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MASCULINO/FEMENINO ; MATERNIDAD/PATERNIDAD

Silvia Tubert

La diferencia entre los sexos, en el momento actual, es objeto de discursos


ideológicos contradictorios: por un lado tenemos el discurso que anuncia el fin de la
diferencia entre los sexos como última etapa de un universalismo en construcción. Por otro,
el que exacerba la diferencia desde la perspectiva de la valorización del sexo femenino.
Tanto la neutralización como la exacerbación de la diferencia sexual traducen un hecho
político nuevo: la formulación de la existencia de relaciones sociales de sexo que tienen un
carácter histórico y la definición de sus estrategias y transformaciones. Este hecho es el
resultado de la práctica y de la teorización feminista y viene a poner un saludable punto final
a la forma en que la tradición cultural occidental concibió la diferencia entre los sexos:
1. Uno de los términos de la polaridad, el masculino, ha servido como modelo al
otro.
2. Este modelo -masculino- se identifica con la cultura, con lo simbólico, en tanto
lo femenino se ha concebido como “natural”.
3. Este modelo se ha presentado como ahistórico y, al mismo tiempo, ajeno a la
diferencia entre los sexos; el sexo femenino es el que lleva la “marca” de la sexualidad en
tanto que el masculino se identifica con lo humano en un sentido neutro.
Entre las disciplinas que estudian al ser humano como tal, es decir, en su
dimensión simbólica, social, cultural, el psicoanálisis ocupa un lugar especial porque lejos de
ignorar o negar la diferencia entre los sexos hace de ella el objeto mismo de su discurso, de
modo que rompe con el pensamiento filosófico de la tradición occidental. Sin embargo, a
pesar de ello, no está exento de equívocos y contradicciones en sus desarrollos teóricos
sobre esta cuestión. En este punto es donde ha intervenido, en un primer momento, la crítica
feminista y, en un segundo momento, la conceptualización psicoanalítica enunciada desde
diversas perspectivas feministas, que se esforzó por desligar a la teoría y a la práctica
psicoanalíticas de algunos aspectos en los que seguían adheridas al pensamiento tradicional
acerca de la diferencia entre los sexos o daban una cobertura teórica al imaginario
masculino.
I. Perspectiva feminista
Algunas autoras han afirmado que una ciencia feminista es aquella cuyas
teorías incluyen una particular visión del mundo, caracterizada por la complejidad, el
interaccionismo y el holismo, que expresaría la sensibilidad o temperamento cognitivo propio
de las mujeres. Esta caracterización confunde “feminismo” con “femenino”: aunque es
importante rechazar la desvalorización tradicional de las virtudes asignadas a las mujeres,
también es importante recordar que las mujeres se construyen para ocupar una posición
social subordinada y, por lo tanto, han de desarrollar cualidades adecuadas para tal posición;
de ahí el riesgo de celebrar acríticamente lo femenino.

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Otro problema que plantea la noción de un “punto de vista de las mujeres” o
“perspectiva feminista” es que las mujeres son demasiado diferentes entre sí en cuanto a
sus experiencias y subjetividades como para generar un único marco de referencia cognitivo.
Un tercer problema es que, desde esta perspectiva, la ciencia “femenina” se
presenta como una corrección de los errores de la ciencia “masculina” pretendiendo revelar
la verdad que esta oculta para eliminar el sesgo sexual de la ciencia. Esto presupone la idea
de que es posible elaborar una ciencia libre de valores y de que una investigación informada
por valores es “mala ciencia”; habría un sesgo androcéntrico en la ciencia “oficial” pero la
“ciencia feminista” sería mejor, más verdadera, libre del sesgo genérico. Sabemos, sin
embargo, que los valores epistemológicos -como la búsqueda de la verdad- no son
suficientes para eliminar la influencia de los valores contextuales -personales, sociales,
históricos y culturales- en la estructuración del conocimiento científico. La ciencia que
despliega un sesgo no es ipso facto ciencia incorrecta, puesto que su propia producción no
puede eliminar la expresión de sesgos, aunque es preciso insistir en que tampoco puede
legitimarlos.
Helen Longino1 sugiere que la objetividad científica debe concebirse como una
función de la estructura colectiva de la investigación más que como una propiedad del
científico individual y propone que nos centremos en la ciencia no como contenido sino
como práctica, no como producto sino como proceso :
l. Tanto la expresión del sesgo masculino en las ciencias como la crítica feminista
de las investigaciones que muestran ese sesgo son moneda corriente en el trabajo científico.
2. La investigación científica no puede dejar de desplegar los compromisos
metafísicos y normativos de la cultura en la que se genera.
3. La crítica de los supuestos subyacentes que guían el razonamiento científico
acerca de los datos es una parte de la ciencia misma.
En el caso del feminismo es evidente que las teorías, en el campo de las ciencias
sociales, no son meramente conceptualizaciones sobre las mujeres, el género o la diferencia
sexual, sino teorías de un tipo particular: tienen implicaciones emancipatorias para la
posición de las mujeres en la sociedad. Lo que motiva una gran cantidad de investigaciones
es fundamentalmente político, por cuanto se pretende mostrar, a través del estudio científico
de las personas, sociedades y culturas, que la liberación de la mujer de su posición universal
de subordinación es posible. Pero tener motivaciones políticas no convierte necesariamente
a la ciencia en ideología, a menos que reemplacemos la elección de una teoría científica por
la argumentación política. Esta perspectiva difiere de aquella que supone una congruencia
entre la forma en que se desarrollan los procesos naturales y las formas de comprensión
propias de las mujeres: lo que incide en la teorización no es un modo de percibir la realidad,
supuestamente femenino, sino las consideraciones políticas que modelan el proceso de
investigación, a través de su influencia en el razonamiento y la interpretación. Si no
podemos, entonces, hablar de “ciencias feministas” ni de “perspectiva de las mujeres”
habremos de tratar de “hacer ciencia como feministas”. Me parece interesante asumir
algunas de las propuestas de Helen Longino:
l. Habitualmente se realiza una elección deliberada de ciertos modelos
interpretativos; es legítimo basar esa elección en consideraciones políticas.
2. Esa elección, obviamente, está limitada por los datos , es decir, lo que
conocemos de la realidad. Pero “lo que conocemos de la realidad” (por no hablar de algo tan

1
Longino, Helen, “Can there be a Feminist Science?”, Hypatia , Vol.2, Nº3 (1987), pp.51-64.

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inefable como la realidad misma) es insuficiente para determinar la elección de un modelo
teórico.
3. El desarrollo de una “nueva ciencia” -lo que Longino denomina “hacer ciencia
como feministas”- implica una evolución dialéctica y, al mismo tiempo, cierta continuidad
con la ciencia “establecida”. Aunque no es el lugar apropiado para referirnos a la posibilidad
o imposibilidad de hacerlo en función de las condiciones de la producción científica,
orientada por perspectivas políticas diferentes de la feminista, hemos de subrayar la
naturaleza paradójica de esta propuesta, que aspira a la construcción de categorías nuevas
dentro de un discurso de carácter patriarcal.

