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BENJAMIN CONSTANT Y SU DISCURSO SOBRE LAS DOS LIBERTADES 1

Enzo Ricardo Completa2

Consideraciones preliminares:

Frente a los sucesos que se derivaron de la toma de la Bastilla -una vieja


fortaleza utilizada para alojar detenidos a la que se consideraba símbolo de la
decadente monarquía borbónica- Henri Benjamin Constant de Rebeque (1767-
1830) se nos revela con una cierta ambigüedad conceptual. En este orden de
ideas, como señala Pierre Manent en su exhaustiva Historia del Pensamiento
Liberal, “por un lado Constant está sin reservas a favor de la revolución y
contra el antiguo régimen, aprueba no sólo sus principios sino hasta algunas de
sus medidas menos liberales (por ejemplo, durante el Directorio Constant
aprueba el Fructidor); mientras que por otro lado, Constant es un crítico en
extremo penetrante y severo del espíritu o del estilo o de las costumbres de la
política revolucionaria y luego imperial” (Manent; 1990:191).
Esta misma imputación de ambigüedad le ha sido atribuida merced al
sorprendente final de su discurso sobre “la liberté des anciens comparée á
celle des modernes”. Un discurso ciertamente desconcertante, al parecer
escrito en dos momentos distintos del tiempo y remendado oportunamente
antes de ser pronunciado en el Ateneo Real de París, en febrero de 1819.
El presente ensayo revela las trascendentales circunstancias históricas
que acompañaron la redacción y posterior pronunciamiento de su discurso.
Como no podría ser de otra manera, la tornadiza sucesión de regímenes
políticos inaugurados en Francia a partir de la convocatoria de los Estados
Generales, jugó un papel importante –sino primordial- en la evolución de sus
ideas.

Dos distintos géneros de libertad:

El proceso revolucionario que se inició en Francia a principios de 1789


estuvo fuertemente influenciado por la idea de libertad. Ahora bien, no todos los
hombres a los que les tocó protagonizar la revolución coincidían respecto del
efectivo alcance y contenido que debía dársele a tan significativo derecho del
hombre y del ciudadano. En este sentido, ¿debía optarse por una libertad
políticamente participativa en desmedro del ámbito íntimo, o bien, por el
contrario, por una libertad que garantice la esfera privada por sobre los excesos

