que todo acto de catectización operado
por el Yo y por consiguiente, el conjunto de las relaciones presentes entre el Yo y su objeto
darán lugar a una triple inscripción en el espacio psíquico:
1) En el registro del Yo observamos la inscripción del enunciado de un sentimiento,
enunciado mediante el cual el Yo conoce y transmite su conocimiento acerca de su
relación con los “emblemas-objetos” por él catectizados y que también cumplen una
función de referencias identificatorias.
2) En el registro de lo primario, los anhelos del Yo y sus sentimientos se traducirán
en una fantasía que pondrá en escena lo ya presente de la reunificación operada o
de un despojo padecido.
3) En el registro de lo originario se tendrá un pictograma en el cual el propio Yo se
presenta como zona complementaria, y el objeto catectizado -idea o imagen-
interviene como “lugarteniente” del objeto complementario. Este pictograma es la
representación que forja lo originario se los sentimientos que unen al Yo con sus
objetos.
22
erógenas y la presencia del conjunto de los objetos que se adecuan a ella. El pictograma
es la representación que la psique se da de sí misma como actividad representante; ella
se re-presenta como fuente que engendra el placer erógeno de las partes corporales,
contempla su propia imagen y su propio poder en lo que engendra, es decir lo visto, oído,
percibido que se presenta como autoengendrado por su actividad.
El espacio y la actividad de lo originario son, para nosotros, diferentes del inconsciente y de
los procesos primarios. La propiedad de esta actividad es metabolizar toda vivencia
afectiva presente en la psique en un pictograma que es, indudablemente, representación
del afecto y afecto de la representación. Lo único que esta actividad puede tener como
representado es lo que hemos definido como objeto-zona complementario.
La puesta en forma del pictograma se apoya en el modelado del funcionamiento sensorial,
por ello toda experiencia de placer reproduce la unión órgano sensible-fenómeno percibido,
y toda experiencia de displacer implica el deseo de automutilación del órgano y de
destrucción de los objetos de excitación correspondientes.
De este préstamo tomado de las funciones del cuerpo se deduce que en lo originario lo
único que puede representarse del mundo es lo que puede darse como reflejo especular
del espacio corporal. Definiendo aquí como cuerpo el lugar de la serie de experiencias que
dependen del encuentro sujeto-existente, experiencias que la psique se representa como
efecto de su poder de engendrar los objetos fuente de excitación y de engendrar lo que es
causa de placer o de displacer.
Esta metabolización que opera la actividad de representación persiste durante toda la
existencia. La actividad intelectual y la idea que ella produce se acompañan en la escena
originaria con una misma representación.
En el campo de la psicosis, este fondo representativo puede durante algunos momentos
ocupar el centro de la escena: no porque el pictograma como tal invada la escena de lo
consciente, sino porque en cierto modo, la tarea del proceso secundario que a su manera
prosigue su lucha e intenta defenderse contra esta fractura se invertirá.
CAPÍTULO 4
Intento formular las hipótesis de base que rigen mi práctica. Hemos apostado a la
formulación que señala que cuando hay discrepancia entre el concepto y la cosa, es el
cuerpo teórico mismo el que debe ser puesto en cuestión.
El psicoanálisis con niños es una práctica que se ejerce en las fronteras de la tópica
psíquica. Asistimos a los movimientos de constitución de un sujeto en cuyos orígenes
nos vemos inmersos, en cuya estructuración intervenimos de algún modo. Los
psicoanalistas de niños vivimos sumergidos en una preocupación por lo originario, por los
movimientos fundacionales que vemos emerger “en vivo”, producirse ante nuestros ojos.
Se fue profundizando cada vez más mi alejamiento del formalismo estructuralista y fue
variando mi posición respecto a la llamada función materna, hasta culminar en una
verdadera reformulación del concepto de partida.
23
Una memoria que atraviesa al sujeto (Caso Alberto)
Alberto, de cinco años de edad llega a la consulta por indicación del gabinete
psicopedagógico de la escuela, desde donde se solicita que se realice un diagnóstico y se
buscaran medios terapéuticos para acompañar el proceso escolar del niño. El niño, en
cualquier situación y sin que operar un disparador evidente, comenzaba a hablar cosas sin
sentido, desencadenándose un fragmento de discurso cuyo contexto era inubicable. Los
únicos que puede ubicar su discurso son sus padres, quienes pueden referenciar aquellos
fragmentos a vivencias de Alberto en días anteriores. Estos padres, cultos y preocupados
por su hijo, dan cuenta de problemas que el niño había presentado a lo largo de su crianza.
En el momento de esta primera consulta nos encontrábamos, fenoménicamente, ante la
emergencia de bloques hipermnésicos, descontextualizados, que aparecían sin
desencadenante aparente. La única hipótesis que surgía era la de un fracaso en los
movimientos inhibidores que el yo despliega y que hallan su culminación cuando la
represión opera diferenciando los sistemas psíquicos. Alberto mismo era jugado por
procesos que lo sometían, cuyo control desconocía y de cuyo dominio estaba imposibilitado.
Sobres estas cuestiones se basó, en mucho, la técnica que empleé en los meses
siguientes. Ello nos obliga a detenernos en esta cuestión para dar fundamento de mi
accionar clínico.
Freud en “Lo inconsciente” dice que los sistemas inconscientes son atemporales, es decir,
no están ordenados con arreglo al tiempo, no se modifican por el transcurso de este ni, en
general, tienen relación alguna con él. En el inconsciente, estatuido por la represión, el
tiempo deviene espacio, sistema de recorridos.
El hecho de que las representaciones inconscientes sean atemporales no implica que su
activamiento lo sea. Si el inconsciente se define por su intersección con los otros sistemas
psíquicos y ello hace que el proceso analítico tenga una cierta estructura relacionada con la
temporalidad, se trata de una temporalidad destinada al aprés-coup, que recaptura, en
proceso, los activamientos inconscientes que insisten.
Que el inconsciente sea el reservorio de la memoria quiere decir, entonces, que en él están
las representaciones, inscripciones vivenciales, a disposición del sujeto. En tal sentido,
estas inscripciones pueden progresionar hacia la consciencia sin que ello implique un
verdadero recordar.
En Alberto, la aparición de aquellos fragmentos descontextualizados de discurso daban
cuenta del fracaso en la instalación de los mecanismos inhibidores del yo y, junto con
ello, de la represión misma. Cuando el niño reactualizaba un fragmento de huellas
mnémicas, sus padres, operando como sujetos de memoria, contextualizaban, historizaban,
significaban, aquello que se presentaba más allá de un yo que en el niño pudiera efectuar
estas tareas. Algo activaba, algo disparaba el fragmento mnémico, pero la significación no
operaba del lado de un sujeto que recuerde.
24
Los primerísimos temores infantiles tienen que ver, indudablemente con el esbozo de un
sujeto que se ve en riesgo. No hay una cronología simple de la aparición del miedo
autopreservativo; se trata, por el contrario, de correlaciones entre la angustia y la
estructuración de las instancias que se constituyen en el aparato psíquico en ciernes.
Cuando Alberto teme que se haya hundido mi casa, su pánico no es el de un individuo que
teme el peligro de un ascensor detenido. Se trata de una deconstrucción del espacio,
determinada por su no estabilidad, es decir, por el hecho de que las categorías temporo-
espaciales no se han constituido o están en situación de fracaso, efecto de que el yo -
y por ende, el proceso secundario- no logra estabilizarse como un objeto que, desgajado
del mundo que lo circunda, ubique al mismo tiempo las coordenadas exteriores que lo
sostienen. Él mismo no se desgajaba como objeto de aquellos objetos que lo rodeaban; su
representación yoica no estaba constituida, y debido a ello su cuerpo podía fácilmente
ser atravesado sin que él pudiera controlar sus propios agujeros de entrada y salida. Este
modo de funcionamiento se evidenciaba en distintos fenómenos. Por ejemplo, cuando un
ruido fuerte lo hacía entrar en pánico, lo primero que intentaba no era taparse lo oídos, sino
cerrar las puertas, como si el objeto que causaba el ruido pudiera entrar bruscamente por
allí. No hay psicoanalista de niños, ni de psicóticos, que no sufra periódicamente la
tentación del sentido común: explicarle que la moto no puede volar y . entrar por la ventana.
Sabía del carácter inoperante de tales intervenciones. En mi auxilio venían por otra parte,
las reflexiones metapsicológicas de Freud, proporcionándome un ordenador teórico desde
el cual pensar lo que acaecía. Puse mis manos sobre su cabeza, rodeándola, como
constituyendo una protección y le hablé de los objetos que entraban en ella, de cómo sentía
su cabecita abierta a todas las cosas que entraban y salían, y le propuse ayudarlo a lograr,
juntos, que sintiera que podía abrir y cerrar su cabeza para recibir aquello que hoy lo
invadía, partiéndolo en pedacitos.
Esta intervención no era azarosa, provenía de la idea de que no habiéndose constituído en
el niño el yo-representación, ni el interno-externo del inconsciente, ni el externo-exterior de
la realidad, podían encontrar un ordenamiento a partir de un lugar desde el cual establecer
las diferenciaciones. Era debido a esto que los bloques hipermnésicos progresionaban sin
ligazón ni contextualización hacia el polo motor -en este caso en forma verbal- y que la
corteza psíquica, antiestímulo, quedaba constantemente efraccionada sin que filtrara lo
que recibía ni se ligara desde su interior lo que la perforaba. Las intervenciones
estructurantes no se dirigen a contenidos inconscientes, sino a propiciar modos de
recomposición psíquica poniendo de manifiesto las determinantes que rigen el
funcionamiento habitual.
Nos encontrábamos ante un fracaso de la constitución psíquica, fracaso que conducía a
los síntomas descritos. Acá el término “síntoma” no puede ser concebido en sentido estricto,
ya que hemos definido que el síntoma no puede ser concebido antes de la constitución de la
represión originaria y del consecuente establecimiento tópico de sistemas en oposición,
conflicto y comercio.
Alberto presentaba la mayoría de los rasgos que pueden agruparse dentro de lo que Lang
considera “nudo estructural psicótico”: la naturaleza de su angustia, angustia primaria,
de aniquilamiento, de destrucción; la ruptura con lo real; la infiltración constante de los
procesos secundarios por los procesos primarios; la expresión directa de la pulsión; la
existencia de mecanismos defensivos muy arcaicos; una relación de objeto muy
primitiva predominante. Cuando se encontraba con un objeto similar al conocido, reconocía
lo común, operando por “identidad de percepción”, recubriendo lo nuevo con lo anterior.
25
Estábamos ante un modo de funcionamiento regido por datos indiciales, sin organización de
totalidades que conservaran cierta permanencia.
Alberto existía en el interior de un mundo caótico y desorganizado en el cual los indicios
descomponían la realidad en múltiples objetos parciales; él mismo no se unificaba
imaginariamente como un objeto total. Vive en una lógica de la simultaneidad, no
secuencial, vale decir, no temporalizada.
En la segunda entrevista plantea “Yo no nací de la panza de mi mamá” -Alberto es adoptivo-
“Yo no nací todavía”. “Cuando nazo me pongo así -se pone en el piso en posición fetal- yo
todavía no nací y le pido a mi hermano… porque a mi no me dejaron nacer… yo no tengo
teléfono”.
26
Entre los dos y los tres años del niño, la madre comienza a “verlo” y se recupera el vínculo
entre ambos. El niño empieza a hacer progresos: comienza a dar besos, se baña con
placer, deja los pañales, no admite que lo dejen solo. Al llegar al tercer año, la madre
enferma de tuberculosis y queda nuevamente “mentalmente aislada” del niño. Alberto
comienza a tener pánico a introducirse en la bañadera, no quiere lavarse la cara, no
soporta usar ropa de mangas cortas, deja de controlar esfínteres, se desencadenan los
miedos. En el año siguiente los “síntomas” se agudizan. Al año siguiente, su tía muere.
Desde la escuela piden que retiren a Alberto: comienza la masturbación compulsiva, juega
solo, se desconecta de quienes lo rodean. Cuando habla, el discurso se metonimiza en
forma desbocada.
27
niños cuya evolución se realiza adecuadamente. Tal vez estos elementos hubieran
encontrado otra evolución si no se hubiera producido, a los seis meses, la primera
catástrofe.
Vemos a Alberto quedar capturado por los períodos de conexión y desconexión de la
madre, con el agravante de que quien lo toma a cargo es una mujer traumatizante,
enloquecedora, a la cual el niño queda sometido ante la impasibilidad y el desconocimiento
de sus propios padres. Durante esos dos años de vida, la evolución del niño está
prácticamente detenida. Aparece un cuadro de autismo precoz secundario con todos los
rasgos con los cuales los describe la psiquiatría: no busca la mirada del otro, no manifiesta
placer al contacto, su desarrollo intelectual está casi detenido, las funciones se realizan
mecánicamente. Sin embargo, restos de lo pulsional inscrito irrumpen produciendo
síntomas: pánico a bañarse, uso de chupete y crisis de llanto cuando se lo sacan. Alberto
pasa esos dos años de vida enquistado en el interior de una rigidización de la membrana
para-excitación en la cual se confunden los límites, estímulos y excitaciones.
Los movimientos de ligazón que deberían culminar con la instalación de un yo capaz de
tomar a cargo las excitaciones y tramitarlas no se han producido. El chupeteo aparece
como el único lugar de evacuación “fijada” posible de los sobrantes energéticos. Alberto ha
quedado fijado a los investimientos primarios a los cuales fue sometido antes de que el
vínculo originario con la madre se catastrofara. El niño ha “soldado” en una corteza
rigidizada su protección ante el desborde excitante interno y externo al cual se ve
sometido, dada la falta de respondientes intrapsíquicos y de contención externa. No
hay regulación por el principio de placer, no hay posibilidad de contacto de piel ni
intercambio simbólico con el semejante.
Cuando retoma el vínculo con la madre, vemos elementos que dan cuenta de que ha
logrado instaurar movimientos amorosos y representacionales tanto del semejante como de
sí mismo. El yo parece haberse instalado, también la relación hacia el semejante.
A los tres años, con la nueva enfermedad de la madre, y un repliegue narcisista de ella,
Alberto queda librado a sí mismo, un sí mismo precariamente instalado. Los pánicos
aparecen resignificados por este movimiento de instalación-despedazamiento yoico.
Aparece un nuevo fenómeno: no puede dejar expuestos fragmentos de sí mismo, como
si se hubiera establecido un fenómenos de “escurrimiento”. Es necesario que haya algún
tipo de representación de sí mismo en riesgo para que ello se produzca, vale decir que la
tópica del yo se haya constituído. Los bebés hospitalizados, que han sido abandonados a
su suerte, no producen este síntoma.
Por otra parte, su discurso, cada vez más rico, se tornó incoherente, quedando
capturado por terrores que transformaron su propia vida y la de quienes lo rodeaban de un
enorme sufrimiento cotidiano.
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sobre que nos tomaríamos un plazo para intentarlo y que si ello no funcionaba,
recurriríamos a una medicación complementaria.
Elegí, para la primera etapa del proceso analítico una técnica basada en proponer anclajes
a las movilizaciones de investimentos que se precipitaban hacia la descarga, sea bajo
el modo de conductas motrices, sea como logorrea. Enlazar un afecto con una
representación mediante la palabra era el modo de propiciar una detención ligadora de
la circulación desenfrenada. Alberto no se angustiaba, no podía registrar sus afectos, en
la medida en que, en el momento en que se desencadenaba el problema, no había sujeto
capaz de cualificar aquello que lo invadía desde su interior.
Ayudar a construir una first-me-possesion (primera posesión de sí mismo) a partir de la cual
establecer una diferenciación: intrapsíquica, con el inconsciente; intersubjetiva, con el
objeto de amor. La represión originaria podría ejercer su función de evitar el pasaje de las
representaciones inconscientes al preconsciente.
Con relación a lo intrasubjetivo, la función materna, aunque fallida, había operado bajo
dos formas: propiciando la inscripción de investimientos libidinales que generaban los
prerrequisitos de la fundación del inconsciente; y habiendo establecido, en ciertos
momentos, investimentos totalizantes que permitían precipitar algunas constelaciones
yoicas, aunque con los riesgos de desarticulación y las fallas que hemos descripto.
No nos encontrábamos, entonces, ni ante una cáscara vacía, como la que vemos en ciertos
autismos, ni ante un conglomerado pulsional desbordado en el cual nunca se hubieran
constituido mínimos movimientos de narcisización.
Nuestro paciente no era el producto residual de una falla de narcisización originaria que lo
dejara librado a los investimientos masivos de las representaciones pulsionales inscritas. En
él oscilaban, así como habían oscilado a lo largo de su vida, presencias y ausencias de
objetos amorosos que propiciaban ligazones y desligazones cuyos efectos
transferenciales pude recoger en el campo del análisis.
En los momentos de angustia extrema, Alberto se veía enfrentado a un movimiento de
desligazón que lo precipitaba en sentimientos de riesgo de aniquilamiento con
desestrcuturaciones del pensamiento. Esta aniquilación, esta desligazón, asume la forma
clínica como operancia de la pulsión de muerte.
“Era como un bebé de juguete” dice la mamá de Alberto en una entrevista que tuvimos al
poco tiempo de iniciado el tratamiento. Cuando releo esto me conmueve la forma con la
cual vi reaparecer, desde el niño, esta imágen.
Muchas sesiones del tratamiento estuvieron destinadas a inscribir en él, una imágen de sí
mismo, a ayudarlo a fundar la tópica yoica. La mano sobre la frente era acompañada de
otra forma de anclaje. En ciertos momentos, en los cuales yo quería detener ese
movimiento desesperado, motor o verbal, lo llamaba repetidamente por su nombre. Un
día, en medio de una crisis de ese tipo, se tiró al suelo y me dijo: “Decime: Alberto!!”. Me
pedía que yo efectuara el ejercicio de nominación que le permitía organizarse.
Su rostro presentaba una sonrisa estereotipada, el rostro convertido en una máscara de
ojos vacíos.
En muchos momentos, cuando sus estallidos de furor comenzaban a expresarse, me veía
obligada a apartarlo con fuerza, a impedir que me lastimara con sus golpes. Cuando la
agitación cedía, intentaba hablar con él de qué era lo que había disparado su odio.
Generalmente intensos sentimientos de culpa lo invadían y se preocupaba mucho de que
no estuviera enojada como consecuencia de ello.
29
A partir de estos movimientos, comienza una tarea por rehumanizar a Alberto, por lograr
que sus padres dejen de considerarlo “un loquito”. Yo me fui convirtiendo en un referente
simbólico para él, como un ordenador que diferencia claramente del resto de sus vínculos.
De los múltiples problemas teóricos y clínicos que el abordaje de una psicosis infantil pone
en juego para el psicoanalista, he escogido como tema de mi exposición, la cuestión de la
función materna en la estructuración de lo originario, partiendo de la idea de que en
este campo del psicoanálisis de niños y particularmente en lo que refiere a las psicosis
infantiles, donde se ponen de manifiesto las teorías que los analistas sostienen como
sustrato teórico general de su práctica.
Innatismo versus psiquismo en estructuración; función constituyente del vínculo
materno versus autonomía de un sujeto que se despliega en una potencialidad definida
desde el desarrollo; concepción del narcisismo como objetal o anobjetal; ubicación de la
función materna como auxiliar o como fundante; definición del Edipo como estructura o
como conflicto. La teoría no funciona en forma pura; diversas líneas teóricas toman partido
por más de una opción a la vez.
Cada acto clínico, cada resolución diagnóstica, nos confronta a opciones tanto de ideología
terapéutica como de definición metapsicológica.
Las psicosis infantiles deben ser reconocidas en su multiplicidad polimorfa; ello implica
salir de la propuesta estructuralista originaria de concebir la psicosis como causada por un
mecanismo único desde una modalidad cristalizada de función materna (dominancia
narcisista de la captura fálica del hijo por parte de la madre, y su imposibilidad de
construirse como sujeto a partir de esta variable determinante). Debemos relativizar la idea
de definir un modelo del orden “madre de psicóticos”, es necesario deshomogeneizar las
descripciones.
Retomar la función materna como función constituyente implica no sólo diferenciarse de
aquellas corrientes que la reducen a lo autoconservativo, sino con un estructuralismo que la
concibe bajo el sólo ángulo de la narcisización. Recuperar el carácter de sujeto sexuado
de la madre, es decir, provisto de inconsciente.
El carácter polimorfo, variable, crea condiciones difíciles para un diagnóstico taxativo de las
psicosis infantiles. Por otra parte, es evidente a esta altura que gran parte de los trastornos
que en la infancia son diagnosticados como “trastornos madurativos” o “trastornos del
desarrollo”, evolucionan cada vez más hacia formas psicóticas, francas, productivas.
Es necesario, desde la teoría, que nuestra psicopatología sea definida desde una
propuesta metapsicológica, que puede transformar los síntomas en indicios que den
cuenta de la estructuración psíquica.
Ubiquemos, a grandes rasgos, momentos de la estructuración precoz, siguiendo para ello
los modelos freudianos:
1. Un primer tiempo que ubica la función del semejante en la instauración de las
representaciones de base y da origen a la alucinación primitiva como modo de
recarga de la huella mnémica de la primera vivencia de satisfacción.
2. Un primer tiempo de la sexualidad, instauración de las representaciones que luego
constituirán los fondos del inconsciente. De no producirse esta sexualización precoz,
la cría humana no lograría niveles básicos de hominización.
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3. Un segundo tiempo de la sexualidad, constituido por la represión originaria y el
establecimiento del yo representación narcisista. De no instalarse este tiempo
segundo de la sexualidad, y por ende de la vida psíquica, el sujeto se vería frente a
la imposibilidad de estructurar ordenamientos espacio-temporales a partir de la no
instalación del proceso secundario, dando lugar a formas de funcionamiento
esquizofrenoides infantiles.
Post scriptum
31
generando en él una especie de anulación del enigma del nacimiento pese al conocimiento
intelectual de sus orígenes.
Alberto comenzó a organizar relaciones témporo-espaciales, a desplegar de un modo
inédito su capacidad lúdica. Controló definitivamente esfínteres. Usaba camisas y
pantalones cortos. Comenzó a establecer vínculos con otros niños y posibilidades de goce
compartido se iban abriendo. En ese año, quedó “fijado” a un objeto, un pequeño conejo de
peluche que llevaba consigo a todas partes. Lo que Winnicott llama “objeto consolador”,
pero que en este caso tomaba características, ya sea de doble, ya se a “objeto fetiche”. El
conejo hacía en sesión todas las cosas que Alberto deseaba pero a las cuales había
comenzado a rehusarse a partir del establecimiento de la represión. Ni de día ni de noche
Alberto se separaba de su conejo, que operaba como una parte disociada de él mismo. Le
indique a los padres qué conducta seguir ante la situación: respeto hacia el objeto y al
mismo tiempo ninguna alianza que convalidara las conductas cuasi delirantes del niño. Sin
desestimar ni atacar el carácter sintomal que esta relación asumía, no fuera convalidada por
parte de los padres, la creencia delirante en su humanización.
Comenzaba un nuevo proceso marcado por resistencias. Ello daba cuenta del
emplazamiento del inconsciente sistémico y de la represión concomitante. Por primera
vez podía rehusarse a las interpretaciones.
A comienzos del año siguiente, cierto estancamiento del tratamiento se había producido.
Las tareas planteadas para esa etapa aparecían como resueltas, y el niño debía empezar a
recibir ayuda psicopedagógica para completar algunas nociones cuyos déficit arrastraba.
Me preguntaba cuál era el camino a seguir. Alberto necesitaría muchos años más de
análisis hasta que los aspectos más seriamente perturbados estuvieran definitivamente
saldados. Por otro lado ¿era necesario mantenerlo en análisis todo el tiempo? ¿no
conduciría eso a un agotamiento del espacio? Acordé con él una interrupción del
tratamiento, dejando abierto el espacio de comunicación frente a nuevas dificultades que se
le plantearan. Posiblemente los embates de la pubertad sometan a Alberto a tareas
inéditas para cuya simbolización requerirá del espacio analítico.
CAPÍTULO 5
Tratar al niño solo o en familia, incluir a los padres, entrevistar a los hermanos, no son
meras cuestiones relativas a la técnica. Cada una de estas opciones está determinada por
una concepción del funcionamiento psíquico, un modo de “entender” el síntoma.
¿Son todos los discursos, todas las interacciones, todos los actos del semejante algo que
tiene que ver con el inconsciente del niño? ¿Qué relación existe entre las interacciones
parentales y las determinaciones sintomales, singulares, específicas, que hacen a la
neurosis de la infancia?
Si las relaciones entre teoría y clínica implican la definición de un método, sabemos ya que
el método no puede concebirse al margen de las correlaciones con el objeto que se
pretende cercar, transformar. Es esta, la cuestión del objeto en psicoanálisis con niños.
Ello me ha conducido a intentar definir,desde los tiempos de constitución del sujeto
psíquico, ciertos paradigmas que permitan el ordenamiento de un accionar clínico que no
se sostenga meramente en la intuición del practicante.
He tomado partido hace ya varios años por la propuesta freudiana que concibe al
inconsciente como no existente desde los orígenes, determinadas las producciones
sintomales por relaciones existentes entre los sistemas psíquicos, sistemas que implican
32
contenidos diversos y modos de funcionamiento diferentes. A partir de ello, mi investigación
avanza en la dirección de definir una serie de premisas de la clínica que puedan ser
sometidas a un ordenamiento metapsicológico.
Sometamos a discusión las premisas de base que guían nuestra práctica. Es la categoría
niño, en términos del psicoanálisis, la que debe ser precisada y ello en el marco de una
definición de lo originario. Se dice que se trata siempre de “análisis”, lo cual supone
entonces un método de conocimiento del inconsciente. Esto no es sin embargo tan lineal,
dado el el inconsciente sólo puede explorado, en el sujeto singular y por relación a la
neurosis, una vez establecido el conflicto psíquico que da origen al síntoma y ello no es
posible antes de que se hayan producido ciertos movimientos de estructuración
marcados por la represión originaria.
Es imposible establecer una correlación entre teoría y clínica sin definir previamente este
problema del objeto y el método. El psicoanálisis de neuróticos (adultos o niños con su
aparato psíquico constituido, en los cuales el síntoma emerge como formación del
inconsciente) transcurre, inevitablemente, los caminos de la libre asociación y esta libre
asociación se establece por las vías de lo reprimido -más aún, de lo secundariamente
reprimido-, puesto a ser recuperado por la interpretación. Pero para que ello ocurra es
necesario que el inconsciente y el preconsciente se hayan diferenciado en tanto
sistemas y aún más, que el superyó se haya estructurado en el marco de las
identificaciones secundarias residuales del complejo de Edipo sepultado. ¿De qué modo
ocurre esto, en cambio, cuando el inconsciente no ha terminado aún de constituirse.
Cuando las representaciones primordiales de la sexualidad pulsional originaria no han
encontrado un lugar definitivo, no han sido “fijadas” al inconsciente? Se abre acá una
dimensión clínica nueva, la cual sólo puede establecerse a partir de ubicar la estructura real,
existente, para luego definir la manera mediante la cual debe operar el psicoanálisis cuando
el inconsciente no ha encontrado aún su topos definitivo, cuando el sujeto se halla en
constitución.
Conocemos las diversas soluciones que se han ofrecido a lo largo de la historia del
psicoanálisis. El kleinismo abrió la vía y fijó las premisas para que analizar niños sea
posible, pero asentándose para esto en la perspectiva más endogenista de la propuesta
freudiana acerca de la constitución del inconsciente.
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ninguna interpretación y se ve una desviación de los conocimientos surgidos del
psicoanálisis para fines diversos de aquellos con los cuáles el método fue creado. Se
sostiene una concepción del niño como un egoísta inmoral que debía ser educado.
Por su parte, Melanie Klein se instala en la dimensión de la analizabilidad, considerando al
niño posible de ello y por supuesto, de transferencia. Plantea la imposibilidad de combinar
trabajo analpitico y educativo, sosteniendo que una de esas actividades anula de hecho a la
otra. Considera que si el analista toma el rol del superó, cerrando la ruta del consciente a
las tendencias pulsionales, se constituye como el representante de las facultades de la
represión.
Será necesario desde la perspectiva que estamos proponiendo, puntualizar que este
inconsciente no está allí desde siempre, sino que es el efecto de aquello que de la historia
traumática, pulsional, ha quedado inscrito, desarticulado y rehusado su ingreso a la
consciencia bajo el efecto de la represión originaria.
La segunda mitad del siglo está atravesada, en lo que a la teoría psicoanalítica respecta,
por una propuesta que tiende a tomar cada vez más en cuenta, en la fundación del
psiquismo, aquellos determinantes exógenos que lo constituyen, contemplando cada vez
más la función de las figuras significativas que tienen a cargo la crianza del niño.
tomando en cuenta las vicisitudes estructurantes en el interior de los vínculos
primordiales acuñados, a partir de cierta vertiente más actual, como “estructura del Edipo”.
Dentro del pos-kleinismo, autores como Winnicott y Tustin han puesto el acento en la
función materna y en las consecuencias de esta para la evolución normal o patológica del
cachorro humano.
Desde nuestra perspectiva consideramos al inconsciente como un producto de relaciones
humanizantes en las cuales la cría humana se constituye, que no está dado desde el
comienzo.
Desde la concepción de Klein, todo discurso, toda producción psíquica, simboliza lo
inconsciente. La famosa técnica de traducción simultánea se sostiene en una concepción
expresiva, tanto del lenguaje como del juego, concebidos como forma en la cual hay que
buscar el discurso de la pulsión. Desde esta concepción se sostiene un inconsciente
universal y existente desde los orígenes. Klein no interpreta desde la contratransferencia:
cree en la existencia de premisas universales del funcionamiento psíquico, de los fantasmas
originarios y en ellas se sostiene para hacer progresar el análisis. Concebir un inconsciente
así definido por las fantasías de carácter universal lleva, inevitablemente a un juego de
traducciones en el cual la libre asociación no ocupa un lugar central. Aquellas
interpretaciones ejercidas como traducción simultánea, en las cuales la transcripción directa
del inconsciente sin pasaje por la libre asociación produce una sobreimpresión y una
saturación de sentido por parte del analista.
Hemos dado todo este rodeo para señalar las insuficiencias que arrastramos en
psicoanálisis de niños para definir la relación entre objeto y método. Cada escuela sigue su
propio camino intentando avanzar sobre los presupuestos que ha montado.
La propuesta teórica de Klein indica un inconsciente funcionando desde los orígenes, el
superyó como derivado directo del ello -tempranamente instalado-, las defensas precoces
operando desde los inicios de la vida, todo ello favoreciendo la transferencia y las
condiciones de analizabilidad en la infancia.
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Debemos, desde nuestra perspectiva, reubicar cada uno de estos elementos a partir de
ubicar los distintos tiempos de la constitución psíquica y definir los diversos momentos
de su estructuración. Avanzar en la construcción de una teoría de lo originario en la cual
basar nuestros enunciados clínicos.
