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Documento: YPF-Público

Título: Miedo.

Seudónimo: Barzi

Cuando lo encontré estaba en un rincón de su cuarto en plena madrugada,

había venido varias veces a mi lado mientras dormía y se quedaba parado a

centímetro de mi cara, mirándome fijo. Respiraba fuerte con congoja sin

hablarme, pero hacía los suficientes ruidos como para incomodarme y que

sienta su presencia. Entre sueño le dije que no me rompa los huevos, que se

vaya a su cama.Hacía tiempo que me costaba dormir. Venía necesitando poner

mi cabeza en sintonía con cualquier cosa que me distraiga. Todo para lograr

apagarme de corrido hasta que el día se volviera inevitable. Cualquier cosa me

despertaba, una brisa colándose entre la ventana, un auto girando en la

esquina, un animal de la madrugada, mi hijo susurrando frente a mis narices.

Traté de disimular, ignorar lo más que pude, hasta que no pude más. Ya estaba

despierto, con los ojos completamente abiertos y para colmo sentía la vejiga

inquieta. Y claro, la duda convertida en necesidad impulsiva por salvaguardar a

un nene que me esperaba totalmente colapsado, rendido en su habitación,

después de que lo eché sin sentir empatía alguna. Tomé la fuerza suficiente,

esa que había perdido hace tiempo. Me levanté y fui a su lado. Si no lo hacía

los minutos de esa noche se iban a repartir impacientes, hasta que la alarma

me confirmara que el tiempo para estar desconectado ya se había agotado.

Lo encontré explotado en llanto en su cuarto, tragaba moco y saliva con cada

bocanada. Estaba sentado con las rodillas apoyadas en su pecho, abrazaba

sus piernas. Miraba fijo la luz tenue del pequeño velador que todas las noches

queda encendido. La tele estaba congelada en YouTube. Luca aprendió con su

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puñado de años lo que a mí me costó décadas, la noche se pasa mejor en

pausa. Por eso su habitación parece detenida. Lo que aún no entiende, es que

cuando el cielo se abre y el mundo empieza a moverse, el miedo se activa y

acelera más rápido, recupera el tiempo perdido. Luca y yo detenemos la rueda,

para aplazar la angustia, pero el aún no lo sabe. Cuando me vio entrar rompió

su postura y pegó un salto aliviador para venir corriendo a abrazarme.

–tengo miedo – me dijo

- miedo de qué Luca- le respondí

– de que te mueras- y se rompió en mis brazos.

- No me va a pasar nada, no me voy a morir. – le dije mientras lo alzaba como

podía. Con su edad a cuestas, cada vez es más difícil tenerlo a upa. Hay en la

vida de un padre y sus hijos, dos momentos inevitables y cargados de

sentimientos, que llegan como patada al pecho, uno es cuando alzarlo ya su

vuelve insostenible, el cuerpo marca un límite y no hay marcha atrás, el otro es

cuando nuestras manos se sueltan al caminar. Dos momentos que nos parten

en el alma, y que ineludiblemente llegan, el primero nos estaba sucediendo.

Me abrazó y se hundió en mi espalda con mucha fuerza, apoyó su mentón en

mi hombro y poco a poco empezó a recomponer la respiración. Se limpió los

ojos haciendo montoncito con sus manos. Lo llevé como pude a mi cama, se

recostó con su mejilla apoyada a mi corazón. Se durmió mientras le revolvía los

pelos. Me desperté al rato para empezar mi día, abrí los ojos, pegué un salto

rápido, pensando que quizás era tarde. Quedé sentado mirando la pared como

un idiota. Todavía cansado, caminé hasta el baño de forma instintiva. La canilla

del agua caliente del lavatorio no funcionó nunca desde que nos mudamos, me

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resigné a ese fino hilo de agua fría chocando y escurriéndose entre mis dedos

anestesiados y torpes. Mi gato ronroneaba entre mis piernas, dribleando de ida

y vuelta, pidiéndome comida en su platito desbordado. Lo empujé con mi pie y

me paré ante el espejo. Observé sin que me importase mi barba desprolija, mis

pelos desordenados. Intenté tapar una incipiente entrada en la frente. Con el

dedo índice, jugué con un mechón de un lado a otro hasta que quedó

apuntando al techo. Antes de salir arranqué varias hojas de un rollo de cocina

que guardé en el bolsillo y empiné el pico de una botella de coca sin gas que

reposaba abierta en la mesada para desayunar, para encarar el día con algo en

el estómago. Pasé una vez más por la habitación y atendí la respiración de

toda mi familia que dormía profunda, deteniéndome con más detalle en Luca.