II. Cuestionamiento feminista del psicoanálisis


No me ocuparé de las consabidas críticas hechas desde la ingenuidad o
simplemente desde la ignorancia sino de analizar someramente algunos aspectos
contradictorios del pensamiento psicoanalítico (limitándome a la teoría freudiana),
especialmente la cuestión de la medida en que aquel rompe con la tradición intelectual de
Occidente y en que permanece adherido a ella en lo que respecta a la diferencia entre los
sexos.
1. El pensamiento de Freud2 es de carácter desconstructivo en lo que concierne
a las categorías de masculinidad y feminidad pero recurre a términos que son producto de
una lógica binaria, por lo que se lo ha interpretado en muchas ocasiones como defensa o
apoyo de aquello mismo que pretendía desmontar. Así, por ejemplo, para Freud masculino y
femenino no son puntos de partida sino de llegada: ningún individuo está constituido de
entrada como sujeto ni como sujeto sexuado. Tanto la subjetividad como la sexuación son
productos de la historia de las relaciones intersubjetivas que el niño establece con quienes lo
rodean desde su nacimiento y aún antes, en el deseo y en el proyecto de sus padres que
resultan, a su vez, de una historia. Este marco intersubjetivo establecerá unos hitos, unos
referentes, unos objetos de deseo que se van a construir sobre una base indefinida e
indeterminada: las pulsiones -diferentes y hasta opuestas al instinto- son parciales,
polimórficas y heterogéneas y se asientan en una multiplicidad de zonas erógenas. En lo
que concierne a la pulsión sexual y al deseo no hay unidad, unicidad ni identidad dadas.
Decimos que masculino y femenino son puntos de llegada, entonces, porque las niñas y
niños son -más que bisexuales- sexualmente indiferenciados; es necesario explicar cómo a
partir de esa indiferenciación se convierten en hombres y mujeres. De este modo, el
psicoanálisis desestabiliza al sujeto como constructo coherente pero, sin embargo, en la
medida en que describe el proceso del desarrollo que conduce a la formación de hombres
masculinos y mujeres femeninas, de alguna manera instituye la coherencia del género.
2. Otro aspecto problemático y contradictorio es el falocentrismo: para el
psicoanálisis, la diferencia entre los sexos se organiza en torno a la presencia o ausencia del
pene (Lacan utiliza el término falo para marcar la distancia entre el valor simbólico del
órgano masculino y su entidad real o imaginaria). No aparecen, entonces, los dos términos
de la antítesis como marcados ; no hay marca de la feminidad, salvo la ausencia. Podemos
afirmar que esa falta es atribuida a la mujer desde la perspectiva del imaginario masculino
narcisista. De todos modos, el problema no es simple:

2
Freud, Sigmund, “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica”, “La sexualidad
femenina”, “La feminidad”, en Obras Completas , Madrid, Biblioteca Nueva, l968.

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. Desde el punto de vista epistemológico ¿es posible concebir la diferencia de
otro modo en una sociedad patriarcal, caracterizada por la posición subordinada de las
mujeres como colectivo y por el privilegio de lo masculino en el orden simbólico?
. Con respecto al objeto ¿es posible que los sujetos se organicen de otro modo
en una cultura que reserva a las mujeres el lugar de lo negativo, lo otro, lo inferior o lo
peligroso?
. ¿Debemos considerar al falocentrismo como un rasgo de la teoría psicoanalítica
o del universo en el que se construyen no sólo las categorías que elabora sino también los
sujetos que analiza?
La propuesta feminista es concebir la diferencia sin recurrir a oposiciones
binarias; pensarla sin confrontarla con una norma; reconocerla pero no en términos
jerárquicos. En efecto, es posible pensar en una conceptualización de la diferencia como
distinción entre dos términos marcados, pero, como sostiene Françoise Héritier3, parece ser
que lo que es posible lógicamente no es pensable en las coordenadas socio-culturales
patriarcales. Lo que sí es posible es mostrar que la organización de la subjetividad de
hombres y mujeres como diferentes posiciones con respecto al falo (falocentrismo) es un
correlato de la subordinación social de las mujeres y de su construcción como falta en lo
simbólico, como lugar extrasimbólico, extralingüístico o natural.
3. El psicoanálisis se sitúa en la tradición occidental al considerar a la sexualidad
femenina como un enigma : se trata de una teoría sexual masculina que efectúa un
desplazamiento merced al cual la mujer carga con el enigma de la diferencia entre los sexos,
4
como he tratado de mostrar en otros textos .
4. La narrativa edípica en la que se constituye el sujeto se presenta como un
modelo único para ambos sexos, aunque Freud sostiene que los procesos por los que se
accede a la masculinidad y a la feminidad son asimétricos. Pero es evidente, una vez más,
que así es como ocurren las cosas en nuestra cultura: para acceder a una posición histórica
de sujeto es necesario identificarse con un modelo masculino. No es el complejo de Edipo el
que determina las características sociales de cada sexo sino la sociedad la que determina
los diferentes procesos edípicos en cada uno de ellos. Aunque en la actualidad se están
produciendo cambios importantes en este sentido, en gran parte merced a los esfuerzos del
feminismo -tanto teóricos como políticos- no se puede cuestionar que hasta ahora se había
mantenido la ecuación sujeto=hombre.

III. Coincidencias entre las propuestas teóricas del feminismo y la teoría


psicoanalítica
1. Cuestionamiento de la concepción del sujeto unificado: desconstrucción del yo
de la filosofía y la psicología de la consciencia.
2. Reconociminto de diversos órdenes de diferencias que las ideologías tienden
a confundir: diferencia sexual, diferencia entre las mujeres y entre los hombres
(reconocimiento de la singularidad del sujeto), diferencias dentro del propio sujeto, tal como
lo revela la existencia de lo inconsciente, la contradicción y el conflicto.
3. Cuestionamiento de la concepción occidental de la racionalidad: lo
inconsciente subvierte la coherencia narrativa del sujeto.