Por su parte, la concepción clásica del análisis de niños, concepción derivada del kleinismo,
implica una inversión de los pasos a seguir. Se ha partido del establecimiento del método y
desde ello se ha definido al objeto:
Vemos actualmente al análisis de niños oscilar entre dos polos: aquel derivado del
kleinismo que da por sentada la existencia del inconsciente desde los orígenes,
concibiéndolo desde una determinación endógena y el que ubica al niño sea como falo o
soporte del deseo materno, sea como síntoma de la pareja conyugal.
Una definición de lo infantil en el interior del psicoanálisis se torna imprescindible, con vistas
a cercar nuestro campo de trabajo.
Que la neurosis sea definida en su carácter histórico implica el reconocimiento de que algo
del pasado insiste con carácter repetitivo y busca modos de ligazón y organización
transaccionales a partir de la constitución de un síntoma. Se trata de algo fijado, del orden
inconsciente, e inscrito en forma permanente a partir de la sexualidad infantil reprimida.
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El origen de las neurosis debe ser buscado entonces por relación al inconsciente y el origen
de este inconsciente se define respecto de la sexualidad infantil, sexualidad que
encuentra su punto de culminación en el conflicto edípico bajo la primacía de la etapa
fálica, pero que es en principio autoerótica, pregenital, ligada a las inscripciones pulsionales
de partida. Lo infantil se inscribe así, para el psicoanálisis, en el inconsciente.
La primera cuestión por ubicar, si queremos otorgar algún tipo de racionalidad a nuestra
praxis, consiste entonces en definir, bajo la perspectiva psicoanalítica, la categoría de
infancia como tiempo de estructuración del aparato psíquico.
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Lo infantil, en tanto inseparable de lo pulsional, alude a un modo de inscripción y
funcionamiento de lo sexual. En razón de ello, lo infantil es inseparable de los tiempos de
constitución del inconsciente.
Si los tiempos de la infancia no han producido el sepultamiento de las inscripciones que en
ella se producen, del lado de lo originario, vale decir, del inconsciente, lo que encontraremos
entonces no será remanente de lo infantil, sino una estructuración de otro tipo.
Lo infantil en psicoanálisis no se presenta entonces como infantilización, tampoco se
contrapone a lo adulto, en el sentido evolutivo. Su estatuto está determinado por el
anudamiento, en tiempos primerísimos de la vida, de una sexualidad destinada a la
represión, vale decir, a su sepultamiento en el inconsciente.
Lo infantil no puede ser definido, en psicoanálisis, sino por relación a lo originario, es decir,
aprés-coup. Debemos reubicar la categoría de infancia encontrando en los textos
metapsicológicos un modo de cercar esos tiempos de estructuración de lo originario.
La conflictiva edípica debe remitir a las formas de ejercicio de los intercambios libidinales
por relación al sujeto sexualizado, pensada desde una perspectiva que tome en cuenta las
vicisitudes de las inscripciones inconscientes de los objetos originarios y su perspectiva
futura.
La captura del niño en el entramado de la neurosis parental tiene una característica diversa
por relación a todo vínculo interhumano: la profunda dependencia vital a la cual el niño
está sometido. Pero esta dependencia cobra un sentido distinto cuando ubicamos
claramente las consecuencias psíquicas que implica: dejar inerme al niño ante las
maniobras sexuales, constituyentes y neurotizantes del semejante.
La realidad estructurante del inconsciente infantil, aquella que tiene que ver con el
inconsciente parental y con el Edipo, no es la realidad de la familia: es más reducida y
más amplia al mismo tiempo. Es más reducida porque no son todas las interacciones
familiares las que se inscriben en el inconsciente del niño; es más amplia porque se
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desplaza a través de objetos sustitutos que cobran significación por rasgos metáforo-
metonímicos de los objetos originarios: cuidadores, educadores, familiares lejanos.
La categoría “padre” y “madre” encubre, en muchos casos, el carácter sexuado de ellos.
Pero, al citar a ambos padres conjuntamente, se obtura, detrás de la categoría “padres”, la
categoría “sujetos sexuados”, sujetos del inconsciente, y ello opera inevitablemente como
una expulsión de lo sexual, en el comienzo de la apreciación sintomal.
Una propuesta que pivotee en la constitución de la tópica instituida por movimientos
fundacionales tomando en cuenta que estos implican tiempos reales, históricos, abrirá una
perspectiva que genere un ordenamiento del campo de alcances tanto teóricos como
clínicos, permitiendo la elección de estrategias terapéuticas a partir de las condiciones
de estructuración del objeto. Podemos cercar los movimientos de fundación del
psiquismo a partir de transformaciones estructurales del aparato psíquico infantil y poner
en correlación los determinantes exógenos que hacen a esta constitución por relación a los
procesos que se desencadenan en la fundación de la tópica. Tomando a la represión
originaria como movimiento fundante del clivaje que da origen al inconsciente.
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del cual se ordenan todos los intercambios. La función del falo es, por supuesto, central en
relación con el narcisismo y la castración maternos, pero su estatuto en los tiempos de la
estructuración psíquica del niño, tiempos reales, no míticos, debe ser reubicado. Y ello en
razón de que el falo es un ordenador segundo en el sujeto, aun cuando sea primario en la
estructura, dado que el narcisismo no es el primer tiempo de la sexualidad infantil, y mucho
menos de la vida.
Psicoanalíticamente, lo que es definitorio del lado de la madre es el hecho de que esta es
sujeto del inconsciente, sujeto clivado, y que sus sistemas psíquicos comportan al mismo
tiempo elementos reprimidos de su sexualidad infantil, pulsional y ordenamientos
narcisisticos, amorosos.
La metábola, como modo de inscripción de las representaciones de base destinadas luego,
por aprés-coup, a la represión, pone el acento en ese metabolismo extraño que, entre el
inconsciente de la madre y el inconsciente en constitución del niño, abre el campo de
implantación y parasitaje de una sexualidad prematura que deviene motor de todo
progreso psíquico.
Respecto a la función paterna es necesario tener en cuenta que ella se constituye como
polo simbólico, ordenador de las funciones secundarias que se establecen a partir de la
represión, y que se sostienen en un juego complejo entre soporte del padre real y función
paterna.
Estas funciones se ejercen a partir de sujetos concretos, singulares e históricos,
atravesados por su propio inconsciente, por sus deseos incestuosos, parricidas e incluso,
ambivalentes por relación a la madre. Ambos miembros de la estructura parental son, en
primera instancia y en el vínculo instituyente con sus hijos, sujetos del inconsciente. En el
marco de estos intercambios, concebir al niño por la posición que ocupa por relación al
deseo del otro, no sólo es insuficiente, sino incluso obturante.
La indicación de un análisis debe encontrar su determinación a partir de la operancia del
conflicto intrasubjetivo, por el hecho de que un sistema sufra a costa de la conservación del
goce en otro. El sufrimiento psíquico por la emergencia de angustia o por los subrogados
sintomales que de ella derivan es el primer indicador de las posibilidades de analizabilidad
del sujeto.
Nuestro problema actual es encontrar los indicios de constitución del inconsciente,
reubicar su estatuto metapsicológico en los tiempos de estructuración del psiquismo -
estatuto tópico y sistémico- y, a partir de ello, definir las estrategias de analizabilidad en la
infancia.
La neurosis infantil es indefinible en sí misma; sólo puede establecerse el carácter neurótico
de un síntoma por contraposición a las formaciones anteriores a la represión originaria o
secundaria, según el momento de abordaje del psiquismo. Ubicar los elementos que hacen
al funcionamiento de la represión originaria y secundaria, así como los tiempos anteriores y
posteriores a ella, es la cuestión central que el psicoanálisis de niños debe encarar. Ello no
quiere decir que antes de que se establezcan los clivajes del aparato psíquico a los cuales
estos movimientos dan origen no haya posibilidades de operar psicoanalíticamente.
Los sistemas se constituyen como clivados en tanto son efecto de investimentos y
contrainvestimentos, de deseos y prohibiciones. Los mensajes y contramensajes obedecen
a clivajes entre lo inconsciente y lo preconsciente, no provienen del mismo sistema, en el
caso de los padres, no yendo tampoco a parar al mismo sistema del lado del hijo.
Manipulaciones sexuales, primarias, ligadas al deseo reprimido parental, operan
deslizándose por entre los cuidados autoconservativos con los cuales los padres se hacen
cargo del niño, mientras que del lado del preconsciente de los padres estos mismos deseos
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están contrainvestidos, narcisizados, sublimados y se emiten en estructuras discursivas
ligadas a la represión.
Una vez constituido este aparato psíquico a partir de las introyecciones, metábolas de
los deseos y prohibiciones parentales, estará el sujeto en condiciones de generar
síntomas neuróticos, es decir, abierto a la posibilidad productiva de que emerjan las
formaciones del inconsciente. A partir de que la represión originaria opere, a partir de que
el lenguaje se haya instaurado, que el yo se haya emplazado en el interior de la tópica
psíquica del niño, recién entonces, esto revertirá sobre la estructura originaria de partida
como un sistema de proyecciones.
El análisis circulará entonces por las representaciones fantasmáticas, inconscientes,
residuales de la sexualidad pulsional reprimida. El ataque que sufrirá el yo por parte del
inconsciente será vivido por el sujeto dando origen a la angustia que expresa la operancia
de la pulsión de muerte como sexualidad desligada, riesgosa, desintegrante. Ahora sí habrá
un sujeto psíquico que sufrirá por razones “intrasubjetivas”, un sujeto que vivirá la
amenaza constante de su propio inconsciente y que será plausible de analizabilidad.
Al concebir al inconsciente fundado como residual, por metábola, la interpretación no podrá
soslayar la historia, la singularidad de las inscripciones producidas en el marco de los
intercambios primarios. Al concebir a este inconsciente como producto de la represión,
fundado por aprés-coup, el analista de niños deberá ser sumamente preciso en su técnica
para dar cuenta de sus intervenciones: momentos fundacionales del aparato, momentos
ligadores tendientes a instaurar lo no constituido, momentos interpretantes para hacer
consciente lo inconsciente.
Una definción de infancia, en términos psicoanalíticos, podría establecerse provisionalmente
en los siguientes términos: la infancia es el tiempo de instauración de la sexualidad humana,
y de la constitución de los grandes movimientos que organizan sus destinos en el interior de
un aparato psíquico destinado al aprés-coup, abierto a nuevas resignificaciones y en vías de
transformación hacia nuevos niveles de complejización posibles. Los tiempos originarios de
esta fundación deben ser cuidadosamente explorados por el analista, porque de ello
dependerá la elección de líneas clínicas y los modos de intervención que propulsen su
accionar práctico.
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inconscientes o como cosa que estalla en el psiquismo, si la represión está posicionada,
etc. Partimos de la concepción de una estructura históricamente determinada y por ende
plausible de ser transformada.
En las circunstancias actuales no se trata, como en tiempos de Freud, de la elección de
pacientes para poder ejercer el análisis, sino de la elección de las condiciones de
aplicación del método y de las posibilidades de su implementación a partir del ejercicio de
una práctica definida en el interior de variables metapsicológicas que posibiliten la
elección de una estrategia terapéutica. Se busca definir los modos de la práctica analítica
a partir de someter su racionalidad a la metapsicología, estableciendo la revisión de
aquellos enunciados que pueden obstaculizar la depuración de variables tendientes a
generar condiciones de desarrollo tanto de la teoría como de la práctica clínica.
Hubo un tiempo en el que se consideraba que ,detrás del motivo de consulta “manifiesto”
había otro “latente”. Se trataba de salir de la demanda sintomal, o de la patología aparente,
para pasar a buscar la determinación inconsciente, y es innegable el valor que esto tenía.
Sin embargo, la denominación misma de “motivo de consulta latente” está impregnada de
una concepción del psiquismo que vengo sometiendo a debate desde hace ya algunos
años: la convicción de que lo manifiesto es falso y que “el inconsciente sabe”. Si se supone
que el motivo de consulta es latente, esta opción es solidaria de la convicción de que la
patología anida en el inconsciente, cuestión con la cual no puedo coincidir en lo absoluto, ya
que desconoce el hecho de que los modos del sufrimiento patológicos son el efecto de las
relaciones entre los sistemas psíquicos, y no algo que está constituido en el interior del
inconsciente presto a salir a la luz a partir de la intervención del analista.
Y sin embargo, es cierto que hay una distancia entre el motivo de consulta y la razón de
análisis: aquello que justificaba, que da razón de ser, a la instalación de un tipo de
dispositivo generado para iniciar un proceso capaz de constituir un sujeto de análisis. La
detección de un sujeto de análisis, plausible de instalarse en el interior del método, o la
detección de un sujeto de análisis, con el cual se creen los prerrequisito necesarios para el
funcionamiento psíquico y el ordenamiento tópico que lo posibilita, es el objetivo
fundamental del pasaje de motivo de consulta a producción de la razón de análisis.
Existen ocasiones en las cuales el trabajo no se trata de analizar los fantasmas
inconscientes, sino de establecer un verdaderos proceso de neogénesis que pusiera en
marcha un funcionamiento estructural distinto. A diferencia de un “motivo de consulta
latente”, que estuviera inscripto en el inconsciente, se puede ofrecer una construcción que
diera cuenta de la razón de análisis, proponiendo a partir de esto el método a seguir y las
formas que asumiera la prescripción analítica.
La heterogeneidad representacional con la cual funciona el psiquismo en general no se
reduce a una sola forma de la simbolización, ya que coexisten en el inconsciente
representaciones-cosa que nunca fueron transcriptas -efecto de la represión originaria-,
representaciones palabra designificadas por la represión secundaria que ha devenido
representación cosa pero que pueden reencontrar su estatuto de significación al ser
levantada la represión e incluso signos de percepción que no logran su ensamblaje y que
operan al ser investidos con alto poder de circulación por los sistemas sin quedar fijados a
ninguno de ellos. Estos signos de percepción son elementos arcaicos que deben ser
concebidos semióticamente no como significantes sino como indicios, y restituidos en si
génesis mediante puentes simbólicos efecto de la intervención analítica.
Las cuestiones que remiten a la construcción del sujeto de análisis no se reducen al
momento inicial de la cura, sino que pueden atravesar también los momentos de fractura
que el proceso puede sufrir en virtud de que las vías de acceso de lo real al aparato
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psíquico estén abiertas. Ellas lo obligan a un trabajo constante de metabolización y
recomposición simbólica de lo real vivido.
Si diferenciar motivo de consulta de razón de análisis debe ser el eje de las primeras
entrevistas con vistas a la selección de la estrategia para la construcción del sujeto de
análisis, no hay duda de que en la infancia esto toma un carácter central a partir de que
trabajamos en los tiempos mismos de construcción del aparato psíquico y de definición
de los destinos deseantes del sujeto en ciernes.
Definir claramente la ubicación del riesgo patológico en el marco de un corte estructural del
proceso histórico que constituye el psiquismo es la tarea central de un analista de niños.
Definir la razón de análisis es entonces reposicionar el motivo de consulta en el marco de
las determinaciones que lo constituyen, lo cual implica la construcción, a partir de la
metapsicología, de un modelo lo más cercano a la realidad del objeto que abordamos y su
funcionamiento. Esto torna no sólo más racionales nuestras intervenciones, sino más
fecundos sus resultados.
En análisis nos encontramos frente a un discurso, tanto cuando se trata de los padres como
del hijo, a que cabe calificar como alienado en el sentido etimológico de la palabra, ya que
no se trata del discurso del sujeto, sino del de los otros, o de la opinión. El primer discurso
de los padres suele ser, antes que nada, el discurso de los otros. Su sufrimiento puede ser
expresado solo en la medida en que pueden estar seguros de ser escuchados. La primera
entrevista con el psicoanalista es más reveladora en lo que se refiere a las distorsiones del
discurso que a su contenido mismo. La verdad de ese discurso, como nos lo recuerda
Lacan, se construye en el Otro, siempre a través de una cierta ilusión.
Si algo se pierde en la confrontación con el analista, es una cierta mentira; a través de este
abandono, el sujeto recibe en cambio y como verdadero don, el acceso a su verdad.
Cuando los padres consultan por su hijo, más allá de este objeto que le traen, el analista
debe esclarecer el sentido de su sufrimiento o de su trastorno en la historia misma de los
dos padres. Emprender un psicoanálisis del niño no obliga a los padres a cuestionar su
propia vida. Al comienzo, antes de la entrada del niño en su propio análisis, conviene
reflexionar sobre el lugar que ocupa en la fantasía parental. La precaución es necesaria
para que los padres puedan aceptar después que el niño tenga un destino propio. Madre e
hijo deben ser considerados entonces en el plano psicoanalítico: la evolución de uno sólo es
posible si el otro la puede aceptar. El rol del psicoanalista es el de permitir, a través del
cuestionamiento de una situación, que el niño emprenda un camino propio.
Caso Sabine: 11 años. Mi carta como negativa a entrar en el juego de la madre, fue en sí
misma una intervención terapéutica. Lo que está en juego no es el síntoma escolar, sino la
imposibilidad del niño de desarrollarse con deseos propios, no alienados en las fantasía
parentales. Esta alienación en el deseo del Otro se manifiesta mediante una serie de
trastornos que van desde las reacciones fóbicas ligeras hasta los trastornos psicóticos. La
aventura comienza cuando el analista cuestiona la respuesta parental.
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Intercambio de conocimientos e intercambio de afectos: es este doble movimiento el que
está en la base y es el soporte de la relación analítica porque está en la base y es el soporte
de la relación transferencial.
No podemos prever cuándo la interpretación se hará posible, ni qué trabajo de
preparación, de elaboración, hará falta para que el sujeto pueda apropiarse de ella y
utilizarla en provecho de su organización psíquica. A la inversa, el tiempo de que
disponemos para hacer una indicación de análisis, para decidir si aceptamos ocupar el
puesto de analista con este sujeto y, por fin, para elegir nuestros movimientos de apertura; a
este tiempo, lo tenemos contado. No podemos acrecentar demasiado la cantidad de las
entrevistas preliminares.
Cuando se trata de pronunciarse sobre la analizabilidad de un sujeto, cuando sólo se toma
en cuenta su pertenencia a tal o cual conjunto de nuestra psicopatología (neurosis, psicosis,
perversión, fronterizo), es posible recurrir a conceptos teóricos y generales sobre los que se
puede llegar a un acuerdo. Pero cuando dejamos al sujeto abstracto para encontrarnos con
un sujeto viviente, las cosas se complican: la experiencia analítica enseña por sí misma
cuán difícil es formarse una idea sobre lo que puede esconder un el cuadro sintomático que
ocupa el primer plano, y los riesgos que eso no visto y eso no oído pueden traer para el
sujeto que se empeña en un itinerario analítico.
Me limitaré a proponer mi definición del calificativo analizable. Contrariamente a lo que un
profano pudiera creer, la significación que se atribuye a este calificativo deja de ser unívoca
tan pronto se abandona el campo de la teoría pura para abordar el de la clínica.
El calificativo de analizable
Una primera definición será aceptada por todo analista: juzgar a un sujeto analizable es
creer o esperar que la experiencia analítica ha de permitir traer a la luz el conflicto
inconsciente que está en la fuente del sufrimiento psíquico y de los síntomas que señalan
el fracaso de las soluciones que él había elegido y creído eficaces. Condición necesaria
para que propongamos a un sujeto comprometerse en una relación analítica, pero, por lo
que a mí me toca, no me parece suficiente sin la presencia de una segunda: es preciso que
las deducciones que se puedan extraer de las entrevistas preliminares hagan esperar que el
sujeto sea capaz de poner aquella iluminación al servicio de modificaciones orientadas de
su funcionamiento psíquico. Mi propósito o mi esperanza son que el sujeto, terminado su
itinerario analítico, pueda poner lo que adquirió en la experiencia vivida al servicio de
objetivos elegidos siempre en función de la singularidad de su problemática, de su alquimia
psíquica, de su historia, pero de objetivos que, por diferentes que sean de los míos,
respondan a la misma finalidad: reforzar la acción de Eros a expensas de Tánatos, hacer
más fácil el acceso al derecho y al placer de pensar, de disfrutar, de existir, en caso
necesario habilitar a la psique para que movilice ciertos mecanismos de elucidación, de
puesta a distancia, de interpretación, frente a las pruebas que puedan sobrevenir en la
posterioridad del análisis, facilitar un trabajo de sublimación que permita al sujeto renunciar,
sin pagarlo demasiado caro, a ciertas satisfacciones pulsionales.
Verdad y conocimiento se pueden poner bajo el estandarte de Eros o Tánatos, del placer o
del sufrimiento, pueden liberar a ciertos deseos hasta entonces amordazados o reforzar a
ese deseo de no deseo que desemboca en el desinvestimiento de toda búsqueda.
De ahí la importancia que en el curso de las entrevistas preliminares tiendo a dar a todo
elemento que parezca idóneo para permitirme responder a esta pregunta: ¿me puedo
formar una idea del destino que este sujeto reservará, en el curso de la experiencia y
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posteriormente, a los descubrimientos, develamientos, construcciones que ha de aportarle
el análisis?
Toda demanda de análisis, salvo error de destinatario, responde a una motivación al
servicio de un deseo de vida, o de un deseo de deseo: ella es la que lleva al sujeto ante el
analista. En ninguna experiencia analítica se podrá evitar que el trabajo de desinvestimiento
propio de la pulsión de muerte se ejerza por momentos contra lo que se elabora y se
construye dentro del espacio analítico. No sólo no se lo podrá evitar: hace falta que Tánatos
encuentre en el seno de la experiencia algunos blancos que lo obliguen a desenmascararse
para que el análisis de sus movimientos pulsionales haga posible un trabajo de
reintrincación.
El tercer y último aporte esperado de las entrevistas, que a veces es el de decodificación
más difícil: ayudar al analista a elegir, con buen discernimiento, esos movimientos de
apertura de los que nunca se dirá bastante, que tienen sobre el desarrollo de la partida una
acción mucho más determinante que lo que se suele creer.
Es fundamental reconocer los riesgos e insistir en la importancia que en ciertos casos tiene
la prolongación de las entrevistas preliminares. Puede llegar a ser más grande el peligro de
la apresurada decisión de iniciar una relación analítica. Estas consideraciones sobre la
importancia de las entrevistas preliminares valen para la totalidad de nuestros encuentros,
cualquiera que sea la problemática del sujeto. Cuando el final de las entrevistas desemboca
en la propuesta de una continuación, también es lo que uno ha podido o creído oír en ellas
lo que nos ayuda a elegir nuestros movimientos de apertura.
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obtendremos un fugitivo vislumbramiento por el lugar y la importancia que el sujeto acuerda
o no a su historia infantil, por su relación con ese tiempo pasado, por la interpretación que
espontáneamente proporciona sobre sucesos responsables, a juicio de él, de los callejones
sin salida que lo llevaron ante el analista.
La relación del sujeto con su historia infantil y sobre todo el investimiento o desinvestimiento
que sobre ese pasado recae son, a mi parecer, las manifestaciones más de superficie y
más directamente perceptibles, respecto de otras tres relaciones que sólo un prolongado
trabajo analítico permite traer a la luz: la relación del yo con su propio ello, la relación del yo
con ese “antes” de él mismo que lo ha precedido, su relación con su tiempo presente y con
los objetos de sus demandas actuales.
La primera entrevista, ese prólogo, nos aporta siempre más datos, más informaciones que
los que podemos retener. La primera entrevista suele cumplir un papel privilegiado por su
carácter espontáneo.
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Aberastury “Cap V: La entrevista inicial con los padres”. En Teoría y técnica del
psicoanálisis con niños
Cuando los padres deciden consultarnos sobre el problema o enfermedad de un hijo les
pido una entrevista, la cual puede ser reveladora del funcionamiento del grupo familiar en la
relación con el hijo.
Para formarnos un juicio aproximado sobre las relaciones del grupo familiar y en especial de
la pareja, nos apoyaremos en la impresión que tengamos al reconsiderar todos los datos
consignados en la entrevista. Esta no debe parecerse a un interrogatorio, en el cual se
sientan enjuiciados. Por el contrario, hay que tender a aliviarles la angustia y la culpa que la
enfermedad o conflicto de un hijo despiertan y para eso debemos asumir desde el primer
momento el papel de terapeutas del hijo y hacernos cargo del problema o del síntoma.
Los datos que nos dan los padres suelen ser inexactos, deformados o muy superficiales.
Hay una serie de datos básicos que debemos conocer antes de ver al niño:
a) motivo de la consulta
b) historia del niño
c) cómo es un día de su vida diaria, un domingo o feriado y el día de su cumpleaños
d) cómo es la relación de los padres entre ellos, con sus hijos y con el medio familiar
inmediato
Es necesario que esta entrevista sea dirigida y limitada de acuerdo con un plan previo.
Su duración será de un tiempo limitado, que fluctúa entre una y tres horas.
Es necesario interrogar primero sobre el motivo de consulta, disminuir el monto de angustia
inicial, lo cual se logra al hacernos cargo de la enfermedad o conflicto y al enfrentarnos con
éste desde el primer momento, situándonos como analistas del niño.
En relación con la historia del niño, me interesa saber la respuesta emocional, en especial
de la madre, ante el anuncio del embarazo, si fue deseado o accidental, si hubo rechazo.
Desde que un niño es concebido todo lo que acontece es importante en su evolución
posterior. Es un hecho comprobado que el rechazo emocional de la madre, ya sea al sexo
de su hijo como a la idea de tenerlo, deja huellas profundas en el psiquismo de éste.
Preguntamos si la lactancia fue materna, si el bebé tenía reflejo de succión, el ritmo de la
alimentación. La forma en que se establece la relación con el hijo nos proporciona un dato
importante no sólo de la historia del paciente sino de la madre y de su concepto de la
maternidad. Es de suma importancia en el desarrollo del niño la forma en que se establece
la primera relación postnatal.
El pasaje del pecho a otra fuente de gratificación oral exige un trabajo de elaboración
psicológica. La forma en que el niño acepta esta pérdida será la pauta de conducta de cómo
en su vida posterior se enfrentará con las pérdidas sucesivas que le exigirán la adaptación a
la realidad.
Cuando el niño pronuncia la primera palabra tiene la experiencia de que ésta lo conecta con
el mundo y es un modo de hacerse comprender. El interrogatorio sobre iniciación y
desarrollo del lenguaje es de suma importancia para valorar el grado de adaptación del niño
a la realidad y el vínculo que se estableció entre él y sus padres. El retraso en el lenguaje o
inhibición en su desarrollo son índices de una seria dificultad en la adaptación al mundo.
En este período de la vida la figura del padre cobra una gran importancia y su ausencia real
o psicológica puede trabar gravemente el desarrollo del niño aunque la madre lo comprenda
bien y lo satisfaga. La tendencia a golpearse o a los accidentes es índice de una mala
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relación con los padres y equivale a suicidios parciales por una mala canalización de los
impulsos destructivos.
Cuando sabemos a qué edad y en qué forma se realizó el control de esfínteres, se amplía
nuestro conocimiento sobre la madre.
Cuando preguntamos a los padres sobre la sexualidad del hijo, suele asombrarse or la
pregunta, pero generalmente nos informan con facilidad sobre este punto, salvo cuando
niegan cualquier actividad sexual del hijo. Trataremos aquí de averiguar lo que han
observado al respecto. La actitud consciente e inconsciente de los padres frente a la vida
sexual de sus hijos tiene una influencia decisiva en la aceptación o el rechazo que el niño
tendrá de sus necesidades instintivas.
Freud descubrió que el juego es la repetición de situaciones traumáticas con el fin de
elaborarlas y que al hacer activamente lo que ha sufrido pasivamente el niño consigue
adaptarse a la realidad; por eso valoramos como índice grave de la neurosis la
inhibición para jugar. Un niño que no juega no elabora situaciones difíciles de la vida
diaria y las canaliza patológicamente en síntomas o inhibiciones.
La finalidad de esta entrevista es lograr alivio de las tensiones de los padres, ya que
somos desde el primer momento los terapeutas del niño y no los censores de los padres.
Si los padres han decidido hacer solamente un diagnóstico, se les comunicará el día y la
hora de la entrevista con el niño así como su duración. Si en cambio aceptan un tratamiento
se le darán las indicaciones generales en las que éste se llevará a cabo.
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La ilusión y la expectativa transferenciales tienen que ver con la existencia de otro a quien
se supone saberlo todo, a priori, sobre las significaciones ignoradas de los pensamientos y
deseos que se le expresan. Esa ilusión es necesaria para el desarrollo de la experiencia,
aunque puede tornarse contraproducente y ponerse al servicio de un deseo de muerte del
Yo por el Yo, el deseo de no desear pensar más, de la tentativa de de imponer silencio a
esa forma de actividad psíquica constitutiva del Yo.
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para el infans y con doble motivo, un objeto necesario para que haya supervivencia física y
psíquica: la satisfacción de las necesidades del cuerpo y la satisfacción de una “necesidad”
libidinal. Lo que la madre desea se convierte en aquello que la psique del infans va a
demandar y esperar: ambos desconocerán la violencia operada por una respuesta que
preforma lo que desde ese momento será demandado. Existe en la madre un deseo
siempre resurgente de poder finalmente ser y seguir siendo para otro ese dispensador de
todos los bienes al que él mismo debió renunciar.
El riesgo de exceso
Lo que corre el riesgo de ser deseado y de ser realizado concierne a la no modificación de
un statu quo relacional: “que nada cambie”. Este anhelo es la condición necesaria,
aunque no suficiente, para la creación del pensamiento delirante (del niño).
La realización de este deseo implicaría la exclusión del infans del orden de la temporalidad,
la fijación de su ser y de su devenir en ese momento en el que del mundo sólo puede
conocer e investir una imagen de la que el portavoz es donador, la imposibilidad de pensar
una representación que no haya sido ya pensada y propuesta por la psique de otro.
SI bien es cierto que, salvo el caso de delirio, ninguna madre cree posible detener la
evolución física del niño, es preciso advertir que su anhelo apunta a lo psíquico, que es un
devenir concerniente a lo pensado y a los pensamientos del niño lo que ella querría
preformar, para evitar que el saber que ella pretendía poseer sobre lo que el niño
demandaba y deseaba, sobre la causa de su goce o de su sufrimiento, sea sustituído por el
reconocimiento de su ignorancia.
La cuestión central es cómo logra el Yo del niño desprenderse de la trampa que le dio
nacimiento, cómo puede percibir su propio estado de sujeción y conseguir liberarse de él,
para pasar de un “Yo hablado” por el discurso del portavoz, a un “Yo hablo” que puede
enunciar un discurso que desmiente al del otro. ¿Cómo obligarlo a reconocer que ya no
posee ninguna certeza sobre ese Yo al que en parte sigue invistiendo como a su objeto
privilegiado? ¿Qué cosa hace posible la reivindicación de un derecho de autonomía sobre el
propio pensamiento?