1
Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el “IV Congreso Interoceánico de
Estudios Latinoamericanos, X Seminario Argentino-Chileno, IV Seminario Cono Sur de
Ciencias Sociales, Humanidades y Relaciones Internacionales, La Travesía de la Libertad ante
el Bicentenario”, organizado por el Instituto de Filosofía Argentina y Americana (FFyL-UNCuyo),
el Centro de Estudios Trasandinos y Latinoamericanos (FCPyS-UNCUYO) y la Secretaría de
Extensión Universitaria de la FFyL-UNCuyo en la ciudad de Mendoza los días 10, 11 y 12 de
marzo de 2010. El título del trabajo presentado fue “Benjamin Constant: estudio preliminar a su
discurso sobre las dos libertades”.
2
Dr. en Ciencia Política (UNR), Máster en Ciencia Política y Sociología (FLACSO) y Lic. en
Ciencia Política y Administración Pública (UNCuyo). Actualmente se desempeña como Becario
Posdoctoral de CONICET. Dirección electrónica: enzocompleta@conicet.gov.ar
de un modelo político basado en la consagración del individuo a la vida
pública?3
Los primeros en responder este interrogante fueron los jacobinos
quienes, luego de levantarse contra la monarquía del rey Luis XVI, iniciaron
una intensa campaña popular destinada a refundar las instituciones,
costumbres y valores morales de la sociedad francesa sobre la base de un
vetusto concepto de libertad vinculado a la antigüedad. De esta forma, según
Maximilien Robespierre “...todo aquello que sirva para excitar el amor a la
patria, purificar las costumbres, elevar los espíritus, dirigir las pasiones del
corazón humano hacia el interés público, debe ser adoptado o establecido por
vosotros; todo lo que tiende a concentrarlas en la abyección del yo personal, a
despertar el gusto por las pequeñas cosas y el desprecio de las grandes,
debéis eliminarlo o reprimirlo. En el sistema de la Revolución Francesa, lo que
es inmoral es impolítico, lo que es corruptor es contrarrevolucionario. La
debilidad, los vicios, los prejuicios, son el camino de la monarquía” (Discurso
del 5 de febrero de 1794, cit. por Béjar; 2000: 96).
Heinrich Heine dijo cierta vez que así como Inmanuel Kant decapitó a
Dios, Robespierre hizo lo suyo con el rey (Heine; 1964, cit. por Bertomeu,
Domenech y De Francesco; 2005: 140). Pues bien, si se coincide con la autora
no habrá problemas en identificar a la guillotina con la influyente teoría de la
soberanía popular de Jean Jacques Rousseau. En efecto, amparados en las
ideas del célebre ginebrino, el club de los jacobinos se embarcó en la difícil
tarea de instaurar un régimen político que se parecía bastante al de la
democracia directa de la República de Lacedemonia, fundado en la sujeción de
la vida privada de los individuos a los designios de la soberanía colectiva.
El carácter extemporáneo de la propuesta, para Constant, era evidente.
En este sentido, le resultaba difícil de entender que alguien pudiera considerar
“provechoso” el seguir a rajatabla las huellas políticas de la antigüedad, más
aún en una Francia moderna cuyo pueblo vivía tranquilo de los placeres
derivados de la industria y el comercio, esto es, sin la necesidad ni el deseo de
reunirse a deliberar diariamente en las plazas públicas.
Oscar Godoy Arcaya (1995: 5) sintetiza claramente el anacronismo
jacobino: “Los revolucionarios no captaron la altura de los tiempos, no
advirtieron la índole de la situación histórica que estaban viviendo y que creían
representar. La verdad es que en las postrimerías del siglo XVIII era patente la
aparición de una sociedad comercial o mercantil moderna. Esta sociedad se
caracterizaba por abarcar grandes comunidades humanas, en cuyo seno los
individuos dedicaban una parte substancial de su tiempo a actividades
productivas. La esclavitud había desaparecido, la división del trabajo se había
diversificado y las grandes mayorías carecían de tiempo y disposición para
ponerse al servicio de los asuntos públicos. Características opuestas a aquellas
de las ciudades-estados de la antigüedad”.
Como bien señalara Constant, los jacobinos estaban profundamente
convencidos de la necesidad de que todo intereses particular cediera en
presencia de la voluntad colectiva. A su particular entender, toda restricción
que se impusiera a los individuos sería ampliamente compensada por la
participación en el poder social, cuestión que, como intentaremos establecer
luego, distaba mucho de concordar con los verdaderos deseos de los
3
Un análisis interesante al respecto puede leerse en la obra de Béjar, Helena (2000). “El
corazón de la república. Avatares de la virtud política”, (caps. 3-5), Paidos, Barcelona.
franceses. Ahora bien, ¿En qué consistía, concretamente, la libertad para los
antiguos? Según Constant: “consistía en ejercer colectiva, pero directamente,
muchas partes de la soberanía entera; en deliberar en la plaza pública sobre la
guerra y la paz; en concluir con los extranjeros tratados de alianza; en votar las
leyes, pronunciar las sentencias, examinar las cuentas, los actos, las gestiones
