Está en la página 1de 4

https://mega.co.nz/#F!BA8USDLZ!

_X6x13WXgnM4ht2wPZw1rQ

Teorías del Arte desde Morris hasta Gropius.*

“La ornamentación”, dice Ruskin, “es la parte principal de la arquitectura”. Es la parte


que imprime en un edificio, dice en otro lugar, “ciertos caracteres venerables o
hermosos pero, por lo demás, innecesarios”. Sir George Gilbert Scott amplió esta
sorprendente afirmación cuando recomendó a los arquitectos el uso del estilo gótico,
porque su “gran principio es decorar la construcción”.
Cómo se realizó prácticamente esta doctrina básica de la teoría arquitectónica del
siglo XIX no podría mostrarse de modo más convincente que relatando la historia de
las nuevas oficinas del Gobierno Británico en Whitehall, Londres, tal como fueron
levantadas por Scott entre 1868 y 1873, estando sus planos originales concebidos en
estilo gótico. Los hechos, según Sir George, son los siguientes: "No era mi propósito",
escribe, “hacer estilo gótico italiano; me atraía más el francés, al que había
consagrado principalmente mis estudios durante varios años. Quise, sin embargo,
recoger de Italia unas pocas sugestiones… Es decir, una cierta cuadratura y
horizontalidad en el diseño... Combiné esto... con gabletes, techos de gran pendiente y
cabriadas. Mis detalles eran, excelentes y exactamente adecuados a su fin”. A pesar
de ello, Scott no ganó el primer premio en el concurso, en parte porque a Lord
Palmerston le disgustaban profundamente los estilos medievales. Scott comenta: “No
me irritó el contratiempo, pero cuando se supo, pocos meses más tarde, que Lord
Palmerston había anulado fríamente todos los resultados del concurso y estaba a
punto de designar a Pennethorne, un no concursante, me sentí en libertad de acción.”
Y actuó de tal modo que, finalmente, fue designado arquitecto del nuevo edificio. No
obstante, no pudo apartar al gobierno de su predilección por el Renacimiento italiano.
Lo que sucedió luego fue descrito por Lord Palmerston como la batalla entre los estilos
góticos y el de Palladio. Él no veía ninguna dificultad insuperable. Mandó llamar a Scott
y le dijo desenvueltamente “que no podía sentir interés en el estilo gótico y que”,
continúa Scott, “aunque no quería estorbar mi designación, debía insistir en que
hiciera un diseño en estilo italiano que, estaba seguro, yo era capaz de hacer tan bien
como el otro”. Evidentemente, Lord Palmerston tenía razón, pues, después de largas
argumentaciones, Scott prometió “un diseño italiano”. Pero aún tenía la esperanza de
poder evitar el Renacimiento. Alteró el frente de su edificio, transformándolo en “el
Bizantino de los primeros palacios venecianos... modificado en una forma más útil y
moderna”. En vano, porque el Primer Ministro quería “el italiano corriente” y habría de
tenerlo. Dijo de los nuevos planos que no eran “ni lo uno ni lo otro, sino una cosa
enteramente híbrida”, y amenazó con dejar sin efecto la designación de Scott.
Después de eso, en consideración a su familia y a su reputación, Sir George, “en
dolorosa perplejidad”, decidió “tragar la amarga píldora”. Compró “algunos costosos
libros sobre arquitectura italiana y se puso a trabajar vigorosamente” para inventar
una fachada italiana “de bellos contornos”.
La campaña de toda la vida de William Morris se dirigió contra la absoluta falta de
sentimiento por la unidad esencial de la arquitectura que había hecho posible esa
comedia. Cuando su naturaleza impresionable comenzó a interesarse por la
edificación, las bellas artes y el arte industrial, casi todos los edificios contemporáneos
que lo rodeaban -en Londres cuando muchacho y como estudiante en Oxford- eran
débiles o estaban toscamente diseñados; y prácticamente todo el arte industrial,
vulgar y sobrecargado de ornamentos. Más adelante daremos los ejemplos.