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hallarse bajo la égida del fantasma. Sólo a este precio puede el sujeto cuestionar al Otro y
cuestionarse, sobre quién es Yo. Pero este cuestionamiento y esta duda sólo son posibles
para el niño si el discurso del portavoz acepta ser puesto en tela de juicio y reconoce para
sí, como para la voz infantil, la existencia de un referente que ningún sujeto singular puede
encarnar y al que todo sujeto puede, al mismo título y con los mismos derechos, apelar.
Debe agregarse que la imposición de no pensar otra cosa que lo ya pensado por el otro es
una contradicción en los términos: pensar es crear pensamientos.
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El proceso analítico deberá poder encontrar momentos en los cuales pensar en la sesión,
pensar para la sesión, sea fuente de placer. Este placer desempeña un rol esencial en el
investimiento por el Yo de la meta que persigue el proceso analítico. La relación
transferencial nos muestra que ese placer, para estar presente y ser reconocido como tal
por el analizado, casi siempre debe poder apoyarse sobre la convicción de que el trabajo
analítico y los pensamientos que de él resultan son fuente de placer para analista.
Existe una efectiva analogía entre el riesgo de exceso del que el portavoz puede hacerse
responsable al rehusar al infans experimentar placer en crear pensamientos y el exceso de
frustración del que se torna responsable el analista incapaz de prestar atención y de
reconocer la singularidad de ese sujeto y de ese análisis en cuanto fuente de nuevos
pensamientos.
El proyecto analítico
Lo precedente demuestra que la transferencia sólo puede desempeñar su papel de aliada
de este proyecto si, para los dos sujetos, pensar la experiencia que se desenvuelve se
presenta como fuente posible de nuevos pensamientos, ellos mismos fuente de un placer
compartido. El fin del proyecto analítico es temporal; apunta a hacer posible que el sujeto
invista y cree representaciones que anticipen por definición lo que ya nunca pudo ser: un
momento del tiempo futuro que, precisamente por ser futuro, jamás será idéntico a ningún
momento pasado.
Este poder de anticipar es la tarea específica del Yo y de la actividad de pensar. Retoma
por su cuenta la anticipación ejercida por el discurso que les permitió existir: para que el Yo
adviniera, primero fue preciso que el discurso materno lo anticipara gracias a su creación de
esa “sombra hablada” a la que comenzó por dirigirse el Yo materno; sombra hablada que
viene a preformar el lugar que ocupará el Yo, al que ella anuncia y hace posible. Una vez
advenido, incumbirá al Yo la tarea, vital para él, de auto anticiparse en cada momento
de su inapresable presente proyectándose sobre lo que devendrá el Yo en el momento que
sigue. Vivir implica el investimiento anticipado del tiempo futuro, y la posibilidad para el Yo
de investir ese mismo futuro supone la preexistencia constante de una representación, por
él creada, de ese tiempo por venir, del anhelo que subtiende su proyecto identificatorio.
El proyecto analítico tomará apoyo en la experiencia singular, realizada por el analizado, de
su relación con su propia temporalidad, para permitirle sustituir el tiempo vivido por el relato
histórico de un tiempo que puede, pero sólo a este precio -es decir transformándose en un
puro relato- pasar a ser para el Yo ese patrimonio inalienable, único, que puede aportarle la
certeza de que para él es posible un futuro.
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La tarea del Yo será conseguir la amalgama de esas dos miras contradictorias, con el fin de
investir el tiempo futuro en cuanto experiencia por hacer, sin dejar de preservar la
esperanza de que dicha experiencia se vea acompañada por una vivencia que el Yo
designe como “felicidad”, vivencia que el sujeto no puede pensar, o sea representarse, sino
apelando a un “estado” ya vivido.
Es preciso que el Yo logre pensar con placer la idea de su futuro. Esto implica que el Yo
tenga a su disposición el recuerdo de momentos pasados en los cuales hubo,
efectivamente, “placer”.
La actividad de rememoración del Yo supone a su lado una función de reconstrucción que
remodela una historia en la cual siempre faltará el texto original de los primeros capítulos.
Sin embargo, esta rememoración o reconstrucción, aportará al Yo la certeza de su
existencia pasada y presente, pero para que dicha certeza se vea acompañada del deseo
de un futuro todavía es menester que el Yo quede asegurado de que estuvo en sus manos
experimentar placer y que por lo tanto el anhelo de volver a experimentarlo es realizable.
El análisis nos prueba que las experiencias de placer y de displacer de las primeras etapas
de la vida nunca son memorizables, mientras que todo lleva a creer que los afectos que
acompañaban a esos momentos nunca más recuperarán su intensidad primera.
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Caso Dottie. Madre e hija se encuentran implicadas en la relación transferencial. En su
síntoma, Dottie, atestigua el malestar de la madre. Se observa la presencia de un discurso
colectivo. La analista está enfrentada con las demandas de la niña y con las quejas y
reivindicaciones de la madre. Este caso demuestra que en el análisis de niños tenemos que
vérnosla con muchas transferencias (la del analista, la de los padres y la del niño). Las
reacciones de los padres forman parte del síntoma del niño y en consecuencia, de la
conducción de la cura. El niño enfermo forma parte de un malestar colectivo, su
enfermedad es el soporte de una angustia parental. Si se toca el síntoma del niño se corre
el riesgo de poner brutalmente en descubrimiento aquello que en tal síntoma servía para
alimentar o para colmar la ansiedad del adulto, implica suscitar reacciones de defensa y de
rechazo. Toda demanda de cura del niño cuestiona a los padres, y es raro que un análisis
de niños pueda ser conducido sin tocar para nada los problemas fundamentales de uno u
otro de los padres. El analista necesita situar lo que representa el niño dentro del mundo
fantasmático de los padres. Las bruscas interrupciones de la cura están en relación por lo
general con el desconocimiento, por parte del analista, de los efectos imaginarios, en los
padres, de su propia acción sobre el niño. Otras veces, entra en rivalidad con el analista en
el plano de la relación imaginaria que supuestamente establece con el niño.
En todo esto, la transferencia no se reduce a una pura relación interpersonal. A partir
de la relación patógena madre-hijo debe emprenderse el trabajo analítico (y no denunciando
la relación dual, sino introduciéndola tal cual en la transferencia): con ello asistiremos ante
todo a una recatectización narcisista de la madre, y luego el elemento tercero (significante)
que le permitirá a la madre localizarse (es decir, situarse en relación con sus propios
problemas fundamentales, no incluyendo más en ellos al niño), habrá de surgir en una
relación con el otro.
Toda demanda de curación de un niño enfermo hecha por los padres debe ser situada ante
todo en el plano fantasmático de los padres (y particularmente en el de la madre) y luego
debe ser comprendida en el nivel del niño (¿Se siente comprometido por la demanda de
curación? ¿Cómo utiliza su enfermedad en sus relaciones con el Otro?) El niño sólo puede
comprometerse en un análisis por su propia cuenta si se encuentra seguro de que está
sirviendo sus intereses y no los de los adultos.
Las manifestaciones de transferencia son de dos tipos: 1) O bien los padres tratan de
comprender sus propias angustias y depresiones (por referencia a su historia). Son
positivos con respecto a mí y cada uno de ellos revela aquello que ha sido falseado en ellos
a un nivel simbólico. 2) O bien, en una relación imaginaria con mi persona, se sienten
perseguidos, burlados por mí, y entonces hieren al niño de una manera casi mortífera.
Nos enfrentamos con un drama edípico en cada uno de los padres. El discurso que se nos
revela es un discurso colectivo. En el plano de la transferencia pueden producirse en los
padres reacciones depresivas y persecutorias a medida que el niño existe de otro modo que
alienado a ellos. El adulto siempre paga de alguna manera la curación de un niño muy
perturbado.
Los padres siempre están implicados de cierta manera en el síntoma que trae el niño. Esto
no debe perderse de vista, porque allí se encuentran los mecanismos mismos de la
resistencia: el anhelo inconsciente de que “nada cambie” a veces tiene que encontrarse en
aquel de los padres que es patógeno. El niño puede responder mediante el deseo de “que
nada se mueva”, perpetuando así su síntoma. Por lo tanto, si se pudiese introducir una
nueva dimensión en la concepción de la situación transferencial sería partiendo desde el
punto de escucha del analista para aquello que se juega en el mundo fantasmático de la
madre y del niño. El analista trabaja con varias transferencias.
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El problema de los padres se plantea de manera diferente según se trate de psicosis o de
neurosis. El discurso colectivo que aparece en la palabra del niño nos hace presente la
sombra de los padres, incluso si en la realidad no queremos tener nada que ver con ellos.
Únicamente la distinción introducida por Lacan entre el deseo, la demanda y la necesidad,
así como la introducción de los registros de lo imaginario, lo real y lo simbólico, permiten
situar la noción de transferencia en un nivel desde el cual es posible ayudar al sujeto a
desentrañar un sentido de aquello que sus demandas ponen en juego.
El campo de juego de la transferencia no se limita a lo que acontece en la sesión analítica.
Antes de que comience un análisis, ya pueden estar dispuestos los índices de la
transferencia y luego el análisis se limita a llenar aquello que para ella estaba previsto en el
fantasma fundamental del sujeto. El analista tiene que ser consciente de aquello que, más
allá de la relación imaginaria del sujeto con su persona, se dirige a lo que por así decirlo ya
se encontraba inscrito en una estructura antes de su entrada en escena.
El descubrimiento que hace Freud en 1897 consiste en haber sabido vincular la
transferencia con la resistencia concebida como obstáculo en el discurso del sujeto para la
confesión de un deseo inconsciente. En el fantasma, así como en el síntoma, el analista
ocupa un puesto.
La experiencia analítica no es una experiencia intersubjetiva. El sujeto está llamado a
localizarse en relación con su deseo (en la dimensión del deseo del Otro).
Podemos situarnos de una manera distinta en la controversia que en el psicoanálisis con
niños se ha planteado acerca de la transferencia. La cuestión no consiste en saber si el niño
puede o no transferir sobre el analista sus sentimientos hacia padres con los que todavía
vive (esto implicaría reducir la transferencia a una mera experiencia afectiva), sino en lograr
que el niño pueda salir de cierta trama de engaños que va urdiendo con la complicidad de
sus padres. Esto solo puede realizarse si comprendemos que el discurso que se dice es un
discurso colectivo: la experiencia de la transferencia se realiza entre el analista, el niño
y los padres. En primer término lo abordamos a través de la representación que el adulto
tiene de él (¿qué es un niño? ¿qué es un niño enfermo?). Todo cuestionamiento del niño
tiene incidencias precisas en los padres, incidencias que importa no soslayar.
El estudio del lugar que ocupa la regresión en la labor analítica es una de las tareas que
Freud nos encomendó. He tenido la experiencia de permitir una regresión total, y de
observar los resultados.
La paciente era una mujer, que ahora tiene un poco más de 40 años. Aunque ningún
psiquiatra habría diagnosticado una psicosis, era necesario hacer un diagnóstico analítico
que tuviera en cuenta el desarrollo muy temprano de un falso Self. Para que el tratamiento
fuera eficaz, debía permitirse una regresión en búsqueda del verdadero self. Decidí desde el
comienzo que era necesario permitir la regresión, no interfiriendo en el proceso regresivo
que siguió su propio curso. Pasaron tres o cuatro años antes de llegar al nivel más profundo
de regresión, después de lo cual se inició un progreso en el desarrollo emocional. No han
habido nuevos episodios regresivos, pero sí ausencia de caos, a pesar de que el caos
siempre fue una amenaza en acecho. Esta experiencia ha puesto a prueba el psicoanálisis
de una manera muy especial y me ha enseñado muchísimo.
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Para mí, la palabra regresión implica simplemente lo contrario del progreso. Este progreso
mismo es la evolución del individuo, el psicosoma, la personalidad y la mente con la
formación del carácter y la socialización. El progreso comienza a partir de un momento
anterior al nacimiento. Hay un impulso biológico hacia el progreso. Uno de los principios del
psicoanálisis sostiene que la salud implica continuidad con respecto a este progreso
evolutivo de la psiquis y que la salud es la madurez del desarrollo emocional adecuada a la
edad del individuo, esto es, madurez con respecto a ese proceso evolutivo. Un examen más
detallado revela que no puede haber una simple inversión del progreso. Para que ello
ocurra debe haber una organización en el individuo que permite que se produzca una
regresión. Observamos lo siguiente:
Un fracaso adaptativo del medio que trae como resultado el desarrollo de un falso self.
Una creencia en la posibilidad de corregir el fracaso original, representada por la capacidad
latente para hacer una regresión. Una actitud ambiental especializada, seguida por la
regresión real.
Un nuevo desarrollo emocional progresivo, con complicaciones que se describirán más
adelante.
Considero que no resulta útil emplear el término regresión cuando la conducta infantil
aparece en una historia clínica. La palabra regresión ha alcanzado un significado popular
que no debemos adoptar. Cuando hablamos de regresión en psicoanálisis nos referimos a
la existencia de una organización yoica y una amenaza de caos. Es como si existiera la
expectativa de que pueden surgir condiciones favorables que justifiquen la regresión y
ofrezcan una nueva oportunidad para el desarrollo progresivo, el que inicialmente fue
imposible o difícil debido a una falla ambiental. Considero la idea de regresión dentro de un
mecanismo defensivo yoico altamente organizado, que implica la existencia de un falso Self.
Se propone aquí la teoría de que la regresión forma parte de un proceso curativo, de hecho,
que constituye un fenómeno normal que puede estudiarse adecuadamente en la persona
sana.
Nos interesa por lo tanto, no sólo la regresión a puntos buenos y malos en las experiencias
instintivas del individuo, sino también a puntos buenos y malos en la adaptación ambiental a
las necesidades del Yo y del Ello en la historia del individuo.
La alternativa consiste en poner el acento en el desarrollo yoico y en la dependencia, y
entonces, cuando hablamos de regresión, nos referimos a la adaptación ambiental, en lo
concerniente a su eficacia y sus fallas. En el narcisismo primario el medio mantiene al
individuo y, al mismo tiempo, el individuo no conoce medio alguno y es una sola cosa con
él.
Hasta este punto mi tesis podría formularse así: la enfermedad psicótica está relacionada
con un fracaso ambiental en una etapa temprana del desarrollo emocional del individuo. El
sentimiento de futilidad e irrealidad corresponde al desarrollo de un falso Self, que surge
para proteger al verdadero Self. El marco del análisis reproduce las primeras y más
tempranas técnicas maternas. Invita a la regresión debido a su confiabilidad.
La regresión de un paciente es un retorno organizado a la temprana dependencia o a la
doble dependencia. El paciente y el marco se fusionan en la situación de éxito original del
narcisismo primario. El progreso a partir del narcisismo primario comienza nuevamente con
un verdadero Self capaz de enfrentar las situaciones de fracaso ambiental, sin la
organización de las defensas que implican un falso Self que protege al verdadero.
En tal medida, la enfermedad psicótica sólo puede aliviarse por medio de una provisión
ambiental especializada entretejida con la regresión del paciente.
En la práctica, hay una secuencia de hechos:
55
1. La provisión de un marco confiable.
2. La regresión del paciente a la dependencia, con una evaluación adecuada del riesgo
implícito.
3. El paciente experimenta un nuevo sentido del Self, y el Self que estaba oculto hasta ese
momento se entrega al Yo total. Se produce una nueva progresión de los procesos
individuales que habían quedado detenidos.
4. Un descongelamiento de la situación de fracaso ambiental.
5. A partir de la nueva posición de fortaleza yoica, la rabia relacionada con el fracaso
ambiental temprano se experimenta en el presente y se expresa.
6. Un retorno desde la regresión a la dependencia, en un progreso ordenado hacia la
independencia.
7. Las necesidades y los deseos instintivos se vuelven realizables, con vigor y vitalidad
genuinos.
Winnicott “Un caso de psiquiatría infantil que ilustra la reacción tardía ante la
pérdida” En Exploraciones psicoanalíticas II
56
Caso Patrick
El día posterior a su undécimo cumpleaños, Patrick sufrió la pérdida de su padre, quien
murió ahogado.
En el curso de un año, realicé diez entrevistas con Patrick y cuatro con su madre, y en los
cuatro años transcurridos desde la tragedia me mantuve al tanto a través de conversaciones
telefónicas con la madre, del estado clínico del chico y del modo en que la madre lo manejó
a él y a sí misma. Llegó a cumplir con la función de cuidado mental de Patrick durante el
derrumbe de este.
Toda vez que es posible, obtengo la historia de un caso mediante entrevistas
psicoterapéuticas con el niño. Así recogida, la historia contiene los elementos
fundamentales, y nada importa que algunos aspectos así obtenidos resulten ser incorrectos.
La historia así obtenida evoluciona de acuerdo con la capacidad del niño para tolerar los
hechos. Es mínima la cantidad de preguntas formuladas, al mismo tiempo el diagnóstico se
revela por sí solo. Con este método es posible evaluar el grado de integración de la
personalidad del niño, su capacidad para soportar conflictos y tensiones, la fuerza y clase
de sus defensas, así como la confiabilidad o falta de confiabilidad de la familia y del
ambiente en general; y en ciertos casos se descubren o pueden señalarse afrentas
ambientales continuas en el pasado o hasta la fecha.
El primer contacto fue con la madre, quién me contó que el padre del niño había muerto
ahogado en un accidente, que Patrick había sido responsable hasta cierto punto de la
tragedia, que ella y su hijo mayor aún estaban muy perturbados y que el efecto de este
hecho sobre Patrick había sido complejo. Las manifestaciones clínicas de perturbación en
Patrick no fueron inmediatas, y desde el accidente se había vuelto, según dijo ella,
“emotivo”.
En la primera entrevista con Patrick, comenzamos a jugar al juego del garabato. Había una
base aquí para suponer un sistema organizado de pensamiento. La indicación sobre la
principal necesidad terapéutica apareció mediante esta técnica, cuando se refirió a una de
las figuras como “una madre sosteniendo un bebé”. En este dibujo ya estaba incorporada su
moción de enfrentar el problema que rodeaba a la muerte de su padre. Luego convirtió su
dibujo en “una madre regañando a su hijo” y aquí puede verse en parte su deseo de ser
castigado por la madre.
En un relato de un sueño, aparece un bebé que brincaba encima de un colchón. Lo dibujó.
El bebé estaba gritando. Dijo que tenía unos 18 meses. Parecía que en el sueño estaba
aludiendo a su propia infancia. Le pregunté ¿cómo sería para ti un sueño lindo? Respondió
enseguida “La dicha, ser cuidado, sé que es lo que quiero”.
Al fin habló acerca de los enormes temores que había sentido desde que era muy niño.
Describió su gran temor asociado con las alucinaciones que tenía, visuales y auditivas, e
insistió en que su enfermedad, si es que él estaba enfermo, era anterior a la tragedia.
Presentaba un sistema fóbico que tenía ciertas características que parecían corresponder
más lógicamente a una edad emocional de 4 años que a 11.
Esta primera entrevista me permitió tener una primera vislumbre de la personalidad y
carácter de este paciente, además aprendí que Patrick estaba empezando a sentirse
culpable por la muerte del padre; todavía no experimentaba tristeza; sentía como un peligro
la llegada de emociones durante tanto tiempo postergadas; temía estar enfermo y esto se
fundaba en su secreta enfermedad que databa de sus primeros años, con propensión a la
alucinosis; había generado síntomas corporales porque no sabía de qué otra manera
obtener el cuidado personal especial que él necesitaba. Era totalmente incapaz de pedir
ayuda ante la amenaza de derrumbe psíquico.
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En general Patrick mostraba una predisposición a la paranoia y era hipersensible ante
cualquier idea de castigo o de censura. Desde el punto de vista clínico, Patrick había
pasado a ser un niño con una enfermedad psiquiátrica, carente de insight y con angustias
de tipo paranoide, con presencia de voces alucinadas por él.
Patrick me contó muchas cosas sobre sí mismo y su familia, y al final le dije: “No volverás a
la escuela, sino que te irás a tu casa de la isla. Estás enfermo. En tanto y en cuanto estás
enfermo, puedes quedarte con tu madre, y yo le diré a ella lo que tiene que hacer. Lo
importante es que le dije que estaba enfermo. Patrick no estaba oficialmente enfermo. Este
fue el momento decisivo en el manejo del caso. A partir de ahí se inició un lento proceso de
recuperación.
Cuando Patrick tenía 1 año y medio, su madre tuvo que ausentarse por seis semana a raíz
de una operación. Al reencontrarse, Patrick durmió 24 horas seguidas y en todo ese tiempo
su madre lo tuvo junto a ella.
Patrick me estaba relatando un episodio real y aún recordaba la emoción ligada a él. Fue un
período de peligro cuando tenía un año y medio, con una defensa maníaca in crescendo
que prontamente se convirtió en una depresión al regresar la madre. Evidentemente, había
existido en ese período el peligro real de que se cortase el hilo de la continuidad de su ser.
Luego agregó “¿Sabe una cosa? desde entonces nunca pude sentirme totalmente seguro
de mamá, y eso me hizo apegarme a ella, lo cual significó que la separarse de papá”. De
esta forma, Patrick describía una enfermedad anterior a la tragedia en la que murió el padre.
Comentó que en realidad suponía que la madre se iba a poner contenta de la muerte de su
padre, y su inesperado pesar no hizo sino confundirlo. No pudo reaccionar frente al episodio
de la muerte del padre (salvo con los trastornos psicosomáticos en la escuela) hasta la
primera entrevista conmigo, ocho meses después de la tragedia. Patrick salió de esa
entrevista inmensamente aliviado y su madre me informó luego que había tenido una
marcada mejoría clínica, la cual perduró y poco a poco llevó a su restablecimiento.
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-Se estableció entre el chico y la madre un lazo por detrás del cual no sólo estaba el amor,
sino la incertidumbre de él acerca de la confiabilidad de la madre. Esto lo ligó a la madre e
interfirió en el desarrollo de una relación con el padre.
-En referencia a la tragedia accidental, Patrick sintió que era fabricada por sus propios
procesos inconscientes.
-Luego hubo una postergación de la reacción de Patrick ante esta tragedia, parecía no
haber quedado afectado por ella.
-Patrick se estaba volviendo hipersensible y propenso a un trastorno psicosomático. Se
produjo aquí un estado clínico paranoide de creciente gravedad.
-Corría el riesgo de un derrumbe psíquico. La enfermedad paranoide pudo ser sustituida por
un estado de retraimiento regresivo gracias a que él tenía confianza en mí.
-Cuando decidí que estaba enfermo y que no regresaría a la escuela, esto lo llevó a un
profundo nivel de regresión a la dependencia y al retraimiento.
-Sobrevinieron sentimientos propios de la tragedia vivida. Luego de experimentar tales
sentimientos, Patrick empezó a dejar de necesitar de su enfermedad y comenzó a
recuperarse. Muy pronto retomó el crecimiento emocional propio de su edad.
Esta enfermedad tuvo como factor etiológico un peligroso período de separación de la
madre al año y medio. Su enfermedad aguda, se inició con la tragedia y la reacción tardía.
Patrick dejó atrás en su mayor parte la enfermedad que sufrió antes de la tragedia, la cual
se caracterizaba por un cierto grado de fijación a la madre, una deformación esquizoide de
su prueba de realidad (sistema fóbico).
La principal medida terapéutica fue el modo en que la madre del niño atendió a su regresión
a la dependencia y junto con ello la ayuda específica que pude brindar cuando me fue
solicitada.
59
que le de cuerda. Ella lo hace y Javier ríe gozoso. Esta operación le produce placer. Luego
recorre el resto del consultorio con cierta ansiedad y vuelve al juego del auto. Hago aquí
una intervención: el autito, como Javier, cuando se aleja de mamá quiere comerse todo lo
que encuentre, por eso muerde lo que se le atraviesa. Me mira atentamente y toma con
fuerza el brazo de su madre, pidiéndole que se vayan. La madre se rehúsa y él comienza a
llorar a los gritos. Está muy enojado. Silvia, como un papá, ha dicho “Javier, no se puede
hacer todo lo que uno quiere, eso es peligroso para vos y para los demás”.
Le pregunto a su madre qué hacen ellos cuando Javier se torna “insoportable”, según sus
propias palabras. Ella responde que lo envían a su cuarto hasta que se tranquilice. Le
señalo lo difícil que es para ella sostener al mismo tiempo la prohibición y la contención de
las conductas riesgosas y como esto obliga al niño a un esfuerzo de autocontrol para el
cual no está preparado, llevándolo a un movimiento que oscila entre la rigidización y el
estallido. Propongo que así como ahora ella lo ha rodeado con sus brazos y su cuerpo lo
sostiene, traten de contenerlo.
En la segunda entrevista se reproduce la escena del llanto y la rabieta. Luego se acerca a
un encendedor e intenta prenderlo. Se lo saco y comenzamos un juego en el cual él debe
apagar la llama. La madre lo toma entre sus brazos y mientras lo contiene, el juego se
puede sostener. Hago entonces mi segunda intervención, le digo que algo “le quema”
adentro cuando se pone a correr, a morder, a tirar cosas, que no sabe cómo calmar eso que
le quema adentro.
A la tercera entrevista entra muy decidido, me mira sonriente y dice “soñe, yo soñe” “¿Con
qué soñaste Javier?” “Con el cocodrilo. Había un cocodrilo, la boca abierta, hamm (hace
gesto de comerme)”. La madre cuenta que se despertó angustiado y los fue a buscar. Esos
días ha estado mucho más cariñoso y ha dejado de morder.
El sueño realizando una inlograda satisfacción pulsional. El rehusamiento del sujeto a su
impulsión de morder ha dado curso a una formación del inconsciente.
La intervención analítica se extiende por unas doce sesiones aproximadamente, que son
acompañadas conjuntamente con entrevistas de padres para recapturar, resignificar todo lo
ocurrido. Mediante este material podemos observar el surgimiento in situ de una
represión que abre las posibilidades de un viraje en la instalación de los movimientos que
constituyen el aparato psíquico.
Un niño con lenguaje constituido, control de esfínteres, noción de sí y del objeto, enlaces
libidinales, queda sin embargo librado, en un punto de su constitución, a un fracaso del
sepultamiento de un representante oral que lo compulsa al sadismo y le imposibilita el
ejercicio de formaciones del inconsciente capaces de dar curso a la elaboración psíquica.
El trabajo analítico destinado a cercar qué es aquello que obstaculiza la instalación de la
represión originaria, tanto del lado del niño como del de sus determinantes edípicos,
parentales, y a incidir en su constitución definitiva.
Un año después recibo su visita nuevamente. Javier tiene ya 3 años y 9 meses. Una
angustia de castración intensa subyace a sus demostraciones de machismo y eso va
acompañado de temores de pasivización de los cuales se defiende activamente. Es un niño
encantador, seductor, y todo el mundo le solicita besos, lo mima, intenta apoderarse de él.
Se ha parado ante un grupo de niñas en el club y ha orinado en el parque diciendo “miren,
miren”. Ha levantado la falda de una amiga de su hermana adolescente intentando tocarla,
carcajeándose de excitación. Hay cierto desorden en su conducta.
Le hablo a Javier acerca de la propiedad de su cuerpo. Él tiene derecho a rehusarse a los
apretujones, las caricias desmedidas de los adultos, que le hacen sentir nuevamente ese
fuego que quema dentro. Me está pidiendo que lo ayude a apagarlo. Dice “Yo tengo un pito
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grande, grande como el de papá”. Interpreto “Es tu pito, necesitás decirle a las mujeres que
lo tenés, que es tuyo, que es grande, que sos un varón”.
Conforme avanzan las entrevistas, Javier comienza a responder a quienes le solicitan besos
“Hoy no hay besos, se acabaron, otro día”. Un intercambio en el cual su propio deseo y el
derecho a la apropiación de su cuerpo comienzan a aceptarse, lo cual lo alivia
enormemente.
Puede observarse, en los dos momentos en los que me consulta, que entre uno y otro algo
ha cambiado estructuralmente en el modo de funcionamiento psíquico del niño. De
inicio, no son síntomas los que Javier presenta, sino una dificultad para la inhibición de
ciertos modos de ejercicio pulsional, directo y de su sepultamiento en el inconsciente. La
pulsión oral canibalística no aparece inhibida en su fin, dando cuenta ello de una falla en la
constitución de la represión originaria. Correlativo a esto, las funciones ligadoras del yo
que posibilitarían el enfrentamiento de la descarga motriz no han logrado aún que este
opere como masa ligadora capaz de sostener a lo reprimido en un lugar tópico más o
menos definitivo.
A partir de la intervención analítica y de su consolidación durante el año posterior, una
nueva etapa se inaugura. En ella vemos al niño sepultando los representantes
pulsionales de origen, consolidando la represión originaria e instalando en un
encaminamiento edípico (en el sentido del Edipo complejo) que da curso a la angustia de
castración y reinscribe lo activo-pasivo en términos de rehusamiento al sometimiento
amoroso al semejante y de ejercicio de la masculinidad.
En sentido estricto, ninguno de los signos que preocupan a los padres y que motivan las
consultas son síntomas. Las intervenciones puntuales realizadas tienden, simplemente, a
lograr desarticular un nudo patógeno que, de cristalizar, puede perturbar la evolución
futura y desembocar en coagulaciones patológicas.
En el segundo tiempo, una vez constituido el sujeto, establecidas las constelaciones
narcisísticas que dan curso al amor y el odio en tanto sentimientos, aparece entonces una
modalidad seductora-agresiva que puede ser concebida como la defensa que el yo
establece ante sus deseos de fusión ilimitada y la agresividad concomitante que se pone en
juego cuando las pasiones capturan al sujeto en el sometimiento al semejante.
El lugar que este niño ocupaba en el fantasma parental, y las formas metabólicas de
inscripción de los deseos-mensaje de ellos derivados, es lo que fue trabajado en las
entrevistas realizadas. Esto no puede, en sentido estricto, ser considerado análisis. En
razón de ello elegimos la denominación de intervención analítica para este modo de
operación simbolizante que abre nuevas vías para la constitución psicosexual en la
primera infancia.
61
especificaciones que permiten darle un estatuto preciso en psicoanálisis, tanto desde el
punto de vista del método como de su estatuto metapsicológico.Su lugar dentro de la teoría
y la técnica psicoanalíticas están determinadas por su función general en el psiquismo.
El juego en su carácter de producción simbólica, en sus relaciones con otros procesos de
constitución de la simbolización, requiere que nos posicionemos en la intersección de dos
ejes: el del placer, al cual remite “lo lúdico” y el de la articulación creencia-realidad, que lo
ubica en tanto fenómeno del campo virtual. Es en este sentido que constituye un sector
importante del amplio campo de las formaciones de intermediación, intermediación entre el
espacio de la realidad y las creaciones fantasmáticas del sujeto. Algo del orden de un
producto que perteneciendo a la realidad consensuada, no deja de regirse por ciertas leyes
del proceso primario: anulación de las legalidades que se sostienen en la lógica identitaria.
