Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Hada.
Por Barzi.
Cuando Seba nos contó lo que le pasó a la salida del cine Ambassador fue como si nos
hubiese llegado una señal a todos. Había ido con su viejo a ver Space Jam y en un momento
que el papá se distrajo, un tipo mayor se le acercó y le metió una fotocopia mal recortada en
el bolsillo: “Chicas en el Paraíso, Esmeralda 777”.
- ¿Querés ponerla flaco? – le dijo el chabón, le guiñó un ojo, se dio media vuelta y
desapareció.
Seba se sintió todo un hombre y al día siguiente vino ansioso a contarnos.
- Es ahora muchachos, ya tenemos la veta. – nos decía.
Los segundos en llegar fueron Rama y el Topo que eran vecinos y más tarde, como si se
cagaran en la puntualidad vinieron Pipa, Seba y Leo, caminando en línea, riéndose y
empujándose uno a otro a lo ancho de la vereda. Así todo el grupo se terminó de armar.
Ese 30 de marzo de 1996, para nosotros no fue un sábado normal, a esa hora tendríamos que
haber estado en la cortada jugando algún picadito, fumando un pucho a escondidas o
mirando por la tele lo que pasaba en Sierra Chica. Ese sábado, mientras un grupo de presos
se había amotinado y mantenían la atención en vilo del resto del país, seis pendejos del
conurbano, separamos las narices de la rutina por un rato, cansados de las pajas y cagados
hasta las patas juntamos el valor con el que veníamos amagando y decidimos dar un paso
enorme en nuestras vidas.
De la boca para afuera éramos todo, pero ese mediodía sentados en el banco de madera de
la estación de tren de Bernal, esperando que nos pase a buscar nuestro destino, nadie
hablaba. Los seis juntos como todos los días, pero solos como nunca.
Era habitual para nosotros escaparnos a la capital, lo vivíamos como una aventura.
Subíamos al tren, combinábamos con el subte y llegábamos a lugares que no planeábamos.
Podía ser la galería Bond Street a ver las vidrieras de los tatuadores o al Uggi´s frente al
obelisco a comer pizza y tomar coca. La ciudad nos gustaba porque era la entrada a nuestros
pecados, cada viaje hacia lo prohibido nos alejaba de los niños que éramos. Llegábamos
sólo para volver y volvíamos distintos.
Pero ese viaje tenía una adrenalina diferente. Me senté en los escalones de la puerta del tren,
agarrado a los estribos, con el viento rebotando de lleno en mi cara, con un cagazo terrible,
con algo que me brotaba en la cabeza y no me lo podía sacar. Iba a garchar y qué podía
saber yo sobre eso. Mi experiencia se resumía en unas fotos de alguna revista porno blanco
y negro y muy explícita, que escondía en el hueco de un árbol de la cortada o a una película
VHS que habíamos robado del videoclub “Hawái” y que nos pasábamos de mano en mano.
Una porno donde un plomero con una pija gigante se encamaba con la dueña de la casa a la
que le había ido a hacer un arreglo de la cocina.
Nunca, ni siquiera en los asaltos o en alguna de esas noches en que mis viejos me dejaban
salir, había estado con una chica. Nada de besos, nunca un amor de verano, de esos amores
que veíamos en las novelas juveniles de la tarde, nunca un “esa chica gusta de vos. “ Es
cierto que, alguna vez, pude haberme hecho el canchero con comentarios exagerados,
contando experiencias falsas de besos robados a escondidas, historias que siempre me
habían pasado con otro grupo de amigos diferente. Pero la realidad era que todavía seguía
siendo ese nene que disfrutaba ver en la tele a los Supercampeones y que relataba el nombre
de algún futbolista famoso cuando corría llevando la pelota en la canchita.