Responsables de ese estado de cosas era la Revolución Industrial y -hecho menos
conocido pero igualmente importante- la teoría estética creada después de 1800. El
papel desempeñado por la Revolución Industrial deberá ser discutido en el capítulo II.
Aquí es suficiente decir que las nuevas máquinas permitieron a los fabricantes lanzar
al mercado miles de artículos baratos en el mismo tiempo y al mismo costo que antes
se requerían para la producción de un solo objeto bien elaborado. Materiales de
imitación y técnicas espurias prevalecían en toda la industria. El dominio del oficio, tan
admirable todavía en las obras de Chippendale y Wedgwood, fue reemplazado por la
rutina mecánica. La demanda aumentaba año tras año, pero demanda de una
población ignorante y envilecida que llevaba una vida de esclavitud entre la suciedad y
las penurias.
El artista se apartó con disgusto de tanta mezquindad. No le correspondía a él trabajar
para las necesidades de esas clases, condescender con el gusto de la mayoría,
inmiscuirse en las “artes no bellas”. Durante el Renacimiento los artistas habían
aprendido, por primera vez, a considerarse seres superiores, portadores de un
mensaje sublime. Leonardo da Vinci exigía del artista que fuera un hombre de ciencia
y un humanista, pero de ningún modo un artesano. Cuando le preguntaron a Miguel
Ángel por qué, en la Capilla de los Médicis, había retratado sin barba a uno de ellos,
aun cuando en vida la había usado, contestó: “¿ Quién sabrá, dentro de mil años, cuál
era su aspecto?” No obstante, esta actitud de vanidad artística siguió siendo
excepcional hasta fines del siglo XVIII. Schiller fue el primero en elaborar una filosofía
del arte que convertía al artista en el sumo sacerdote de una sociedad secularizada.
Schelling recogió esas ideas y a continuación lo hicieron Coleridge, Shelley y Keats. Los
poetas, según Shelley, son “los no reconocidos legisladores del mundo”. El artista no
es ya un artesano, ni tampoco un sirviente; ahora es un sacerdote. Su evangelio puede
ser la humanidad o la belleza, una belleza “idéntica la verdad” (Keats), una belleza
que es “la más completa unidad imaginable de vida y forma” (Schiller). Cuando crea,
el artista da a conocer “lo esencial, lo universal, el aspecto y la expresión del espíritu
que mora en la naturaleza” (Schelling). Schiller le asegura: “La dignidad de la
humanidad está puesta en tus manos”, y lo compara a un rey, “habitando ambos en
las cimas de la humanidad”. La consecuencia inevitable de tal adulación se hizo cada
vez más visible al desarrollarse el siglo XIX. El artista comenzó a despreciar la utilidad
y el público: (Keats: “¡Oh dulce fantasía! déjala en libertad; todo se daña con el uso”).
Se apartó de la vida real de su época y se retiró a su círculo sagrado, creando el arte
por el arte y por el artista. Al mismo tiempo, el público dejó de comprender su lenguaje
personal, aparentemente inútil. Sea que viviese como sacerdote o que llevase una vie
de Boheme, fue ridiculizado por la mayoría de sus contemporáneos y exaltado sólo por
un reducido conjunto de críticos y adinerados connaisseurs.
Pero hubo una época en la que nada de eso existía. En la Edad Media el artista era un
artesano, orgulloso de ejecutar cualquier encargo con el máximo de habilidad. Morris
fue el primer artista (no el primer pensador, pues Ruskin le había precedido) que
comprendió cuán inciertos y decadentes habían llegado a ser los fundamentos sociales
del arte durante los siglos posteriores al Renacimiento, y especialmente durante los
años que siguieron a la Revolución Industrial. Había estudiado arquitectura y pintura,
primero en el estudio gótico de Street y después en el círculo de los prerrafaelistas.
