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Humanizar las situaciones de crisis

“La muerte sólo tiene importancia en la medida


que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.”
André Malraux

En estos últimos tres años tuvimos como experiencia global, que nos obligó a reelaborar
las prácticas médicas y hospitalarias. También las personales, se vio al distanciamiento
social como un modo de auto cuidado. En este sentido la enfermedad también adquirió
un nuevo sesgo de estigma.

Es bastante claro que con la idea de “cuidar” se tomaron decisiones que afectaron a las
personas en muchos ámbitos vitales, como lo es el sustento o el apoyo en el caso de
personas enfermas de otras enfermedades, los niños y las personas adultas mayores
vieron afectados sus derechos a la movilidad, a la educación, al ocio recreativo, a cubrir
sus necesidades básicas farmacéuticas y alimentarias.

Se ha hablado mucho de las variantes, de la intensidad del contagio, de las secuelas


etc… en realidad se cuidó muy poco de las consecuencias económicas y sociales de las
medidas tomadas en muchos países omitiendo la vulnerabilidad socioeconómicas de las
mayorías. Se habla poco de las decisiones éticas hospitalarias y de los cuidados en casa
y de las muertes en casa. Se habla poco en torno a la muerte. Se habla poco de los
tratamientos, de los cuidados, del proceso de muerte, de los efectos de un tipo de muerte
en la que por las circunstancias muchos recursos de afrontamiento se vieron cancelados.

El tema pandémico despertó los sentimientos de zozobra y ansiedad ante la muerte


como una reacción producida por la percepción de señales de peligro o amenaza (real o
imaginada). Seria importante desde la reflexión bioética analizar las diferentes
respuestas tanto a nivel global como local. Analizar y elaborar lineamientos que definan
bien la actuación de los medios de comunicación, el financiamiento que reciben para
comunicar ciertos contenidos en la forma en que lo hacen y los objetivos que justifican
esta misma actuación.

Los servicios sanitarios también deberían ser evaluados: primero como parte de un
aparato institucional que debería de garantizar el acceso suficiente a servicios que se
consideran derechos civiles y humanos. El tema pandémico vino a desenmascarar las
carencias de las diferentes instituciones encargadas de proveer de atención a las
personas enfermas y no solo de COVID, si no en sí mismo de cualquier enfermedad. En
segundo término, mientras se presenta el argumento de evitar la saturación hospitalaria
y la muerte, se descuidaron elementos básicos de la atención sanitaria de pacientes y a
enfermos crónicos o terminales de otras enfermedades. El mal manejo, el amarillismo
de los medios de comunicación y el poco cuidado a contextos de vulnerabilidad
socioeconómica generaron desconfianza en la población.

De hecho, podríamos decir que, junto con este fenómeno, se abrió toda una industria
dedicada a satisfacer la demanda de los consumibles que garantizarían la seguridad
sanitaria de cada persona. En este sentido también se le ha conferido mediaticamente
una gran importancia a la vacunación como único medio para evitar complicaciones en
la gravedad de la enfermedad, sin embargo, la enfermedad sigue una evolución prevista
por los epidemiólogos hacia su instalación endémica con menor agresividad.

Es muy importante reconocer que este fenómeno ha afectado la aplicación o la


interpretación de ciertos conceptos bioéticos. Por ejemplo, el de la autonomía, por un
lado tenemos los argumentos que hablan del derecho de cada persona por decidir lo que
desea respecto a la interpretación que hace de su estado de salud y su expectativa a
corto, mediano y largo plazo; que se aplican a temas como los reproductivos, de genero,
cuidados paliativos o de eutanasia. Pero frente al tema pandémico se ha visto un criterio
impositivo que en la práctica se opone a los derechos humanos firmados después de los
juicios de Nuremberg. Mientras en un tema de salud grave o terminal el enfermo puede
decidir sobre los tratamientos, su aplicación, suspensión o de hecho no iniciarlos. En el
tema pandémico existe una obligatoriedad no legal e intransigente, mediatizada por lo
medios de comunicación que induce una obligatoriedad a las vacunas bajo coacción. En
el tema del aborto por ejemplo prima la autonomía a costa de la vida de otro y en el
tema pandémico no.

