CHATTERJEE, Partha: “Grupos de población y sociedad política”, en: La nación en tiempo
heterogéneo y otros estudios subalternos. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.
Selección elaborada para la cátedra AMC de Primer año del Profesorado en Educación Primaria, ISFD N° 19.
El momento de convergencia entre la modernidad ilustrada y los anhelos de una ciudadanía
extendida a todos en el marco de la nación debe buscarse, sin duda, en la Revolución Francesa. Este evento ha sido celebrado y canonizado de muchas maneras en los últimos doscientos años, pero tal vez el homenaje más ferviente sea la aceptación casi universal de la fórmula que establece la identidad entre pueblo y nación, por un lado, y, por otro, entre nación y Estado. La legitimidad del Estado moderno está hoy firme y claramente anclada en el concepto de soberanía popular. Esta es, por supuesto, la base de la democracia moderna. Pero la idea de soberanía popular es más universal que la propia idea de democracia. Hasta los regímenes contemporáneos más antidemocráticos se ven obligados a defender su legitimidad apelando a la voluntad del pueblo, sea cual sea la manera en que esta voluntad se manifieste, y no al derecho divino, a la sucesión dinástica o al derecho de conquista. Autocracias, dictaduras militares, regímenes de partido único, todos gobiernan, o afirman gobernar, en nombre del pueblo. La fuerza de la idea de soberanía popular y su influencia en los movimientos democráticos y nacionalistas en Europa y en América durante el siglo XIX son bien conocidas. Sin embargo, esa influencia se ha extendido por un área que supera por mucho lo que hoy conocemos como el “Occidente moderno". En este sentido, las consecuencias de la expedición de Napoleón a Egipto, en 1798, han sido ampliamente discutidas. En esos mismos años, mucho más al este, el sultán Tipu, príncipe de Misore, encabezaba una encarnizada lucha contra los ingleses en el sur de India y entablaba negociaciones con el gobierno revolucionario francés, en 1797, al que proponía un tratado de alianza y amistad “fundado sobre los principios republicanos de sinceridad y buena fe, con el fin de que vosotros y vuestra nación, y mi pueblo y yo, podamos convertirnos en una familia”. […] Pero en otra parte del mundo, en el Caribe, otro pueblo colonizado había descubierto en esos mismos años que existía un límite para la promesa de ciudadanía universal, y en su aprendizaje llegó a sufrir bastante más que el dolor de una pierna fracturada. Los líderes de la revolución haitiana habían tomado en serio el mensaje de libertad e igualdad escuchado de París y se habían sublevado para declarar el fin de la esclavitud. Para su sorpresa fueron informados por el gobierno revolucionario de Francia de que los derechos del hombre y del ciudadano no se extendían a los negros, aun en el caso de que éstos se hubiesen declarado libres, toda vez que ellos no eran (o todavía no eran) ciudadanos. […] Después de que los revolucionarios haitianos hubiesen declarado su independencia frente a la opresión colonial, los franceses enviaron en 1802 una fuerza expedicionaria a Santo Domingo, con el fin de restablecer tanto el control colonial como la esclavitud. El historiador Michel-Rolph Trouillot ha señalado que la revolución haitiana ocurrió antes de tiempo. En el discurso occidental de la era de la Ilustración, no había lugar para esclavos negros que alzaban sus armas reivindicando el autogobierno: la idea era, simplemente, inconcebible. Mientras los nacionalismos criollos instauraban repúblicas independientes en la América española a comienzos del siglo XIX, esta posibilidad les era negada a los jacobinos negros de Santo Domingo. El mundo tendría que esperar un siglo y medio hasta que se permitiese que los derechos del hombre y del ciudadano llegaran hasta ellos. De manera gradual, gracias al éxito de las luchas democráticas y nacionales, las restricciones de clase, posición, género, raza, casta, etc., serían consideradas incompatibles con la noción de soberanía popular, hasta que la ciudadanía universal fuese reconocida, tal como hoy ocurre, como parte del derecho general de autodeterminación de los pueblos. Junto al Estado moderno, el concepto de pueblo y el “discurso de los derechos” han pasado a formar parte de la idea de nación. Pero, al mismo tiempo que esto venía ocurriendo, un abismo se ha abierto entre las naciones democráticas avanzadas de Occidente y el resto del mundo. La noción moderna de nación es tanto universal como particular. La dimensión universal está representada, en primer lugar, por la idea del pueblo como locus original de la soberanía del Estado moderno y, en segundo lugar, por la idea de que