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Endless Love ~ Bookzinga ~ Lucky Girls
TRADUCCIÓN
Flochi
Flor
Jessibel
LizC
OnlyNess
CORRECCIÓN
Flor
LizC
Nanis
Sand
Serena
DISEÑO
Bruja_Luna_
Créditos 3
Índice 4
Sinopsis 5
Capítulo 1 6
Capítulo 2 15
Capítulo 3 26
Capítulo 4 38
Capítulo 5 48
Capítulo 6 62
Capítulo 7 72
Capítulo 8 82
Capítulo 9 93
Capítulo 10 104
Capítulo 11 111
Capítulo 12 116
Epílogo 126
Sobre la autora 130
Hay muchos lugares en los que prefiero pasar la mañana de
Nochebuena que en una fría acera nevada fuera de la casa de otra persona.
Mataría por estar sentada junto a una chimenea, bebiendo chocolate, en
pijama de franela y leyendo un libro.
En cambio, estoy aquí, de pie frente a la casa de mi aventura de una
noche, reuniendo el valor para tocar el timbre y decirle que estoy
embarazada.
Odio ese término: aventura de una noche. Suena tan barato y sórdido.
Tobias Holiday no es ninguna de esas cosas. Es apuesto y cariñoso.
Ingenioso y carismático. Y una vez, hace mucho tiempo, fue mío.
Se suponía que nuestra reunión de una noche solo sería un ligue. Una
aventura con un viejo amante. Una despedida antes de mudarme a Londres
y dejar mis sentimientos por él a un océano de distancia. ¿Cómo
exactamente se supone que voy a explicarle a Tobias que voy a tener un
bebé? ¿Su bebé? Quizás podría cantarlo. Siempre le encantaban las
canciones tontas que inventaba en la ducha.
Tres gallinas francesas, dos tórtolas.
Una perdiz y un embarazo.
Holiday Brothers #3
Eva
Estoy embarazada.
—No —murmuré. No había manera de que pudiera decir esas dos
palabras en voz alta. Todavía no.
Quizás mañana, pero definitivamente no hoy.
Se me revolvió el estómago mientras miraba la casa que tenía frente a
mí. No era aquí donde quería estar parada.
El frío se estaba volviendo insoportable. Mi nariz probablemente
estaba tan roja como la de Rudolph. Había una posibilidad muy real de que
perdiera el dedo meñique del pie por congelamiento si me quedaba aquí
fuera mucho más tiempo. Debería irme. Regresar al auto. Hacia la entrada.
Sin embargo, aquí estaba yo.
Atascada.
Había planeado pasar mi Nochebuena en casa, descansando en mi
pijama de franela frente a mi chimenea de gas con una taza de chocolate en
una mano y un libro en la otra. En vez de eso, estaba congelada en la acera
frente a la casa de mi aventura de una noche, armándome de valor para
tocar al timbre y anunciar que estaba embarazada.
Estoy embarazada. Oh, cómo deseaba que esas dos palabras dejaran
de rebotar en mi cabeza y salieran de mi boca.
Pero primero, tenía que moverme.
Mi auto estaba estacionado en el camino de entrada a mi espalda.
Conducir por la ciudad no había sido un problema. Tampoco lo había sido
estacionar el auto y salir del volante. Incluso había conseguido caminar
hasta la acera. Seis metros me separaban de mi destino. Pero mis zapatos
bien podrían haber sido bloques de hielo en el hormigón.
¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo es que incluso estaba aquí? Me
había hecho las mismas preguntas horas atrás, mientras estaba sentada en
el suelo del baño con una prueba de embarazo positiva en la mano.
Una noche. Una noche con Tobias. Una despedida.
Y ahora estaba embarazada.
Estúpidas despedidas. Aunque técnicamente, había sido otra
despedida.
Tobias y yo habíamos quedado para tomar una copa y ponernos al
día. Hubo un poco de coqueteo. Mucho cabernet. Cuando me pidió que
volviera a casa con él, decidí que el destino me daba una segunda
oportunidad para despedirme.
Nuestra primera despedida no había salido tan bien. Había estado
llorado: yo. Había hecho un silencio furioso: él. Hubo dolor de corazón:
nosotros.
A lo largo de los años, había pensado mucho en la noche en que Tobias
y yo terminamos nuestra relación. Lo había repetido innumerables veces,
preguntándome qué debería haber hecho y qué debería haber dicho.
Los arrepentimientos tienen su forma de emboscarte en los momentos
de tranquilidad.
