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contemporáneo
(Emilce Dio Bleichmar)
Psicoanálisis y feminismo
En palabras de Celia Amorós (2000), la relación entre el feminismo y el psicoanálisis ha sido,
y sigue siendo, tensa y paradójica ya que si el feminismo surge y se desarrolla denunciando el
lugar de subordinación que la cultura ha construido para la mujer, el psicoanálisis no es sino
una de las instituciones de lo simbólico que ha contribuido a situar las representaciones de la
mujer en tanto subordinadas. En este punto del diálogo la tensión es máxima: el feminismo
considera que las propuestas freudianas son esencialistas, que condenan la feminidad al
destino fijado por la anatomía, a ser considerada una desviación, una reproducción o un déficit
del patrón androcéntrico que opera como norma de desarrollo. A su vez, el sector oficial del
psicoanálisis sostiene que estos cuestionamientos son irrelevantes por su carácter ideológico y
los equiparan a sesgos "culturalistas" y/o antifreudianos.
¿Pero los psicoanalistas aplican una concepción deconstructiva al psicoanálisis mismo? ¿Se
realiza un psicoanálisis de la teoría psicoanalítica tratando de identificar escisiones o sesgos,
por otra parte inevitables? En ciencias sociales y humanas la posibilidad de acercamiento a la
verdad no se establece sólo por comprobación y réplica, sino por confluencia de
interpretaciones similares. ¿Qué consecuencias tiene para el psicoanálisis que se
deconstruyan, se confronten, se pongan en relación sus hipótesis y propuestas con otros
órdenes del saber?
En torno al tema que nos ocupa; la identidad femenina, la sexualidad femenina y las
experiencias y categorías de la mujer; en un siglo de psicoanálisis muchos desarrollos y
reformulaciones han tenido lugar. No obstante, la información que circula en medios
feministas, y sus críticas, se basan en las corrientes dominantes del saber psicoanalítico
freudo-lacaniano, lo que no se corresponde con la cantidad y profusión de datos y múltiples
propuestas alternativas existentes en la literatura psicoanalítica sobre estas cuestiones (Stoller,
1968,1976; Kleeman,1976; Person,1974,1983; Blum,1976; Lester,1976; Abelin,1980;
Formanek,1982; Wagonfeld,1982; Berenstein,1983; Olensker,1984; Dio Bleichmar,1985; Alpert
y Spencer,1986; Benjamin,1986; Galenson,1988,1989; Montgomery y Greif,1989; Parens,1990;
Lax,1977,1992; Tyson,1982,1986,1989,1990; Fast,1990, 1994; Glocer Fiorini, 20; Golberg,
2001).
¿Por qué este desconocimiento de las nuevas propuestas en el campo psicoanalítico? No
llegan a adquirir poder suficiente como para que las instituciones de lo simbólico le otorguen
reconocimiento. El androcentrismo en psicoanálisis no puede dejar de tomar como eje la
construcción de la diferencia, construcción que transforma la diferencia en desigualdad, ya
sea en lo que Freud creyó descubrir ("Las Consecuencias Psíquicas de la Diferencia
Anatómica") cuando, en realidad, lo estaba poniendo de relieve; o en Lacan, que propone un
orden simbólico como instituyente del sujeto, pero que aparta a la mujer del orden de la
palabra para condenarla a no enterarse ni de su goce.
Un recurso utilizado por el feminismo para obtener reconocimiento e imponer otro orden,
es hacer visibles las especificidades femeninas: sus órganos, sus placeres, sus experiencias, su
capacidad para valerse entre mujeres y reivindicar que, “ya que somos diferentes, hagamos de
la diferencia un valor”, a la manera de las reivindicaciones de raza (black is beauty). La vagina,
la maternidad o las relaciones exclusivas entre mujeres serían suficientes para el
establecimiento de una valorización de la feminidad.
Es importante recalcar que las tesis que han querido sostener una feminidad primaria, si
bien tan opuestas a la teoría freudiana de la masculinidad del clítoris, de la naturaleza
masculina de las excitaciones tempranas de la niña, o sea del carácter fálico de la sexualidad
de la niña, comparten una misma concepción de la sexualidad: la comprensión esencialista del
cuerpo y de la sexualidad humana natural como categorías independientes de las relaciones
simbólicas que las instituyen y reorganizan.
Otra de las razones de las tensas y paradójicas relaciones entre feminismo y psicoanálisis es
de orden epistemológico. Si bien en ambos casos se trata de teorías críticas, el psicoanálisis
realiza el camino inverso a la propuesta de Kate Millet (1995) "lo personal es político" -todo
aquello que aparentemente es sólo individual, de la vida cotidiana, está marcado por el orden
cultural y social. Parafraseando el lema, éste quedaría transformado en "lo político es
personal"; todo aquello que es social, universal, al mismo tiempo es asumido por un sujeto
que, en su apropiación individual, lo subjetiva, marcándolo con la historia de sus avatares
intersubjetivos y sus pulsiones. El objetivo de la indagación psicoanalítica es, precisamente, el
de hurgar en las motivaciones personales, individuales, que conducen a una persona a
considerar o tratar a otra de determinada manera, a posicionarse en el seno de las relaciones
intersubjetivas. Para el psicoanálisis, cualquier relación puede ser una relación de dominación,
que tiene sus raíces en la identificación con figuras de poder del entorno familiar, en
situaciones de humillación infantil que se disparan ante el gatillo del riesgo mínimo de su
reproducción en la vida adulta, en rivalidades que crecieron en la infancia sin límite ni control,
y un sinnúmero de otras situaciones posibles.
De manera que el intento que realiza el feminismo de hacer visible el carácter contractual de
las relaciones sexuales, desmitificando el presunto enclave naturalista y privado de las mismas,
queda matizado cuando exploramos la vida personal. Un hombre machista que somete a su
mujer, a su vez, puede haber sido un niño castigado ferozmente. Esto, por supuesto, no
justifica su violencia adulta, pero si lo que perseguimos es el cambio psicológico necesitamos
comprender dicha conducta en el contexto de su propia experiencia, para luego articularla con
la organización de su identidad masculina que le legitima dicha violencia. A su vez, la violencia
no tiene una única fuente y es el resultado de conflictos muy diversos. Ello exige buscar,
comprender sus causas, por qué este hombre en particular y no su hermano, criado por el
mismo padre sanguinario, a la hora de reaccionar lo hace con violencia. Articulación compleja
entre el orden cultural y social, por un lado, y las experiencias individuales, las peculiaridades
de la biografía de cada sujeto, por el otro.