Viajé con miedo, con el corazón que amagaba y amagaba por reventarme el pecho y salir
volando. Cada vez que el tren paraba en alguna estación entre Bernal y Constitución me
tentaba en saltar, salir corriendo y después ensayar algún chamuyo que funcione como
excusa. Pero no, la edad que me apuraba y además la gastada que iba a llevarme de parte
del resto se convertían en una combinación que evitaba que retroceda.
En el subte fue igual, subimos en Constitución y estuve con la cara pegada a la puerta todo
el trayecto. No había nadie más que nosotros, teníamos a disposición una línea de asientos
entera, pero nos quedamos parados y en silencio.
Sentía muchas ganas de mear, de esas que cuando querés hacer no te sale, sentía necesidad
de vomitar, necesidad que el tren no llegue nunca, pero llegó. Nos miramos. Me hubiese
encantado quedarme inmóvil y que el subte arranque, pero no, bajamos casi por impulso, al
unísono, atolondrados. La estación era Lavalle, y de ahí directo al “Paraíso”.
Apenas salimos de la boca del túnel se nos abalanzaron un montón de tipos, para ofrecernos
los servicios de chicas de todas las formas inimaginables y con una variedad de propuestas
para nosotros incomprensibles. Con todos esos hombres encima, le vi la cara a Seba y lo
noté un toque decepcionado, supongo que se habrá creído que lo habían elegido de entre el
resto por algo particular que el tenia y nosotros no.
Nos tironeaban de un brazo y del otro, como peleando por un tesoro, pero ya nos habíamos
comprometido con ese Paraíso y el tipo, al que Seba buscaba y buscaba desesperado, pero
que no aparecía. Sin embargo, en una movida que no vimos venir, el más insistente de todos
nos llevó engañados por otro lugar, y ahí se terminó nuestra fidelidad.
Este nuevo fulano, nos abrió el portón de un edificio, también sobre Lavalle pero a otra
altura y nos acompañó hasta el quinto piso
El silencio en el ascensor fue aterrador. No tenía ni pelos en la pija y estaba a punto de
coger por primera vez. Cuantas veces había soñado con este día, pero por dentro sabía que
lo había soñado distinto, en mi habitación a la salida del colegio, con mi primera novia, con
la primer chica a la que le iba a dar un beso. Nunca así, con una puta, que no conocía y que
seguramente se me iba a cagar de risa en la cara al ver que era un pendejo virgen.
En cambio, cuando entró la última se iluminó mi espacio. A diferencia de las otras dos, ella
se mostró tímida, pero segura y eso la volvía hermosa. Apenas se presentó salté disparado,
valeroso como soldado en primera fila. Decidido a enfrentarme a mis miedos con ella como
aliada.
- Yo paso con vos. – le dije con la voz firme e imponente para que nadie se me
adelantara.
Nunca fui un chico con valor, pero sabía que si iba a ser ese el momento, tenía que ser con
ella. Esa seguridad en mi voz duró un segundo, porque cuando me agarró de la mano y
sonriendo me llevó a la habitación, me volví a desarmar. Con ese mismo miedo que siempre
tuve para hablar con las mujeres y con la poca fuerza que me quedaba le dije, como si no se
hubiese dado cuenta:
- Es mi primera vez. -
Ahí estaba yo, con los brazos sueltos al costado de mi cuerpo haciendo presión, mientras
rascaba con las manos mis piernas. Sentía frío en todos lados menos en mi cara sonrojada que
ardía. Hada sonrío tierna.
Hada tenía un cuerpo joven, firme, una piel muy suave y unos rulos negros y largos que
olían a Plusbelle de Manzana. Yo era un nene pálido y debilucho con piernas flacas casi
ridículas.
Con movimiento torpes, me bajé los pantalones y los arremangué a la altura de los tobillos,
me quedé parado con las medias y las zapatillas puestas. Ella me ayudó con la remera y
cuando me tocó por primera vez sentí electricidad. Los calzoncillos me los bajé solo.
- Acostate – me susurró.
