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La constitución onto-teo-lógica de la metafísica según Heidegger

Marcelo Velarde Cañazares

La cuestión metafísica capital en la tradición occidental puede formularse de la si-


guiente manera: ¿Qué hace ser a lo que es? O bien, puesto que la palabra “ente” significa lo que
es: ¿Qué hace ser al ente? Sin embargo, esta pregunta se despliega inmediatamente en dos
orientaciones que se remiten una a la otra: la ontológica y la teológica. No estamos hablan-
do ya de doctrinas (ontológicas y teológicas) sino de la dualidad estructural que adopta la
indagación metafísica en cuanto tal desde su ‘comienzo’ griego, y en función de la cual se
han desarrollado, según Heidegger, todas las doctrinas metafísicas, por diversas y contra-
puestas que sean éstas en cuanto a posiciones y lenguajes (e incluidas así, por ejemplo,
aquellas que no concibieron un Dios redentor, como es el caso en Aristóteles).
En su orientación ontológica, la pregunta metafísica indaga el sentido general del ser
de lo que es; reclama lo que significa “ser” en general. No se trata de determinar en qué nos
sea manifiesto que cierto ente sea, digamos, un algarrobo, una nube, un número irracional,
o una taza. Cualquiera sea el ente, dejando de lado lo que sea y cómo sea, la pregunta reclama
determinar en qué nos es manifiesto simplemente que es (que ‘existe’), tan sólo como ente. Y la
respuesta tradicional (al menos según Heidegger) dice: en su sentido más general (y ‘sustan-
cial’), “ser” significa mantenerse presente (a través del tiempo): lo que hace que el ente sea
en cuanto tal, aquello en lo cual se nos manifiesta que es, y por consiguiente…, aquello en
lo cual se sostiene, como en su sustento, cualquier ente en general, es la presencia constante.
Sin embargo, si este sostenerse no implicase ya algo más…, no podría ser, por sí so-
lo, un reposado durar en el presente, ni un estar fundado, arraigado, en el presente, nu-
triéndose serenamente de él, sino más bien un triunfo encrespado y esforzadamente reno-
vado a cada instante, por una suerte de incesante batirse a duelo: frente a las temidas fauces
del tiempo (Cronos), que precipita en el no–ser todo lo que devora, el ente persistiría sólo
en tanto y en cuanto no ha sucumbido aún a los embates de aquél. ¿Pero cómo es esto po-
sible? Más simple incluso que la fugacidad sería lisa y llanamente la nada, mientras que re-
sultaría por completo impensable un ente fuera de los alcances del tiempo, un ente cuyo
estar constantemente presente fuese el más apacible durar sin principio ni fin, eternamente.
Y puesto que hay entes, ‘mundo’, se diría que, en general, el ser del ente consiste, a lo su-
mo, en la desconcertante precariedad de estar, en el sentido de hallarse entre la eternidad y
la nada, entre el pleno ser y el pleno no–ser. De ahí que la presencia constante aparezca en
la tradición metafísica, no como lo más simple o natural, ni tampoco solamente como res-
puesta ontológica básica, sino a la vez como problema; aunque no ya ontológico, sino teo-
lógico.

 Fragmento de la Introducción del libro aún inédito del autor: Amor y facticidad. Ensayo de transvaloración del
nihilismo onto-teo-lógico.
En su orientación teológica, entonces, la pregunta “¿Qué hace ser a lo que es?” re-
clama el porqué de lo que es; aunque no, una vez más, en tanto que siendo tal o cual cosa en
lugar de otra, sino en tanto que siendo junto a todo lo demás que es. De manera que, por
este lado, la pregunta metafísica no apunta a lo que sea común a todos los entes en general
(o sea, a su mantenerse presentes), ni se detiene ante la particular ‘razón de ser’ de algún
ente entre otros, sino que tiene en vista la totalidad de lo que es en cuanto tal, reclamando ‘la
razón’ por la cual hay entes (‘mundo’) en lugar de nada, y por consiguiente…, pensando el
ser mismo (la presencia constante) como un ente que a su vez requeriría sostén, aunque
ahora en cuanto ‘razón’. Y la respuesta tradicional dice: en última instancia, la ratio del ser
del ente en su totalidad está en Dios, o es Dios: lo que hace que el ente sea en cuanto tal,
aquello que da plena cuenta del todo del ente, es a su vez un ente, aquél que es en sumo
grado, el eminente, el Eterno por antonomasia: aquel que por su absoluta omnipresencia
sustenta en el ser a todos los entes, incluso a sí mismo (causa sui). En definitiva, la necesidad
teológica no puede culminar sino en el ente necesario.
Este Dios de la metafísica podrá recibir otros nombres, tales como “Motor Inmó-
vil”, “Uno”, “Espíritu Absoluto”, mientras que su caracterización podrá variar no poco de
una teología a otra, e incluso se confundirá con frecuencia con el Dios de alguna religión;
pero su función esencial en la metafísica habrá sido siempre la misma: proveer la ratio del
ser del ente en su totalidad. Frente a la nada, está Dios, y por eso hay mundo. Sólo así la me-
tafísica, a pesar del tiempo…, puede incluso pensar el ontológico o general ‘estar siendo’ de
cualquier ente como un reposar en la presencia constante, como un sustentarse en el ser;
aun cuando —exceptuando a Dios— ningún ente en particular pueda estar así presente, ni
durar, ‘por mérito propio’, o dando plena cuenta de su propio ser. Acotemos, en todo caso,
que los ‘entes de razón’ (matemáticos o lógicos), presuntamente tan eternos como puros,
son los únicos que en la tradición aparecieron a veces como autosuficientes por su propia
racionalidad, planteando serios desafíos en torno de la cuestión igualmente tradicional de la
omnipotencia divina (Dios lo puede todo, decían algunos teólogos, excepto hacer, por
ejemplo, que 3 + 1 = 7, o que una contradicción sea verdadera, pues esto iría contra su
propio intelecto).
Retomando nuestra cuestión central ahora, ¿cómo entender tal excepción de algo o
alguien que es, pero a la vez en cuanto fuente, origen o ratio no sólo del ser de los demás
entes, sino incluso de su propio ser, de su eternidad? Si Dios es, si también él ha de sostener-
se de algún modo en la presencia constante, y más aún, en la presencia absoluta, excelente,
¿qué puede significar ahora que el ser del ente como un todo, se sostenga a su vez en un
ente, y no ya al revés? Conforme a su esencia, la metafísica afrontó una y otra vez la cues-
tión de demostrar la existencia del ente eminente: jamás habría podido admitir un Dios por
completo impensable, pero tampoco podía pensarlo sin dar cuenta de él. Pues en todo este
afán de dar cuenta precisamente de aquel ente que daría cuenta de todo, gravita desde
siempre la comprensión del ser como sostén o fundamento. Y gravita además, en particular,
el reclamo ontológico: por infinita que sea la diferencia, ¿qué hay de común entre ese di-