todos los seres humanos son portadores de derechos. Pero, aun si esto fuese universalmente válido, ¿cómo podría plasmarse de manera concreta? La respuesta es: sacralizando los derechos específicos del ciudadano en un Estado constituido por un pueblo particular, bajo la forma autoasumida de una nación. El Estado-nación se ha convertido en la forma particular (y normalizada) del Estado moderno. La estructuración de los “derechos” en el contexto del Estado moderno fue definida, en la teoría política, por las ideas gemelas de libertad e igualdad Pero en la práctica, frecuentemente, ellas han marchado en direcciones opuestas. Como Etienne Balibar ha señalado acertadamente, estas dos ideas han tenido que ser mediadas por otros dos conceptos: propiedad y comunidad. El concepto de propiedad parecía resolver la tensión entre libertad e igualdad en el nivel de la relación del individuo con otros individuos. Por su parte, la noción de comunidad hacía factible resolver esta tensión libertad-igualdad en el nivel de la colectividad considerada como un todo. Articuladas en torno a la noción de propiedad, las soluciones podían ser más o menos “liberales”; articuladas sobre la noción de comunidad, podían ser más o menos “comunitaristas”. En todo caso, el Estado-nación, soberano y homogéneo, era la forma específica donde se esperaba la realización del ideal moderno de ciudadanía universal (extendida a todos los habitantes). Propiedad y comunidad definieron los parámetros conceptuales del discurso político del capitalismo. En este sentido, las ideas de libertad e igualdad que dieron form a a los derechos universales del ciudadano fueron cruciales no solamente para la lucha contra regímenes absolutistas, sino también para abolir las prácticas precapitalistas que restringían la movilidad individual y la libertad de elección a marcos tradicionales definidos por nacimiento y estatus. También fueron cruciales, como percibió el joven Carlos Marx, para la separación entre el dominio abstracto del derecho y el dominio real de la práctica de la sociedad. Para la teoría político-legal, los derechos del ciudadano no estaban restringidos por consideraciones de raza, religión, etnia o clase. A comienzos del siglo XX, estos mismos derechos fueron extendidos a las mujeres. Pero esto no significaba, en la práctica, la abolición de las distinciones efectivas entre los hombres (y mujeres) que eran parte de la sociedad. Al contrario, el universalismo de la teoría de los derechos presuponía y hacía posible un nuevo ordenamiento de las relaciones de poder en la sociedad, basado necesariamente en esas mismas distinciones de clase, raza, religión, género, etc. Sin embargo, la promesa emancipadora sustentada por la idea de la igualdad universal de los derechos también actuó como una constante fuente para las teorías críticas frente a la sociedad civil real. En los dos últimos siglos, esa promesa impulsó numerosas luchas en todo el mundo, que buscaban revertir diferencias sociales injustas, basadas en criterios de raza, religión, casta, clase o género. Los marxistas, generalmente, han sostenido que la influencia del capitalismo sobre la comunidad tradicional es una señal indudable de progreso histórico. Pero este juicio encierra una profunda ambigüedad. Si la comunidad tradicional era una forma social caracterizada por la unidad entre la fuerza de trabajo y los medios de producción, entonces la destrucción de esta unidad por la llamada acumulación primitiva del capital habría producido un nuevo tipo de trabajador, libre de vender su trabajo como mercancía, pero también carente de toda propiedad, excepto su propia fuerza de trabajo. Marx escribió con amarga ironía acerca de esta “doble libertad” del trabajador asalariado, liberado de los lazos de la comunidad precapitalista. En 1853, al considerar el dominio británico en India, había señalado que se trataba de una etapa necesaria, imprescindible para la revolución social. “Cualesquiera que hayan sido sus crímenes”, señaló, Inglaterra “ha sido el instrumento inconsciente de la historia para realizar esa revolución” en India. Pero más tarde se volvió escéptico en cuanto a los efectos revolucionarios del dominio colonial en sociedades agrarias como India, llegando a especular sobre la posibilidad de que la comunidad campesina rusa transitara directamente hacia una forma socialista de vida colectiva, sin pasar por la fase destructiva de una transición capitalista. A pesar de este escepticismo, y de la ironía que encierra, los marxistas del siglo XX, generalmente, han celebrado la abolición de la propiedad precapitalista y la creación de grandes unidades políticas homogéneas, como los Estados-nación. Allí donde