3
Héritier, Françcoise, L’exercise de la parenté , París, Hautes Etudes-Gallimard-Seuil, l98l.
4
Tubert, Silvia, La sexualidad femenina y su construcción imaginaria , Madrid, El Arquero (Cátedra), l988.

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4. Cuestionamiento de las teorías que postulan una identidad sexual
biológicamente determinada: la identidad sexual es el resultado de un proceso, de la historia
del sujeto y de sus relaciones con los otros.
5. Tanto el psicoanálisis como las corientes más avanzadas del feminismo
(aunque ésta fue la posición defendida ya por Simone de Beauvoir) consideran que no es
posible determinar lo que la mujer es sino cómo deviene : no se admite una esencia dada
sino una génesis.
6. Freud aceptó la aportación de algunas de sus colaboradoras que reconocieron
la importancia de un subtexto dentro de la narrativa edípica referente a la relación temprana
de la niña con su madre, tematizado por numerosas psicoanalistas actuales.
7. El intento freudiano de articular lo común y lo diferente en ambos sexos
apunta a un problema central -desde mi punto de vista- del feminismo en nuestros días,
capturado por la aporía igualdad/diferencia .
8. Freud reconoció el papel de la subjetividad y de los valores en la observación
científica; por ejemplo, cuando afirma que las psicoanalistas mujeres pudieron captar más
fácil y claramente la importancia de la vinculación temprana de la niña con su madre porque
representaban sustitutos maternos en la situación transferencial con las pacientes. Es decir,
el observador contribuye a generar el fenómeno que pretende estudiar y a ello no son ajenos
su posición sexuada, su mirada y el lugar desde el que escucha al paciente.
9. Al considerar que masculinidad y feminidad son “construcciones teóricas de
contenido incierto” Freud subraya la diferencia entre los constructos simbólicos (el género)
y/o científicos y la realidad biológica, subjetiva o social de hombres y mujeres. La referencia
a la incertidumbre constituye una advertencia contra la asignación de unos contenidos
definitivos a esas categorías.

IV. Masculino/femenino
Observamos entonces en las ciencias sociales diversos movimientos
convergentes: si el feminismo se centró en el reconocimiento de que lo femenino forma parte
de lo humano en la misma medida que lo masculino, la antropología nos permitió reconocer
que los pueblos no-occidentales forman parte de la humanidad tanto como los occidentales y
el psicoanálisis demostró que muchos deseos y sentimientos que parecían ajenos al sujeto
por no ser accesibles a la consciencia constituyen el núcleo de nuestra subjetividad. Estos
movimientos han sentado las bases para una verdadera crítica de la cultura en tanto han
cuestionado ciertas verdades “universales” tradicionales acerca del ser humano. Si la
definición occidental del ser humano y sus modos de representación, lejos de ser
universales, deben ser ampliados para incorporar la experiencia y los modos de
representación propios de otras culturas diferentes así como lo que es ajeno en nosotros
(inconsciente), lo mismo sucede con la relación entre los principios masculino y femenino.
En efecto, durante siglos se ha considerado a lo masculino como sinónimo de la
humanidad en general, negando o reprimiendo el elemento femenino de aquella. Es decir, al
erigir lo masculino en modelo universalmente válido (lo que define esencialmente al
androcentrismo) se borran las huellas de lo femenino que queda, de este modo, excluido del
mundo de la representación y de la cultura, excepto bajo una forma puramente negativa.
Luego, el reconocimiento y la búsqueda de las huellas ocultas del principio femenino nos
lleva, necesariamente, a redefinir lo humano y a cuestionar los modos de representación
tradicionales de cada uno de los sexos y de la relación entre ambos.

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Debemos recordar, una vez más, que masculino y femenino no son sinónimos
de hombre y mujer. Una cosa son los hombres y mujeres como entidades empíricas, en un
doble sentido: como seres diferenciados naturalmente por sus caracteres sexuales
anatómicos y como grupos socialmente diferenciados a los que se asigna y de los que se
espera el desempeño de determinados roles (género). Y otra cosa muy distinta son los
principios masculino y femenino, que no tienen una existencia empírica natural sino que,
como ya he mencionado citando a Freud, son construcciones teóricas de contenido incierto.
Es decir, se trata de creaciones culturales que se ofrecen (o se imponen) a los sujetos como
modelos ideales que, a su vez, se incorporan a los individuos particulares bajo la forma de
un ideal del yo .
Pero el hecho de que cada uno de nosotros, sea hombre o mujer, se identifique
en su infancia con los progenitores de ambos sexos, así como con otras figuras significativas
de su ambiente portadoras de los ideales culturales referentes a los sexos, determina que no
alcancemos nunca una identidad total y absolutamente masculina o femenina. De hecho,
cada ser humano integra rasgos y características mezclados en diversas proporciones,
viéndose obligado a reprimir o anular todo aquello que no corresponde a lo que su cultura
define como propio de su sexo.
En efecto, no existe ninguna cultura en la que no podamos observar un
reconocimiento de la diferencia entre los sexos, que se refleja en las diversas formas de
concebir y definir la masculinidad y la feminidad. Se trata de una cuestión fundamental tanto
para la sociedad como para cada persona en particular, puesto que lo que está en juego es
un problema esencial: la necesidad de articular el reconocimiento de la diferencia de los
sexos con el de la igualdad de hombres y mujeres en tanto miembros del género humano.
Es tan angustiante para el sujeto la separación absoluta de los sexos, como si se tratara casi
de dos especies diferentes, como la identificación de ambos en una supuesta categoría
universal que desconoce las diferencias existentes entre ellos. Tal categoría única no puede
recoger e integrar las diferencias construyendo un modelo andrógino en el que cada cual
podría reconocerse sino que de hecho se funda históricamente, como ya he dicho, en la
universalización de uno de los dos principios en detrimento del otro; los trabajos de los
etnógrafos demuestran que en todas las sociedades conocidas es el principio masculino el
que se generaliza, valora e identifica con lo humano, quedando el femenino en un lugar
subordinado. Evidentemente este hecho no es azaroso sino que responde a las relaciones
de poder entre los sexos: la exclusión o subordinación de lo femenino en la cultura es el
correlato simbólico de la sumisión de las mujeres como grupo social.
Si en el orden simbólico es el hombre quien aparece como sujeto, la mujer queda
relegada al papel de objeto, de lo otro de la masculinidad, lo que equivale a decir lo otro de
la humanidad. El sujeto-hombre, desde su posición de masculinidad-humanidad, construye a
ese otro en función de las relaciones de dominación existentes en toda sociedad patriarcal.
Así, en el lugar de la mujer, lo femenino excluido deja un lugar vacío en el que lo otro se
habrá de definir como maternidad. Esto explica que la mujer entre en lo simbólico
fundamentalmente en tanto madre, que la maternidad se construya a través de las prácticas
discursivas como un hecho natural y, finalmente, que se identifique a la mujer-madre con la
materia, la biología, la emoción, lo irracional, al tiempo que el hombre se identifica con la
forma, la cultura, el pensamiento, la racionalidad. De este modo se desconoce que, en el
sentido pleno y humano de la palabra, la maternidad no corresponde a la reproducción
animal sino que, como la paternidad, tiene un valor primordialmente simbólico y social.
Los efectos negativos de este proceso no se refieren sólo a los perjuicios que
pueda ocasionar a una mitad de los seres humanos sino que afectan a la humanidad en su
conjunto en tanto empobrecen nuestro acervo cultural y personal. La ontologización de la

