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La hostería
y otros cuentos extraños
Las espadas[1]
Corazón malherido
por cinco espadas.
FEDERICO GARCIA LORCA
Como han llegado a descubrir muchos de los que han ejercido ese trabajo, la
ronda postal era mucho más interesante de lo que podrían suponer los no
iniciados. La amenaza que pesaba sobre Robin, y que convertía su ocupación
laboral en algo permanentemente provisional, consistía en que los avances
tecnológicos podían hacer que en cualquier instante la entrega se efectuara
mediante una impersonal camioneta desde Corby, Nuneaton o algún otro lugar
todavía más remoto. Que el reparto se efectuara desde tales sitios alteraría todas
las direcciones postales volviéndolas absolutamente engañosas. Que Robin
tuviera su propia bicicleta podía servir de algo, aunque quizá fuera esperar
demasiado. Al llegar Robin, se le dijo que un cartero jubilado iría con él para
enseñarle los lugares. A Robin no le quedaba más remedio que llevar su bicicleta
de la mano, dado que el anciano ya estaba más allá de la edad en que le fuera
posible montar en cualquier cosa. El cartero jubilado también resultó ser un
pescador jubilado, y siempre estaba hablando del mar y del mercado del pueblo,
que llevaba ya largo tiempo cerrado.
Se encontraban en una región de caminos sin cuidar, límites vecinales nada
definidos y azarosas estructuras que se unían en ángulos nada coordinados.
Robin señaló una casita que se encontraba bastante lejos, justo donde el
terreno empezaba a ceder. El camino que llevaba hasta ella sólo había sido
cuidado en el tiempo de su creación; indudablemente, en el período de las
granjas dedicadas a criar gallinas posterior a la primera guerra mundial.
—¿Qué hay de ésa, señor Burnsall?
—Ahí no hay correo —dijo el viejo cartero y pescador.
Se estaba frotando la rodilla izquierda con su mano derecha. Tenía que
inclinarse mucho para conseguirlo.
—¿Quiere decir que la casa está vacía?
—No está vacía, pero no hay correo.
—¿Quién vive ahí exactamente?
—Ahí vive la señorita Fearon. Dicen que es bastante bonita. Linda como un
pájaro. Pero no recibe correo.
—¿La ha visto alguna vez, señor Burnsall?
—No puedo decir que la haya visto, Robin.
—¿Cómo sabe la gente que existe?
—¡Echa una buena mirada! —dijo el viejo cartero con paciencia, aunque no
se encontraba en una posición adecuada para señalar.
Robin, tal y como se le había enseñado, examinó el lugar con mayor atención
que antes. De la distante chimenea de la casa se alzaba un hilo de humo. Robin
pensó que no lo habría visto de no haber estado el día tan claro y porque no
soplaba el viento.
—A la señorita Fearon le gusta estar caliente. Siempre es igual, tanto en
invierno como en verano.
—Las mujeres son así —dijo Robin, sonriendo.
—Algunas mujeres, Robin —respondió el viejo cartero, que se había puesto
derecho por fin.
—Espero poder echarle un vistazo a la señorita Fearon. Quizá podría
visitarla con una Caja de Navidad cuando llegue el momento adecuado.
—No hacemos eso con gente como la señorita Fearon. No reciben correo, así
que no están obligados a nada.
—¿Tiene nombre la casa? —preguntó Robin.
—No lo tiene —replicó el viejo cartero—. ¿Por qué debería tenerlo?
—Para entregar el carbón —sugirió Robin, que todavía no se tomaba el
asunto demasiado en serio.
—Si es que lo quema... Quizá sale de noche y coge un poco de turba.
—No sabía que hubiera turba aquí —dijo Robin, aunque había pasado toda
su vida a unos diez kilómetros de distancia solamente.
Pero el viejo cartero ya había conversado demasiado esta mañana y se
encontraba a unos cuantos metros de él, volviendo a su hogar, mientras Robin
seguía mirando. Si Robin deseaba realmente echarle una mirada a la hermosa
señorita Fearon, al menos el anciano le había insinuado una posible hora para
ello. Mientras seguía la corpulenta silueta del anciano, casi le pareció sentir una
oleada de virilidad en su interior que se agitaba. Podía ser una sensación bastante
difícil de dominar, y en ello estaban de acuerdo todos los educadores.
Particularmente difícil resultaba la decisión de si el proyecto nocturno valía
la pena de verdad. Dos solitarios trayectos de diez kilómetros en su bicicleta por
entre la niebla; una larga y fría espera; lo obviamente poco digno de confianza
que era el relato del anciano (que éste, además, había definido claramente como
una serie de suposiciones) y, por encima de todo, lo extremadamente improbable
que era acertar con la noche o noches adecuadas. Hasta el momento presente
Robin ni tan siquiera le había planteado a su padre la inevitable escena de la
llave.
En cierto modo, resultaría mucho más inteligente, al menos como punto de
partida, acercarse a la casita a plena luz del día; pero a Robin le frenaba la
prominencia oficial de su cargo. Era casi seguro que habría murmuraciones si se
daban cuenta de que el cartero se encontraba en esas horas tan perceptiblemente
lejos de su ronda de reparto. La gente podía quejarse con bastante justicia de que
con ello se había retrasado frívolamente la entrega de sus cartas y paquetes; y
eso podía ser sólo el comienzo. En segundo lugar, Robin no deseaba que la
ocupante de la casa sospechara que sus únicas intenciones eran espiar y
fisgonear. En tercer lugar, si es que Robin pensaba ser honesto consigo mismo,
lo cierto es que no sentía ni la más mínima inclinación a que de pronto le
saltaran encima. ¿Qué defensa podía oponer a ello? ¿Qué excusa?
Los problemas, si su destino es éste, a menudo se resuelven por sí mismos
con más efectividad de lo que nos es posible a nosotros. Después de que Robin
llevara en su trabajo sólo siete semanas y media, apareció un paquete dirigido
sencillamente a la «señorita Rosetta Fearon». Era un cuestionario de las
autoridades del censo y todo el mundo acabaría recibiendo uno más pronto o
más tarde. El anciano, que había acompañado por doquier a Robin durante toda
su primera semana, veía de este modo que acertaba en tres asuntos muy
importantes: el nombre, el sexo y, al parecer, el estado civil. Por lo tanto, había
razones para suponer que probablemente también acertara en el cuarto y más
importante de los puntos. Robin sintió hervir en su interior una nueva oleada de
confianza. Por otro lado, ese mismo nombre, «Rosetta», sugería la imagen de
una persona mayor. El doctor Breeze había llevado una vez a sus hijos para que
vieran la Piedra Rosetta, clave de tantos asuntos. Estaba bastante cerca del
Colegio Real de Cirujanos, en Lincoln's Inn Fields, que había sido el objetivo
primario de la excursión. Al mismo tiempo, habían visto el busto esculpido de
Julio César, que había sido trasladado hacía ya tiempo.
—Nunca recibe nada —le confirmó la joven señora Truslove, que se
encargaba de dirigir a media jornada la oficina temporal de correos.
Lo cierto era que en el papel oficial no había otra dirección más precisa que
«Lastingham». El anciano también parecía haber acertado en cuanto a que la
casa carecía de nombre. Pero las autoridades del censo sabían que el
departamento de investigación de la oficina de correos era digno de confianza.
Todo el mundo lo sabe.
Me ha ocurrido algo extraño. Descubro que estoy casada con alguien a quien no conozco. Un
hombre, quiero decir. Su nombre es Paul. Es bueno conmigo y en cierto modo soy feliz, pero
tengo la sensación de que debería relacionarme con usted. Sólo pequeños mensajes de vez en
cuando. ¿Le importa? Nada más, en nombre de Dios. Eso debe prometérmelo. Quiero que me
lo prometa por escrito.
ROSETTA. ROSETTA FEARON
Robín examinó tan bien como pudo el mecanismo mediante el cual había
sido expelida la misiva. La tapa del buzón resultó no estar unida a la parte
superior, sino que giraba sobre un eje situado más abajo que posibilitaba colocar
una carta en tal posición que, con un poco de buena suerte, caería hacia fuera
nada más se tocara la tapa. La señorita Fearon había sido lo bastante afortunada
como para que la casa hubiera sido construida de ese modo. O quizá fue ella
quien lo adaptó de esta manera.
Robin sacó de su bolsillo un impreso de Entrega Imposible. Luego sacó su
lápiz oficial del interior de su gorra y escribió:
Siempre le habían dicho que firmara así y que no diera jamás su nombre real.
Metió el impreso dentro de la casa y comprendió que podía estar justo ante el
umbral de un romance; aunque, como empezaba a parecerle ahora, ese romance
fuera con una mujer casada.
Su corazón se había reunido con las alondras que colmaban el cielo. Empezó
a canturrear «Más cerca de Ti, Dios mío», el himno especial de su madre. Las
olas se estrellaban contra los acantilados con un nuevo impulso.
No fue hasta haber montado en su bicicleta y haber partido cuando se dio
cuenta de que el cuestionario de la señorita Fearon seguía en su bolsa. Lo
correcto hubiera sido regresar, pero con sólo eso conseguiría atraer sobre él más
chismorrees que con todo lo hecho hasta ahora. Metió el cuestionario en el
bolsillo de su chaqueta, junto con el resto de impresos. Después de todo, pensó,
seguía siendo un aprendiz.
—Está sonriendo —dijo la señora Truslove cuando volvió a la oficina
temporal de correos.
En parte, se trataba de una exclamación de sorpresa y de una acusación.
Esa noche, en su habitación, Robin leyó una y otra vez la extraña carta de
Rosetta Fearon, y terminó por depositarla bajo su almohada. Por la mañana el
estado del papel le hizo comprender que no podía hacer eso con la misma carta
cada noche. No importaba. Habría más cartas. Estaba tan seguro de ello como si
se lo hubieran garantizado personalmente.
Robin no hizo intento alguno de apresurar las cosas. Tenía ante él un camino
largo y traicionero, pero se dio cuenta de que al precipitarse podía perderlo todo.
No dijo nada a nadie; ni a la señora Truslove ni a su padre o su madre, ni a Nelly,
que era la segunda voz de su madre, y que últimamente empezaba a ser la
primera de forma cada vez más notable. El viejo cartero y pescador tenía el
cuerpo envarado por el lumbago. Bob Stuff, el mejor amigo de Robin, se había
ido a Stockport para vender seguros a domicilio. Además, Robin no le habría
contado a Bob algo semejante y Bob tampoco se lo habría contado a Robin.
Los siete días pasaron más pronto o más tarde y Robin se encontró una vez
más apoyando su bicicleta en el descuidado seto, pero esta vez el timbre
tintineaba impulsado por el temblor de su jinete. El problema era la fría lluvia de
finales de abril, que empapaba y lo dejaba todo helado. Robin llevaba el
impermeable de lona oficial que, o bien había sobrevivido a los carteros
anteriores, o bien había sido encontrado en la estación de salvamento después de
su evacuación. La señora Truslove nunca parecía saber exactamente cuál de las
dos cosas era cierta.
Robin recogió la segunda carta y se quedó inmóvil, sosteniéndola entre sus
dedos. La casa no le ofrecía protección alguna: no tenía baranda o porche, ni tan
siquiera poseía alero. Ese día, todas las alondras estaban ocultas en sus agujeros.
Las olas gemían arañando los acantilados.
Las palabras fueron haciéndose borrosas a medida que Robin las leía,
intentando protegerse los ojos del agua con un viejo pañuelo. Antes de que
hubiera terminado con ella, la carta se había convertido prácticamente en pulpa.
Además, el acto de leer requiere dos o tres veces más tiempo del normal cuando
llueve, incluso cuando la lluvia es ligera.
Robin tampoco tenía refugio alguno en el cual escribir su réplica o meditarla.
La lluvia goteaba de la circunferencia de su gorra. Cogió otro impreso y
garrapateó apresurado:
No puedo negar que a veces es agradable. ¡Si supiera más de él! Desearía confiarme a él sin
reserva alguna, pero eso es imposible. ¿Comprende qué le estoy diciendo, Cartero? A menudo
le veo luchando consigo mismo. No entiendo cómo entró en mi vida. Acepte estas confidencias
pero no espere nada más. Debo guardarle fidelidad, ¿no es cierto? Lo ha jurado.
Suya,
R.
El clima volvía a estar dominado por los céfiros y Robin cedió a un impulso
repentino. «Soy su más sincero amigo», escribió, sin añadir nada más y,
limitándose a la inicial, firmó «C.».
Las alondras cantaban siguiendo los latidos de su cuerpo; las olas susurraban.
Todo parecía tentarle para que echara una mirada, pero Robin tenía que volver a
su ronda. Ni esta semana ni la anterior había tenido ninguna obligación laboral
para venir hasta aquí, a no ser que fuera para entregar con retraso la
comunicación original que, probablemente, había desaparecido para siempre.
Antes de montar en su bicicleta, Robin examinó el reverso de la carta. La
semana anterior le había sido imposible hacerlo ya que la carta se había derretido
mientras la leía. Ahora, Robin vio que no había nada más escrito en ella. El que
esto fuera o no una prueba de que su relación avanzaba resultaba difícil de
averiguar; pero siempre se puede albergar alguna esperanza mientras nos quede
aliento y esa mañana, mientras se alejaba pedaleando, a Robin le quedaba mucho
aliento en su interior.
Cuando el sol pareció que iba a explotar, el ir en bicicleta por los caminos se
convirtió en un trabajo que hacía sudar; y el problema era que ninguna de las
bolsas de invierno podía contener todo el surtido exigido por los visitantes
semanales: botes de alimento infantil, frascos de antipirético, la peluca de la
abuela envuelta en papel de seda, arrobas enteras de tarjetas postales que
llegaban cada día de sitios idénticos con clima intercambiable. Si todos los
visitantes de un solo día se hubieran convertido en visitantes semanales, tal y
como deseaba el Consejo Parroquial, habría tenido que nombrar algún otro
cartero o cartera suplementario, y quizá incluso una motocicleta. Lo más
probable habría sido que se realizara la temida transferencia de entregas y que el
reparto se hiciera desde esa impredecible distancia. Robín seguía trabajando,
quitándose frecuentemente la gorra durante uno o dos segundos, posponiendo lo
inevitable.
Cuando hubo apoyado por cuarta vez su bicicleta contra el seto fronterizo de
la señorita Fearon, vio que todas las flores proclamaban la estación y todas las
espinas se habían movilizado. Se arriesgó a dejar su gorra en lo alto del seto y el
lápiz dentro de ella.
Se limpió la cara y el cuello con una mano y sostuvo en la otra la carta de la
señorita Fearon.
Se está comportando cada vez de forma más extraña. Aunque puede que no resulte extraña en
absoluto para aquellos que poseen la clave que yo no tengo. Sospecho que le gustaría
confinarme aquí. Hay desafíos incluso cuando me lavo el pelo. Y, sin embargo, siempre es tan
gentil, tan bueno conmigo. Puede que deba pedirle algo con el tiempo. Por el momento no me
haga preguntas ni me exija nada.
Suya con afecto,
R.
Y la inicial estaba seguida por lo que Robin sólo pudo identificar como un
beso; un beso solitario; una minúscula cruz de San Andrés[3]. Para aquel
momento Robin estaba a punto de sufrir un desmayo a causa del calor.
Cuando ascendió de nuevo por el maltrecho sendero que llevaba a la puerta
se tambaleaba, eso es cierto. Y también es cierto que se dejó caer en su sillín
como si el sendero pedregoso del exterior fuera la playa que se divisaba abajo.
Ciertamente, perdió toda noción del tiempo, toda cautela ante los ojos que
pudieran estar atisbando a lo lejos detrás de binoculares prestados, todo recuerdo
de los corazones que le odiaban por haber recibido un auténtico beso de papel de
la bella señorita Fearon.
Robin luchó por recobrar el control de su cuerpo y sus pensamientos. Tragó
un par de las píldoras tonificantes de efecto rápido que su padre siempre
distribuía entre su familia y a las cuales recurría él constantemente. Robin colocó
la gran saca postal de verano, fabricada por convictos reluctantes, bajo su cabeza
ardiente. Tenía la impresión de que el avance más claramente definible de toda
esa correspondencia se encontraba en esa expresión de afecto hacia su persona,
el cartero. ¿Qué otra cosa podía resultar más adecuada? Por fin, Robin logró
sacar uno de los impresos habituales de su recalentado bolsillo. El clima era
perfectamente adecuado para quemar sus naves. Robin se puso en pie para coger
su lápiz oficial y luego volvió a sentarse en el camino para escribir,
sencillamente:
Estoy tendida, aplastada por su peso, y me pregunto: ¿quién es? Nada de lo que hace por mí es
capaz de reconciliarme con él. Cartero, esto es lo que debo decirle: la felicidad duradera no
existe en ningún sitio.
Suya sinceramente,
R.
Y los dos besos de Robin habían sido recibidos y devueltos con otros dos. Se
fijó especialmente en que, por primera vez, no se le pedía que prometiera nada.
Nada en absoluto. O su palabra había sido aceptada o, por implicación, ahora se
le liberaba de sus pesadas promesas. Al igual que había ocurrido en lo tocante a
su carrera, se le dejaba en libertad para que decidiera según su mejor criterio.
¿Cómo era posible que ese hombre, Paul, no hubiera visto las respuestas ya
entregadas por el cartero, que nunca había guardado en sobres? Si las había
visto, ¿cómo era posible que no hubiera acabado con la mujer de la voz musical?
¿Cómo viviendo con tal hombre y, según afirmaba, no sabiendo casi nada de él,
tenía la mujer de la voz melodiosa el coraje de proseguir semejante
correspondencia con un cartero al que sólo había podido examinar, si es que
pudo hacerlo, desde alguna rendija? Inmóvil ante la puerta, a Robin se le ocurrió
la explicación más probable de todas. Sencillamente, quizá un hombre como éste
no supiera leer, y ésa debía de ser la respuesta.
Robin logró sacar otro de los familiares impresos de su bolsillo, junto con el
también familiar lápiz. «Viva conmigo en vez de con él», escribió. En ese
momento su brazo herido apenas si le permitía escribir algo más. Estuvo
meditando sobre la firma y acabó volviendo a la «C.». Eso parecía mejor; junto a
ella, una crucecita solitaria y casi austera.
El impreso, ya completado, siguió a la misiva oficial dentro de la casa.
Robin se puso nuevamente la gorra y cojeó hacia la puerta de la finca. Dejó
el paquete sobre el peldaño. Era algo que se hacía a menudo si no había otra
alternativa. Robin siempre podía volver más tarde en su bicicleta para ver si le
había ocurrido algo.
¿Dónde estaban ahora las alondras? ¿Qué había sido de las olas?
Cuando volvía a casa esa tarde, Robin se desvió (un buen trecho, además) para
echar un vistazo. Por lo que pudo ver, y se arriesgó tanto como podía exigírselo
el deber, el paquete había sido «recogido». Se imaginó que la hipótesis normal
del robo no encajaba demasiado en este caso. Quizá pudiera observarse la casita
desde lejos, aunque no fuera posible hacerlo con su fabulosa ocupante; pero no
había nadie que la visitara aparte del cartero. Esa sencilla probabilidad explicaba
en sí misma varios aspectos de lo ocurrido. Sin embargo, esta tarde apenas si se
podía distinguir la columnita de humo verde pálido. Un enjambre de mosquitos
habría manchado el aire de forma más perceptible.
Era posible que muy pronto Rosetta Fearon emergiera, con un atavío
totalmente distinto, para recoger turba.
Robín decidió que confiar en tal posibilidad sería, a la vez, poco sabio y nada
práctico.
Robin había guardado las tres cartas supervivientes en una caja roja hecha
con madera de betel, un regalo que su tío Alexander le había traído del Oriente
cuando era joven, y que entregó a Robin cuando cumplió los trece años.
Tío Alexander vivía jubilado en Trimingham. Su contribución permanente a
la vida era un incesante lamento sobre la estación de ferrocarriles de Trimingham
y toda la red de la M. G. N., que en tiempos había servido a la comarca de forma
tan brillante. Siempre hablaba de los vagones que pasaban, pintados de brillante
color amarillo, inmaculadamente puntuales, a cambio de unas tarifas totalmente
inocuas. Tío Alexander apenas si había salido de su casa desde que cerraron la
línea, pero ancianos de su generación solían visitarle cada noche para quejarse y
hablar del pasado. Dos de ellos habían trabajado con la M. G. N., en Mellón
Constable; otros dos habían estado en el departamento de horarios; había un
viejo que trabajaba en las vías, en el área de Aylsham y sus alrededores.
Hasta ahora Robin había sido incapaz de hallar un uso particular para la caja.
Jamás había imaginado que podría ser tan útil como en esta ocasión. Ahora la
caja se había convertido en una urna. Robin cubrió la última carta de la señorita
Fearon de abundantes besos; a cada momento estaba besando a la mujer que
había visto entre las inquietas multitudes de Lastingham. Desde luego que la
promesa contenida en las diferentes cartas no fue expresada de modo explícito, y
puede que incluso esa promesa fuera muy lejana; pero Robin sabía que de ese
modo obraban las mujeres atractivas. Para una mujer, hablar claramente era
consentir y admitir. Robin escondió la urna entre sus viejos pijamas y su chándal
para correr, los metió en su baúl y le dio dos vueltas de llave. Luego se quitó el
uniforme.
