Está en la página 1de 9

La sombra del yacaré

“¿Alguna vez mataron un elefante? Yo sí. Y no me alcanzarán los años

ni la vida para dejar de arrepentirme”. Así comenzaba un cuento que leía

cuando era chico, antes de ir a dormir, y que formaba parte de una antología de

relatos infantiles. Era un libro mágico, con ilustraciones de piratas y sultanes, e

historias de aventuras que sucedían en países lejanos. Una puerta a otro

mundo. Y ese comienzo, no sé por qué, me quedó grabado. El protagonista

había conocido el horror que implica matar a un animal sagrado, y había

quedado marcado. No. Yo nunca maté un elefante. Pero maté un yacaré… y

siento que no me alcanzarán los años ni la vida para dejar de arrepentirme.

Si tuviera que empezar por algún lado, empezaría por mi casa. Ese día

era mi cumple de diez. Los papelitos con los colores de Boca Juniors

adornaban las rejas de la entrada. Mamá iba de acá para allá, llevando y

trayendo las fuentes que volvían cargadas de pizza como por arte de magia,

mientras yo jugaba a la pelota en la calle con mis amigos de la escuela. Las

chicas jugaban en la pieza de mi hermana, donde podían pasar largas horas, y

nunca sabíamos bien lo que hacían ahí adentro.

El calor era infernal esa tarde, y estábamos muy lejos de ser de esas

familias con pileta que pueden darse lujo de zambullirse en el patio de su casa

o en su quinta de los alrededores. La tierra se nos pegaba a las zapatillas,

adentro de las medias, en los calzoncillos y en la cara, de manera que para

cuando nos llamaron a comer éramos una mugre, una mezcla de transpiración

y de barro que venían a ser sobre nuestros cuerpos una misma masa
compacta. Mamá rezongaba al vernos llegar en ese estado. Decía que éramos

una manga de impresentables. «Y una que los peina pa’ la foto…» se

lamentaba con las vecinas, mientras intentaba me sacudía el polvo de la

camisa. Las amigas de mi hermana, por su parte, llegaban hechas unas

duquesas, todas perfumadas, y entre risas y cuchicheos se sentaban en la

mesa.

En un momento Papá propuso un brindis. Estaba como siempre en la

cabecera, sentado junto al abuelo y el tío Rafa. «Mi hijo ya es un hombrecito»,

dijo en voz alta, para que todos escucharan. Después de eso me cantaron el

feliz cumpleaños y cortaron la torta. Mientras todos comían el abuelo me hizo

señas para que me acercara.

Yo sabía que era para darme plata: todos los cumpleaños el abuelo me

regalaba unos pesos a escondidas, como si en realidad me estuviera

apretando la mano. Tenía la idea de que si papá se enteraba después iba a

ratonear, y no me iba a dar para la merienda del recreo o cosas por el estilo.

“Usa la plata que te dio el abuelo”, hubiera sido la excusa. Porque una vez

había pasado, y desde que el abuelo se enteró nunca me quiso dar más nada

frente a nadie.

Pero el abuelo estaba bastante copeteado ese día, y apenas me

acerqué empezó a hablar de cuando papá y el tío Rafa eran chicos. «Si me

habrán hecho calentar estos pendejos», decía, acordándose de las macanas

que se mandaban. Papá y el tío no decían nada. Por momentos se miraban

con picardía, como sabedores de un secreto que solo ellos poseían, y se reían

tan fuerte que el resto de la mesa se quedaba callada. Mamá les susurraba que

bajaran un poco el volumen, pero ellos seguían en la suya. Cada tanto me


sacudían, y hacían chistes que no llegaba a entender. No sabía para qué me

habían llamado. Quería volver con mis amigos, pero también quería mi plata.

Hasta que el abuelo me agarró del hombro y me habló mirándome a los

ojos. Entonces supe que no habría regalo. Mejor dicho: mi regalo, ese bollito de

billetes que yo esperaba ansiosamente cada año, se había evaporado para

convertirse en otra cosa.

El domingo de esa semana me despertaron bien temprano. Papá tenía

el mate preparado, y había amontonado una serie de artefactos de lo más

variados arriba de la mesa de la cocina. Entre ellos estaban la caña de pescar,

una sombrilla agujereada, botas de goma, la escopeta (que guardaba siempre

arriba del armario, para que no pudiera alcanzarla), una petaca de whisky y el

viejo sombrero de ala ancha que usaba para ir a trabajar. A las siete de la

mañana nos pasaron a buscar en la camioneta del abuelo. «¿Y la caña?» le

preguntaron al verlo cargando tantas cosas. «Nunca se sabe» respondió papá.

El tío lo ayudó a subir todo a la caja y después de eso salimos. Desde la

ventanilla despedimos a mamá y a mi hermana, que lloraba sin parar porque no

la dejaron incorporarse a nuestra expedición. Papá le había dicho que no podía

venir, argumentando que lo nuestro era “cosa de hombres”, y que además ella

era muy chica y se iba a aburrir.