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diferencia sexual, que escinde las categorías de masculino y femenino y las entiende como
esenciales, inmutables y ahistóricas, ejerce la misma violencia sobre todos los individuos,
sean hombres o mujeres (aunque en el caso de las mujeres, se suma a la violencia material
y simbólica de la subordinación), puesto que los congela en unas identidades establecidas a
priori . La diferencia de los sexos concebida en términos binarios e irreductibles liquida
imaginariamente la ambigüedad de la pulsión sexual y del deseo y alivia la angustia que
surge ante la multiplicidad de posibilidades que remite a cada uno a las incertidumbres de su
propio deseo y al carácter igualmente incierto de su propia identidad sexual.
Si aceptamos que en toda sociedad patriarcal, basada en la subordinación de las
mujeres y en la explotación y apropiación de su capacidad generadora, las teorías que dan
cuenta de la diferencia de los sexos están indefectiblemente sesgadas de manera tal que, al
mismo tiempo que son un efecto de la organización patriarcal, contribuyen a su perpetuación
mediante la transmisión de su ideología y sus valores, debemos avanzar aún un paso más y
preguntarnos hasta qué punto las mismas teorías feministas podrían transmitir
involuntariamente valores y modelos sexistas que se abren paso a través de nuestra
voluntad crítica. La clínica psicoanalítica, en efecto, nos muestra que la asunción consciente
de una ideología feminista no basta para impedir que una mujer transmita valores y modelos
opuestos a ella, que han llegado a formar parte de su estructura subjetiva a través de sus
identificaciones inconscientes. No debemos olvidar que sólo llegamos a ser sujetos de
nuestros propios deseos a través de una larga historia de diferenciación y separación de la
posición inicial de objeto de los deseos del Otro del que alguna vez formamos parte.
Es por eso que la representación de la mujer como víctima de una violencia
ejercida sobre ella por un poder externo (o bien, al contrario, como única responsable de su
sometimiento, de modo que bastaría un acto de voluntad para cambiar el estado de cosas)
es un buen ejemplo de la manera en que toda ontologización de la diferencia sexual hace
posible la transmisión de la ideología sexista. Encontramos esta ontologización, como ya
hemos visto, en las diversas concepciones que se basan en una escisión rígida de las
categorías de hombre y mujer, entendidas como esenciales, inmutables y ahistóricas.
El problema de la violencia no se resuelve recurriendo a un determinismo
absoluto, ya sea de carácter biológico o cultural, referido a lo interno o a lo externo, lo
subjetivo o lo objetivo, lo psíquico o lo social, ni a una explicación de la subordinación de las
mujeres exclusivamente en términos de opresión social. La mujer no es ni una mera víctima
ni el único agente del malestar que experimenta en nuestra cultura, ni bruja ni ángel del
hogar, ni Eva ni María. Por eso decía que la violencia, más allá del contenido o significado
que se asigne a lo femenino, es un efecto de la imagen dicotómica de las diferencias
sexuales.
En este sentido, puede ser tan alienante el repertorio de modelos que el
patriarcado propone a las mujeres, como una nueva definición de una supuesta identidad
femenina más auténtica o más acorde con una esencia que las categorías de género
vendrían a ocultar o enmascarar. Si bien desde la perspectiva de liberar a las mujeres de su
subordinación es necesario reconocer el lugar social que ellas ocupan como colectivo, esta
exigencia debe articularse con el respeto a la diversidad y a la singularidad de la posición de
cada mujer como sujeto deseante. La defensa de los derechos de las mujeres (las
consignas de la Revolución Francesa aún no se han realizado para ellas) no requiere de
ningún modo recurrir a definiciones universales, abstractas y normativas de la mujer, la
sexualidad femenina o la feminidad. Si las representaciones de la mujer y del hombre
basadas en una oposición binaria constituyen un recurso discursivo para aliviar la angustia
ante las incertidumbres de la sexualidad y ante su heterogeneidad con respecto a la