de los magistrados, hacerlos comparecer ante todo el pueblo, acusarlos, y
condenarlos o absolverlos”.4
La libertad en los tiempos modernos, en cambio, era radicalmente
distinta a la concepción que de la misma tenían los antiguos, quienes solo
consideraban como hombre libre a aquel “que no vivía de su trabajo manual
sino dedicado a los asuntos comunes, mediante el ejercicio diario de la
soberanía” (Laboulaye, 1863:106). Promediando el siglo XVIII se era libre si se
poseía un control total sobre la vida privada o doméstica, con prescindencia de
que se participase o no en las tareas del gobierno.
Como puede apreciarse, la libertad tal como la entendían los modernos
se encontraba claramente disminuida en su esfera político-participativa, no
obstante esto garantizaba a los individuos el efectivo goce de una sumatoria de
derechos que impedían el control tiránico de la mayoría sobre su vida,
costumbres y conducta privada. Así, para Benjamín Constant la libertad de un
inglés, de un francés o bien de un habitante de los Estados Unidos de América
estaba vinculada, fundamentalmente: “al derecho de no estar sometido sino a
las leyes, a no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera
alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos; es
el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla, y de
disponer de su propiedad, y aún de abusar si se quiere, de ir y venir a cualquier
parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de sus
motivos o sus pasos; es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para
deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la manera
más conforme a sus inclinaciones y caprichos; es, en fin, para todos el derecho
de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento de algunos
o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticiones o por
consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en
consideración” (Constant; 1988:67-68).
Dos circunstancias, a su criterio, sustentaban el profundo cambio
histórico que se había dado en la forma de concebir la libertad, a saber: el
crecimiento territorial de los Estados y el notable incremento de la actividad
comercial. Así, la escasa extensión de las ciudades de los primeros tiempos
hacía que cada polis viviera en un constante estado de amenaza y de guerra.
Como consecuencia, era intrínseco a la existencia de dichos pueblos el poseer
una abundante mano de obra esclava, la cual se encargaba de realizar la
mayor parte de los trabajos manuales, mecánicos e industriales necesarios
para el normal funcionamiento de la comunidad política. Como bien señala
Benjamin Constant en su discurso, “sin la población esclava de Atenas veinte
mil atenienses no hubieran podido ir a deliberar todos los días a la plaza
pública”.5
Con la llegada de la modernidad, las relaciones entre los Estados
(mucho más grandes y poblados ahora, merced a la agrupación política de
4
CONSTANT, Benjamin. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”
(1819), en Del Espíritu de conquista, Editorial Tecnos, Madrid, 1988. p. 68.
5
Ibid., p. 72.
innumerables feudos) dejaron de cimentarse exclusivamente en la
cotidianeidad de la guerra. El comercio, que en la antigua Grecia no existía
más que como un mero accidente dichoso, comenzó a ser considerado “el
estado ordinario, el objeto único, la tendencia universal y la verdadera vida de
las naciones, que apetecen únicamente el descanso, con él la comodidad, y
como origen de esta la industria”.6
La ausencia de esclavos y la aparición del comercio, para Constant,
hacían inviable todo intento de transplantar la democracia directa de los
antiguos a la sociedad de los modernos. De ahí, entonces, que no escatimara
esfuerzos en denostarla por extemporánea y poco pragmática. Adicionalmente,
la imposibilidad de que todo el pueblo francés se reuniera en un Foro para
deliberar de manera pública y abierta demandaba la instauración de un sistema
político representativo, “el cual no es otra cosa que una organización con cuyo
auxilio una nación se descarga sobre algunos individuos de aquello que no
quiere o no puede hacer por sí misma”.7 Y esto debía ser así, básicamente,
porque: “...la parte que en la antigüedad tomaba cada uno en la soberanía
nacional no era, como entre nosotros, una suposición abstracta: la voluntad de
cada uno tenía una influencia real; y el ejercicio de esta misma voluntad era un
placer vivo y repetido... Pero este resarcimiento no existe hoy para nosotros;
perdido en la multitud, el individuo casi no advierte la influencia que ejerce;
jamás se conoce el influjo que tiene su voluntad sobre el todo”.8
Ahora bien, aunque los ciudadanos de la pólis ateniense hayan tenido
muchas más probabilidades que sus semejantes de París de resolver una
elección sobre la base de su propio sufragio, o bien, aunque estos
erróneamente se considerasen hombres libres debido al hecho de que podían