Asistimos, así, a la feliz convergencia entre un cambio de paradigma en el psicoanálisis que
no reduce la organización del psiquismo, ni la construcción del sujeto psíquico, a la sexualidad
(Stern,1985; Lichtenberg,1989; Pine,1990; Bleichmar, H.,1997; Westen,1997; Sandler y
Sandler,1998) y un número creciente de mujeres psicoanalistas (Benjamin,1988;1991;1997;
Chodorow,1989,1992; Lloyd Mayer, 1992, 1995; Young-Bruehl,1996) que, funcionando en
espacios extramuros del establishment psicoanalítico, van encontrando suficiente respaldo
relacional y emocional para hacer visible la dominación implícita en la generalizada
heterodesignación que impera sobre la mujer en todas las concepciones psicológicas, y en la
engañosa neutralidad de la teorías vigentes. Van siendo capaces de formular significados que
contribuyan a normativizar las relaciones entre los sexos, en la dirección propuesta por Jessica
Benjamin: sujetos iguales, objetos de amor (1997).
Robert Graves (1959), pone de relieve la doble función que cumple el mito: por un lado, un
intento de respuesta a los enigmas de la vida y, por otro, el ocultamiento de la violencia para la
justificación de algún sistema social. También subraya su poder, poder que pasa a formar parte
de la misma definición de mito: "Ficción alegórica, la cual, tiene una fuerza creadora e incluso
mágica en que queda impregnado el pueblo que lo crea, rigiendo su vida y su conducta" (p. 5).
En cuanto al psicoanálisis, ha considerado que el ser humano crea mitos de la misma manera
que el soñante crea sus símbolos. Mitos y símbolos harían la carga de la realidad más liviana, o
las ideas más atractivas o aceptables; mitos y símbolos son elementos esenciales de la vida
mental. Si bien considera que constituyen una suerte de disfraz que oculta la realidad, no
obstante, la realidad de que se trata no es supranatural, más allá de la naturaleza o
responsabilidad humana, sino la realidad del inconsciente individual o universal y, como Freud
planteó, la fuente primaria de nuestras motivaciones.
Por tanto, haciendo equivalente el mito (producto colectivo y anónimo en su contenido) a
las fantasías individuales en las que aflora la verdad del inconsciente, en el seno del
psicoanálisis se ha operado una suerte de veneración por lo que el mito expresaría y pondría al
descubierto. No obstante, la otra función, la que corresponde al encubrimiento y justificación
del poder no ha merecido igual atención. De ahí que en vez de tomarse el mito de Edipo para
psicoanalizar su carácter de disfraz y ocultamiento de otra realidad se lo haya elevado al
estatuto teórico de dispositivo conceptual que daría cuenta de esa realidad.
Retomando a Graves, éste insiste en que las distintas versiones del mito constituyen
remodelaciones de la narración pero siempre manteniendo como regla un disfraz político de
la violencia: un traidor y usurpador será representado como un heredero del trono
injustamente destronado, que mata a un dragón destructivo y, después de conquistar a la hija
del rey, obtiene el poder legítimamente. Aún los mitos de los orígenes se alteran: la creación
del hombre a partir del barro por Prometeo es una sustitución de la versión del origen por
incubación del huevo por la diosa-paloma Eurínome, narración común a pueblos como los del
antiguo Mediterráneo o los de la Polinesia, donde la diosa se llama Tangaroa. Como muestra la
historia de los cultos y religiones, todas las versiones de la creación han eliminado el carácter
doble del engendramiento para centrarlo sólo en el padre y en el hombre-Dios creó al varón y
de éste surgió la mujer.
Green (1991) subraya que la narrativa exige un sujeto, no en términos del narrador sino del
proceso de "heroización", y que, en todo caso, el narrador está inconscientemente
enmascarado en la figura del héroe. Coincide de esta manera con Graves en que la
construcción del héroe dramatiza una lucha entre el personaje principal y sus oponentes,
quien tiene que pelear contra fuerzas poderosas, elementos de la naturaleza, bestias míticas,
luchas con rivales en distintas contiendas y calvarios. Muchos de estos episodios son
entendidos como desplazamientos de la lucha con el padre y propone una reinterpretación de
los personajes de la contienda haciendo intervenir a la figura materna. El héroe hijo/a pugnaría
contra una doble atadura: el apego proveniente de la madre que trata de mantener al hijo/a
en tanto dependiente, y el apego del hijo/a hacia la madre para perpetuar su deseo de
dependencia. La dramatización de la lucha requiere que la madre sea representada como
mala, seductora, omnipotente, destructiva, devoradora.
Aun a riesgo de redundar, tanto en la versión freudiana como en la postfreudiana francesa
(Lacan, Laplanche, Green), el mito es considerado como expresando y revelando una supuesta
verdad del inconsciente. No se interpela al mito mismo en su carácter de encubrimiento,
mascarada de una relación de poder y violencia que contribuya a diluir. Numerosos autores del
campo psicoanalítico han señalado repetidas veces la dimensión filicida de Layo y Yocasta (Van
Der Sterren, 1952; Devereux, 1953, 1966; Ravscosky, 1968, 1972; Atkins, 1970; Bross, 1991;
Munder Ross, 1991; Babatzanis y Babatzanis, 1991), pero es sólo recientemente que el adulto
es tenido en cuenta en la transmisión generacional del drama entre padres e hijos, ante el
apabullante cúmulo de datos provenientes de investigaciones y hallazgos en el desarrollo
temprano y en los efectos de las situaciones traumáticas.
¿Qué verdad a medias hace su aparición, ahora, en las teorías que sitúan el origen de la
patología en la madre quien retendría, pervertiría o psicotizaría, repitiéndose hasta la
saciedad la fórmula de la madre fálica? ¿Qué se oculta del papel desempeñado por el padre en
la patología?
¿Qué se encubre en la teoría que toma a Edipo como ilustración del reconocimiento de la
diferencia de sexos? La rivalidad y dificultad de ceder el poder por parte del padre, los deseos
filicidas del mismo y la ausencia de autoridad y poder de la madre sobre su producto. Caerá
sobre el niño la culpabilidad y el destino de cometer incesto y parricidio. No sólo queda
escindida y encubierta la violencia del adulto, la dificultad del padre para velar por la vida del
niño sino que Edipo, en realidad, muestra el destino atroz del trauma infantil, las
consecuencias del abandono y la orfandad y la trasmisión intergeneracional del trauma. Edipo
no era un niño normal y corriente sino alguien que sufrió la violencia parental. Por ello, si
Edipo no es un buen representante de todo niño, tampoco lo es de la niña. Freud se opuso a
situar un mito equivalente (las propuestas sobre Electra no prosperaron) ya que consideraba
que la niña era un varoncito que deberá deponer su supuesto falicismo anatómico para
hacerse mujer.