Sentir que están vivos cuando duermen es esencial para que pueda empezar

mi día. No puedo salir sin la garantía de saber que los cuerpos recostados en

las camas respiran. Me gasté todo el papel sonándome la nariz que escurría

moco antes de llegar a la parada del colectivo. Maldije la alergia. El primer

colectivo pasó de largo y quedé parado con el brazo estirado recibiendo el

amague como un imbécil. Saqué el libro de mi mochila que me acompañó

estos días, apagué la radio, leí unas hojas, hasta que llegó el próximo. Mientras

tanto, esperé parado, con mis pies entumecidos y las manos agrietadas a tal

punto que el papel de las hojas del libro me cortaba el dedo anular. Vi salir un

punto de sangre que se congeló al instante. Aunque hacía frío, un hilo de luz

atacó mi nuca y tornó el aire en forma rara. Ese fue el primer indicio, el plano

en el que me encontraba, estaba distinto, uno no puede explicarlo, es como

una sensación que solo se vive. Un presagio me invadió entero. Viajé parado

como siempre, tambaleando al ritmo de la rutina como siempre, golpeando con

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cuerpos muertos como todos los lunes. Cuerpos con sus caras miserables

pegadas a las pantallas de teléfonos celulares que vomitan bálsamos para

trasladarnos fuera de ese plano monótono que es la vida. Nos rozábamos

anónimos, desconocidos. Cada zarandeo era acompañado con el bufeo de esa

gente insípida que acarreaba responsabilidades. Aunque me costaba

moverme, descolgué mi mochila para guardar el libro, no podía leer, tuve una

leve sensación de nausea. Necesitaba, en ese pequeño espacio, encontrar un

lugar de donde sostenerme antes de caer en la incertidumbre y el replanteo.

Sin música, ni voces que amansaran mi cabeza inquieta, centré mi atención en

el repiqueteo de una pieza suelta del motor que rebotaba en algún lado del

vagón y parecía cantar al son una melodía irritante que se repetía de forma

rítmica y constante. Terminé por exasperarme. Tapé mis oídos con mis manos

o eso intenté. Tenía mi cuerpo frío, pero mi cabeza se empezó a tornar roja,

sentí un leve ardor en la nuca que se trasladó a mi mandíbula, a mis pómulos

hasta esparcirse en forma de raíz en mis ojos. Comencé a tener una sensación

como de un globo creciendo por un inflador que juega con el límite de aire que

puede llegar a ofrecer, sentí la incertidumbre de explotar en cualquier

momento, hasta que esa daga amenazante amorfa, se mudó imperceptible

hasta caer como piña a mi sien. Ese segundo fue el principio del fin, a partir de

entonces todo cayó en picada. El dolor apareció ahora en el vientre, al costado

derecho, cargado de intensidad, se replicó en el centro a la altura del corazón y

me invadió por completo. Empezó a faltar el aire que de alguna forma se

escapó del pecho. Mientras el miedo gobernaba, la incertidumbre ejecutaba. El

terreno se volvió completamente perdido. Como un impulso automático los

botones de mi camisa explotaron. Intenté manotear inútilmente las ventanillas

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que estaban trabadas con tornillos. No alcanzaron los arañazos, ni los golpes

secos para abrirlas. Intenté concentrarme para dar bocanadas cortas como

única respuesta. En mi vientre se concentró una llama que volvió todo en

caos y se expandió tanto que desarmó al tiempo. El mundo se redujo a una

batalla contra el desconcierto absoluto, desapareció la instancia de lo físico

para volverme invisible al resto, dominado por un cuerpo que ya no respondía,

que estaba decidido a morir, que no intentó ni un esfuerzo en dar una última

pelea. Pensé un segundo en mi familia, las visualicé en la cama desordenada,

totalmente ajeno a todo. Quise llorar de impotencia, pero fue en vano, terminó

prevaleciendo la resignación. El pasado se volvió un tormento, lo que no hice

hasta entonces me arrastró, lo que pensaba hacer no iba a suceder nunca. Se

terminó al fin, y es lo que quería, que sea como sea, que se apague de una

puta vez en esa misma instancia, que se acabe ya. Entregarme era el final,

dejar el cuerpo libre, para que finalmente termine explotando para darle lugar a

una luz que me esperaba al final. Ese momento fue todo, alcancé el summum,

fue morir, porque así morí. En vez de estar rodeado con la gente que me ama

acompañándome hasta el final, morí al lado de otros que no me veían, porque

no me conocían, porque era lunes, porque no les importaba, y como esa gente

estaba cansada, no se daba cuenta que me estaba terminando a centímetros

de ellos. Morir sólo y anónimo. Pero ya vencido, tuve un momento de

consciencia, con un impulso me arrastré empujando, haciendo espacio para

colarme de a poco y llegué a la puerta abierta y me eyecté a la calle. Caí

desplomado, con las rodillas flojas. De pronto un manotazo desesperado me

devolvió, logré tomarme de lo primero que encontré para aferrarme, fue una

explosión que llegó igual que al principio pero en sentido inverso. Formateó

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todo. Empecé de cero, volví a reconocer en el exterior los rostros

desconocidos, recompuse mis pasos, se reguló el torrente de mi sangre, me

apoyé del metal frío de un tacho en la vereda, volví a sentir mi respiración. Otra

vez las voces de la rutina resonaban en el ambiente, me abroché hasta el

último botón de la camisa y caminé como si nada hubiera pasado.

El día recién empezaba, restaba llegar a la oficina y saludar mecánicamente a

esos otros que ignoraban que hace unos minutos me había muerto. Y como no

había nadie, absolutamente nadie que pudiera contenerme, otra vez erguido,

con los sentidos que se acomodaron agarré mi teléfono. Necesitaba llamar a mi

casa, para que me atienda Luca, para decirle que tenía miedo, miedo de

morirme y que me responda que no, que todavía nos queda mucho tiempo para

hacer y me levante de un tirón y acurrucarme en sus brazos, hasta que el

miedo se vaya.

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