Me apoyó la mano en mi pecho frío y acompaño mi cuerpo hasta que quedó recostado. Las
únicas veces que me había puesto forros fueron para hacerme las pajas de lujo y me costaba
bastante, Hada lo hizo enseguida.
Ella fue la primera mujer que vi sin ropa, mi primera experiencia en concretarse, por eso
agradecí para adentro cuando me dijo que le deje todo a ella. Hada en ningún momento se
sacó el corpiño ni siquiera cuando tímidamente se lo pedí, así que no le vi las tetas, y no se
lo sacó porque quería propina y yo no tenía más plata, aunque se la hubiera a cambio de
nada. Más cuando me agarró las manos y entre la tela de su ropa me dejó que le apriete los
pechos y sienta sus pezones. Yo siempre estuve quieto mientras ella me movía como un
titiritero mueve los hilos de su muñeco, me movía para que recorra su cuerpo. Reposada
arriba mío, brillaba acompañada de una luz tibia que entraba por las rendijas de la persiana
de madera de su ventana y que se movía de atrás hacia adelante al ritmo de su cuerpo. Hada
se sentía tan bien como se sentían los baños de inmersión en mi casa. Adentro de ella estaba
cómodo.
Su seguridad era lo que necesitaba en ese instante para contener mis miedos y el tono dulce
de su voz resonando en mi cabeza que tornó más especial la situación cuando apenas
terminamos de coger me preguntó mi nombre.
- me llamo Manuel. – le respondí.
Sacó un lápiz de abajo del colchón y escribió Manuel en la pared de madera. Arriba de una
lista de otros 10 nombres más, me anotó primero entre todos los que yo creía que habían
pasado por ahí. Manuel, quedó sellado en su pared con un trazo en su letra tan lindo como
su rostro.
Para mi estar con Hada fue especial, como creo que fue para ella estar conmigo, por eso
anotó mi nombre primero entre todos. Fue especial, porque siguió siendo buena conmigo
mientras yo me levantaba los pantalones, porque no me apuraba cuando me ponía la remera
y por el beso que me dio en la mejilla antes que vuelva a la sala y cierre la puerta de su
habitación.
Afuera me esperaban mis amigos que en realidad esperaban a Hada, porque después de mí
pasaron por ella y mientras yo estaba sentado en silencio, no podía concebir que ellos
tuvieran plata y se la cojan sin corpiño, o que me saquen el primer lugar del podio de los
nombres. Estaba celoso, porque había sido importante todo lo que había pasado y no tenía
ganas de que el resto de mis amigos tuvieran esa misma experiencia, experiencia que yo
sentía mía. Me preocupaba por todos menos por Rama que entró con la primera en
presentarse, porque no quería esperar más, ni comer un plato “ya comido”. Al salir esa
bronca se fue borrando, Hada no sólo no había escrito el nombre de nadie en la pared, sino
que ni siquiera les había preguntado cómo se llamaban.
Afuera del paraíso, mientras volvíamos, otra vez hubo silencio, pero uno totalmente
distinto. Un silencio en donde cada uno procesaba su experiencia en forma particular. En mi
sobrevolaba esa idea que me había acompañado al inicio de mi aventura y que funcionaba
como duda, que se cayó a pedazos una vez tomada la decisión. A partir de ahora, la presión
de haber estado por primera vez con una mujer sin haber estado nunca con una mujer se iba
a volver la condena de mi consciencia, condena con la que iba a tener que aprender a
convivir de ahora en más.
Nos separamos en la YPF, en el mismo lugar donde empezamos esta historia. Antes de
despedirnos fumamos un último cigarrillo entre todos. Cuando llegué a mi casa ya era tarde,
mi papá miraba en el noticiero como Osvaldo Bazán contaba que los líderes del motín
negociaban las condiciones para la rendición y que todavía no se sabía a ciencia cierta
cuantas víctimas había, ni cómo estaban los rehenes, lo saludé a él y después a mi mamá
que preparaba la cena, llené la bañera y me dispuse a darme un baño de inmersión.