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Hay todavía otro elemento que define el poder: su carácter universal. El hecho
de que el hombre tenga poder y que al ejercerlo experimente una satisfacción
especial no es algo que se dé sólo en un ámbito aislado de la existencia, sino
que se vincula —o puede, cuando menos, vincularse—con todas las actividades
y circunstancias del hombre, incluso con aquéllas que en el primer momento
parecen no tener relación alguna con este carácter del poder. Es manifiesto que
toda acción, toda creación, toda posesión y todo goce producen inmediatamente
el sentimiento de tener poder. Lo mismo ocurre con todos los actos vitales. Toda
actividad en la que repercuta directamente la fuerza vital representa un ejercicio
de poder y es experimentada como tal. También podemos afirmar esto mismo
con respecto al conocimiento. En sí mismo, el conocimiento significa la
penetración intuitiva e intelectiva de lo que es, pero el que conoce experimenta
en ello la fuerza que produce esta penetración. El que conoce experimenta cómo
se “apodera de la verdad”, y esto se transforma a su vez en el sentimiento de
“ser dueño de la verdad”. Aquí se advierte ante todo el orgullo del que conoce,
orgullo que puede crecer tanto mas cuanto más alejado parezca estar de la
inmediata praxis el objeto conocido. La sumisión a la verdad se transforma aquí
en un sentimiento de dominio sobre ella, en una especie de legislación espiritual.
Pero la conciencia de poder producida por el conocimiento encuentra también
una expresión que actúa de manera directa; esto ocurre cuando se transforma
en magia. Tanto los mitos como las leyendas nos hablan del saber que da
poder. El que conoce el nombre de una cosa o de una persona tiene poder
sobre ella. Piénsese en todo lo que significan el encantamiento, los conjuros, las
maldiciones. En un sentido más hondo, el saber que da poder es un saber
acerca de la esencia del universo, del misterio del destino, del curso de las
cosas humanas y divinas. Todo acto, todo estado, e incluso el simple hecho de
vivir, de existir, está directa o indirectamente unido con la conciencia del ejercicio
y del goce del poder. En su forma positiva, este ejercicio y este goce suscitan la
conciencia de disponer de sí mismo y de tener fuerzas; en su forma negativa se
convierten en soberbia, orgullo, vanidad. Así, pues, la conciencia del poder tiene
un carácter completamente universal, ontológico. Es una expresión inmediata de
la existencia, y esta expresión puede adoptar un carácter positivo o negativo,
verdadero o aparente, justo o injusto. La influencia que un hombre ejerce sobre
otro por medio de las relaciones familiares y tribales es comprendida, organizada
y desarrollada para crear las diversas formas del orden social, etc. La edad
moderna aspiró a conseguir poder sobre la naturaleza mediante el conocimiento
racional y la técnica exacta. Mientras el poder sigue creciendo y alcanza una
forma definitiva, la conciencia percibe al mismo tiempo este carácter como un
peligro, y el dominio del poder mismo aparece entonces como el núcleo del
sentido de la futura imagen del mundo. La crisis de nuestro tiempo y de nuestro
mundo parece ir aceleradamente hacia un acontecimiento que, solo puede ser
descrito con esta expresión: catástrofe global. Este plazo está determinado por
el crecimiento de las posibilidades técnicas, que guarda relación exacta con la
disminución de la conciencia de responsabilidad humana. El peligro que
sobresale de la manera más clara es el de la destrucción violenta, es decir, la
guerra. Parece que todavía existen hombres que ponen en ella sus esperanzas.
Las destrucciones en bienes humanos y en energías, en bienes económicos y
tesoros culturales que causaría una nueva guerra sobrepasan toda estimación.
A esta transformación del proceso y del resultado obtenido corresponde una
transformación del mismo hombre que lo realiza. Desaparece lo que sostiene
toda cultura anterior: la obra hecha a mano. Por otro lado, debemos volver a
aprender que el dominio sobre el mundo presupone el dominio sobre nosotros
mismos; pues, ¿cómo podrán dominar los hombres la inmensa cantidad de
poder de que disponen, y que aumenta constantemente, si no son capaces de
formarse a sí mismos? ¿Cómo pueden tomar decisiones políticas o culturales, si
fracasan continuamente con respecto a sí mismos? Que mediante la disciplina y
la superación de sí mismo va creciendo desde dentro, a fin de que la vida se
mantenga en el honor que le pertenece y se haga fecunda, de acuerdo con su
sentido. Y, por último, es necesario hacer cada cosa tal como lo exige su verdad.
Partiendo de la libertad del espíritu, hay que pasar por encima de todas las
trabas interiores y exteriores, pasar por encima del egoísmo, la pereza, la
cobardía, el respeto humano y obrar con confianza. Obrar así constituye un
camino que, si se recorre con sinceridad y valentía, lleva muy lejos. Nadie sabe
hasta dónde puede llevarnos, introduciéndonos en la esfera donde se deciden
las cosas del tiempo. Acaso parezca extraño que nuestra meditación sobre
problemas tan amplios desemboque finalmente en el ámbito más individual.
Pero, como dice el título del libro, nos proponíamos abordar un intento de
orientación. ¿Qué sentido tendría entonces el desarrollar meras ideas, sin
prestar atención al punto desde el cual tales ideas pueden ser o bien realizadas
o bien conducidas al fracaso? Al lector no se le habrá escapado tampoco que
aquí no hemos tratado de dar programas o recetas, sino de liberar la iniciativa en
la que puede tener su origen una acción fecunda.