Si examinamos la obra de Sófocles, Electra no consuma el incesto con su padre; en realidad,
no tiene vida sexual, su existencia es descrita como "a la espera". Electra no es desterrada ni
aparece como peligrosa como pueden ser Edipo o Hamlet. No mata a su madre, aunque
pueda albergar el deseo; su participación final es débil y humillante. ¿Electra tiene algún valor
como modelo para describir el vínculo erótico y los conflictos de la niña?, se pregunta Doris
Bernstein (1991). Los elementos del mito no parecen otorgarle el papel de representante de la
niña normal: padre ausente, hermana muerta, hermano desterrado, queda con su madre
quien detenta todo el poder. ¿Cuáles podrían ser los sentimientos de una hija cuyo padre ha
matado a su hermana Ifigenia, está lejos luchando por liberar a otra mujer (Helena), vuelve
triunfante con su trofeo troyano (su amante Casandra), y es indiferente a la persona de su
hija?
Agamenón, prototipo del padre ausente, deja a Electra sola con su madre. En la obra de
Sófocles escuchamos interminables acusaciones a la madre por su incapacidad de ser una
madre, quien se halla ocupada con su propia sexualidad y sus otros hijos. La situación de
Electra es de indefensión y soledad, toda gratificación con alguno de los padres se halla
ausente y la identificación con los mismos problemática. A través de la obra, abunda el odio, la
condena y la devaluación de la madre y una sorprendente idealización del padre, haga lo que
haga. Los dramas griegos aparecen plenos de conversaciones sobre el pasado y el futuro con
los espíritus del muerto; sin embargo, a lo largo de la obra no aparece una sola frase entre
Electra y su padre, ni tampoco con su padrastro Egisto.
Existen claras diferencias de destino entre Edipo y Electra. Edipo cumple sus supuestos
deseos inconscientes después de matar a su padre, vive en el lujoso palacio, reina, y es luego
de un tiempo que aparecen los remordimientos, la culpa y la ansiedad. La muerte de la madre
no acarrea a Electra más que renuncia sexual y autoflagelación. Llora yaciendo en cama y el
duelo parece endulzarse con lágrimas imparables. Este tema, la erotización del sufrimiento y el
dolor, es una característica frecuente encontrada en la psicología femenina y considerada, por
Freud y Deutsch (1944), parte del desarrollo normal de la niña.
Este padre ausente podría ser no obstante, en cualquier narrativa, un Rey apropiado que
restituyera a Electra su lugar de princesa. La figura de la princesa, tan frecuente en la
mitología, los cuentos de hadas y la vida corriente contiene esta imagen del padre con quien la
niña mantiene una relación afectiva, de idealización desexualizada, de quien recibe estatus en
la familia. Obtiene cierto grado de autoridad y poder en la vida del hogar por participar del
poder del Rey.
Electra, frustrada en su deseo erótico y en su necesidad de un padre que la reconozca, que la
confirme en su feminidad y le sirva de figura de identificación, no puede alcanzar una
resolución exitosa. La indiferencia paterna la deja sola con sus deseos preedípicos y edípicos.
Pero ella no regresa para ser la bebé de mamá, ni abandona su rabia contra la madre o su
nostalgia de ambos padres. No puede avanzar ni tampoco retroceder. Se queda en una
indefensión solitaria con su necesidad de reconocimiento, su ausencia de modelos, rabia y
erotismo que se tornan en masoquismo.
Desde esta perspectiva, resulta evidente que Electra no puede ser tomada como prototipo
del desarrollo de la niña normal; en cambio, sí podría ser considerada como ejemplo de los
efectos del maltrato infantil.
El androcentrismo de la teoría psicoanalítica sobre las diferencias sexuales arranca de allí,
de la doble ausencia e invisibilidad de lo que el padre hace en el escenario en que la niña y
la madre terminan encontrando un lugar y desarrollan su subjetividad. Los efectos
desiguales de una doble moral sexual, la dificultad que entraña para su equilibrio mental ser
sólo admiradas o reconocidas por los atributos físicos, y en el trabajo extra a que se halla
expuesto el psiquismo femenino si pretende conciliar la multiplicidad de exigencias
paradojales de sus sistemas motivacionales.
El mito de que la falla del padre consistiría, exclusivamente, en dejar librado al hijo/a a la
patología de la madre oculta que no se trata únicamente de lo que el padre no hace (la
función de corte del hijo/a respecto de la madre, propuesta por Lacan) sino lo que sí hace: su
propia patología, su poder sobre la madre a la que impone sus regulaciones, los lugares que
distribuye a su alrededor. Por tanto, ni la madre fálica ni su opuesto, el padre fálico, sino una
interrelación compleja en que ambos lo pueden ser.
La esencia del mito psicoanalítico de la madre fálica consiste en su poder encubridor, ya que
al usar el nombre de uno de los componentes que entran en juego (madre fálica) arrastra, por
el poder imaginario del lenguaje, a concretizar en la madre lo que no es atributo obligado de
ésta, ni siquiera el lugar que ocupa en la estructura relacional.
Desenmascarando el mito
Las posturas de los y las psicoanalistas que se rebelaron contra el androcentrismo marcado
de la tesis sobre la sexualidad infantil de la mujer, constituyeron la primera fase del debate
interminable sobre la cuestión femenina en psicoanálisis. Cuestionamiento que se limitó a
demostrar el conocimiento precoz de la vagina, la existencia de excitaciones vaginales de la
niña y, en función de estas experiencias, la postulación de una feminidad primaria. Propuestas
que si bien consistían en una fuerte crítica a la teoría del sexo único en el desarrollo
psicosexual (el orden fálico de la sexualidad femenina), sin embargo, se inscribían dentro de un
mismo paradigma: el sujeto psíquico emerge y se consolida a partir del suelo ontológico de la
sexualidad (Puleo, 1992).
No obstante, si bien quedan claras las consecuencias y repercusiones discriminatorias del
esencialismo biologizante, los trabajos que han tratado de poner de manifiesto la especificidad
de las experiencias de la niña y la mujer en el dominio psicológico (valga la ironía) son
esenciales. Esenciales porque muestran que si bien la anatomía no es el destino, no podemos
dejar de saber y hacernos cargo como mujeres que la anatomía y la fisiología sí es un destino.