disponer de su cuerpo y alma para asistir a las asambleas y ejercer -llegado el
caso- las magistraturas, no es mucha la diferencia que los separaba de sus
esclavos. En definitiva, y salvando las diferencias lógicas que al respecto
puedan hacerse, “lo que el esclavo era en las manos de su amo lo era el
ciudadano en manos de la comunidad” (Daiberg-Acton; 1877), el primero se
encontraba privado de su vida pública, mientras que el segundo subsistía
tiranizado en su vida privada.
Sobran los ejemplos para ilustrar esta situación. Así, de acuerdo a lo
expresado por el mismísimo Constant en su discurso, en la ciudad de Esparta
el virtuoso Terpandro no podía añadir una cuerda a su lira sin que alguno de
los magistrados se diese por ofendido. En Roma, por su parte, los censores
públicos escudriñaban hasta el interior de las familias, mientras que en la
República de Lacedemonia un joven recién casado no podía visitar libremente
a su esposa sin contar con el permiso de las autoridades correspondientes. 9
Al buen decir del Dr. Enrique Aguilar, “...nada había en el hombre
antiguo que fuese independiente. Su cuerpo pertenecía al Estado y estaba
consagrado a su defensa; su fortuna, a disposición de una eventual requisa.
Ciudades había que prohibían el celibato y leyes que reglaban hasta la
6
CONSTANT, Benjamin. Op cit., p. 72.
7
Ibíd., p. 89.
8
Ibíd., p. 75 y 76.
9
En consonancia con el mundo antiguo, el líder jacobino Saint Just propuso cierta vez que
cada ciudadano francés contara en público si tenía o no amigos, en cuyo caso serían
condenados. En otra oportunidad, finalmente, manifestó su deseo de que los ciudadanos se
reunieran periódicamente en el templo a los efectos de examinar la vida privada de los
funcionarios y la de los jóvenes mayores de 21 años.
vestimenta” (Aguilar; 1998: 176). Era esa, y no otra, la situación de
sometimiento a la que se encontraba sometido el individuo en las sociedades
de la antigüedad, preso de una voluntad general que, entre otras tantas
aberraciones, lo obligaba a profesar el credo de su ciudad bajo la pena de ser
ajusticiado por los magistrados, desterrado en virtud del ostracismo o
asesinado mediante la ingesta de la amarga cicuta, tal como le sucediera a
Sócrates.
Hasta este punto, el discurso denota la preocupación de Constant por el
rumbo político de la Francia post-revolucionaria, signado por el Terror ejercido
por el poder central luego del hundimiento definitivo del Antiguo Régimen. En
las antípodas de la libertad políticamente participativa que practicaron los
antiguos en el pasado y a favor de una libertad que garantice la esfera privada
por sobre los excesos de la consagración del individuo a la vida pública
moderna, Constant encontraba profundamente irritante que a más de veintitrés
centurias y setenta y cinco generaciones de distancia del Siglo de Oro de
Pericles aún existiesen individuos y facciones políticas que pretendiesen
resucitar por la fuerza instituciones extintas tales como el ostracismo griego y la
censura romana. De ahí, entonces, que se opusiera con vehemencia a aquellos
revolucionarios jacobinos que por medio de sus extemporáneas proclamas sólo
iban a conseguir que el ya oprimido pueblo francés se subyugase aún más
(esta vez en lo que compete a su vida privada) por medio de la adopción de
una libertad político-participativa imposible de ser practicada tal como se lo
hacía en la antigüedad.
A su entender, el contexto político-social en el que se desenvolvía la
búsqueda del bienestar y de la felicidad en la antigüedad griega era
radicalmente distinto del contexto en que se daba esta misma situación en los
tiempos de la revolución. Como consecuencia, consideraba altamente
inconveniente –por no decir violento- que se intentase imponer a un Estado
social y moral dado instituciones o acciones políticas modeladas según un
Estado social y moral radicalmente diferente (Manent; 1990: 203).
De acuerdo a las propias palabras de Constant, la independencia
individual era el primer y único deseo de sus contemporáneos franceses. No
obstante esto, extrañamente decidió terminar su discurso reconociendo a la
libertad política de los antiguos (la liberté des anciens) su condición de
“garantía indispensable” para la protección y mejora de las modernas libertades
civiles (liberté des modernes).
Lejos, pues, de proclamar la superioridad del principio de los modernos
por sobre el de los antiguos, o bien de renunciar a alguna de las dos especies
de libertad por él descriptas, Constant concluyó su disertación formulando una
novedosa propuesta: combinar ambos tipos de libertad. Sorprendente final para
su discurso, a decir verdad, puesto que cuando todo en su arenga había hecho
pensar que su intención era la de defenestrar la extemporánea propuesta de
los jacobinos para cimentar el sistema parlamentario representativo (al estilo
inglés, con una monarquía constitucional y liberal), termina, por lo pronto,
concediéndoles mucho.