el capitalismo era visto como artífice en la tarea histórica de acelerar la transición hacia formas de producción social más modernas y desarrolladas, recibió, aunque de forma reluctante y ambivalente, la aprobación de la historiografía marxista. Cuando hablamos de igualdad y libertad, propiedad y comunidad en relación con el Estado moderno, estamos, en realidad, hablando de la historia política del capitalismo. El reciente debate entre liberales y comunitaristas en el seno de la filosofía política angloamericana me parece la confirmación del papel crucial que desempeñan en la historia política los conceptos mediadores de propiedad y comunidad, en la determinación del arco de posibilidades institucionales potencialmente incluidas dentro del campo constituido por los conceptos de libertad e igualdad. Los comunitaristas no han podido rechazar el valor de la libertad individual, pues si enfatizasen en exceso sus reivindicaciones de identidad comunal, podrían ser acusados de negar el derecho fundamental del individuo a escoger, poseer, usar y cambiar productos libremente. Por otro lado, los liberales tampoco han descartado la identificación con la comunidad como fuente importante de significado moral para las vidas individuales. Su argumento, en este sentido, señala que, al minar el sistema liberal de derechos y el principio liberal de neutralidad en cuestiones que afectan al bien común, los comunitaristas están abriendo camino para la intolerancia de la mayoría, para la perpetuación de prácticas conservadoras y para un conformismo potencialmente tiránico. Pero pocos liberales han negado el hecho empírico de que la mayor parte de los individuos, hasta en las democracias liberales industrialmente avanzadas, viven sus vidas en el espacio de una red heredada de vínculos sociales, que podría describirse como comunidad. En todo caso, existe un convencimiento generalizado de que no todas las comunidades son merecedoras de aprobación en la vida política moderna. Aquellos vínculos que enfatizan lo heredado, lo primordial, lo parroquial y lo tradicional son considerados por la mayoría de los teóricos indicios de prácticas intolerantes y conservadoras y, por lo tanto, contrarios a los valores de la ciudadanía moderna. Por el contrario, la comunidad política que merece mayor aprobación es la nación moderna, capaz de conceder igualdad y libertad a todos los ciudadanos, independientemente de sus diferencias biológicas o culturales. Esta parte del discurso político, definida por los parámetros de propiedad y comunidad, se enfatiza aún más en la nueva corriente filosófica autodenominada “republicanismo”, que afirma querer superar el debate entre liberales y comunitaristas. […] En lugar de definir la libertad como independencia negativa, esto es, como la ausencia de interferencias externas, el objetivo del republicanismo pasa por asumir el gesto de afirmación antiabsolutista, proclamando que la libertad es libertad, en primer lugar, frente a la dominación. Esta definición supone que el amante de la libertad debe luchar, a diferencia de lo planteado por los liberales, contra todas las formas de dominación, incluso cuando éstas son benignas y no implican interferencia en su accionar individual. En paralelo a ello, permitiría al amante de la libertad asumir formas de interferencia no consideradas como dominación. Según argumentan los teóricos del republicanismo, tanto el desinterés derivado de un régimen liberal que se limita a insistir en la no interferencia, como los peligros provenientes del comunitarismo descontrolado, deben y pueden ser evitados. Las estructuras de propiedad no son amenazadas, mientras que la comunidad, en sus formas higienizadas y digeribles, está autorizada a existir. […] En el siglo XX, cuando se planteó el problema de la transición al capitalismo en el mundo no occidental, los mismos presupuestos brindaron los fundamentos de las teorías de la modernización, en sus versiones marxista y weberiana. El planteamiento, de manera resumida, suponía que sin una transformación de las instituciones y prácticas de la sociedad, producida ya fuera de arriba hacia abajo o de abajo hacia arriba, sería imposible generar y mantener condiciones de libertad e igualdad en el ámbito político. Para que existieran comunidades políticas modernas y libres, en primer lugar se debía contar con poblaciones integradas por ciudadanos. A pesar de que en nuestros días nadie utiliza ya las duras metáforas acuñadas por los liberales del siglo XVIII, el consenso general sigue manteniendo que los caballos y las muías no son capaces de representarse a sí mismos en el gobierno. Para muchos, este argumento aún proporciona el fundamento ético de sus