Durante todo ese tiempo oía cantar a su madre. Estaba haciendo la cena, todo
lo bien que le era posible sin la ayuda de Nelly. Nelly estaba pasando una o dos
semanas de vacaciones en las playas de Wash con una amiga suya, que sufría
una leve disminución física.
Esa tonada bailable de ritmo meloso era su favorita. Siempre volvía a ella.
Parecía que la estuviera cantando desde que Robin se encontraba en su cuna, que
en el pasado fue también la de ella y, por supuesto, la de Nelly en el período de
tiempo que quedó libre.
El padre de Robin estaba fuera esa noche, por razones profesionales o quizá
por el mero placer de variar.
Mientras cenaban, la madre de Robin habló sobre los varios hombres que la
habían admirado antes de que se casara. Cuando estaba a solas con Robin ése era
su tema invariable de conversación; algo que, después de todo, no ocurría
demasiado a menudo. En aquellos días estuvo trabajando en una fábrica de
productos farmacéuticos próxima al Támesis, y la habían ascendido varias veces.
Ése había sido un interés común que compartía con el padre de Robin cuando se
conocieron por primera vez. Si el padre de Robin estaba presente, su madre rara
vez hablaba de nada en particular, y tampoco lo hacía él. Es un hecho
oficialmente reconocido que quienes practican la medicina suelen ceder a la
melancolía. A decir verdad, el porcentaje de suicidios entre ellos es más elevado
que en cualquier otro segmento de la población. En el momento actual, la
responsabilidad de llevar adelante casi toda la conversación durante la comida,
así como en los demás momentos del día, recaía en Nelly.
Robin había pasado un día particularmente duro, tanto física como
emocionalmente. De normal, no habría tenido mucho apetito, sobre todo
teniendo en cuenta que aún hacía calor y su madre odiaba tener la ventana
abierta. Pero, sorprendentemente, devoró cuanto se le puso delante y luego pidió
otra ración. Mientras la engullía, su madre le contemplaba con el rostro
iluminado por la nostalgia.
—Rex tenía unas manos tan suaves... —decía.
Robin asintió. Una vez más, tenía la boca demasiado llena para las palabras.
—Y los brazos más preciosos que he visto.
—Me alegro por él —respondió Robin, que aún tenía cierta dificultad para
articular.
—Hasta llegar a los hombros.
—No como yo —dijo Robin, que ahora podía sonreír.
—Oh. Robin, niño, tú tienes unos brazos muy bonitos. Tú también los tienes
—afirmó la madre de Robin—. A menudo me pregunto de dónde vienen. Me lo
pregunto, sí, me lo pregunto.
—Hoy llevaron un paquete muy pesado, mamá.
—Es una vergüenza que debas trabajar tanto.
—Veo mundo, mamá.
— Ya es hora de que tengas una buena chica y un hogar propio. Debo pensar
en qué puedo hacer al respecto. Tengo experiencia, has de comprenderlo.
Al final, Robin se dedicó a frotar una rebanada de pan tras otra en el espeso
puré que nada más habría sido capaz de eliminar del plato.
— ¡Un cazador hambriento! —exclamó afectuosamente su madre.
—Tengo muchas responsabilidades, mamá.
Cuando, muy de vez en cuando, se le permitía estar a solas con su madre, los
sentimientos que experimentaba hacia ella variaban por completo.
Sin decirle ni una palabra a nadie, y sin el uniforme. Robin partió la tarde
siguiente en busca de una habitación para alquilar en Jimpingham. Tenía uno de
sus períodos de reposo y la señora Truslove le había permitido cambiarse en el
lavabo. También se había encargado de cuidar su uniforme hasta que llegara la
noche. Incluso le había guiñado el ojo.
Jimpingham era un pueblo muy parecido a Brusingham, aunque algo más
alejado del mar; posiblemente, unos quince o veinte kilómetros. Entre
Brusingham y Jimpingham se encontraba Horsenail, muy parecido a los dos
pueblos. Robin pensaba o, mejor dicho, tenía la esperanza de que en Jimpingham
nadie tuviera una idea muy precisa de quién era él. El acuerdo que tenía su padre
con los demás médicos excluía que practicara su profesión por aquella zona.
Tendría que correr el riesgo con sus compañeros, que eran mucho mayores que
él. Desde la casa de la señorita Fearon se podía llegar a Jimpingham sin
encontrar por el camino casi ninguna otra casa, aunque el camino no resultaba
demasiado directo.
Como pronto se verá, Robin lo había estado pensando todo lenta y
cuidadosamente. Si tenía que encargarse de Rosetta no podía llevarla a casa, con
sus padres y con Nelly. Una habitación en Lastingham no serviría de mucho; allí
le conocía ya todo el mundo y le marcaba su uniforme. Rosetta daba la
impresión de andar por el pueblo casi todo el tiempo y el alquiler estaría fijado
según los precios del veraneo. Lo que menos deseaba era tener que discutir y
decidir con Paul sobre quién se quedaba con el hogar existente en esos
momentos y, además, la necesidad podía surgir en cualquier instante. Si no había
ningún lugar razonablemente cercano en el cual Rosetta pudiera reposar su
cabeza, podía huir de inmediato a Londres o a cualquier otro sitio.
Naturalmente, la propiedad de la casita era un asunto que podía plantearse
más tarde, suponiendo que Robin estuviera realmente preparado para vivir con
Rosetta en el mismo lugar donde había vivido con Paul, pero en el intervalo
hacía falta algún otro sitio que resultara perfectamente discreto y no demasiado
caro, ya que el objeto principal de todo el asunto era darle refugio a un
maravilloso pájaro azul herido. Por suerte, cuando Robin estuvo en la escuela,
los chicos habían pasado todo el tiempo hablando sobre los nidos de amor que
existían en los diferentes pueblos, repasando todos los tipos de vivienda más o
menos honesta que había en ellos, ya tuvieran ventanas adecuadas o no. Es
probable que muy poco de esa charla se basara en una experiencia directa, pero
Robin confiaba en conocer los trucos más básicos. En cualquier caso, su
problema no era precisamente la timidez, sino algo menos fácil de expresar.
Robin estuvo examinando durante un rato Jimpingham antes de hacer su
primera intentona. Los visitantes tenían muchas cosas que ver sin que nadie les
pidiera cuentas por su presencia; estaban los restos de una gran bomba muy
adornada y un estanque verde pálido, en el cual quizá se hubiera alzado en
tiempos dicha bomba; un mojón que se decía estaba relacionado con el rey
Carlos II; la forja de un herrero, que ahora vendía objetos de recuerdo y miel de
panal; la tumba de la hermosa doncella en la parte vieja del cementerio y la del
doctor Borrow en la nueva. El doctor Borrow había sido un eminente predicador
y matemático local; se decía que procedía, aunque por una rama colateral, del
mismísimo Lavengro. Anteriormente, Robin no había tenido ocasión de
inspeccionar con atención ninguna de esas cosas.
La primera vivienda elegida por Robin llevó, casi inmediatamente, a una
embarazosa conversación de un carácter que él no consintió, aunque luego se dio
cuenta de que debería haber cedido. Se le había advertido de ello varias veces.
Puso fin a la conversación fingiendo ser algo retrasado; truco que sigue teniendo
su utilidad en las zonas menos sofisticadas del campo.
Hacía falta auténtico valor para intentarlo de nuevo; y más aún si sólo habían
transcurrido unos minutos y no era a muchos metros de distancia. Pero Robin
creía que no era valor lo que le faltaba, y esta vez escogió mejor, pues topó con
la servicial señora Gradey, una refugiada nada menos que de Dublín, que no
tenía hombre alguno detrás de ella y debía ganarse la vida. Había siete criaturas,
en ese mismo instante lejos de allí, en la escuela, pero la señora Gradey afirmó
que no harían ningún ruido ni causarían molestias. La señora Gradey se mostró
de lo más flexible en cuanto al precio del alquiler y también respecto a todas las
demás cuestiones que a Robin se le ocurrió plantear, como por ejemplo dónde
estaba el cuarto de baño más próximo. Incluso le prometió cocinar bistecs y
patatas fritas para el pobre pájaro azul, si llegaba a ser necesario y si los costes y
otras cosas similares podían resolverse de antemano.
Robin declaró que, por el momento, le gustaría alquilar el cuarto amueblado
por un mes solamente, dado que no sabía muy bien cuándo estaría libre el pájaro
azul para trasladarse a él. Dejó suponer que no pasaría mucho tiempo antes de
que tanto él como ella pudieran pagar una suite, un apartamento o todo un
edificio.
Tras su última experiencia en la mansión de Rosetta, Robin no vio razón
alguna para limitar sus visitas a una por semana o a la existencia de algún pesado
paquete que debiera entregar. Quizá nunca hubiera otro paquete. A la mañana
siguiente de haber cerrado su trato con la señora Gradey, le escribió una carta a
Rosetta mientras su madre le convocaba reiteradamente para que se tomara el
desayuno caliente en el piso de abajo. Dado que la ausencia de Nelly iba a durar
unos cuantos días más, había cogido de su habitación una hoja de papel para
cartas color rosa y había suprimido cuidadosamente la franja vertical de tallos y
hojas de brezo, usando las tijeras oficiales con que, teóricamente, se equipaba a
cada cartero.
«No aguardes más», escribió. Pero eso se parecía demasiado a una de las
canciones de su madre[4]; y Robin cortó también una tira horizontal de la hoja.
«Ven en seguida.» En ocasiones como ésta Robín, igual que todo el mundo,
podía demostrar que no en vano le habían obligado a estudiar a Shakespeare.
Ven en seguida. Te aguardo con todo mi respeto. Aquí está la dirección. Si hace falta, coge un
taxi. Actúa ahora. Ten confianza. EL CARTERO.
Robin sabía que una mujer en la posición de Rosetta estaría más dispuesta a
huir para ponerse bajo la protección de otra mujer, aunque ésta fuera una
desconocida. Por lo tanto, se había cuidado de explicar detalladamente la
identidad y el paradero de la señora Gradey. No podía ofrecer un número de
teléfono, porque la señora Gradey no estaba en condiciones de permitírselo. Sin
embargo, también estaba claro que en la vivienda de Rosetta no había teléfono;
no había nada salvo un hilillo de humo verdoso, minúsculo pero inmortal; eso y
silencio. Robin no añadió ninguna crucecita. El momento era demasiado serio
para eso.
Dobló la carta, la metió en el sobre color rosa que hacía juego con el papel
pero no lo cerró, pues era posible que se le ocurriera algo para añadir. Ante la
posibilidad de que sintiera deseos de volver a escribir toda la carta, tomó
también otra hoja de papel. Luego puso la franja de brezo recortada en el bolsillo
de su camisa para tener buena suerte. Estaría allí, junto a su corazón, hasta que
Rosetta acudiera a él.
Bajó corriendo la escalera, anhelando el desayuno por muy tarde que fuera.
—Tu padre no vino a casa la noche pasada.
—Eso no es nada nuevo.
Robin tenía la boca llena de huevos revueltos, bacon, media salchicha de
buey, tomate al horno y puré. En una mañana como aquélla, ¿qué importaba si el
desayuno se había enfriado? Tanto más fácil de tragar, estando las cosas como
estaban.
—A veces me preocupa.
— Nelly volverá pronto.
—A veces me preocupáis todos.
—Por mí no tienes que preocuparte, mamá.
La madre de Robín le miraba mientras comía. Hacía diez minutos que
tendrían que estar en su bicicleta, saliendo de Brusingham, pedaleando
duramente y recordando cuál era su ronda de reparto. La madre de Robin
empezó a llorar.
Era algo que siempre hacía, pero cuando se encontraban juntos, solos los
dos, cosa que raras veces ocurría, no por eso disminuía el amor que sentía hacia
ella.
—Oh, Robin.
Él dejó a un lado el cuchillo y el tenedor. De todos modos ya casi había
limpiado el plato; debía de haber conseguido un récord de velocidad,
ciertamente. Apartó el pesado tazón, sin molestarse en buscar el plato donde
reposaba. Luego se levantó de la mesa, cruzó la vieja pero familiar habitación, y
se apretó contra el ancho seno de su madre.
—De todos modos, tú eres mío —dijo la madre de Robin, llorando cada vez
más—. Mío, mío.
Robin posó su mejilla izquierda, recién afeitada como mandaban las normas,
sobre el cuello y la frente de su madre. Sus ojos, al mirar hacia abajo, veían sus
apretadas enaguas negras.
—Es una lucha tan grande —dijo la madre de Robin. Disolviéndose de
nuevo en el llanto.
—Un día lograrás huir de todo esto.
Dejó de llorar durante un segundo y miró a su hijo con expresión seria y algo
dura.
— ¿Lo piensas realmente? ¿Lo crees?
—Claro que sí, mamá. —Le propinó un abrazo de la clase extrafuerte—.
Ahora tengo que irme. Todas esas cartas, todos esos paquetes. Etcétera.
Antes de permitir liberarse, ella le dio un beso serio y concentrado. Estaba
cubierta de lágrimas. No dijo nada más.
—Adiós, mamá.
Corrió hacia su bicicleta para quitarle el candado. Su mano izquierda no se
apartaba de la carta sin cerrar y la hoja en blanco, ribeteada de brezos, que se
encontraba junto a ella.
Robin pensaba que no sería ningún problema, llegado el momento, apartarse
de su ruta para entregarla. ¿A quién le importaba esa mañana los viejos
telescopios agrietados, medio cubiertos de óxido o, quizá, incluso carentes de
cristales; las maltrechas cámaras Brownie o los corazones resecos cual hongos al
terminar su estación? Valía la pena perderlo todo si en esto consistía el amor.
Robin recorrió el caminillo como si tuviera todo el derecho del mundo a
estar en él y le impulsara un asunto oficial que solventar. Sacó su carta y la
convenció para que atravesara la extravagante tapa del buzón, como si fuera una
Última Petición de Gracia. Por primera vez, nada cayó del buzón al hacer eso.
Mientras se alejaba, apenas miró la casa, aunque sí comprobó la presencia del
tímido efluvio verdoso. Ahí estaba y ahí. no pudo evitar ese pensamiento, ¡ahí se
encontraba la babosa sobre el espino y todas esas cosas parecidas! De modo
totalmente inconsciente, mientras pedaleaba empezó a canturrear otra de las
canciones favoritas de su madre: «Novio lleno de ensueños. Novia llena de
fantasías. Ella es la dulce belleza que va junto a él. Cariño de su padre. Orgullo
de su madre».
Cuatro días después Robin estaba sentado, solo, en el cuarto que había
alquilado.
Se las había arreglado para visitar la morada de Rosetta cada mañana, pero
cada mañana había levantado suavemente la extraña tapa del buzón sin
resultado. No precisaba a nadie para comprender que Rosetta debía sufrir un
auténtico torbellino interior. Ya ni siquiera la veía corretear con expresión feliz
de tienda en tienda en Lastingham. Se enfrentaba a la crisis de su vida. Quizá no
hubiera otra crisis semejante para ella hasta que Robin tuviera un repentino
ataque al corazón o sufriera un colapso nervioso. Si todo iba bien, claro está.
La soledad de Robin no se limitaba meramente al cuarto. Estaba solo en la
casa. La señora Gradey y toda su progenie estaban fuera, buscando cosas. Era
algo que parecían hacer cada tarde, siempre que el tiempo lo permitía. Volvían
trayendo una sorprendente variedad de objetos, que la señora Gradey examinaba
la mayor parte del día, valorándolos comercialmente.
La señora Truslove le dijo a Robin que el viejo había muerto el día anterior.
Su enfermedad había ido empeorando progresivamente y el desenlace había sido
en realidad una liberación.
—Cuando la gente empieza a partir, se derrumban como árboles —observó
poéticamente la señora Truslove.
Mientras hablaba se dedicaba a clasificar el correo.
Sonó el timbre, prolongada y estruendosamente. Robin permaneció muy
tranquilo. La señora Gradey tenía visitantes a muchas horas, y lo mismo ocurría
con sus dos hijas mayores y el mayor de los chicos, que se llamaba Laegaire.
Robin había ya aprendido a no albergar falsas esperanzas.
Pero esta vez quedó muy sorprendido. En la puerta se hallaba Nelly, de
regreso de la costa y tan morena como un lobo de mar (o su equivalente
masculino), firme cual una roca.
—Voy a entrar —fue lo único que dijo en ese momento.
Robin permaneció inmóvil en mitad de la alfombra que había alquilado, de
un indistinto color marrón. Nelly vestía un florido atuendo de viaje.
—Es todo cuanto puedo permitirme —dijo Robin, sonriendo y señalando el
cuarto—. Es decir, por el momento.
—Espero que no tenga las piernas largas —dijo Nelly mirando hacia la
cama, que bien podría haber sido fabricada con roble ahumado.
—La verdad es que no lo sé —dijo Robin, aún sonriendo.
—¿Quién es, Robin? Será mejor que juegues limpio conmigo. Después podré
ayudarte en este asunto.
—Su nombre es Rosetta Fearon. No querrá decir nada para ti.
—¡Cómo que no! Es la buena pieza que anda dando vueltas por Lastingham
como si fuera la princesa del lugar.
El corazón de Robin, y no sólo ese órgano, le dio un vuelco en las entrañas.
Sólo entonces comprendió lo poco seguro que en realidad había estado. Le
harían falta uno o dos minutos para recuperar la confianza en sí mismo. Con
todo, una vez más el viejo cartero y pescador había tenido razón.
—¡Qué simplón eres! —dijo Nelly; ése era el tono habitual con que se
dirigía a él desde sus primeros tiempos de convivencia.
—¿No se lo dirás a la gente. Nelly?
—No. Pero jamás lograrás meterla en esa cama. Ni en ésa ni en ninguna otra.
—Eso no es lo principal, Nelly. En realidad, es lo único que carece de
importancia en todo esto.
—No —dijo Nelly—. No es lo único.
Robin la miró. Le llevaba ventaja a la gente y siempre se la había llevado;
empezando con su madre y, evidentemente, también con su padre. Nelly,
sencillamente, había nacido de ese modo.
—Siéntate, Nelly —dijo Robin con voz grave—, y, por favor, dime
exactamente lo que estás insinuando sobre la señorita Fearon.
De modo instintivo, Nelly tomó asiento en la única silla que se encontraba en
buenas condiciones. Ni tan siquiera le había hecho falta comprobar las otras.
Luego, se arregló la falda con un seco tirón, como si se encontrara en compañía
de un desconocido; en cierto sentido, Nelly siempre se encontraba en compañía
de desconocidos. Robin tomó asiento en el suelo, alzando las rodillas hasta
pegarlas al pecho.
—No es el tipo de mujer para eso —dijo Nelly —. Para empezar, fíjate en
cómo va vestida. Ropas así no han sido hechas para quitárselas.
—Creo que sabe vestir de un modo precioso.
—Son cosas que una mujer siempre nota —protestó Nelly—. Además, hay
algo raro en ella.
—¿El qué?
—Conoce a todo el mundo y en realidad no lo desea.
Robin permitió que sus piernas resbalaran un poco hacia adelante.
—¡Nelly! Honestamente, ¿puedes culparla de ello?
—Y nadie quiere conocerla a ella. Eso puedo asegurártelo.
—No sabrían qué decirle, en tal caso.
—Se encierra en su agujero y nadie sabe lo que hace allí.
Robin, desde el suelo, alzó la mirada hacia Nelly.
—Nelly, ¿cómo es posible que tú o alguien más lo sepa cuando nadie se
digna hablar con ella?
—Estoy hablando contigo, Robin. Puedes creerlo o rechazarlo.
Robín meditó durante unos instantes.
—Explícame una cosa —dijo por fin—. ¿Cómo me has descubierto? ¿Cómo
has encontrado este lugar?
Por primera vez Nelly sonrió..., y a Robin le pareció que en su sonrisa había
un gran afecto.
—Robin, todo lo que haces o piensas es un libro abierto para mí. Siempre lo
ha sido y siempre lo será. Ya deberías saberlo.
Robin meditó un poco más. Nelly ni tan siquiera le había visto desde que
alquiló la habitación.
—A veces todo esto me asusta. Lo admito.
—Robin —dijo Nelly con voz nerviosa o, al menos, lo parecía—, te aconsejo
que abandones todo esto y vuelvas a casa.
—Creo que la mayor parte de la gente se asusta alguna u otra vez —dijo
Robin, siguiendo con lo que había empezado a decir antes y recordando a todos
sus compañeros, formando un grupo compacto en su memoria, contemplando las
rompientes del mar.
—No es para ti, Robin —dijo Nelly; habló en voz muy baja y suave y quizá
por ello sus palabras sonaron todavía más apremiantes—. Vuelve a casa.
—No la he abandonado, Nelly.
—Entonces, ¿qué es todo esto?
El gesto de Nelly habría podido abarcar toda el ala dedicada a los huéspedes
en el palacio de Sandringham.
—Esto es algo adicional. Nada más.
Nelly le contempló fijamente, con cierta dureza.
—No es posible, Robin. Te lo aseguro. Debe ser una cosa o la otra.
Robin estiró las piernas y luego las cruzó en lo que se suponía era el modo
turco de sentarse.
—Ahora no puedo volver —dijo.
