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En estos últimos tres años tuvimos como experiencia global, que nos obligó a reelaborar
las prácticas médicas y hospitalarias. También las personales, se vio al distanciamiento
social como un modo de auto cuidado. En este sentido la enfermedad también adquirió
un nuevo sesgo de estigma.
Es bastante claro que con la idea de “cuidar” se tomaron decisiones que afectaron a las
personas en muchos ámbitos vitales, como lo es el sustento o el apoyo en el caso de
personas enfermas de otras enfermedades, los niños y las personas adultas mayores
vieron afectados sus derechos a la movilidad, a la educación, al ocio recreativo, a cubrir
sus necesidades básicas farmacéuticas y alimentarias.
Los servicios sanitarios también deberían ser evaluados: primero como parte de un
aparato institucional que debería de garantizar el acceso suficiente a servicios que se
consideran derechos civiles y humanos. El tema pandémico vino a desenmascarar las
carencias de las diferentes instituciones encargadas de proveer de atención a las
personas enfermas y no solo de COVID, si no en sí mismo de cualquier enfermedad. En
segundo término, mientras se presenta el argumento de evitar la saturación hospitalaria
y la muerte, se descuidaron elementos básicos de la atención sanitaria de pacientes y a
enfermos crónicos o terminales de otras enfermedades. El mal manejo, el amarillismo
de los medios de comunicación y el poco cuidado a contextos de vulnerabilidad
socioeconómica generaron desconfianza en la población.
De hecho, podríamos decir que, junto con este fenómeno, se abrió toda una industria
dedicada a satisfacer la demanda de los consumibles que garantizarían la seguridad
sanitaria de cada persona. En este sentido también se le ha conferido mediaticamente
una gran importancia a la vacunación como único medio para evitar complicaciones en
la gravedad de la enfermedad, sin embargo, la enfermedad sigue una evolución prevista
por los epidemiólogos hacia su instalación endémica con menor agresividad.
También tendríamos que cuestionar el formato en que han acontecido muchas muertes,
respecto a esto hemos visto la enfermedad como un fenómeno social común: todos
estamos en riesgo… se puso como premisa el distanciamiento, incluso dentro de los
hogares particulares, habitados por familias que comparten espacios comunes, la
mayoría de las familias no cuentan con espacios amplios, baños independientes o una
habitación para cada miembro de la familia… La forma de comunicar la información de
la enfermedad y su etiología, generó (por ejemplo) que se etiquetaran como peligrosos a
los niños, que fueron alejados de sus parientes mayores y no en pocas ocasiones al
enfermar o morir alguno, ya se tenía no solo al virus como el culpable, si no también, a
los niños o aquellos que no seguían escrupulosamente la idea del distanciamiento.
Como si hubiera una intención con dolo de matar a un familiar con un abrazo, un
apretón de manos o un beso.
Esto nos invita a pensar en la agonía y sus efectos; el fallecimiento súbito, la velocidad
con la que se muere en esta enfermedad, nos recuerda lo vulnerable que somos, nos
invita a ser sensibles respecto a las necesidades de quien va a expirar, de sus deseos, de
la importancia de acompañarle y confortarle en los últimos momentos de vida. No hay
acto más deshumanizado y más humillante que morir solo.