proyectos de modernización del mundo no occidental: transformar antiguos “sujetos”, no familiarizados con las posibilidades de la igualdad y de la libertad, en ciudadanos modernos. […] II Mientras las discusiones filosóficas sobre los derechos del ciudadano en el contexto del Estado moderno gravitaban alrededor de los conceptos de libertad y comunidad, el surgimiento de democracias de masas en los países industriales desarrollados del Occidente dio paso a una distinción completamente nueva: la distinción entre ciudadanos y población. Los ciudadanos habitan el dominio de la teoría; los grupos de población, el dominio de las políticas públicas. A diferencia del concepto de ciudadano, el concepto de población es totalmente descriptivo y empírico; no trae aparejada ninguna carga normativa. Los grupos de población son identificables, clasificables y descriptibles, mediante criterios empíricos o bien atendiendo a su comportamiento, y están abiertos a técnicas estadísticas, tales como censos y encuestas. A diferencia del concepto de ciudadano, que conlleva una connotación ética de participación en la soberanía del Estado, el concepto de población permite a los funcionarios gubernamentales acceder a un conjunto de instrumentos racionalmente manipulables para trabajar sobre los habitantes de un país, considerados como blanco de sus “políticas” económicas, administrativas, judiciales, etc. Como Michel Foucault señaló, una característica central del poder contemporáneo es la “gubernamentalización del Estado”. Este nuevo poder no cimenta su legitimidad a través de la participación de los ciudadanos en las cuestiones de Estado, sino en su papel como garante y proveedor del bienestar de la población. La racionalidad que lo orienta no tiene su eje en la discusión abierta, sino en un cálculo instrumental de costos y beneficios. El aparato a partir del cual interviene es la asamblea republicana, sino una elaborada red de supervisión, que permite recolectar información sobre cada aspecto de la vida de la población que es objeto de la intervención. Durante el siglo XX las nociones de ciudadanía participativa, que fueron parte fundamental en la idea de “política” de la Ilustración, se han retraído ante el avance triunfal de las tecnologías de gobierno que prometen proporcionar mayor bienestar a un número más grande de personas y a un costo menor. De hecho, se podría decir que la verdadera historia política del capitalismo ha sobrepasado los límites normativos de la teoría política liberal, para salir y conquistar el mundo a través de sus tecnologías de gobierno. Gran parte de la carga emocional de las críticas comunitaristas o republicanistas a la vida política occidental contemporánea tienen su origen en la conciencia de que el quehacer del gobierno progresivamente ha ido quedando al margen, en la práctica, de cualquier vínculo con “lo político”. Esto queda claro, de forma expresiva, al observar, por un lado, el descenso constante en la participación electoral en todas las democracias occidentales y, por otro, el reciente pánico en los círculos de la izquierda liberal europea frente al inesperado triunfo electoral de los populistas de derecha. ¿Cómo es que la enumeración y clasificación de grupos de población con la finalidad de administrar el bienestar ha tenido este efecto sobre la esencia de la política democrática en los países capitalistas avanzados? […] La idea clásica de soberanía popular, corporeizada a través del entramado legal vinculado a la noción de ciudadanía igualitaria, derivó en la construcción homogénea de la nación. Por el contrario, el accionar de la gubernamentalidad requiere de clasificaciones múltiples, entrecruzadas y variables de una población entendida como blanco de políticas públicas diversas. Esto produce, necesariamente, una construcción heterogénea de lo social. Existe un quiebre entre el muy poderoso imaginario político de la soberanía popular y la realidad administrativa mundana de la gubernamentalidad: el quiebre entre lo nacional homogéneo y lo social heterogéneo. […] La historia de la ciudadanía en el Occidente moderno evoluciona desde la noción de derechos civiles, proyectada sobre la sociedad civil, hacia la institución de los derechos políticos en el marco del Estado-nación plenamente desarrollado. Sólo una vez llegado a este punto, se transita hacia la fase, relativamente reciente, protagonizada por el “gobierno desde el punto de vista social”. En los países de Asia y de África, por el contrario, la secuencia cronológica es bastante diferente. En estos países, la trayectoria del Estado-nación es más corta. Las tecnologías de la gubernamentalidad casi siempre preceden al Estado-nación, especialmente