El viaje arrancó en silencio, por la ruta semivacía y destartalada. El tío

Rafa iba en el asiento del acompañante y era el cebador designado. El abuelo

manejaba sin sacar la vista del frente, ni siquiera para dar o recibir un mate.

Nadie hablaba. Cualquiera hubiera dicho que esos tipos compartían una
silenciosa complicidad, de esas que solo otorga la convivencia y que se afilan

con los años. En realidad, no tenían nada que decir. Solo quedaba mirar el

paisaje y bajar la ventanilla: un poco para que el calor no sofocara, pero no

demasiado para que no se entrara la tierra. Así pasaron las horas. Lentas.

Insoportables.

Ciento cincuenta eran los kilómetros que separaban a Mercedes de

nuestro destino: ese territorio misterioso que llamaban simplemente Los

Esteros, y que había oído nombrar reiteradas veces esa semana. El trayecto

que nos llevaba al lugar era repetitivo y monótono: un sol abrumador que se

posaba de manera omnisciente sobre las plantaciones de tabaco y los

yerbatales. En un momento el abuelo prendió la radio, y el mutismo habitual dio

lugar a una voz distorsionada. Un relator comentaba el reciente bombardeo a

Plaza de Mayo. Tras unos minutos mi tío cambió de frecuencia hasta dar con

un programa que pasaba chamamé. Así era, entonces, en nuestro pueblo: las

noticias del mundo se veían lejanas e inalcanzables, y parecía que nunca nos

iban a tocar. O tal vez era mi familia, a la que la política no le interesaba.

Después de dos o tres canciones mi abuelo se cansó y volvió a apagar la radio.

Y otra vez el silencio (y otra vez el hastío).

Yo a todo esto miraba por la ventanilla. Poco a poco, el paisaje agreste

iba dando lugar a otro, similar, casi idéntico, en el que el pasto y el agua se

intercalaban cada vez más, como en un juego de espejos. En un momento me

quedé dormido y cuando desperté tuve la sensación de que estábamos

avanzando sobre el aire. La ruta destartalada ahora era un camino de tierra, un

hilito que avanzaba trastabillando sobre el agua, entre esas porciones

gigantescas de tierra pantanosa que, ahora sabía, se llamaban humedales.


Me quedé largo rato pegado al vidrio, mirando como las nubes y el cielo

se reflejaban y se confundían con el agua.

Hasta que la camioneta se detuvo. Papá y el tío bajaron las cosas y

almorzamos sentados en la caja. Comimos unos sánguches de queso y salame

que mamá había dejado cuidadosamente preparados y envueltos en un

repasador. Era casi mediodía, y no pasó un alma por la ruta en todo el tiempo

que estuvimos ahí. A la orilla del camino, una familia de carpinchos se

dedicaba mansamente a tomar sol, tendidos en el barro. Nos miraban con

desconfianza.

Al rato subimos e hicimos un trecho más, bastante corto, hasta dar con

el rancho de un poblador. Era un conocido del abuelo, un pescador que vivía

seguramente de cazar nutrias o pescar surubíes y vendérselos a los

comerciantes de la zona. En ese momento los esteros, lejos de ser una reserva

natural, eran un refugio ideal para bandidos, hombres sin ley que se refugiaban

en sus aguas pantanosas para evitar ser condenados, o al menos eso se

decía. Era una gran zona liberada, una especie de paramo o desierto que latía

en el corazón mismo de la provincia. Y si bien varias organizaciones ya

pugnaban porque se lo convirtiera en una reserva, eso no sucedería hasta

1983, año en que el gobierno correntino elevó las tierras a la categoría de

“parque provincial”.

Pero en los días de los que hablo, el lugar estaba muy lejos de toda

regulación. La gente de la capital y los alrededores entraba y salía como si

nada, llevándose las pieles de las bestias a manera de trofeo. En casa había

varios yacarés embalsamados, que habían ido llenando la mesita ratona junto

al televisor. Y en medio de todo eso había personas como el amigo de mi


abuelo, que vivían de lo más tranquila, lejos de toda preocupación (más que la

de sobrevivir, claro). Yo no podía creer que alguien viviera en esas

condiciones.

Mi abuelo bajó y se saludaron. Habían hecho la colimba juntos. Tras

intercambiar unas pocas palabras y ponerse al día, nos hicieron señas para

que bajáramos. Papá me puso las botas de goma, unas botas nuevas y

relucientes que me había comprado para la ocasión. El anciano nos prestaba

su embarcación para que hiciéramos la travesía, con la condición de que le

compráramos algunas pieles y le diéramos algo de tabaco. El abuelo rezongó

con esto último, pero igual aceptó.

