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cuando era chico, antes de ir a dormir, y que formaba parte de una antología de
Si tuviera que empezar por algún lado, empezaría por mi casa. Ese día
era mi cumple de diez. Los papelitos con los colores de Boca Juniors
adornaban las rejas de la entrada. Mamá iba de acá para allá, llevando y
trayendo las fuentes que volvían cargadas de pizza como por arte de magia,
El calor era infernal esa tarde, y estábamos muy lejos de ser de esas
familias con pileta que pueden darse lujo de zambullirse en el patio de su casa
cuando nos llamaron a comer éramos una mugre, una mezcla de transpiración
y de barro que venían a ser sobre nuestros cuerpos una misma masa
compacta. Mamá rezongaba al vernos llegar en ese estado. Decía que éramos
mesa.
dijo en voz alta, para que todos escucharan. Después de eso me cantaron el
Yo sabía que era para darme plata: todos los cumpleaños el abuelo me
ratonear, y no me iba a dar para la merienda del recreo o cosas por el estilo.
“Usa la plata que te dio el abuelo”, hubiera sido la excusa. Porque una vez
había pasado, y desde que el abuelo se enteró nunca me quiso dar más nada
frente a nadie.
acerqué empezó a hablar de cuando papá y el tío Rafa eran chicos. «Si me
con picardía, como sabedores de un secreto que solo ellos poseían, y se reían
tan fuerte que el resto de la mesa se quedaba callada. Mamá les susurraba que
habían llamado. Quería volver con mis amigos, pero también quería mi plata.
ojos. Entonces supe que no habría regalo. Mejor dicho: mi regalo, ese bollito de
arriba del armario, para que no pudiera alcanzarla), una petaca de whisky y el
viejo sombrero de ala ancha que usaba para ir a trabajar. A las siete de la
venir, argumentando que lo nuestro era “cosa de hombres”, y que además ella
manejaba sin sacar la vista del frente, ni siquiera para dar o recibir un mate.
Nadie hablaba. Cualquiera hubiera dicho que esos tipos compartían una
silenciosa complicidad, de esas que solo otorga la convivencia y que se afilan
con los años. En realidad, no tenían nada que decir. Solo quedaba mirar el
demasiado para que no se entrara la tierra. Así pasaron las horas. Lentas.
Insoportables.
Esteros, y que había oído nombrar reiteradas veces esa semana. El trayecto
que nos llevaba al lugar era repetitivo y monótono: un sol abrumador que se
Plaza de Mayo. Tras unos minutos mi tío cambió de frecuencia hasta dar con
un programa que pasaba chamamé. Así era, entonces, en nuestro pueblo: las
noticias del mundo se veían lejanas e inalcanzables, y parecía que nunca nos
iba dando lugar a otro, similar, casi idéntico, en el que el pasto y el agua se
repasador. Era casi mediodía, y no pasó un alma por la ruta en todo el tiempo
desconfianza.
Al rato subimos e hicimos un trecho más, bastante corto, hasta dar con
comerciantes de la zona. En ese momento los esteros, lejos de ser una reserva
natural, eran un refugio ideal para bandidos, hombres sin ley que se refugiaban
decía. Era una gran zona liberada, una especie de paramo o desierto que latía
“parque provincial”.
Pero en los días de los que hablo, el lugar estaba muy lejos de toda
nada, llevándose las pieles de las bestias a manera de trofeo. En casa había
varios yacarés embalsamados, que habían ido llenando la mesita ratona junto
condiciones.
intercambiar unas pocas palabras y ponerse al día, nos hicieron señas para
que bajáramos. Papá me puso las botas de goma, unas botas nuevas y
peregrinado. Avanzamos con las botas de goma por ese colchón flotante que
increíblemente descalzo. Hasta que dimos con la canoa y nos dejó solos, sin
Apenas nos metimos en el agua, Papá sacó una petaca que traía
áspero y fuerte del whiskey, como a madera, mi primer instinto fue escupirlo
todo a un costado, sobre la laguna. Los demás se reían. «Ya te vas a dar
No sé cuánto tiempo estuvimos ahí arriba. Años más tarde, supe que
pasamos tres días y dos noches en los esteros ese fin de semana (lo cual
explica las bolsas de dormir y la carpa que cargamos antes de salir a flote). Sin
las nubes negras de los mosquitos que nos picaban sin descanso.
Avanzábamos en silencio por las islas, para no espantar a las fieras, pero
nunca faltaba algún comentario molesto del tío Rafa, al que el alcohol le había
decidió probar suerte con una garza mora que estaba de lo más tranquila en
una orilla, para entretenerse y “afilar la puntería”. El tiro le salió para cualquier
largo tiempo.
Ni siquiera quería hacer ese tonto viaje. Para distraerme, me esforzaba por
mirar a través del reflejo. Las cabezas de los árboles hundidos me hacían
vislumbrar un mundo oculto bajo el agua, con hombres con cabeza de pescado
Hasta que divisamos un yacaré que andaba solo, medio metido entre los
pajonales. El primer instinto de todos fue dejar a un lado los remos y guardar
silencio. Ni siquiera el tío hablaba, y su cara relajada había dado lugar a una
seriedad absoluta. La corriente nos fue acercando hasta que quedamos casi en
Como si fuera otra versión del mismo yacaré, pero un poco más triste. Había
escopeta hacía la derecha, apenas unos centímetros. Pero papá me agarró del
el gatillo. Y la bala salió, disparada. El yacaré apenas dio unos pasos inútiles y
igual que antes, solo que ahora estaba muerto. Al moverse, había quedado a la
dijeran al respecto. Sentía que lo que había hecho era cobarde. Cobarde,