Intentaba con todas sus fuerzas parecer, al mismo tiempo, resuelto,
inconmovible y con un perfecto dominio de sí mismo.
—Desde luego, no puedes volver conmigo —dijo Nelly, como si las palabras
de él debieran tomarse en sentido literal. Se había puesto en pie y estaba
examinando el estado de sus medias, primero una pierna y luego la otra—.
Tengo que ayudar a mamá y si llegaras conmigo eso no serviría para nada, sólo
para que empezara a pensar. Sin duda te veré luego. Es decir, si no te
interrumpen antes. Ya he dicho lo que debía decir.
—No se trata de nada tan desesperado, Nelly —dijo Robin, sonriendo de
nuevo; esta vez requirió un esfuerzo—. Claro que me verás. Mi estómago
empieza a protestar. De todos modos, ¿cómo has llegado aquí? ¿Has venido en
tu bicicleta?
—Boulton me trajo desde Trapingham. Me está esperando.
—¿Dónde te espera?
—En el «Puñado de guisantes». Es otra razón por la cual no puedes viajar
conmigo, hermanito.
Boulton Morganfield no era de la región; procedía de un lugar cercano a
Coventry. No se parecía a nadie de la región.
—¿Te interesa Boulton?
—Ni en lo más mínimo, Robin, ni pizca. Ni una migaja de interés.
Esa vez Robin casi consiguió reír.
—Cuídate, Robin. Inténtalo.
Pero todo lo ocurrido tras esta conversación, indudablemente preocupante,
fue que Robin dejó pasar otra media hora más de su guardia oficial y luego
volvió lentamente a casa en bicicleta. Aunque estaba muy hambriento no serviría
de nada apresurarse. Preparar la cena siempre era algo que requería un largo
tiempo para su madre y Nelly, ya que esa labor siempre era interrumpida por las
confidencias. No había visto señal alguna que indicara el regreso de los Gradey.
La mañana siguiente, una carta cayó a los pies de Robin al abrir la tapa del
buzón de la señorita Fearon. Antes de leerla se desabrochó la chaqueta.
No puedo soportarlo más. Me confío a ti ahora, segura de que me tratarás con respeto.
ROSETTA.
12, 13, 14 de octubre.—Nada para contar, sino él; y de él, nada se puede contar.
(Me siento muy fatigada, pero se trata de la fatiga que sigue a la exaltación, no
del vulgar cansancio de la vida corriente; hoy advertí que no tengo ya sombra ni
reflejo.) Afortunadamente, mamá se halla destruida por completo (como dicen
los simplones irlandeses) a causa del viaje desde Ravena, y no se la ha visto
después de llegar. ¡Cuántas, cuántas horas pasan nuestros mayores en
recogimiento! ¡Qué contenta me siento de no haberme visto precisada a
experimentar jamás tal esclavitud! ¡De qué modo me regocija pensar en la nueva
vida que se despliega ante mí en el Infinito, el nuevo océano que ya besa mis
pies, el nuevo bajel con las velas púrpura y los remos rojos en el que embarcaré
en cualquier momento! En el tiempo en que uno se enfrenta a tan tremenda
transformación, ¡qué estúpidas son algunas palabras! Pero la costumbre de
usarlas se prolonga incluso ahora que a duras penas tengo fuerzas para coger la
pluma. Pronto, pronto, una nueva fuerza me poseerá, un fuego inconcebible; y el
poder de asumir la forma nocturna que yo anhele, o de volar a través de la
oscuridad. ¡Qué amor el suyo! ¡Hasta qué punto soy la elegida entre todas las
mujeres; y sólo soy una muchachita inglesa! Es un milagro, y yo entraré en los
salones de Esas Otras Mujeres orgullosamente.
Papá, tan acosado como está por mamá, no se ha dado cuenta de que no
como nada y de que sólo bebo agua; que en nuestras horrendas y odiosas
comidas, yo no hago otra cosa que fingir.
Créase o no, papá y yo visitamos ayer el Templo Malatestiano. Papá asistió
como un Visitante Inglés; yo (al menos por comparación con papá), como
Pitonisa. Es un hermoso edificio, entre los más hermosos del mundo, dicen.
Pero, en cuanto a mí, un particular esplendor yace en la noble y amorosa muerte
que alberga, y en el control que sobre ello siento crecer en mí. Estaba tan
desgarrada con mi nuevo poder, que papá hubo de ayudarme para regresar a la
taberna. ¡Pobre papá, agobiado, cual él supone, por dos débiles, inválidas
mujeres! Casi me apiadé de él.
Desearía tener a mi alcance a la bonita Contessina, y besar su cuello.
La primera vez que Colvin, que nunca fue de los que frecuentaban asiduamente
los teatros, oyó hablar de la gran actriz Arabella Rokeby, fue cierta noche en que
pasaba por delante del Hippodrome, y Malnik, el empresario de los Cómicos
Tabard, le invitó a pasar a su despacho.
De no haber sido Colvin galardonado con el premio Grant, lauro que no
puede compararse con los actuales, al componer, fundir y pergeñar un libro
relativo a las tiempo atrás florecientes industrias británicas dedicadas a la
minería de plomo y grafito, es harto probable que nunca se le hubiese ocurrido
poner los ojos en aquella tristona ciudad.
Concluido el té (que consistió en sardinas saladas y patatas fritas), Colvin
salió del hotel Emancipation, donde se hospedaba, para dar su acostumbrado
paseo vespertino. En cuestión de quince o veinte minutos habría dejado a su
espalda los faroles de gas, los adoquines graníticos y la aureola de los pozos. (La
minería de plomo y grafito había sido sustituida por la de carbón largos años
antes, como industria principal de la urbe.) Aparte de Colvin, nadie más tomó el
té y la señora Royd se encargó de patentizar claramente que las molestias
causadas por aquel huésped único no pasaron inadvertidas.
Afuera soplaba el viento y llovía con cierta intensidad, de modo que la calle
de Palmerston estaba casi desierta. El Hippodrome (bautizado, cuando se
edificó, con el pomposo nombre de Gran Teatro de la Ópera) se alzaba en la
esquina de la calle de Palmerston y la plaza de Aberdeen. Inmenso, adornado,
producto de una aspiración insatisfecha: la de que la población sentiría despertar
en su ánimo devociones enormes y sin cuento hacia las Musas, llevaba varios
años olvidado y sin usar. Al contemplarlo por primera vez, colgaban en torno al
edificio, como harapos, fragmentos de carteles rasgados: “¡Noches de regocijo!
¡Alegría! ¡Luz y color! ¡Seducción! ¡Atracciones!”
Pero varias semanas antes, el Hippodrome había vuelto a abrir sus puertas,
para albergar a los Cómicos Tabard (en asociación con la Junta de Bellas Artes)
y para que entrase, esa esperanza se tenía, un público numeroso. Los Cómicos
Tabard ofrecían espectáculos más honestos y tranquilos: una obra nueva y
respetable todas las semanas; normalmente, una comedia ligera o una pieza
dramática del West End, aunque representaron Everyman en una ocasión.
Malnik, el empresario y director de la compañía, un joven con calvicie
prematura, era toda una autoridad en el tema del teatro británico del siglo XIX,
sobre el que había escrito un librote enorme, que rebosaba infinidad de detalles,
meticulosamente verificados.
Colvin lo conoció una noche, en el bar del hotel Emancipation; y aunque
ninguno de los dos sabía nada respecto al otro, intercambiaron culturales
cinturones salvavidas, mientras se debatían por el océano de tedio e intereses
incomprensibles que les rodeaba.
Malnik se hospedaba en casa del rector, hombre de expresión siempre
apesadumbrada y que alquilaba habitaciones.
Aquella noche, tras ver levantarse el telón para que se iniciara el primer acto,
Malnik salió a la calle, al objeto de respirar un poco de aire fresco.
Experimentaba la imperiosa necesidad de hablar con alguien, tenía una cosa que
confesar a alguna persona y, mientras observaba la lluvia y la indiferente ciudad,
Colvin apareció ante su vista. Un momento después, Colvin se hallaba en el
interior del espacioso, pero medio desmoronado despacho de Malnik.
—Mire —dijo el empresario.
Revolvió un montón de papeles que tenía encima de la mesa y tendió a
Colvin una fotografía. Estaba amarillenta y rota por los bordes. La imagen del
retrato correspondía a un joven de mirada enérgica, con abundante, negra y
rizada cabellera y rostro de luna llena. Llevaba cuello alto, duro, y chalina como
la de Chopin.
—John Nethers —añadió Malnik. Luego, al ver que por el semblante de
Colvin no pasaba el menor conato de reconocimiento, explicó—: Autor de
Cornelia.
—Lo siento —repuso Colvin, y sacudió la cabeza.
—John Nethers era hijo de un químico de este pueblo. Algunos libros
aseguran que se dedicaba a la minería, pero se equivocan. Era químico. El
muchacho se suicidó a la edad de veintidós años. Pero averigüé que, antes de que
lo hiciese, había escrito seis obras por lo menos. Cornelia, la mejor de todas, es
una de las obras maestras del siglo XIX.
—¿Por qué se suicidó?
—La respuesta está en sus ojos. No es difícil verla. Cornelia se representó en
Londres, interpretada por Arabella Rokeby. Pero aquí nunca se puso en escena.
En la villa natal del autor no la han visto. He estudiado el asunto con atención y
estoy completamente seguro. Ahora vamos a ofrecer Cornelia para Navidad.
—¿No perderán dinero? —inquirió Colvin.
—Perdemos dinero en todas las funciones, viejo. Siempre, es algo inevitable,
claro. Y ya que es así, haremos algo sonado, algo cuyo recuerdo perdurará
mucho tiempo.
Colvin asintió. Empezaba a darse cuenta de que Malnik era hombre de ideas
fijas y su vida era una constante obsesión por el drama británico del siglo XIX y
cuanto comportaba.
—Además voy a poner también Como gustéis. En plan de complemento. —
Malnik se inclinó y habló muy cerca del oído de Colvin, mientras se sentaba en
una butaca de cuero del tamaño de un asiento de juez—. Verá, Arabella Rokeby
está en camino.
—¿Pero cuánto tiempo hace que…?
—Será mejor que no especifiquemos eso. La gente afirma que tales detalles
carecen de importancia en lo que se refiere a Arabella Rokeby. Puede interpretar
ese papel, según dicen. Probablemente no sea así. No del todo. Sin embargo,
piense en lo que significa. Arabella Rokeby en Cornelia. En mi teatro.
Colvin meditó en ello.
—¿La ha visto alguna vez?
—No, no la he visto. Naturalmente, ya no trabaja de un modo regular. Sólo
representa en ocasiones especiales. Pero en este negocio, uno ha de correr
riesgos a veces. ¡Y santo Dios, qué riesgos!
—¿Se muestra dispuesta a venir? En Navidad, me refiero —añadió Colvin,
que no deseaba manifestarse descortés.
Malnik pareció ligeramente inseguro.
—Tengo un contrato —dijo, y agregó—: A ella le encantará la idea, se
entusiasmará en cuanto llegue. Después de todo: ¡Cornelia! Y debe de saber que
el teatro del siglo XIX es mi especialidad.
Al principio, parecía haber estado animándose solo, pero le fulguraban ya los
ojos.
—Pero ¿Cómo gustéis? —se extrañó Colvin, que había interpretado el papel
de Touchstone en la escuela preparatoria—. Seguramente no podrá encargarse
del personaje de Rosalind.
—Era su mayor éxito. Por suerte, es posible interpretar el papel de Rosalind
a cualquier edad. Me gustaría poder contar con el viejo Ludlow para el personaje
de Jacques. Pero Ludlow no querrá.
Ludlow era el veterano de la compañía.
—¿Por qué no?
—Actuaba de pareja con la Rokeby en los buenos tiempos. Creo que temerá
que a la dama no le parezca que es el gran actor que solía ser en aquella época.
Se trata de un buen chico, pero tiene demasiado amor propio. Naturalmente,
acaso no le falten otras razones. Con Ludlow, uno nunca sabe a qué carta
quedarse.
El primer acto había terminado y bajó el telón.
Colvin se despidió de Malnik y reanudó su paseo.
Cuando el incidente tuvo lugar, Colvin se hallaba en camino para pasar tres o
cuatro noches en otra población, donde, en tiempos, la minería de plomo y
grafito tuvo su apogeo y donde necesitaba consultar una valiosa serie de
registros antiguos que había sido presentada a la biblioteca pública en la época
en que la principal compañía minera quebró.
A su regreso, emprendió a pie el ascenso de la colina desde la estación, a
través de una densa neblina, cargada de polvo de carbón y humo pegajoso, la
cual no parecía verse afectada ni disminuida por el helado vientecillo que,
aunque le congelaba a uno, daba la impresión de no soplar en absoluto. Había
nevado, y pequeños archipiélagos de fango blancuzco continuaban sembrados
por el pavimento, sobre el que chirriaban estrepitosamente las botazas de los
mineros. Los transeúntes masculinos iban abrigadísimos y se mantenían
silenciosos. Muchas de las mujeres se cubrían la cabeza con chales, al estilo de
sus abuelas.
La señora Royd no estaba en el bar y Colvin atravesó la sala con paso rápido,
hacia su antigua habitación, donde se puso un grueso jersey antes de bajar para
el té. La única compañía que tuvo consistió en un par de viajantes de comercio,
sentados a la misma mesa y que se afanaban con un montón de rebanadas de pan
con margarina, aunque comían sin pronunciar palabra. Colvin se preguntó qué
habría sido del señor Superbus.
Como de costumbre, Greta entró en el comedor con una tetera de fuerte
infusión y una bandeja de pan y margarina.
—Buenas noches, señor Colvin. ¿Disfrutó del viaje?
—Sí, gracias, Greta. ¿Qué tenemos para el té?
—Lubina y patatas. —La mujer respiró hondo—. Ha llegado la señorita
Rokeby… No creo que la interesen mucho la lubina y las patatas, ¿Verdad, señor
Colvin?
Colvin levantó la cabeza, sorprendido. Observó que Greta estaba temblando.
Luego se percató de que llevaba un fino vestido negro, en vez del atavío
acostumbrado.
Colvin le dirigió una sonrisa.
—Me parece que sería conveniente que se pusiera alguna prenda de más
abrigo. De un momento para otro, el frío va arreciando.
Pero en aquel preciso instante se abrió la puerta y entró la señorita Rokeby.
Greta permaneció silenciosa, estremeciéndose de pies a cabeza, aunque
inmóvil, con la vista fija en la recién llegada. La misma actitud de Greta indicó
con absoluta claridad que aquella dama era la señorita Rokeby. De otro modo, la
situación hubiera pertenecido a una clase que habría puesto en el cerebro de
Colvin el cliché revelador de que existía allí algo erróneo.
La mujer que acababa de penetrar en el comedor era menuda, bajita y
delgada. Tenía rostro triangular, semejante al de una gacela, ojos enormes y
negros y una boca cuyos labios trazaban un corte en la parte inferior del
triángulo, convirtiendo así la barbilla en otro triángulo más pequeño. Vestía
enteramente de negro, con un jersey de cuello alto y largos pendientes, todo del
mismo color. Peinaba su corta cabellera morena como un fauno y sus delgadas
manos blancas le colgaban en perpendicular a ambos costados, en una postura
que a Colvin le hizo acordarse de algunas estatuillas indias que había visto en
cierto lugar que la memoria no le permitía determinar.
Greta echó a andar por fin hacia la señorita Rokeby y retiró una silla.
Acomodó a la señorita Rokeby de espaldas a Colvin.
—Gracias. ¿Qué puedo tomar?
A Colvin le resultó imposible decidir si la voz de la señorita Rokeby era alta
o baja: sonó como el repique de una campana sumergida bajo la superficie del
océano.
Greta empezó a ruborizarse. Se mantenía erguida, sin mirar a la señorita
Rokeby, sino con la vista clavada en el otro extremo del comedor. Greta
enrojecía y temblaba. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas
como una catarata. Arrastró una silla, emitió un sonido ininteligible y echó a
correr hacia la cocina.
La señorita Rokeby se revolvió a medias en la silla y observó la huida de
Greta. Colvin se dijo que la dama parecía tan trastornada como la sirvienta.
Desde luego, aparecía palidísima. Casi se hubiera dicho que tenía dieciocho
años…
—Por favor, no se lo tenga en cuenta. Son los nervios, supongo —Colvin
comprendió que su voz distaba mucho de tener un tono completamente firme y
que empezaba también a sonrojarse. Confió en que sólo fuese de un modo leve.
La señorita Rokeby se había puesto en pie y apoyaba las manos en el
respaldo de la silla.
—No dije nada que pudiera asustarla.
Resultó imprescindible afrontar la cuestión. Eso pensó Colvin.
—Greta opina que el menú de la casa no está a la altura de la distinguida
clientela.
—¿Cómo? —La mujer se volvió hacia Colvin. Luego esbozó una sonrisa—.
¿Así que se trata de eso? —Volvió a sentarse—. ¿Qué hay en la carta? ¿Nada
más que pescado y patatas?
—Lubina. Sí.
Colvin la devolvió la sonrisa, saturado ya de confianza.
—Bueno. Asunto arreglado.
La señorita Rokeby se las ingenió para que la perspectiva de cenar lubina
fuese algo satisfactorio, encantador y digno. Uno de los viajantes de comercio
ofreció a su colega la cuarta taza de té. La extraña crisis parecía haber sido
superada.
Pero cuando Greta entró de nuevo, su semblante tenía una expresión resuelta
y un si es no es hostil. Se había echado por los hombros un chaleco de punto
bastante feo, de color amarillento.
—Hay lubina y patatas.
La señorita Rokeby se limitó a inclinar la cabeza, con la encantadora sonrisa
todavía en los labios.
Durante el breve, pero frío trayecto hasta el hotel Emancipation, Malnik habló
poco. Colvin supuso que estaba pensando y proyectando la forma de presentarse
ante la señorita Rokeby. Colvin le preguntó si conocía a un tal señor Superbus,
pero la respuesta de Malnik fue negativa.
La señora Royd se encontraba, al parecer, de muy mal humor. Colvin tuvo la
impresión de que había estado bebiendo. La señora Royd pertenecía a la clase de
las que, cuando toman alcohol, se sienten amargadas.
—No dispongo de ninguna persona a la que enviar con el recado —saltó—.
Pueden subir ustedes mismos, si gustan. El señor Colvin conoce el camino.
Había en el bar una crepitante lumbre y, en comparación con el frío de la
calle, el ambiente del local parecía supercaldeado.
Frente a la puerta de la habitación número nueve, Colvin hizo una pausa
antes de llamar. En seguida se alegró de ello, puesto que, dentro del cuarto, se
oían voces de personas que hablaban en tono bajo. Durante toda la tarde había
estado recordando la alusión del señor Superbus a un acompañante de la señorita
Rokeby.
De una manera un tanto torpe, trató de participar a Malnik la situación, pero
el empresario teatral acogió sus esfuerzos con el desdén clásico del profesional
hacia el aficionado. Al final, Malnik se sacó del bolsillo una libreta de notas,
escribió algo, arrancó la página y la introdujo por debajo de la puerta de la
señorita Rokeby.
Una vez hecho eso se dispuso a volver al bar con Colvin, donde esperarían la
contestación. Sin embargo, no se habían alejado tres pasos cuando la puerta se
abrió y la señorita Rokeby les invitó a entrar.
—Ya nos hemos visto antes —dijo a Colvin—, pero no le pregunté cómo se
llamaba.
Colvin se consideró recompensado; y, al menos, igualmente complacido, al
ver que la cuarta persona que había en la estancia era una muchacha alta, de
aspecto frágil, con una larga cabellera, que llevaba recogida en forma de cola de
caballo. No era la clase de acompañante que había supuesto.
—Les presento a Myrrha. Somos inseparables.
Myrrha les obsequió con una tenue sonrisa, se abstuvo de pronunciar palabra
y se sentó de nuevo. Colvin pensó que era una joven lastimosa y positivamente
desperdiciada. Por culpa del frío, sin duda, llevaba prendas de paño grueso, que
contrastaban de un modo extraño con su aire de fragilidad.
—¿Qué tal conoce la obra? —preguntó Malnik, en cuanto se le presentó la
primera oportunidad.
—Lo bastante como para no desear representarla. — Colvin observó que
Malnik se ponía gris—. Pero ya que consiguió hacerme venir, interpretaré el
papel de Rosalind. ¿Sabe una cosa? —la actriz se volvió hacia Colvin—. Este
hombre intentó engañarme. Usted no está metido en negocios teatrales, ¿verdad?
Colvin se sintió un tanto incómodo. Esbozó una sonrisa y denegó con la
cabeza.
—Cornelia es una obra maestra —declaró Malnik, furioso —. Nethers era un
genio.
—Era —dijo simplemente la señorita Rokeby, con mucha suavidad; y se
sentó en el brazo de la butaca ocupada por Myrrha, que era la única del cuarto.
Fue puesta allí antes de que se instalase la anticuada estufa de gas.
—Está anunciada. Todo el mundo la espera. Han venido futuros espectadores
desde Londres. Incluso hay personas que se han trasladado desde Cambridge
para verla. Myrrha volvió la cabeza, como si quisiera apartarse de las iras de
Malnik.
—Se me dijo… “otro clásico inglés”. No se me habló para nada del
insignificante Jack Nethers. No la representaré.
