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28 anécdotas en

150 palabras

Abuelo

C uando oigo hablar de la playa, en mi cabeza solo veo a mi abuelo meterse en el mar,

mientras el sol radiante hace brillar las olas y su murmullo se mezcla con el cantar de las gaviotas.
Abriéndose paso entre las aguas, él se aleja cada vez más, sin pausa y sin prisa, como si siguiera un
camino. Quiero ir tras él pero no puedo, soy muy chiquita y es peligroso. Creo entender por qué se
va, porque aunque solo veo su espalda haciéndose más pequeña, lo único que emana de él es una
plenitud inmensa, un placer que no puede compararse con nada más que el sentirse uno con el mar.
A mí me asusta su profundidad pero él, sin saberlo, desafía todos mis miedos con cada paso que da.
Ya no siento temor, porque cuando las olas me abrazan, sé que mi abuelito está abrazándome
también. 

H ace unos quince años fuimos con mi abuelo y mi hermano a pasear a un shopping.

Estábamos de vacaciones y como premio por aprobar todas las materias nos llevo. Recuerdo que
fuimos a los videojuegos, merendamos y paseamos por una feria en donde me regalo un dije que al
día de hoy conservo. Pero más que nada recuerdo aquel día por la manera en la que terminó.
Para volver a casa tomamos un colectivo que luego de veinte minutos comenzó a ir por un camino
diferente: ¡habíamos tomado otro ramal!. Tuvimos que bajar y esperar otro que nos llevara a nuestra
ciudad (nos demoramos una hora más de lo normal).
Al llegar a casa nos encontramos con la policía . ¡Había sucedido un robo en nuestra ausencia! De
haber tomado el ramal correcto quien sabe lo que habría pasado. Cada tanto recordamos la anécdota
del colectivo erróneo por dicha razón.

M i abuelo paterno solía hacer uso de  un vocabulario poco coloquial sin medir la capacidad

de comprensión de su interlocutor. Así fue aquella vez en la quinta, en la que me encontraba yo


dando mis primeras pedaleadas en triciclo,  tratando de tener dominio, tomar seguridad, velocidad,
con mi nuevo vehículo, probando diferentes superficies, sobre lajas, pastos, terrenos irregulares. 
Después de un rato, necesitaba volver al camino que rodeaba la casa, para descansar de tanto
ajetreo. Al girar en una de esas vueltas tranquilas y placenteras,  apareció mi abuelo sentado en una
silla, queriendo tomar sol, lo que provocó mi inmediato desvío para no atropellarlo. Como pude
resolver la situación sin inconveniente, volví a dar la vuelta, ya sabiendo que tenía que esquivarlo.
Cuando llego al lugar, dispuesta a realizar el ya estudiado desvío, mi abuelo me mira fijo y me
pregunta:  -Estorbo?.  Paralizando mi andar y sin entender quién era Torbo, le dije: -no sé, no lo
conozco.

M i abuelo materno era un rumano de baja estatura y ojos grises. Arribó en barco a

Argentina, y en tren a Entre Ríos. Allí conoció a Paulina quien le enseñó castellano y juntos
formaron una familia. 
La casita ya era un hogar con tres revoltosos niños y un local muy pequeño al frente. Se dedicó al
expendio de estampillas, artículos de filatelia y fabricación de sellos para usar con lacre. Todo olía a
tabaco, madera y cera de abejas.
Un día el cura párroco le encargó al abuelo Samuel traer desde Buenos Aires imágenes de santos y
vírgenes. 
A las pocas semanas la pequeña vitrina exhibía estampitas de San Miguel Arcángel, Santa Rita y
San Cayetano. El primer pedido fue un gran éxito entre los feligreses. Una tarde mi abuelo creyó en
los milagros, cada imagen comprada por cinco centavos se convertía en  veinte centavos moneda
nacional.
 

M i abuelo era un tipo parco. 