allí donde existió un dominio colonial europeo relativamente prolongado. En el sur de Asia, por ejemplo, la clasificación, descripción y enumeración de grupos de población con el fin de implementar políticas públicas relacionadas con la demarcación de tierras, el cobro de impuestos, el reclutamiento militar, la prevención de delitos, la salud pública, la administración de malas cosechas y sequías, la reglamentación de los establecimientos religiosos, la moralidad pública, la educación y muchas otras funciones gubernamentales, tiene una larga historia, que antecede al menos un siglo y medio al nacimiento de los Estados-nación independientes de India, Pakistán y Sri Lanka. El Estado colonial resultó ser lo que Nicholas Dirks ha llamado “Estado etnográfico”. Las poblaciones tenían el estatuto de “sujetos de políticas públicas”, no de ciudadanos. Como es obvio, la dominación colonial no reconocía la noción de soberanía aplicada a estas poblaciones. Sin embargo, éste era un concepto que encendía la imaginación de los revolucionarios nacionalistas. El anhelo de una ciudadanía republicana siempre estuvo presente en las estrategias de liberación nacional. Pero, sin ninguna excepción (éste es un punto crucial en nuestro argumento sobre las formas de la política en la mayor parte del mundo), estos anhelos se vieron condicionados por el Estado desarrollista, fundado en la promesa de acabar con la pobreza a través de la adopción de políticas públicas adecuadas, de crecimiento económico y de reforma social. Con éxito diferente, y en algunos casos con un fracaso desastroso, los Estados poscoloniales pusieron en marcha las más avanzadas tecnologías gubernamentales para promover el bienestar de sus pobladores, incitados y auxiliados por las instituciones multilaterales y por organizaciones no gubernamentales de diversa índole. En el proceso de implementar las estrategias de modernización y desarrollo, los viejos conceptos etnográficos han penetrado en el campo del conocimiento acerca de los grupos de población, como categorías descriptivas funcionales susceptibles de ser utilizadas para clasificar los grupos de personas que son el blanco potencial de las políticas administrativas, legales, económicas o electorales. En muchos casos, criterios clasificatorios usados por la administración colonial han permanecido vigentes en la época poscolonial, definiendo tanto el modo concreto de articular las demandas políticas de la población como las estrategias de las políticas desarrollistas de los gobiernos. Casta y religión en India, grupos étnicos en el sudeste asiático y tribus en África, han permanecido como criterios dominantes para la identificación de comunidades entre los grupos de población que son objeto de las políticas públicas. […] Tenemos, hasta aquí, dos conjuntos de conexiones conceptuales. Por un lado, la línea que conecta la sociedad con el Estado-nación, fundada sobre la soberanía popular y la concesión de derechos iguales a todos los ciudadanos. La otra línea conecta, a través de las múltiples políticas de bienestar aplicadas, los grupos de población con las agencias gubernamentales. La primera línea apunta hacia el tipo de esfera política descrita con gran detalle por la teoría política democrática en los últimos siglos, protagonizada por la interacción de la sociedad y el Estado: lo que denominamos sociedad civil. ¿Apuntaría la otra línea a un dominio de lo político configurado de manera diferente? Creo que sí. Para diferenciarlo de las formas asociativas clásicas de la sociedad civil, denominaré a este nuevo patrón de asociatividad e interpelación entre Estado y sociedad como “sociedad política”. […] La mayor parte de los habitantes de India apenas pueden ser definidos vaga, ambigua y contextualmente como ciudadanos portadores de derechos, en el sentido imaginado por la Constitución. Por lo tanto, no pueden ser considerados, propiamente, miembros de la sociedad civil, y no son reconocidos como tales por las instituciones públicas. Pero esto no quiere decir que se encuentren fuera del alcance del Estado o que estén excluidos de la esfera de lo político. Como pobladores incluidos dentro de la jurisdicción del Estado, son supervisados y controlados por las agencias gubernamentales. Estas actividades conducen a esas poblaciones hacia un cierto vínculo político con el Estado, que no siempre se desarrolla conforme a lo establecido idealmente por el paradigma de la representación que se afirma en las leyes (basado en la noción de sociedad civil). No sólo son diferentes. Se trata, además, de vínculos políticos que han adquirido, en contextos específicos históricamente definidos, un carácter sistemático, y que incluyen