A modo de ejemplo, la realidad de la existencia del trastorno disfórico premenstrual, la
irritabilidad y depresión que son sus señas, y que aquejan a un número importante de
mujeres, dejan marcas en la mente, condicionan relaciones, inscriben representaciones de sí y
de los otros/as. No es un hecho biológico que pasa sin efectos en el carácter.
Por ello, ni biologismo que desconozca la impronta de lo simbólico, ni existencia de éste
como desgajado del primero y simplemente autosostenido. Lo que conduce a que las mujeres
deban saber de su anatomía, de sus hormonas y sus variaciones cíclicas, y los efectos de éstas
sobre su estados afectivos y cogniciones para así participar activamente en la regulación
psicobiológica, que es una de las tareas esenciales de la mente humana.
Una de las tantas empresas paradojales a la que nos enfrentamos las mujeres es que,
especializadas en los temas del amor y los sentimientos, sin embargo sabemos poco de cómo
regular nuestras emociones. Las investigaciones en neurociencia vienen aportando
importantes conocimientos en este terreno y, afortunadamente, tales hallazgos empiezan a
ser tomados en cuenta por el psicoanálisis actual (Bleichmar H., 1997; 1999; 2000; 2001;
2002).
Por otra parte, el conocimiento actual de la especificidad de las experiencias de la niña y la
mujer ponen de relieve ansiedades y preocupaciones que explican con mayor alcance y
precisión las dificultades emocionales y sexuales de las mujeres. La violencia sexual no es un
hecho excepcional y de crónica periodística, es también, una interpretación infantil de la
escena sexual adulta que se inscribe en la niña con efectos diferentes a los descritos para el
varón: no como se ha repetido hasta el hartazgo como angustia de castración (narcisista), sino
como angustia y amenazas a la integridad del cuerpo, a la efracción, a la penetración, a la
violencia, a la violación sexual. El carácter inconsciente, invasor y persecutorio de la escena
sexual adulta, en que la madre y la mujer aparecen como violentadas, requiere una
tramitación psicológica especial para que pueda llegar a ser reemplazada por estados afectivos
hedónicos desvinculados de significados persecutorios. La angustia de castración, tal como fue
formulada desde Freud en adelante (envidia al pene, temor a la pérdida del valor fálico)
reduce la problemática a un único sistema motivacional: el narcisista, y al sentimiento de
inferioridad.
Pero si el psiquismo es guiado por múltiples necesidades y deseos, entre otros, de
autoconservación, sexuales, narcisistas, de apego, entonces a la angustia de castración
narcisista hay que sumarle el pánico frente a la violencia (autoconservación), a la pérdida de la
figura de apego, a los sentimientos de culpa (heteroconservación, es decir, preocupación por el
otro) que juegan un papel tan esencial como el de las preocupaciones narcisistas y, claramente
en muchas mujeres, hacen pasar a éstas a un lugar secundario.
Aplicado esto al Edipo, entre los elementos que oculta el mito se halla el papel decisivo de
los padres, de ambos, pero sobre todo del padre para las angustias de autoconservación, de
abandono. ¿No podríamos pensar, entonces, que la idealización de la figura del padre
expresaría en Electra la primacía de ansiedades de indefensión, temores de persecución, es
decir angustias derivadas del sistema del apego y de la autoconservación?
Enmarcada así la comprensión de Electra dentro de una concepción de múltiples sistemas
motivacionales, tal como sostenemos junto con Hugo Bleichmar (1997, 1999, 2000), sus
deseos y angustias van más allá de la sexualidad y el narcisismo y de su rivalidad con la madre,
pasando a ser lo que el padre hace en estos terrenos pero, también, en el del apego y la
autoconservación, uno de los vectores decisivos que organizan su subjetividad, sus
sentimientos y conductas.
Una ola de promesas surgieron ante las propuestas de Lacan del inconsciente estructurado
como un lenguaje, el orden simbólico y la metamorfosis del complejo de Edipo en estructura
edípica, ya que la exclusividad de las pulsiones y la anatomía como el destino fatídico
quedaban superadas por el poder del lenguaje, lo simbólico y la estructura.
Este planteamiento subyugó al feminismo académico que creyó encontrar una apoyatura a
la construcción social de la diferencia entre los sexos. Por fin se superaba el androcentrismo
freudiano que reducía los problemas de la feminidad a la envidia al pene y se ponía en
entredicho la identidad, situando al deseo como dependiendo del deseo del otro. La cura
psicoanalítica, entendida como una búsqueda y descubrimiento del propio deseo, permitía
entrever una liberación de las ataduras que la cultura patriarcal había impuesto a las mujeres.
Simultáneamente, las ciencias sociales recibían el aporte del concepto de género como
referente empírico de la identidad del yo. El neonatólogo John Money (padre del concepto de
género) había descubierto, en la década de los años 50, que a recién nacidos con problemas
genéticos o congénitos a los que se había adjudicado un sexo equivocado (los antiguamente
denominados hermafroditas), y se les realizaba la reasignación correcta, tanto los padres como
los niños mismos se negaban al cambio. Al constatar, reiteradamente, que se renegaba de la
evidencia médica y se seguía manteniendo la creencia inicial en el sexo asignado, Money
consideró que no era posible seguir sosteniendo que la identidad del yo, el sentimiento de ser
nena o varón, se basaba en la anatomía sexual sino que, por lo contrario, el referente era de
carácter simbólico. Tenía mayor poder para el sentimiento del ser la creencia sostenida por los
padres y el entorno familiar que la realidad del cuerpo biológico.
Maravillado por este hallazgo, Money (1956, 1982), adoptó la nominación gramatical que
clasifica las palabras en femeninas y masculinas para definir la identidad; de ahí, el nombre y la
concepción de identidad de género.
Fue de tal magnitud la apropiación y expansión del concepto de género por las filas
feministas que se ha deslizado, especialmente en el psicoanálisis, la idea que tal concepto
proviene del campo de la sociología. En verdad, con las herramientas de la identidad de género
y el inconsciente estructurado como un lenguaje, el feminismo creyó encontrar un terreno
común con el psicoanálisis estructuralista francés, ya que todo hacía suponer un orden
simbólico que incluyera entonces al orden patriarcal.