Modo de funcionamiento que no puede sostenerse más que en el plano de la creencia, que
implica cierto clivaje longitudinal del psiquismo con previo establecimiento de dos planos
que se despliegan.
Prerrequisito de clivaje psíquico, en términos que posibilitan el despegue de un espacio de
certeza y otro de negación, teniendo como sustento la represión originaria. Si este clivaje
no se realiza, el pseudo juego es la realización de un movimiento de puesta en acto en el
mundo de una convicción delirante, que no sólo da cuenta del fracaso parcial de la función
simbólica en el sujeto sino también se torna irreductible al proceso de comunicación,
cerrado a todo intercambio, definido por el carácter lineal de quien emite el mensaje en su
intención de posibilitar sólo una comunicación sin retorno.
El juego, como puesta en escena de una fantasía, no puede hacerlo sino por medio de
ciertos niveles de deformación en los cuales aquello reprimido emerja y al mismo tiempo se
encubra, al igual que ocurre con el sueño. Como toda actividad sublimatoria es posible en
tanto haya transmutación de meta y de objeto. La riqueza de la sesión de análisis consiste,
precisamente, en la posibilidad de que uno de ellos (meta u objeto) queda temporariamente
en suspenso por la emergencia de fantasmas reprimidos.
Se plantea aquí una cuestión central, que es la relación existente entre función simbólica y
placer, o dicho de manera más directa, la relación entre simbolización y sexualidad. En
la función simbólica, lo lúdico encuentra un lugar privilegiado.
Concebimos a la función simbólica no constituida como efecto de la ausencia del objeto,
sino de un exceso. Es el hecho de que en la experiencia primaria de satisfacción se
introduzca un exceso irreductible a la evacuación de la satisfacción de necesidad
autoconservativa, productor de tensión y requerido de otro tipo de procesamiento, aquello
que está en la base de la función simbólica. Lo que posibilita la simbolización no es la
ausencia del objeto, sino el plus que genera en tanto objeto paradojal, aplacatorio de la
necesidad y suscitador de libido. Su ausencia activa esta representación producto de un
exceso, que se ha implantado en el psiquismo presta a retornar en su función de obturador
privilegiado del displacer. La alucinación primitiva se constituye como prototipo de toda
función simbólica, con la complejidad que esto representa, en razón de que más que
simbolizar otra cosa, se funda un nuevo territorio, una materialidad nueva, aquella del
pensamiento, que no remite a nada ajeno a sí mismo, y que encontrará las vías de
ensamblaje con lo real sólo a posteriori.
Si la función simbólica se establece entonces por el hecho de la existencia en el psiquismo
de la implantación de la sexualidad humana como plus de placer cuyo fin práctico no
responde a ninguna ley de naturaleza, sino simplemente a un intento de reequilibramiento
de la economía psíquica. Lo sexual sublimado, desexualizado, tiene un lugar princeps a
posteriori en el establecimiento del juego, dando cuenta a la vez de los modos mediante los
62
cuales podemos cercar metapsicológicamente la aparición de actividades compulsivas cuya
ganancia de placer directo no pueden llevar a ser confundidas con el juego en el sentido
estricto.
En el juego de niños que han sido sometidos a traumatismos reiterados vemos emerger
fragmentos de lo real vivido sin metabolización ni transcripción, ante los cuales es necesario
más que interpretarlos restituirlos en su carácter simbólico a través del establecimiento de
formaciones de transición. En este sentido, considerar la intervención del analista como
meramente lúdica es insuficiente, debe ser restituido el valor de la palabra como modo de
simbolización dominante en la función analítica.
Respecto al juego y su función en el análisis, el intento de Melanie Klein de constituir al
juego como equivalente de la libre asociación, el método sólo es posible de ser aplicado en
la medida en que el objeto, vale decir el inconsciente en su correlación con los otros
sistemas psíquicos, se ha visto fundado, y en este sentido el juego puede operar al modo de
un lenguaje, en el sentido semiótico, siempre y cuando su materialidad sea precisamente
esa, la de constituir un sistema abierto a la comunicación.
Si algo caracteriza al método analítico no es el empleo de la palabra, sino la operatoria
sobre ella realizada, la cual consiste en ponerla a circular de modo tal que en su ensamblaje
con otras palabras permita el acceso a una significación velada no sólo para el sujeto, sino
también para quien lo escucha. Se trata de un modo de hablar y un modo de escuchar que
implican la posibilidad de acceso a esa estructura segunda que constituye el inconsciente.
Los años de la infancia son los de constitución del aparato psíquico y no todo el malestar
que pone de manifiesto una consulta da cuenta de la presencia de síntomas en el sentido
estricto del término, como formaciones del inconsciente, en virtud de lo cual tampoco todos
los niños llegan al consultorio preocupados por los riesgos que su padecer puede
ocasionarles ni acuciados por el sufrimiento intrasubjetivo que permite su acceso.
La escuela inglesa, a la cual debemos los orígenes mismos del empleo del juego como
modo de acceso al inconsciente infantil, estuvo a su vez atravesada por la concepción del
inconsciente como innato, la sede de fantasías presentes desde los orígenes de carácter
universal. Esto dio lugar a interpretaciones que con el tiempo devinieron más y más cliché,
carentes de toda originalidad y repetidas hasta el hastío.
Por su parte, Winnicott, cuyo aporte se centra en la constitución de lo transicional, vale
decir de los espacios en los cuales se genera la relación del sujeto al semejante, y por los
cuales transitan los objetos que circulan entre ambos, otorgó un lugar al juego que
constituye un modelo fenomenal respecto al lugar de la ilusión en el proceso de constitución
de la realidad.
El juego da cuenta de algo del orden antropológico, más allá del juguete: el hecho de que la
realidad humana no sólo no se opone a la ilusión, a lo imaginario, sino que toma su
carácter, logra su investimiento, a través de estos articuladores. Lo lúdico, en tanto
espacio simbólico de placer, generador de sentido, que debe ser sometido a la prueba de
la palabra cuando de analizar se trata.
Si lo real no comunica nada, más que para un lector entrenado, el inconsciente, como
estructura segunda, en su materialidad de base, no comunica sino por sus efectos, y esto a
aquel que posea algún método de lectura. El inconsciente es aquello que, por estar exento
de todo intencionalidad, se ve cerrado a la comunicación. Si por medio del juego se puede
acceder a algo del inconsciente, no es entonces el juego mismo lo que se interpreta, sino la
presencia en él del inconsciente.
Se aplican las mismas reglas que para el análisis en general, teniendo en cuenta que el
analista no es un hermeneuta que construya sentido, sino alguien provisto de método que
63
va encontrando indicios facilitados por un sujeto que va colaborando en esta tarea,
aportando la evocación por transición de ciertas significaciones posibles.
En lo que respecta al juego, falta la categoría “código compartido” de inicio. Y es acá donde
la teoría ha intentado ocupar ese lugar, convirtiéndose en una suerte de sistema de
transcripción simbólica que no da lugar a ningún tipo de construcción singular de sentido.
Sin embargo, hay un descubrimiento enorme en este intento por convertir al juego en
discurso, y éste consiste en dar a la sesión analítica la perspectiva de un espacio en el cual
todo aquello que ocurre deviene mensaje (y ello por efecto de la transferencia). Cuando
hablamos del juego en tanto vía de acceso al inconsciente, sabemos que se trata del juego
en análisis y no del juego en general.
Los analista de niños retoman esta transformación del juego en discurso para determinar
como mensaje aún aquello que se cierra a la comunicación y hacerlo devenir intercambio,
dando un carácter comunicacional al acto del otro.
El analista que se limita a jugar, ha perdido de vista totalmente que el análisis es del orden
del sentido -del sentido del síntoma, del deseo, del inconsciente- y no de la mera acción ni
educativa ni de obtención de placer. Tomado el juego en su carácter discursivo
circunscripto, no equivalente al lenguaje, debe ser siempre enmarcado, por un lado, por la
palabra hablada que abre el rumbo de lectura que posibilita el acceso al sentido, y por otro,
del conocimiento singular de la historia y de las vicisitudes del sujeto que, en su articulación
con los conocimientos del psicoanálisis, posibilita la implementación de hipótesis
abductivas, tendientes a establecer una génesis en la singularidad que determina cada
secuencia.
Esto resulta una forma de desmitificación del análisis “puramente por el juego”. La inclusión
de juego reglados en el interior de la sesión analpitica presentan la dificultad de que no dan
cuenta del fantasma sino que se reducen a la revisión psicológica de algunos mecanismos,
que se consideran aislados e independientes de los contenidos inconscientes que los
determinan.
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acciones son medios de expresar lo que el adulto manifiesta predominantemente por la
palabra. También me guiaron siempre otros dos principios del psicoanálisis establecidos por
Freud: la exploración del inconsciente es la tarea principal del procedimiento psicoanalítico y
el análisis de la transferencia es el medio que logra ese fin.
La etapa decisiva en el desarrollo de la técnica del juego fue el tratamiento de una niña de
dos años y nueve meses a quien psicoanalicé. Rita padecía de terrores nocturnos y fobia a
animales, era muy ambivalente hacia su madre. Tenía una marcada neurosis obsesiva y por
momentos se deprimía mucho. Su juego estaba inhibido. Pronto comprendí las ansiedades
subyacentes en sus obsesiones, y las interpreté. Este caso fortaleció mi convicción
creciente de que una precondición para el psicoanálisis de un niño es comprender e
interpretar las fantasías, sentimientos, ansiedades y experiencias expresadas por el juego o,
si las actividades del juego están inhibidas, las causas de la inhibición.
El uso de los juguetes que guardé especialmente para el paciente niño probó ser esencial
para su análisis. Esta experiencia me ayudó a decidir qué juguetes son más adecuados
para la técnica psicoanalítica del juego. Consideré esencial tener juguetes pequeños,
porque su número y variedad permiten al niño expresar una amplia serie de fantasías y
experiencias. Es importante para este fin que los juguetes no sean mecánicos y que las
figuras humanas, variadas sólo en tamaño y color, no indiquen ninguna ocupación
particular. Su simplicidad permite al niño usarlos en muchas situaciones diferentes. Así él
puede representar simultáneamente una variedad de experiencias y situaciones fantásticas
y reales también hace posible que lleguemos a poseer un cuadro más coherente de los
trabajos de su mente.
El equipamiento de la habitación de juegos es también simple. No tiene nada excepto lo
necesario para el psicoanálisis. Los juguetes de cada niño son guardados en cajones
particulares, y así cada uno sabe que sólo él y el analista conocen sus juguetes, y con ello
sus juegos, que es el equivalente de las asociaciones del adulto. El cajón individual es parte
de la relación privada e íntima entre el analista y el paciente, característica de la situación
de transferencia psicoanalítica. A menudo los niños traen sus propios objetos y el juego con
ellos entre como cosa natural en el trabajo analítico.
Sin embargo, lo juguetes no son el único requisito para un análisis del juego. Muchas de las
actividades del niño se efectúan a veces en el lavatorio, que está equipado con una o dos
pequeñas tazas, vasos y cucharas.
A menudo él dibuja, escribe, pinta, corta, repara juguetes, etc. En el juego asigna roles al
analista y a sí mismo, tales como en el juego de la tienda, del doctor y el paciente, de la
escuela, la madre y el hijo. Con frecuencia el niño toma la parte del adulto, expresando con
eso no sólo su deseo de revertir los roles, sino también demostrando cómo siente que sus
padres u otras personas con autoridad se comportan con respecto a él -o deberían
comportarse-. Algunas veces descarga su agresividad y resentimiento siendo, en el rol del
padre, sádico. Cualquiera que sea el material utilizado, es esencial que se apliquen los
principios analíticos subyacentes en la técnica.
La agresividad se expresa de varios modos en el juego del niño, directa o indirectamente.
Es esencial que el niño deje surgir su agresividad, pero lo que cuenta más es comprender
por qué en este momento particular de la situación de transferencia aparecen impulsos
destructivos y observar sus consecuencias en la mente del niño. Usualmente he expresado
al niño que no toleraría ataques a mi misma. Cuanto más tiempo interpretaba los motivos de
la agresividad del niño, más podía mantener la situación bajo control. Pero ocasionalmente,
con algunos niños psicóticos, ha sido difícil protegerse de su agresividad.
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Siempre ha sido parte de mi técnica no ejercer influencia educativa o moral, sino
restringirme al procedimiento psicoanalítico que, para decirlo en pocas palabras, consiste en
comprender la mente del paciente y transmitirle qué es lo que ocurre en ella.
Hay muchos niños que se encuentran inhibidos para jugar. Tal inhibición no siempre les
impide jugar completamente, pero muy pronto pueden interrumpir sus actividades.
Pero también hay otro modos por los que el analista del niño puede reunir material para la
interpretación. Cualquier actividad, tal como usar papel para garabatear o para recortar, y
todo detalle de la conducta, pueden dar un clave acerca de lo que pasa en la mente del
niño, posiblemente en conexión con lo que el analista ha sabido por sus padres acerca de
sus dificultades.
Mi propia experiencia y la de mis colegas ha sido que la interpretaciones, si se relacionan
con puntos salientes del material, son perfectamente comprendidas. Si se traduce en
palabras simples los puntos esenciales del material que le ha sido presentado, entre en
contacto con las emociones y ansiedades que son más activas en ese momento.
Las conexiones entre consciente e inconsciente son mucho más estrechas en los niños
pequeños que en los adultos, porque las represiones infantiles son menos poderosas.
Uno de los puntos importantes en la técnica del juego ha sido siempre el análisis de la
transferencia. Como sabemos, en la transferencia con el analista el paciente repite
emociones y conflictos anteriores. Mi experiencia me ha enseñado que podemos ayudar al
paciente fundamentalmente remontando sus fantasías y ansiedades en nuestras
interpretaciones de transferencia adonde ellas se originaron, particularmente en la infancia y
en relación con sus primeros objetos.
Al analizar mi primer caso infantil centré mi interés en sus ansiedades y en sus defensas
contra ellas. Mi énfasis en la ansiedad me condujo cada vez más profundamente en el
inconsciente y en la vida fantástica del niño. Este énfasis particular era contrario al punto de
vista psicoanalítico de que las interpretaciones no deberían ir muy hondo ni debían ser
dadas frecuentemente. Persistí en mi enfoque, a pesar de que implicaba un cambio radical
en la técnica. Esto hizo accesible la comprensión de las tempranas fantasías, ansiedades y
defensas infantiles, que en ese entonces permanecían aún en gran parte inexploradas.
En aquella niña de dos años y nueves meses operaba un áspero e inflexible superyó.
Llegué a la conclusión de que el superyó aparece en una etapa mucho más temprana de lo
que Freud supuso. El superyó es algo que el niño siente operando internamente de una
manera concreta, que consiste en una variedad de figuras construidas a partir de sus
experiencias y fantasías y que se deriva de las etapas en que introyectó a sus padres.
Como hemos visto, el ladrillo, la pequeña figura, el auto, no sólo representan cosas que
interesan al niño en sí mismas, sino que en su juego con ellas, siempre tienen una variedad
de significados simbólicos que están ligados a sus fantasías, deseos y experiencias.
Este modo arcaico de expresión es también el lenguaje con el que estamos familiarizados
en los sueños y fue estudiando el juego infantil de un modo similar a la interpretación de los
sueños de Freud, como descubrí que podía tener acceso al inconsciente del niño. Pero
debemos considerar el uso de los símbolos de cada niño en conexión con sus emociones y
ansiedades particulares y con la situación total que se presenta en el análisis. Meras
traducciones generalizadas de símbolos ni tienen significado.
El análisis del juego había demostrado que el simbolismo permite al niño transferir no sólo
intereses, sino fantasías, ansiedades y sentimientos de culpa a objetos distintos de las
personas. El niño experimenta un gran alivio jugando y éste es uno de los factores que
hacen que el juego sea esencial para él. En los niños, una severa inhibición de la capacidad
de formar y usar símbolos y de desarrollar fantasías, es señal de una perturbación seria.
66
Mi técnica del juego me ayudó a ver qué material debía ser interpretado en ese momento y
el modo en que sería más fácilmente transmitido al paciente.
Winnicott “El juego del garabato” (caso clínico L, siete años y medio) En
Exploraciones psicoanalíticas II
67
El juego del garabato no ha de dominar la escena durante más de una sesión, o a lo sumo
dos o tres.
Fenómenos transicionales
Para mí el tema del jugar adquirió un nuevo color desde que seguí el tema de los
fenómenos transicionales y busqué sus huellas en todos sus sutiles desarrollos, desde la
primera utilización del objeto o la técnica transicionales. Los que yo llamo fenómenos
transicionales son universales.
Hay en el juego algo que aún no encontró su lugar en la bibliografía psicoanalítica. El jugar
tiene un lugar y un tiempo. No se encuentra “adentro”, ni tampoco está “afuera”, es decir, no
forma parte del mundo repudiado, el no-yo, lo que el individuo ha logrado reconocer (con
68
gran dificultad y aún con dolor) como verdaderamente exterior, fuera del alcance del
dominio mágico.
Para asignar un lugar al juego postulé la existencia de un espacio potencial entre el bebé
y la madre. Varía en gran medida según las experiencias vitales de aquel en relación con
esta o con la figura materna y yo lo enfrento a)al mundo interior b)a la realidad exterior (que
tiene sus propias realidades, se puede estudiar en forma objetiva y en rigor se mantiene
constante).
Lo universal es el juego y corresponde a la salud: facilita el crecimiento y por lo tanto esta
última; conduce a relaciones de grupo; puede ser una forma de comunicación en
psicoterapia. Lo natural es el juego, y el fenómeno altamente refinado del siglo XX es el
psicoanálisis.
Teoría del juego
Es posible describir una secuencia de relaciones vinculadas con el proceso de desarrollo y
buscar dónde empieza el jugar.
a) El niño y el objeto se encuentran fusionados. La visión que el primero tiene del objeto es
subjetiva, y la madre se orienta a hacer real lo que el niño está dispuesto a encontrar.
d) El niño se prepara ahora para la etapa que sigue, consistente en permitir una
superposición de dos zonas de juego y disfrutar de ella. Primero, por supuesto, es la madre
quien juega con el bebé, pero cuida de encajar en sus actividades de juego. Tarde o
temprano introduce su propio modo de jugar y descubre que los bebés varían según su
69
capacidad para aceptar o rechazar la introducción de ideas que les pertenecen. Así queda
allanado el camino para el jugar juntos en una relación.
Psicoterapia
El juego es por sí mismo una terapia. Conseguir que los chicos jueguen es ya una
psicoterapia de aplicación inmediata y universal, e incluye el establecimiento de una actitud
social positiva respecto del juego. Cuando los niños juegan tiene que haber personas
responsables cerca; pero ello no significa que deban intervenir en el juego. Si hace falta un
organizador en un puesto de director, se infiere que el o los niños no saben jugar en el
sentido creador de mi acepción de esta comunicación. El juego es una experiencia
siempre creadora. El juego del paciente es una experiencia creadora que necesita espacio
y tiempo.
Por otra parte, esta observación nos permite entender cómo puede efectuarse una
psicoterapia de tipo profundo sin necesidad de una labor de interpretación. La interpretación
fuera de la madurez del material es adoctrinamiento y produce acatamiento. Un corolario es
el de que la resistencia surge de la interpretación ofrecida fuera de la zona de superposición
entre el paciente y el analista que juegan juntos. Cuando aquel carece de capacidad para
jugar, la interpretación es inútil o provoca confusión. Cuando hay juego mutuo, la
interpretación, realizada según principios psicoanalíticos aceptados, puede llevar adelante
la labor terapéutica. Ese juego tiene que ser espontáneo si se desea avanzar en la
psicoterapia.
Resúmen
La zona de juego no es una realidad psíquica interna. Se encuentra fuera del individuo,
pero no es el mundo exterior. En ella el niño reúne objetos o fenómenos de la realidad
exterior y los usa al servicio de una muestra derivada de la realidad interna o personal. Sin
necesidad de alucinaciones, emite una muestra de capacidad potencial para soñar y vive
con ella en un marco elegido de fragmentos de la realidad exterior. Al jugar, manipula
fenómenos exteriores al servicio de los sueños, e inviste a algunos de ellos de significación
y sentimientos oníricos.
El desarrollo va de los fenómenos transicionales al juego, de este al juego compartido y de
él a las experiencias culturales. El juego implica confianza y pertenece al espacio
potencial existente entre (lo que era al principio) el bebé y la figura materna, con el primero
en un estado de dependencia casi absoluta y dando por sentada la función de adaptación
de la figura materna.
70
La primera parte de estas notas tratará del trabajo del historiador en este tiempo de
apertura del proceso identificatorio, en que se pasa de infans a niño. Tiempo de clausura
que pone fin a un primer modo de identificación y da acceso a un segundo, que deberá
tomar en cuenta lo que llamaré efecto de encuentro. Es en ese tiempo de conclusión
cuando el yo firmará un compromiso con la realidad, cuyas cláusulas decidirán sobre los
posibles de su funcionamiento psíquico (es lo que designa el término de potencialidad).
Hay tres momentos que deciden sobre el trayecto identificatorio que ha de seguir el yo,
transcurrida la infancia. Esos tiempos son designados como T0, T1 y T2. T0 designa el
momento del nacimiento del infans, T1 el advenimiento del yo y T2 un giro y una
encrucijada en el movimiento identificatorio, que no se prestan a una definición unívoca.
En la nota donde trato de la potencialidad, privilegio uno de los acontecimientos psíquicos
responsables de ese giro: la necesidad en que está el yo de modificar su relación de
dependencia con el pensamiento parental. Esta modificación, más o menos lograda o
fracasada, coincide con el final del mecanismo de la represión secundaria y la instalación de
una potencialidad que podrá, en un tiempo más o menos cercano o lejano, cobrar la forma
manifiesta de una neurosis, de una psicosis o de esas problemáticas polimorfas.
71
Una vez reconocida la exterioridad del pecho, primer representante de un mundo separado,
el sujeto tendrá acceso a ese nuevo espacio de la realidad en el cual unos “signos”
captados por nuestros sentidos conformarán los dos soportes de toda relación de lo que
ellos perciben o suponen de sus deseos recíprocos: estos signos, por excelencia, forman
parte de lo fantasmable, de lo interpretable, de lo pensable. Su presencia o su ausencia
ejercen un poder de modificación sobre el medio, sobre el cuerpo y ante todo sobre el
propio estado psíquico.
Nuestro espacio relacional encuentra sus puntos de anclaje en los indicios por los que se
presentan e inscriben, sobre la escena de la realidad, las modificaciones actuantes en el
espacio psíquico de los dos polos de la relación.
La actividad de las zonas sensoriales, el poderlo todo del deseo, lo que el discurso cultural
enuncia sobre el cuerpo, darán lugar a tres representaciones del cuerpo y a las tres formas
de conocimiento de la psique proporciona a su respecto: tomas de conocimiento que se
suceden en el tiempo, sin por ello excluirse entre sí. Ellas nos enfrentan a las tres formas de
existencia y con los tres principios de causalidad que la realidad y el cuerpo deben
preservar para no poner en peligro sus investiduras, motivo por el cual las tres tomarán
parte en el compromiso que constituye a la cuarta, la más decisiva para nuestro
funcionamiento psíquico.
Existen tres concepciones causales del cuerpo, las dos primeras responden a exigencias
psíquicas universales y atemporales, mientras que la última será no sólo función del tiempo
y del espacio cultural propios del sujeto, sino también la única que la psique pueda recusar,
o remodificar y reinterpretar para hacerla conciliable con las otras dos. Así pues, nuestra
relación con el cuerpo, así como nuestra relación con la realidad, son función de la manera
en que el sujeto oye, deforma o permanece sordo al discurso del conjunto. Es evidente que
sus reacciones son consecuencia de la especificidad de su economía psíquica.
La meta del proceder analítico es sacar a la luz las razones y sinrazones responsables del
compromiso elegido por un sujeto particular, y las consecuencias que de ello resultan en su
relación con el cuerpo, con los otros, consigo mismo.
Para conservar su lugar en el espacio social el sujeto debe aceptar un consenso en cuanto
a lo que el término de realidad abarca. Para eso, tomar un préstamo obligatorio al saber
dominante en su cultura. Gracias a eso dispondrán de un discurso teórico sobre el cuerpo
referido a un cuerpo modelo y a un cuerpo universal, pero del que también forma parte el
suyo propio. El sujeto extraerá de este discurso cierto número de enunciados gracias a los
cuales ese saber teórico sobre el cuerpo y por lo tanto sobre la realidad, podrá formar parte
de su compromiso global. La elección de los enunciados dependerá de cuán aptos sean
para conciliarse con un cuerpo fantasmeable e investible por la psique. Por otra parte, el
sujeto va a servirse de otros enunciados para dar forma a una construcción teórica del
cuerpo que él va a preservar junto con algunos otros de la misma especie, en una “reserva”
de su capital ideico. Este largo rodeo sobre la realidad, el cuerpo y las exigencias culturales
me pareció la condición previa para el estudio del estatuto psíquico del cuerpo hablado.
72
y continúa grabándose sobre esa cara invisible que es la psique: historia libidinal pero así
mismo historia identificatoria. Una vez que esta historia se ha escrito, exigirá la periódica
inversión de una parte de los párrafos, hará necesarias la desaparición de algunos y la
invención de otros, para culminar en una versión que el sujeto cree en cada momento
definitiva, pero que debe permanecer abierta cada vez que ello se revele necesario. Esta
versión se mantiene inestable, y sólo por eso puede el sujeto asegurarse de su propia
permanencia, sin dejar de aceptar los inevitables cambios físicos y psíquicos que se
sucederán.
La certeza de habitar un mismo y único cuerpo, más allá de sus modificaciones, es lo que
sostiene la permanencia necesaria de ciertos puntos de referencia identificatorios. Para
lograrlo, el yo va a imputar una misma función relacional y una misma causalidad a cierto
número de impresiones y experiencias, aunque su tiempo las haya vivido en tiempos y
situaciones diferentes, ciertos puntos de almohadillado que se enlazarán entre sí mediante
un hilo rojo que permita al yo reencontrarse y orientarse en una historia (la suya), que se
caracteriza por su movimiento contínuo. De ahí la importancia que es preciso otorgar a ese
conjunto de signos e inscripciones corporales que pueden prestarse a semejante función de
orientadores temporales y relacionales.
En su relación con el otro y con el mundo, el yo puede ignorar el papel que cumplen esos
afectos que son la envidia, el odio, el amor; desconoce por lo general que son responsables
de su manera de vivir esta relación, y sigue convencido de que la causa es preciso buscarla
en el exterior. A la inversa, la emoción se refiere a una vivencia de la que el yo no sólo tiene
conocimiento, sino de la que, casi siempre, dice saber qué cosa la provocó. Ahora bien,
esta causa guarda una relación privilegiada, aunque no exclusiva, con algo visto o con algo
oído, con algo tocado, o sea con lo sensorial.
Mientras que el sufrimiento hace apelación al poder de quien es supuestamente capaz de
modificar la realidad somática y el medio que rodea al “sufriente”, el placer va acompañado
del mensaje inverso: lo que podría modificarse en el cuerpo o en el exterior es percibido
como una amenaza. Estos signos y estos mensajes de fuente somática ejercerán un
impacto decisivo en la ordenación de ese tiempo de la infancia durante el cual el medio
familiar y particularmente la madre son los encargados de velar por el estado del cuerpo. El
niño ofrece a la mirada de la madre las manifestaciones de su bienestar, pero le impone las
manifestaciones de su sufrimiento.
Me limitaré a bosquejar esos “destinos relacionales” que ligan el devenir del cuerpo con el
devenir de la psique, y me detendré sobre aquello que se organiza al producirse un primer
encuentro entre la psique y el cuerpo, ese cuerpo sobre el que se ejerce de entrada la
acción del mundo. El recorrido que voy a seguir parecerá menos oscuro si formulo de
entrada las tres hipótesis en las que se asienta:
1. El acto que inaugura la vida psíquica plantea un estado de mismidad entre lo que adviene
en una zona sensorial y lo que de ellos se manifiesta en el espacio psíquico.
2. El yo no puede habitar ni investir un cuerpo desposeído de la historia de lo que vivió. Una
primera versión construida y mantenida en espera en la psique materna acoge a este
cuerpo para unirse a él. Forma siempre parte de ese yo anticipado al que se dirige el
discurso materno, la imágen del cuerpo del niño que se esperaba. Si el yo anticipado es un
yo historizado que inserta de entrada al niño en un sistema de parentesco y con ello en un
orden temporal y simbólico, la imagen corporal de este yo, tal como la construyó el
portavoz, conserva la marca de su deseo (el deseo materno). Pero cuando se asume el
riesgo (necesario) de crearse y de preinvestir una imagen en ausencia de su soporte real,
se asume también el de descubrir la no conformidad, el desajuste entre la imagen y el
73
soporte. La madre se topa siempre con el cuerpo del infans como riesgo, también puede
encontrárselo como una resistencia o como una desmentida, fuente de un conflicto
inmediato y a veces insuperable.
3. A partir del momento en que la psique pueda y deba pensar su cuerpo, el otro y el mundo
en términos de relaciones, comenzará ese proceso de identificación que hace que todo
lugar identificatorio decida la dialéctica relacional entre dos yoes y que todo cambio en uno
de los dos polos repercuta sobre el otro. La relación yo-cuerpo, que ha sustituido a la
relación yo-otro, tomará a su cargo un mismo conflicto. El cuerpo reasumirá el papel de
mediador relacional que seguirá cumpliendo en el curso de la infancia.
74
propia historia, escribiendo así los primeros párrafos de lo que pasará a ser la historia que
se contará el propio niño sobre el infans que fue.
En relación con las producciones inaugurales de la vida psíquica del infans, la sensorialidad
juega un papel muy importante en la puesta en vida de dicho aparato. El placer o el
sufrimiento de una zona pasan a ser placer o sufrimiento para el conjunto de los sentidos.
El objeto sólo existe psíquicamente por su mero poder de modificar la respuesta sensorial
(y por lo tanto somática) y, por esta vía, de actuar sobre la experiencia psíquica. De ahí esta
primera constatación, en las construcciones de los originario, los efectos del encuentro
ocupan el lugar del encuentro. Placer y sufrimiento no pueden presentarse ante la psique
sino como autoengendrados por su propio poder. Pero si bien estos efectos de sentido
suministran a la psique estos signos de la existencia del mundo que ella puede metabolizar
como los únicos capaces de afectar e impresionar su superficie, tales estímulos tienen,
como emisor y selector principal, a la madre. Ees placer o ese sufrimiento que la psique se
presenta como autoengendrados, son el existente psíquico que anticipa y preanuncia al
objeto.madre. Una experiencia de nuestro cuerpo ocupa el lugar que después ocupará la
madre: al yo anticipado le hace pareja una madre anticipada por una experiencia de cuerpo.