También tendríamos que cuestionar el formato en que han acontecido muchas muertes,
respecto a esto hemos visto la enfermedad como un fenómeno social común: todos
estamos en riesgo… se puso como premisa el distanciamiento, incluso dentro de los
hogares particulares, habitados por familias que comparten espacios comunes, la
mayoría de las familias no cuentan con espacios amplios, baños independientes o una
habitación para cada miembro de la familia… La forma de comunicar la información de
la enfermedad y su etiología, generó (por ejemplo) que se etiquetaran como peligrosos a
los niños, que fueron alejados de sus parientes mayores y no en pocas ocasiones al
enfermar o morir alguno, ya se tenía no solo al virus como el culpable, si no también, a
los niños o aquellos que no seguían escrupulosamente la idea del distanciamiento.
Como si hubiera una intención con dolo de matar a un familiar con un abrazo, un
apretón de manos o un beso.

Mientras la filosofía de los Cuidados Paliativos, nos invitan a buscar un proceso de


enfermedad y muerte humanizados y dignos, que haya una atención cercana afectiva y
considerada respecto a la situación del enfermo. Los criterios de contención de la
pandemia generaron que muchas personas murieran con una enfermedad en la
modalidad de estigma; rechazados, aislados y abandonados. Muchos más murieron
simplemente solos, con los componentes de la culpabilidad añadidos, sin despedidas, sin
rituales.

El deterioro físico y emocional que experimenta una persona al estar enferma de


gravedad, de una enfermedad desconocida no se compara con el miedo, dolor,
sufrimiento, soledad, angustia y agonía, al estar esperando un final incierto: sanación o
muerte. Es importante considerar la reflexión anterior, ya que debido a toda la
información ambiental, la percepción de la enfermedad por COVID era terrible, la
interpretación emocional de la enfermedad causaba tanto o más daño que la misma
enfermedad, considerando que los estados psíquicos alterados por la angustia y estrés
tienen una influencia muy importante en los procesos inflamatorios e inmunológicos,
incluso respecto al ritmo cardiaco y nivel de oxigenación. Una exagerada percepción de
riesgo ante la enfermedad predispone un deterioro más rápido, de la persona que la
padece. El estado de aislamiento, el hecho de no poder compartir ideas y
preocupaciones agudizan la percepción anticipada de fatalidad.

La muerte confinada a centros hospitalarios ha arrebatado a los desahuciados de sus


casas y familiares. La muerte asignada al hospital se apropia del enfermo al
institucionalizarlo y arrebatarle sus redes de apoyo social: “socialmente, el enfermo está
muerto”. El aislamiento adelanta de forma subjetiva la percepción del estar muerto, por
que ya no se es para nadie.
Recientemente se ha ido reconociendo la importancia de la espiritualidad como un
recurso en la vivencia de la enfermedad crónica, grave o terminal, se ve como bueno
que el enfermo, de acuerdo a sus valores y creencias religiosas pueda ejercer sus ritos
como un recurso de afrontamiento y fuente de esperanza frente a su devenir biográfico.
Sin embargo, incluso este aspecto fue negado tanto en el proceso de enfermedad y
muerte. Los sobrevivientes no pudieron celebrar sus ritos religiosos en honor de sus
difuntos. La pandemia de coronavirus, aun cuando se trata de un evento sin precedentes,
replantea el derecho de todos los pacientes a estar acompañados en la fase terminal de
sus vidas por un familiar, conocido o incluso por una persona que les pueda ofrecer
atención espiritual. Es decir, se debe tener la garantía de una muerte digna y este
concepto debe protegerse en situaciones normales y también en las extraordinarias y de
crisis.

La tecnificación y la urgencia por encontrar la cura nos hacen trivializar en si, la


experiencia de la enfermedad y omitimos recursos, como la espiritualidad y la idea de
trascendencia ante el acontecimiento de la propia expiración, deshumanizándola tal
como se deshumaniza la atención.

Esto nos invita a pensar en la agonía y sus efectos; el fallecimiento súbito, la velocidad
con la que se muere en esta enfermedad, nos recuerda lo vulnerable que somos, nos
invita a ser sensibles respecto a las necesidades de quien va a expirar, de sus deseos, de
la importancia de acompañarle y confortarle en los últimos momentos de vida. No hay
acto más deshumanizado y más humillante que morir solo.

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