Pero cuando, en 1857, debió amueblar su primer estudio en Londres, le asaltó la idea
de que antes de ponerse a pintar cuadros sublimes, un hombre debe comenzar por
vivir en un ambiente apropiado y tener una casa decente, con sillas y mesas decentes.
Nada que pudiera satisfacerlo en lo más mínimo era asequible. Esa fue la situación que
despertó de pronto su propio genio personal: si no podemos comprar un mobiliario
sólido y decoroso, fabriquémoslo nosotros mismos. Él y sus amigos se pusieron así a
construir sillas “tales que Barbarroja podría haberse sentado en ellas” y una mesa
“pesada como una roca” (Rossetti). Se repitió el mismo experimento en la casa
edificada para Morris y su esposa, la famosa casa roja de Bexley Heath. En 1861, por
último, en lugar de formar otra cerrada hermandad de artistas, como había sido la
“Hermandad prerrafaelista”, y tal como él la había deseado cuando estudiaba en
Oxford, Morris se decidió a abrir una firma, la firma de Morris, Marshall & Faulkner,
Trabajadores Artísticos en Pintura, Tallas, Muebles y Metales. Este hecho señala el
principio de una nueva era en el arte occidental.
El sentido fundamental que tenían la firma y la doctrina de Morris está expresado
claramente en las treinta y cinco conferencias sobre cuestiones artísticas y sociales
que pronunció entre 1877 y 1894. Su punto de partida es la condición social del arte
de su época. El arte “no tiene ya ninguna raíz”. Los artistas, sin contacto con la vida
diaria, “se envuelven en sueños de Grecia e Italia... que sólo muy pocos pretenden
comprender siquiera o conmoverse por ellos”. Esta situación tiene que parecer
excesivamente peligrosa a cualquiera que se interese por el arte. Morris exhorta: “No
quiero arte para unos pocos, como no quiero educación para unos pocos o libertad
para unos pocos”, y plantea ese magno problema que decidirá el destino del arte en
nuestro siglo: “¿Por qué habríamos de ocuparnos del arte, a menos que todos puedan
participar de él?” Hasta aquí Morris es el verdadero profeta del siglo XX, el padre del
Movimiento Moderno. A él le debemos que la vivienda del hombre común haya llegado
a ser, una vez más, un objeto digno del pensamiento del arquitecto, y una silla, un
empapelado o un vaso, un objeto digno de la imaginación del artista.
No obstante, ésta es sólo una mitad de la doctrina de Morris. La otra mitad quedó
sujeta al estilo y a los prejuicios del siglo XIX. El concepto que Morris tenía del arte
deriva de su conocimiento de las condiciones medievales de trabajo y se integra
plenamente dentro del “historicismo” del siglo XIX. Partiendo del artesanado gótico,
definió simplemente al arte como “el medio de que se vale el hombre para expresar su
alegría en el trabajo”. El verdadero arte debe ser “hecho por el pueblo y para el
pueblo, como una dicha para quien lo crea y para quien lo aprovecha”. Ese orgullo por
el genio artístico y por ciertas formas especiales de inspiración, que veía en todo el
arte de su tiempo, le resultaba, por lo tanto, detestable. “Hablar de inspiración es una
tontería”, decía; “no hay tal cosa: es una mera cuestión de oficio”.