Era muy difícil, por no decir casi imposible, arrancarle una sonrisa al viejo.  Por las tardes,
preparaba su mate con cedrón para luego sentarse en silencio, hermético, debajo de los árboles del
patio; ritual que nada ni nadie logró interrumpir, salvo su muerte. Siempre lo acompañaba su perro,
"El Chiquito": un pekinés tuerto con tan pocas pulgas como él que apenas me dejaba acercarme a la
tertulia. Cuando Chiquito estaba de buen humor o dormido, yo lograba arrimarme; me sentaba en el
piso bombardeado por los ciruelos y me quedaba callado, suspendido en ese momento, a la espera
del mate compartido con mi abuelo. 

E stás en la plaza jugando. Tenés 5 años, quizás un poco menos. No hay mucha gente

alrededor. Tu piel es suave, tu pelo también, tus ojos. Tu abuelo te mira desde unos metros de
distancia. Su piel no es tan suave, su pelo se fue, sus ojos tienen miedo. Trepás por uno de esos
juegos que son una estructura de caño, un poco despintados. "Cuidado, nene", te dice tu abuelo y su
voz proyecta inquietud. Sin embargo seguís, probando tu cuerpo, tu fuerza, torciéndote un poco las
muñecas, las rodillas: estás experimentando lo que pueden tus pequeños brazos sin saber que esa
voz, la de "cuidado" va horadando, lentamente, como una gota liviana y persistente.
Ese día no te vas a caer del juego, no te vas a romper nada, ni la boca, ni las manos. Eso vendrá
después y no será en un accidente. Pero recordarás aquel momento como el nacimiento de una voz
que durante toda tu vida te dirá "cuidado" cada vez que quieras hacer una nueva pirueta.

H acía frío, igual habíamos organizado unas vacaciones a la casa del abuelo, preocupada

porque estaba solo y  lejos, fui a convencerlo para que venga a vivir con nosotros a la ciudad.
Todavía recuerdo la sonrisa en su rostro, fue la única respuesta que recibí.
Esa noche, cuando todos se habían ido a dormir, me quedé husmeando en un  baúl que encontré,
lleno de recortes y diarios muy viejos, todos hablaban de lo mismo: "El famoso robo de Canelones".
Entre las fotos de los "muy" jóvenes asaltantes, reconocí el rostro de mi abuelo.
Los días que siguieron, decidí ponerme a arreglar el jardín de la casa, que desde que murió la abuela
parecía un baldío.
El día de nuestro regreso , el frío era intenso. El abuelo nos saludaba desde la puerta con su sacón
de pana color ciruela. Yo llevaba en mis valijas unas deliciosas conservas y un secreto bien
guardado.

Baldío

L a única que sobrevivió fue la bebé. Alguien - algunos - reventaron a los Sarnic:papá, mamá,

hijo mayor, el menor. El perro. Les tiraron cal.El pozo en el baldío ya estaba. Sólo hubo que
matarlos y tirarles cal por el olor.
Era el mismo cráter que se inundaba cuando llovía mucho y parejo. Siempre en la misma esquina.
Era el mismo agujero, en el mismo baldío, dónde nos metíamos a nadar. Era el mismo pozo donde
los "grandes" del barrio - mi hermano y sus amigos - enjaulaban sapos. Nunca supimos quién era el
dueño hasta que alguien que no jugaba de local lo compró y levantó un edificio. Nadie le dijo nunca
lo de los sapos. 

E l baldío de allá la esquina:

 
Lugar de ambulantes circos sin éxito, con payasos de dudosa procedencia. 
 
Estoicamente súbdito de feriantes exóticos y hippies de ficción. 
 
Cementerio de mascotas, animales, cosas perdidas, cosas que queremos perder y cementerio de
otras de anónima categoría.
 
Con suerte a favor, alguna vez llegó a ser potrero...cuna de "fulbitos" sublimes con zapatillas rotas y
pechos pelados sin camiseta.
 