—Como gustéis figura en el repertorio como obra de relleno. ¿Qué otra cosa
ha sido? Cornelia es la apoteosis, la pieza clave de la gala. Nethers nació en este
pueblo. ¿Es que no lo comprende?
Malnik estaba tan angustiado que a Colvin le dio lástima. Pero, a pesar de
todo, Colvin dudaba mucho de que el empresario adoptase la conducta más
apropiada para tratar con la señorita Rokeby.
—Hágalo por mí. Se lo ruego.
—Rosalind nada más.
La señorita Rokeby balanceaba las piernas. Poseía unas pantorrillas jóvenes
y seductoras. En aquella entrevista había más de una cosa que a Colvin le tenía
sin cuidado.
—Lo arreglaremos todo mañana por la mañana, en mi despacho.
Colvin identificó aquello como un acostumbrado reconocimiento de derrota.
—Este es un lugar horrendo, ¿verdad? —comentó la señorita Rokeby,
dirigiéndose a Colvin en tono de conversación normal.
—Estoy acostumbrado a él —repuso Colvin, sonriendo—. La señora Royd
tiene su lado bueno.
—Hospedó a la pobre Myrrha en una alacena.
Colvin se acordó, rememoró el aspecto del viejo dormitorio de Greta.
—Tal vez le gustaría albergarse en mi cuarto. Puedo cedérselo a cambio del
suyo. Estuve ausente y aún no he deshecho el equipaje. Sería sencillo.
—¡Qué amable es usted! ¡Qué bondadoso con esa pobre chica! ¡Y conmigo!
¡Y ahora con Myrrha! ¿Puedo ir a verla?
—Naturalmente.
Colvin encabezó la marcha hacia el pasillo. Parecía evidente y lógico que
Myrrha fuese también a echar un vistazo a la habitación, pero no lo hizo. A
juzgar por las apariencias, dejaba que la señorita Rokeby hiciera mangas y
capirotes en todo lo que le concernía. Malnik, ceñudo, cerró la marcha.
Colvin abrió la puerta de su cuarto y accionó el interruptor. Encima de la
cama, abierto de una manera tonta, estaba su ejemplar de El grafito y sus usos,
de Bull. Colvin volvió la cabeza y buscó a la señorita Rokeby con la mirada. Y
entonces, por segunda vez aquella noche, se sintió asustado.
La señorita Rokeby permanecía en el mal iluminado pasillo, frente al umbral
de la entrada. Resultó desagradablemente claro que la mujer estaba aterrada. Su
falta de color de unos momentos antes se había convertido en lívida blancura.
Tenía las manos entrelazadas, cogidas con fuerza, y respiraba con una
profundidad muy poco natural. Sus grandes ojos estaban cerrados y Colvin tuvo
la sensación de que lo que la empavorecía era algo que olfateaba. La impresión
fue tan potente que Colvin venteó una o dos veces el frío aire, aunque
infructuosamente. Acto seguido, avanzó unos pasos y sus brazos se cerraron en
torno a la señorita Rokeby que, a todas luces, estaba a punto de desmayarse. En
cuanto tuvo cogida a la señorita Rokeby, por su espíritu pasó una corriente de
emoción que jamás había experimentado. Durante lo que le pareció un momento
interminable, quedó sumergido en la maravilla de aquellas sensaciones. Luego le
hizo volver a la realidad algo que le asustó más que ninguna otra cosa, aunque
con menos motivo. Del cuarto número doce A salió un sonido agudo. El señor
Superbus debía de haber vuelto.
Colvin sostuvo a la señorita Rokeby en el trayecto de regreso a la habitación
número nueve. Al verles, Myrrha dejó escapar un grito, pequeño, pero
estremecedor, y ayudó a acomodar a la actriz en la cama.
—Es el corazón —dijo la señorita Rokeby—. Mi absurdo corazón.
Malnik parecía más negro que gris.
—¿Quiere que vayamos a avisar a un médico? —inquirió.
Le costó un trabajo enorme disimular el sarcasmo.
La señorita Rokeby se apresuró a menear la cabeza negativamente.
—Por favor, no se moleste en trasladarse de su cuarto — dijo a Colvin.
Este, lleno de confusión, miró a Myrrha, que recurría a las sales aromáticas.
—Buenas noches —articuló la señorita Rokeby, en tono suave, pero firme. Y
cuando Colvin siguió a Malnik, camino de la salida del dormitorio, la mujer le
rozó la mano.
Colvin pasó la noche casi en blanco, lo que resultaba una nueva experiencia para
él. Las sensaciones contradictorias respecto a la señorita Rokeby, todas ellas
bastante fuertes, constituyeron uno de los motivos de su insomnio; otro fue la
serie de ruidos procedentes del cuarto número doce A. El señor Superbus pareció
dedicar la noche al traslado de cosas de un lado para otro y a la charla consigo
mismo.
Al principio, sonaba como si estuviese cambiando de sitio todos los muebles
de la habitación. Luego un período, durante el cual Colvin tuvo la impresión de
que el tiempo había quedado en suspenso, en el que el único ruido audible fue un
murmullo bajo e ininteligible, nada continuo, sino que se interrumpía a base de
irregulares espacios de silencio, para reanudarse en el preciso momento en que
Colvin empezaba a alimentar la esperanza de que todo hubiese terminado.
Colvin se dijo que, a lo mejor, el señor Superbus se dedicaba a rezar sus
oraciones. Pero, al cabo de un buen rato, volvió a comenzar el estrépito de los
golpes. Sin duda, el señor Superbus no se sentía satisfecho de la colocación del
mobiliario; o acaso ponía de nuevo los muebles en sus puntos originales. Luego,
Colvin oyó que se abría la hoja de la ventana. Recordaba aquel ruido de cuando
la señora Royd la cerró.
A continuación, el silencio prosiguió. Colvin acabó por encender la luz para
consultar la hora. Comprobó que se le había parado el reloj.
Durante el desayuno Colvin, preguntó que cuándo solía bajar el señor
Superbus.
—No baja nunca por aquí —respondió Greta—. Dicen que come siempre
fuera.
Colvin se enteró de que los ensayos empezaban aquel día, pero Malnik ponía
obstáculos a la presencia en el teatro de toda persona ajena al trabajo de la
compañía. Y en el caso de Colvin aún se mostró menos dispuesto a franquearle
el paso, dado que el hombre le había visto en un momento desfavorable y eso
hizo que su cordialidad hacia el espectador disminuyera mucho. De hecho, los
quince días siguientes estuvieron cargados de anticlímax para Colvin.
Sólo veía a la señorita Rokeby durante la comida de por la noche, comida
que resultaba innegable, se transformaba de un simple té en una auténtica cena,
gracias precisamente a la propia señorita Rokeby, a su encanto personal, a su
fuerza de voluntad y a su dinero.
Colvin participó de esa mejora, lo mismo que algunos de los viajantes de
comercio que pasaban en corriente sin fin por el hotel. De vez en cuando, la
señorita Rokeby intercambiaba con él unas cuantas trivialidades, aunque nunca
le invitó a sentarse a su mesa; cosa que Colvin tampoco hizo respecto a ella,
puesto que era hombre tímido y no se atrevía a semejantes audacias.
Myrrha no apareció una sola vez en el comedor. En una ocasión en que
Colvin aludió a la muchacha en tono interrogativo, la señorita Rokeby se limitó a
comentar: “Languidece, pobre cordera”. Y se hizo evidente que no deseaba
añadir nada más sobre aquel tema.
Colvin rememoró el aspecto consumido de Myrrha y llegó a la conclusión de
que debía de tratarse de una inválida. Se preguntó si no debería ofrecerse de
nuevo para intercambiar su cuarto por el de la joven.
Después de aquella noche cuajada de ruidos, insomne y fastidiosa, no había
oído más al señor Superbus. Pero, de acuerdo con las palabras de la señora
Royd, el hombre había pagado por anticipado varias semanas de hospedaje.
Verdaderamente, por primera vez en muchos años, el hotel Emancipation estaba
haciendo su agosto.
La subida resultó bastante más laboriosa, como era de rigor. «Peliagudo» era
la palabra que el padre adoptivo de Millicent habría aplicado al trayecto.
—¿Por qué todas las vacas se quedan en una esquina de la pradera? —
preguntó Millicent—. No han movido una pata desde que llegamos.
—Es algo relacionado con las moscas —dijo Winifred, con cara de saber
muy bien de lo que hablaba.
—No mueven los rabos. No sacuden la cabeza. No se inclinan a pastar. De
hecho, podrían estar rellenas de paja, o ser unas estatuas.
—Supongo que estarán masticando lo que ya han comido, Millicent.
—Me parece que no. —Millicent, por supuesto, sabía bastante más que
Winifred de las cosas del campo—. No estoy segura de que sean reales.
—Oh, vamos, Millicent —dijo Winifred, sin detenerse ni un segundo, y sin
siquiera volverse para mirar a Millicent por encima del hombro, y menos aún a
las vacas inmóviles en la lejanía.
Millicent sabía que la gente estaba siendo buena con ella, y que ese momento
no era el adecuado para que ella protestara por nada, salvo quizá con ánimo de
bromear y halagando con ello a su compañera.
Por fin llegaron a la melancólica puerta de los besos situada al final del patio.
Apenas tocada, la puerta emitió su chirrido y, cuando Winifred la hubo cruzado
tranquilamente, se lanzó vengativamente sobre Millicent.
Millicent no recordaba cuál había sido la conducta de la puerta en el camino
de ida. Probablemente, las cosas se comportaban de forma distinta según si
estabas bajando o subiendo.
Pero…
—¡Winifred, mira!
Millicent, que tan cuidadosamente se había contenido durante todo el día,
casi había gritado.
—Nada de todo eso estaba aquí hace un rato.
Ni siquiera lograba alzar su brazo para señalar. Ante ellas, a la izquierda del
sendero ascendente que cruzaba el patio de la iglesia, se encontraba un montón
de coronas y ramilletes, con arpas hechas a base de lirios, rosas rojas retorcidas
hasta formar corazones, y abundantes iris convertidos en trompetas de
arcángeles. Habría sido difícil una colaboración más estrecha entre el comercio y
el instinto conmemorativo.
—No te habías fijado —replicó Winifred inmediatamente. Y, cosa que
ciertamente no habría hecho en otro momento del día, añadió—: Tenías la mente
ocupada en otras cosas.
Luego miró por encima del hombro a Millicent y sonrió.
—No estaban aquí —insistió Millicent, más segura de esa realidad de lo que
lo estaba sobre su estado anímico—. Mientras nos encontrábamos en el río han
celebrado un funeral.
—Creo que habríamos oído algo —contestó Winifred, todavía sonriendo—.
Además, no se entierra a la gente durante la hora del almuerzo.
—Bueno, pues algo ha pasado.
—Antes no te fijaste, eso es todo —contestó Winifred, dando la vuelta y
contemplando el sendero cubierto de maleza que se extendía ante ella—. Eso es
todo.
El desafío resultó excesivo para Millicent, y le hizo olvidar su decisión de no
discutir ni protestar.
—Bueno, ¿te fijaste tú? —preguntó.
Pero Winifred ya se había preparado para eso.
—No estoy segura, Millicent. ¿Importa?
Winifred dio unos cuantos pasos hacia adelante, y luego preguntó:
—¿Prefieres que nos saltemos la iglesia?
—Nada de eso —contestó Millicent—. Puede que dentro haya algún tipo de
explicación.
Millicent se alegró de ir en último lugar, porque al principio le resultó
terriblemente difícil pasar por entre los montones de ofrendas. Todas parecían
tan nuevas… El objeto de forma oblonga que había bajo ellas quedaba oculto,
pero apenas si se podía dudar de que estuviera allí. En los primeros momentos,
las flores parecían oler como si las acabaran de recoger de los campos y no,
desde luego, como flores adecuadamente funerarias, que o no huelen o huelen
tan sólo a mortalidad aceptada. Pero luego, pensándolo mejor, o quizá fuera
cuando se tragaba aire por segunda vez, el olor no era exactamente igual al de un
jardín, y ni siquiera se parecía al de las pequeñas flores que se pueden hallar en
ciertos setos poco cuidados. Después de unos segundos, el olor parecía tan
inexplicable como la repentina aparición de las mismas flores. Desde luego, no
se parecía en nada al olor que Millicent habría esperado, ni siquiera a un olor que
pudiera gustarle.
Se dio cuenta de que Winifred seguía avanzando, los ojos clavados aún en
los maltrechos ladrillos que había bajo sus pies.
Millicent vaciló durante un instante.
—Quizá deberíamos examinar algunas tarjetas, ¿no? —sugirió.
Debía tratarse de una idea un tanto inadecuada, porque esta vez Winifred se
limitó a seguir caminando en silencio. Y, de hecho, Millicent tuvo que admitir
ante sí misma que, de todas formas, no veía ninguna tarjeta unida a las flores y a
lo que éstas pudiera ocultar.
Winifred precedió en silencio a Millicent hasta llegar al porche de la iglesia.
Cuando entró, un ave salió volando por encima de su cabeza para lanzarse
directamente contra el rostro de Millicent.
—Eso es un búho —dijo Millicent—. Le hemos despertado.
Casi esperaba oír a Winifred diciendo que ésa no era una hora en la que
hubiera búhos, o que el clima no era el correcto, o que no estaban en la estación
adecuada; pero, de hecho, lo único que hizo Winifred fue clavar los ojos en la
puerta de madera de la iglesia.
—¿No se puede abrir? —preguntó Millicent.
—Realmente, no lo sé. No veo ningún picaporte.
El búho, recién despertado, había empezado a ulular melancólicamente; a
Millicent le pareció un sonido bastante extraño para esas primeras horas del
atardecer.
Millicent se volvió a su vez hacia la puerta.
—No hay nada.
—Ni siquiera el agujero de una cerradura por el que podamos mirar —dijo
Winifred.
—Supongo que, sencillamente, habrán cerrado la iglesia y no la usarán para
nada.
—No estoy segura —dijo Winifred—. Me parece que ésta es la puerta
original. Vieja, ¿no? Construida para durar, pero no hay manera de entrar por
ningún sitio.
Contemplando la puerta, Millicent pudo ver ciertamente a qué se refería
Winifred. Tampoco había los habituales avisos de las iglesias, ninguna dirección
local de los samaritanos, ninguna lista de damas que hicieran cosas.
—Veamos si es posible echar una mirada a través de una ventana —propuso
Winifred.
—Creo que no deberíamos hacerlo. Y normalmente resulta bastante difícil.
—Eso se debe a que normalmente hay espectadores que entorpecen tu estilo.
Quizá descubramos que aquí es más sencillo.
Cuando salieron del porche, Millicent pensó que ahora, por lo menos, había
dos búhos ululando. Y el día, que antes había sido brillante, estaba perdiendo
lustre, cubriéndose de nubes y entrando en su madurez.
—Dios, qué tapado está el cielo —dijo Millicent.
—Creo que se acerca algo de lluvia. Bueno, ya sabes que podemos
arreglárnoslas.
—Sí, pero no aquí y ahora.
Winifred estaba metiendo las puntas de sus zapatos en los lugares de la pared
donde había caído el mortero, dejando asomar algunas veces ladrillos enteros.
Iba pegándose a los pequeños salientes de la pared y a las cornisas, esforzándose
por subir para mirar primero por una ventana y luego, tras haber fracasado y
dejarse caer, por otra.
—Sencillamente, no logro imaginarme qué aspecto puede tener por dentro
—dijo.
Las dos siempre hacían las cosas concienzudamente y como es debido, se
tratara de lo que se tratase, pero éste no era un día de su vida en el que Millicent
sintiera muchos deseos de emular a su compañera. Además, no se le ocurría
cómo prestar ayuda a Winifred. Ya no eran dos colegialas, y no les resultaba
posible levantarse la una a la otra tan fácilmente como si fueran el saco de Papá
Noel.
Winifred había probado ya con dos ventanas del lado sur de la nave, y una
que se encontraba en la parte sur de la cancela, sin resultados, ya que las tres
tenían un cristal transparente aunque algo sucio. En las dos ventanas que
faltaban de ese lado de la iglesia, el cristal estaba pintado, y lo mismo ocurría
con la ventana del este. Winifred fue hacia el lado norte de la iglesia, con
Millicent siguiéndola. El sol no iluminaba esta zona, y a Millicent le pareció que
los búhos se habían calmado por fin. Durante el trayecto hasta esa zona, la
maleza del patio tenía un aspecto muy exuberante, y cortaba igual que cuchillos.
Pero aquí la mampostería se hallaba en peor estado de descomposición, y
Winifred pudo saltar fácilmente hacia arriba en el primer intento.
Durante un período de tiempo sorprendentemente largo, o eso pareció,
Winifred estuvo mirando por la ventana del lado norte de la nave situada más
hacia el este, sin decir ni una sola palabra. A esa ventana le faltaba una gran
cantidad de los pequeños paneles de vidrio que la formaban. A decir verdad,
mientras Winifred seguía mirando y Millicent seguía sin moverle, uno de los
pequeños cristales cayó al interior de la iglesia con un ruido no muy fuerte, pero
sí bastante agudo. Todo el edificio parecía a punto de convertirse en ruinas.
Y, por fin, Winifred descendió lentamente de su asidero, moviéndose de
forma bastante envarada.
Intentó quitarle el polvo y la suciedad que se le habían pegado a las rodillas
de los pantalones, pero también el polvo estaba húmedo: de hecho, este lado de
la iglesia parecía particularmente húmedo.
—¿Quieres echar una mirada? —preguntó Winifred.
—¿Qué hay para ver?
—Nada en particular. —Winifred seguía frotándose, aunque con ello, a decir
verdad, no lograba sino empeorar las cosas—. Nada, realmente. Yo no me
molestaría en mirar.
—Entonces no lo haré —dijo Millicent—. Pareces una peregrina, más
tiempo de rodillas que tendida de espaldas, o como se dijera entonces.
—Se han llevado la mayor parte de las cosas —siguió explicando Winifred
—En tal caso, ¿dónde hicieron el funeral? ¿Dónde celebraron el servicio?
Winifred siguió ocupándose de sus pantalones durante un segundo antes de
dar una respuesta.
—Supongo que en algún otro sitio. Eso es bastante común hoy en día.
—Algo anda mal —dijo Millicent—. En casi todo esto hay algo que anda
muy mal.
Se abrieron paso por entre la espesa vegetación hasta el sendero de ladrillos
que llevaba al porche. Los búhos parecían haberse retirado una vez más a sus
carnívoras ocupaciones.
—Tenemos que recoger las cosas o no llegaremos a Baddeley —dijo
Winifred—. No es que esto haya dejado de valer la pena, y tengo la esperanza de
que estarás de acuerdo en ello.
Pero…
En el sendero, justo ante ellas, entre el porche de la iglesia y ese otro
sendero, a estas alturas ya casi familiar, que cruzaba la pendiente del patio,
colocado de tal forma que parecía el centro de toda la escena, había un guante.
—Eso tampoco estaba ahí —dijo inmediatamente Millicent.
Winifred recogió el guante y las dos lo examinaron. Era un guante de cuero
negro para la mano izquierda, aparentemente nuevo o muy poco usado y, a decir
verdad, más bien elegante. Millicent pensó que la mano izquierda capaz de
entrar en él habría sido notablemente pequeña. La gente hacía observaciones
ocasionales sobre lo pequeñas que eran las manos de Millicent, algo que siempre
la complacía. El pequeño pero delicado y caro guante terminaba en una especie
de reborde donde el material era más grueso, recordando a un guantelete de
guerrero.
—Será mejor que lo devolvamos —dijo Winifred.
—¿Adónde?
—A la rectoría, supongo, si es que para eso utilizan el edificio de allí.
—¿Crees que debemos hacerlo?
—Bueno, ¿qué otra cosa podemos hacer? No podemos llevárnoslo. Parece
caro.
—En este lugar hay alguien más —dijo Millicent—. Quizá no sólo una
persona.
Y habría sido incapaz de explicar por qué razón le parecía posible la
existencia de tal multitud.
Pero Winifred, una vez más, guardó silencio y no le hizo ninguna pregunta
sobre ello.
—Yo llevaré el guante —dijo Millicent.
Winifred seguía encargándose de la mochila y su contenido, incluyendo en él
la botella vacía, pues el patio no ofrecía lugar alguno donde depositar la basura.
Cuando pasaron por última vez por la puerta de salida del patio, Winifred
dijo:
—Nos iremos a casa tan rápido como sea posible. Te llevaré a mi piso y te
meteré en la cama con un calmante. Realmente, no sé nada sobre esta clase de
problemas, pero he visto lo que he visto, y lo que necesitas, en primer lugar, es
un largo sueño y descansar bien, estoy segura de ello.
Millicent sabía que la pena, especialmente la pena reprimida, era, según
decían, capaz de hacer que la mente, aparte de tener ideas raras, viera cosas que
no eran normales.
Sin embargo, Millicent despertó cuando eran exactamente las once y cuarto.
Hacía mucho tiempo, en los primeros días con Nigel, uno de los dos llamaba
cada noche por teléfono al otro a esa hora, y a menudo se habían quedado
conversando hasta la medianoche, momento en el que habían acordado que se
fijaba el límite. Tan sencillos placeres habían llegado a su fin hacía ya años y
años, pero desde que abandonó a Nigel, Millicent no se había acostado jamás
antes de esa hora.