Tenemos aquí el punto de partida de esa relación niño-madre que el sujeto descubrirá e
investirá ulteriormente. Antes de que la mirada se encuentre con un otro (o con una madre),
la psique se encuentra y se refleja en los signos de vida que emite su propio cuerpo. El
pictograma del objeto-zona complementaria es cabalmente el único del que dispone el
proceso originario. Este poder de los sentidos de afectar a la psique le permitirá
transformar una zona sensorial en una zona erógena. En ese momento la psique capta las
variaciones de su propio estado, de su propia vivencia, la sucesión de una experiencia de
placer y de una experiencia de sufrimiento.
Les propondré comparar los materiales en los que abrevan los procesos originario, primario
y secundario con tres conjuntos de elementos constitutivos de tres escrituras o de tres
lenguas. Una vez aprendidas estas tres lenguas, la psique continuará utilizándolas a lo largo
de su existencia.
La escritura de lo originario no puede dar forma más que a la corporización figurativa
propuesta por el pictograma, única figuración que la psique puede forjar de su propio
espacio, de sus propias experiencias afectivas, de sus propias producciones. El proceso
originario no conoce del mundo más que sus efectos sobre el soma. Si todo lo que existe
llega a ser tal para el proceso originario, es sólo por su poder de afectar la organización
somática (desde luego, forman parte de este todo las propias producciones psíquicas). Esta
figuración de un mundo-cuerpo que es el pictograma no puede tener lugar en el proceso
primario o secundario, ni formar parte de ningún reprimido secundario; éste no contiene más
que representaciones que ya han sufrido la obra del metteur en scéne y del metteur en
sens.
Esta estructuración teórica permite comprender el papel que puede volver a jugar lo que se
organizó en un tiempo psíquico que precede a esa mirada sobre el mundo que lo volverá
fantasmizable y pensable por el sujeto y para él. Cada vez que nuestra relación con el
mundo se sustrae a cualquier captación en un fantasma o en un pensamiento, por no haber
podido preservar la investidura de al menos uno de sus ocupantes, nos hallamos en una
situación próxima, aunque no idéntica, a aquella que inauguró nuestra existencia: la vida del
mundo y el mundo, ya no son representables más que por los efectos somáticos que
acompañan a la angustia de un encuentro con una escena vacía.
El mundo en el que se mueve el autista y ciertos fenómenos alucinatorios particulares que
encontramos en la vivencia psicótica, nos ilustran sobre las consecuencias de la catástrofe
75
que representa para el sujeto la desaparición del signo “relación” en su capital
representativo o, para ser más exactos, la reducción de su uso a una forma relacional fijada
de una vez para siempre, inmutable.
Esas sensaciones somáticas, que ahora son para la psique las únicas pruebas de su vida y
de la vida, son efectivamente autocreadas por el sujeto. Una vez reducido el objeto a su
mero poder sensorial, también él es efectivamente engendrado por esa autoestimulación
mediante la cual la psique aporta su objeto complementario a una zona y a una función
sensoriales garantes de que se ha conservado en estado de sobrevivencia.
En cuanto a los estímulos de fuentes exteriores, el autista intentará oponerse a su poder de
intrusión exigiendo el no cambio del medio que lo rodea. Todo estímulo imprevisto que
venga del otro -y con ello de un espacio del mundo que ya no se percibe como un reflejo del
espacio del cuerpo- será recibido como una intrusión que amenaza con hacerlo estallar y
con destruir este continente, él único que puede garantizar a la psique la preservación de su
espacio y con ello de un aparato psíquico incapaz de sostenerse en el vacío.
76
especie de prueba por el cuerpo del infans de la verdad de los sentimientos que
experimenta ella hacia aquel que habita ese cuerpo.
La decodificación, parcialmente arbitraria y siempre singular, va a actuar sobre su reacción
a las manifestaciones somáticas del niño y determinará el comportamiento materno, como
el conjunto de aquellos actos suyos que modificarán el entorno del infans. Estas
motivaciones actuarán sobre la calidad e intensidad de la participación somática que
acompaña al comportamiento materno.
El comportamiento, sea cual fuere su motivación inconsciente, vaya a actuar sobre la
organización objetiva del espacio relacional, y otro tanto sobre lo que podrá decirse o
callarse en el discurso con el que la madre hace pensable para sí esta primera fase
relacional y mediante el cual intentará, en un tiempo ulterior, hacérsela pensable al yo
infantil. La madre debe ser siempre capaz de modificar ciertos fenómenos que surjan en el
presente de la vivencia somática, apelando a aquel otro discurso sobre el cuerpo que se
conservó en la “reserva teórica” de su capital ideico.Pero es igualmente necesario que este
“cuerpo del saber” no ocupe el proscenio más que el tiempo necesario para evitar un
exceso, una suma de emociones a las que el propio infans no podría acomodarse. Deberá
preservarse una relación privilegiada entre el cuerpo psíquico tal como lo forja el proceso
originario, y este cuerpo relacional y emocional, obra de la psique materna. Esta relación
permitirá la puesta en forma y la puesta en escena de la representación del cuerpo que el
niño se construya.
77
vital el aparato psíquico no podría funcionar, pero su calidad y propiedades se traducirán en
anomalías y ante todo en la resistencia que ofrece esta forma de energía para ponerse al
servicio de las funciones relacionales del aparato.
Aún en la hipótesis más optimista de una futura madre en quien los mecanismos de
represión, sublimación y asunción de la castración habrían cumplido sus funciones
estructurantes, ese “yo anticipado” lleva consigo la imagen del niño que todavía no está,
imagen fiel a las ilusiones narcisistas de la madre e imagen muy próxima a un niño ideal.
Este cuerpo y esa parte de imprevisto que hace de él un cuerpo vivo, deberá ser acogido
por la madre como el referente, sobre la escena de la realidad de aquel representante
psíquico que lo precedía y lo aguardaba. Sólo el cuerpo del infans puede proporcionar a la
madre esos “materiales señaladores” que aseguren al “yo anticipado” un punto de anclaje
en la realidad de un ser singular, que obliguen y hagan posible a la madre preservar la
investidura de su representante psíquico del infans, y por lo tanto de ese “cuerpo psíquico”
presente en su propia psique, sin dejar de investir la distancia, que es signo de vida, entre
este representante y el infans real.
Pero ¿qué sucede si falla este anclaje del representante psíquico en la realidad del cuerpo
del infans? Será negado en el niño todo lo que pertenezca al registro de lo diferente, de lo
imprevisto. Serán desvalorizados, combatidos o no vistos, todo signo de vida y toda
modificación que exterioricen y subrayen la diferencia. Esto puede provocar en el infans una
incertidumbre mutiladora en lo relativo a la conformidad entre él mismo y la imagen devuelta
por el espejo. Reacciones que encontramos en el esquizofrénico y que nos ilustran la
función de escudo que el recurso a la certeza delirante puede entonces cumplir. Otra opción
posible es que se presente la imposibilidad de la madre de efectuar esa idealización
fragmentaria que al menos preserva ciertos puntos de anclaje entre el infans y su
representante psíquico. Imposibilidad que va a colocarla frente a un trabajo de duelo
referido a un infans vivo.
Lo que hay que hacer es el duelo de toda posibilidad de ligazón entre el infans y el
representante psíquico que lo precedió, y ello, además, en el momento en que un cuerpo
real no puede seguir vivo sin una ayuda exterior que presuponga una investidura de la vida
de ese cuerpo. Por un lado, deberá preservar un deseo de vida para este infans, investir las
funciones necesarias para hacerlo, tratar de captar los mensajes desconcertantes emitidos
por su cuerpo; por el otro, tendrá que instalar con este fin un nuevo referente psíquico, sin lo
cual el niño corre el riesgo de convertirse en un no existente apenas su presencia ya no sea
confirmada por una mirada que ve un cuerpo, que oye un grito, que constata que una boca
engulle un alimento. pero este nuevo representante carecerá del arraigo en el tiempo, en un
deseo, en una historia que esta presente en los demás casos.
La psique de este tipo de madres padece de lo que yo llamaría un “traumatismo del
encuentro”. Este recién nacido que se impone a su mirada se sitúa, muy a pesar de él,
“fuera de la historia”. El niño rompe su continuidad con el riesgo de poner en peligro la
totalidad de una construcción cuya fragilidad permanecía oculta para el historiador. La
madre deberá tratar de volver a anudar los hilos, de reemplazar este tiempo presente con
un tiempo pasado. Si fracasa, su reacción depresiva podrá desembocar en un estado
melancólico, en un episodio psicótico o en la instalación de un estado depresivo.
Este niño, que fue primero un infans mutilado del representante psíquico que debió
acogerlo, también apelará a los medios de su borde psíquico para superar las
consecuencias de esta experiencia de desposesión, de este primer tiempo que lo colocó
fuera de la historia, y también él podrá lograr construirse una historia, la suya, aunque
dejando en blanco un primer capítulo. Las consecuencias de semejante comienzo de vida
78
dejarán casi siempre huellas indelebles en el funcionamiento psíquico de aquel niño o
adulto. Huellas que nos ilustran la particularidad y complejidad de las respuestas que el niño
supo hallar para que la vida del infans tuviera una continuación. Estas respuestas pueden
ser divididas en tres casos prototípicos:
a) Volviendo sus mensajes lo más conformes posible con las únicas respuestas que la
madre es capaz de dar, a expensas de la autonomía psíquica: no bien pueda formular
demandas, el niño permanecerá bien próximo a las que él supone esperadas por la madre.
El biógrafo se transformará en un copista, condenado a transcribir fielmente una historia que
había sido escrita por otro de una vez para siempre.
b) Ese otro con el que la psique se encuentra no podrá ser investido como portador de un
deseo de vida y como dispensador de placer. El único mecanismo que le quedará a la
psique nos enfrentará al mecanismo que examinábamos más arriba en relación con el
autismo.
c)La instalación de una forma de escisión absolutamente singular que, aun siendo fuente de
conflicto, permitirá al sujeto preservarse, mal que bien, y generalmente mal, un espacio
relacional. Las consecuencias de esta escisión tan singular como precoz reaparecerán en el
status y función que el objeto de la necesidad va a preservar.Ellas nos aclaran ciertas
formas de anorexia y de adicción, y también la problemática relacional que subyace a una
parte de aquellos cuadros clínicos que, por no poder clasificarlos con precisión, definimos
como estados límite. La relación que la psique establece con el otro va a instrumentarse
únicamente sobre el deseo y poder que ella le imputa. Lo propio de la necesidad es la
repetición, la inmutabilidad de la relación conflictiva que, a este precio, puede conservarse
entre el sujeto y un otro.
No hay cuerpo psíquico sin esa historia que es su sombra hablada, sombra
indispensable, pues su pérdida entrañaría la de la vida, en todas sus formas.
79
4) Aquello que, desde el discurso de la pareja, retorna sobre la escena psíquica del niño
para constituir los primeros rudimentos del Yo; estos objetos exteriores y ya caracterizados
por la ibido son los que, a posteriori, dan nacimiento al Yo al designarlos como el que los
codicia, el deseo del padre (del niño, por ese niño).
El portavoz
Define la función reservada al discurso de la madre en la estructuración de la psique.
Desde su llegada al mundo el infans, a través de su voz, es llevado por un discurso que, en
forma sucesiva, comenta, predice, acuna al conjunto de sus manifestaciones; portavoz
también en el sentido de delegado, de representante de un orden exterior cuyas leyes y
exigencias ese discursos enuncia. El discurso efectivo de la madre, como portador de
significación nos lleva a el papel de prótesis de la psique de la madre.
En una primera fase de la vida, la voz materna es la que comunica entre sí dos espacios
psíquicos. El niño no vivirá si, desde un primer momento, los dos principios del
funcionamiento psíquicos no actuasen en el ambiente en que debe vivir para adecuarlo a
las exigencias de la psique. Se exige una respuesta a las necesidades de la psique. De no
ser así, el infans puede, perfectamente, decidir rechazar la vida.
El funcionamiento de estos dos procesos exige la presencia de un material modelado por
una tercera forma de la actividad psíquica, el proceso secundario, que por su parte actúa
en un espacio heterogéneo. Los materiales de la representabilidad del pictograma, de lo
escénico de la figuración, están constituidos por objetos modelados por el trabajo de la
psique materna.
Paradójicamente, el objeto, que se ofrece como único material acorde con el trabajo del
proceso originario y del proceso primario, tiene que haber sufrido un primer avatar que debe
a los procesos secundarios de la madre.
Siguiendo a Lacan, podríamos decir que el objeto es metabolizable por la actividad psíquica
del infans solo si, y en la medida en que, el discurso de la madre le ha otorgado un sentido
del que su nominación es testimonio. En ese sentido “ingerido” con el objeto, Lacan verá la
introyección originaria de un significante, la inscripción de un rasgo unario.
Lo originario ignora al significante, aunque este último constituye el atributo necesario para
que el objeto se preste a la metabolización radical a que lo somete este proceso.
Lo que el infans metaboliza en una pura representación de su relación con el mundo es un
objeto que inicialmente habitó en el área de la psique materna, se deduce que se trata
de un fragmento del mundo, conforme a la interpretación que la represión le impone al
trabajo de la psique materna, remodelado para tornarlo homogéneo a la organización de lo
originario y de lo primario. Lo que será metabolizado en una representación a la que la
represión no ha alcanzado aún es la representación de un objeto modelado por el trabajo de
la represión. La psique “toma en sí” un objeto marcado por el principio de la realidad y lo
metaboliza en un objeto modelado exclusivamente por el principio de placer, pero en esta
operación se manifiesta una diferencia, un resto, que se inscribirá en su espacio a través de
un signo.
El sujeto deberá encontrar su lugar en una realidad definida por enunciados que, mientras
nos mantenemos fuera de la psicosis, respetan la barrera de la represión y ayudan a su
consolidación. Es cierto que lo originario ignora el principio de realidad, que el proceso
primario tiende a someterlo al objetivo del placer; pero también se comprueba que los que
tienen acceso al campo de la psique son objetos modelados previamente por este principio,
que, de este modo, interviene desde una fase extremadamente precoz de lo primario.
80
La función de prótesis de la psique materna permite que la psique encuentre una
realidad ya modelada por su actividad y que, gracias a ello, será representable: la psique
reemplaza lo carente de sentido de un real, que no podría tener status alguno en la psique,
mediante una realidad que es humana por estar catectizada por la libido materna. Solo
gracias a este trabajo previo, tal realidad es remodelable por lo originario y lo primario. La
realidad de y para el discurso del Otro, que es la única que puede prestarse al trabajo de la
psique, cualquiera que se su principio directivo.
En el momento del encuentro infans-madre la dinámica es la siguiente:
a) La madre ofrece un material psíquico que es estructurante sólo por haber sido ya
remodelado por su propia psique, lo que implica que ofrece un material que respeta las
exigencias de la represión.
b) El infans recibe este “alimento” psíquico y lo reconstruye tal como era en su forma
arcaica para aquella que, en su momento, lo había recibido del Otro.
El efecto de prótesis se manifiesta, en el espacio psíquico del infans, a través de la irrupción
de un material marcado por el principio de realidad y por el discurso. La psique del infans
remodelará ese material, pero sin poder impedir que irrumpan en su propio espacio restos
que escapan a su poder y que forman los precursores necesarios para la actividad de lo
secundario.No es posible considerar a ese material originario en el discurso de la madre
como puro y exclusivo efecto de lo secundario, libre de todas las huellas de su propio
pasado. Examinaremos la acción de estas huellas, su efecto sobre ese demandante de
objetos que es el infans.
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Es posible trazar un perfil generalizable de las motivaciones inconscientes de la que
designamos como madre “normal”: aquella cuya conducta y motivaciones inconsciente no
comportan elementos que podrían ejercer una acción específica y determinante en la
eventual evolución psicótica del niño.
En todos los casos, el análisis del deseo inconsciente de la madre por el niño mostrará la
coexistencia de un deseo de muerte y de un sentimiento de culpa, la inevitable
ambivalencia que suscita ese objeto, que ocupa en esta escena el lugar de un objeto
perdido; ese retorno se acompaña con el retorno de los sentimientos experimentados en
relación con ese primer objeto cuyo lugar ocupa. No sólo carece de sentido considerar a
este hecho universal como la causa de la psicosis, de la enfermedad o de la muerte del
niño.
La presencia de lo que designamos como la sombra hablada constituye una constante de
la conducta materna. Sombra llevada sobre el cuerpo del infans por su propio discurso. El
primer punto de anclaje (que puede dramáticamente convertirse en el primer punto de
ruptura) entre esta sombra y el cuerpo está representado por el sexo. En la relación
amorosa, tal como se supone que puede instaurarse entre sujetos, la sombra representa la
persistencia de la idealización que el Yo proyecta sobre el objeto, lo que él querría que sea
o que llegase a ser de todos modos no anula aquello que a partir del objeto puede
imponerse como contradicción. Por ello, entre el objeto y la sombra persiste la posibilidad
de la diferencia.
En la primera fase de la vida, al no disponer aún del uso de la palabra, es imposible
contraponer los propios enunciados identificatorios a los que se proyectan sobre uno; ello
permite, así, que la sombra se mantenga durante cierto tiempo al resguardo de toda
contradicción manifiesta por parte de su soporte (el infans). Sin embargo, la posibilidad de
contradicción persiste, y quien puede manifestarla es el cuerpo: el sexo y también todo
aquello que en el cuerpo puede aparecer bajo el signo de una falta, de una carencia.
Constituye además el instrumento privilegiado de la violencia primaria, y demuestra lo que
determina su inevitabilidad: la posibilidad de que la categoría de la necesidad sea
trasladada desde un primer momento, por la voz que le responde, al registro de la demanda
libidinal y que ocupe de ese modo, un sitio en el ámbito de una dialéctica del deseo.
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discurso para evitar que la libido se desvíe del niño actual y retorne hacia el de otro tiempo y
lugar. La sombra preserva a la madre del retorno de un anhelo que, en su momento, fue
perfectamente consciente y que luego fue reprimido: tener un hijo del padre; tras él. sin
embargo, y precediéndolo, se encuentra un deseo má antiguo cuyo retorno sería mucho
más grave tener un hijo de la madre.
El deseo edípico retorna de una forma invertida: que este niño pueda, a su vez, convertirse
en padre o madre, que pueda desear tener un hijo. El enunciado edípico “tener un hijo del
padre” se transforma en un enunciado que se proyecta sobre el niño mediante la siguiente
fórmula “que llegue a ser padre o madre de un hijo”.
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Para la estructura psíquica es necesario que se opere esta transformación radical que
permite que la respuesta que el infans recibe preanuncie la denominación y el
reconocimiento de lo que serán luego sus objetos de demanda. Esta demanda solo buscará
el objeto de la necesidad porque puede convertirse en el signo forjado y reconocido por el
deseo humano.
Esta violencia operada por la interpretación de la madre en relación con el conjunto de las
manifestaciones vivenciales del infans es pues, indispensable, es por eso que la
denominamos violencia primaria.
Su agente es, efectivamente, un deseo heterogéneo: el de la madre que desea poder ser el
ofrecimiento continuo, necesario para la vida del infans, y poder ser reconocida por él como
la única imágen dispensadora de amor. Como instrumento, recurre a aquello que, para el
infans, y por un doble motivo, es imprescindible y no puede faltar si se pretende que haya
supervivencia tanto corporal como psíquica.
Lo que la madre desea se convierte en lo que demanda y espera la psique del infans:
ambos ignoran la violencia operada por una respuesta que preforma definitivamente lo que
será demandado.
El riesgo de exceso es un riesgo que no siempre se actualiza pero cuya tentación está
siempre presente en la psique materna. En la actualización de la violencia que opera el
discurso materno se infiltra, inevitablemente, un deseo que en la mayor parte de los casos,
permanece ignorado y negado. Se lo puede formular así: deseo de preservar el statu quo
de esta primera relación o, si se prefiere, deseo de preservar aquello que durante una fase
de la existencia es legítimo y necesario.
Lo que es deseado es la no modificación de lo actual, pero si la madre no logra renunciar
a él, este deseo basta para cambiar radicalmente el sentido y el alcance de lo que era lícito,
así como la formulación específica que asume, “que nada cambie”, facilita, para la madre y
para los otros, el desconocimiento del abuso de violencia que intentará imponerse a través
de ella. La tentación de este abuso es constante, lo cual señala la importancia de
comprender lo que la madre no querría perder, aunque acepte renunciar a ello, y el peligro
que representa esta tentación ante el exceso.
La madre tiene la certeza de que la capacidad de pensar del niño responde, como mínimo,
a la norma y de ser posible, la supera. La primera consecuencia será que se espera al
poder de intelección como el que confirmará a la madre el éxito o fracaso de su función
materna. El tiempo que precede a las manifestaciones de la actividad de pensar nunca es
vivido en forma neutra: no solo una cantidad de signos variados serán interpretados de
antemano por la madre como prueba de que él piensa, sino que las primeras
manifestaciones efectivas de esta actividad, el aprendizaje de las primeras palabras, el
pragmatismo de las primeras respuestas, serán acechados como garantía de la evitación
del riesgo fundamental: que él hubiese podido no saber pensar.
La madre sabe por experiencia propia que el pensamiento es, por excelencia, el instrumento
de lo que puede ser disfrazado, de lo oculto, de lo secreto, el lugar de un posible engaño
que no es posible descubrir. Contrariamente a las actividades del cuerpo, la actividad de
pensar no solo representa una última función cuya valorización superará a la de sus
antecesoras, sino que es la primera cuyas producciones pueden ser ignoradas por la madre
y, también, la actividad gracias a la cual el niño puede descubrir sus mentiras, comprender
lo que ella no querría que se sepa. Se instaura así una extraña lucha en la que, por parte de
la madre, se intentará saber qué piensa el otro, enseñarle a pensar el “bien” o un “bien
pensar”, por ella definido, mientras que, en lo tocante al niño, aparece el primer instrumento
de una autonomía y de un rechazo que no ponen directamente en peligro su supervivencia.
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Al comienzo de este análisis del rol materno, hemos considerado que era posible definir lo
que sería la conducta normal, designando así una conducta que, en caso de ser lo único en
juego, no induciría en el niño reacciones psicóticas (lo cual no quiere decir que, con ello, el
niño estaría a resguardo). En esta conducta hemos privilegiado las constantes m´ss
susceptibles de transformarse en inductoras de una respuesta psicótica, infantil o no. A
través de una simple acentuación de la función, se manifieste un exceso de violencia por
parte del deseo de la madre y de los otros, exceso que la psique del niño tendrá dificultades
para evitar o superar. Se comprueba cuán frágil es el intervalo que, en esta fase, separa lo
necesario del abuso, lo estructurante de lo desestructurante.
El propósito del exceso es lograr que la actividad de pensar, presente o futura, concuerde
con un molde preestablecido e impuesto por la madre: esta actividad en la que el secreto
deber ser posible tendrá que convertirse en una actividad sometida a un poder-saber
materno: en sus producciones, sólo serán legitimados los pensamientos que el saber
materno declare lícitos.
Mucho antes de que se manifiesta bajo su forma canónica, la madre la espera y al mismo
tiempo, le teme. Lo que espera es la prueba por excelencia del valor de su función; lo que
teme es verse enfrentada por primera vez ante una pregunta del niño a la que no podría
responder. Tan pronto como él piensa, ella sabe, aunque lo olvide, que se ha perdido la
transparencia de la comunicación, el saber acerca de la necesidad y el placer del cuerpo.
Que trasparencia y saber son pura ilusión es el veredicto del analista. En general, y en un
primer momento, la madre cree en ello; y es necesario que, parcialmente al menos, la
ilusión haya existido y le haya dado crédito.
Si hay en la madre un deseo de no cambio, este le dará el poder de privar al niño de todo
derecho autónomo de ser, prohibiéndole el derecho a un pensamiento autónomo. Será
la imposibilidad de renunciar a tener un lugar en el devenir de la relación madre-hijo,
aceptar favorecer la variabilidad de la relación, renunciar a una función, que en su momento
fue necesaria, en beneficio del cambio y del movimiento de la relación futura.
La persistencia del deseo de no cambio da lugar a lo que se podría designar como el
invariante de las estructuras familiares más aptas para determinar un modo de vida al
que se calificará como psicosis. En efecto, no es posible hablar de una relación idéntica, lo
que no varía es la negativa de la madre a aceptar un cambio en su modo de relación
con el niño, la negativa a aceptar que sus enunciados puedan ser cuestionados y
cuestionables, la imposibilidad de considerar al cambio de otro modo que no sea como
destrucción del presente y de todo futuro.
El redoblamiento de la violencia: el lenguaje fundamental
Las fuerzas que organizan este espacio psíquico exterior al que el Yo deberá advenir
determinan que el medio familiar represente un lugar de transición necesario. Es por ello
que nuestro análisis atribuye gran importancia a los dos pilares que lo sostienen: la pareja
parental y su discurso. Sin embargo, se observa la acción de un tercer factor al que el
infans, la pareja y los otros también se encuentran sometidos: la que se debe al efecto del
discurso.
La apropiación por parte del niño de un primer saber acerca del lenguaje marca un viraje
decisivo en la relación del sujeto con el mundo, redobla un primer encuentro boca-pecho,
deseo de sí-deseo del Otro. A partir de ese momento la demanda se convierte en el apoyo
fundamental, incluso si es engañoso, al que deberá someterse el deseo en su búsqueda del
objeto.
Decir que existe un “ya presente” del discurso de cuyo origen nada puede saberse implica,
como corolario, la presencia de los límites que definen el espacio en cuyo interior el Yo
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encontrará sus enunciados identificatorios. Límites infranqueables que contiene el conjunto
de las posiciones identificatorias que puede ocupar el Yo en una cultura dada, incluso las
posiciones del sujeto llamado psicótico. Este carácter infranqueable es el que condiciona la
posibilidad de la psicosis.
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mayor es su obligación de lograr que todo pueda ser dicho. Y cuanto más transforma en
“decible” la totalidad de lo que afirma percibir, mayor es la trampa que la captura, la del
intervalo que aparecerá entre la significación que su discurso pretende vehiculizar y la
significación que los otro locutores pueden devolverle en relación con ella.
Paradójicamente, el poder autónomo y autonomizado del lenguaje interviene en tanto mayor
medida cuanto mayor es la pretensión del que enuncia de poseer la totalidad de los
enunciados que se refieren al campo de significación de lo que quiere enunciar. El discurso
debe obedecer a postulados frente a los cuales el sujeto carece de poder.
El papel particular que desempeñarán en el lenguaje identificatorio los términos del lenguaje
afectivo:
1. La nominación impone un estatuto a lo vivenciado. Este estatuto transforma radicalmente
la relación del sujeto con aquello, impone una significación preestablecida en relación con la
cual el sujeto carece de poder.
2. Simultáneamente, este estatuto y esta significación a los que hemos aludido van a ligar
un significante compartido por el conjunto de los sujetos que hablan la misma lengua a
significados que, a partir de ese momento, solo tienen como referente a otros significantes.
3. Esta sumisión del referente al significante del signo lingüístico tiene dos consecuencias:
por un lado, preserva la ilusión de la existencia de una identidad entre los referentes; por el
otro, introduce inevitablemente el riesgo de una ruptura, de un conflicto, entre el enunciante
y la significación del signo lingüístico. El sujeto considerará al conjunto de los signos
lingüísticos sólo como lugar de la mentira, y el lenguaje fundamental asumirá la significación
que tenía para Schreber.
La entrada en escena de la comprensión y de la apropiación del lenguaje obliga al sujeto a
tomar en consideración un modelo que transfiere a este registro y, por lo tanto, al del
proceso secundario, una causa del afecto que en su calidad de afecto sería inconocible
para el Yo. Al acceder al lenguaje y pese a él, el sujeto se hace teórico y frente a lo
inconocible de su experiencia, el lenguaje enuncia. Puede operarse así la reorganización de
la economía de las catexias que exige el proceso secundario. Esta reorganización implica la
entrada en la escena psíquica de los enunciados identificatorios propios del enunciado
lingüístico que nombra al afecto: el signo lingüístico identificará al afecto con lo que el
discurso cultural define como tal.
Lo que hemos dicho del lenguaje fundamental al referirnos a la nominación del afecto
permite mostrar en qué aspecto y por qué su acción identificante se encuentra en el origen
del Yo.
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conjunto de los enunciados que hacen “decible” la relación de la psique con los objetos del
mundo por ella catectizados y que asumen valor de referencias identificatorias, de
emblemas reconocibles por los otros Yo que rodean al sujeto. El acto de lenguaje en cuanto
operación identificante que posee el extraño poder de crear algo nombrado que no podría
existir para el Yo fuera de esta designación.
El contrato narcisista
Se debe tomar en consideración un factor que, por su parte, es responsable de lo que se
juega en la escena extrafamiliar. Muy poco podría decirse acerca del efecto de la palabra
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materna y paterna si no se tuviese en cuenta la ley a la que están sometidas y que el
discurso impone. El contrato narcisista nos confronta con un último factor que interviene en
el modo de catectización del hijo por parte de la pareja.
Designamos registro socio cultural al conjunto de instituciones cuyo funcionamiento
presenta un mismo rasgo característico: lo acompaña un discurso sobre la institución que
afirma su justificación y su necesidad.
La relación que mantiene la pareja parental con el niño lleva siempre la huella de la
relación de la pareja con el medio social que la rodea. El discurso social proyecta sobre
el infans la misma anticipación que la que caracteriza al discurso parental: mucho antes de
que el nuevo sujeto haya nacido, el grupo habrá pre catectizado el lugar que se supondrá
que ocupará, con la esperanza de que él transmita idénticamente el modelo sociocultural.
El sujeto, a su vez, busca y debe encontrar en ese discurso, referencias que le permitan
proyectarse hacia un futuro, para que su alejamiento del primer soporte constituido por la
pareja paterna no se traduzca en la pérdida de todo soporte identificatorio. El conflicto
que quizás exista entre la pareja y su medio puede confirmar ante la psique infantil la
identidad entre lo que transcurre en la escena exterior y su representación fantaseada de
una situación de rechazo, de exclusión, de agresión, de omnipotencia. Desempeñará un
papel en el modo en que el niño elaborará sus enunciados identificatorios.
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repita los enunciados de una voz muerta, y que garantice así la permanencia cualitativa y
cuantitativa de un cuerpo que se autorregenerará en forma continua. En cuanto al niño, y
como contrapartida de su catectización del grupo y de sus modelos, demandará que se le
asegure el derecho a ocupar un lugar independientemente del exclusivo veredicto parental,
que se le ofrezca un modelo ideal que los otros no pueden rechazar sin rechazar al mismo
tiempo las leyes del conjunto, que se le permita conservar la ilusión de una persistencia
atemporal proyectada sobre el conjunto y, en primer lugar, en un proyecto del conjunto que,
según se supone, sus sucesores retomarán y preservarán.