Es obvio que tal definición del arte traslada el problema del campo de la estética al
campo más amplio de la ciencia social. En opinión de Morris “no es posible disociar el
arte de la moral, de la política y de la religión”. Aquí, principalmente, se manifiesta
como un fiel continuador de Ruskin, que a su vez estaba en deuda -lo que ha sido
negado demasiado enfáticamente- con Pugin, ese brillante diseñador y panfletista que
durante los años entre 1836 y 1851 había luchado violenta e implacablemente por el
catolicismo, por las formas góticas como únicas formas cristianas, y también por la
honestidad y veracidad del diseño y la manufactura. Ruskin se plegó a las dos últimas
causas, y no a las primeras. De sus Siete Lámparas de la Arquitectura, libro escrito en
1849, la primera es la lámpara del sacrificio, de la dedicación del oficio de un hombre a
Dios, y la segunda la lámpara de la verdad. La verdad en hacer es para Ruskin el hacer
a mano, y hacer a mano es hacer con júbilo. Ruskin también admitió que aquí residían
los dos grandes secretos de la Edad Media, predicando su superioridad sobre el
Renacimiento. Morris fue su continuador en todo esto, y ambos llegaron por este
camino a las formas del socialismo. Si Morris denunció con tanta elocuencia la
estructura social de su época fue porque era, evidentemente, fatal para el arte. “El
arte… desaparecerá de la civilización, si el sistema perdura. Esto lleva en sí mismo, a
mi entender, la condenación de todo sistema”. De este modo, el socialismo de Morris
dista de ser correcto de acuerdo con las normas de fines del siglo XIX: tiene más de
Thomas More que de Karl Marx. Su principal problema es: ¿cómo podemos recobrar un
estado de cosas en el que todo trabajo “valga la pena hacerse” y sea al mismo tiempo
“agradable de hacer por sí mismo?” No mira adelante sino atrás, hacia los tiempos de
las sagas islandesas, de la construcción de catedrales, de las corporaciones de oficios.
Por sus conferencias no es posible obtener una idea clara de lo que imaginaba habría
de ser el futuro. “Todo el fundamento de la sociedad… está irremediablemente
corrompido”, escribió. De ahí que fuera algunas veces su única esperanza “pensar en
la barbarie anegando una vez más el mundo... para que con ello pueda volver a ser
bello y dramático”. Y sin embargo, cuando, en parte como una consecuencia de su
propia propaganda socialista, estallaron tumultos en Londres y la revolución pareció
por un momento nada improbable, retrocedió y se apartó gradualmente, de vuelta
hacia su mundo de poesía y de belleza.
Este es el antagonismo decisivo de la vida y la doctrina de Morris. Su tarea, la
restauración del oficio manual, es constructiva; la esencia de su doctrina es
destructiva. Abogar por el oficio Abogar por el oficio manual únicamente, significa
abogar por condiciones de primitivismo medieval y, antes que nada, por la destrucción
de todos los recursos de la civilización que fueron introducidos durante el
Renacimiento. Éste no era su deseo; y ya que, por otro lado, no estaba dispuesto a
emplear en sus talleres ninguno de los procedimientos de producción postmedievales,
la consecuencia fue el elevado costo de toda su producción. En una época en la que
prácticamente todos los objetos de uso diario están manufacturados con la ayuda de
máquinas, sólo un estrecho círculo comprará los productos del artista artesano. Si bien
Morris quería un arte “por el pueblo para el pueblo”, se vio obligado a admitir que el
arte barato es imposible, porque “todo arte cuesta tiempo, molestia y reflexión”. Creó
así un arte -si bien ahora arte aplicado y no ya el arte del siglo XIX de la pintura de
caballete- que seguía siendo accesible a unos pocos connaisseurs solamente o, como
él mismo expresó una vez, arte para “el grosero lujo de los ricos”. Es indudable que el
arte de Morris terminó por obrar benéficamente sobre la producción comercial en
muchas industrias, pero eso es precisamente lo que él hubiese odiado porque la
difusión de su estilo en una amplia escala implicaba reintroducir la máquina, y excluir
con ello una vez más la “alegría del creador”. La máquina era el principal enemigo de
Morris: “Como condición de vida, la producción mecánica es totalmente perjudicial”.
Anhelando la barbarie, esperaba sin duda la destrucción, de las máquinas, aunque en
sus últimos discursos fue bastante cauteloso (e inconsecuente) como para admitir que
deberíamos tratar de convertirnos en “los amos de nuestras máquinas” y usarlas
“como un instrumento para imponernos mejores condiciones de vida”.