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diferencia anatómica de los sexos, el precio que se paga por ese alivio es una limitación y un
empobrecimiento, tanto de la experiencia como del saber.
No es suficiente entonces realizar un análisis de las diversas representaciones
de la mujer y del proceso por el que aquellas se construyen; es preciso tener presente que
ninguna puede corresponder a un objeto realmente existente en el campo natural o social,
es decir, es necesario analizar la construcción de la mujer misma como representación y sus
efectos alienantes. Estos no derivan sólo del hecho de que las representaciones patriarcales
de la mujer, por ejemplo, sean falsas (en el sentido de que no corresponden a la realidad de
su objeto) o peyorativas sino, además, de la violencia que supone cualquier representación
que pretenda reflejar una feminidad real o esencial, de la violencia que implica identificar lo
femenino con una imagen determinada. Es por ello que las ciencias sociales, aunque se
elaboren desde una perspectiva feminista, pueden transmitir valores y modelos sexistas en
la medida en que confundan la representación con una entidad dada y postulen la unidad de
la categoría “mujeres”, la uniformidad de las causas, estructuras o efectos de la organización
social de las diferencias sexuales, y/o los intereses comunes de la totalidad de las mujeres.
Si sostenemos que el signo “mujer” no remite al objeto mujer sino a la diferencia
de los sexos que lo funda como representación, nos resultará imposible hablar de sexualidad
femenina o de feminidad sin partir de esa diferencia y de la operación por la que se
establece; la feminidad no podría ser nunca definida por sí misma sin caer en alguna forma
de esencialismo. El sujeto, en general, no puede resumirse como una entidad coherente y
definitiva; consecuentemente, la feminidad no consiste en un contenido fijado de una vez
para siempre sino en una multiplicidad y diversidad de formas en que la mujer es construida.
Es necesario, entonces, reformular el problema: no se trata de saber qué es la mujer, cómo
funciona el cuerpo femenino, en qué consiste la sexualidad femenina, cuáles son los valores
propios de una cultura femenina que habría que perpetuar, desarrollar o crear, sino cómo se
organiza la diferencia sexual en la cultura, las formas complejas y contradictorias a veces en
que se produce la diferencia sexual a través de prácticas discursivas, puesto que la palabra,
como todo símbolo, produce efectos en lo real y crea objetos históricamente existentes.
La fijación del significado que se produce cuando se establecen definiciones
cristalizadas y universales conduce a posiciones esencialistas que tratan la categoría
“mujeres” como un dato no problemático, que son una variante de la tradición que considera
que la humanidad se compone de individuos dados sobre los que actúa la sociedad
modificándolos. Esto supone concebir una esencia humana que existiría
independientemente y a priori de la cultura. “Mujeres” marca en este contexto el género
dado a la categoría de humanidad, género al que se adscriben ciertos atributos esenciales,
como la ternura, cuidado y responsabilidad por el prójimo, etc., opuestos a los atributos
masculinos de violencia, competitividad, intereses sociales, etc.
La feminidad, por el contrario, podría asumir una variedad de símbolos y
modelos, lo que daría lugar a un enriquecimiento, abriendo también una vía para salir de las
falsas dicotomías que, como un lecho de Procusto, fuerzan a mujeres y hombres a mutilarse
psíquica y socialmente para identificarse en exclusiva con el modelo que se les asigna según
su sexo anatómico. En tanto ésto supone reprimir ciertos deseos y limitar aspiraciones y
posibilidades, se paga habitualmente con distintas formas de neurosis. De este modo, el
cuestionamiento de los significados que se asignan a la feminidad y a la masculinidad
implica inaugurar una amplia gama de posibles articulaciones de los mismos, reconocer que
los deseos singulares se organizan en un juego de diferencias: no sólo entre hombres y
mujeres, sino también entre las mujeres, entre los hombres, e incluso en el seno de cada
sujeto.

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V. Maternidad/paternidad

La mayor parte de las culturas, en la medida en que se trata de organizaciones


patriarcales, identifican a la feminidad con la maternidad. A partir de una posibilidad
biológica, la capacidad reproductora de las mujeres, se instaura un deber ser, una norma,
cuya finalidad es el control tanto de la sexualidad como de la fecundidad de aquellas. No se
trata de una legalidad explícita sino de un conjunto de estrategias y prácticas discursivas
que, al definir la feminidad, la construyen y la limitan, de manera tal que la mujer desaparece
5
tras su función materna, que queda configurada como su ideal .
El desarrollo de las llamadas ciencias sociales o humanas, desde una
perspectiva feminista, ha puesto de manifiesto que la ecuación mujer=madre no responde a
ninguna esencia sino que, lejos de ello, es una representación -o conjunto de
representaciones- producida por la cultura. El feminismo ha generado, históricamente, tres
tipos de propuestas para abordar la cuestión de la maternidad:
1. El rechazo de la identificación de lo femenino con lo materno condujo a la
afirmación de una existencia de mujer con exclusión del papel de madre, como en el caso de
Simone de Beauvoir.
2. La voluntad de asumir la capacidad generadora del cuerpo femenino llevó a
proponer una “transvaloración” de la maternidad -exaltada en lo imaginario pero
desvalorizada en la práctica social, excluida del espacio público y desalojada de lo simbólico-
a la que se pasó a considerar como fuente de un placer, conocimiento y poder
específicamente femeninos. Adrienne Rich y Julia Kristeva ejemplifican este punto de vista.
3. Desde una perspectiva constructivista no interesa tanto el cuestionamiento de
unas representaciones que distorsionarían lo que la mujer es o no le harían justicia, puesto
que es imposible acceder a lo que es más allá de la representación que pretende dar
cuenta de ello. Lo que se propone es el análisis de la construcción de las representaciones
mismas y el proceso por el que ellas crean o configuran la realidad.
La maternidad es un conjunto de fenómenos de una gran complejidad, que no
podría ser abarcado por una unica disciplina: la reproducción de los cuerpos es un hecho
biológico que se localiza, efectivamente, en el cuerpo de la mujer pero, en tanto se trata de
la generación de un nuevo ser humano, no es puramente biológico sino que integra otras
dimensiones. De todos modos, aún cuando nos limitáramos al terreno de la fisiología,
podríamos apreciar que la construcción histórica de la maternidad como equivalente a la
reproducción de la especie y como unico sentido de la existencia femenina entraña una
doble falacia, puesto que la categoría de madre no agota totalmente a la de mujer y, por otra
parte, la maternidad no incluye la totalidad de la reproducción, en tanto la fecundidad de la
mujer sólo se actualiza por la intervención del principio biológico masculino. Pero, además
de las condiciones biológicas de la reproducción sexuada, las condiciones sociales,
económicas y políticas de la reproducción de la vida social configuran también la función
materna: la división sexual del trabajo propia de toda estructura patriarcal -o al menos de la
mayoría- establece que las mujeres, además de la concepción, gestación, parto y lactancia
se ocupen casi en exclusiva de la crianza de los niños que, por otra parte, no es reconocida
como trabajo social. Finalmente, el orden simbólico de la cultura crea determinadas

5
Esta sección retoma mis textos “Introducción” a Figuras de la madre , Madrid, Cátedra, l996;
“Introducción” a Figuras del padre , Madrid, Cátedra, l997 y “El nombre del padre”, ibid.