El discurso del conjunto le ofrece al sujeto una certeza acerca del origen, necesaria para
que la dimensión histórica sea retroactivamente proyectable sobre su pasado, cuya
referencia no permitirá ya que el saber materno o paterno sea su garante exhaustivo y
suficiente. El acceso a una historicidad es un factor esencial en el proceso
identificatorio, es indispensable para que el Yo alcance el umbral de autonomía exigido
por su funcionamiento. La calidad y la intensidad de la catectización presente en el contrato
que une a la pareja parental con el conjunto, al igual que la particularidad de las referencias
y emblemas que privilegiará en ese registro, intervendrán de dos modos diferentes en el
espacio al que el Yo del niño debe advenir.
Mientras nos mantenemos dentro de ciertos límites, las variaciones de la relación pareja-
medio desempeñarán un papel secundario en el destino del sujeto, que en un segundo
momento podrá establecer con estos modelos una relación autónoma, directamente
marcada por su propia evolución psíquica, sus particularidades y la singularidad de las
defensas puestas en juego. No ocurre lo mismo cuando estos límites no son respetados,
sea porque la pareja rechaza las cláusulas esenciales del contrato, sea porque el conjunto
impone un contrato viciado de antemano, al negarse a reconocer en la pareja elementos del
conjunto a carta cabal.
La ruptura del contrato puede tener consecuencias directas sobre el destino psíquico del
niño. En este caso, se comprobarán dos tipos de situación:
1. Aquella en la que, por parte de la madre, del padre o de ambos, existe una negativa total
a comprometerse en este contrato; descatectización que por sí sola marca una grave falla
en su estructura psíquica y revela un núcleo psicótico más o menos compensado. El riesgo
que corre en tal caso el sujeto es verse imposibilitado de encontrar fuera de la familia un
soporte que le allane el camino hacia la obtención de la parte de autonomía necesaria para
las funciones del Yo. Esto no es causa de la psicosis, pero si, sin duda, un factor inductor,
a menudo presente en la familia del esquizofrénico.
2. Igualmente importante, pero más difícil de delimitar, es la situación originada en una
ruptura del contrato de la que el conjunto -y por ende la realidad social- es el primer
responsable. Rechazamos las diversas concepciones sociogenéticas de la psicosis,
pero creemos en el papel esencial que desempeña lo que llamamos realidad histórica. En
esta realidad damos tanto peso a los acontecimientos que pueden afectar al cuerpo, a los
que efectivamente se produjeron en la vida de la pareja durante la infancia del sujeto, al
discurso proferido en dirección al niño, como a la posición de excluido, de explotado, de
víctima que la sociedad ha impuesto eventualmente a la pareja o al niño.
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Definimos como proyecto identificatorio la autoconstrucción continua del Yo por el Yo,
necesaria para que esta instancia pueda proyectarse en un movimiento temporal,
proyección de la que depende la propia existencia del Yo. Acceso a la temporalidad y
acceso a una historización de lo experimentado van de la mano: la entrada en escena del
Yo es, al mismo tiempo, entrada en escena de un tiempo historizado. Subrayaremos un
carácter propio del “Yo advenido”, carácter cuya ausencia caracteriza a la psicosis. La
psicosis no anula al Yo, pero sí muestra las reducciones y expropiaciones que el Yo paga
en ese caso por su supervivencia, la manifestación más evidente ello es la relación del Yo
con una temporalidad caracterizada por el derrumbe de un tiempo futuro en beneficio de
una mismidad de lo experimentado que anclará al Yo a una imagen de sí a la que
podríamos calificar como fenecida más que como pasada.
El saber del Yo sobre el Yo tiene, como condición y como meta asegurar al Yo un saber
sobre el Yo futuro y sobre el futuro del Yo. Esta imágen de un Yo futuro se caracteriza por la
renuncia a los atributos de la certeza. Solo puede representar aquello que el Yo espera
devenir: esta esperanza no puede faltar a ningún sujeto e incluso debe poder designar su
objeto en una imagen identificatoria valorizada por el sujeto y por el conjunto o por el
subconjunto, cuyos modelos él privilegia. La posibilidad del Yo de catectizar emblemas
identificatorios que dependen del discurso del conjunto y no ya del discurso de un único otro
es coextensa con la modificación de la problemática identificatoria y de la economía libidinal
después de la declinación del Complejo de Edipo. A partir de este momento, nuevas
referencias modelarán la imagen a la que el Yo espera adecuarse. Esta imagen se
constituye en dos tiempos. Ella surge a partir del momento en que el niño puede enunciar
un: “cuando sea grande, yo…” primera formulación de un proyecto que manifiesta el acceso
del niño a la conjugación de un tiempo futuro. Mientras nos mantenemos en el período que
precede a la prueba de la castración y a la disolución del complejo de Edipo, los puntos
suspensivos remitirán a las fórmulas que podemos resumir así: a) me casaré con mi mamá;
b) poseeré todos los objetos que existen.
En la fase posterior, el enunciado será completado por un “seré esto”. Deberá designar un
predicado posible y, sobre todo y ante todo, un predicado acorde con el sistema de
parentesco al que pertenece el sujeto.
Esta concordancia prueba el acceso al registro de lo simbólico y a una problemática
identificatoria adecuada a él. La posibilidad de considerar al cambio como una prima de
placer futura es condición necesaria para el ser del Yo. Esta instancia debe poder responder
cada vez que se plantea el interrogante acerca de quién es Yo, interrogante que nunca
desaparecerá, que acompaña al hombre a lo largo de toda su vida y que no puede tropezar,
salvo en momentos aislados, con la ausencia de una respuesta sin que el Yo se disuelva en
la angustia. El proyecto es construcción de una imagen ideal que el Yo se propone a sí
mismo, imagen que en un espejo futuro podría aparecer como reflejo del que mira. Esta
imagen o este ideal se relaciona sobre todo con lo dicho.
En la fase que precede a la disolución del complejo de Edipo, el Yo espera llegar a ser
aquel que podrá responder nuevamente al deseo materno: renunciará a tal o cuál
satisfacción pulsional gracias a su creencia en un futuro que lo indemnizará ampliamente o,
a la inversa, ofrecerá a la madre este ideal, conforme a su discurso, a cambio de una
gratificación obtenida en el presente. La prohibición de gozar de la madre se refiere tanto al
presente como al pasado y al futuro. Es menester renunciar a la creencia de haber sido, de
ser o de poder llegar a ser el objeto de su deseo.
La voz materna ya no tiene ni el derecho ni el poder de responder a los interrogantes de
¿Quién es Yo? y ¿Qué debe llegar a ser el Yo?, con una respuesta provista de certeza y
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que excluya la posibilidad de la duda o la contradicción. El Yo responderá a estos dos
interrogantes, en su propio nombre y mediante la autoconstrucción continua de una imagen
ideal que él reivindica y que le garantiza que el futuro no se revelará ni como efecto del puro
azar, ni como forjado por el deseo exclusivo de otro Yo.
El futuro no puede coincidir con la imagen que el sujeto se forja acerca de él en su presente.
Para ser, el Yo debe apoyarse en este anhelo, pero una vez alcanzado ese tiempo futuro
deberá convertirse en fuente de un nuevo proyecto. Entre el Yo y su proyecto debe persistir
un intervalo, debe presentar alguna carencia, siempre presente. Entre el Yo futuro y el Yo
actual debe persistir una diferencia, una X que represente lo que debería añadirse al Yo
para que ambos coincidan. Esta X debe faltar siempre: representa la asunción de la
prueba de castración en el registro identificatorio y recuerda lo que esta prueba deja
intacto: la esperanza narcisista de un autoencuentro, permanentemente diferido, entre el Yo
y su ideal que permitirá el cese de toda búsqueda.
La angustia de castración, a la que nadie puede escapar, no es otra cosa que la angustia
que domina al sujeto a partir del momento en que descubre que el Yo solo puede existir
apoyándose en los bienes que catectiza y que, en parte, depende de la imagen que le
devuelve la mirada del Otro, que la satisfacción de su deseo implica que el deseo del Otro
acepte seguir siendo deseándolo, mientras que al mismo tiempo, descubre que nada le
garantiza la permanencia del deseo ni de la vida del Otro, ni la permanencia de su saber
acerca de la identificación y de su creencia en su ideología.
La confrontación del niño con el discurso del padre y con el discurso del conjunto, en la que
una instancia que no es el padre puede desempeñar el papel de mediador, le revela que lo
que él pensaba acerca de su relación con la madre era ficticio. La castración puede
definirse como el descubrimiento en el registro identificatorio de que nunca se ha ocupado
el lugar considerado como propio y de que, por el contrario, se suponía que uno ocupaba un
lugar en el que no se podía aún ser. La angustia surge al descubrir el riesgo que implica
saber que uno no se encuentra, ante la mirada de los demás, en el lugar que cree ocupar.
Las referencias que le aseguran al Yo su saber identificatorio pueden chocar siempre con
una ausencia, un duelo, una negativa, una mentira, que obliguen al sujeto al doloroso
cuestionamiento de sus objetos, de sus referencias, de su ideología. Por ello, la castración
es una prueba en la que se puede entrar pero de la cual, en cierto modo, no se sale. Es
ilusorio pensar en la posibilidad de superarla por completo. Lo que sí cabe es asumir la
prueba de tal modo que la preserve al Yo algunos puntos fijos en los que apoyarse ante el
surgimiento de un conflicto identificatorio. La angustia surge porque esta ligada a su
dependencia del deseo del Otro.
Ser hombre o mujer es el primer descubrimiento que realiza el Yo en el campo de sus
referencias identificatorias. Hay un destino que determina que nunca se conocerá lo que el
el goce del otro sexo. Castración e identificación son las dos caras de una misma unidad;
una vez advenido el Yo, la angustia resurgirá en toda oportunidad en la que las
referencias identificatorias puedan vacilar. Ninguna cultura protege al sujeto contra el
peligro de esta vacilación, del mismo modo en que ninguna estructura lo preserva de la
experiencia de la angustia.
El acceso al proyecto identificatorio, tal como lo hemos definido, demuestra que el sujeto
ha podido superar la prueba fundamental que lo obliga a renunciar al conjunto de objetos
que, en una primera fase de su vida, han representado los soportes conjuntos de su libido
de objeto y de su libido narcisista, objetos que le han permitido plantearse como ser y
designar a los objetos codiciados por su tener.
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La necesidad de preservar este proyecto origina lo que definimos mediante el concepto de
Yo inconsciente, efecto del poder represor ejercido por el proyecto, a expensas de los
enunciados en los que el Yo se reconoció sucesivamente y que reprime fuera de su campo,
en toda oportunidad en la que ponen en peligro la coherencia del proyecto identificatorio
que el Yo catectiza. En su totalidad, el Yo comprende el conjunto de las posiciones y
enunciados identificatorios en los que se ha reconocido en forma sucesiva. Estos
enunciados podrán ser mantenidos o rechazados; preservar una parte de su catexia o ser
apenas el recuerdo catectizado de un momento de su existencia. El efecto del proyecto es
tanto ofrecer al Yo la imagen futura hacia la que se proyecta como preservar el recuerdo
de los enunciados pasados, que no son nada más que la historia a través de la cual se
construye como relato.
Podemos decir que el Yo está constituido por una historia, representada por el conjunto de
los enunciados identificatorios de los que guarda recuerdo, por los enunciados que
manifiestan en su presente su relación con el proyecto identificatorio y, finalmente, por el
conjunto de los enunciados en relación con los cuales ejerce su acción represora para que
se mantenga fuera de su campo, fuera de su memoria, fuera de su saber. Permanece
inconsciente para el Yo, y es ello lo que representa al Yo inconsciente, la acción represora
que ejerce y que conduce a reprimir una parte de su historia, es decir, los enunciados que
han llegado a ser contradictorios con un relato que reconstruye constantemente y todo
enunciado que exigiría una posición libidinal que él rechaza o que declara prohibida.
La función que hemos atribuído al proyecto como vía de acceso a la categoría del futuro
tiene como corolario la acción que él ejerce para constituir un tiempo pasado compatible con
la catectización de un devenir. Por ello pudimos decir que la entrada en escena el Yo es
coextensa con la entrada en escena de la categoría del tiempo y de la historia. A su
vez, estas dos categorías sólo pueden llegar a ser parte integrante del funcionamiento del
Yo gracias a un proyecto que les dé un estatuto en el campo psíquico. Proyecto
identificatorio que es, inevitablemente, un proyecto temporal.
Caso Daniel
Desde una perspectiva que considera al inconsciente como no existente desde los
comienzos de la vida, sino como un producto de cultura fundado en el interior de la
relación sexualizante con el semejante, y fundamentalmente, como producto de la
represión originaria que ofrece un topos definitivo a las representaciones inscriptas en los
primeros tiempos de dicha sexualización.
Cuando uno se encuentra con un trastorno muy precoz en la constitución psíquica, esta
constitución, considerada en tanto real, y no como mítica, concebida como “tiempos de
fundación del inconsciente” debe ser exhaustivamente revisada.
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Un bebé de cinco semanas que, al decir de los padres “no dormía nada”. Despierto casi
veinte de las veinticuatro horas del día. No estamos ya en esos tiempos en lo cuales un
analista se hubiera sentido inclinado a “interpretarle” al bebé la fantasía inconsciente. La
estrategia de abordaje terapéutico dependía del modo en que se conciba el
funcionamiento psíquico precoz.
En primer lugar se trataba de definir el tipo de trastorno ante el cual nos encontrábamos. La
definición misma de trastorno se inscribe en una propuesta que he desarrollado hace ya
algunos años, en la cual diferencio, siguiendo para ello la perspectiva freudiana, entre
síntoma, en tanto formación del inconsciente, producto transaccional entre los sistemas
psíquicos efecto de una inlograda satisfacción pulsional, y algo de otro orden, algo que no
puede ser considerado como tal en sentido estricto, en la medida en que el funcionamiento
pleno del comercio entre los sistemas psíquicos no está operando -sea por su no
constitución, como en el caso que veremos, sea por su fracaso, parcial o total-.
¿Desde qué perspectiva puede un trastorno del sueño generado en los primeros meses de
vida ser abordado como algo “de origen psíquico”? El problema de definir a qué tipo de
orden psíquico responden estas inscripciones precoces que no son, desde el punto de vista
metapsicológico, inconscientes en sentido estricto -dado que para que haya inconsciente es
necesario que el clivaje psíquico se haya producido, no pudiendo el inconsciente ser
concebido sino como el efecto de la diferenciación de ese otro sistema que constituye el
preconsciente-consciente, regido por una legalidad que es la del proceso primario y
sostenido, en el interior del aparato psíquico, por la represión.
Mi preocupación consiste ahora en abordar el modo de instalación del autoerotismo y de la
circulación de la economía libidinal antes de que esto se estructure. Se trataría en realidad
de formular para los primeros tiempos de vida, tiempos en los cuales ya las
inscripciones sexualizantes que dan origen a la pulsión se han instaurado, pero cuya
fijación al inconsciente aún no se ha producido porque la represión no opera.
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emergía, en muchos momentos, hacia su bebé. Lo que me transmitía era como si no viviera
sino “parasitada” por el niño.
La expliqué que él necesitaba poder agarrarse del pecho, que a partir de ese pecho él iba a
ir entendiendo que ella era su mamá, que algún día sería una mamá con una teta, pero que
por ahora ella era una teta calentita y cariñosa que representaba a una mamá. Tenía, yo
misma, la sensación de estar asistiendo a algo inaugural, una envoltura narcisizante nos
capturaba a todos. La mamá me preguntaba cosas tales como si todo los bebés se
quejaban mientras comían. Ella, que era médica, manifestaba un no saber que trascendía,
evidentemente, lo obvio del conocimiento demandado.
Cuando terminó de comer, la mamá lo cambió. Dani se dejó cambiar sin problemas; la
sorpresa de la madre era enorme. En ese momento le propuse incluir el chupete. Había un
remanente excitatorio que no cedía, y sostuve la necesidad de ofrecerle algo que no fuera
alimenticio para evacuarlo. El chupete es un antecesor importante del objeto transicional. A
diferencia del dedo, no constituye una parte del propio cuerpo, siempre a disposición del
niño. En tal medida, siendo un objeto autoerótico, se abre, a la vez, sobre el horizonte de los
objetos perdibles y reencontrables, siendo otorgado por el otro humano, al igual que el
pecho, puede ser considerado un precursor de lo objetal sobre cuyo horizonte se instala.
La hostilidad hacia su madre le hacía temer ser odiada por su hijo, al cual sentía que “no
podía satisfacer”. Su rigidización era efecto de un monto de contrainvestimiento masivo
que le imposibilitaba reconocer la ambivalencia, en riesgo de devenir odio expulsivo en
cualquier momento, y paralizaba su capacidad de ternura al encontrarse inhibida de
sostener con tranquilidad a su bebé.
A medida que hablábamos, la torpeza de la jóven madre disminuía, era como si se pudiera
ir apropiando de su hijo. Para la tercera sesión, el niño se dejaba cambiar ya sin problemas,
pasaba algunas horas durmiendo y algunos momentos despierto pero sin llorar. Le dije
“usted pudo agarrarlo” y ella me contestó “Sí, pero también creo que pude soltarlo”, es decir,
reconocerlo como otro, como un alguien a quien no podía satisfacer omnipotentemente y,
a partir de ello, soportar mejor sus tensiones. El padre, por su parte, no soportaba el llanto
del niño, le impedía a ella intentar aliviarlo si no lo lograba de inmediato, quitándole al niño
de los brazos e intentando una cantidad de maniobras que dejaban a Dani más excitado
que antes. Él, identificado con su propio hijo -en tanto hijo de una madre posesiva y
narcisista- obstaculizaba la posibilidad de que su esposa pudiera ejercer la función de
madre, temeroso de que operara en el niño la misma violencia y produjera el mismo
sufrimiento al cual él se había sentido sometido. De esta forma, se introducía en la relación
entre la madre y su hijo, no para sostenerla a esta en tanto madre sino para adueñarse, él
mismo, fálicamente, del bebé. En la crianza del niño son los fantasmas parentales lo que
operan, y no funciones matemáticas despojadas del inconsciente de proveniencia.
El extrañamiento hacia su hijo era lo que le impedía tener la convicción delirante que toda
madre tiene, en los comienzos de la vida, de que, de uno u otro modo, sabe qué es lo que
su bebé necesita: eso que vulgarmente se llama empatía y cuyo exceso puede conducir a la
psicosis paranoica. Esa falla en la narcisización era la que producía en ella la sensación
de estar ante un extraño al cual no sabía cómo agarra, o ante un pedazo de sí misma,
parcial, que no sabía cómo soltar. Este emplazamiento tópico determinaba los
micromomentos de despersonalización que me describía: no saber quién era el bebé, no
saber quién era ella, no saber qué estaba haciendo allí, no soportar la presencia de la
mucama, no soportar la ausencia de la mucama.
Lo que ocurría a esta mujer no daba cuenta de una ausencia de narcisización primaria, de
una estructuración psicótica coagulada a lo largo de los años. No nos encontrábamos ante
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una madre psicótica en la cual el inconsciente, falto de diques de contención a nivel de la
represión originaria, “pasara” sin más trámite. Estábamos, en este caso, más a nivel de una
dificultad de estructuración del narcisismo secundario, en el cual la castración
femenina posibilitará el pasaje “trasvasante” al hijo como posicionamiento narcisista. En
esta dificultad de trasvasamiento narcisista era donde radicaba la posibilidad de
alternancia generacional: el riesgo futuro de una psicosis infantil, “un niño que nunca
pude entender”, cuando en realidad fue un niño al que nunca se pudo transcribir a un
registro que lo capturara en un sistema de signos; sistema alienante, sin duda, pero
constituyente en la medida en que se propician las ligazones que dan origen al yo futuro.
Aquello que Piera Aulagnier llamó violencia primara, en tanto función instituyente de la
subjetividad.
Con el correr de las sesiones, por primera vez esta madre atribuía pensamiento a su hijo, lo
imaginaba como a un ser pensante, un homúnculo al cual suponemos poseedor de los
mismos atributos de nuestro psiquismo. Por fin ese transitivismo que permite, como decía
Freud, al modo del primitivo, atribuir una conciencia como la nuestra a un otro. Esta
capacidad, esta potencialidad estructurante, era lo que daría algún día a su hijo la
posibilidad de sentirse humano, de establecerse en el interior de su propia piel. Era
necesaria una madre que insuflara amor en su aliento para que el cachorro humano
deviniera realmente humanizado, con “conciencia de sí” y posibilidad de mitificarse a sí
mismo.
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En un psiquismo en vías de constitución se trata de explorar de qué modo se resuelven las
tensiones a las cuales está sometido. ¿Qué ocurre cuando este incremento de cantidad se
produce? Es necesaria una acción específica, pero una acción específica imposible de ser
realizada por el viviente en sus comienzos. Esta sobreviene mediante auxilio ajeno: por la
descarga sobre el camino de la alteración interior, un individuo experimentado advierte el
estado del niño. Esta vía de descarga cobra así la función secundaria, importante en
extremo, de la comunicación.
Es en esta fisura que Freud marca, por la cual el otro humano se introduce, donde se
inaugura el pasaje que produce el décalage del incipiente sujeto sexuado a partir del real
biológico. La aparición de un “apremio de la vida”, estímulos corporales, endógenos al
organismo pero exógenos al sistema neuronal o aparato del alma, ingresan al psiquismo en
estructuración. El principio de inercia, tendencia a la descarga cero, es perturbado a partir
de algo que tiene que ver con las transformaciones mediante las cuales este incipiente
aparato queda librado a inscripciones que son efecto de la impulsión del semejante;
“vivencia de satisfacción” en la cual el otro, o restos desgajados de la sexualidad del otro,
están, necesariamente, inscritos.
El todo constituye entonces una vivencia de satisfacción, que tiene las más hondas
consecuencias para el desarrollo de las funciones del individuo. Lo que se inscribe no es la
disminución de la tensión de la necesidad, sino la experiencia en la cual el objeto ofrecido
por el otro humano es inscrito. A partir de esta vivencia de satisfacción se generan
entonces conecciones entre imágenes-recuerdo, que serán activadas a partir del
reafloramiento del estado de esfuerzo: de deseo. La acumulación de excitación es
percibida como displacer, y pone en actividad al aparato a fin de producir de nuevo el
resultado de la satisfacción. A unas corriente de esa índole producida dentro del aparato
psíquico, que arranca del displacer y apunta al placer la llamamos deseo. El deseo nos es
propuesto como un movimiento ligador a un conglomerado representacional, en el momento
en el cual el displacer que es producto de la excitación emerja. Se trata de un movimiento
que tiende, mediante un trabajo, a ligar la energía sobrante a una representación o
conjunto de representaciones.
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placer de órgano, es posible intercalar la zona erógena como esa zona de apertura por la
cual la cantidad exterior, estímulo, logra conmutarse en excitación, en cantidad endógena.
Esta teoría del apuntalamiento afirma el surgimiento de la pulsión sexual en apoyo sobre la
función de autoconservación. La única verdad de apuntalamiento es la seducción originaria.
Es porque los gestos auto-conservativos del adulto son portadores de mensajes
sexuales inconscientes para él mismo, e indomeñables para el niño, que producen, sobre
los lugares llamados erógenos, el movimiento de clivaje y de deriva que desemboca
eventualmente en la actividad auto-erótica. Pero el vehículo obligado del auto-erotismo, lo
que lo estimula y lo hace existir, es la intrusión y luego la represión de significantes
enigmáticos aportados por el adulto.
Es necesario entonces hablar aquí de la represión originaria. Porque es de un solo
movimiento que esta cliva del psiquismo un inconsciente primordial que deviene por eso
mismo un ello, y que constituye los primeros objetos-fuentes, fuentes de pulsión.
Concebimos la represión originaria como en dos tiempos, al menos. El primer tiempo,
pasivo, es como la implantación, la primera inscripción de los significantes enigmáticos,
sin que estos sean aún reprimidos. El segundo tiempo está ligado a una reactualización y
a una reactivación de estos significantes, a partir de allí atacantes-internos y que el niño
debe intentar ligar. Es la tentativa por ligar, por simbolizar significantes peligrosos y
traumatizantes lo que desemboca en lo que Freud llama la teorización del niño (las teorías
sexuales infantiles) y en el fracaso parcial de esta simbolización o de esta teorización, o
sea, en la represión de un resto indomeñable, incercable. Son estas representaciones de
cosa, devenidas representaciones-cosa, las que toman un estatuto aislado, fuera de la
comunicación y fuera de la significancia, en eso que se llama el ello.
La pulsión es el impacto sobre el individuo y sobre el yo de la estimulación constante
ejercida, desde el interior, por las representaciones-cosa reprimidas, que podemos
designar como objetos-fuente de pulsión. A partir del momento mismo en que hay
inscripción y aún antes de que la represión fije la pulsión al inconsciente, su operancia
atacante propicia movimientos compulsivos, evacuativos, necesariamente fallidos en razón
de que su energía es inevacuable -dado que su carácter no es ya somático y no puede
resolver sus tensiones mediante el objeto autoconservativo. Antes de que se instituya la
represión originaria, antes de que el yo cumpla sus funciones de inhibición y de ligazón, la
intrusión de los sexual deja a la cría humana librada a remanentes excitatorios cuyo
destino deberá encontrar resolución a partir de conexiones y derivaciones que
constituirán modos defensivos precoces.
Imaginemos al bebé en el momento de la lactancia: el pecho, objeto de apaciguamiento de
la necesidad, irrumpe, al mismo tiempo, como objeto sexual traumático excitante, pulsante.
El remanente excitatorio, producto de ese encuentro, deberá encontrar una vía de
descarga por medio de un investimiento colateral de representaciones (vías de
facilitación conexas). El autoerotismo, succión de la mano, del chupete, cumple una
función de ligazón, organizadora de esta excitación sobrante. ¿Como se propician esos
investimientos colaterales? ¿qué es lo que impediría su establecimiento? de investir
representaciones colaterales, articuladoras en estos primerísimos tiempos de la vida, y
dejara al bebé sometido al traumatismo constante, al dolor reactivado del cual la fuga está
impedida. Supongamos a una madre con un aparato psíquico clivado, que conserva del
lado inconsciente las representaciones deseantes, potencialmente autoeróticas, capaces de
transmitir una corriente libidinal que penetra traumaticamente al viviente haciéndose
portadora de un deseo inconsciente, deviniendo, entonces, soporte material de un mensaje
enigmático a ser transmitido al bebé; un mensaje que lo parasita sexualmente y lo somete a
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un aflujo que debe encontrar vías de evacuación. Esta madre, atravesada por su
inconsciente, posee al mismo tiempo las representaciones yoico-narcisistas que le hacen
ver a su bebé -del lado del preconsciente- como un todo, como una gestalt organizada,
como un ser humano. La libido desligada, intrusiva, que penetra, será ligada de inicio por
vías colaterales, mediante el recogimiento que propicia este narcisismo estructurante de un
vínculo amoroso.
En el momento del amamantamiento la madre, provista de un yo, capaz de investir
narcisisticamente al bebé y no sólo de propiciar la introducción de cantidades sexuales
puntuales, no ligadas, acariciará las manitas, sostendrá la cabeza con delicadeza,
acomodará las piernas del cachorro, generando a partir de esto vías colaterales de
ligazón de la cantidad que ingresa.Será la representación totalizante que adquiere el
bebé en el interior de los sistemas del narcisismo yoico materno lo que permitirá que la
pulsión, intrusiva, atacante, encuentre de inicio formas de ligazón por vías colaterales. La
red que a partir de ello se sostenga posibilitará, del lado del incipiente sujeto, un sistema
de ligazones que permita luego la constitución del yo. Sistema de ligazones que
posteriormente, cuando se instale la represión originaria, ofrecerá el entramado de base.
Defensas precoces se constituyen en esta etapa. “Atracción de deseo primaria”: tendencia a
la reanimación de la huella de la vivencia de satisfacción y tendencia a un apartamiento de
la huella mnémica hostil. No hay, sin embargo, tópica en la cual establecer los procesos
clásicos de la represión: no hay sistemas en pugna ni contrainvestimientos capaces de fijar
en su lugar la huella mnémica del objeto hostil. No hay diferenciación sistémica, sino modos
de disociación capaces de ser ejercidos en el interior del mismo sistema. Modos de
funcionamiento, en nuestra opinión, anteriores a la represión originaria, pero cuya
persistencia coexiste en ciertos procesos patológicos con mecanismos neuróticos efecto de
la represión.
Tenemos aquí la función inhibidora del investimiento colateral, con la indicación de que este
es condición de la ligazón. Ello constituye el prerrequisito sobre el cual el yo se asentará.
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severos del lado de la madre, o depresiones determinadas por circunstancias históricas,
pueden impedir su operancia y dejar al cachorro humano librado a facilitaciones no
articuladas que lo sometan a un dolor constante con tendencia a una compulsión
evacuativa que responda a un más acá del principio del placer.
Diferenciar el inconsciente materno del narcisismo materno, y replantear que el origen de la
sexualidad humana no se instaura a partir de la articulación significante, de lenguaje,
instalada en el psiquismo materno, sino precisamente del lado del inconsciente, de las
representaciones-cosa que circulan bajo los modos del proceso primario y de los
investimientos masivos del autoerotismo reprimido. Por el contrario, los prerrequisitos de
ligazón de esta energía sexual originaria se encuentran en el funcionamiento del narcisismo
materno, concebido este en su diferenciación del autoerotismo, no como “anobjetal” sino
objetalizándose en una comunicación trasvasante capaz de hacer ingresa al bebé en el
horizonte saturante de la castración.
El yo no se constituye en el vacío, sino sobre la base de las ligazones previas entre
sistemas de representaciones preexistentes; y estas ligazones consisten, de inicio, en
investiduras colaterales, conjunto de maniobras amorosas que acompañan los cuidados
primarios con los cuales la madre efracciona en el real viviente las zonas erógenas
primarias, oral y anal. En los comienzos de la vida este yo que produce inhibiciones y
propicia ligazones del decurso excitatorio no está en el incipiente sujeto sino en el
semejante humano, y sólo desde esta perspectiva es que se puede hablar de un “yo auxiliar
materno”, el cual no provee sólo los recursos para la vida sino que inscribe, de inicio, estos
recursos en su potencialidad de “pulsión de vida”, es decir, de ordenamiento ligador
propiciatorio de una articulación de la tendencia regulada a la descarga.
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La voracidad será entonces un efecto, no un a priori, y esta voracidad es la que veremos
reaparecer luego como punto de fijación, es decir, como exceso de investimiento que
insiste, de modo no ligado, en las patologías más severas no sólo de la infancia sino de la
edad adulta. Y ante cada embate de displacer, tenderá a reproducirse el “más acá del
principio de placer” en una compulsión de repetición traumática que no logra encontrar vías
de ligazón y retorna a un circuito siempre idéntico dado que es inevacuable.
