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RAMIRO DE MAEZTU (1875) España

La crisis económica. Parecerá extraño que la mejor explicación de la crisis económica del
mundo la haya dado un portugués, cuando se piensa que Portugal es uno de los pueblos que
menos habrá padecido por ella, salvo en lo que le hayan afectado la disminución de sus
exportaciones y de los giros que recibe de sus emigrantes al Brasil. Esta es una crisis
espiritual, «una crisis del pensamiento económico», ha dicho el Sr. Oliveira Salazar, jefe del
Gobierno portugués, y consiste, según el Sr. Pequito Rebello, «en que el espíritu no logra
dominar y organizar la economía». El mundo económico debiera ser gobernado por el espíritu,
ya que no tiene otro objeto que satisfacer las necesidades de la vida. Pero nos hemos
materializado, lo que quiere decir que el espíritu se ha dejado caer en un ideal materialista.
Hemos visto, seguimos viendo en la materia un fin en sí mismo, y no mero instrumento.
El resultado es que la materia nos desborda. No podemos, no sabemos organizarla. Hay un
exceso de producción y un déficit de organización, y aunque la sobreproducción parece que
debiera ser excelso de riqueza, como la única riqueza que adquiere el valor que le es propio
es la orgánica, es decir, la que satisface, sin perturbaciones, las necesidades humanas, el
resultado de aquel exceso inicial de productos es una paralización del trabajo, que implica la
pobreza para mucha gente. Verdadero signo de la crisis es el desequilibrio entre los precios
agrícolas, que se hunden, y los industriales, que logran mantenerse. Se produce porque en
tiempos normales, el ahorro acude más a la industria que a la agricultura, porque le atrae la
mayor posibilidad que hay en la industria de multiplicar indefinidamente la producción, con la
esperanza de que exista un personaje mítico, un consumidor no productor, capaz de absorber
cuantos artículos se lancen al mercado. Así aumenta la suma de productos superfluos.
Así, pues, el desequilibrio de los precios entre los frutos de la tierra y los artículos de la
industria surge del hecho de que, al llegar la crisis, el industrial o el minero cierra la fábrica o
paraliza la mina, mientras que el labrador tiene que vender sus productos por lo que quieran
darle. La paradoja y el problema económico que hay en este hecho dependen de que el
hombre pierde la capacidad de manejar las cosas precisamente por no haberse preocupado
más que de almacenar el mayor número posible de cosas. No se ha empeñado más que en
multiplicar la producción, para librarse a toda costa de la posibilidad de escaseces y, en
efecto, consigue acumular montañas de algodón, de lana, de trigo, inmensos frigoríficos llenos
de carne, enormes depósitos de automóviles, des, montañas de carbón y de mineral de hierro,
astronómicas cifras de disponibilidades en los bancos, suficiente número de ingenieros y
obreros expertos para triplicar las industrias, y todo le sobra: dinero, técnica, mano de obra,
productos. Y no hay manera de cambiar el trigo sobrante en la Argentina por el carbón que
sobra en Gales, porque lo que está de más, está de más. Cualquiera de los grandes países
industriales del mundo tiene herramental suficiente para tejer toda la tela, fundir todos los
rieles, moler toda la harina y construir todos los automóviles que necesiten los demás.
Lo decisivo es que el gran fracaso proviene del gran éxito. Si en el dinero hay un misterio, en
el poderío militar también lo hay. Media historia universal, cuando menos, viene a ser la
historia de la guerra. No se ha logrado con ello ni siquiera limpiar de contradicciones la actitud
del hombre normal ante la guerra. Todos la aborrecemos y todos gloriamos la victoria.
Habrá algunos fanáticos de la paz o de la guerra que amen la paz y aborrezcan la victoria;
otros que amen la victoria y menosprecien la paz. Serán siempre seres excepcionales.
Los demás veneramos igualmente la paz y la victoria. Y lo que sucede a los individuos acontece a
los pueblos. Cuanto más pacifistas, y nunca lo fueron tanto como ahora, mayores ejércitos
preparan, y jamás fueron más potentes que los de hoy en día. A consecuencia de la gran guerra
tienen que declararse en bancarrota, uno tras otro, todos los grandes pueblos de la tierra.
Ello no obsta para que mantengan y acrecienten sus ejércitos. La razón de que las buenas causas
estén siempre en peligro es que siempre habrá hombres capaces de arrollar toda justicia para
realizar sus ansias de poder, y que a estos hombres no les importará que la realización de sus
designios no sea negocio para la comunidad, porqué siempre lo será para ellos. Si esos hombres
se apoderan del gobierno de un pueblo impartirán probablemente a la política exterior el mismo
espíritu de rapiña y de violencia con que escalaron el Poder. Así se forman en la historia algunas
de las potencias que, por antonomasia, merecen llamarse militares. Otras veces, al contrario, es
un legítimo espíritu de propia defensa el que ya formando ese espíritu militar. Pero es un hecho
que cuando el ansia de poder prevalece sobre la de Justicia, a la corta o a la larga encuentra su
Némesis, porque las naciones militares se gastan en la guerra.

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