Empezaba ahora la aventura por la que tantos kilómetros habíamos

peregrinado. Avanzamos con las botas de goma por ese colchón flotante que

es la esencia misma de los esteros. El anciano nos guiaba, entre pozos

engañosos y las matas de los pajonales que me daban en la cara. Iba

increíblemente descalzo. Hasta que dimos con la canoa y nos dejó solos, sin

decir nada. Cargamos nuestras cosas y salimos.

Apenas nos metimos en el agua, Papá sacó una petaca que traía

escondida en el bolsillo de la campera. Todos los integrantes de la

embarcación tuvimos que tomar un trago, incluyéndome. Cuando sentí el gusto

áspero y fuerte del whiskey, como a madera, mi primer instinto fue escupirlo

todo a un costado, sobre la laguna. Los demás se reían. «Ya te vas a dar

maña…» decía el abuelo. Papá y el tío empezaron a remar.

No sé cuánto tiempo estuvimos ahí arriba. Años más tarde, supe que

pasamos tres días y dos noches en los esteros ese fin de semana (lo cual
explica las bolsas de dormir y la carpa que cargamos antes de salir a flote). Sin

embargo, los recuerdos de ese viaje se confunden en mi mente y confluyen en

un solo y largo día, con el sol en su máximo esplendor quemándonos la cara y

las nubes negras de los mosquitos que nos picaban sin descanso.

Avanzábamos en silencio por las islas, para no espantar a las fieras, pero

nunca faltaba algún comentario molesto del tío Rafa, al que el alcohol le había

soltado la lengua. A su paso, las aves salían espantadas.

Como nuestro objetivo no aparecía y los ánimos se aquietaban, Papá

decidió probar suerte con una garza mora que estaba de lo más tranquila en

una orilla, para entretenerse y “afilar la puntería”. El tiro le salió para cualquier

lado, pero el disparo quedó resonando en el aire vaporoso de los esteros. La

garza salió volando, de lo más elegante, y no volvimos a ver garzas por un

largo tiempo.

Yo ya no aguantaba el calor ni las picaduras de los mosquitos. Quería

estar en mi casa, leyendo mi libro de aventuras. No me gustaban los esteros.

Ni siquiera quería hacer ese tonto viaje. Para distraerme, me esforzaba por

mirar a través del reflejo. Las cabezas de los árboles hundidos me hacían

vislumbrar un mundo oculto bajo el agua, con hombres con cabeza de pescado

que caminaban y vivían su vida normal entre los helechos.

Hasta que divisamos un yacaré que andaba solo, medio metido entre los

pajonales. El primer instinto de todos fue dejar a un lado los remos y guardar

silencio. Ni siquiera el tío hablaba, y su cara relajada había dado lugar a una

seriedad absoluta. La corriente nos fue acercando hasta que quedamos casi en

línea recta con el animal, estancados en la orilla de enfrente. Papá tomó la


escopeta y la puso en mis brazos. Yo agarré el arma, de la misma manera en

que me habían enseñado, y empecé a apuntar.

El yacaré, al decir de mi abuelo, estaba “regalado”. Contemplaba la

tarde desde la otra orilla, y ni siquiera había reparado en nosotros. Además,

estábamos en un brazo bastante estrecho de la laguna, por lo que entre la

bestia y nosotros mediaban apenas unos diez o quince metros. Yo lo

observaba desde el visor, y me parecía en ese momento el animal más

inofensivo del mundo. No le quería disparar. Como si fuera poco el sol

empezaba a esconderse, y su sombra se alargaba de una manera extraña.

Como si fuera otra versión del mismo yacaré, pero un poco más triste. Había

algo en esa sombra que me llamaba.

Me apuraban. Inconscientemente, empecé a correr el caño de la

escopeta hacía la derecha, apenas unos centímetros. Pero papá me agarró del

brazo y tomándolo con fuerza lo redirigió hacia mi objetivo. Y entonces apreté

el gatillo. Y la bala salió, disparada. El yacaré apenas dio unos pasos inútiles y

desesperados, intentando huir, y quedó ahí, tendido bajo el sol de la de tarde

igual que antes, solo que ahora estaba muerto. Al moverse, había quedado a la

vista el nido con sus huevitos a medio hacer. Estaba anidando.

Inmediatamente sentí culpa y arrepentimiento. Las voces de los otros

resonaban en mi interior, pero no podía escucharlas. No importaba lo que

dijeran al respecto. Sentía que lo que había hecho era cobarde. Cobarde,

cobarde, cobarde. Y aunque lo intentaba, no podía dejar de mirar al animal

muerto, cuya sombra se alargaba hacia nosotros. «Buen tiro, hijo…» me

felicitaban. «Buen tiro».


- ¿Pero qué pasa?

Las lágrimas se me escapaban ahora, en un llanto desconsolado.

Cerré los ojos.

Después todo se vuelve acuoso.

También podría gustarte