Albergue de siestas transitorias de albañiles; ring de la escuela 8 y de la "privada". Basurero de todo
aquello que nos avergüenza tirar en nuestra propia basura.
 
Su nombre lo condena, eternamente baldío, abraza en silencio algún sueñito malogrado o un
proyecto precoz. Vulnerablemente asfixiado por gente rota, gente incapaz de ver su pulmón
enfermo.
 
El baldío no merece estar allí, por eso, ayer lo mudé.

  E ran las vacaciones y mi  mamá y mis tías se cansaban cada vez más temprano de

escuchar nuestros gritos y correteos en la casa. Todas las tardes llegaba  la sugerencia: " ¿ Por qué
no salen a jugar a la calle?". Y allí íbamos, mis dos primas más grandes, que estaban por finalizar la
primaria, mi hermanita y yo, a continuar con las risas, la mancha, la "escondi" en la vereda. Una
tarde nos alejamos algo más de lo permitido y decubrimos un baldío. Tenía las tapias algo
desprendidas y se podía entrar. Entramos lentamente, cuchicheando entre nosotras, sofocando risas,
caminando con cuidado, desconfiando... Mi prima Marina se internó un poco más que nosotras...y
ahí lo vimos! Casi se nos paró el corazón: un hombre había salido de quién sabe dónde y se dirigía
directamente a ella, que ni lo había visto.  Quedamos petrificadas ...hasta que ella lo vió y de
inmediato giró y empezó a volver corriendo tan rápido como podía hacia la tapia. Fue lo que detonó
nuestro escape! Corrimos con la sangre helada en las venas y el corazón golpeándonos más fuerte
que nuestras zapatillas en el asfalto hasta llegar a casa.
Nunca dijimos nada,  pero mi mamá y mis tías siempre estuvieron extrañadas de que ya no
quisiéramos salir a jugar en la vereda.

Baúl
C uenta la leyenda, que allá, por los años 30 en el barrio de la Siberia, existió un cantor de

tangos que se escabullía por las calles de adoquines mal iluminados para adentrarse en los zaguanes
de aquellas mujeres de las cuales se enamoraba. Cuentan que se lo vio por ultima vez, caminando
sigilosamente por los tejados de alguna de esas casas, llevaba un pequeño baúl de madera labrada.
Cuentan que hace poco, en el baldío que esta entre el boulevard y la fabrica de soda, el casero, un
viejo renegado de la vida enmudeció. Cuentan que cuando abrió el baúl comenzó a sonar el tango
"la ultima copa" y el farol de un zaguán se ilumino a lo lejos.
Cuentan, son cosas que se cuentan...

Canelones

S egún pasan los años, digo que la vida se diluye y a mí me cuesta cada vez un poco más,

crecer. Hasta diría que la vida ya sin los canelones de salchicha de mi abuela materna, va perdiendo
la gracia. Sin dudas, ella se enoje si es verdad que desde algún lado me escucha. Ya no tengo
abuelos, ni abuelas. Dejé de ser nieta, y eso no es poco. La mesa de domingo ya no es más que una
escena petrificada en la quietud de una foto a la que tengo que sacarle el polvo para verle el brillo.
Pero no voy a desviarme de los canelones de salchicha que mi querida Bethy servía en un plato
celeste, solo para mí. A la única nieta mujer y a nadie más. Nos entendíamos con la mirada y aunque
mamá le pedía una y otra vez que no me cumpla los caprichos, porque yo debía comer lo que había
como todos; ella me esperaba con el plato celeste y una sonrisa. Me decía "mi tesorito", yo la
llamaba "mi tesoro", y la receta de los canelones sigue siendo el único secreto que no me contó
antes de irse. 

A maba los canelones de mí abuela , veía a mí padre comer una fuente grande de horno .

