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HEINZ HEIMSOETH (1886) Alemania

Nuestros conocimientos e investigaciones históricas tienen todavía pocos años.


Y sin embargo, ya están petrificados en sus fórmulas. Sus cuadros vienen
condicionados por prejuicios no solo actuales sino pretéritos. Es muy lento el
cambio de los conceptos sobre los puntos culminantes en las divisiones con que
intentamos expresar la corriente de la vida pasada. Mas la hora de la revisión ha
llegado, al fin, para muchas de las fórmulas acreditativas. Vacila, sobre todo, el
esquema de los grandes periodos de la historia. Tampoco nos detendrá el temor
de iluminar ciertos aspectos de un modo parcial, si con ello ganan en claridad las
tendencias que queremos perseguir. Uno de los últimos problemas de toda
existencia, una de las oposiciones primordiales, en todas las manifestaciones de
la «necesidad metafísica», es la unión y la contraposición de la inmutabilidad y
de las transformaciones, del reposo y del movimiento, del ser fijo y permanente y
de la vida siempre cambiante. Apenas hay un rasgo que caracterice la estructura
de lo dado inmediatamente en tomo nuestro y en nosotros mismos, de un modo
más general que el de la transformación continua, del cambio en el tiempo.
El nacimiento y la muerte, el vivaz desarrollo y la decadencia, son hechos
básicos de toda cotidiana experiencia y fuentes de todo placer y dolor.
Y en la medida en que nos acercamos a las cosas de nuestro contorno o a las
de nuestro interior, parecen desvanecerse los rasgos de la inmutabilidad y del
reposo, para presentársenos como un lento fluir inadvertido. Pero hay en
nosotros, por otra parte, muchas cosas opuestas a la tendencia que trata de
sumergirlo todo en la corriente del devenir. La experiencia nunca finalizada de
las cosas duraderas y fijas, por encima de las cuales pasa sin afectarlas el
estruendo de las mundanzas, y que se afirman y se mantienen sin dejar
vislumbrar principio ni fin, es corroborada profundamente por las exigencias de
la razón y del sentimiento. Lo fugitivo es inasequible al conocimiento.
El interés de este reside en encontrar firmes puntos de apoyo, algo fijo, frente al
devenir, o en el devenir mismo. El pensamiento ha buscado en todos los tiempos
la sustancia en este sentido, lo persistente, lo que se puede comprender y no se
disipa cuando la mano apretada de la ratio quiere sujetarlo. El verdadero
devenir, el nacimiento de un ser de la nada o la desaparición de un ser en el no
ser, resulta inconcebible a la razón, aunque sea aparentemente familiar a la
experiencia sensible. La razón salva la dificultad, tratando de concebir lo
mudable como una «me» modificación exterior, por decirlo así, de lo eterno e
indestructible, de la «sustancia» (y esto no solo en la concepción de los
principios científicos «de la conservación»). La divisa es: de la nada no sale
nada y lo que existe no puede dejar de ser. Pero con esto no se resuelve en
realidad el enigma, sino que se le desplaza simplemente a otro plano.
La ≪voluntad≫ es el ≪verdadero yo≫ del hombre. No el yo, pienso, sino el yo
quiero (quiero lo que debo), conduce realmente al contenido metafísico de mí y
de toda existencia en general. Lo que en nosotros es más que fenómeno, lo
≪inteligible≫ (pero no realmente comprensible por medio del intelecto, ni
perteneciente a este), es nuestra voluntad. La voluntad quiere elevarse por sí
misma, afirmar su propia vida y plenitud de poder; este es su sentido y su
grandeza. Todo lo intelectual está a su servicio, es un producto y un memo de su
acción.

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