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Problemas éticos de personas que viven con VIH/SIDA

Confidencialidad y discriminación

El VIH/SIDA es una infección viral, sistémica, de transmisión predominantemente

sexual. Una descripción tan sobria haría pensar que es homologable a otras

enfermedades sexualmente transmitidas, pero en realidad el parangón adecuado es con

afecciones de fuerte carga, como ha sido descrita para la tuberculosis, el cáncer y,

posteriormente, el SIDA.

La emergencia de la pandemia de VIH/SIDA llevó a S. Sontag a publicar un segundo

libro sobre el tema, donde recalca el aspecto metafórico de una enfermedad en la cual

letalidad, falta de efectividad terapéutica y autoculpabilidad son extremas. Se explica así

el enorme componente moral y discriminatorio que acompaña a la enfermedad y que es

el factor principal y determinante de que el VIH/SIDA se haya convertido en un

complejo problema bioético, como ninguna otra enfermedad podría hacerlo,

complejidad que ya se insinúa en la tendencia a hablar de una sola entidad compuesta

del agente causal y la afección clínica. Ser VIH (+) y padecer el Síndrome de la

Inmunodeficiencia Humana –SIDA- son, para la sociedad y para la salud pública, una

misma cosa.

Los problemas comienzan con la observación de que durante muchos años la

enfermedad parecía afectar únicamente a personas socialmente rechazadas como los

homosexuales y los drogadictos. El estigma moral era fácil de asignar y renacía la

antigua relación culpa/enfermedad, permitiendo decir que el SIDA es producto de

decadencia moral, es un castigo de Dios o una venganza de la naturaleza. Estas

connotaciones morales se han atenuado, sin desaparecer del todo, a medida que la

epidemiología muestra que la infección no respeta condición social y que la incidencia


se ha desplazado hacia las personas heterosexuales, hacia las mujeres jóvenes y hacia

los niños a través de la transmisión vertical.

Tomando las debidas precauciones, la enfermedad es fácil de diagnosticar pero difícil

de tratar. El diagnóstico de VIH (+) es tan trascendente para el entorno que ha de ser

cuidado del contagio, como para el afectado que depende de tratamientos no siempre

fáciles de acceder ni de llevar. Aparece el primer dilema ético al buscar la mejor manera

de proteger a los contactos sexuales del VIH (+): ¿Será responsabilidad del infectado

comunicar a sus contactos y adoptar las conductas protectoras requeridas? ¿Podrá el

médico que diagnosticó confiar en el infectado o deberá adoptar las medidas necesarias

para asegurar que convivientes y parejas sepan la condición de seropositividad de su

prójimo? En otras palabras, emerge el dilema de la confidencialidad absoluta, que deja

en manos de los infectados la comunicación de su estatus, frente a la confidencialidad

condicionada que solo se respeta en tanto no signifique daño a terceros inocentes, una

disyuntiva que no ha encontrado respuesta satisfactoria. Hay quienes sostienen que la

confidencialidad solo es válida si se respeta en forma absoluta, en tanto otros la hacen

depender de circunstancias y contenidos del encuentro clínico

La idea de discriminación está íntimamente ligada al VIH/SIDA, debido a la fuerte

carga valórica y los matices emotivos que envuelven la sexualidad, sobre todo en sus

formas atípicas. Se ha hecho notar que el modo de transmisión del virus de la hepatitis

B es muy similar al del VIH, aunque en ella prima el contagio intrahospitalario,

generando menos recelos y desencadenando menos actitudes discriminatorias que el

VIH y sus formas “pecaminosas” de contagio.

Estos problemas debieran haberse atenuado con la aceptación social de homosexualidad

y promiscuidad sexual y con el mejor pronóstico de la enfermedad pero, por otro lado,

vuelven a agudizarse desde el énfasis actual sobre autorresponsabilidad individual en


salud y prevención de enfermedad, las campañas promocionales por la autorregulación

de ingesta alimentaria y estilos de vida saludables.