Dado que la obra de Lacan exige para su cabal comprensión un notable esfuerzo conceptual
(Lacan se jactaba que su escritura no era sino una ilustración de cómo trabaja el inconsciente,
por medio de metáforas y metonimias), quizá sea esta la razón por la cual las feministas que
más abrazaron el intento de establecer un diálogo fecundo con el psicoanálisis estructuralista
provinieran de departamentos de literatura y lenguas de distintas universidades (Feldstein y
Roof, 1989; Brennan, 1989). Pero el entusiasmo inicial se ha trocado en perplejidad o en
profunda decepción, al descubrirse que el sofisticado edificio postmoderno vuelve a situar a la
mujer en el mismo lugar de siempre. Lacan postula un orden simbólico que no incluye toda la
cultura y sus estructuras de poder a través de los cambios históricos, sino que se reduce a las
leyes de organización de la estructura sintáctica del lenguaje, a la mera combinatoria en la
cadena de significantes, a la supremacía de la formalidad significante como generadora de
significados. No obstante en este formalismo a ultranza hay un significante en torno al cual los
seres humanos se posicionan: el falo.
Jerarquizando adecuadamente el papel capital del lenguaje en la organización del psiquismo,
Lacan deriva en sostener que es el lenguaje el que sitúa a la mujer por fuera de la palabra y por
lo tanto de lo subjetivable. Tomando como punto de partida la teoría infantil que establece la
diferencia de sexos en torno al que tiene y al que le falta, esta falta de significante del genital
femenino (remarco, en la mente del niño), se considerará una invariante del inconsciente. La
mujer, la feminidad en tanto identidad femenina, su sexualidad, todo ello quedaría marcado,
definido y concebido como falta. Falta que surge de la interpretación infantil de la anatomía
femenina pero que será estímulo permanente de la imagen del agujero, del vacío, ya que se
trataría de un no significable, de un no subjetivable.
Lacan eleva el falo a la categoría de paradigma del significante ya que, como bien subraya, el
falo en la teoría freudiana designa un inexistente: el pene materno. El significante y el falo son
ambos completamente simbólicos (nada tienen que ver con el mundo de las cosas que tienen
designación) y esta similitud conceptual se convertirá en una equivalencia, de manera que el
orden del lenguaje (en su teoría) será equivalente al orden fálico.
Ahora bien, el lenguaje (en tanto orden fálico) en su capacidad de producción de
significación estructuraría al sujeto, a su sexualidad, a sus creencias conscientes e
inconscientes. Para el hombre se hallaría así garantizada una cierta armonía, ya que en lo
simbólico también gobierna el significante masculino. ¿Pero qué ocurriría con la mujer? ¿Cómo
es concebida su figura por las instituciones que regulan los lugares de lo simbólico? ¿Cómo se
visualiza su existir sin nombre? Como un enigma, un misterio, un artificio, dividida, extraviada,
gobernada por un extraño deseo de deseo insatisfecho. Qué es una mujer y/o qué quiere una
mujer constituyen interrogantes no sólo para el hombre sino, y sobre todo, para la mujer
misma.
Freud creyó que el mal femenino se albergaba en el interior de su cuerpo, portador de una
supuesta condición biológica que la marcaba irremediablemente dividida: el carácter
masculino de su clítoris. Lacan también ratifica la división de la mujer pero hará pasar la línea
demarcatoria entre el lenguaje y el cuerpo, entre lo simbólico y lo real por medio de una
sofisticada y elusiva teorización que no escatima ningún medio de seducción y
embelesamiento intelectual: filosofía, topología, misticismo y hasta una reformulación de los
principios de la lógica de Aristóteles. Lanza la fórmula de la mujer no-toda. No-toda en el
orden simbólico, lo que implica por contrapartida, un-poco fuera de la ley. Fuera de las leyes
que hacen al ser parlante, y por tanto, humano. Desde ese reducto corporal fuera de la ley de
lo simbólico, del falo, de la palabra del padre (en la teorización lacaniana son términos que se
van intercambiando en un deslizamiento continuo) la mujer tendría acceso a un goce otro, un
goce femenino, un goce suplementario, un "plus de goce".
Pero si algo de su cuerpo no está ordenado por el significante fálico, por definición, no es
subjetivable, ya que su goce ocurriría, transcurriría y se agotaría en el-sí del cuerpo, sin pasaje
ni por el fantasma (lo que equivale a una refinada fórmula de la frigidez).
Pero no terminarían aquí las desdichas femeninas, algo mucho más grave se concluye de tal
división entre su mente y su cuerpo: lo no subjetivable sólo podría tener trazas en el
inconsciente bajo la forma de “un ombligo, de un agujero”. “Este déficit de simbolización
(reparen que todo el déficit de simbolización es del genital femenino) es el origen de la
angustia, del horror que puede suscitar la feminidad tanto en los hombres como en las
mujeres, la angustia de castración. Pero en las mujeres esta angustia es menos gobernable
que la angustia de castración, ya que tendría que ver con la angustia del vacío, del no
ser" (André, 1986).
De ahí que la única forma de organizarse como sujeto sería entrando en la lógica fálica,
masculinizándose por la vía del artificio, del simulacro, de la mascarada de la feminidad, de ese
eterno parecer algo que no es, o de tener algo que no tiene. De esta forma se aseguraría un
aparato psíquico comme il faut, con represión, Nombre del Padre e inconsciente, y sus
correlatos obligados: histeria, frigidez, depresión crónica.
"Desde el punto de vista de los sexos es radicalmente imposible pensar una igualdad, ya que
no existe sino una diferencia. Por el contrario sí podemos legítimamente hablar de una
legalidad de los sexos. Es porque hay una diferencia que tal legalidad no es solamente
concebible sino que se impone. Inversamente, es justamente esta legalidad de sexos la que
impide la existencia de toda igualdad. No se hace comprensible la sexuación de las mujeres si
no es a partir de la de los hombres. No se trata de ninguna adhesión a una posición falocrática
sino una simple consecuencia de la lógica fálica. Sólo la identidad sexual de los hombres puede
instituir una legalidad de los sexos, y fundando además la universalidad de tal diferencia
legal" (Dör, 1987).
¿Cómo remediar estos males? La propuesta, que no podemos sino cuestionar, surge casi
obligada por el edificio teórico global: "La creación de un significante nuevo por la propia
mujer no se visualiza como posible ya que si bien se acepta que puede crear sin tener que
hacer el esfuerzo de la sublimación, es decir dando a luz, parece que se trata de una creación
fallida ya que el significante nuevo que la hace aparecer no la representa como mujer sino que
le otorga existencia como madre" (André, p. 264). De ahí que preconice que "Más que buscar
un significante nuevo que vendría a ocupar el lugar de agujero dejado en el inconsciente por la
falta S(A), el analista deberá responder por medio de "la palabra vacía" modelada por la
poesía, "que es un efecto de sentido y también de falta, de agujero" (André, p. 268).
