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Diaz. Pensar La Ciencia
Diaz. Pensar La Ciencia
Esther Díaz
Sin embargo, no están solos. Alguien se dispuso a jugarse por ellos. Prometeo, el hijo del
titán Japeto, después de contemplar la pena de los humanos, retornó a las regiones divinas.
Nadie lo vio avanzar por los corredores celestiales, nadie vio su silueta desplazarse por los
muros sagrados, ni contempló el momento en que arrancó una llama del solar de los dioses,
pero a los pocos días nadie ignoraba que los mortales habían sido beneficiados con el fuego y
que el responsable pertenecía a la estirpe divina.
Pero la punición no se detuvo en el ladrón del fuego, también los hombres fueron
castigados. Zeus tentó a Pandora con una caja de atractiva presencia. Ópalos y rubíes
tachonaban su tapa. El mandato de no abrirla no hacía más que azuzar la curiosidad que,
finalmente, pesó más que la obediencia. La mujer abrió el cofre y todos los males del mundo
salieron exultantes como sierpes iracundas. Es preciso aclarar que Pandora logró que la
esperanza se instalara en los humanos para aliviar la sordidez del contenido de su caja.
Las generaciones han gozado y sufrido los frutos del conocimiento. No deberíamos
olvidar la caja de Pandora, ya que la tecnociencia en su faz negativa se presta a la especulación
de mercado, al desarrollo bélico y a turbios intereses (los males que escaparon de la caja), y en
su faz solidaria contribuye a mejorar la vida y al compromiso social.
A la ciencia hay que acunarla, cuidarla y reforzarla como se hace con el fuego. Una
racionalidad científica ampliada a lo político social piensa la ciencia en relación con los
dispositivos de poder y con sus implicancias éticas. No adhiere al pensamiento único, respecta
la diversidad y atiende lo múltiple. He aquí una perspectiva fecunda para pensar la ciencia,
para apostar incluso a difundirla y enseñarla considerando todos sus aspectos -también los no
positivos- porque únicamente conociendo el estado de las cosas se pueden pensar estrategias
para mejorarlo.
Cuentan los biólogos que la lapa zapatilla, un molusco que habita en aguas cenagosas,
observa la peculiar conducta de agruparse con otras amontonándose verticalmente. Las lapas
de menor tamaño se acoplan sobre las mayores formando una pila de doce o más individuos.
Las pequeñas, que ocupan la parte superior, son invariablemente machos. Las más grandes,
que le sirven de apoyo, hembras. El acto en sí no es banal ni sencillo. Es una relación sexual.
Los machos, a pesar de su escasa masa corporal, poseen órganos genitales tan largos como
para alcanzar a las hembras que constituyen la plataforma del grupo. Y, si es necesario, sus
finos órganos se deslizan como una antena contorneando a otros machos hasta lograr
contacto con las hembras.
Pero la novela sexual de estas lapas no termina ahí. También cambian de sexo. Las
formas juveniles maduran, en primer lugar, como machos y cuando crecen devienen hembras.
Los animalitos que se instalan en la zona intermedia del conglomerado son transexuales.
Machos que se están convirtiendo en hembras. En circunstancias especiales también ellas se
transforman.
¿Esta acepción fue la inspiración para Linneo? Ante la casi imposibilidad técnica de que
en su época hubiera podido observar la conducta reproductiva de esos seres mínimos, subsiste
un interrogante, ¿intuyó Linneo, la vida sexual de las lapas o simplemente relacionó su aspecto
físico con los arcos?, ¿cómo y cuándo se fue construyendo conocimiento sobre la vida de estos
moluscos?, ¿se los investiga sólo por el placer de conocer la naturaleza o de ese conocimiento
se podrían derivar tecnologías?
↓
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Investigación aplicada
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Tecnología
Obligar a la naturaleza a que responda a lo que se le propone es la clave de bóveda
sobre la que se elevó la empresa moderna bautizada “ciencia”. Pero al agotarse o
hiperdesarrollarse los ideales de la modernidad, nos encontramos con un nuevo tipo de
conocimiento y de prácticas relacionadas con él, y con un planeta que comienza a emitir signos
alarmantes de la devastación tecnocientífica.
En consecuencia, el volumen histórico que desde el siglo XVI hasta mediados del XX fue
ocupado por la ciencia, es habitado actualmente por el tipo de conocimiento y formas de vida
interactuando que, provisoriamente, denomino “posciencia”. Aunque con fines prácticos hablo
de “ciencia” o “tecnociencia” para referirme a la empresa científica y tecnológica actual.
Una de las tantas exigencias del conocimiento científico moderno fue que la
investigación se desarrollara en el interior de los rígidos límites de cada disciplina. Pero a
partir de la complejidad y la proliferación de nuevos saberes difícilmente una disciplina puede
hoy “abastecerse a sí misma”. Es evidente que existen indagaciones que forzosamente deben
restringirse a su especificidad. Pero difícilmente algún área de la investigación se pueda
perjudicar por abrir sus fronteras a conocimientos provenientes de otras disciplinas.
Si se desea lograr una mezcla armónica de colores, primero se debe considerar cada
color en sí mismo. Traducido a la actual propuesta, si se quiere promover investigaciones
interdisciplinarias y transdisciplinarias, es conveniente diferenciar de algún modo las
disciplinas. Me pliego en esto a la clasificación canónica entre ciencias formales y ciencias
fácticas.