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representaciones, imágenes o figuras atravesadas por relaciones de poder, de modo que el
orden dominante es el resultado de la imposición de unos discursos y prácticas sobre los
otros, articulada con el ejercicio del poder por parte de los hombres-padres como grupo o
colectivo sobre las mujeres como grupo social. Así, en la medida en que se impone una voz
-definición, representación, ideal- que anula la expresión de otras voces que quedan
subordinadas, tal como lo están las prácticas sociales de las mujeres, se establece el
monopolio de la producción de sentido, se codifica el significado de características
anatómicas y funciones biológicas que, en sí mismas, no significan nada. Por consiguiente,
las representaciones o figuras de la maternidad, lejos de ser un reflejo o un efecto directo de
la maternidad biológica, son producto de una operación simbólica que asigna una
significación a la dimensión materna de la feminidad y, por ello, son al mismo tiempo
portadoras y productoras de sentido. Pero éste también está determinado por la lucha de
fuerzas en juego tanto en la sociedad como en la cultura.
Además, la mujer es un sujeto y no un mero sustrato corporal de la reproducción
o una ejecutora de un mandato social o la encarnación de un ideal cultural, por lo que
debemos tener en cuenta que las representaciones que configuran el imaginario social de la
maternidad tienen un enorme poder reductor, en la medida en que todos los posibles deseos
de las mujeres son sustituidos por uno: el de tener un hijo; y uniformador, en tanto la
maternidad crearía una identidad homogénea de todas las mujeres. El psicoanálisis ha
mostrado que el deseo de hijo no corresponde a la realización de una supuesta esencia
femenina sino que es propio de una posición a la que se llega después de una larga y
compleja historia, en la que el papel fundamental corresponde a las relaciones que la mujer
ha establecido en su infancia con sus padres, tanto en el plano de la triangulación edípica
como en el de la identificación especular con la madre. Es decir, el deseo de hijo no es
natural sino histórico, se ha generado en el marco de unas relaciones intersubjetivas, resulta
de una operación de simbolización por la cual el futuro niño representa aquello que podría
hacernos felices o completas. La aspiración a la plenitud resulta de la constatación de que
no somos una unidad, puesto que el sujeto humano es múltiple y complejo, adolece de
incoherencias y contradicciones que lo escinden, ni tampoco una totalidad, puesto que es
imposible no carecer de algo. Frente al ideal de plenitud y perfección originado en el
narcisismo infantil, para el que el propio yo es un yo ideal, el reconocimiento de la falta
impuesto por el yo real conduce al sujeto a anhelar aquello de lo que carece, es decir, a
configurarse como un sujeto deseante. Al mismo tiempo, lo lleva a asumir como propios los
ideales que la cultura propone como respuesta a los interrogantes que lo acucian: ¿quién
soy? ¿Qué significa ser una mujer? ¿Qué quiere una mujer (o un hombre)?6
El ideal de la maternidad proporciona una medida común para todas las mujeres
que no da lugar a las posibles diferencias individuales con respecto a lo que se puede ser y
desear. La identificación con ese ideal permite acceder a una identidad ilusoria, que nos
proporciona una imagen falsamente unitaria y totalizadora que nos confiere seguridad ante
nuestras incertidumbres y angustias en tanto parece ser la respuesta definitiva a todas
nuestras preguntas.
De ahí la necesidad de desconstruir los ideales, las identidades, que obturan
ilusoriamente la singularidad del sujeto, para abrir un espacio donde se pueda situar la
maternidad en relación a la dimensión del deseo -de la multiplicidad de deseos- opuesta a
una identidad que no puede sino ser mítica.
La identificación de la maternidad con la generación biológica niega que lo más
importante en la reproducción humana no es el proceso de concepción y gestación sino la

6
Freud, S. op.cit.; Tubert, S. Mujeres sin sombra. Maternidad y tecnología ,Madrid, Siglo XXI, l99l.

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tarea social, cultural, simbólica y ética de hacer posible la creación de un nuevo sujeto
humano.
La definición de la identidad femenina en función del ideal maternal es
mistificadora por cuanto adelanta una respuesta que impide la formulación de la pregunta y
ofrece la ilusión de ser que aliena al sujeto encubriendo las carencias que harían posible el
deseo.
Pero, si bien es reduccionista subsumir la feminidad en la categoría de
maternidad, también existe la posibilidad de la reducción opuesta, que supone la separación
simple e irreductible de ambas categorías. Lo femenino y lo maternal mantienen relaciones
lógicas complejas: ni coinciden totalmente ni son completamente disociables.
Es cierto que la maternidad no se reduce a la transmisión de un patrimonio
genético sino que se sitúa en el plano de la transmisión simbólica de la cultura, pero no se
puede negar que el proceso biológico de la gestación se realiza según una legalidad que
escapa a la voluntad de la mujer en cuyo cuerpo tiene lugar.
Si bien hablamos de una maternidad asumida por la mujer como sujeto
deseante, no podemos ignorar que la gestación requiere la aceptación de una posición de
pasividad frente al desarrollo embrionario y fetal. El ejercicio de la maternidad supone la
articulación del cuerpo en la cultura: la autonomía del sujeto femenino se encuentra limitada
en su singularidad cuando su cuerpo pasa a ser el lugar del origen de otro ser humano; el
dominio sobre el propio cuerpo -la maternidad voluntariamente elegida-, a su vez, se halla
limitado en tanto aquel ha sido construido como cuerpo significante por las prácticas y
discursos dominantes en la sociedad, a través del lenguaje y de los vínculos sociales.
La autonomía del sujeto, entonces, sólo puede ser relativa a los límites que le
impone la necesidad, tanto por el hecho de hallarse encarnado en un cuerpo orgánico como
por haberse estructurado como tal en el contexto histórico de unas relaciones sociales,
económicas y políticas que han construido su valor simbólico. Por otra parte, aunque el
deseo de hijo se presente con frecuencia como una elección consciente, relativa a los
ideales sociales y familiares de cada sujeto, este proyecto es siempre portador de
significaciones inconscientes que habrán de tomar cuerpo en el niño por nacer: el hijo llega a
la existencia en el seno de una red de representaciones preexistentes, reguladas por la
tendencia repetitiva del inconsciente, que lo inviste de las vicisitudes libidinales de la historia
de sus padres (que siguen siendo, desde este punto de vista, hijos) y de su forma de asumir
la diferencia entre los sexos. Sin embargo, el nacimiento del niño da lugar, en el mejor de los
casos, a una nueva organización que produce una ruptura en la repetición al articular de una
manera única las determinaciones de su origen: el niño real nunca coincide con el niño
imaginario del deseo absoluto de la madre, destinado a colmarla completamente. El proyecto
consciente de la maternidad se apoya en la doble vertiente inconsciente del deseo edípico y
de la relación de identificación narcisista con la madre que, según haya sido la historia
infantil de la mujer en cuestión, configuran, enriquecen o perturban la relación con el hijo. El
deseo inconsciente, en otros casos, es el responsable tanto de una concepción imprevista,
no buscada, como de la imposibilidad de concebir un hijo.
En suma, la representación de la maternidad, en sus múltiples variantes, se sitúa
en el punto de articulación entre el deseo inconsciente -en cuyo origen se encuentra,
precisamente, la madre-, las relaciones de parentesco en unas condiciones histórico-
sociales determinadas y la organización de la cultura patriarcal. Esto exige la superación de
las oposiciones binarias que, como ya he intentado mostrar, son ellas mismas producto de
esa cultura y proporcionan un acervo de representaciones que coadyuvan a su perpetuación.
Toda nuestra tradición cultural y filosófica ha colocado a la mujer del lado de la naturaleza y