Siempre había dos rellenos unos de acelga o espinaca y otros de jamón y queso ,por arriba llevaban
una salsa que se elaboraba desde la mañana con carne cortada a cuchillo , hago memoria y todavía
huelo ese aroma.
La nona se fue en 16 de agosto de 1997 , y pasaron muchos años hasta volver a comer canelones,
fue cuando quien les habla 10 años después puso manos a la obra e intento recrear los canelones
exquisitos . La masa era similar , los rellenos cambiaron su composición se innovo con carne picada
salteada  ,y la salsa nunca volvio a sentirse en esta casa. Cambiaron las formas pero los recuerdos
siguen tan presentes como si fuese ayer cuando la veía en la mesada cocinando con ese amor para
nosotros, su  familia, que compartió hasta sus últimos momentos en vida .

Ciruelas

L as ciruelas, frutas jugosas si las hay. Con diversos tonos y sabores.

Eran las que nos mantenían expectantes cada verano. El patio de la casa de mi abuela se vestía de
colores brillantes que pertubaban el verde follaje. El morado, el amarillo y el naranja eran los
protagonistas de esa fiesta visual.
Dormir debajo a la sombra de los ciruelos era imposible. Las risas, los juegos y la tentación de subir
a los árboles siempre prevalecía entre los primos, el piedra papel y tijera definía quién era el
afortunado, de alcanzar las más ricas e inalcanzables frutas.
Lo más divertido era la competencia de quién comía más de ellas, el perdedor debía cumplir una
prenda. Los retos ante la bulla no se hacían esperar.  Así el patio quedaba en silencio por minutos,
hasta que alguno comenzaba la corredera otra vez y a contar porque comenzaba el juego de las
escondidas. 

¿ C onocés la ciruela gota de miel? Solo cuando termina el verano. Es muy rica. Un verano me

pasó con esa ciruela algo común y bastante usual. Ese verano fue diferente, como siempre, rica,
pero diferente. Llegó un viernes. Su cáscara parecía una noche de invierno a la noche. El carozo de
la ciruela era como la nuez de Adán en un hermano mayor o un primo más grande y que nos
llamaba la atención de niños. Nos esperaba. O no. Pero no pasa nada. Es como no es. El verano
terminaba y cascaba su nuez. Así fue ese viernes. Recuerdo cómo ese viernes llegó con sus tres
puñados de estaciones y lo que se necesita en cada una para llegar a la primavera: ciruela, lluvia y
miel. Me prometí: prepara el verano en el que vas a realizarlo todo. Y comí tantas que caí en cama
con la buena fiebre.

“ L a Lita”, chiquitita como su nombre, como sus ojitos, como su casita. La Lita, pequeña

como su vida, como el pueblo donde vivía, como el matecito con el que nos cebaba unos dulces que
acompañaba siempre con masitas porque, aunque la plata era poquita, las masitas para los chicos
nunca faltaban. En ese pueblito los veranos exigían ir por lo menos una tarde a visitarla, pobre
viejita que al final nos sacaba cagando porque nos comíamos las ciruelas directo de la planta, aun
calientes, o porque nos metíamos entre los yuyos del fondo abandonado a buscar huevos de gallinas
que, nunca entendí por qué, eran así de tontas y ponían huevos en cualquier lugar.
La casa de la Lita se cayó. Quedó un montoncito de ladrillos y barro. El ciruelo se secó. Ahora no
hay alambrado, así que las vacas del campo vecino mantienen el pasto cortito pero, si algún fin de
semana largo me lleva al campo y de casualidad paso por ahí, alguna magia traviesa hace que yo
todavía las vea, a su casa y a ella, sentada a la sombra, esperando la visita de los nietos.