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vino ‘presente’ sin tiempo y el tan llano como precario presente de los entes mundanos? O
bien: si se considera inaceptable, por contradictorio, un presente sin tiempo, y si, por lo
tanto, el Eterno nunca está propiamente presente, ni se sostiene en presencia alguna, ¿en
qué sentido cabe decir que Dios es? Con lo cual el modo de ser de Dios, respondiendo a la
indagación teológica, implica y rehabilita a su vez la cuestión ontológica: ¿qué significa
“ser” en general?
En el caso específico de Schelling, por ejemplo, tendremos que ocuparnos deteni-
damente del sentido general del “ser” como ser libre. Pero redondeando ahora este esbozo
de la ontoteológica, podemos decir que tanto la ontología como la teología reclaman, en la
metafísica, qué sostiene al ente en cuanto tal. Sólo que mientras la ontología toma este qué del
‘sostén’ del ente en el sentido de un sustento general, la teología lo toma, en cambio, en el
sentido de un sustentador de todo. Se trata de lo que Heidegger indica, respectivamente, como
fundar (gründen) y fundamentar (begründen), alegando que la metafísica siempre pensó el ser del
ente como fundamento (Grund). Por lo demás, así como “fundamento” puede significar
tanto base (suelo, sustento) como ratio, el término “entidad” expresa muy bien en castellano
la circular ambivalencia entre ser y ente que sería constitutiva de la metafísica: a la vez el ser
del ente y lo que es. En un sentido, apuntando ya a la generalidad, y en el otro, a la totalidad.
Según esta duplicidad, la pregunta por la entidad sería tanto onto–lógica como teo–lógica. Un
“tanto… como…” que habla de unidad: el logos de la onto–teo–lógica, aquello que en la
comprensión metafísica del léguein (juntar, reunir) mantiene necesariamente juntas las inte-
rrogaciones por el ente en lo general y por el ente supremo, o por ambos sentidos últimos
de la entidad, está en esta comprensión de la entidad como fundamento y, en definitiva,
como ‘pensamiento’ (…en su culminación especulativa con Hegel, la presencia constante
alcanza la transparencia re–presentacional del infinito saber–se de lo Absoluto).
Por eso destaca Heidegger que la metafísica, a lo largo de toda su historia, nunca
pudo hacer ontología sin teología, ni viceversa, confundiendo al ser con el ente, olvidando cada
vez más la diferencia entre ambos. Su principio rector habría sido siempre el principio de
razón suficiente (o del fundamento: Satz vom Grund), aunque hasta Leibniz no apareciera
expresamente como tal. Aquel principio que podríamos formular así: “Nada es sin una
razón por la cual sea (y sea como es) en lugar de no ser (o de ser de otro modo)”. Lo de-
terminante reside en que la metafísica habría estado siempre regida por ese afán ‘lógico’ de
domeñar al ente de raíz, es decir, por la aspiración a un dominio radical, tanto general como
total. Y de ahí que, a través de las ciencias, la metafísica se habría ido despojando de su
carácter teorético, hasta alcanzar su fase histórica final en la era de la técnica. Desde enton-
ces, la ontoteológica habría cedido su hegemonía a la tecno–lógica, pero en tanto que la era
de la técnica designa, según Heidegger, precisamente la era (actual) en la que se consuma el
más pleno olvido del ser, mientras que el ente ya no es experimentado como lo que se man-
tiene presente, y ni siquiera como lo claramente re–presentado por un sujeto, pues ha que-
dado rebajado a opaco y fútil re–puesto de y por una ciega «voluntad de voluntad».

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