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al hombre del lado de la cultura, basándose sobre todo en el hecho de que la maternidad se
localiza en el cuerpo de la mujer y, por lo tanto, parece coincidir con lo real de la
procreación, en tanto que la función paterna ha de ser construida simbólicamente (Pater
semper incertus ...). Sin embargo, como hemos visto, ya no es posible sostener la existencia
de una función natural que se ejerce como tal de manera universal y ahistórica, de acuerdo
con un instinto o esencia de la mujer. La maternidad no es puramente natural ni
exclusivamente cultural; compromete tanto lo corporal como lo psíquico, ya sea consciente o
inconsciente; participa de los registros real, imaginario y simbólico. Tampoco se deja
aprehender en términos de la dicotomía público-privado: el hijo nace en una relación
intersubjetiva originada en la intimidad corporal pero es, o ha de ser, un miembro de la
comunidad y, por ello, el vínculo con él está regido también por relaciones contractuales y
códigos simbólicos.
La maternidad, entonces, es una función construida como natural y necesaria por
un orden cultural y contingente: si bien el cuerpo materno tiene una realidad biológica, no
tiene significación fuera de los discursos sobre la maternidad. La madre, más allá de las
diferencias entre sus innumerables representaciones, suele encarnar el misterio de los
orígenes, de lo impensable, de lo que excede a la racionalidad. Esto explica el carácter
contradictorio y ambivalente que revisten sus figuras -polarizadas en el hada buena y la
bruja malvada- y también su función defensiva por cuanto protegen de temores o realizan los
deseos de quienes las elaboran y transmiten. Esta construcción cultural de la maternidad
como símbolo puede encubrir la sujeción del cuerpo femenino, tanto a su propia materialidad
y finitud como a las relaciones de poder que establecen las condiciones de su existencia. En
las representaciones de la maternidad se articulan, entonces, tres registros:
1. Un universo simbólico de categorías y representaciones, que forma parte de
un sistema social, político e ideológico históricamente dado y que constituye el contexto en el
que se organiza la subjetividad humana.
2. La construcción de la subjetividad maternal, a su vez, integra dos
dimensiones: por un lado, si nos situamos en el terreno histórico-social, podemos apreciar la
configuración de lo imaginario colectivo -con sus distintos ámbitos: grupal, de clase, étnico,
religioso, etario, etc.-; por otro, la literatura y el psicoanálisis son discursos que dan cuenta
de la singularidad de cada sujeto al ofrecer un marco adecuado para el despliegue del
imaginario personal. Todo ésto genera el sentido que tendrá, para las comunidades y los
individuos, el cuerpo materno.
3. Las posibilidades y limitaciones del cuerpo real, no como mero organismo sino
en función de la potencialidad erógena que subtiende su funcionamiento reproductor y
constituye la fuerza energética que lo anima.
Tal como ocurre con la maternidad, la función paterna se funda en la articulación
de diferentes registros: por un lado, el orden socio-cultural, es decir, el universo simbólico
con sus categorías, representaciones, modelos e imágenes del padre, que forma parte de un
sistema social, político e ideológico históricamente dado. Por otro, la construcción de la
subjetividad con su despliegue imaginario, tanto colectivo como singular.
El psicoanálisis ha puesto de manifiesto que la estructura edípica constituye el
punto de intersección de ambos órdenes -socio-cultural y subjetivo- y que, en el marco de
esa estructura, el padre opera como articulador del deseo y la ley. En este registro, la
eficacia de la función paterna no se refiere a la presencia real o a la ausencia del padre en la
familia, ni a sus conductas o particularidades personales evaluadas en relación a las normas
que definen lo que es un padre, sino al orden del sentido y de la significación: “Es en el
sentido que adquiere para un hombre el hecho de ser reconocido como padre de un niño, en

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el sentido que tiene su paternidad”, sugiere Françoise Hurstel, y “en el sentido que tuvo ese
hombre para un niño”, donde se sitúa la función paterna.7
Es posible concebir esta función como una invariante aunque, como tal, se nos
presente sólo como una función vacía; los sentidos particulares que asuma esa función en
las diversas situaciones que pueden configurarse tendrán un carácter histórico, en el doble
aspecto de la referencia a la historia singular de los sujetos comprometidos por esa función y
de la historicidad de las figuras socio-culturales que incidirán en la articulación de su sentido.
Está claro, entonces, que se trata de una construcción cultural, por lo que tiene
un carácter histórico. Asimismo, la paternidad no se puede comprender si no es en su
articulación con la maternidad, como término de un sistema de parentesco, lo que muchas
veces se olvida al entender la función paterna como el operador que nos introduce en el
orden simbólico. En consecuencia, las representaciones de la paternidad -y del parentesco-,
a su vez, no se pueden comprender si no se las sitúa en el universo simbólico de la cultura
de la que forman parte.
Ya me he referido a la asimetría radical que el pensamiento occidental establece
entre los principios materno y paterno: el primero se naturaliza en tanto que el segundo se
eleva a la categoría de principio espiritual, tal como se puede apreciar en diversos dominios,
como la filosofía, la teología, la lingüística e incluso el psicoanálisis. En el fundamento de
nuestra cultura, en efecto, encontramos una representación mítica del padre que configura
un verdadero “culto paterno”.
Si nos remontamos a los orígenes observamos que en la antigua Grecia se
teoriza explícitamente a la paternidad como un principio, como el principio de la generación;
en términos escolásticos, como su causa eficiente.8 Esta teorización se encuentra
desarrollada en Aristóteles, que impregnó el discurso sobre la vida por lo menos hasta el
siglo XVII.
En Aristóteles encontramos la representación más radical de la asimetría sexual:
la metafísica y la embriología se asocian para afirmar el papel esencial-es decir formal- del
macho en la procreación. Esta se funda en una asimetría básica puesto que supone dos
principios: el macho, principio de la generación y del movimiento, y la hembra, principio
material. El masculino es, en realidad, el principio. Pero éste ha de pagar un precio por este
privilegio, como señala Giulia Sissa, ya que, para que la teoría resulte verdadera, no basta
con afirmar que la sangre femenina es una masa de líquido crudo, impuro, no elaborado,
inerte y amorfo; es necesario también decir que no hay ninguna aportación de materia por
parte del macho sino sólo la réplica de una identidad (eidos) que se produce a partir de un
movimiento; en otros términos, el desencadenamiento de un proceso de formación merced
al calor que cuece. Para que la argumentación se sostenga, Aristóteles se ve obligado a
negar que el esperma es necesario y, además, a sutilizar su soma . El esperma no pasa a
formar parte del feto en formación sino que es un organon que pone movimiento en acto.
Es como el instrumento de un artesano: del cuerpo del artesano y de la materia de sus
instrumentos no se incorpora nada al producto de su trabajo; lo que procede del obrero por
medio del movimiento que actúa sobre la materia es la figura de la forma .
El resultado paradójico de esta argumentación es que lo necesario para la
procreación no es la sustancia espermática sino el alma, el movimiento y la forma, que
corresponden al principio masculino. No se podría sostener la preeminencia del principio