Diferenciar entre la represión originaria, que funda el inconsciente, y las
inscripciones preexistentes sobre las cuales esta represión se ejerce, permite poder
concebir la inscripción de las representaciones deseantes -sexuales, pulsionales- en su
instalación y en los desplazamientos económicos que las activan y que propician su
investimiento.
Hay que afinar los órdenes de paradigmas que nos permitan operar desde una perspectiva
psicoanalítica cuando el inconsciente aún no se ha constituido.
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sexualidad autoerótica inscrita y fijada por la represión originaria, es decir, nunca transcrita
en palabras; y otro sistema regido por el narcisismo, bajo el modo de las constelaciones
yoicas que se definen como sistemas de representaciones ligadas bajo el modo de
circulación del proceso secundario, es indudable que la madre opera, en sus maniobras
primeras, desde la intersección de ambos sistemas a la vez. Es a partir de esta
posibilidad de intersección como el yo opera sobre el proceso primario materno, que lo que
se inscribe de inicio en la cría humana como pulsión destinada a atacar al yo y devenir
entonces pulsión sexual de muerte, logra canales de ligazón y derivación por vías
colaterales y encuentra un modo de organización que constituye el soporte de la pulsión de
vida.
Es a partir de no considerar al inconsciente como existente desde los orígenes, sino
fundado por la represión, que se nos plantea la cuestión de recuperar los movimientos
fundantes de uno y otro -de las inscripciones primeras que dar origen al inconsciente, y de
su fijación definitiva al inconsciente definido como sistema por la represión.
El holding winicottiano puede ser entendido, entonces y a partir de los desarrollo que hemos
ofrecido en páginas anteriores, como aquella capacidad representacional de la madre que
ofrece vías de ligazón colateral para que la facilitación que lleva a instalar la alucinación
primitiva -alucinación del indicio, no de satisfacción de necesidades- no deje al niño librado
a la pulsión de muerte, en esa compulsión de repetición que hemos definido como más acá
del principio de placer. Esta madre que Winnicott define como capaz de genera las
condiciones de ilusión-desilusión o puede ser concebida sino como inscribiéndose en un
orden que la pauta y la determina, madre que atraviesa con su amor al lactante, pero que ya
ha sido atravesada por la castración, en la medida en que es capaz de rehusarse al
colmamiento ilimitado.
Aulagnier Capítulo VIII “El derecho al secreto. Condición para poder pensar” En El
sentido perdido
La orden de decir todo lo que se piensa implicaría para el sujeto al que se la impusiera un
estado de absoluta esclavitud, lo transformaría en un robot hablante. Uno de los medios que
definitivamente pueden hacer del hombre un robot hablante consiste en tornar, sino
imposible, al menos sin objeto y sin placer, todo pensamiento secreto. Tiene como
presupuesto la sustitución por una simple actividad de repetición y de memorización
automática lo que era actividad de pensar y creación de ideas.
Preservarse el derecho y la posibilidad de crear pensamientos y más simplemente, de
pensar, exige arrogarse el de elegir los pensamientos que uno comunica y aquellos que uno
mantiene secretos: esta es una condición vital para el funcionamiento del Yo.
Si no se concediera el derecho de pensar representaciones fantasmáticas, el Yo se vería
forzado a gastar la mayor parte de su energía en la represión fuera de su espacio de esos
mismos pensamientos y, hecho más grave, en prohibir su acceso al conjunto de los temas y
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de los términos a ellos unidos, con la consecuencia de empobrecer peligrosamente, al
hacerlo, su propio capital ideico. El fantasma masturbatorio y la fantasmatización erótica
que acompaña al encuentro sexual representan, en el registro de lo decible para y por el Yo,
lo más cercano a las construcciones fantasmáticas inconscientes. Son los únicos que, con
el sueño, y aún de manera más directa, nos permiten comprender de qué modo el sujeto
figuró en su época la escena primaria, es decir, la puesta en escena por la cual respondió a
la cuestión de los orígenes: origen de él mismo, origen del placer, origen del deseo, origen
del sufrimiento. La fantasmatización erótica merece de nuestra parte una atención
privilegiada: es lo único que nos muestra in vivo el anclaje corporal de la activación de
pensar, ella preserva la relación entre el placer erógeno inscripto en el cuerpo y el placer de
pensar ese cuerpo y sus experiencias que se hallaba presente en una primera etapa de la
actividad psíquica y de la que, salvo algún momento particular, sólo quedan vestigios.
Cuando hablamos de fantasmas conscientes nos referimos a una construcción ideica a la
cual el Yo mismo da el status de fantasma.
El sujeto tiene derecho a un pensamiento autónomo. La mayoría de las veces, la
neurosis permite al sujeto preservar su derecho a mantener pensamientos secretos ,
derecho que ni siquiera piensa tener que discutir en tanto que cobra para él la forma de lo
natural, de lo garantizado a priori, de un bien que no presenta problemas y jamás se halla
en peligro.
A partir lo que la psicosis nos enseña podemos esperar comprender las condiciones y
presupuestos que permitieron al pensamiento y al discurso de los otros escapar de ella.
Mientras nos acantonemos fuera del campo de la psicosis, amenazan quedar en la sombra
las condiciones necesarias para un funcionamiento no psicótico de la actividad de pensar y,
por lo tanto, del Yo. Hay que saber escuchar a aquellos para los cuales tales condiciones
jamás formaron parte de un derecho adquirido, y menos aún natural, para advertir la
fragilidad de los cimientos y de los fundamentos de nuestra razón, la lucha que la
apropiación y preservación de ese derecho representaron para todo Yo.
La condición que hace posible esa función: es preciso que pensar secretamente haya sido
una actividad autorizada y fuente de placer para que la fantasmatización diurna se
incorpore a esa experiencia y no lo inverso. La posibilidad del secreto forma parte de las
condiciones que permitirán al sujeto, en un segundo momento, dar el status de fantasma a
alguna de sus construcciones ideicas que por este hecho él diferencia del conjunto de sus
pensamientos: el fin y el placer que espera de ellas serán igualmente diferenciados.
La psicosis nos muestra qué significa para el Yo no poder conceder ya el status de
fantasma a un pensamiento. Debe poder preservarse un placer de pensar que no tiene más
razón que el puro placer de crear es pensamiento: su comunicación eventual y el
suplemento de placer que de ello puede resultar deben resultar facultativos.
Al lado del deseo y del placer ligados a la comunicación de los propios pensamientos, al
lado del placer solitario que resulta del fantasma erótico debe ser preservado un placer
vinculado a la presencia de pensamientos secretos. Si es cierto que poder comunicar
los pensamientos, desear hacerlo, esperar una respuesta a ellos forman parte del
funcionamiento psíquico y constituyen sus condiciones vitales, también es cierto que
paralelamente debe coexistir la posibilidad, para el sujeto, de crear pensamientos cuyo
único fin sea aportar, al Yo que los piensa, la prueba de la autonomía del espacio que
habita y de la autonomía de una función pensante que es el único en poder asegurar: de
allí el placer sentido por el Yo al pensarlos.
En el registro del Yo, concebido por nosotros como agente de la actividad de pensar y como
la instancia constituida por los pensamientos que la piensan y la hablan y por las cuales ella
103
se piensa y se “pone-en-sentido”, debe resultar posible una prima de placer muy particular
que no tiene otra cosa ni otra mira que probarle la permanencia de un derecho de goce
inalienable concerniente a sus propios pensamientos. Antes de cobrar el aspecto de lo
“natural”, de lo “garantizado”, tal derecho de gozar de la actividad de pensamiento fue el
blanco de una lucha en la cual la victoria no estaba asegurada en absoluto.
104
diferencia, de la singularidad, de la autonomía de ese nuevo ser que ha formado parte de su
propio cuerpo, y que en efecto dependió totalmente de ella para su supervivencia. El caso
favorable en que ella es capaz de reconocer el derecho del niño a no repetir ningún
“pasado” perdido, sino a proponerse como posible origen de una nueva aventura, de un
destino desconocido e imprevisible. Si esto es lo que sucede, la madre podrá aceptar
entonces el no saber siempre lo que él piensa, el permitir el juego y el placer solitario de un
pensamiento fascinado por el poder que descubre poseer y por las creaciones que de él
derivan.
El derecho a mantener pensamientos secretos debe ser una conquista del Yo, el
resultado de una victoria conseguida en una lucha que opone al deseo de autonomía del
niño la inevitable contradicción del deseo materno a su respecto. Contradicción que unas
veces le hace favorecer el alejamiento, la independencia que el niño demanda, y otras tratar
de retardar ese momento. Tener que pensar, tener que dudar de lo pensado, tener que
verificarlo: tales son las exigencias que el Yo no puede esquivar. Pero aún es preciso que
no se le impida encontrar momentos en los cuales puede gozar de un puro placer enlazado
a las presencia de un pensamiento que no tiene otra meta que reflejarse sobre sí mismo.
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cuatro años y medio se inició un desarrollo mental más rápido y también un impulso más
poderoso a hacer preguntas. También en esta época el sentimiento de omnipotencia
(creencia en la omnipotencia del pensamiento) se volvió muy marcado.
Tercer período
La necesidad de formular preguntas, que fue tan marcada en el segundo período, no
disminuyó, sino que tomó un camino algo diferente. A menudo vuelve al tema del
nacimiento, pero en una forma que demuestra que ya ha incorporado este conocimiento al
conjunto de sus pensamientos. Su interés por el origen de los niños y temas conectados
con esto es todavía intenso pero decididamente menos ardiente.
Comenzó un período de indagación sobre la existencia en general. Cómo crecen los
dientes, cómo se quedan los ojos adentro, cómo crecen los árboles, las flores, los bosques.
Además sobre la fabricación de los más variados artículos y materiales.
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El afectuoso interés por las heces, la orina y todo lo relacionado con ellas que siempre
reveló, ha permanecido muy activo y su placer por ellos se pone, en ocasiones,
abiertamente de manifiesto.
El sentido de la realidad
Con el comienzo del período de interrogaciones, su sentido práctico (que como ya señalé se
había desarrollado muy pobremente antes de las preguntas sobre el nacimiento) presentó
un gran adelanto. Aunque continuaba la lucha contra su tendencia a la represión pudo, con
dificultad pero vívidamente, reconocer varias ideas como irreales en contraste con las
reales. Manifestaba la necesidad de examinarlo todo desde este aspecto. Sus esfuerzos por
investigar la realidad y evidencia de cosas adquiere un juicio independiente propio del que
puede extraer sus propias conclusiones.
Las certezas y realidades adquiridas en esta forma le sirvieron evidentemente como patrón
de comparación para nuevos fenómenos e ideas que requerían elaboración. Se dedicaba a
escrutar y registrar los que ya había adquirido, así como a la formación de ideas nuevas.
Así, estas cosas “reales” habían adquirido para él un significado fundamental, que le
permitía distinguir todo lo visible de aquello falso, no real, que sucede sólo en los deseos y
fantasías.
El “principio de realidad” se había establecido en él. Había encontrado en las cosas
tangibles la norma con que podía medir también las cosas vagas y dudosas que su anhelo
de verdad le hacía rechazar. Había ido un paso más allá en el camino que transforma la
presencia de lo que sólo es visto en la presencia de lo que es pensado. Tomó
principalmente la forma de revisión de adquisiciones anteriores y al mismo tiempo de
desarrollo de nuevas adquisiciones, o sea, que se elaboraron en forma de conocimientos.
También demostró claramente su necesidad de que se definieran en forma precisa las
limitaciones de sus derechos y poderes. Durante esas semanas dominaba completamente
las ideas de querer, deber y poder.
Sentimiento de omnipotencia
Creo que la declinación de su sentimiento de omnipotencia que había sido tan evidente
algunos meses antes, estaba íntimamente asociada con el importante desarrollo de su
sentido de la realidad. En diferentes ocasiones demostró y demuestra conocimiento de las
limitaciones de sus propios poderes, del mismo modo que no exige ahora tanto de su
ambiente como antes. Todavía hay luchas entre su sentido de la realidad en desarrollo y su
sentimiento de omnipotencia profundamente enraizado, es decir, entre el principio de
realidad y el principio de placer, que llevan frecuentemente a formaciones de
compromiso.
Deseo
En general, dese y pide a menudo fervientemente y persistentemente cosas posibles e
imposibles, manifestando gran emoción y también impaciencia. Agrega siempre “Si puedo”
o “Lo que pueda”, en tanto que antes de ninguna manera demostraba estar influido por la
distinción entre posibilidad e imposibilidad cuando formulaba deseos o promesas.
Presenta una actitud ambivalente, que se explica por el hecho de que el niño se coloca en
el lugar del padre poderoso (que espera ocupara alguna vez), se identifica con él, y por otra
parte estaría dispuesto a dejar de lado el poder que restringe su yo.
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Me parece que este conflicto entre el sentido de realidad y el sentimiento de omnipotencia
influye también en su actitud ambivalente. Quizás esto explica por qué el niño, siempre que
el es posible, intenta recobrar su creencia tanto en la omnipotencia de sus padres como en
la suya propia. La necesidad, tan evidente en el niño de definir los límites de sus propios
poderes y los de su padres.
Esta declinación del sentimiento de omnipotencia, que ruge por el impulso a disminuir la
perfección paterna (y que seguramente ayuda al establecimiento de los límites de sus
propios poderes y de los de sus padres) influye a su vez en la disminución de la autoridad,
de modo que existiría una interacción, un refuerzo recíproco entre la disminución de
autoridad y el debilitamiento del sentimiento de omnipotencia.
108
de la enfermedad. Hug-Hellmuth variaba la técnica de análisis para los niños y la adaptaba
a las necesidades de la mentalidad infantil. Se ocupó del análisis de niños que muestran
desarrollos mórbidos o desfavorables del carácter.
Yo plantearé ahora la cuestión de qué aprendemos del análisis de adultos y niños que
podemos aplicar al considerar la mente de los niños menores de seis años, ya que es bien
sabido que los análisis de neurosis revelan traumas y fuentes de perjuicio en
acontecimientos, impresiones o desarrollos que ocurrieron en edad muy temprana, antes
del sexto año de vida, una edad que el análisis nos ha enseñado que es tan importante, no
sólo para enfermedades siguientes sino también para la formación permanente del carácter
y del desarrollo intelectual.
Existen factores que el análisis ha enseñado a considerar como graves perjuicios para la
mente del niño. Plantearemos como una necesidad incondicional que el niño, desde el
nacimiento, no comparta el dormitorio de sus padres, y evitaremos exigencias éticas
compulsivas para la criatura. Le permitiremos mayor período de conducta no inhibida y
natural, dejándole tomar conciencia de sus distintos impulsos instintivos, y de su placer en
ellos. Nuestro objetivo será un desarrollo más lento que permita que sus instintos se
vuelvan en parte conscientes y junto con esto, sea posible sublimarlos. No rehusaremos la
expresión de su incipiente curiosidad sexual y satisfaremos paso a paso, incluso sin
ocultarle nada. Sabremos cómo darle bastante afecto y sin embargo evitar un exceso
dañino.
Estas indicaciones educativas pueden ponerse en práctica y de ellas resultan evidentes
efectos positivos y un desarrollo mucho más libre en múltiples aspectos. La pregunta sigue
siendo ¿pueden esas medidas profilácticas impedir la aparición de neurosis y de desarrollos
perjudiciales del carácter? Incluso con esto a menudo sólo conseguimos una parte de lo que
nos proponíamos. Aprendemos del análisis de neuróticos que sólo una parte de los
perjuicios causados por la represión puede atribuirse a un ambiente nocivo u otras
condiciones externa perjudiciales. Otra parte muy importante se debe a una actitud por
parte del niño, presente desde lo más tiernos años. El niño desarrolla frecuentemente, sobre
la base de la represión de una fuerte curiosidad sexual, un rechazo indomable a todo lo
sexual que sólo un análisis minucioso puede luego superar. No siempre es posible descubrir
en qué medida las condiciones adversas y en qué medida la predisposición neurótica son
responsables del desarrollo de la neurosis. Se trata de cantidades variables,
indeterminables.
Sería entonces aconsejable prestar atención a los incipientes rasgos neuróticos de los
niños; pero si queremos detener y hacer desaparecer estos rasgos neuróticos, entonces se
convierte en una necesidad absoluta la intervención más temprana posible de la
observación analítica y ocasionalmente del análisis. Propongo la puesta en práctica de una
crianza con principios psicoanalíticos, el prerrequisito para la misma será que los
padres, niñeras y maestros estén ellos mismos analizados, lo cual probablemente seguirá
siendo durante mucho tiempo un piadoso deseo.
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Aulagnier “Como una zona siniestrada”
Parte de la pregunta sobre por qué la adolescencia se presenta como un tiempo propicio
dentro del recorrido identificatorio, para el pasaje de una potencialidad psicótica a una
psicosis manifiesta. Para responder a esto va a distinguir tres puntos:
1) Existe una relación de interacción entre la distribución de la libido objetal y la economía
de la libido narcisista o identificatoria. Ambos términos son sinónimos.
En la neurosis la escena psíquica y la escena sintomática están ocupadas por el conflicto
identificatorio que confronta los dos je (el identificante y el identificado). Por eso el
neurótico puede formular su conflicto en términos que hablan de deseo de amor, de goce,
de prohibición, de castración.
En la psicosis la prohibición recae sobre toda postura de deseante que no ha sido
impuesta y legitimizada por el deseo y la decisión de una instancia exterior. Se prohíbe toda
representación que el identificante se daría de sí mismo, desde la autonomía. En la psicosis
el conflicto identificatorio opone y desgarra los dos componentes del je (identificante e
identificado). Esto explica la dimensión dramática que pueden tomar los conflictos que se
reactivan frecuentemente después de esta reorganización de las investiduras propias de la
adolescencia.
2) Existe un trabajo de historización de su tiempo pasado que realiza el “je”. El je es, en
cierto sentido, esta historia a través de la cual se da y nos da una versión (su versión)
sustituyéndose a un tiempo pasado. Pre-supuesto para la existencia del je: El hecho de que
un tiempo hablado garantice la memoria de un tiempo pasado. La historización de lo vivido
es una condición necesaria para la instalación de una investidura del tiempo futuro, para
que el je tenga acceso a la temporalidad y para que pueda tomar a su cargo e investir el
proyecto identificatorio.Gracias a esta autobiografía construida por el je, este último
puede transformar un tiempo físico en un tiempo humano, subjetivo, que de sentido y pueda
ser investido.
El momento en que el sujeto entra en la adolescencia, será aquel en que va a dar su forma
estabilizada, aunque modificable, al relato histórico de su tiempo y a lo vivido en su
infancia.
3) La importancia que le adjudica al telescopage o develamiento: situación, experiencia o
acontecimiento que confronta de manera imprevista al je con una autorepresentación que
se impone a él, con todos los atributos de la certeza, cuando hasta ese momento ignoraba
que hubiese podido ocupar tal lugar en sus propios escenarios. De repente un suceso, la
mirada de otro, investida de manera privilegiada, devuelven al je una imagen de sí mismo
que le devela “el horror de una imágen ignorada por él”, pero que había formado parte de
ese desfile de posiciones identificatorias que recorrió antes de llegar a aquella que ocupa.
En la psicosis podemos encontrar estos fenómenos en la base del desencadenamiento de
una descompensación, un episodio delirante, algo que puede sellar la entrada en el delirio.
Experiencias que sellan el pasaje de un modo de relación a otro y enfrentan al je a lo que no
sabía que se había convertido, a la realización de lo que no quería llegar a ser. No es
exclusivo de la psicosis. En George se da en la escena de la madre “estás loco como tu tío”,
catástrofe da las referencias identificatorias que terminará en delirio.
110
imágen, marcada por los signos de la propia identidad sexual. En el curso de la
adolescencia el sujeto realizará, a posteriori, un proceso de desidealización de los padres,
comenzado mucho antes. Existen casos en los que el adolescente no puede autorizarse a
esa des-idealización, lo cual lo obligará a excluir de su espacio de pensamiento una parte
de las informaciones que la realidad le envía. La consecuencia será una auto-mutilación
de su propia actividad de pensamiento.
Plantea que la sintomatología psicótica es la presencia manifiesta de una potencialidad
psicótica, existente mucho antes de la adolescencia. Esta potencialidad (posiciones
identificatorias que el yo podría ocupar) es la consecuencia de la “grieta” que se constituyó
entre los dos componentes del je -identificante e identificado-. La irrupción de un momento
psicótico sella el encuentro del je con un suceso psíquico que le devela una catástrofe
identificatoria que ya tuvo lugar, fisura identificatoria que lo marcó desde el comienzo de
su recorrido identificatorio. El adolescente descubre que en su recorrido pasado nunca
había encontrado las condiciones que le hubiesen asegurado el carácter autónomo,
inalienable, de una parte de sus referencias identificatorias en el registro de lo simbólico,
que le hubiesen garantizado su parte de libertad en la elección de sus objetos, sus metas y
sus deseos.
El recorrido identificatorio debe estar siempre abierto, en un continuo movimiento de
modificación, pero el ordenamiento de las referencias simbólicas finaliza o debería
finalizar luego de la declinación de la vida infantil. La adolescencia debe ser la consolidación
de ese ordenamiento que la precede.
Las zonas siniestradas indican las posiciones identificatorias que podrían propiciar
una desestabilización. Remite a aquellos puntos que quedaron en blanco. Pueden señalar
coordenadas que anticipen la descompensación. Son secuelas de conflictos y escollos del
recorrido identificatorio, como zonas en las cuáles se prohíbe el acercamiento rodeandolas
de sólidas barreras y de carteles de señalización.
Ejemplo clínico
Un hombre de 30 años pibe un análisis por problemas de orden neurótico, frente a la
angustia que le genera la imposibilidad de hacer una elección: no sabe si divorciarse o
seguir viviendo con su mujer, a pesar de que sabe que ésta tiene un amante. Nada, ni en su
discurso, ni en sus síntomas, sugiere la presencia de defensas psicóticas.
En la segunda entrevista hizo una pequeña alusión a lo que él llamó su “crisis de
adolescencia”. En mayo del 68 había vacilado entre proseguir su preparación en un
establecimiento de enseñanza superior o ir a trabajar a una fábrica. Durante dos o tres
meses vive lejos de su familia “todo esto terminó por deprimirme, ya no sabía por donde
andaba… volví a mis pagos y fui a ver a un médico que me recompuso. No era nada grave”.
Durante los dos primeros años de su análisis, no habrá jamás lugar para esta “crisis de
adolescencia”, la cual describía como totalmente trivial, a la cual no le adjudicaba ninguna
importancia.
Sólo retomaré aquello que me permitió revelar algo acerca de ese episodio a sus 16 años: a
pesar de que se haya resuelto al cabo de dos o tres meses y sin hospitalización, se trata sin
duda de un episodio psicótico. En el análisis permitirá dilucidar las condiciones que lo
desencadenaron, considerando además en el transcurso del propio análisis, dos episodios
idénticos, aunque más breves, que se presentan en virajes totalmente particulares de su
recorrido.
Para contextualizar la primera situación desencadenante hay que saber que el padre de
George es judío, mientras que su madre es católica practicante.Pero Georges siempre
111
ignoró, hasta sus 15 años, que su padre era judío. Nunca supo por qué se lo habían
ocultado. El episodio delirante develará toda la complejidad y la ambigüedad de su relación
con el padre, como la agudeza del conflicto que confronta a la pareja parental.
El campo social en el cual había creído tener y guardar su lugar sin mayores problemas, le
reenvía un discurso extraño y desconocido para sus oídos: discurso que pone en relieve el
poder bueno de los hijos y denuncia el poder malo de los padres. Hay que recordar en este
punto que si bien es cierto que el recorrido identificatorio debe estar siempre abierto, que
el ordenamiento del je exige que esta instancia reconozca y acepte un continuo movimiento
de modificación, por el contrario, el ordenamiento de las referencias simbólicas finaliza o
debería finalizar luego de la declinación de la vida infantil, en la época de la
adolescencia, consagrándose a la consolidación de ese ordenamiento que la precede.
En esta tarea de consolidación juega un papel esencial el campo social: la referencias y
los soportes que éste propone ayudan al sujeto a ir más allá de su dependencia de las
elecciones emblemáticas privilegiadas por los padres, sin tener que entrar en conflicto
abierto y a veces insuperable con ellos.
Justo en el momento en que Georges más hubiese necesitado apoyarse en esos puntos de
sostén ofrecidos por el campo social, éste lo enfrente a un cuestionamiento de sus certezas
y valores, entrando en contradicción con las concepciones familiares y sobre todo
incompatibles con la situación de no-conflicto que esperaba preservar junto con las
instancias parentales. El padre vive mayo del 68 como una revolución contra lo valores y le
afirma a George “haciendo tuya esta lucha, te haces cómplice de mi futura ruina, de la cual
no podré salir. No me quedará más que encarar el suicidio”. Acusación que bruscamente
revela una dimensión de la relación padre-hijo que Georges había logrado dejar velada y
hace pedazos esa imagen de buen hijo que había tratado de preservar con referencia
identificatoria, evitando toda discusión con su padre. A esta primera vacilación de sus
referencias va a agregarse otra, en relación con su mejor amigo, con quien también
Georges consiguió evitar cualquier conflicto en sus relaciones. Este le advierte que si
abandona las reuniones y deja a su grupo, no lo volverá a ver jamás y no lo reconocerá más
como uno de ellos. Segunda amenaza y segunda acusación leída en la mirada de alguien
que hasta ese momento le aseguraba la valorización de un identificado en el cual podía
reconocerse.
Una escena que lo enfrenta con su madre tendrá un efecto tal de tensión que culminará en
el desencadenamiento del episodio delirante. Una escena particularmente violenta. No
olvidemos que todo esto sucedió en el lapso de un mes. Hay una cierta repetición de las
“acusaciones” y tenemos derecho a pensar que la acusación materna condensa y revela
francamente las amenazas implícitamente presentes en aquellas que fueron pronunciadas
por el padre y por el amigo. El resultado de todo esto será la brusca caída de Georges en el
delirio. Después de esta escena sale de su casa, muy angustiado. Vuelve a su casa y se
despierta en la mitad de la noche, delirando.
En la escena con su madre, esta lo agarra de los hombros, lo sacude y le grita “estás loco
como tu tío, sos parecido a él, hice todo para que seas diferente, pero no sirvió para nada”.
Acusación tanto más traumatizante considerando que para Georges el término locura está
ligado a la imagen de su hermano mayor que es epiléptico.
En el lapso de poco más de un mes, Georges recibe el impacto de una serie de
identificados inasumibles, de los cuales el último -y en relación a este hablaré de
develamiento- lo enfrenta a lo que él no sabía que era la figura de la muerte y del horror: la
deshumanización y la locura de un niño (lo que representaba su hermano epiléptico). Se ve
así frente a una catástrofe de las referencias identificatorias que culminará en delirio.
112
Al cabo de pocas horas se le impone la certeza delirante de que él tiene una misión secreta,
que es el único que puede salvar el mundo.
Enfrentado a la fragmentación de los identificados, el je sólo puede sobrevivir teniendo
que negar esa desposesión identificatoria, ese estallar de los soportes narcisistas,
proyectándose en la representación de un je que ya hubiese realizado su proyecto. Pero un
proyecto marcado por las armas del delirio.
El medio ambiente psíquico, tanto como el propio espacio psíquico en el cual advino el
je de Georges, lo enfrentaron a lo largo de su proceso identificatorio con conflictos y con
escollos demasiado próximos. Dejaron secuelas que trató como zonas siniestradas, en las
cuales se prohíbe el acercamiento rodeandolas de sólidas barreras y de carteles de
señalización. Entre los factores complejos responsables de estos siniestros, dos tuvieron un
papel esencial: la epilepsia de su hermano y la actitud enigmática y “traumática” de su tío
materno. Este le repetía en cada visita “no debes olvidar, hijo mío, de quién eres hijo”.
Siendo niño esta escena provocaba en él un estado cuya descripción hace pensar en algo
parecido al aniquilamiento. Durante la semana y de manera imprevista, volvía a escuchar
las palabras de su tío tropezándose obstinadamente con el lado incomprensible y
angustiante de esa exhortación sentida por él como un mandato paradojal: si debía
acordarse de quién era hijo ¿era porque su padre no lo era? ¿quién era ese hombre que lo
llamaba hijo mío y al cual debía llamar padrino, y que era conjuntamente el hermano de la
madre y el hijo preferido de Dios?. Trató de pedir explicaciones a sus padres pero no tuvo
éxito. Los dos episodios delirantes sobrevenidos en el transcurso de su análisis se
desencadenaron en el momento en que el proceso analítico había conducido a Georges a
interrogarse acerca del sentido oculto de esa escena con su tío y acerca de la extrañeza de
la actitud tanto materna como paterna.
Enfrentado desde el comienzo de su recorrido identificatorio con un hermano que le
devolvía la imágen de un hijo loco, inasumible y amenazadora; con una actitud materna
incapaz de aportarle la seguridad necesaria;con un padre poco presente, Georges logró, no
obstante, reparar y tratar de remediar esas primeras fisuras que marcaron su campo
identificatorio. La participación de su misterioso tío y la frase que le repetía vinieron a
cuestionar y poner en peligro su reparación. Georges no pudo sobrellevar las
consecuencias de este segundo terremoto de su suelo identificatorio y volver a realizar una
consolidación de las construcciones agrietadas. Pedazos de su ruta guardaron huellas que
hicieron de éstos “zonas siniestradas”, encima de las cuales ya no se puede construir. A
pesar de todo, pudo limitar los estragos gracias a sus amistades, a sus éxitos escolares. Así
pudo retomar su recorrido identificatorio y aferrándose a sus soportes externos para
balizar los aspectos no peligrosos de su espacio identificatorio, para señalizar las vías
que deben ser evitadas y aquellas que pueden recorrerse sin mayores riesgos.
Creo que esas zonas siniestradas no lo son definitivamente, en todo “accidentado”. Pienso
que una relación analítica puede en ciertos casos despejar el terreno para que allí se pueda
reconstruir y a veces construir esa parte del edificio identificatorio que se había instalado o
que debía haberse instalado.
113
-Una reivindicación ardiente o silenciosa y secreta de su derecho de ciudadano completo en
el mundo de los adultos y, muy a menudo, en un mundo que será reconstruido por él y sus
pares en nombre de nuevos valores que probarán lo absurdo o la mentira de los que se
pretende imponerle.
Entre las tareas reorganizadoras propias a ese tiempo de transición que es la adolescencia,
considero que una tiene un rol determinante tanto para su éxito como para su fracaso: ese
trabajo de poner en memoria y de poner en historia gracias al cual, un tiempo pasado y,
como tal, definitivamente perdido, puede continuar existiendo psíquicamente en y por esta
autobiografía, obra de un Yo que sólo puede ser y devenir prosiguiéndola del principio al
fin de su existencia. Autobiografía no solamente jamás terminada, sino en la cual, incluso
los capítulos que se creían definitivamente acabados, pueden prestarse a modificaciones.