Robo
D ormíamos. Era una mañana como tantas otras. De repente, escuchamos pasos y ruidos en el

pasillo de nuestro cuarto. Teníamos la puerta cerrada. No solíamos dormir con la puerta del cuarto
cerrada. Golpearon. Mi marido se asomó con precaución y ahí fue cuando forzaron la puerta para
entrar, mostraron armas, nos apuntaron, eran tres, querían dinero. Mi esposo, muy tranquilo y
pausado les preguntó si no los habían atendido abajo. Vale aclarar que vivimos arriba de nuestro
negocio. Claramente, por ahí habían entrado. Eran aproximadamente las 6 de la mañana. El negocio
es una pequeña empresa familiar. Ya habían golpeado a mi cuñado y habían atado a un empleado.
Yo me cubría con las sábanas, pidiendo a gritos que no nos mataran, que no le hicieran nada a mi
marido. Me quedé en mi casa y ellos bajaron nuevamente al negocio para continuar con su plan de
robo. Arrancaron todos los cables de los teléfonos para que no pudiésemos llamar a la policía. Fue
una experiencia muy traumática. Imagínense lo que puede ser despertar de esa manera.

R ecuerdo como si fuera hoy, aquella madrugada del año 2006, cuando ingresaron a mi casa

violentamente, unos cinco o seis malvivientes produciendo de forma violenta el robo a mi casa.
Arremetieron con lo que encontraron a su paso, saquearon un baúl, en el cual guardaba algunos
recuerdos significativos, como ropa de bebé de mi hijo, una medalla de su bautismo, algunas que
otras joyas que guardaba ahí. Fue tan traumático todo aquello que en vez de recuperar lo perdido,
decidimos ahorrar para irnos de vacaciones con la familia y disfrutar en lo que quedaba de aquel
año. 

u n día como cualquiera, a las siete de la tarde, nos encontrábamos con mi hermana atendiendo

el local familiar, ambas ensimismadas en nuestros celulares. Reinaba un silencio armonioso que era
acompañado por un dulce aroma a vainilla. Todos esto se ve interrumpido cuando dos hombres
armados entran a la tienda, yo que me encontraba detrás del mostrador me veo amenazada a punta
de pistola, mientras mi hermana esconde su celular entre las piernas. Los sujetos revuelven y
revisan todo el lugar, para luego acorralarme entre los dos para entregar todo el dinero en la caja.
Mis piernas temblaban y mis ojos no se apartaban del rostro del atacante que me apuntaba en las
costillas con una navaja oxidada, al hombre le faltaba un ojo, por lo que tenia un peculiar y
aterrador agujero negro en el rostro. Luego del suceso, cuando nos quedamos sin nada entre las
manos, mi hermana y yo nos levantamos aún asustadas, nos miramos a los ojos y soltamos una risa
sin pretextos.

E ran las siete de la mañana de un domingo, no recuerdo si estaba soleado o nublado. Bajo del

colectivo y avanzo apresurada, sin notar el alcohol en sangre. 


Camino por un lugar conocido, un lugar que frecuento desde mi niñez, mi barrio. Lo conozco, lo
siento mío y me relajo. 
De repente, percibo algo en mí espalda, un fierro. La persona detrás mío insinúa sin éxito que es un
arma, sin quererlo noto su mentira. Me intercepta, me amenaza y me golpea a pesar de no resistirme
a la situación que enfrento. Trato con gestos torpes de darle lo que me pide, siento miedo y dolor. Se
acerca otro hombre que baja de un auto blanco. Quiere quitarme otra cosa: mi campera. Sin
embargo confundo la situación, entro en desesperación, no estoy realmente en mi cuerpo. El
momento es caótico, pero cuando me siento desvanecer, simplemente, despierto.

Vacaciones
D urante las vacaciones de verano en la Patagonia, fuimos a laguna esmeralda y mi hermana

era la fotógrafa. Ella quería tomarme una bella foto, y en el trayecto de buscar un buen enfoque, se
tropezó con una piedra pero todo indicaba que había logrado establecer equilibrio, pero no fue el
caso ya que resultó que ese pequeño tropiezo se convirtió en una vuelta carnero delante de muchos
turistas.