El lugar de la madre es concebido, entonces, como posibilidad de poder absoluto y el del
padre como el que deberá cargar con todas las exigencias del significante fálico. Puesto así
parece una caricatura, pero un simple recorrido por las hipótesis vigentes en la psicopatología
permiten comprobar los efectos reales de tales concepciones teóricas.
Son publicaciones que no responden en absoluto a una orientación lacaniana pero que
comparten un mismo paradigma de fondo: la madre patógena. Por ello, una vez derribado el
prejuicio naturalista de las desigualdades biológicas entre los sexos, Lacan contribuye también
de manera contundente a reubicar esta desigualdad en un terreno simbólico, y su concepción
de la estructura edípica sitúa a la madre como responsable de la locura y de las vertientes
narcisistas de la cultura, exculpando y desdibujando el papel del padre quien sólo sufriría por
tener que cargar con las insignias del poder. En la década del 80 surgieron propuestas que
intentaron encontrar un orden más allá del falo en donde inscribir a la mujer (Kristeva, 1981;
Montrelay, 1977; Irigaray, 1982).
¿Qué entender por un orden más allá del falo? Efectivamente, si falo equivale a un
significante y a la capacidad humana de representar algo ausente, de pensar en forma
abstracta y de crear significados, parece absurdo hasta imaginar que estemos, debamos o
aspiremos a estar más allá del falo. Pero si el falo, como lo prueba el origen y los dioses
itifálicos de la antigüedad y la teoría infantil, no puede ser sino un símbolo del pene erecto, y
como tal el símbolo del poder masculino, la única forma de estar más allá del poder masculino
es vivir en otro planeta, o en ghettos aislados con la ilusión de lo absoluto y universal en forma
imaginaria, negando la realidad circundante, haciendo caso omiso de ella.
¡Cuánto de mito tiene una teoría que pretende no ser falocéntrica y extiende el dominio del
símbolo sexual al lenguaje en su totalidad! Sobre todo, cuando la localización del poder
absoluto sólo se halla personificada por la madre, cuando se traslada a todas las madres del
mundo la concepción de que se sienten completas y omnipotentes al tener un hijo, no dando
lugar en la teoría a los millones de mujeres que lo único que desean es poder ser libres en la
sexualidad sin el riesgo de un embarazo; y al menos constatar que, si efectivamente muchas
mujeres sienten que su seguridad está en el dominio de un hijo, esto no es sino un efecto de
su subordinación ancestral a un cierto orden social y cultural.
Parafraseando a Graves, este nuevo mito que ubica todos los peligros como provenientes de
las madres no hace sino legitimar la necesidad de su subordinación. Pero, afortunadamente,
en esa labor de desenmascaramiento de los mitos no estamos solas: autores psicoanalíticos
que no han partido de reivindicaciones feministas sino de un avance propio de la disciplina, de
haber sabido superar los prejuicios y la repetición acrítica, nos acompañan.
Propuestas relacionales que cuestionan al Edipo y la diferencia sexual como fundamento del
sujeto psíquico
Heinz Kohut desarrolló una obra que operó un giro en la concepción del narcisismo y del self
(sí mismo) al poner de manifiesto la profunda necesidad de reconocimiento del ser humano, y
cómo este reconocimiento es una función esencial que el adulto debe desempeñar para que se
constituyan sentimientos, intenciones y acciones en el niño que se hagan significativas para
éste. En 1981, presentó en la Sociedad Psicoanalítica de Chicago un trabajo
denominado Introspection, Empathy and the Semi-circle of Mental Health cuestionando la
validez universal del conflicto intergeneracional entre padres e hijos. Se preguntaba qué
instrumentos podía tener a su disposición un crítico para contraatacar la magia de Freud al
convertir al mito de Edipo en una metáfora con enorme poder de seducción. Consciente del
poder simbólico de los mitos, quiso presentar una dosis de contra-magia para la
reinterpretación del complejo de Edipo apelando a la historia de Odiseo o Ulises, personaje
que podría considerarse como uno de los primeros insumisos trasladados a la narrativa
literaria.
Cuenta Homero que cuando los griegos comenzaron a organizarse para la expedición a Troya
llamaron a todos los jefes para que se les unieran con sus hombres, sus barcos y sus
provisiones. Ulises, soberano de Itaca, en los mejores años de su primera adultez, con una
esposa joven y un hijo de meses, sentía cualquier cosa menos entusiasmo ante la idea de ir a la
guerra. Cuando los delegados de los estados griegos llegaron para evaluar la situación y para
imponer el acuerdo a Ulises, éste se fingió enfermo, simulando locura. Los emisarios
(Agamenón, Menelao, y Palamedes) le encontraron labrando con un buey y un burro uncidos
juntos, y arrojando sal por encima del hombro sobre los surcos. Sobre su cabeza llevaba un
absurdo sombrero de forma cónica, como el que usaban normalmente los orientales.
Pretendía no conocer a sus visitantes y presentaba todos los signos de locura. Pero Palamedes
sospechó su engaño, tomó a Telémaco, el hijo de Ulises, y lo arrojó bajo el arado, que
avanzaba. Inmediatamente, Ulises hizo un semicírculo con el arado para evitar herir a su hijo
-un movimiento que demostraba su salud mental y que le hizo confesar que había fingido la
locura para evitar ir a Troya.
Kohut considera que es la primacía del apoyo a la generación siguiente lo que es normal y
humano, y no el conflicto intergeneracional y los deseos de atacar y destruir, aunque estos
deseos puedan estar presentes como productos de desintegración patológica del self y no
como si fuesen una fase normal del desarrollo. Sólo cuando estos productos están presentes,
el padre reacciona con competitividad y seducción en lugar de hacerlo con orgullo y afecto. Y
será en respuesta a ese self parental defectuoso (que no puede hacerse eco de la experiencia
del niño en una identificación empática) cuando el self asertivo-afectivo recientemente
construido del niño se desintegra, surgiendo productos de hostilidad, y pudiendo hacer su
aparición el complejo de Edipo como lo describe Freud.