Breve introducción a los problemas derivados de los trasplantes de órganos y

tejidos (problemas del donante y del receptor).

Los problemas del donante lo son también del receptor, pero no es ésta una afirmación

transitiva. Su importancia reside en destacar que todo impedimento o limitación que se

imponga a los donantes tendrá severos efectos negativos para los receptores. Para la

bioética, cuyos mayores esfuerzos van hacia paliar las vicisitudes de los desmedrados,

constituye tarea permanente buscar modos y argumentos para mejorar la oferta de

órganos, toda vez que la tendencia mundial ha sido de engrosar las listas de espera a

tiempo que se ven menguados los aportes de donantes.

El rechazo a vender partes del organismo humano olvida que la sociedad tolera muchas

transacciones –incluso en la práctica médica- que transforman al organismo en

mercancía, o acepta acuerdos laborales que también constituyen una venta o la asunción

de riesgos vitales, como ocurre por ejemplo con los mineros, las empresas

manufactureras con organización taylorista, los trabajadores agrícolas o industriales que

laboran mal protegidos en ambientes tóxicos. La razón más poderosa para rechazar el

mercado de órganos es que se producirá, una vez más, un beneficio desmedido para los

más aventajados.

La obtención de órganos presupone un consentimiento previo, que puede ser

básicamente de dos tipos: a) El consentimiento presunto, en que todo ciudadano es

donante a menos que expresamente haya elaborado un documento de negativa, y que

este documento esté visible al momento de considerar la extracción: b) El

consentimiento expreso o documentado, en el cual las personas solo son donantes si

portan un documento que los acredite como tales. En ambos casos, por lo general, y aun

cuando la ley no lo requiera, se recaba la opinión de los familiares, quienes con

frecuencia toman la decisión de no donar, aunque el fallecido se hubiese declarado


donante. Al menos un 40% de donaciones posibles no se realizan por negativa de los

deudos.

Todas las sugerencias para aumentar el caudal de órganos han sido impugnadas. Se ha

propuesto una lotería de donantes, o la aceptación de un compromiso recíproco que toda

persona que necesitase eventualmente optar a un órgano fuese también donante; se ha

pensado considerar que la cosecha de órganos es una función estatal para el bien común

o que el Estado pudiese ser el único posible comprador de órganos. Por lo visto hay

factores culturales potentes que impiden avanzar en este tema en beneficio de los

pacientes cuya vida depende de la obtención de un trasplante de órgano. Siempre se

sugirió que la medicina del trasplante era una estrategia provisoria en tanto la

investigación desarrollaba otras técnicas para reemplazar órganos claudicantes. El otro

obstáculo de trascendencia para lograr mayor fluidez en la medicina del trasplante es la

definición de muerte, y los consiguientes criterios diagnósticos que deben cumplirse

para proceder a una extracción autorizada de órganos.

La más aceptada definición es la de muerte cerebral total, es decir, claudicación

irreversible tanto de la corteza como del tronco encefálico, pero algunos la encuentran

demasiado rígida, estimando que una persona que ha perdido sus facultades cerebrales

superiores –conciencia, percepción, comunicación- como ocurre en los estados

vegetativos persistentes, puede ser diagnosticada como muerta sobre todo si existen

directrices anticipadas que solicitan la suspensión de tratamientos de soporte cuando la

corteza ya está definitivamente destruida. De acuerdo a estas perspectivas

conservadoras, la definición de muerte es la claudicación del organismo como un todo,

en tanto otros solicitan la conjunción de la muerte encefálica total y la

cardiorrespiratoria.
La polémica se complica porque la definición de muerte para una donante no puede

diferir de aquella que se aplique a un no donante, y lo que es vida residual útil para

mantener la viabilidad de los órganos, puede ser un estado de fútil manutención para un

enfermo profundamente deteriorado. La intransigencia de diversas posturas sugiere

atenerse a la normativa y a la legislación vigente, a menos que se esté dispuesto a

profundizar en la ingente literatura que al respecto existe, y abrirse a un pluralismo

tolerante de posturas diversas, aún antagónicas.

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