La actitud de Morris, de odio hacia los métodos modernos de producción, no sufrió
alteración en la mayoría de sus sucesores. El Movimiento de las Artes y Oficios trajo un
renacimiento de la artesanía artística, no del arte industrial. Representantes de él
podemos considerar a Walter Crane (1845-1915) y C. R. Ashbee (1863-1942). Walter
Crane, el más popular de los discípulos de Morris, no dio un paso más allá de la
doctrina de su maestro. Para él, como para Morris, “la verdadera raíz y fundamento de
todo arte yace en la habilidad manual del artesano”. Su fin, por lo tanto, igual que el
de Morris, es “transformar a nuestros artistas en artesanos y a nuestros artesanos en
artistas”. Además, concuerda con Morris en la convicción de que “el arte genuino y
espontáneo... es un agradable ejercicio”, y tales premisas lo llevan a un socialismo
romántico idéntico al de Morris. El mismo conflicto que señalamos en la doctrina de
Morris aparece también en Crane: él también se ve forzado a admitir que “el bajo
costo del arte y de los oficios manuales es casi imposible” porque “por lo general los
precios bajos sólo pueden obtenerse a costa del… abaratamiento de la vida y del
trabajo humanos”. La actitud de Crane con respecto a la producción mecánica
corresponde también a la de Morris. Su aversión a “los monstruos de nuestra época
recubiertos de hierro y de cristales” -Ruskin había sido el primero en prorrumpir en
invectivas contra las estaciones de ferrocarril y el Palacio de Cristal- está sólo mitigada
por la consideración de que la máquina puede ser necesaria y útil como “la servidora
auxiliar del hombre” para un “efectivo ahorro de trabajo, de trabajo pesado y
agotador”.
Ashbee era, sin duda, un pensador más original y un reformador más enérgico que
Crane. Continuador también de Ruskin y de Morris en su creencia de que “las artes
constructivas y decorativas son la auténtica espina dorsal” de toda cultura artística, de
que todo objeto debería ser “producido bajo condiciones gratas”, y de que, por con-
siguiente, el arte para uso diario no puede ser barato, aventaja a Morris en cuanto
relaciona los problemas de la reorganización de talleres y de la pequeña propiedad. Su
Corporación y Escuela de Oficios Manuales, fundada en 1888, fue trasladada en 1902
desde la zona este de Londres a Chipping Campden en los Cotswolds. Mientras que
esta faz de su obra y su doctrina es todavía más “medievalista” que la enseñanza de
Morris, hay otro aspecto de su doctrina que parece genuinamente progresista. En la
época de la Corporación, su actitud hacia la producción mecánica era todavía
semejante a la de Monis y Crane. “No rechazamos la máquina”, escribía; “le damos la
bienvenida. Pero deseamos verla dominada. En los años subsiguientes, quizás en parte
como consecuencia de la lucha sin esperanza de la Corporación contra los modernos
métodos fabriles, se desligó de lo que llamó entonces el “luddismo intelectual” de
Ruskin y de Morris, y el prirner axioma de sus dos últimos libros sobre arte fue que “la
civilización moderna descansa en la máquina, y ningún sistema para favorecer o
subvencionar la enseñanza de las artes que no lo reconozca puede ser bueno”.
Al proferir este axioma, Ashbee ha abandonado la doctrina de las Artes y Oficios y
adoptado una de las premisas básicas del Movimiento Moderno. Pero en él era sólo
adopción y no creación. Su principal derecho a la fama sigue siendo el experimento de
Campden, un intento de hacer revivir los oficios manuales y de la labranza lejos de los
centros de la vida moderna.

* Texto extraído del libro:


Pevsner, Nikolaus. Pioneros del diseño moderno de William Morris a Walter
Gropius. Buenos Aires: Editorial Infinito, 1972.

También podría gustarte