El semicírculo hecho por Ulises puede tomarse como símbolo del hombre esforzado,
tratando de descubrirse a sí mismo, batallando contra obstáculos externos e internos que se
oponen a su propio descubrimiento y fuertemente comprometido con la siguiente generación,
participando en el crecimiento y desarrollo de su hijo con alegría -con la alegría profunda e
inmensa de ser un eslabón en la cadena de generaciones (Juri y Ferrari, 2000; Nemirovsky,
2001).
Por supuesto que debemos entender la propuesta de Kohut como una posición un tanto
extrema al radicalismo que se desarrolló en el psicoanálisis oficial respecto a los deseos
asesinos e incestuosos del niño, supuestamente inmanentes, descontextualizados de la
estructura que los estimula. A pesar de que deja de lado el conflicto, los celos, la agresividad, y
nos evoca al "buen salvaje" de Rousseau corrompido desde el exterior, su mérito consiste en
una visión que muestra las enormes necesidades de amor y de buena relación del niño que,
siendo frustradas, desembocan sí en la sexualización precoz, en los celos y la agresividad, a los
que Kohut considera productos de desintegración de un self amenazado.
La constelación maternal
Las problemáticas y preocupaciones que componen la constelación maternal son las
siguientes: en primer lugar, la vida y el crecimiento: lo que está en juego es que la madre
tenga éxito como animal humano; la embargan una serie de temores sobre si será capaz de
mantener al hijo con vida y hacerlo crecer.
En cuanto a la relación, ¿será capaz de relacionarse afectivamente con el bebé de forma
natural y garantizar el desarrollo, y será capaz de quererlo y hacerse querer? Esto no se halla
garantizado por la maternidad biológica. Stern describe con minuciosidad y amplitud el
entramado intersubjetivo de la mujer, que crea una relación a partir de la interacción compleja
que implica la crianza. Pone de relieve la fuerza de la motivación de apego que domina la
subjetividad femenina y la importancia de las relaciones afectivas en las estructuras mentales
en la línea planteada por las psicoanalistas del Stone Center del yo-en-relación (Miller, 1976;
Jordan y col.,1991) y en trabajos recientes sobre el superyó femenino (Levinton, 2001).
En relación a la matriz de apoyo para la madre: ¿sabrá cómo crear y permitir sistemas de
apoyo necesarios para cumplir sus funciones? Stern sostiene que, en realidad, toda madre
necesita una madre para cubrir las demandas de la maternidad, y que hasta el momento
actual, la mayoría de los padres por falta de genealogía y modelos de participación del hombre
en la crianza no terminan de ser suficiente soporte para la madre. La evocación de los
recuerdos o de las representaciones de la madre interna buena o mala, tan frecuente en este
período, estarían activadas por la profunda necesidad tanto de apoyo práctico como
emocional.
Y finalmente, la exigencia de trabajo que la maternidad impone a la mente en torno a la
reorganización de su identidad, ¿será capaz de este cambio para permitir y facilitar sus
funciones? Stern pasa revista a la serie de modelos y representaciones que van operando este
cambio y deja un espacio para lo que denomina "modelos sobre fenómenos familiares o
culturales jamás experimentados en la realidad por la madre", y que ella recibe en forma
narrada. En este apartado pone de manifiesto la trasmisión transgeneracional del superyó
maternal, un imperativo de género que se halla tan adentrado en la cultura y al que toda
mujer está sujeta aunque no quiera a su bebé.
Junto a estos planteamientos, que modifican puntos centrales de la teoría freudo-lacaniana,
venimos asistiendo a un giro teórico en el psicoanálisis: la modularidad de la mente, las
múltiples fuerzas motivacionales que organizan el psiquismo, el desarrollo en paralelo de las
mismas distribuido a lo largo de todo el ciclo vital.
A esta altura del conocimiento, solamente el aislamiento y las políticas de endogrupo
tendentes a la consolidación del poder de algunas escuelas psicoanalíticas pueden desconocer
la imposibilidad de seguir manteniendo modelos simples, monocausales, sobre los grandes
vectores que van organizando el psiquismo. Por más que las formulaciones reduccionistas
posean el atractivo de generar un sentimiento de omnipotencia en aquellos que las proclaman,
poco a poco se va abriendo paso en el psicoanálisis la concepción de la complejidad de los
sistemas motivacionales que interactúan entre sí (apego, hetero/autoconservación,
sexualidad/sensualidad, narcisismo), del papel de la agresividad como organización defensiva
frente a las angustias que surgen de las amenazas a esos sistemas motivacionales, de los
múltiples tipos de procesamientos inconscientes, de los varios sistemas de memoria
existentes, de las relaciones entre contenidos temáticos que la mente procesa y estructuras de
procesamiento transtemáticas que organizan esos contenidos y reciben la influencia de éstos,
etc. El paradigma de secuenciación lineal (un estadio después del otro), que dominó tanto la
concepción del desarrollo evolutivo del psiquismo como la forma en que en un momento dado
se encadenan procesos asociativos, o los fenómenos psicopatológicos, encuentra hoy una
concepción que lo supera: el denominado funcionamiento en paralelo distribuido, que
concibe múltiples subsistemas activos simultáneamente (en paralelo), y los módulos
emergentes distribuyendo sus efectos en redes de configuración específicas, siendo esta
especificidad de la configuración lo que otorga individualidad al conjunto (McLeod, Plunkett,
Rolls, 1998).
Todas las estructuras psíquicas de la subjetividad individual se desarrollan a partir de una
matriz relacional que comienza en torno al vínculo de apego. Las investigaciones empíricas
sobre este vínculo demuestran que la interacción subjetiva entre un adulto normal y el infante
establecen las bases para el reconocimiento mutuo (Ainsworth,1991; Beebe,1997; Buchsbaum
y Emde, 1990; Fonagy, 1999, 2000; Main, 2000). Las representaciones que se tenían sobre la
madre como objeto para las pulsiones del bebé se completan hoy con el estudio de sus
capacidades como adulta para contener la ansiedad, regular psicobiológicamente (Biringen,
1994), hacer surgir las particularidades de los deseos de los distintos sistemas motivacionales
(Fonagy, 199; Dum,1979), para fomentar la autoafirmación del niño/a, para favorecer el
desarrollo de un sentimiento de cohesividad del self/sentimiento de unidad, de no
fragmentación en imágenes parciales desvinculadas, de continuidad a lo largo del tiempo
(George, 1996).