en ocasiones ciertas normas “éticas”, convencionalmente reconocidas. ¿Cómo podemos comprender estos procesos? Enfrentados a este problema, algunos analistas han optado por expandir la noción de sociedad civil, para incluir en ella virtualmente cualquier institución social situada fuera del dominio estricto del Estado. Esta práctica se ha hecho extensiva a la retórica de las instituciones financieras multilaterales, la cooperación para el desarrollo y las organizaciones no gubernamentales. La universalización de la política neoliberal ha permitido consagrar a toda (y cualquier) organización no estatal como una delicada flor producto del empeño asociativo de miembros libres de la sociedad civil. Por mi parte, prefiero resistirme a estos gestos teóricos inescrupulosamente cariñosos, principalmente porque siento que es importante no perder de vista el proyecto vital que aún informa a muchas de las instituciones estatales en países como India, que pretende trasformar las prácticas sociales tradicionales en formas modulares adaptadas al patrón de la sociedad civil burguesa. La sociedad civil, como ideal, continúa impulsando un proyecto político intervencionista, pero como forma social realmente existente es un fenómeno demográficamente limitado. Esto es algo que no se puede olvidar, al considerar la relación entre modernidad y democracia en países como India. Muchos quizá recuerden que, en un primer momento, los estudios subalternos hablaban de una división en la esfera de la política entre un campo estructurado de la élite y un campo subalterno no estructurado. Esta división quería expresar las diferencias perceptibles en las políticas nacionalistas en las tres décadas anteriores a la independencia, durante las cuales las masas indias, especialmente el campesinado, se vieron atraídas hacia los movimientos políticos organizados, pero sin llegar a compartir las formas más evolucionadas de imaginación del Estado poscolonial. Señalar la existencia de esta división en el dominio de la política significaba rechazar la noción, común tanto a la historiografía liberal como a la marxista, de que el campesinado vivía en un estadio “prepolítico”. Significaba resaltar que los campesinos, en sus acciones colectivas, también estaban siendo políticos, aunque de una manera diferente de la planteada por la élite. Desde las primeras experiencias de imbricación entre las políticas de la élite y las políticas de los subalternos, en el contexto de los movimientos anticoloniales, el proceso democrático en India ha avanzado, extendiendo su influencia sobre la vida de los grupos subalternos. Para entender las formas recientes de entrelazamiento entre la política de la élite y la política subalterna, he propuesto en otras ocasiones adoptar el concepto de sociedad política. Para ilustrar el significado que atribuyo al concepto de sociedad política y a su funcionamiento, en el capítulo 5, “La política de los gobernados”, describo algunos de los casos que he tenido ocasión de estudiar en un reciente trabajo de campo. Allí podemos observar una nueva forma de entender la acción política, derivada de las políticas desarrollistas basadas en la focalización de las acciones en grupos de población específicos. Muchos de estos grupos, organizados en asociaciones, transgreden la legalidad en su lucha por lograr mejores condiciones de vida. Pueden vivir en asentamientos clandestinos, hacer un uso ilegal del abastecimiento de agua y electricidad, viajar sin pagar su pasaje en el transporte público, etc. Al interactuar con ellos, las autoridades no pueden tratarlos de la misma manera que a otras asociaciones cívicas que persiguen propósitos sociales más legitimados. Pero las agencias gubernamentales y las organizaciones no gubernamentales tampoco pueden ignorarlos, ya que existen, virtualmente, miles de grupos similares, que representan a sectores de la población cuyas estrategias de supervivencia y acceso a la vivienda implican transgresiones legales. Los organismos estatales, por lo tanto, interactúan con estas asociaciones. Pero no lo hacen en su calidad de agrupaciones de ciudadanos (como en el caso de la sociedad civil), sino como instrumentos funcionales para la administración de las políticas de alivio a la pobreza dirigidas a grupos de población marginados. Los grupos que conforman la sociedad política, por su parte, son conscientes de que sus actividades muchas veces son ilegales y contrarias al buen comportamiento cívico, pero enfatizan sus demandas de acceso a la vivienda y a formas de ganarse la vida, señalando que se trata de una cuestión “de derechos”. Por esta razón, se encuentran dispuestos a abandonar su situación (o sus prácticas) de