Era poco probable que Nigel se acordara de ese viejo y algo sentimental
acuerdo, y era todavía menos probable que tuviera palabras para decirle que
pudieran calmarla. Con todo, Millicent miró su reloj y se quedó tendida en la
cama, algo aturdida por el sedante pero despierta; y el teléfono sonó
obedientemente.
En el cómodo dormitorio para huéspedes de Winifred había un supletorio
colocado junto a la cabecera de la cama. Winifred era incapaz de encontrarse a
gusto en una habitación sin teléfono.
Millicent ya tenía el auricular en la mano cuando el pequeño y delicado
zumbador iba sólo por la mitad de su primer repique.
—¿Diga? —preguntó Millicent en voz baja a la oscuridad. Winifred había
corrido todas las cortinas, ya que así era como le gustaba a Winifred tener el
dormitorio por la noche—. ¿Diga? —preguntó Millicent por segunda vez.
Bueno, al menos resultaba bastante improbable que fuera una llamada para
Winifred, y por eso era importante no despertarla.
Algo pareció removerse en la línea o, mejor dicho, en el otro extremo. No
cabía duda de ello. No era un simple reflejo del mecanismo.
—¿Diga? —repitió Millicent, siempre en voz baja.
Y la tercera vez tuvo suerte, porque al fin obtuvo una contestación.
—Hola, guapa —dijo Nigel.
Teniendo en cuenta el conjunto de circunstancias, a Millicent le era
imposible limitarse a colgar, cosa que, racionalmente, tendría que haber hecho.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Menudo aspecto tienes con el camisón de Winifred. No es tu estilo, nena,
desde luego.
Cada centímetro cuadrado de la carne de Millicent intentó simultáneamente
esconderse en su cuerpo.
—¡Nigel! ¿Dónde estás?
—Justo delante de tu puerta, bomboncito. Será mejor que vengas en seguida.
Pero tráete un pijama tuyo. El escarlata, el adecuado.
—No voy a ir, Nigel. Ya te lo he dicho. Hablaba en serio.
—Estoy seguro de que hablabas en serio, ya que dejaste que me pisoteara un
maldito montón de terneras sin hacer nada aparte de sonreír como una boba.
Bueno, eso no cambia nada. Y ahora, menos que nunca, de hecho. Te quiero, y
estoy esperando ahora mismo delante de tu puerta.
No podía hablar, eso era todo. ¿Qué podía decirle?
—Vendrás a mí, pimpollo —dijo Nigel—, y lo harás llevando tus ropas. O, y
que te quede claro, seré yo quien venga a ti.
El auricular cayó de la mano de Millicent. Se estrelló contra el suelo del
dormitorio, pero la alfombra que había en el dormitorio de huéspedes de
Winifred era bastante gruesa, y Winifred no oyó nada. En cualquier caso,
además, también Winifred acababa de pasar por un día agotador, y necesitaba
descansar para enfrentarse mañana a las exigencias de la vida y la renovada
llamada de la selva.
LA HOSTERÍA
BUENA COMIDA
ALGUNAS HABITACIONES
Las modestas palabras relacionadas con el alojamiento se curvaban alrededor
de la extremidad más ancha de la hoja, que apuntaba hacia abajo.
Maybury se decidió casi al instante. Sentía hambre. Estaba herido. Se había
perdido. Casi no le quedaba gasolina.
Pediría que le dieran de cenar y, si era posible, le permitieran telefonear a su
casa. Quizá incluso se quedara allí a pasar la noche, aunque no tenía pijama ni
maquinilla de afeitar. La puerta de hierro, que Maybury hubiera creído más
adecuada para encerrar al ganado de una granja, se hallaba, pese a todo, abierta
de par en par. Maybury metió el coche por ella.
El sendero, recubierto con un cemento poco atractivo, daba la impresión de
que había sido pavimentado hacía cierto tiempo, dado que abundaban los baches
en él, como si por allí pasaran con frecuencia vehículos pesados. Los faros de
Maybury oscilaban y se sacudían de una forma desconcertante a medida que
avanzaba; pero, de repente, el camino, que hasta entonces había corrido en línea
recta —también en ello pareciéndose a una granja moderna—, hizo un giro y
allí, a la izquierda de Maybury, estaba La Hostería. Se dio cuenta de que el
camino por el cual había entrado, si es que eso era un camino, no llevaba a, lo
que, en principio, había sido concebida como la entrada principal. Había un
camino más viejo y tradicional que se perdía formando curvas por entre macizos
de rododendros. Todo eso le resultaba visible gracias a la brillante luz que un
farol, situado sobre la cornisa del edificio, derramaba: era tan grande que
Maybury pensó que casi parecía una farola para calle. Supuso que habrían hecho
una nueva entrada para los vehículos de los distintos suministradores cuando el
sitio se convirtió en… ¿en qué, exactamente? ¿Un hotel? ¿Una casa de
huéspedes? ¿Un club? Sin duda, la gerencia aspiraba a encargarse de atender a
los ocupantes de las grandes casas, ya que ahora no había sirvientes en el mundo.
Maybury cerró el coche y se acercó a la puerta. Era una sólida puerta
victoriana y no respondió a su presión. A Maybury le desanimó un poco el que
fuera necesario llamar, pero lo hizo. Se dio cuenta de que había un segundo
timbre, situado algo más abajo, y en el que un letrerito decía NOCHE. Pero aún
no había llegado el momento de la Noche, ¿verdad? Lo importante era que
entrara, se alimentase (como almuerzo, la fábrica había ofrecido sólo bocadillos
envueltos en plástico y café insípido) y no despertar ninguna hostilidad antes de
que empezara a hacer preguntas sobre la gasolinera, dónde estaba, un posible
alojamiento para pasar la noche, una llamada telefónica a su esposa Angela y
desinfectante para la pierna. No le agradaba demasiado estar solo en un sitio
desconocido, bajo la brillante luz del farol, inseguro de lo que iba a suceder.
Pero la puerta no tardó en ser abierta por un hombre joven con chaquetilla
blanca, rizado cabello rubio y expresión plácida. De inmediato, Maybury pensó
que se parecía a un atleta adolescente. Le sonrió, con evidentes deseos de
ayudarle en lo que fuera.
—¿Cenar? Sí, señor, por supuesto. Me temo que acabamos de empezar el
servicio…, pero estoy seguro de que podremos hacerle un hueco.
A Maybury esas palabras le trajeron el recuerdo de las pensiones junto al mar
donde le habían llevado de vacaciones cuando era un niño. En aquellos días, la
puntualidad había sido casi tan importante como la sobriedad.
—Si puede concederme tan sólo un par de minutos para que me lave…
—Por supuesto, señor. Sígame, por favor.
El interior no se parecía en nada a las pensiones de cuando Maybury era
joven. Daba la casualidad de que Maybury sabía con exactitud a qué se parecía
el sitio. El efecto era el mismo producido por los esfuerzos de una casa de
muebles de precio y, por lo tanto, más bien de estilo anticuado, si uno ponía en
manos de dicho comercio su vivienda y la mayor parte de su talonario de
cheques. En todos los muros había colgaduras y cada silla y sofá estaban
tapizados. Los colores y las telas armonizaban, pero siempre dentro de la
opulencia. Las varias lámparas, del tipo habitual, tenían pantallas enormes. Las
pulidas mesas provenían de originales italianos. Incluso era posible llegar a la
sensación de que se deberían proporcionar a unos cuantos ocupantes, tapizados a
medida, para que armonizaran con el entorno. Pero la habitación estaba vacía,
salvo por ellos dos.
El joven sostuvo abierta la puerta donde ponía CABALLEROS; pero,
después de hacerlo, siguió a Maybury al interior del cuarto, cosa que Maybury
realmente no había esperado. Sin embargo, el joven no se dedicó a ir de un lado
para otro, agobiándole con toallas y jabones, como sucede algunas veces en
hoteles muy caros y como ocurría en los clubs con anterioridad. Todo lo que hizo
fue quedarse inmóvil. Maybury pensó que, indudablemente, desearía evitar todo
retraso, si habían empezado ya a servir la cena.
Apenas entrar en él, a Maybury le dio la sensación de que el comedor se
hallaba excesivamente caldeado. La calefacción central debía de estar
funcionando con una eficiencia tremenda. En la estancia había colgaduras
parecidas a las que Maybury había visto en el vestíbulo, pero más gruesas aún y
de mayor tamaño. Tal vez el aislarla del ruido se hallaba entre los objetivos
perseguidos con ellas. El techo de la estancia había sido rebajado, de acuerdo
con la costumbre moderna, como para tranquilizar a los demasiado
impresionables; y, si existían ventanas, éstas habían desaparecido detrás de las
cortinas y tapices.
Es cierto que los cuchillos y tenedores hacen un cierto tintineo; pero no daba
la impresión de que hubiera ninguna otra exigente necesidad de acudir a tan
costosos medios de reducir el ruido, dado que todos los comensales eran de un
extremado silencio; algo que, a primera vista, resultaba aún más inesperado por
estar la mayoría de ellos sentados, casi apiñados, a lo largo de una gran mesa que
ocupaba el eje central de la estancia. Sin embargo, Maybury no tardó en
reflexionar que si le hubieran metido en el seno de un grupo desconocido para él
también habría hallado muy poco que decirles.
No fue sometido a tal prueba. A cada lado de la habitación se hallaban cuatro
mesas más pequeñas, adosadas a la pared y preparadas para ser ocupadas por una
sola persona, incluso aquellas que eran lo bastante grandes como para acomodar
a cuatro, dos a cada lado. En una de tales mesas, Maybury fue instalado por el
apuesto joven de la chaqueta blanca.
La sopa llegó de inmediato.
La rapidez del servicio podía ser explicada, aparte de que Maybury había
llegado tarde, por el gran número de personal. Había cuatro hombres vestidos
con chaquetillas blancas, igual que el joven; y dos mujeres, ambas con traje azul
oscuro. Los seis mostraban una notable destreza y un buen entrenamiento,
aunque todos habían rebasado su primera juventud. Maybury no pudo ver más
servicio porque fue acomodado con la espalda pegada a la pared donde estaba la
puerta de los camareros (así como, en la pared de enfrente, se hallaba la puerta
por la cual los huéspedes entraban desde el pasillo). El único cubierto permitido
en cada mesa había sido colocado de tal forma que el comensal no viera ni la
puerta de vaivén del servicio ni el rostro del otro comensal que había delante de
él.
De hecho, Maybury era el único solitario de aquel lado de la habitación (le
habían dado la segunda mesa de la fila, pero no creía que hubiese entrado nadie
para sentarse detrás de él, en la primera). Al otro lado de la estancia había otro
comensal también solitario, que a Maybury le pareció una dama, sentada en la
segunda mesa y, con ello, situada en una posición paralela a él.
Había una enorme cantidad de sopa en el plato, que Maybury vio
desacostumbradamente grande y hondo. Al principio, el tamaño del plato había
pasado algo desapercibido por el hecho de que rodeando una gran parte de su
ancho reborde aparecía escrito LA HOSTERÍA, en grandes letras negras;
Maybury pensó que, de no haber sido por el inmenso tamaño de las letras y el
plato, éste le habría hecho pensar en los que se utilizaban para los bebés.
También la sopa era más espesa y sustanciosa de lo normal; aparte de pasta,
contenía huevos, sin duda, y se habían tomado medidas para añadirle también
algo de «cuerpo».
Como ya se ha dicho, Maybury estaba hambriento; pero sintió un leve
desconcierto al darse cuenta de que, mientras consumía el un tanto considerable
número de cucharadas finales del plato, una de las mujeres de mediana edad se
había colocado a su espalda, en silencio. También las cucharas parecían muy
grandes, al menos para lo que entonces se estilaba. La mujer le retiró el plato
vacío con una sonrisa tranquilizadora.
El segundo plato había llegado. Mientras lo colocaba ante él, la mujer le
habló confidencialmente al oído:
—Esta noche hay pavo —dijo, refiriéndose al tercer plato.
Su tono fue el mismo que el empleado para prometerle su plato favorito a un
niño, casi como si fuera el ama de cría de Maybury, aunque éste jamás había
tenido un ama de cría o, al menos, no exactamente. El segundo plato consistía en
una colosal construcción de pasta y estaba claro que era de cocina casera, tal vez
de esa misma mañana. De un gran cuenco de porcelana, la mujer cogió una
generosa ración de queso, en trozos bastante gruesos, y se la sirvió en el plato sin
que consultara a Maybury en ninguna forma perceptible.
—¿Puedo tomar algo de beber? Me conformaría con una cerveza.
—No tenemos nada parecido, señor.
Daba la impresión de que Maybury lo sabía perfectamente, pero que la mujer
estaba dispuesta a seguirle el juego. Maybury pensó que bien podrían haber
colocado algún aviso de que el local no tenía licencia para servir licores.
—Qué pena —exclamó él.
El tonillo de la mujer comenzaba a irritarle un poco; y se preguntó cuánto iba
a costarle toda aquella excelente comida, visiblemente fresca, con ingredientes
caseros y de una calidad casi inalcanzable hoy en día. Tenía grandes dudas de
que fuera prudente quedarse aquella noche en La Hostería.
—Cuando haya terminado el segundo plato, quizá tenga la oportunidad de
hablar un momento con el señor Falkner.
Maybury recordó que, después de todo, había empezado a cenar más tarde
que todos los demás. Por ello, era lógico que le metieran un poco de prisa para
que les alcanzara. En cualquier caso, no estaba seguro de si aquello implicaba
que el señor Falkner, bajo ciertas circunstancias, pudiera facilitarle el acceso a
una reserva privada de licor.
Era obvio que el proceso de alcanzar a los demás se vería ayudado si
Maybury comía sólo dos tercios de la fantasía elaborada con pasta. Pero la mujer
del vestido azul oscuro no parecía ser de la misma opinión.
—¿No puede comer más? —le preguntó con algo casi parecido al descaro, y
sin dirigirse ya a Maybury como «señor».
—No, si he de probar otro plato —replicó Maybury, con un tono parecido.
—Esta noche hay pavo —repitió la mujer—. Ya sabrá que el pavo se come
sólo, ¿no? Seguía sin retirarle el plato.
—Está muy bueno —dijo Maybury con firmeza—. Pero ya he tenido
bastante.
Aparentemente, la mujer no estaba acostumbrada a tal conducta; mas, dado
que aquello no era un jardín de infancia, acabó por llevarse el plato.
Hasta hubo una ligera pausa, la cual Maybury aprovechó para examinar la
habitación sin aparentar que lo hacía. Lo más destacado del lugar era que todo el
mundo vestía de manera más bien formal: los hombres llevaban «trajes oscuros»
y las mujeres, «vestidos largos». Había una amplia variedad de edades; pero, y
eso también resultaba curioso, había más hombres que mujeres. La conversación
seguía sin generalizarse, ni mucho menos. Maybury no pudo evitar el
preguntarse si la solidez de la dieta no contribuiría a ello. Entonces se le ocurrió
que era como si la mayoría de aquella gente llevase largo tiempo en la misma
compañía, y que, era probable que los temas de conversación hubieran sido
agotados durante ese tiempo y no hubiesen existido muchas oportunidades de
renovarlos mediante nuevas experiencias. Esa situación se la había encontrado
ya en los hoteles. Por supuesto, Maybury no podía examinar, sin parecer grosero,
a la tercera parte de los allí reunidos que se encontraban a su espalda.
Su ración de pavo apareció ante él. Les había alcanzado, aunque hubiera sido
con trampas. Había una enorme cantidad de ave que humeaba ligeramente y de
la que también rezumaba un poco de caldo aceitoso e incoloro. Llegaba
acompañado por cinco variedades distintas de verdura en platos separados,
traídos en una bandeja; y una salsera, en apariencia para él solo, de un líquido
especialmente preparado, espeso y de un rojo oscuro. Un más que adecuado
montón del relleno usado para el pavo completaba el plato. La mujer de mediana
edad se lo puso todo delante con rapidez; pero esta vez lo hizo en silencio y con
una inconfundible reserva en su expresión.
La verdad era que a Maybury le quedaba poco apetito. Miró a su alrededor,
con menos disimulo, para ver qué tal se las arreglaban los demás. Hubo de
admitir que, por cuanto le fue posible observar, todos y cada uno de ellos comían
igual que si sus vidas dependieran de eso, tanto viejos como jóvenes, tanto
mujeres como hombres. Daba la impresión de que se habían pasado un largo día
de caza en el campo, sin haber tomado nada. «Comen igual que si sus vidas
dependieran de eso», se repitió a sí mismo y, después, sorprendido ante lo
absurdo de la frase cuando era aplicada al hecho de comer, cogió su cuchillo y su
tenedor con gesto decidido.
—¿Está todo a su gusto, señor Maybury?
Una vez más, le habían cogido por sorpresa. El señor Falkner se hallaba
junto a él: era un hombre delgado, con la más hermosa levita que pudiera
imaginarse, la instantánea e insuperable versión del maître d’hôtel.
—Perfecto, gracias —dijo Maybury—. Pero ¿cómo sabe mi apellido?
—Nos gusta recordar el de todos nuestros clientes — respondió Falkner, con
una sonrisa.
—Sí, pero, ¿cómo ha descubierto mi apellido, para empezar?
—También nos gusta pensar que somos muy eficientes en ese asunto, señor
Maybury.
—Estoy muy impresionado —dijo Maybury.
En realidad, lo que estaba era muy irritado (irritado, como mínimo); pero su
empresa le había adiestrado para que nunca exhibiera su irritación fuera del
círculo familiar.
—Oh, no es nada —dijo Falkner con aire jovial—. Sea cual fuere nuestra
vocación en la vida, bien podemos hacer cuanto nos resulte posible para destacar
en ella, ¿no es cierto? —Y resolvió el asunto abandonando el tema—. ¿Puedo
traerle alguna otra cosa? ¿Hay algo que le apetezca?
—No, muchas gracias. He tenido más que suficiente.
—Gracias a usted, señor Maybury. Si desea hablar conmigo en cualquier
momento, estoy disponible en mi oficina normalmente. Y, ahora, le dejaré solo
para que disfrute de su cena. Como confidencia, permítame decirle que después
hay pudding de frutas al vapor.
Y se alejó sin hacer ruido, para proseguir su ronda por la habitación y hablar
con, quizá, una de cada tres personas en la gran mesa central. Daba la impresión
de que hablaba, sobre todo, con los comensales de más edad, como sin duda era
de esperar. Falkner calzaba unos zapatos de gamuza negra muy elegantes, lo cual
hizo que Maybury recordara la herida de su pierna, al respecto de la que no había
hecho nada, aunque era casi seguro que estuviera infectada hasta el punto de que
pusiera en peligro la integridad del miembro, y del organismo entero, quizá.
La exhibición hecha por Falkner al llamarle por su apellido le había
producido un considerable enfado, en especial al no encontrar respuesta alguna
al enigma. Tenía la sensación de haber sido puesto, casi deliberadamente, en una
posición indigna y desventajosa. La displicente conducta de Falkner en aquella
minucia pertenecía a la misma categoría que el comportamiento de la camarera
jugando a ser ama de cría. Más aún, ¿era tan trivial, después de todo, el
inexplicado descubrimiento de su apellido? Maybury sentía que eso le había
hecho vulnerable también en otros aspectos, por indefinidos que éstos
pareciesen. Era la gota de agua que hacía rebosar el vaso en cuanto a seguir con
el pavo. Ya no tenía ni pizca de apetito.
De forma sistemática, empezó a repasar in mente todo lo ocurrido, tal y
como había sido enseñado a hacer; y, casi de inmediato, dio con la respuesta. En
su coche había una carpeta de piel azul que llevaba su nombre delante: Sr. Lucas
Maybury; y supuso que se habría dejado dicha carpeta con el nombre hacia
arriba en el asiento del conductor, como solía hacer siempre. De todas formas, el
nombre estaba escrito a máquina en una etiqueta autoadhesiva, y hubiera
resultado bastante difícil distinguirlo a través del cristal de la ventanilla. Pero,
entonces, se acordó del farol. Aun así, alguien había tenido que realizar todo ese
esfuerzo, y se preguntó quién habría sido. Una vez más, adivinó la respuesta: el
mismo Falkner se había encargado de fisgar. ¿Qué habría hecho éste si Maybury
hubiese aparcado el coche fuera de la zona iluminada por el farol, como hubiera
sido posible? ¿Con una linterna? ¿Con una ganzúa, quizá?
Eso era absurdo.
Además, ¿qué importancia tenía todo aquello? En los negocios, a veces, la
gente poseía esas pequeñas vanidades y él se había topado a menudo con ellas.
La gente era capaz de casi cualquier cosa para satisfacerlas. Era probable que él
mismo tuviera una o dos manías de esa clase. Lo que importaba en cualquier
situación era extraer lo esencial de ella y concentrarse en aquello.