Una salida inesperada:

Al comienzo de este ensayo se hizo referencia a una cuestión valorativa


sobre la cual suelen coincidir quienes han leído el discurso de Benjamín
Constant sobre los dos géneros de libertad. Me refiero a la clara sensación de
desconcierto que nos deja su cambiante final. Pues bien, escuchémoslo
concluir: “...Pero en el hecho de diferenciarse la libertad antigua de la moderna
se halla ésta también amenazada de un peligro de diferente especie. El de la
antigua consistía en que los hombres, atentos solamente a asegurar la división
del poder social, hiciesen muy buen uso de los derechos y goces individuales;
pero el peligro de la libertad moderna puede consistir en que, absorbiéndonos
demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar
nuestros intereses particulares, renunciemos con mucha facilidad al derecho
de tomar parte en el gobierno político”.10
Como puede apreciarse, Benjamin Constant finaliza su discurso
haciendo referencia al principal peligro que, a su entender, podía derivarse de
la adopción de las modernas libertades individuales, esto es, la falta de
compromiso político de la ciudadanía provocada por una atención desmedida
de los ciudadanos a sus intereses particulares, que no son otros que los
vinculados al goce narcisista de la vida privada y al libre ejercicio del comercio
alejados de los asuntos del Estado y de la vida pública.
Resulta ciertamente extraño escuchar a un liberal como Constant
advertir respecto de los peligros que acechan la adopción de las modernas
libertades civiles, más aún si se tiene en cuenta su aguerrida arremetida en
contra de la libertad política de los antiguos, aclamada por los jacobinos al
comienzo de la revolución francesa. Pues bien, existe la opinión generalizada
de que aquella parte final del discurso fue una coletilla oportunista añadida a su
cuerpo principal, producto de una operación de montaje de consideraciones
circunstanciales con piezas procedentes de anteriores manuscritos (Díaz del
Corral; 1989: 204). En este sentido, la versión original del discurso de Constant
debería ser buscada en el incisivo folleto de Madame de Stael 11 sobre las
Circonstances actuelles qui peuvent terminer la Revolution (1798), escrito
durante la época del Directorio y del que se presume Constant fue su coautor.
Ahora bien, ¿Qué habrá llevado a Constant a agregar tres páginas a su
discurso original veinte años después de haberlo escrito, en caso de que
efectivamente lo haya hecho? La respuesta a este interrogante puede
deducirse del análisis de los hechos que marcaron su vida. Así, cabe recordar
brevemente que después del golpe de Estado del 18 de Brumario, Emmanuel
Sièyes obtuvo la creación del Tribunado cuya función principal fue la de
proponer la agenda de los asuntos que debía discutir y votar el Corps
Législatif. Como sabemos, Constant fue elegido para ocupar una de sus
bancas, desde la cual intentó poner trabas a los proyectos dictatoriales del
Primer Cónsul Napoleón Bonaparte, quien deseaba destruir el sistema
representativo en aras de establecer un Imperio. Esta situación, por supuesto,
le valió a Constant su exilio, el cual se extendió hasta el año 1814, cuando la
restauración monárquica le permitió regresar.
Llegado el año 1815, durante los famosos cien días de Napoleón
Bonaparte, Constant accedió a redactar un proyecto de constitución liberal para
el Imperio.12 Este hecho aconteció a instancias del mismísimo Napoleón quien,