E n la adolescencia la vacaciones son instantes que se evaporan. Será su fugacidad la que las

convierte en momentos ansiados durante largos meses y memorables durante otros tantos. Las
vacaciones familiares entretienen, se disfrutan. Aunque no hay vacaciones como la que se disfrutan
con amigos y amigas. 
Las películas a veces presentan aventuras inverosímiles. Qué las vacaciones se conviertan en una de
esas aventuras puede ser muy gratificante.
Tenía 15 años y no había vacaciones. Pero las vacaciones para algunas almas imprudentes y
temerarias sólo significan diversión y buena compañía.
Cuatro amigas de 15 a 17 años no creen en las crisis, con pocos ahorros se suben a un tren destino a
Mar del Plata. Un viaje improvisado. ¿La anécdota? La llamada con la única moneda de 0,25 para
avisar a la familia que estabamos bien, juntas y en la costa. El sonido del mar de fondo le dio el
toque.

E ran las 4 y pico de la madrugada cuando bajamos del micro en el pueblito escondido en la

selva. Tuvimos que refugiarnos bajo un techo de chapa porque la lluvia nos iba a inundar todo el
equipaje. Otra vez no habíamos comprado nada para picar y no importó cuántas veces nos sentamos
a organizar las vacaciones. Siempre cinco para el peso. Mientras luchábamos contra los mosquitos,
vimos un hombre caminando encorvado que se detuvo a mirarnos. Nos preguntó inútilmente dónde
podía cargar su celular. Le dijimos que éramos turistas. Se quedó a conversar con nosotros sobre su
vida y nos contó que estaba endeudado hasta la médula. Siempre tenemos un imán para que la gente
nos converse sus problemas. Nos quedamos hasta que paró de llover y nos fuimos al camping.
Como no dormirmos nada durante el viaje, decidimos armar la carpa y tirarnos a dormir.
Agitadamente me despertó Tere de la siesta. Cuando abrí los ojos, leí en la portada periódico del
pueblo: "Funcionario que debía 5 millones de usd se suicida en el puente del río".

U no de los días de mis vacaciones hace un año fue un día lluvioso.


Justo ese día fui a una entrevista de trabajo que al final salió mal, pero a pesar de que llovía a
baldes, mi perfecta apariencia formal se había visto corrompida, el viento helado impropio del
verano y mis ojos enceguecidos por la fuerte lluvia que heló mis dedos.. Me sentí libre como pocas
veces, libre como pocos se saben sentir.
Hay quienes le huyen a la lluvia, quienes gritan y corren por el asfalto brillante y repleto de charcos
en busca de un refugio, a mi me gusta alzar la cara al cielo y sentir la lluvia, respirar el fresco aroma
a tierra mojada y sufrir escalofríos por el viento.
El cielo estaba gris ceniza, algunos se quejaban mientras esperaban que el semáforo cambiara a su
favor, a mi por otro lado, ni siquiera me importó cuando un auto me salpicó.
Sólo me reí.

C uando tenía 9 años, durante las vacaciones de verano, fui junto con mi mamá y mi hermana

a una librería, ya que le habíamos pedido que nos compre temperas porque nos gustaba dibujar. La
librería tenía una sección de juguetes, y mientras mi mamá hablaba un poco con la vendedora, con
mi hermana fuimos a ver los juguetes. Entre esos juguetes habían dos piñatas, las cuales no se veían
desde el mostrador porque otros juguetes las tapaban. Entonces con mi hermana nos pusimos a
jugar a que cumplíamos años y hacíamos que tirábamos de la cuerda de una de las piñatas, pero no
nos dimos cuenta y tiramos fuerte de verdad, rompiéndola. Cuando nos dimos cuenta, tratamos de
hacer algo rápidamente. Lo único que logramos hacer es esconder la cuerda dentro de la piñata y
volvimos con mi mamá. Ella terminó de comprar y nos fuimos. Nunca le dijimos nada.