Falkner habló con unas cuantas personas durante un período de tiempo
bastante largo mientras que, como Maybury percibió, los que estaban sentados
junto a dichas personas, que en su mayoría hablaban poco ya, no decían nada en
absoluto, y se limitaban a comer. Había observado que algunas de las personas
sentadas a la mesa grande no sólo eran mayores sino claramente seniles:
babeantes, con los ojos acuosos, casi carentes de cabello; pero, incluso esas
personas parecían comer como los primeros. Maybury tuvo la horrenda idea de
que no hacían más que comer. «Vivían para comer»: «Otra frase del jardín de
infancia», pensó Maybury; por fin había encontrado a las personas de las cuales
podía afirmarse que eso era cierto. Tal vez algunas de esas personas mantuvieran
con la comida la misma relación que los alcohólicos con las bebidas espirituosas.
La idea le pareció más repugnante que cualquier torpeza o abandono de los
sentidos; cosas que, sin embargo, había visto en cierta medida.
Falkner actuaba con tal lentitud y tanta consideración profesional que todavía
no había llegado a la dama que se sentaba paralela a Maybury, al otro lado de la
habitación. Maybury la miraba con menos disimulo. El cabello negro le llegaba
hasta los hombros y vestía lo que daba la impresión de ser un traje de noche de
seda, un auténtico «modelo», pensó Maybury (aunque, en realidad, no estaba
seguro de ello), de muchos colores; pero en su expresión había tal tristeza,
sufrimiento y cansancio que Maybury quedó sinceramente afectado por ella, en
especial porque estaba seguro de que, en tiempos, debió de ser hermosa y, desde
luego, en cierta forma, aún lo era. Parecía imposible que una figura de aire tan
trágico pudiera abrirse paso a través de un montón de pavo con cinco clases de
verduras distintas, ¿verdad? Sin pensar en el disimulo o en la cortesía, Maybury
se medio incorporó en su asiento para verla mejor.
—Coma, señor. Vaya, ¡pero si apenas lo ha probado!
Su atormentadora había regresado en silencio junto a él. Más aún, la dama de
aspecto trágico parecía comer.
—Ya he tenido suficiente. Lo siento, está muy bueno; pero ya he tenido
suficiente.
—Ya dijo eso antes, señor; sin embargo, aquí sigue todavía, comiendo.
Maybury sabía que, ciertamente, antes había utilizado esas mismas palabras.
En las crisis, siempre se acude a los lugares comunes.
—He comido más que suficiente.
—No está en nuestras manos el juzgar eso, ¿verdad que no?
—No quiero comer nada más, no importa lo que sea. Por favor, llévese todo
esto y tráigame un café solo. Tráigamelo cuando a los demás les toque, si quiere.
No me importa esperar.
Aunque sí que le importaba, era necesario mantener el control de la
situación.
La mujer hizo lo último que Maybury hubiera esperado de ella: asió el plato,
aún cargado de comida (aunque Maybury lo había probado todo, por lo menos),
y lo tiró contra el suelo con gran fuerza. Ni aun así el plato se rompió, pero la
salsa, las cinco clases de verdura, el pavo y el abundante relleno se esparcieron
sobre la gruesa alfombra de abigarrados dibujos que iba de pared a pared. Un
silencio total —y no relativo, como antes— siguió a su acción en toda la
habitación, aunque como Maybury notó, incluso en aquellos momentos, el
apagado ruido de la cubertería seguía oyéndose. A decir verdad, él continuaba
con el cuchillo y el tenedor en las manos.
Falkner acudió hacia ellos rodeando la gran mesa.
—Mulligan —dijo—, ¿cuántas veces más ocurrirá esto? — Su voz sonó tan
tranquila y suave como siempre. Maybury no se había dado cuenta de que
aquella mujer, de comportamiento tan alarmante, fuera irlandesa—. Señor
Maybury —prosiguió Falkner—, comprendo perfectamente sus dificultades. Por
supuesto, usted no tiene la menor obligación de tomar algo que no desee tomar.
Lamento lo sucedido, eso es todo. Pensará usted que el servicio es pésimo…
¿No preferiría pasar a nuestra salita? ¿O desea tomar un poco de café?
—Sí —dijo Maybury, concentrándose en lo esencial—. Sí, por favor, me
gustaría. Lo cierto es que ya había pedido un café solo. ¿Sería posible que me
trajeran toda una jarra?
Tuvo que caminar con bastante cuidado para no pisar el desastre que había
en el suelo y, para ello, necesitó mirar hacia abajo. Al hacerlo, observó algo muy
curioso: junto a la gran mesa vio un delgado tubo metálico situado unos pocos
centímetros por encima del suelo. Uno de los comensales estaba unido a dicho
tubo mediante un grillete que rodeaba su tobillo izquierdo.
Maybury, muy nervioso y afectado, había esperado encontrarse solo hasta
que le sirvieran el café. Pero apenas se hubo dejado caer en uno de los enormes
sofás (que podría haber acomodado fácilmente a cinco personas, dos de ellas
corpulentas), el apuesto joven de la chaquetilla blanca surgió de donde fuera y se
limitó a quedarse inmóvil, igual que en una fase anterior de la velada. En la sala
no se veía ningún periódico, ni siquiera folletos sobre la Hermosa Inglaterra, y
Maybury encontró la presencia del joven algo irritante. De todas formas, no se
atrevía a decir: «No quiero nada». No se le ocurría nada que hacer o que decir y
tampoco el joven habló ni pareció tener alguna labor especial en aquel sitio.
Resultaba obvio que su presencia no era necesaria allí cuando todo el mundo se
hallaba en el comedor. Supuso que pronto servirían el pudding de frutas; y fue
consciente de que aún le faltaba pagar la cuenta. El silencio se prolongó durante
un considerable espacio de tiempo.
Para gran sorpresa suya, Mulligan fue la que le sirvió el café. Le había traído
una sola taza, no una jarra; e incluso dicha taza era de un tamaño tal que
Maybury, por una sola vez en esa noche, hubiera acogido con agrado una mucho
mayor. De inmediato adivinó que tal café no formaba parte del régimen habitual
del lugar y que se le ofrecía una compensación especial, aunque era muy posible
que debiera pagar un extra por ella. Había tenido la vaga idea de que Mulligan
estaría ayudando a limpiar el comedor. De hecho, Mulligan parecía tan tranquila
como siempre.
—¿Azúcar, señor? —dijo.
—Un terrón, por favor —respondió Maybury, mientras observaba el tamaño
de la taza.
No se le escapó que Mulligan, antes de irse, intercambiaba una mirada con el
apuesto joven de la chaquetilla blanca. Este era lo bastante joven para ser su hijo,
y la mirada podía significar cualquier cosa o nada.
Mientras Maybury intentaba sacar el máximo partido de su magra ración de
café y, al mismo tiempo, ignorar la presencia del joven, quien debía de estar
aburrido, la puerta del comedor se abrió y la dama de aspecto trágico del otro
lado del comedor entró en la estancia.
—Cierra la puerta, ¿quieres? —le dijo al joven. Éste hizo lo ordenado y
volvió a su anterior inmovilidad, observándoles—. ¿Le importa que me siente
con usted? —preguntó la dama a Maybury.
—Me encantaría.
La verdad es que era muy hermosa, dentro de su melancólico estilo, y su
traje, tan espléndido como Maybury había supuesto; en su manera de moverse y
hablar había un elemento cuyo único calificativo adecuado sería el de
principesco. Maybury no estaba acostumbrado a eso.
Ella tomó asiento en el centro del sofá, no en el otro extremo. A Maybury se
le ocurrió que su opulenta manera de vestir casi podría haber sido concebida
para armonizar con la recargada decoración de la estancia. Llevaba unos
complejos pendientes de aspecto oriental, con unas piedras traslúcidas de color
rosa, parecidas a los diamantes rosé (quizá eran diamantes); y zapatos plateados.
Su perfume resultaba tan perceptible como distinguido.
—Mi nombre es Cécile Céliména —se presentó ella—. ¿Qué tal está usted?
Se supone que tengo cierto parentesco con el compositor Chaminade.
—¿Cómo está usted? —dijo Maybury—. Lucas Maybury, y mi único
pariente de importancia es Solway Short. De hecho, es mi primo.
Se dieron la mano. La de ella era muy blanca y suave, y llevaba un
considerable número de anillos que a Maybury le parecieron valiosos y
auténticos (aunque, en realidad, no hubiera podido afirmarlo con seguridad).
Para darle la mano, ella volvió todo el dorso hacia él.
—¿Quién es el caballero al que ha mencionado? —le preguntó.
—¿Solway Short? El corredor de moto. Tiene que haberle visto en la
televisión.
—No miro la televisión.
—Hace usted muy bien. Sólo se consigue perder el tiempo.
—Si no quiere perder el tiempo, ¿por qué está usted en La Hostería? El
joven, que seguía observándoles, desplazó su peso de una pierna a la otra.
—He venido a cenar. Me encuentro aquí de paso, nada más.
—¡Oh! Entonces, ¿se marcha?
Maybury vaciló. Era atractiva y él, por el momento, no sentía deseos de irse.
—Supongo que así es. En cuanto haya pagado mi cuenta y me entere de
algún lugar donde echar gasolina. El depósito de mi coche está casi vacío. A
decir verdad, me he perdido.
—Aquí, la mayoría estamos perdidos.
—¿Por qué ha venido a este lugar? ¿Qué le ha hecho a usted estar aquí?
—Venimos por la comida y la paz y el calor y el descanso.
—Me ha parecido que la cantidad de comida es excesiva.
—Es necesaria. Podría decirse que devuelve las fuerzas…
—No estoy demasiado seguro de que sea el sitio adecuado para mí —dijo
Maybury. Luego, añadió—: Y hubiera pensado que tampoco lo era para usted.
—¡Oh, sí lo es! ¿Qué le hace suponer lo contrario?
Parecía realmente preocupada al respecto, por lo que Maybury supuso que
había llevado la conversación por el camino equivocado.
Intentó sacarle el máximo provecho a su error.
—Con sinceridad, es que usted me parece un poco distinta a los otros
huéspedes.
—Distinta, ¿en qué forma? —preguntó ella, en verdad interesada, y
mirándole con gran concentración.
—Para empezar, más hermosa. Usted es muy bella —dijo él, aunque el joven
de la chaqueta blanca seguía allí, y tomaría nota de cada palabra.
—Muy amable por su parte. —Y, de repente, se inclinó para acortar la
distancia que les separaba y le cogió la mano—. ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Lucas Maybury.
—¿Suelen llamarle Luke?
—No, me desagrada. No soy el tipo de persona a la que llaman Luke.
—Pero su mujer no le llama Lucas, ¿verdad?
—Me temo que eso hace.
En la pregunta había una trampa de la que él podría haber prescindido muy a
gusto.
—¿Lucas? Oh, no, es un nombre frío… Seguía agarrada a su mano.
—Lo lamento. ¿Quiere que le pida un café?
—No, no. El café no es bueno; estimula, hace estar despierto, es demasiado
excitante, pone nervioso. —De nuevo, le miraba con aquellos ojos tristes.
—Este lugar es muy curioso —dijo Maybury, dándole un suave apretón a la
mano de ella.
Desde luego, empezaba a resultar algo extraño que ninguno de los demás
comensales hubiera aparecido todavía.
—No podría vivir sin La Hostería —contestó ella.
—¿Viene aquí a menudo?
La frase resultó tan ridícula como convencional.
—Por supuesto. Si no, la vida resultaría imposible. Toda la gente que hay en
el mundo sin suficiente alimento, viviendo sin amor, sin tener ni tan siquiera las
ropas adecuadas para combatir el frío…
Maybury pensó que mientras estaba cenando, la sala se había ido poniendo
tan caliente como el comedor.
Ella le miraba con el rostro cargado de tragedia, buscando su comprensión.
Pese a todo, el tema que había abordado no era precisamente uno de los favoritos
de Maybury. Prefería problemas cuyas soluciones fueran, como mínimo,
posibles. Le habían prevenido contra los de otras clases.
—Sí —dijo—. Sé a qué se refiere, por supuesto.
—En el mundo hay millones y millones de personas que no tienen ni una
sola prenda de ropa —exclamó ella, apartando su mano.
—Bueno, no tantos —dijo Maybury, sonriendo—. No tantos. O todavía no.
Sabía a la perfección cuáles eran los riesgos y pensaba en ellos tan poco
como le resultaba posible. Había que sobrevivir, y también era preciso cuidar a
quienes dependían de uno.
—En cualquier caso —dijo, intentando hacer menos grave el tono de la
conversación—, no creo que eso pueda tener relación con usted. Pocas veces he
visto un traje tan espléndido.
—Sí —replicó ella con una tranquila seriedad—. Viene de Roma. ¿Le
gustaría tocarlo?
A Maybury, por supuesto, le habría gustado; pero, y eso era igual de natural,
la vigilante presencia del joven le contenía.
—Tóquelo —ordenó ella en voz baja—. Dios, ¿a qué espera? Tóquelo. —De
nuevo le cogió la mano izquierda y se la puso sobre su seno, cálido y suave. El
joven pareció tomar nota de aquello igual que de todo lo ocurrido hasta entonces,
sin prestarle ni más ni menos atención—. Olvídele. No le haga caso. En nombre
de Dios, ¿para qué está la vida?
En toda su persona había una apasionada premura que podía despojar de su
juicio a un hombre como Maybury; pero él seguía sintiéndose fuera de situación.
De hecho, no había perdido el control por completo en ningún momento de su
vida y, a tales alturas de ésta, se encontraba prácticamente seguro de que, para
bien o para mal, era incapaz de perderlo.
Ella retorció su cuerpo hasta que sus piernas quedaron extendidas sobre el
sofá, y su cabeza, en el regazo de él o, para ser más exactos, sobre sus muslos.
Se había movido con tal destreza que ni siquiera había alterado los pliegues de
su falda. Su perfume subía en oleadas hacia él.
—Deja de mirar a Vincent —pidió con un ronco gorgoteo—. Te contaré algo
de Vincent. Aunque puedas pensar que tiene el aspecto de un dios griego, la pura
y simple realidad es que le falta el equipo necesario. Es impotente.
Por supuesto, Maybury se sintió incómodo. De todas formas, cuanto pensó
en aquellos momentos fue que en las fiestas es necesario bailar y que, con mucha
frecuencia, en ciertas situaciones sólo había un tipo de respuesta posible.
En realidad, no importaba mucho lo que pensara porque, en cuanto ella hubo
hablado, Vincent salió con brusquedad de la habitación a través de lo que
Maybury supuso era la puerta de servicio.
—Gracias a Dios —exclamó con ingenuidad, y sin poderse contener.
—Ha ido en busca de refuerzos —dijo ella—. Pronto lo veremos.
¿Dónde estaba el resto de los comensales? ¿Dónde podían estar a esas
alturas? De todas formas, Maybury empezó a sentir una auténtica elevación de
su ánimo y sus caricias se fueron haciendo más y más íntimas.
Y, entonces, pareció que todo el mundo había entrado de repente en la
habitación; esa vez, todos hablaban y andaban de un lado para otro.
Cécile se fue irguiendo, sin la más mínima precipitación, y con los labios
muy cerca de su oído dijo:
—Ven a verme luego. Número veintitrés.
A Maybury le era imposible indicarle que no iba a pasar la noche en La
Hostería. Falkner acababa de aparecer.
—A la cama todos —gritó, jovial, dominando el tumulto en un segundo.
Maybury, nuevamente libre de moverse, miró su reloj. Al parecer eran las
diez de la noche. No cabía duda de que el final de la velada había llegado
aunque, con todo, le pareció una hora demasiado temprana después de una cena
tan pesada.
Casi nadie se movió; pero tampoco hubo ninguna contestación a sus
palabras.
—A la cama todos —repitió Falkner, esa vez en un tono que casi habría
podido ser calificado de grosero.
La dama que había estado con Maybury se puso en pie.
Todos fueron saliendo de la habitación, la dama de Maybury entre ellos. No
había pronunciado ni una sola palabra más y tampoco había hecho ni el más
mínimo gesto. Maybury se encontró a solas con Falkner.
—Permítame que le retire su taza —dijo Falkner, cortés.
—Antes de que le pida mi cuenta —dijo Maybury—, ¿le sería posible
indicarme algún lugar en el que pueda encontrar gasolina a estas horas?
—¿Se le ha terminado la gasolina? —preguntó Falkner.
—Casi.
—De noche, no hay nada abierto en un radio de treinta kilómetros. No hoy
en día. Es algo relacionado con nuestros nuevos amigos, los árabes, o eso creo al
menos. Mi única sugerencia es sacar un poco de gasolina de nuestro propio
vehículo. Es bastante grande y tiene un depósito muy espacioso.
—Oh, no puedo consentir que se tome tales molestias…
Además, Maybury no sabía cómo llevar a cabo tal truco. Había oído hablar
de él; pero el problema no se le había planteado en toda su vida.
El joven llamado Vincent apareció de nuevo y Maybury pensó que seguía
algo ruborizado, aunque resultaba difícil estar seguro con una piel tan reluciente
como la suya. Vincent empezó el proceso de cerrar, algo que parecía ser bastante
serio, casi tanto como en los días de sus abuelos, cuando se podía temer la
aparición repentina de cualquier bandolero al acecho.
—No es problema, señor Maybury —dijo Falkner—. Vincent puede hacerlo
con toda facilidad, o, si no, cualquier otro miembro de mi personal lo hará.
—Bien —repuso Maybury—, si no le supone ningún problema…
—Vincent —ordenó Falkner—, todavía no pongas el candado a la puerta
principal. El señor Maybury tiene intención de abandonarnos.
—Muy bien —dijo Vincent con expresión huraña.
—Y ahora, señor Maybury, si vamos hasta su coche, podrá llevarlo hasta la
entrada posterior. Le mostraré el camino. Debo disculparme por causarle esta
molestia extra, pero al otro vehículo le hace falta cierto tiempo para arrancar,
sobre todo de noche.
Vincent les había abierto la puerta principal.
—Después de usted, señor Maybury —dijo Falkner.
Dado que en el interior hacía excesivo calor, el exterior se reveló, con toda
lógica, excesivamente frío. El farol estaba apagado. La luna se había «retirado»,
como Maybury pensaba que decía el refrán; y, al parecer, todas las estrellas se
habían retirado con ella.
De todas formas, la distancia hasta el coche no era excesiva. Maybury no
tardó en hallarlo pese a la profunda oscuridad, con Falkner siguiéndole en
silencio sin quedarse nunca retrasado más de un paso.
—Quizá sería mejor que volviera a buscar una linterna, ¿no? —observó
Falkner.
Y, por lo tanto, se le trajo una linterna. Eso hizo que Maybury recordara el
asunto de la carpeta con su nombre pegado y, cuando abrió la portezuela del
coche, allí estaba la carpeta, justo tal y como él había supuesto y, desde luego,
con la etiqueta del nombre hacia arriba. Maybury la echó al asiento de atrás.
La linterna eléctrica de Falkner era un pesado artefacto casi de mecánico que
bañó una amplia zona con su luz fría y blanca.
—¿Puedo sentarme a su lado, señor Maybury?
Cerró la portezuela sin hacer ruido.
Con linterna o sin ella, Maybury había encendido los faros y estaba luchando
con el motor de arranque, el cual parecía mostrarse algo obstinado.
Se le ocurrió pensar que no era el motor de arranque lo que andaba mal, sino
su propia persona. La sensación que tenía era la misma que la de una pesadilla.
Por supuesto, se trataba de algo que había hecho centenares de veces, millares tal
vez; pero ahora, cuando, después de todo, resultaba realmente importante
hacerlo funcionar, lo cierto era que no podía ponerlo en marcha: por increíble
que pareciese, había perdido una habilidad tan simple, y eso era todo. Con
frecuencia, había tenido pesadillas de esa misma clase. Con una parte de su
cerebro encontró el tiempo para preguntarse si eso sería un mal sueño. Mas lo
presumible era que no, dado que no había despertado, como ocurre en cuanto
nos damos cuenta de que estamos soñando.
—Me gustaría poderle ayudar en algo —observó Falkner, quien había
apagado su linterna —; pero no estoy acostumbrado a esta marca de coche. Es
muy posible que mi ayuda causara más daños que beneficios.
Había hablado con su plácida jovialidad de costumbre.
Maybury volvía a estar irritado. El coche era de los más comunes que puedan
existir: en ese aspecto, se podía confiar en su empresa. De todas formas, sabía
que la culpa de no conseguir que el coche arrancara era totalmente suya y no de
Falkner, por supuesto. Tenía la sensación de que se estaba volviendo loco.
—No se me ocurre ninguna sugerencia —dijo; y añadió—: Si es que no hay
ningún garaje cercano, como usted afirma…
—Quizá Cromie pudiera ayudarnos. Cromie lleva mucho tiempo con
nosotros y es un mago con cualquier clase de problema mecánico.
Nadie hubiera podido afirmar que Falkner estuviera presionando a Maybury
para que se quedara allí durante la noche o, ni tan siquiera, que hubiera aludido a
ello, como hubiera sido de esperar. Maybury se preguntó si aquel extraño lugar
no estaría, de hecho, lleno. Parecía la respuesta más probable. No se trataba de
que Maybury quisiera pasar la noche allí, desde luego, nada más lejos de eso.
—No estoy seguro de tener derecho a molestar a nadie más —dijo.
—Cromie tiene el turno de noche —replicó Falkner—. Siempre hace ese
turno. Le tenemos empleado para eso.
Voy a buscarle.
Volvió a encender la linterna, bajó del coche y desapareció en el interior de la
casa cerrando la puerta principal a su espalda para que ni una ráfaga de aire frío
pudiera entrar.