10
CONSTANT, Benjamin. Op cit., p. 90.
11
Hija de Jacques Necker, banquero y ex ministro de hacienda de Luis XVI, esposa del
Embajador de Suecia en Francia.
12
La famosa Acte additionnel aux constitutions de l’ empire, conocida también como “la
Benjamina”.
conteniendo sus deseos de ponerlo en prisión, quiso darle a su Imperio un giro
constitucional de carácter representativo, quizás como último recurso para
conservar el poder. Las colinas de Waterloo -y el ejército inglés comandado por
Wellington- señalaron el final del Imperio y la restauración definitiva de los
borbones, la misma dinastía monárquica que veinticinco años antes había sido
depuesta por los revolucionarios.
El virtual agregado de tres páginas a la parte final del discurso,
entonces, se explicaría (y en parte, también, se justificaría) si se tiene en
cuenta esta tornadiza sucesión de eventos históricos derivados de la toma de
la Bastilla. Para Benjamin Constant la Revolución de 1789 había personificado
la magnífica victoria del sistema electivo contra el sistema hereditario. 13 De esta
forma, cuando en el año 1804 el Papa Pío VII coronó a Napoleón Bonaparte
como Emperador hereditario del pueblo francés, para Constant la revolución
había involucionado hasta el punto de llegar a morderse la punta de su propia
cola.
El fracaso de Robespierre, Barrás y del resto de los integrantes del
Comité de Salvación Pública y del Directorio posibilitó la ocurrencia de esta
verdadera paradoja política. Lejos de instaurarse en Francia un sistema
electivo fundado en la libertad y la igualdad, con posterioridad al golpe de
Estado del 18 Brumario había comenzado a florecer una ignota nobleza
amparada en el surgimiento de un poder eminentemente autoritario: el Imperio.
Sólo inmersos en este cambiante contexto histórico podemos llegar a
entender las verdaderas razones del sorprendente cambio discursivo que se
produjo en Constant al final del discurso pronunciado en 1819. Después de
todo, la Francia de la Restauración monárquica distaba mucho de parecerse,
en el ejercicio de las libertades civiles y políticas, a la Francia que conociera
Constant en la época del Directorio o del Imperio bonapartista. “Si entonces
había que defender la privacidad y la paz frente a los desbordes nacidos de la
imitación de las antiguas repúblicas, urgía ahora afrontar a quienes pretendían
volver las cosas a quicio, esto es, anclarse en el Antiguo régimen y borrar el
proceso revolucionario. De ahí que no bastara con reclamar las libertades de
expresión, conciencia, asociación o comercio. En pleno reinado de Luis XVIII, y
para contener el avance de los ultras, se trataba de evitar además que el
individuo, refugiado en la fortaleza de sus derechos, abdicara por indiferencia
sus deberes ciudadanos” (Sánchez Mejía; 1989; 9-54).
En resumidas cuentas, a dos décadas de haber comenzado a redactar el
borrador del que luego sería su más famoso discurso político, una
preocupación se había apoderado de la mente de Benjamin Constant, tornando
su pensamiento político hacia la moderación. Temía profundamente que,
enfrascados en el disfrute de su vida privada y en la búsqueda de la felicidad
individual, los franceses renunciaran de manera definitiva a la posibilidad de
tomar parte en el gobierno político. Temía, sobre la base de la experiencia
revolucionaria y bonapartista, que la despolitización se convirtiera en un caldo
de cultivo favorable a la tiranía.

Desde este enfoque, considero, es que debe analizarse el discurso de


Benjamin Constant sobre los dos géneros de libertad.

13
“Esa es la cuestión principal de la Revolución Francesa y, por así decirlo, la cuestión del
siglo” (Benjamin Constant; citado por Gauchet; 1980: 31).
Bibliografía:

Bibliografía específica:

AGUILAR, Enrique (1998). “Benjamin Constant y el debate sobre las dos


libertades”. Libertas No 28, Buenos Aires.
BÉJAR, Helena (2000). “El corazón de la república. Avatares de la virtud
política”. Editorial Paidos. Barcelona.
BERTOMEU, María Julia. DOMÉNECH, Antoni. DE FRANCISCO, Andrés
(2005). “Republicanismo y Democracia”. Miño y Dávila editores, Buenos Aires.
CONSTANT, Benjamin (1819). “De la libertad de los antiguos comparada con
la de los modernos”, en Del Espíritu de conquista. Editorial Tecnos, Madrid,
1988.
DAIBERG-ACTON, John (1877). “The history of Freedom in Antiquity”, en
Essays in the History of liberty, Selected writings of Lord Acton. Editado por J.
Rufus Fears. Liberty Classics. Indianapolis, 1986.
DÍEZ DEL CORRAL, Luis (1989). “El pensamiento político de Tocqueville”.
Alianza Editorial, Madrid.
GAUCHET, M. (1980). “Prefacio a los escritos políticos de Benjamin Constant:
De la liberté chez les Modernes”. Hachette-Pluriel.
GODOY ARCAYA, Oscar (1995). “Selección de textos políticos de Benjamin
Constant”. Estudios Públicos, 59.
HEINE, Heinrich (1964). “Obras”. Vergara, Barcelona.
LABOULAYE, Edouard (1863). “La liberté antique et la liberté moderne”, en L
´État et ses limites, cinquiéme édition, Charpentier et Cie. Libraires-Editeurs.
Paris, 1871.
MANENT, Pierre (1990). “Historia del pensamiento liberal”. Emecé Editores,
Buenos Aires.
SÁNCHEZ MEJÍA, María Luisa (1989). “Estudio preliminar a los escritos de
Benjamin Constant”. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid.

Bibliografía complementaria:

BOBBIO, Norberto (1992). “Liberalismo y Democracia”. Fondo de Cultura


Económica, México.
HOLMES, Stephen (1984). “Benjamin Constant and the Making of Modern
Liberalism”. Yale University Press, New York.
RODRIGUEZ VARELA, Alberto (1995). “Historia de las Ideas Políticas”. A-Z
editora. Buenos Aires.

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