El valor de verdad de esta proposición ha de buscarse más allá de su forma, en los datos
de la experiencia. Este enunciado, cuya extensión es universal, encuentra corroboraciones
empíricas singulares. Por ejemplo, en las islas Galápagos, cuando las tortugas recién nacidas
intentan alcanzar el mar para salvarse de las gaviotas, no todas lo logran.
Entre las gaviotas vale el mismo principio, algunas no consiguen devorar ningún bebé
tortuga, son las menos aptas. Estamos ante estados de cosas a los que se accede siguiendo
recursos de las ciencias fácticas: la contrastación empírica; con las variaciones y excepciones
inherentes a cada disciplina, porque no siempre una contrastación es posible.
¿Por qué la ciencia moderna hizo un baluarte de la medición? ¿Por qué si algo es
medible puede aspirar a ser –eventualmente- objeto de estudio calificado y, de lo contrario, se
convierte en algo sospechoso para los tribunales científicos y epistemológicos? En la entrada
del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Chicago brilla un famoso aforismo que
dice “Si no se puede medir, el conocimiento será pobre e insatisfactorio”. Es obvio que todos
recordamos el lema de la Academia de Platón “No puede entra quien no es geómetra”. Pero
no solo miles de años, sino una concepción totalmente diferente de ciencia se interpone entre
la bandera supuestamente enarbolada por Platón y el moderno eslogan de Chicago atribuido
a William Thomson (lord Kelvin) que proclama, en la entrada misma de un “templo” de las
ciencias sociales, la necesidad imperiosa de la medición.
No olvidemos que la medición es uno de los grandes baluartes de las ciencias naturales.
Pero si bien puede existir transdisciplinariedad, no existe carácter transitivo de unas disciplinas
a otras. Si los objetos de estudios difieren, otros serán los medios de abordarlos. Sin embargo,
para ciertas posturas teóricas -que no suelen detenerse en consideraciones humanísticas- las
disciplinas sociales deberían regirse por el mismo método que las naturales. Esto es
reduccionismo naturalista.
¿Dónde debe buscarse entonces el motivo de que las ciencias duras pretendan
prevalecer sobre las llamadas (no ingenuamente) “blandas”? Las ciencias sociales comparten
con las formales y las naturales un dispositivo político-cultural en el que se expresan ejercicios
de poder, como subsidios para la investigación, cargos académicos, empresariales, estatales,
multinacionales; difusión en revistas científicas, canales televisivos y otros medios; invitaciones
a eventos internacionales, instalaciones para desarrollar investigación, reconocimientos
simbólicos y económicos, patentes, convenios y contratos. Son espacios en los que las ciencias
duras, en general, tienen mayor presencia que las sociales.
5. Ética de la investigación
Sin embargo, a partir del derrumbe del imperio de los yuppies en las últimas
estribaciones del segundo milenio, la ética comenzó a gozar de mejor prensa. No por amor a la
ética, sino por los inconvenientes que suelen traer aparejado carecer absolutamente de ella.
No obstante, el estallido de la burbuja financiera de 2008 representa una prueba evidente de
la carencia ética que suele imperar en el mundo del poder. Los abusos detectados en algunos
sectores de ese mundo impulsaron la reflexión ético-filosófica. Se comenzó a imponer la
noción de “ética aplicada”, que cumple metodológicamente el imperativo de las éticas
universalistas, ya que según se entiende comúnmente aplicar supone subsumir una
particularidad en un concepto universal previamente determinado.
Ahí lo universal sale indemne de su encuentro con lo particular. Pues no existen
términos de coordinación legitimados por prácticas democráticas. Existe sometimiento y
dominación entre quienes sufren el poder y quienes lo ejercen. Habría que imaginar una
inversión del clásico paradigma de la “aplicación” como orientador de la reflexión-acción,
porque la aplicación distorsiona los vínculos al presentarlos como recetas teóricas siempre en
dirección descendente:
se lograría, si no justicia en sentido estricto, quizá cooperación e intercambio. Siempre y
cuando se logre otra inversión: que la reflexión ética comience antes de iniciarse una
investigación y que -en caso de llevarse a cabo- las consideraciones éticas acompañen el
proceso investigativo hasta su consumación o suspensión.
Pero no por ello se debe relegar la incitación a la reflexión ética; el ser tiene en ella su
morada. La ética existe en el cruce de fuerzas entre la racionalidad y el deseo, y subsiste a
pesar de la corrupción, la obsolescencia de los códigos y la ambición desenfrenada.
Ahora bien, si se tienen en cuenta los numerosos análisis que los expertos han realizado
sobre la racionalidad científica, ¿no sería pertinente acaso ocuparse también de los avatares
del deseo y del poder en relación con esa racionalidad? ¿Por qué el discurso de la filosofía de la
ciencia, en general, se hace el distraído y mira para otra parte ante temas como “deseo”,
“poder” o “discriminación” ?, ¿cómo la intensidad deseante y los dispositivos de poder -sin los
cuales nada sería posible- pueden ser elididos de las consideraciones sobre la ciencia? El
pensamiento sobre la racionalidad científica no se debería limitar únicamente a formalismos y
verificaciones empíricas, sino considerar también la incidencia del deseo, las implicancias
éticas y los mecanismos de poder. He aquí un desafío para seguir pensando y resistiendo,
como cada día resistía Prometeo que, a pesar del suplicio, no se arrepintió de habernos legado
los beneficios y los riesgos del fuego.