Un rato más tarde, la puerta se abrió de nuevo y Falkner emergió otra vez por
ella. Seguía sin llevar ningún abrigo sobre su levita y parecía no enterarse del
frío. Acudía seguido por una corpulenta silueta, de contornos imprecisos y paso
no muy seguro: la primera visión que Maybury tuvo de ella fue un manchón
borroso que se encontraba detrás de Falkner, perceptible gracias a la luz que salía
de la casa.
—Cromie no tardará en arreglarlo —dijo Falkner mientras abría la
portezuela del coche—. ¿Verdad que lo arreglarás, Cromie?
Su tono de voz era el mismo que se emplea con un perro de caza bonachón.
Pero Maybury tenía la sensación de que Cromie no era un hombre demasiado
afable. Hubo de admitir para sí que Cromie le había resultado instantáneamente
alarmante aunque, dada la situación, no podía ver gran cosa de él.
—Bien, señor Maybury, ¿cuál es la naturaleza exacta del problema? —
preguntó Falkner—. Sólo tiene que contárselo a Cromie.
Falkner no había hecho intento alguno de volver a entrar en el coche; pero
Cromie se introdujo en él y ocupó el asiento contiguo a Maybury, donde Angela
solía sentarse.
La impresión que producía con su presencia era la de una persona muy
corpulenta. Maybury prefería no mirarle, aunque el reflejo de los faros
proporcionaba una cierta claridad.
Maybury no podía reconocer que, por alguna ignorada y degradante razón, él
era incapaz de conseguir que el coche arrancara, así que se vio obligado a
pretender que algo andaba mal en el mecanismo. Le fue imposible evitar la
visión de las enormes manos amarillentas de Cromie, más bien deformadas,
cuando éste empezó a manipular el arranque hacia dentro y hacia afuera con tal
violencia que Maybury exclamó:
—No tan fuerte. Lo va a romper.
—Con cuidado, Cromie —dijo Falkner desde fuera del coche—. Cromie
tiene que trabajar casi siempre a gran escala —le explicó a Maybury.
Pero la violencia demostró ser efectiva, como sucede a menudo. En unos
segundos, el motor del coche sonaba.
—Muchísimas gracias —dijo Maybury.
Cromie no emitió ninguna respuesta detectable, y tampoco se movió.
—Sal, Cromie —dijo Falkner—. Sal del coche.
Cromie descendió, obediente, del vehículo y se alejó tambaleándose entre la
oscuridad.
—Bien —dijo Maybury, animado con el ronroneo del motor —. ¿Dónde
tenemos que ir a por la gasolina?
A sus palabras, siguió el más breve de los silencios.
Después, Falkner le habló desde la penumbra exterior.
—Señor Maybury, acabo de recordar una cosa. En nuestro depósito no hay
gasolina. Es gasóleo, por supuesto. Debo disculparme por tan estúpido error.
Ahora, Maybury no sólo estaba irritado o asustado; estaba furioso. La rabia y
la confusión eran tales que se descubrió incapaz de hablar. En el mundo
moderno, nadie confundiría la gasolina y el gasóleo de esa forma. Pero ¿qué
podía hacer al respecto?
Falkner, que seguía junto a la portezuela del coche, la cual había
permanecido abierta, habló de nuevo:
—Lo lamento mucho, señor Maybury. ¿Me permite que intente disculpar mi
error invitándole a pasar la noche con nosotros sin ningún tipo de gasto, salvo
quizá el de la cena?
Durante los últimos minutos, Maybury había estado sospechando que este
momento tenía que llegar, de una forma o de otra.
—Gracias —dijo, con una voz en la que había muy poco agradecimiento—.
Supongo que haré lo mejor aceptando.
—Intentaremos que esté cómodo —dijo Falkner.
Maybury apagó los faros, salió una vez más del coche, cerró la portezuela y,
para lo que pudiera servir, le dio una vuelta de llave después, siguiendo a Falkner
hacia la casa. En esa ocasión, Falkner se encargó de completar el proceso de
cierre y aseguramiento de pestillos que Vincent había omitido siguiendo sus
instrucciones.
—No tengo equipaje —observó Maybury, que seguía a la defensiva.
—Eso no será problema —dijo Falkner, irguiéndose tras haber pasado el
último pestillo y alisando su levita—. Hay algo que debería explicarle. Pero
antes, ¿quiere disculparme un momento?
Salió por la puerta que había al final de la sala.
Maybury pensó que los hoteles se habían vuelto demasiado cálidos
últimamente. Empezaba a sentirse mareado.
Falkner acababa de volver.
—Hay algo que debería explicarle —repitió—. No disponemos de
habitaciones individuales, en parte porque muchos de nuestros visitantes
prefieren no estar solos durante la noche. Lo mejor que podemos hacer por usted
en su emergencia actual, señor Maybury, es ofrecerle compartir habitación con
otro huésped. La habitación es espaciosa y hay dos camas. Por un auténtico
golpe de suerte en este momento, sólo hay una persona en la habitación, el señor
Bannard. Estoy seguro de que el señor Bannard se alegrará de su compañía y
usted se encontrará perfectamente a salvo con él. Puedo asegurarle que es una
persona muy agradable. Acabo de mandarle recado a ver si le es posible bajar y
que así yo pueda presentarles. Siempre se ha mostrado muy dispuesto a prestar
ayuda y pienso que estará aquí dentro de un instante. El señor Bannard lleva ya
cierto tiempo con nosotros, y estoy seguro de que podrá proporcionarle un
pijama y todo lo necesario.
Lo mirara como lo mirase, eso era lo último que Maybury deseaba; pero
había aprendido que es peculiarmente difícil protestar contra ese tipo de cosas
sin conseguir que la gente se irritara con uno. Además, suponía que estaba
obligado a pasar una noche en aquel sitio y, por lo tanto, tenía que cargar con
todas las implicaciones de tal noche, sin importar cuáles pudieran ser, o qué poco
faltaría para ello.
—Si es posible, me gustaría telefonear a mi mujer —dijo Maybury.
Ya hacía cierto tiempo que pensaba en Angela.
—Me temo que eso es imposible, señor Maybury — contestó Falkner—. Lo
siento.
—¿Cómo puede ser imposible?
—Para reducir la tensión nerviosa y mantener la atmósfera que nuestros
huéspedes prefieren, carecemos de teléfono con línea exterior. Lo único que hay
es una línea interna entre mis habitaciones y las de los propietarios.
—Pero ¿cómo pueden llevar un hotel en el mundo moderno sin teléfono?
—La mayoría de nuestros huéspedes son clientes habituales. Muchos de
ellos vienen una y otra vez, y lo último que buscan al venir aquí es un teléfono
que suene continuamente, con toda la tensión que eso implica.
—Deben de estar todos medio chalados —dijo con sequedad Maybury, sin
poder contenerse.
—Tengo que hablarle de otras dos cosas, señor Maybury —replicó Falkner
—. La primera es que le he invitado a que sea nuestro huésped en el más literal
sentido de la palabra. La segunda, que, pese a la importancia que usted le da a
ser eficiente, al parecer ha emprendido un largo viaje nocturno con muy poca
gasolina en su depósito. Creo que debería considerarse afortunado por no tener
que pasar la noche varado en alguna carretera.
—Lo siento —dijo Maybury—, pero tengo que telefonear a mi mujer. No
tardará en volverse loca de preocupación.
—No lo creo, señor Maybury —repuso Falkner, sonriendo
—. Podemos y debemos esperar que se preocupe, eso sí; pero no que pierda
la cabeza por completo.
Maybury habría sido capaz de darle un puñetazo; pero un desconocido entró
en ese momento.
—Ah, señor Bannard… —dijo Falkner, y les presentó. Incluso llegaron a
darse la mano—. Señor Bannard, no le importará que el señor Maybury
comparta su habitación, ¿verdad?
Bannard era un hombrecillo flaco y huesudo que tendría la edad de Maybury.
Estaba casi calvo, con tan sólo una corona de rizado cabello rojizo. Tenía unos
ojos verdigrises, algo acuosos, del tipo que suele acompañar al cabello rojizo. En
ese ambiente, producía una franca impresión de alegre vivacidad; pero Maybury
se preguntó cómo se las arreglaría para sobrevivir en el mundo exterior. Sin
embargo, quizá eso fuera debido a que Bannard resultaba demasiado semejante a
una gamba como para tener buen aspecto en pijama.
—Me encantará compartir mi habitación con quien sea — replicó Bannard
—. Me siento solo sin tener compañía.
—Espléndido —dijo Falkner fríamente—. ¿Podría acompañar al señor
Maybury al piso de arriba y prestarle un pijama? Debe recordar que es nuevo
entre nosotros y aún no conoce todas nuestras costumbres.
—Encantado, encantado —exclamó Bannard.
—Bien, entonces… —dijo Falkner—. Señor Maybury, ¿desea algo más antes
de subir?
—Sólo un teléfono —replicó Maybury, que aún no se había dejado
convencer.
Sencillamente, no creía a Falkner. En el mundo moderno, nadie puede vivir
sin un teléfono y menos aún llevar un negocio sin él. Algo inquieto, había
empezado a preguntarse si Falkner le había contado la verdad sobre la gasolina y
el gasóleo.
—Señor Maybury, ¿desearía algo que estemos en situación de
proporcionarle? —insistió Falkner con ofensiva precisión.
—Aquí no hay teléfono —dijo Bannard, cuya voz era notablemente aguda,
incluso chillona.
—En tal caso, nada —dijo Maybury—. Pero no sé cómo va a tomárselo mi
esposa.
—Eso ninguno de nosotros lo sabe —dijo Bannard, de forma más bien
innecesaria, y lanzó una risita que duró unos segundos.
—Buenas noches, señor Maybury. Gracias, señor Bannard.
Mientras seguía a Bannard por la escalera hacia el piso superior, Maybury
casi se sorprendió al descubrir que el sitio parecía un hotel normal, aunque con
un exceso de calefacción y una decoración demasiado recargada. En el primer
rellano había una reproducción a tamaño natural de un jefe de clan escocés
vestido con el tartán escarlata, obra de Raeburn. Maybury conocía el cuadro
porque había sido escogido para calendario de la empresa un año, aunque desde
entonces habían utilizado chicas. Bannard vivía en el segundo piso, donde el
cuadro del rellano era más pequeño y representaba a damas y caballeros con
trajes de montar que tomaban refrescos en un grupo.
—No se oye demasiado ruido —dijo Bannard—. Entre nosotros hay unas
cuantas personas con el sueño muy ligero.
Los corredores tenían la leve iluminación de las horas nocturnas y resultaban
claramente siniestros. Maybury, que se sentía algo ridículo, procuró no hacer
ningún ruido y cuando entró en la habitación de Bannard, lo hizo casi de
puntillas.
—No —dijo Bannard con una risilla que era más bien un suspiro—, la
número trece todavía no… Número doce A.
Lo cierto es que Maybury no se había fijado en el número de la puerta que
Bannard cerraba con cautela, y no creyó necesario replicar a su observación.
—Bueno, amigo, no haga ruido al desnudarse —dijo Bannard en voz baja—.
Cuando se despierta a gente que duerme con placidez, nunca se sabe qué
reacciones puede haber. Es algo muy desagradable que no se debe hacer.
La habitación era espaciosa y de forma cuadrada; las dos camas se hallaban
en esquinas opuestas, lo que a Maybury le hizo sentir un cierto alivio. Cuando
entraron, la luz estaba encendida. Maybury supuso que incluso el chasquido de
los interruptores debía ser evitado mientras no fuese estrictamente necesario.
—Ésa es su cama —susurró Bannard, y señaló hacia ella con la expresión de
quien gasta una broma.
De momento, Maybury se había quitado sólo los zapatos. Podría haber
prescindido de la afable sonrisa de Bannard y de que éste no cesara de mirarle.
—¿O quizá prefiere un poco de actividad antes de que nos acostemos? —
murmuró Bannard.
—No, gracias —replicó Maybury—. Hoy ha sido un día muy largo.
Intentaba mantener su voz con el volumen razonable; pero no estaba
dispuesto a hablar en murmullos.
—Desde luego que lo ha sido —dijo Bannard, alzando su tono hasta el
volumen empleado por Maybury—. Bueno, pues entonces, buenas noches. Lo
mejor es quedarse dormido lo antes posible.
Su tono era similar al que parecía el habitual en Falkner.
Bannard trepó ágilmente a su cama y se quedó tendido de espaldas, mirando
a Maybury por encima del embozo.
—Cuelgue su traje en el armario —dijo Bannard, quien ya había actuado de
forma similar antes—. Hay sitio de sobra.
—Gracias —dijo Maybury—. ¿Dónde puedo encontrar el pijama?
—En el cajón de arriba —dijo Bannard—. Sírvase usted mismo. Todos son
iguales.
Y era cierto, el cajón resultó estar repleto de pijamas, todos idénticos, al
parecer.
—Hace un tiempo raro —comentó Bannard—. Ni es del todo verano ni del
todo invierno.
—Muchas gracias por el préstamo —dijo Maybury, aunque el pijama era
demasiado pequeño para él.
—El cuarto de baño está ahí —indicó Bannard.
Al volver, Maybury abrió la puerta del armario. Era muy grande y estaba
ocupado por una larga hilera de trajes que debían de pertenecer a Bannard.
—Hay sitio de sobra —dijo Bannard una vez más—. Coja una percha vacía.
Como si estuviera en su casa.
Mientras colocaba sus pantalones en la percha y colgaba ésta en el riel,
Maybury fue consciente, una vez más, del estado de su pierna. Se había metido
el pijama de Bannard tan rápidamente que, ya fuera para bien o para mal, ni tan
siquiera se había examinado la herida.
—¿Qué ocurre? —preguntó de inmediato Bannard—. Se ha hecho daño,
¿verdad?
—Un maldito gato me arañó —replicó Maybury, sin darle mayor
importancia al asunto.
Pero decidió echarle una mirada. Con cierta dificultad y algo de dolor, se
subió la apretada pernera del pijama. La herida se veía bastante fea y con mucha
sangre seca. Se dio cuenta de que ni tan siquiera había pensado en lavársela. Si
de algo normal se había preocupado hasta el momento, había sido de Angela.
—No me la enseñe —chilló Bannard, que se olvidó de no hacer ruido. Pese a
sus palabras, se había erguido en el lecho y miraba como si los ojos-fueran a
saltársele de las órbitas—. Me sienta muy mal ver ese tipo de cosas. Me
inquietan.
—No se preocupe —dijo Maybury—. Estoy seguro de que no es tan seria
como parece.
De hecho, no estaba seguro de ello ni mucho menos; y también se daba
cuenta de que no había sido eso lo que había hecho que Bannard se preocupase
tanto.
—No quiero saber nada al respecto —dijo Bannard.
Maybury no le respondió, y se limitó a bajarse la pernera del pantalón.
Estaba claro que no podía hacer nada por su herida. Incluso una petición de
vaselina provocara tal vez un ataque de histeria. Maybury intentó concentrarse
en la idea de que si la herida no había tenido ninguna consecuencia seria a tales
alturas, era bastante posible que ya no ocurriera nada grave.
Bannard, sin embargo, seguía ardiendo en el lecho.
Parecía haber palidecido.
—Vengo aquí para olvidar ese tipo de cosas —dijo—. Todos lo hacemos.
Le temblaba la voz.
—¿Quiere que apague la luz? —preguntó Maybury—. Ya que soy el que
sigue levantado…
—Normalmente, no la apago —respondió Bannard, tendiéndose una vez más
pese a sus palabras—. Puede hacer que las cosas se pongan difíciles sin
necesidad. Claro que su presencia aquí también es algo a considerar…
—La habitación es suya —dijo Maybury, indeciso.
—De acuerdo. Apáguela si quiere. Esta noche, al menos.
Maybury no le hizo ningún bien a su pierna herida cuando regresó a su cama,
más bien a tientas. Pese a todo, logró llegar a ella.
—Sólo estaré aquí una noche —dijo, dirigiéndose más a la oscuridad que a
Bannard—. Mañana usted volverá a quedarse solo.
Bannard no contestó y, a decir verdad, Maybury tuvo la impresión de que ya
no estaba allí, de que Bannard no era un organismo que pudiera funcionar en la
oscuridad. Maybury se contuvo y no preguntó si era posible descorrer una
cortina (las cortinas del cuarto eran tan largas y gruesas como las de todos los
demás sitios), o de permitir que entrara un poco de aire fresco. Tenía la
sensación de que lo mejor sería dejar las cosas más o menos como estaban.
La oscuridad era completa. El silencio, también. Hacía un calor excesivo.
Maybury se preguntó qué hora sería. No tenía ni la más mínima idea. Por
desgracia, su reloj no era de esfera luminosa.
Dudaba de que le fuera posible dormirse; pero, de alguna forma, tendría que
pasar la noche. Para Angela debía de ser aún más duro…, mucho más duro. Ni
en sus mejores momentos se había considerado un esposo de primera clase,
capaz de proporcionar lujos superfluos y protección. La situación se volvería
insoportable si perdía una pierna. Pero, incluso en el peor de los casos, quizá eso
pudiera evitarse gracias a la medicina moderna: suponía que aún debería ser
capaz de arreglárselas durante cierto tiempo.
Con toda la cautela de que fue capaz, se deslizó por entre las ardientes
sábanas y mantas hasta emerger a la superficie del lecho. Y allí se quedó tendido,
igual que un pez agonizante, intentando no hacer ningún otro movimiento, fuera
de la clase que fuese.
El cansancio interno casi le hizo caer en un estado cataléptico. La situación
no parecía demasiado prometedora en cuanto a dormir. Al cabo de cierto tiempo,
creyó detectar la respiración de Bannard, muy, muy lejos. Así que Bannard
seguía allí… La fantasía y la realidad son cosas distintas. No hubiera podido
decir si Bannard dormía o estaba despierto; pero, en cualquier caso, el no
reanudar ningún tipo de conversación con Bannard se había convertido en un
objetivo de considerable importancia. El tiempo transcurrió, media existencia de
Maybury.
Ahora no había duda de que Bannard se hallaba en la habitación, sin
moverse, y que, además, estaba despierto. Poco después, un claro movimiento se
hizo perceptible. El cuerpo de Maybury se contrajo por la tensión de averiguar si
Bannard avanzaba entre aquella oscuridad hacia la esquina de su lecho. Tuvo la
sensación de que sólo tenía la mitad de su tamaño normal.
Bannard estuvo avanzando a tientas durante un interminable período de
tiempo. Desde luego, Maybury no había sido demasiado justo con él al apagar la
luz. Su nerviosismo actual era, sin duda, el precio que debía pagarse por ello y
nada más.
Desde luego, Bannard parecía haber comprendido la naturaleza y el espíritu
de la situación, adaptándose a ella: era posible que no hubiese encendido la luz
porque no conseguía llegar hasta el interruptor; pero daba la impresión de que
había algo más que eso. Era posible pensar que Bannard hacía un claro esfuerzo
por ser silencioso para que así Maybury, su invitado de una sola noche, no se
viera molestado. Maybury apenas si podía oír sus movimientos, aunque resultaba
difícil saber si eso se debía a consideración o amenaza por parte de Bannard.
Maybury casi no hubiera sentido sorpresa alguna si el siguiente acontecimiento
hubiera sido que unas manos le agarraban del cuello.
Pero, de hecho, lo que ocurrió un instante después fue que Bannard llegó a la
puerta y la abrió con una considerable y delicada lentitud. Como anticlímax fue
una acción bastante grande, y no estaba del todo fuera del orden natural de las
cosas; pero Maybury no se tranquilizó mientras que, con el cuerpo rígido,
observaba la columna de tenue luz procedente del pasillo que se fue
ensanchando con lentitud para, luego, adelgazando con idéntica lentitud hasta
desvanecerse con el leve chasquido del picaporte. Estaba claro que, después de
todo, no había gran cosa de qué preocuparse; aunque era probable que Maybury
hubiera llegado a ese nivel de ansiedad en el que casi cualquier nuevo
acontecimiento se limita a producir una nueva tensión. Más aún, pronto llegaría
la tensión creada por el regreso de Bannard. Maybury se daba cuenta, con algo
de confusión, que era grotesco preocuparse tanto cuando, de hecho, Bannard le
estaba demostrando toda la consideración posible. Y, una vez más, pensó que la
situación de la pobre Angela era mucho peor.
Al pensar en el apuro actual de Angela, y en lo dulce y encantadora que ésta
era realmente en el fondo, Maybury se sintió más despierto que nunca mientras
esperaba el inminente regreso de Bannard…, pues su regreso, con toda
seguridad, debía ser inminente. El sueño le estaría vedado hasta que Bannard
hubiera vuelto.
Pero no volvía. Maybury empezó a preguntarse si algo se habría estropeado
en su facultad de percibir el tiempo, refiriéndose con ello, desde luego, a cierto
problema de naturaleza y significado médicos. Durante toda esa tarde y esa
noche, empezando muy poco después de haberse metido en la ruta que le habían
recomendado, estuvo dudando de cuál era su lugar en el universo y lo que la
gente llamaba el estado de sus nervios. Ésa era una prueba de que tenía buenas
razones para estar preocupado.