ilegalidad si se les ofrecen alternativas. Las agencias estatales reconocen que esos grupos de población articulan realmente las demandas referidas a los programas sociales, pero estas reivindicaciones no pueden ser reconocidas como aspiraciones legítimas por cuanto el Estado no puede extender a la totalidad de la población los mismos beneficios. Considerar estas reivindicaciones como derechos incentivaría un mayor número de violaciones a la propiedad pública y a las leyes. Lo que encontramos en estas situaciones es una negociación de las reivindicaciones donde, por un lado, las agencias gubernamentales tienen la obligación de cuidar de los pobres, y, por otro, grupos de población particulares reciben atención focalizada por parte de estas agencias, de acuerdo con cálculos políticos concretos. Los grupos que actúan en la sociedad política están obligados a encontrar su camino a través de ese terreno irregular, construyendo redes de conexiones externas, con otros colectivos en situaciones similares, con grupos más privilegiados e influyentes, con funcionarios gubernamentales, quizás con partidos o líderes políticos concretos. Esos grupos, generalmente, desarrollan un uso instrumental de su derecho de voto, un aspecto en el que sí es posible decir que la ciudadanía se yuxtapone con la gubernamentalidad. El uso instrumental del voto sólo puede ser leído en un mundo donde predominan las estrategias políticas. Esta es la cara real de la política democrática, tal como se practica en India. La democracia “real” envuelve lo que parece ser un compromiso inestable, entre los valores de la modernidad, plasmados en leyes, y las demandas populares, revestidas de argumentos morales. La sociedad civil restringida a un pequeño sector de ciudadanos ilustrados representa en países como India el punto culminante de la modernidad, lo mismo que el modelo constitucional de Estado. Pero en la práctica real, las agencias gubernamentales están obligadas a descender hasta el terreno de la sociedad política, para renovar su legitimidad como proveedoras de bienestar, confrontando las demandas políticamente movilizadas. De manera paradójica, en este proceso es posible escuchar a representantes de la sociedad civil y del Estado quejarse de que la modernidad está enfrentando a un rival inesperado, que ha adoptado las formas de la democracia. Me interesa señalar aquí el significado político, diferente en cada caso y contradictorio, de la sociedad civil y de la sociedad política. III […] La tensión entre legitimidad popular y control de las élites, el problema eterno de la propia teoría de la democracia, representado por los conceptos mediadores de comunidad y propiedad, es un elemento presente desde la concepción misma de la democracia india. Esta tensión no ha desaparecido, ni ha sido resuelta o superada. Apenas ha adquirido una nueva forma, como resultado de los constantes enfrentamientos entre las concepciones popular y elitista de la democracia. El tema ha aparecido nuevamente en los recientes debates sobre la modernización democrática en India. Por un lado, las titubeantes demandas populares de reconocimiento han llevado a los modernizadores a lamentar que la edad de la razón haya llegado a su fin, mediante la contaminación de la política por las fuerzas del desorden y la irracionalidad. Estos sectores interpretan los diversos compromisos alcanzados a partir de los condicionamientos electorales como señales de abandono de la política ilustrada. En general tenemos menos información respecto a los efectos transformadores de esta tensión entre los sectores de población supuestamente no ilustrados. En vista de que ésta es un área que apenas empieza a ser estudiada, sólo puedo hacer algunas observaciones preliminares al respecto. Pero, según creo, se trata del más profundo y significativo conjunto de cambios sociales actualmente en marcha de cuantos afectan al proceso democrático en países como India. […] Está claro que, al llevar adelante el proyecto de transformar sujetos subalternos en ciudadanos nacionales, los modernizadores encontrarán resistencias que son impulsadas por las actividades de la sociedad política. Pero he intentado enfatizar que, a pesar de resistir un proyecto modernizador que consideran impuesto, las clases subalternas también se encuentran embarcadas en un sendero de transformación interna. Al llevar adelante su misión pedagógica respecto a la sociedad política, los educadores, personas ilustradas como nosotros, quizás también podrían aprender algo y educarse a sí mismos. Esto, lo admito, sería el resultado más enriquecedor e históricamente significativo del encuentro entre modernidad y democracia en la mayor parte del mundo.