M e remonto a mi niñez contando una anécdota de vacaciones pasadas. Estábamos en  las

playas de Villa Gesell, donde el sol brillaba en su máximo esplendor calentando la arena como una
salamandra. Mi madre leía un libro bajo la sombrilla y nosotros la tropilla desbaratada de niños
de departamento saliendo a las corridas. La comandante de todas nuestras travesuras las dirigía
yo, mis dos hermanos varones me seguían. Cuando uno es chico todo es aventura y
despreocupación.
Arena en la cara, pelos revoloteados y una carrera para ver quién de los tres con palitas y baldes
hacia el pozo más grande.
Una tarde de esas que comente “bien calurosas”, nos alejamos un poco más de lo habitual de los
ojos vigía de nuestra madre e hicimos un plan, donde uno de los tres era el que debía hundirse. Así
fue que, el más chico gano todos los votos. Lo enterramos hasta quedar todo cubierto  de arena.
Propusimos agarrar nuestros baldecitos y  regresar con agua para sacarlo. Cuando retomamos la
vuelta, ya no nos acordábamos donde estaba nuestro pequeño hermano. La desesperación  nos
llevó a gritar bien fuerte  y solicitar auxilio a nuestra madre, que al escucharnos salió despavorida
en búsqueda del pobre Facu y con ella, una serie de vecinos de sombrillas que nos escucharon.
A lo lejos y a  unos pocos metros estaba ahí, en silencio. Esperando que sus hermanos, o sea,”
nosotros” regresáramos. Mi madre y todo el sequito de vecinos, lo desenterraron y comenzó a
llorar. Estaba ileso. 
Fue un final de  tarde que no miento cuando digo que… desesperante!!! 
Hoy en día nos acordamos y no podemos parar de reír juntos al recordar su cara en ese momento.

D omingo, seis de la mañana. El despertador me recordaba que mi día debía comenzar, tenía

una misión que cumplir.


Esta vez sí llegaría a tiempo a la panadería y podría comprar aquellas medialunas que tanto le
gustaban a mi abuela. Luego de varios intentos fallidos en los que llegaba cuando ya se habían
acabado, supuse que todo el barrio, que al parecer también era fanático de esas medialunas, no se
levantaría tan temprano un domingo y por fin lograría mi cometido.
Me puse las zapatillas con prisa y cerré la puerta sin hacer mucho ruido para no despertar a nadie.
La ilusión de ver la sonrisa en la cara mi abuela al descubrir la sorpresa en el desayuno, me
motivaba a apurar el paso. Sin embargo, la suerte no estaba de mi lado, una vez más. Al llegar al
lugar, leí con desolación el cartel colgado en la entrada: “CERRADO POR VACACIONES”.

C uando tenia 9 años mi tía me llevo de vacaciones al noroeste. Fuimos a pasar unos dias a la

casa de Doña Gregoria, que era la suegra de mi tía, era  una señora muy particular, tenía los cabellos
blancos,  miraba siempre con ceño arrugado parecía todo el tiempo enojada.  Mi prima y yo
pasamos unas vacaciones diferentes.  Un dia  cuando todos dormían la siesta hicimos un recorrido a
escondidas por toda la casa . Era una casa muy grande con muchas habitaciones vacías, en una de
ellas encontramos un viejo baúl. Era inmenso y esta decorado con bordes dorados, una llave gigante
sobresalía de una de las esquinas. No hizo falta hablar, la decisión estaba tomada, teníamos que
abrirlo. Con  sorpresa cuando pudimos abrirlo encontramos muchos vestidos de época, zapatos
altos, bajos, aros collares, peinetas y carteritas . Lo último que recuerdo es lo felices que fuimos
todo ese verano jugando a las princesas , ese baúl tenia algo mágico e inolvidable, ya pasaron mas
de 45 años, y lo recuerdo como si fuera hoy,  tan solo por haber sido una verano diferente que se
mezclo con los cuentos infantiles. Lo mejor de todo fue que la señora Gregoria nunca se dio cuenta
que su baúl secreto por las siestas jugaba a las princesas.

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