Y, entonces, en algún lugar de la casa, resonó un grito capaz de taladrar
cualquier tímpano, y después otro, otro más. Resultaba imposible saber si el
estruendo le llegaba de cerca o de lejos y menos aún saber si el grito era
femenino o masculino. Maybury no sabía que el organismo humano pudiera
producir un sonido tan potente, ni tan siquiera en el peor de los apuros.
Escucharlo destrozaba los nervios; en especial si se está encerrado en una
caliente y absoluta oscuridad como aquélla. Y no se trataba de algo
momentáneo: el grito seguía y seguía en un auténtico paroxismo, hasta que
Maybury tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para no gritar en respuesta.
Saltó de la cama y, a tientas, empezó a buscar las gruesas cortinas. Tenía que
conseguir que entrase algo de luz en aquel sitio; de ser posible, necesitaba un
poco de aire fresco en la habitación. Encontró las cortinas en un instante y tiró
primero de una y luego de la otra.
No había más luz que antes.
¿Postigos, quizá? Maybury alargó el brazo con cautela. No pudo sentir ni
metal ni madera.
El interruptor de la luz. Era preciso que lo encontrara.
Mientras Maybury tanteaba en la oscuridad, el alarido se detuvo para
convertirse en un horrendo gorgoteo, como si quien sufría hubiera emitido una
inmensa cantidad de vómito y luego se hubiera desmayado; o, quizá, como si
después de tanto sufrimiento hubiera abandonado por fin, misericordiosamente,
la existencia. Maybury prosiguió su búsqueda.
Apreciar el tiempo que necesitó invertir en ella le resultó más difícil que
nunca; pero, al final logró encontrar el interruptor y el más inmediato de los
misterios quedó aclarado. Tras las cortinas había, como dicen los niños, sólo
pared. Al parecer, la habitación carecía de ventanas. Las cortinas sólo eran una
mera decoración.
Y, una vez más, todo estaba silencioso: extremadamente silencioso. El
embozo de la cama de Bannard estaba apartado con tanto cuidado como si lo
hubiera hecho a plena luz del día.
Maybury se quitó el pijama, de Bannard y volvió a ponerse sus ropas tan de
prisa como su estado le permitía. No tenía decidida ninguna clase de acción;
pero le parecía mejor estar vestido. Examinó el interior de su bolsillo sin
demasiado interés para confirmar que su dinero seguía allí.
Se dirigió hacia la puerta. Pensaba abrirla con sumo cuidado y buscar alguna
indicación de qué podía hacer y cuál sería la mejor manera de salir de allí.
No consiguió abrir. Ni tan siquiera produjo el más mínimo temblor en ella.
Como mínimo, había sido cerrada con llave; y, quizá, hubieran hecho incluso
algo más. Si era cosa de Bannard, el silencio con que lo hizo resultaba
asombroso; y bien podía pensarse que debía tener cierta experiencia al respecto.
Maybury intentó concentrarse en la tarea de pensar con calma.
El desenlace de tal concentración fue que volvió a quitarse las ropas, con
más rapidez aún de lo que se las había puesto, las colocó en su sitio y se enfundó
de nuevo el pijama de Bannard.
Lo más prudente sería apagar la luz; batirse en retirada hacia la cama, entre
las sábanas, de ser posible; permanecer inmóvil, como antes, y esperar. Pero
Maybury descubrió que apagar la luz, y la oscuridad que resultaría de su acto,
era algo que no podía afrontar, por muy adecuado que le pareciera en ese
momento.
Se quedó sentado al borde del lecho y siguió con su intento de pensar con
calma y trazar un plan inteligente. De hecho, ¿era posible que Bannard regresara
después de todo ese tiempo? ¿Podía contar con su regreso durante el curso de la
noche?
Se dio cuenta de que la bombilla había empezado a chisporrotear y a emitir
chasquidos. Y, de repente, sin un solo sonido más, se apagó. Maybury no creyó
que aquello fuera ningún inflexible toque de queda impuesto a toda la casa. Su
bombilla se había fundido, por las buenas; aunque eso le pareciese una verdadera
desgracia desde su punto de vista: un accidente industrial aislado.
Permaneció sin moverse durante largo rato. Se concentró en la idea de que,
en realidad, nada peligroso había sucedido. Desde sus días escolares (y, a decir
verdad, incluso durante ellos), cada vez había ido siendo más consciente de que
había muchas cosas que resultaban extrañas para él, y la mayor parte de ellas
habían acabado por ser totalmente inofensivas.
Un instante después, Bannard se presentó de nuevo en la habitación. Los
oídos de Maybury no habían percibido el más mínimo sonido de pasos en el
corredor y, lo que era más notable aún, tampoco hubo ruido alguno de la llave en
la cerradura o del pestillo al descorrerse. La opinión formulada por Maybury
sobre la bombilla fundida se vio confirmada por una repetición del
ensanchamiento y adelgazamiento de la columna luminosa, tenue, pero,
probablemente, no más tenue que antes. Aunque no con demasiada intensidad,
las luces seguían encendidas en el resto de la casa. Bannard, considerado como
antes, no intentó encender la luz del cuarto. Cerró la puerta con extraordinaria
habilidad y Maybury apenas si pudo oírle cuando se deslizó en la cama.
Con todo, un cambio innegable se había producido en la situación: al volver
Bannard, la oscura habitación se llenó de perfume; el perfume usado, daba la
impresión de que hacía una eternidad, por la dama que tan encantadora se había
mostrado con Maybury en la sala. De todas formas, es bien sabido que el olfato
es el sentido más capaz de recordar.
Y esa vez Bannard no se limitó a quedarse dormido discretamente, sino que
no tardó en roncar de forma bastante ruidosa.
Maybury tenía todas las razones imaginables para sentirse irritado por todo
lo que estaba ocurriendo; pero, aun así, no tardó en quedarse dormido también.
Mientras Bannard siguiera sumido en el sueño, al menos quedaba eliminado
como factor activo de la situación; y, como Yago[12] observó, muchos perfumes
producen una somnolencia particular. Angela dejó de ocupar el centro de la
mente de Maybury durante cierto tiempo.
De repente, se encontró despierto. La luz volvía a estar encendida una vez
más, y Maybury supuso que le habrían despertado adrede, pues Bannard se
hallaba al pie junto a la cabecera de su cama. ¿Dónde había encontrado una
bombilla nueva? ¿Y cómo? Quizá tenía una de repuesto en algún cajón. Aquello
era tan normal, que Maybury no pensó más en el asunto.
Sin embargo, en la situación del momento, había otro aspecto muy extraño.
Cuando estaba en la escuela, Maybury había tenido dificultades ocasionales
para distinguir a ciertos chicos de algunos otros. En una escuela tan grande, es
frecuente que los chicos se parezcan. Sin embargo, y desde entonces, Maybury
había preferido siempre callar ante ese tipo de situaciones. De vez en cuando,
respondía o hablaba a impulsos de un error de identificación, pero había tenido
la suerte de no sufrir ningún daño físico por ello, aunque sí había sufrido
bastante en su amor propio.
Y ahora ocurría lo mismo. ¿Era Bannard el hombre que estaba allí de pie?
Para empezar, Bannard tenía una aureola o corona de cabello rojizo, mientras
que la de este hombre se veía totalmente gris. También la expresión y el aspecto
general resultaban distintos; aunque lo más probable era que Maybury se
confundiera en aquello más que en otras cosas. El pijama parecía el mismo, pero
eso no significaba mucho.
—Me preguntaba si no tendría ganas de charlar un ratito —dijo Bannard. Era
preciso suponer que se trataba de Bannard, claro está; al menos para empezar—.
No tenía intención de despertarle. Sólo me aseguraba de que dormía.
—Oh, está bien, supongo que no importa —repuso Maybury.
—Ya he descabezado mi primer sueñecito —dijo Bannard —. Uno puede
sentirse muy solo de noche.
Dadas las circunstancias, la observación resultaba claramente absurda pero,
desde luego, pertenecía al idioma particular de Bannard.
—¿Qué eran todos esos gritos? —preguntó Maybury.
—No he oído nada —respondió Bannard—. Supongo que estaría dormido.
Pero me lo puedo imaginar. Oh, en seguida se acostumbra uno. De vez en
cuando, hay gente que anda en sueños.
—Supongo que por eso las puertas de los dormitorios son tan difíciles de
abrir, ¿no?
—En absoluto —dijo Bannard; pero, un instante después, añadió—: Bueno,
quizá en parte. Sí, quizá. Creo que sí. Pero la verdad es que hace falta conocer el
truco. No es que estemos encerrados, en realidad, ya sabe… —Se rió
suavemente—. Pero ¿por qué lo pregunta? No le hacía falta salir de la habitación
para ir al lavabo. Le enseñé donde está.
Así que debía ser Bannard, aunque hasta sus ojos parecían distintos de
forma, e incluso de un color diferente cuando la dura luz de la bombilla se
reflejó en ellos al reír.
—Supongo que yo estaba andando también en sueños — dijo, cauteloso,
Maybury.
—No hay que ponerse nervioso igual que si fuera un crío en una nueva
escuela —dijo Bannard—. Todo lo que sucede aquí está basado en el más
sencillo de los principios naturales: comer de forma regular buenos alimentos,
dormir mucho y no exigirle demasiado al pobre y agobiado cerebro. La comida
tiene particular importancia. Amigo, espere a que llegue el desayuno y verá lo
que dan… Le prometo que será el desayuno más tremendo que haya visto nunca.
—¿Cómo consiguen ustedes comérselo todo? —preguntó Maybury—. Sólo
la cena fue demasiado para mí.
—Muy sencillo, dejamos que la Naturaleza se salga con la suya. Después de
todo, la Naturaleza es una mujer y debe salirse con la suya. Dejamos que ella
mande.
—Pero no es natural comer tanto.
—Eso cree usted —dijo Bannard—. Amigo mío, no tiene usted aguante…
Se rió igual que se había reído Bannard; pero, de alguna forma indefinible,
no se parecía al recuerdo que Maybury tenía de Bannard. Maybury estaba casi
seguro de que había alguna diferencia decisiva.
La habitación conservaba el perfume de la mujer; o quizá fuera Bannard
quien olía de esa forma, Bannard, que ahora estaba tan cerca de Maybury.
Resultaba un tanto incómodo el que Bannard, si realmente necesitaba abandonar
su lecho y despertar a Maybury, no tomara asiento; aunque, de hacerlo, sería
preferible que no fuese sobre la manta de Maybury.
—No digo que aquí no haya sufrimiento —continuó Bannard—. Pero ¿en
qué lugar del mundo se halla uno exento de sufrir? Al menos nadie se pudre en
un ático… o. más probablemente, en un mísero dormitorio. Aquí no hay
habitaciones individuales. Todos nos ayudamos unos a otros. ¿Qué podemos
hacer el uno por el otro, amigo mío?
Se aproximó un paso más a la cama y se inclinó un poco sobre el rostro de
Maybury. Su pijama apestaba a perfume.
Era esencial librarse de él; pero también era esencial hacerlo sin ningún tipo
de lucha. Tendría que aceptar lo que su compañero de habitación pretendiera
mientras le fuera posible hacerlo sin excesivos problemas.
—Quizá podamos hablar durante cinco o diez minutos más —dijo Maybury
—, y luego, si me disculpa, me gustaría volver a dormir. Creo que debería
explicarle que la última noche dormí muy poco debido a la enfermedad de mi
mujer.
—¿Es bonita su mujer? —preguntó Bannard—. ¿Bonita de verdad? ¿Con
esto y aquello?
Hizo un par de gestos francamente aceptados dentro de lo convencional, pero
no muy vistos en reuniones sociales.
—Por supuesto que lo es. ¿Qué se había creído usted?
—Y, ¿realmente le excita? ¿Le hace perder el control de usted mismo?
—Por supuesto —respondió Maybury.
Intentó sonreír para demostrar que poseía un sentido del humor que podía
ayudarle a vérselas con preguntas tan carentes de gusto.
Entonces, Bannard no se limitó tan sólo a tomar asiento en la cama de
Maybury sino que pegó su cuerpo a las piernas de éste; debido a lo apretadas que
habían quedado las mantas al sentarse Bannard, no había mucho espacio para
apartarse.
—Hablemos de eso —dijo Bannard—. Cuénteme con exactitud cómo es el
estar casado. ¿Ha cambiado su vida? ¿Lo ha transformado todo?
—No exactamente. De todas formas, me casé hace ya años.
—Así que ahora hay otra persona. Oh, eso es algo que yo comprendo muy
bien.
—No, la verdad es que no la hay.
—¿La dulce melodía del amor sigue sonando para usted?
—Si quiere expresarlo de esa forma, sí. Amo a mi mujer. Además, está
enferma. Y tenemos un hijo. También hay que tomarle en consideración a él.
—¿Cuántos años tiene su hijo?
—Casi dieciséis.
—¿De qué color son su cabello y sus ojos?
—En realidad, no estoy muy seguro. No tienen ningún color especial. Ya
sabe, no es ningún bebé…
—¿Sigue teniendo las manos suaves?
—No lo creo.
—Entonces, ¿ama a su hijo?
—Sí, por supuesto, a mi manera.
—Si fuera mío yo le amaría, y también amaría a mi mujer.
A Maybury le pareció que Bannard pronunciaba esas palabras con auténtico
sentimiento. Más aún, parecía como mínimo el doble de triste que cuando
Maybury le había visto por primera vez: el doble de viejo, y el doble de triste.
Todo aquello era ridículo. Ahora sí que Maybury se encontraba realmente
cansado, pese a tener casi encima el cuerpo de Bannard y a que éste pareciera
distinto.
—Bueno, ya es muy tarde para mí —dijo Maybury—. Lo siento. ¿Le
importa que volvamos a dormir?
Bannard se levantó de inmediato, le dio la espalda al lecho de Maybury y se
fue al suyo sin pronunciar palabra, con lo que causó una incomodidad todavía
mayor a Maybury.
La tarea de apagar la luz recayó de nuevo en Maybury, y también la de
volver a su cama abriéndose paso a tientas por entre la negrura.
Bannard había dejado una vaharada del perfume tras él; lo que ayudó quizá a
Maybury a dormirse casi de inmediato, pese a todo lo sucedido.
¿Era posible que la absurda conversación con Bannard hubiera sido un
sueño? Desde luego, lo que sucedió luego fue un sueño, pues ahí estaba Angela
con su camisón y las manos en su pobre cabeza, gritando: «¡Despierta!
¡Despierta! ¡Despierta!». Maybury no tuvo más remedio que obedecer, y, en
lugar de Angela, ahí estaba el joven, Vincent, con su té de la mañana. Como era
natural, la luz volvía a estar encendida, pero ése no era un asunto a considerar en
ese momento.
—Buenos días, señor Maybury.
—Buenos días, Vincent.
Bannard tenía ya su té.
Cada uno de ellos disponía de una taza, una tetera, jarritas con leche y agua
caliente, y un plato de pan y mantequilla, todo ello colocado sobre una bandeja.
A cada uno le correspondían ocho grandes rebanadas triangulares.
—Sin azúcar —exclamó Bannard, jovial—. El azúcar quita el apetito.
«Eso es una perfecta estupidez», pensó Maybury; y miró a Bannard
recordando la última y perfectamente estúpida conversación que había
mantenido con él. A la luz del día, aunque esa luz fuera la misma luz eléctrica de
antes, Bannard se parecía mucho más a sí mismo, con la suave aureola rojiza
incluida. Parecía muy descansado e iba masticando su pan con mantequilla.
Maybury creyó mejor actuar como si le imitara y acompañarle en sus gestos.
Desde aquella distancia, Bannard apenas si podía ver los detalles de lo que hacía.
—Le echo una carrera al cuarto de baño, viejo amigo — exclamó Bannard.
—Por favor, vaya usted primero —le respondió Maybury con toda la calma
posible.
Dado que no tenía medio alguno de hacer desaparecer el pan y la mantequilla
de aquel lugar, tenía la esperanza de ocultarlo en la chaqueta del pijama, con
ayuda de la toalla, y echarlo luego por el retrete. No parecía probable que
Bannard llegara al extremo de darle un abrazo y revelar con ello el delito.
Todos los comensales de la noche anterior se encontraban reunidos en la sala,
con Falkner presidiéndoles de una forma tan indefinible como jovial. Una
claridad solar, pálida, pero auténtica, se filtraba desde el mundo exterior; sin
embargo, Maybury observó que la puerta principal seguía con el pestillo puesto
y asegurada con una cadena. Era lo primero que sus ojos habían buscado. En el
ambiente se detectaba una expectación universal: Maybury pensó que sería la
expectación del desayuno. Bannard, que resultaba en todo momento parecido a
una gamba, se había perdido entre la multitud. No pudo ver a Cécile pero
tampoco se esforzó demasiado en buscarla. En cualquier caso, varios de los
presentes parecían ser nuevos o, como mínimo, diferentes. Tal vez fuese otro
ejemplo del fenómeno que Maybury había detectado en Bannard.
De inmediato, Falkner fue hacia él; intruso recalcitrante, pero aún
privilegiado.
—Puedo prometerle un buen desayuno, señor Maybury — le dijo en el tono
de quien hace una confidencia—. Lentejas. Pescado fresco. Bistec tierno. Pastel
de manzana hecho por nosotros mismos con montones y montones de crema.
—No puedo quedarme a desayunar —dijo Maybury—. Sencillamente, no
puedo. He de ganarme la vida. Tengo que marcharme en seguida.
Estaba más que dispuesto a caminar un par o tres de kilómetros; a decir
verdad, casi lo anhelaba. La organización automovilística que le había dado la
ruta de la cual jamás debería haberse apartado podía recuperar su coche. Ya se
habían encargado de hacerlo por él varias veces.
Una leve sombra cruzó por el rostro de Falkner; pero no hizo nada salvo
responder, en voz baja:
—Si realmente insiste, señor Maybury… —Me temo que debo hacerlo —
dijo Maybury. —Entonces, hablaré con usted dentro de un momento.
Ninguno de los demás pareció preocuparse por aquello ni prestarles atención.
No tardaron en marcharse, hablando unos con otros en voz baja o, en muchos
casos, sin decir nada.
—Señor Maybury —dijo Falkner—, ¿es usted capaz de respetar una
confidencia?
—Sí —aseguró Maybury con voz firme.
—La noche pasada hubo un incidente en este sitio. Una muerte. No
hablamos de ese tipo de cosas. Nuestros huéspedes esperan que no lo hagamos.
—Lo siento —dijo Maybury.
—Y ese tipo de cosas sigue preocupándome —añadió Falkner—. Sin
embargo, no debo pensar en ello. Mi tarea inmediata es disponer del cuerpo. He
de hacerlo mientras los huéspedes se encuentran ocupados… Evitarles que se
enteren de nada, que no sufran algún dolor.
—¿Cómo lo hará? —preguntó Maybury.
—De la forma habitual, señor Maybury. Ahora mismo, mientras nosotros
hablamos, el coche fúnebre se acerca a la puerta. En lo que a usted concierne, el
asunto es el siguiente: si desea lo que en otras circunstancias podría calificar de
una plaza, puedo hacer los arreglos necesarios para que viaje en el vehículo. Hay
que recorrer una distancia bastante considerable. Nos parece que eso es lo mejor.
—En tanto hablaba, Falkner iba abriendo la puerta principal—. Parece la mejor
solución, ¿no lo piensa así, señor Maybury? Al menos, es la mejor que puedo
ofrecerle. Aunque usted no podrá darle las gracias al señor Bannard, desde
luego.
Por la escalera bajaban un ataúd, sostenido sobre los hombros de cuatro
caballeros vestidos de negro, con Vincent, ataviado con su chaquetilla blanca,
delante para que no cupieran dudas sobre el camino a seguir y evitar así
cualquier pérdida de tiempo.
—Estoy de acuerdo —repuso Maybury—. Acepto. ¿Podría decirme cuál es
el precio de mi cena?
—Dadas las circunstancias, señor Maybury, también renunciaré a ello —
contestó Falkner—. Tenemos un deber que cumplir y debemos hacerlo con la
mayor rapidez. Hay otras personas en quienes pensar. Me limitaré a decirle
cuánto nos ha alegrado a todos tenerle con nosotros. — Extendió su mano hacia
él—. Adiós, señor Maybury.
Maybury se vio obligado a viajar junto al ataúd porque no había sitio para él
en el asiento delantero, donde habían acomodado a un director de la empresa,
hombre corpulento, para que fuera junto al conductor. La proximidad de la
muerte impuso un respetuoso silencio en el compartimento trasero del vehículo,
en especial por haber en él un desconocido vivo.
Maybury descendió del coche con la mayor discreción posible en cuanto
llegaron a una parada de autobús. Uno de los hombres de la funeraria le dijo que
no necesitaría esperar mucho.
Notas
[1] Título original: The swords. Traducción de Albert Solé.<<
[2] Título original: Letters to the Postman. Traducción de Albert Solé y José
Antonio Bravo.<<
[3] En el mundo anglosajón una equis o una cruz significan mandar un beso. (N.
del T.)<<
[4] La frase original, que no puede traducirse conservando lo cursi de la rima, es
Riera.<<
[6] Título original: The Visiting Star. Traducción de Manuel Barberá.<<
[7] Título original: Hand in Glove. Traducción de Jordi Fibla y Albert Solé.<<
[8] «Baddeley End» puede interpretarse, aparte de como el nombre de un sitio,