Pero si ese trabajo de construcción y reconstrucción permanente de un pasado nos es
necesario para orientarnos e investir ese momento temporal inasible que definimos como
presente, es necesario aún que podamos hacer pie sobre un número mínimo de anclajes
estables de los cuales nuestra memoria nos garantice la permanencia y la fiabilidad. He
aquí una condición para que el sujeto adquiera y guarde la certeza de que es el autor de su
historia y que las modificaciones que ella va a sufrir, no pondrán en peligro esa parte
permanente singular, para hacer coherente y que tenga sentido el relato que se escribe.
Es en el curso del tiempo de la infancia que el sujeto deberá seleccionar y apropiarse de
los elementos constituyentes de ese fondo de memoria gracias al cual podrá tejerse la tela
de fondo de sus composiciones biográficas. Tejido que puede solo asegurarle que lo
modificable y lo inexorablemente modificado de sí mismo, de su deseo, de sus elecciones,
no transformen a quel que él deviene, en un extraño para aquel que él ha sido, que su
mismidad persiste en ese Yo condenado al movimiento, y por allí, a su auto-modificación
permanente.
Por importante que sea este trabajo, por oculto, olvidado, reprimido que sea su punto de
partida, es porque ha existido y porque continúa marcando sus puestas en escena y su
dramaturgia psíquica por una vía que conoce mal, que puede reconocerlos como su obra y
no como una pieza escrita por un autor que le impone su rol y sus réplicas. Esta parte de la
infancia es la prueba de la persistencia de ese fondo de memoria, o por decirlo mejor, de lo
que queda en nuestra memoria de ese pasado en el que se enraizan nuestro presente y el
devenir de ese presente.
Lo que importa, es la persistencia de ese nexo garante de la resonancia afectiva que deberá
establecerse entre el prototipo de la experiencia vivida y la que él vive. Este fondo de
memoria, como fuente viviente de la serie de encuentros que marcarán la vida del
sujeto, puede bastar para satisfacer dos exigencias indispensables para el
funcionamiento del Yo:
-Garantizarle en el registro de las identificaciones esos puntos de certidumbre que
asignan al sujeto un lugar en el sistema de parentezco y en el orden genealógico, y por
consiguiente temporal, inalienable y al amparo de todo cuestionamiento futuro sin importar
los sucesos, los encuentros y los conflictos que hallará.
-A segurar la disposición de un capital fantasmático que no debe formar parte de ninguna
“reserva” y al que debe poder recurrir porque es el único que puede aportar “la palabra apta
al efecto”. Capital fantasmático que va a decidir lo que formará parte de su investidura y lo
que no podrá encontrar lugar en ella, las representaciones que podrá imantar para su
provecho, su deseo, y aquellas que quedan marcadas por el sello del rechazo, de lo
mortífero.
114
El tiempo de la infancia debería concluir con la puesta en lugar y al abrigo de toda
modificación de lo que yo trato de delimitar para una parte bajo el término de singular. En
ese trabajo, merced al cual ese tiempo pasado y perdido se transforma y continúa
existiendo psíquicamente con la forma de discurso que le habla, de la historia que lo guarda
en la memoria, que permite al sujeto hacer de su infancia ese “antes” que preservará una
ligazón con su presente, gracias a la cual se construye un pasado como causa y fuente de
su ser.
Esta es una de las razones por las cuales el analista no puede contentarse con las
definiciones que la biología y la fisiología dan de la adolescencia. No porque lo que se
transforma en el cuerpo y en la sexualidad no tengan importancia, bien por el contrario. Sino
porque lo que allí se juega, se modifica, se da a ver a sí mismo y a los otros, acompaña un
movimiento temporal que confronta a la psiquis con esta serie de apres-coup cuyos efectos
va a imponerse cada vez, como una prueba de la diferencia que los separa de lo que han
sido hasta entonces. No solamente habrá que aceptar esta diferencia de ser a ser, esta
auto-alteración difícil de asumir, sino mantener una ligazón entre ese presente y ese
pasado.
Separaré el recorrido que sigue el adolescente en dos etapas:
-Una primera, durante la cual deberán seleccionarse, ser puestos al amparo del olvido, los
materiales necesarios para la constitución de ese “fondo de memoria” garante de la
permanencia identificatoria de lo que uno deviene y de lo que continuará deviniendo, y
por allí de la singularidad de su historia y de su deseo
-Una segunda que principia en el momento en que esa tarea ha podido, esencialmente, ser
llevada a buen puerto y prepara la entrada a lo que se califica de edad adulta. La puesta en
lugar, a partir de ese pasado singular de los posibles relacionales accesibles a un sujeto
dado, del panorama de sus elecciones y de los límites que cada uno encontrará allí.
La primera etapa concierne esencialmente a la organización del espacio identificatorio y
la conquista de posiciones estables y seguras a partir de las cuales el sujeto podrá
moverse sin riesgo de perderse. En la segunda, este trabajo de puesta en forma incide de
forma privilegiada sobre el espacio relacional y por consiguiente sobre la elección de los
objetos que podrán ser soportes del deseo y promesa de goce.
Lo recordado y lo recordable de la infancia son función del éxito o el fracaso del trabajo que
incumbe a la instancia represora y de la mayor o menor capacidad de la psiquis de poder
elaborar, a partir de representaciones a las que debe renunciar, otras representaciones a
las que el afecto pueda ligarse. El fracaso de la represión puede manifestarse por su
exceso al igual que por su falta: en los dos casos, las consecuencias serán una reducción
drástica del campo de los posibles relacionales.
He insistido sobre los caracteres que separan la identificación simbólica y sus puntos de
certeza, estables e inmutables una vez adquiridos, del registro imaginario que sostiene
estos movimientos sobre el tablero identificatorio necesarios para sostener el proyecto y el
deseo del Yo, movimientos efectivamente dependientes de los encuentros y por
consiguiente, de la investidura de objetos que hará, a lo largo de su existencia, ese mismo
Yo. Este principio de cambio y principio de permanencia que rigen el proceso
identificatorio y que deben poder preservar entre ellos un estado de alianza. La otra cara
que acompaña este mismo proceso, es el basamento fantasmático de lo que yo defino
como espacio relacional. Aquí también se encontrarán actuando un principio de
permanencia y un principio de cambio: permanencia de esta matriz relacional que se
constituye en el curso de los primeros años de nuestra vida y que es depositaria y garante
de la singularidad del deseo del Yo y que se manifestará en esta “marca”, este “sello” que
115
se volverá a encontrar en sus elecciones relacionales. De la otra parte, este principio de
cambio que baliza el campo de los posibles compatibles con esta matriz. Campo de
posibles que fragua el acceso a una serie de elecciones en los objetos a investir.
La gama de posibles relacionales depende por consiguiente de la cantidad de posiciones
identificatorias que el Yo puede ocupar guardando la seguridad de que el mismo Yo
persiste, se encuentra y se encontrará en ese Yo modificado que ha devenido y que va a
devenir. Inversamente, será imposible para ese mismo sujeto, toda relación que lo lleve
hacia una posición identificatoria que no puede ocupar.
El tiempo de la infancia cubre el tiempo necesario para la organización y apropiación de los
materiales que permiten que un tiempo pasado devenga para el sujeto ese bien inalienable
que puede por sí mismo permitirle la aprehensión de su presente y la anticipación de un
futuro.
Mi hipótesis es que en el curso de las fases relacionales que recorre el niño, se van a
anudar puntos señeros entre ciertas representaciones fantasmáticas, sus vivencias
afectivas y un rasgo específico del objeto y de la situación que las ha desencadenado.
Vivencia afectiva que se caracteriza por la intensidad de la participación somática que ha
arrastrado. Estas representaciones que toman prestado sus materiales de las imágenes de
cosa corporales operan un fenómeno de cristalización y tendrán por ese hecho la función de
“representaciones conclusivas” cuya leyenda va a retroyectar el Yo sobre el total de
experiencias afectivas que las han precedido en el curso de una misma fase relacional.
Todo elemento que presenta un rasgo de similitud o de proximidad con el rasgo
sobresaliente de un objeto cuyo encuentro ha sido para el niño fuente de una
experimentación de gozo o de sufrimiento particularmente intenso o particularmente
repetitivo, será dotado de un poder emocional que podrá o no actualizarse en función de la
situación, del momento presente en caso de este nuevo encuentro.
Estos puntos señeros responsables de nuestro acceso al goce y de nuestra posibilidad de
sufrimiento, dos condiciones igualmente necesarias para que existe una vida psíquica,
constituyen la singularidad de todos nosotros en el registro del deseo. Representan la
marca de lo infantil en nosotros mismos, lo que continúa ejerciendo su accionar desde ese
tiempo relacional. El Yo debe poder disponer de ese capital fantasmático para sostener su
deseo. Es este capital que decidirá los posibles relacionales para un sujeto dado, la
elección de sus soportes de investidura, las parejas sexuales que le son accesibles.
Todos hallarán como huella de un tiempo de la infancia una forma de encuentro, un tipo de
situación, la obtención de un objetivo que representan lo que definimos en nosotros mismos
por los términos de alegría, de goce, de completud o a la inversa, de dolor, de horror, de
destrucción. Una forma de encuentro que no se repetirá jamás tal cual, pero que ejercerá
un poder de imantación para el deseo. Ningún sujeto tiene el poder de investir a cualquier
pareja sexual, ni a cualquier fin narcisista, ni a cualquier proyecto.
He desarrollado largamente la función que va a tener el discurso de la madre que puede
proveer al Yo la historia de ese bebé que ha precedido a su propia advenimiento sobre la
escena psíquica. Si la versión que la madre le propone es “suficientemente sensata”, el niño
podrá aceptar que para la escritura de ese primer capítulo permanece dependiente de la
memoria materna. Pero, una vez asumido ese préstamo obligado, será necesario que el Yo
pueda devenir ese “aprendiz historiador” que, antes de conquistar su autonomía, deberá
ser reconocido como el coautor indispensable de la historia que se escribe. ¿Qué tipo de
colaboración es necesaria para que el Yo pueda asegurarse un derecho de selección sobre
los recuerdos que guardará de algunas de las experiencias que vive, sobre su propio trabajo
de reformulación y de elaboración de las interpretaciones que se da, lo que supone hacerse
116
cargo del trabajo de represión? ¿Qué tipo de colaborador debe encontrar para que pueda
investir un pasado sin ser arrinconado para fijarse en una posición identificatoria que
detendrá su marcha?
Estos peligros sólo podrán ser evitados, si el Yo, no sólo puede apropiarse, elegir en
nombre propio en investir el recuerdo de un conjunto de experiencias que amalgama en
esta aparente unidad que nombra su pasado, sino, además, que este pasado pueda
prestarse a interpretaciones causales no fijas, pues ellas deberán cada vez revelarse como
posibles con las posiciones identificatorias que él ocupa sucesivamente en su marcha
identificatoria y en la puesta en lugar de los parámetros relacionales que resultan de ello. Lo
propio de la psicosis es desposeer al historiador de esa movilidad interpretativa. O
bien acepta quedar pinchado como una mariposa sobre una placa, en una posición que le
asegura la preservación de una relación de investidura exclusiva para un primer
objeto o su sustituto, o bien “se mueve” y será en esa forma relacional que corre el riesgo
de desmoronarse, pues el segundo polo que la sostiene rechaza toda modificación. Todo
movimiento relacional comporta el riesgo de estallido de un conflicto que pone
efectivamente en peligro a esos pocos reparos identificatorios necesarios para que el
sujeto pueda asegurarse su existencia.
El fin de la adolescencia puede a menudo significar la entrada en un episodio psicótico
cuya causa desencadenante a menudo se relaciona con un primer fracaso: fracaso en una
primera relación sexual, fracaso imprevisto en un examen, fracaso de una primera relación
sentimental. Un fracaso que, sin embargo, forma parte de la experiencia de muchos
jóvenes, ha venido a arruinar el aparente equilibrio en el que funcionaba el sujeto. La
consecuencia más frecuente y más significativa es un brusco retiro de investiduras que
se manifiesta por una fase de retraimiento relacional, antes que aparezcan los elementos
que signan o anuncian la entrada en un sistema delirante. El fracaso es el resultado de un
movimiento de desinvestidura contra el cual el sujeto se defiende desde hace mucho
tiempo y, en realidad, desde siempre, gracias a diferentes prótesis encontradas en el
exterior de sí mismo y de las que descubre repentinamente, sea la fragilidad, sea el lado
excesivo del precio que exigen en cambio. Lo que se da como causa de la
descompensación es, en realidad, la consecuencia de este primer fracaso que ha hecho
imposible para el sujeto la investidura de su pasado en una forma que le permita investir
ese devenir que rechaza, por falta justamente de esa investidura preliminar.
Este movimiento de desinvestidura cuya dimensión relacional no se acompaña por ninguna
vuelta sobre sí mismo de la libido sustraída al objeto. Eso sólo se podrá hacer en el curso
de una segunda fase en la cual el apelar al delirio permitirá la reconstrucción de un
mundo y también de una neo-temporalidad.
Ha habido un tiempo de incubación que se sitúa al final de la adolescencia, durante el cual
el sujeto ha pasado semanas, a menudo meses, en ese estado de retraimiento y con una
actividad de pensamiento y de fantasmatización reducidos verdaderamente al mínimo. Es el
sujeto mismo quien parece prescribirse la reducción máxima de trabajo del aparato psíquico
pues no dispone de la energía libidinal necesaria para su investidura. Último recurso
contra una pulsión de muerte que tiene muchas oportunidades de alcanzar su objetivo
puesto que el Yo tiene grandes dificultades desde hace mucho tiempo para investir su
propio funcionamiento psíquico. La cualidad, la intensidad y la fuerza de investidura por el
Yo de su actividad de pensamiento, nos dan la medida de lo que el Yo aporta a sí mismo. Y
es aquí que yo vuelvo al tiempo: esa auto-investidura que sólo puede operarse si a partir de
su presenta el Yo puede “lanzar sus pseudópodos” en el pensamiento de un Yo pasado y
en de un Yo futuro.
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El movimiento temporal y el movimiento libidinal no son sólo indisociables, sino que son
las manifestaciones conjuntas de este trabajo de investidura sin el cual nuestra vida se
detendría. Esta suspensión del tiempo es la consecuencia del vacío que se ha operado en
la memoria por no haber podido preservar al abrigo de la prohibición y de la selección
drástica que un otro les ha impuesto, los recuerdos que preservan viviente y móvil la historia
del propio pasado. El mecanismo que actúa en todos nosotros en ese trabajo de biógrafo
que nos incumbe: en esas historias que cada uno se cuenta sobre sus relaciones infantiles,
y también sobre los amores pasados, las rupturas, los goces y los duelos que han jalonado
nuestra vida; ¿qué hacemos sino guardar en la memoria ciertos sucesos, momentos,
emociones, que han balizado estas relaciones y que juntamos olvidando no solamente lo
que ha sucedido en los intervalos sino incluso la existencia de los intervalos? El total de la
construcción va a sufrir una modificación que el sujeto cree cada vez como definitiva,
mientras que su construcción continuará sin embargo plegándose a ese trabajo de
reorganización permanente que operamos con respecto a nuestro pasado. La investidura de
esos elementos recordados y que deben permanecer recordables a fin de que el sujeto
pueda apelar a ellos cada vez que deba apoyarse en ese tiempo pasado para investir su
tiempo presente, nos enfrenta siempre a elementos que conciernen a momentos, huellas,
de movimientos relacionales.
El origen de la historia del tiempo del Yo, coincide con el origen de la historia del deseo que
lo ha precedido y que lo ha hecho nacer y ser. La madre va a incluir también la historia de
ese tiempo que ha precedido la venida al mundo de ese nuevo ser y ese antes, como se
sabe, va a ser determinante para su versión de la historia, para los recuerdos que pueda o
no guardar en su memoria.
Una condición necesaria para investir positivamente la memoria de su propio pasado
relacional es la investidura por el otro polo de la relación. Poder hacer sus cuentas con el
tiempo de la infancia y así aceptar su “declinación” exige, como se ha visto, que se puedan
investir los recuerdos que uno guarda de ella y también que ese recuerdo relacional, tal
como uno lo memoriza, se revele investido por los dos.
El registro de la psicosis nos da un ejemplo paradigmático del peligro que puede
representar la no investidura por el otro de la memoria que el sujeto habría podido guardar
de sus experiencias relacionales. Desinvestidura cuyas consecuencias, hablando
temporalmente, aparecen en el momento en que debería concluir, no el tiempo de la
infancia, sino el de la adolescencia, y por consiguiente, en el momento en que el sujeto
debería investir su proyecto identificatorio que lo proyecta o anticipa en el lugar de un
padre potencial. Para que esta potencialidad sea investible, habría hecho falta que ya
hubiera sido reconocida como presente e investida por la madre y el padre, en este niño al
que hubieran debido presentarsela de entrada, como una potencialidad presente y una
promesa realizable en su futuro. Pero esta investidura supone, a su vez, que el padre haya
podido ver, aceptar, investir los cambios que sobrevienen en el niño a lo largo de toda
su vida, como los signos anunciadores de ese tiempo de conclusión de una relación que
debería construirse piedra por piedra, en el curso mismo de su desarrollo. En un cierto
número de casos, el obstáculo encontrado es la imposibilidad para la madre o para el
niño de renunciar a la forma relacional que hace solamente posible el estado de bebé o
de niñito; en otros nos enfrentamos a otro mecanismo.
La tarea que incumbe al Yo del principio al fin de su recorrido es construir su infancia
como pasado. Tarea peligrosa y difícil de llevar al final, pues tendrá conjuntamente que
preservar su investidura de lo que era y no es más, e investir su auto-anticipación y por lo
tanto, eso que aún no es. Las condiciones que permiten que se preserve en nuestra
118
memoria un Yo pensado-pasado, soporte de investidura. A mis ojos el Yo no puede auto-
asirse, autopensarse, auto-investirse, a no ser que se sitúa en parámetros relacionales. Por
eso ese Yo pensado-pasado, es también y siempre el vestigio de un momento relacional.
“Construye un futuro”, a ese mandato que los padres y el campo social susurran en el oído
del adolescente, el analista sustituye un anhelo: “construye tu pasado”. Semejante tarea,
jamás terminada, siempre a ser retomada para y por todos nosotros.
119
propia madre, se apuntalaba en sus hijos, lo que dejaba una vacancia que Angelina
ocupaba poniéndose en el lugar de pareja del padre, único lugar de un Edipo sin bases para
una tramitación más lograda. Angelina funcionaba como “la” mujer del padre, no era “como”
su mamá (identificación secundaria) sino que por momentos era su mamá (identificación
especular). Esta configuración alienante señalaba las huellas de un proceso
identificatorio fallido que no habilitaba de modo suficiente la vida de una joven estudiante
con su economía psíquica comprometida en procesos incorporativos, como lo son la
capacidad de estudiar y la instalación de lazos de amistad, verdaderas investiduras del
encuentro con lo nuevo.
La impotencia de los padres para encontrar salidas se plasmaba en impotencia propia, sin
funcionamientos exogámicos, sin tabicamientos posibles en un grupo familiar en el que no
se distinguían las funciones parentales, sin ordenamiento, sin padres. En momentos de
mucha tensión Angelina llamaba a su novio, le contaba lo sucedido, lloraba y encontraba la
calma como resultado de una experiencia de sostén, frecuente de hallar en la adolescencia
en los vínculos de tipo fusional. Modos de anestesiar la urgencia por la necesidad de otro
que, lejos de acercarse a la satisfacción de un deseo erótico, representaba una oportunidad
de fusión para contener desvalimientos yoicos de larga data.
Organización en la acción
El aceleramiento de su vida, el tiempo lleno, el éxito sumado a las ausencias eran
expresiones claras de una organización del yo basada en la acción. Como corsé del self, el
acto exitoso aleja depresiones y ahuyenta vacíos. Analizarse era vivido como un riesgo de
aproximación a los vacíos existentes, vacíos tantas veces expresados en el formato de la
duda: qué estudiar, qué hacer, qué decir, qué relaciones sostener. Así las cosas, Angelina
puso un paréntesis en su análisi. Luego de 8 meses pide una consulta, a la cual llega con
signos evidentes de agitación y angustia. Está visiblemente demacrada y más delgada,
habla mezclando las palabras con el llanto. Un episodio familiar en el cual su tía tuvo un
intento de suicidio, revela que su abuelo se había suicidado, dato que desconocía. Esto la
conmocionó “me descompuse, me dio pánico”. “No estoy bien, estoy asustada; siento que
no tengo ganas de vivir, yo no me quiero” “Empecé a sentir un odio que jamás había
sentido” “Ahora siento que yo no estoy … yo estoy vacía. Me agarra una angustia y lloro y
lloro. No puedo dormir, no siento nada; solo pienso que no tengo ganas de vivir, yo estoy
pero no estoy, solo pienso en que me quiero morir”.
La ideas suicidas fueron en aumento, el llanto y el temblor también, indicios de una
descompensación que no daba tiempo para el trabajo analítico como único dispositivo. Los
pensamientos culpógenos respecto de la pareja no alcanzaban a tener una organización
lograda en el campo neurótico. Todo estaba al borde. Sus movimientos sin control y su
capacidad defensiva quebrantada generaron la indicación de una interconsulta
psiquiátrica, dando como resultado la indicación de internación. En el transcurso de la
internación, Angelina intentó dañarse con fantasía de suicidio en tres ocasiones, dos de las
cuales tuvieron poca peligrosidad y una de mayor riesgo. La internación se extendió mucho
más de lo contemplado por los médicos. Al principio la medicación no producía una mejoría.
Tenía fuertes crisis de angustia diarias, con episodios en los que se lastimaba el pecho con
sus uñas para poder quitarse la angustia. Expresaba su sufrimiento de modo suplicante:
“Tengo miedo de matarme, quiero sacarme esta sensación de vacío enorme que tengo,
quiero morirme, estoy vacía, yo no estoy, no existo”.
Se negaba de manera terminante a la indicación de alta, fuera del encuadre institucional-
asistencial no se sentía a salvo de sí misma ni sostenida con firmeza por las figuras de su
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entorno. Durante la internación se observó un despliegue de omnipotencia y hostilidad
combinadas, entraba en estados de ferocidad, exigía definiciones diagnósticas, pedía
cambios de fármacos. Desplegó un hostigamiento verbal inusitado hacia la familia, con
reproches y exigencias de todo tipo, diciendo a sus padres que los odiaba por no haber
“podido” con ella, seguramente en referencia a un tiempo pretérito reflejado en el presente.
La familia evidenciaba una precariedad de pensamiento y una generalizada inseguridad. Se
le dio el alta con un plan de tratamiento ambulatorio, programa que fue concebido como una
trama de sostén, a los efectos de ayudarla a dejar la institución que, en su fantasía, se
había convertido en un segundo refugio, hecho a la medida de sus ansiedades pero carente
de sentido terapéutico si no se establecía un límite.
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representaciones, en cada intervención, en cada interpretación, habilitamos la palabra en su
función erotizante del pensamiento. Quizás si en la vida de Angelina todo hubiera ido bien,
si no se hubieran ido desatando uno a uno los hilos que sostenían este armado,
probablemente no hubiera vuelto a la consulta, pero en esta historia volvió a la superficie
psíquica el trauma primario con la amenaza de muerte del padre, surgió la endeblez de la
familia materna en las historias de suicidios, se desacreditó la pareja en su valor fusional.
El sentimiento de culpa se manifestó en la fantasía de la propia desaparición expresada en
el supuesto deseo de morir, pero claro, no quería morir. Angelina transmitía la sensación de
que todo se había desabrochado, sus afectos, sus personajes de ligadura libidinal. Nada
alcanzaba para sostener una caída con efecto dominó. La fragilidad de estas figuras que no
pudieron darle la posibilidad de constituirse lo suficientemente fortalecida, es decir, aparece
en un primer plano su tan temida fragilidad.
Tiempo después diría “Veo mi cumpleaños anterior como una foto en color sepia”, expresión
que señalaba un avance del pensamiento simbólico, la imagen de la fotografía era metáfora
de un tiempo que había estado detenido, sin promover la inclusión de lo nuevo, un tiempo
desvitalizado, siendo posible que el color sepia aludiera a las generaciones precedentes y a
sus dramas silenciados. La evolución de Angelina incluyó episodios de crisis de angustia
intensa en momentos de soledad o de rechazo amoroso.
Se fue aliviando el sufrimiento encarnado con creciente reubicación en su condición de
sujeto, de modo que la problemática fue tomando un matiz más neurótico. Construyó una
reflexión que le resultó un verdadero hallazgo: necesitaba llenar los vacíos con afectos y
proyectos.
Creo que dentro de las pérdidas también son computables aquellos estados emocionales
que, habiendo sido necesarios, nunca se alcanzaron. ¿Qué destino tienen las carencias, lo
inexistente, lo no advenido? Son ausencias que se presentifican de alguna forma en algún
momento de la vida. Se alojan en agujeros de representación que no facilitan la
simbolización y por ende la enunciación discursiva, se guardan en sensaciones corporales
como el vacío que ocupaba en Angelina el centro de su pecho, vivencias seguramente
anteriores a la posibilidad de elaboración yoica. Recuerdo aquí las conceptualizaciones que
hablan del debilitamiento del espesor del preconciente, situación por la cual los actos
“hablan” más que las palabras. Si bien no hay psicosis, el yo se organiza falsamente pero
no plásticamente, y en la adolescencia, a la hora de tramitar el paso del tiempo, el cambio
de objeto amoroso, de abordar la finalidad central del intercambio con el mismo, de dejarse
seducir por el afuera, surgen en la superficie los signos de quebranto.
Este material clínico nos permite pensar las cuestiones ligadas al trabajo de interpretación,
cuando el análisis no pasa precisamente por descomponer los elementos sino por
componer;cuando el diagnóstico en e adolescencia, más allá de su valor de brújula para
muchos, imprime riesgos de rotulación a la vez que condiciona la construcción de un
ambiente propicio para el surgimiento de lo nuevo; las sorpresas en la clínica con
adolescentes, cuando la emergencia de conflictivas larvadas, compensadas en el
transcurso de la infancia, irrumpen creando estados de caos. La observación de las
operaciones simbólicas constitutivas que inscriben el crecimiento en el devenir adolescente,
ya que su ausencia o fallida instauración configura un derrotero problemático, en la medida
en que requiere de una exigencia de trabajo no siempre acorde con las capacidades yoicas
existentes.
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Rother Hornstein. Capítulo 5 “Entre desencantos, apremios e ilusiones. Barajar y dar
de nuevo”
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La adolescencia es también un momento crucial para la eclosión de cuadros
psicopatológicos severos: esquizofrenia, patologías borderline, neo-sexualidades,
depresiones, trastornos bipolares.
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de sí mismo. Las zonas erógenas -cuerpo psíquico- condensan un mundo de afectos, de
discursos, de mandatos identificatorios que la madre transmite en sus anhelos
conscientes y sus deseos insoncisntes.
La pubertad irrumpe desde el cuerpo, instala el caos en un aparente equilibrio anterior, la
latencia. La pubertad reabre el protagonismo pulsional. El púber, desde su propia historia,
desde sus anhelos, ilusiones y deseos, desde los sostenes identificatorios de los otros, de la
cultura y sobre todo de sus pares, escucha a ese cuerpo, lo descubre, lo ignora, lo contiene,
lo odia, lo maltrata, lo usa.
La adolescencia deviene proceso, rehistorización, recomposición narcisista,
identificatoria y libidinal. Identidades que se remodelan desde encuentro múltiples.
Durante el tiempo de la infancia se constituye el capital fantasmático, defensivo e
identificatorio. Las constelaciones fantasmáticas son efecto de la unión entre lo vivido
afectivo y una huella específica de objeto y de la situación que desencadenó ese afecto en
las distintas fases relacionales por las que atravesó el niño. El yo posibilita el pasaje de
afecto a sentimiento cuando aparece la palabra y lo nombra.
La pubertad, con los cambios corporales y el embate pulsional como momento “caótico
disipativo” es un punto de bifurcación que abre una serie de posibilidades. La pulsión
encuentra su fin pero está todavía lejos de encontrar sus objetos sexuales, trabajo propio de
la adolescencia. La adolescencia implica una tramitación en el pasaje de los objetos
prohibidos hacia objetos exogámicos. La adquisición de nuevas representaciones y afectos
que le permiten otras posibilidades. Estos trabajos simbólicos son propios de la
adolescencia, reorganizaciones que coronan la constitución de lo reprimido. El adolescente
necesita tener la certeza de ciertas posiciones identificatorias que le garanticen un
sentimiento de continuidad de sí para luego encarar nuevas relaciones objetales que le
reaseguren ser sostén de deseos, placeres y proyectos.
Sólo si el trabajo de represión es exitoso habrá un tiempo de conclusión para cada fase
libidinal y un tránsito logrado entre una fase y otra: lactante-niño-púber-adolescente-adulto.
Con el advenimiento del yo y la adquisición de lenguaje, el trabajo de pensamiento adquiere
mayor complejidad para resignificar los hechos, las escenas fantasmáticas y las
interpretaciones de las fases anteriores, de las particularidades que tuvieron las relaciones
objetales y las posiciones identificatorias propias del ser niño. Por el contrario, si la
represión fracasa, dificulta el establecimiento de nuevas relaciones, de nuevos intereses.
Porque lo que no puedo ser reprimido de las representaciones de las primeras relaciones de
objeto insiste como el trauma, intentando retomar a un tiempo anterior que no se quiere
modificar y que altera el trabajo de historización.
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depresiones, indiscriminación con el otro, etc). La adolescencia es un momento propicio por
los cambios a los que obliga, para la eclosión de cuadros psicóticos, depresiones o
trastornos fronterizos, pero debemos ser cuidadosos cuando estamos frente a ciertas
desorganizaciones yoicas: hay que comprenderlas de manera diferente de las de la infancia
y de las de la vida adulta.
La adolescencia es un período en el que el cuerpo recobra un protagonismo sólo
comparable al que tuvo en los comienzos de la vida. la ruptura de la “estabilidad prepuberal”
obliga a una redistribución libidinal y narcisista. La aparición de cuadros
psicopatológicos dependerá del abanico de respuestas y de defensas con los que cuente el
yo ante los conflictos que generan ciertas demandas de otros y/o de la realidad. Si hay
exceso de fijación a posiciones libidinales y/o narcisistas arcaicas, el movimiento
identificatorio se detiene. El yo tiene que poder anclar en una historia libidinal que no
ponga en duda la certeza de su origen y que genere nuevas potencialidades.
La violencia desea negar. “Que nada cambie” en ese cuerpo del bebé para que no sea un
cuerpo sexuado. Este deseo es dañino e infructuoso, porque ningún sujeto puede
sustraerse a las modificaciones de su cuerpo, y en vez de no cambio puede producirse una
manifestación psicótica.
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