7
Hurstel, Françcoise, “La fonction paternelle, questions de théorie ou: des lois à la Loi” en Augé, Marc
(Editor) Le père ,Paris, Denoël, l989.
8
Sissa, Giulia, ”Arche Kinousa ou le paternel comme principe”,en Augé, M. op.cit.

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paterno si se pensara que el esperma se mezcla con la sangre y que es la unión de ambos
fluidos lo que forma el embrión, tal como postulaba Hipócrates. En consecuencia, Aristóteles
afirmará que el cuerpo del esperma, que sirve de vehículo al principio psíquico, se disuelve y
se evapora porque su naturaleza es húmeda y acuosa. De este modo logra sustraer el
estatuto paterno a las exigencias de la materialidad: como afirma G.Sissa, si no hay materia
paterna el reino del padre no es de este mundo.
Esta concepción encuentra una ejemplificación excelente en el mito del parto
virginal: aunque en este caso el padre es de naturaleza divina, el significado de la paternidad
es el mismo que en el caso del padre humano. Carol Delaney9 sostiene que la teoría de la
procreación ejemplificada por este paradigma es una versión espiritualizada o
desnaturalizada de la teoría popular que dominó en Occidente durante milenios: se trata de
la concepción monogenética que implica que el hijo se origina esencialmente en una unica
fuente. Si bien esta teoría no es universal, tampoco se limita a la cristiandad. En el plano
simbólico, es coherente con la doctrina teológica del monoteísmo. En el caso del parto
virginal, es Dios quien crea al Hijo, en tanto María es sólo un medio para la manifestación de
su creación; a través de ella la palabra se hace carne. Es su contribución lo que hace de
Jesús una persona de carne y sangre pero el origen, la esencia y la identidad de Jesús
proceden exclusivamente del Padre. De este modo, en nuestra cultura la paternidad no
significa meramente la consciencia de que el hombre tiene un papel en la generación de un
niño sino que supone que el papel masculino se interpreta como la función generativa y
creadora.
Tanto el Génesis como el Corán revelan que existe solamente un principio de
creación que se manifiesta en los niveles divino y humano y sólo un Dios que creó al mundo
por sí mismo; la divinidad es creatividad y potencia, es lo que anima al universo y es implícita
o explícitamente masculina. Cuando Dios crea al primer hombre, Adán, le otorga el poder de
continuar la creación por medio de su simiente sin referencia al pincipio femenino. Asimismo,
el Génesis es el registro de una sucesión genealógica exclusivamente masculina que
establece minuciosamente quién engendró a quién.
De este modo, el papel masculino en la procreación refleja en el plano finito el
poder de Dios al crear al mundo, por lo que se puede afirmar que las doctrinas monoteístas
constituyen la expresión más plena de la teoría popular monogenética de la procreación. En
razón de la alianza estructural y simbólica entre Dios y los hombres éstos comparten su
poder, de modo que su preeminencia parece ser algo natural. Al mismo tiempo, se establece
una asociación entre las mujeres y la tierra, como materia utilizable para las creaciones de
los hombres. En el orden patriarcal, en conclusión, la articulación simbólica y sistemática
entre las ideas acerca de la concepción y la concepción de la divinidad conduce
inexorablemente a la glorificación del padre.
Desde esta perspectiva, es importante recordar que el descubrimento
trascendente en nuestra cultura no ha sido la confirmación de la relación fisiológica existente
entre un hombre y su hijo sino el reconocimiento de la aportación de la mujer a la
generación. Aunque von Baer descubrió el óvulo en l826, la naturaleza de su estructura y su
función se debatió en los círculos médicos y científicos a lo largo de todo el siglo XIX. En
general, se sostenía que el óvulo contenía esencialmente material nutricio. Con el
redescubrimiento de la genética de Mendel en el siglo XX se pudo conocer que incluye la
mitad de la dotación genética del futuro hijo y, por lo tanto, establecer que tanto el hombre
como la mujer participan esencial y creativamente en la reproducción desde el punto de vista

9
Delaney, Carol, “The Meaning of Paternity and the Virgin Birth Debate” en Man (N.S.) Nº 21.

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genético, a lo que se añade, de manera asimétrica, el hecho de que la gestación y el parto
tienen lugar en el cuerpo femenino.
Sin embargo, esta teoría no fue asimilada en el mundo occidental hasta la mitad
del siglo XX, lo que da cuenta de la discrepancia que existe entre el conocimiento científico y
las teorías populares. En la actualidad éstas se manifiestan aún en las explicaciones que se
dan a los niños acerca de la procreación (la célebre historia de la “semillita”), en el lenguaje
teológico e incluso en el de la academia y de la vida cotidiana. El conocimiento científico,
que demuestra el carácter bi-genético de la procreación, aún no ha sido asumido
simbólicamente: los símbolos cambian muy lentamente y, en tanto están marcados por las
relaciones de poder y arrastran connotaciones imaginarias, la resistencia se explica porque
un cambio en los significados de la paternidad y de la maternidad representaría un
cuestionamiento de la definición de la diferencia entre los sexos que ocasionaría, a su vez,
modificaciones en el sistema socio-cultural que los había sostenido y legitimado.

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