El modelo edípico clásico supone que en la díada madre/hijo toda diferenciación es
imposible y que sería función del padre intervenir para imponer el corte necesario para la
organización subjetiva del futuro sujeto. Las investigaciones demuestran, en cambio, que los
infantes desarrollan vínculos de apego diferenciados, que el que tienen con el padre puede ser
de cualidades y estructura diferente al de la madre, o ser tan inseguro/seguro como con ésta.
La constatación del padre como figura de apego modifica el patrón edípico tradicional: el
proceso de creación de la tríada empieza muy pronto, casi paralelamente a la aparición de la
díada. Como señala Robert Emde (1993), en una tríada hay muchas cosas de las que se puede
quedar excluido, como espacio de atención o del dominio del espacio, exclusiones que podrían
preceder subjetivamente en mucho a la exclusión del espacio sexual. Esto no supone
desconocer la relevancia de la intimidad sexual de los padres y el impacto psíquico de la
escena primaria para la subjetividad del infante, pero cuestiona su hegemonía para la
organización psíquica. Los trastornos graves de la primera infancia, tal como lo muestran las
investigaciones sobre el patrón de apego desorganizado (Main, 1990;1996; Hesse, 1999;
Liotti,1999), tienen más que ver con severa negligencia, abuso y desregulación emocional de
ambos padres, que con el encierro en que quedaría atrapado el niño ante la ausencia de un
más allá del deseo de hijo en la madre.
Además, el apego en tanto motivación y necesidad humana de reconocimiento afectivo que
se mantiene a todo lo largo de la vida (Murray-Parkes, 1991; Marrone, 2001) cuestiona que la
autonomía se consiga a partir de la separación, sobre todo respecto de la separación de la
madre como sostuvieron Erikson (1980) y Mahler (1972 y 1979). (Ver Lyons-Ruth, 1991, y
2000, Aperturas Psicoanalíticas, N° 4).
Si ambos progenitores pueden ser figuras afectivas, protectoras y modelos de autonomía
para sus hijos, la identificación a la madre no se halla tan marcada por la complementariedad
genérica y no se usa al padre para negar la dependencia amorosa y las necesidades de apego.
Por otra parte, es en la dimensión del sí mismo donde se juega la tensión continua entre la
autoafirmación y el reconocimiento al otro, o sea, la relación de dominación o de
reconocimiento mutuo. Si queremos estudiar el poder en términos psicológicos, no podemos
dejar de lado la autovaloración y las formas de legalidad social que lo sostienen.
Chicas y chicos, hombres y mujeres, nacemos y morimos con el mismo conjunto de
motivaciones que rigen nuestras vidas. No obstante, durante el desarrollo la normativización
de género introduce un proceso de escisión en complementariedad que convierte a los
hombres en sujetos y a las mujeres en objetos. Polarización que rompe la tensión necesaria
entre la autoafirmación y el reconocimiento mutuo y que se expresa de múltiples formas
siendo la más conocida aquella que afecta a la sexualidad. El hombre tiene legitimada la
expresión del deseo, la mujer debe ser objeto del mismo, lo cual obstaculiza su estructuración
intrapsíquica y sobredimensiona el plano intersubjetivo, o sea una experiencia y goce sexual en
que ella misma tenga las claves de las modalidades y particularidades de su deseo (Dio
Bleichmar, 1997).
La imagen de la mujer fatal no personifica una subjetividad activa, es "sexy" como objeto no
como sujeto, su poder no reside en su propia pasión sino en sus atributos.
La madre es una figura desexualizada en la cultura; no obstante, la teoría la identifica como
seductora del niño y responsable de la implantación de la sexualidad en el infante.
Nuevamente el hombre queda por fuera de los circuitos de la sexualización de los hijos/as lo
que deja un vacío teórico para comprender su frecuente papel como transgresor de la ley del
incesto y su falta de asunción de responsabilidad en el modelo sexual que brinda a su
descendencia, con el socialmente legitimado ejercicio de la doble y ambigua moral sexual
Las propuestas de ciertas corrientes del psicoanálisis en torno a la oralidad como
fundamento de los trastornos histéricos, encuentran también fundamento en la polaridad
genérica que rige los intercambios sexuales entre hombres y mujeres. El hombre busca
reconocimiento de su potencia sexual, entre hombres y con referencia al padre, en la
afirmación del sí mismo masculino, o como estrategia legitimada para encubrir sus
necesidades de afecto y de vínculo de apego, mientras la mujer, si bien por mandato
androcéntrico es reconocida como objeto de deseo por el hombre, busca en él protección,
vínculo amoroso o ser "tenida en cuenta" (Dio Bleichmar, 1991).
Esta breve reseña de datos fragmentarios apunta a una teoría del desarrollo que tiende a
rellenar los huecos dejados por propuestas en las que se encubren o escinden partes de la
complejidad del modo intersubjetivo del encuentro entre los sexos o entre los seres humanos
en general. Me he detenido sumariamente en una labor deconstructiva porque, si bien el
psicoanálisis debe ser depurado de su fuerte androcentrismo, esto no supone tirar por la
borda como un todo a Freud o a Lacan, sino que es necesario volver sobre los textos porque la
apariencia de coherencia, sólo se obtiene al precio de excluir o reprimir lo que atentaba contra
la unidad. Psicoanalizar al psicoanálisis es deliberadamente buscar indicios de la alteridad
escindida en el texto.
La crítica al androcentrismo, no obstante, reconoce que el fantasma femenino no puede sino
configurarse en base a un lugar excéntrico, heterodesignado (desde el otro) y, por lo tanto,
implica sufrir y asumir como propias, y como si fueran legítimas, condiciones impuestas. El
psicoanálisis no es sólo una descripción de cómo se configura la feminidad en un sistema
simbólico patriarcal sino que ha sido, con su teorización y práctica, un sistema normativo que
configura tales subjetividades.
Mi postura es que resulta imposible concebir la feminidad, la sexualidad femenina, o las
categorías de mujer, como simplemente un reducto a ser sustraído a la colonización patriarcal
para reivindicar, por contraste, algún tipo de matriarcado u orden simbólico intrínseco de la
mujer o la madre. Frente a la premisa falsa de que el rechazo de la autoridad paterna es la
única senda de libertad, proponemos que es la tensión y la lucha por la modificación de
concepciones que, tras la apariencia de cientificidad, constituyen mitos ideológicos de sistemas
encubiertos de dominación lo que nos coloca en el camino de un verdadero reconocimiento
mutuo entre el hombre y la mujer.
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*Trabajo presentado en el ciclo “Filosofía y Psicoanálisis: una lectura feminista”. Instituto de
Investigaciones Feministas, Universidad Complutense de Madrid (2002)