Así que hace seis semanas, consideré que una noche juntos era mi
segunda oportunidad. Pasamos la noche riendo y hablando, recordando
tiempos pasados. Y al más puro estilo Tobias, no había decepcionado en el
dormitorio. Había sido una aventura de una noche para arreglar las cosas.
¿Por qué lo de una noche suena tan barato y sórdido? Tobias no era
ninguna de las dos cosas. Era guapo y cariñoso. Ingenioso y carismático.
Leal y tenaz.
Nuestra noche me había recordado lo maravilloso que era. Y tal vez él
había recordado también, que una vez yo no había sido la villana. Una vez,
yo había sido la mujer que él había amado, no la mujer que había roto su
corazón.
Tuvimos nuestra segunda despedida. El adiós perfecto. Sin embargo,
aquí estaba yo, embarazada y a punto de decir hola.
—Oh, Dios. —Mi estómago se revolvió. ¿Era demasiado pronto para
las náuseas matutinas?
No sabía una mierda sobre embarazos. No sabía una mierda sobre
bebés. No sabía una mierda sobre ser madre. ¿Cómo se suponía que iba a
criar a un niño cuando no podía ni siquiera atravesar una acera, tocar el
timbre y escupir dos palabras?
Se trataba de Tobias. No era como si le estuviera diciendo esto a un
extraño. Él me conocía, posiblemente demasiado bien, lo que hacía que esto
fuera aterrador.
No podría ocultar mis miedos. No hay que retrasar las conversaciones
incómodas. No habría que levantar la barbilla y fingir que esto no eran
nervios.
Un paso. Solo debo dar un pequeño paso.
Levanté un pie. Y lo volví a poner en la huella de nieve donde había
estado.
¿Tal vez podría escribirle una nota? Mis manos temblaban tanto que
dudaba que pudiera sostener un bolígrafo.
La prueba de embarazo estaba en el bolsillo de mi abrigo rojo. Tal vez
podría dejar el palito de orina junto a la puerta y salir corriendo, como en
esa travesura adolescente en la que los chicos ponen caca de perro en una
bolsa de papel, la prenden fuego, tocan el timbre y corren como si su vida
dependiera de eso.
No es que yo haya hecho esa travesura.
Ser la conductora de la huida y esperar a mis amigos a la vuelta de la
esquina no contaba.
Mi barbilla comenzó a temblar.
¿Por qué era tan difícil? ¿Por qué no podía moverme?
Gracias a Dios, Tobias no tenía vecinos. Probablemente ya habrían
llamado a la policía.
Ahora que lo pienso… era una pena que no tuviera vecinos. Porque si
la policía aparecía, podía simplemente darles la prueba de embarazo y
pedirles que le dieran la noticia.
Maldito Tobias y su casa de campo.
Estoy embarazada.
Solo dos pequeñas palabras. Una frase. Dilo, Eva. Solo dilo.
Abrí la boca.
Nada. Solo una bocanada de aire blanco.
Este viaje fue sin sentido. Debería haberme quedado en casa y
caminar de un lado a otro. Después de no tener la menstruación, comencé
a preocuparme, pero como autoproclamada maestra de la evasión cuando
se trata de mis problemas personales, lo había descartado como estrés.
Las mudanzas siempre eran estresantes, no importa cuántas veces
me haya mudado, y había estado ocupada preparándome para Londres.
Pero la evasión solo podía durar un tiempo, y esta semana, cuando había
pasado otro día sin mi ciclo y mis pechos se sentían tan sensibles como mi
filet mignon medio hecho, había llegado el momento de afrontar la realidad.
Fui a la tienda de comestibles más cercana, agarré una prueba de
embarazo, me apresuré a hacer el autopago y corrí a casa para orinar.
El mundo había dejado de girar cuando la palabra embarazada
apareció en letras rosas en aquel palito blanco. La había presionado contra
mi pecho mientras permanecí sentada en el suelo del baño durante una
hora. Luego caminé de un lado a otro.
Un apartamento sin muebles le daba a una chica mucho espacio para
caminar. Tanto es así que había caminado durante dos horas. Luego mis
pies me habían llevado hasta mi auto, que me había traído hasta aquí.
Todo el valor que había tenido durante el trayecto se había evaporado.
Y ahora estaba atascada. No había estado tan atascada en años.
Mis manos no dejaban de temblar. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
¿Cómo se suponía que iba a hacer esto? No solo decírselo a Tobias, sino
también ¿qué pasaría después? ¿Cómo iba a ser madre?
Estaba a unos segundos de colapsar sobre la nieve y dejarme llevar
por un buen llanto cuando la puerta de su casa se abrió de golpe. Y allí
estaba él, alto y ancho, llenando el umbral.
—Eva, ¿qué estás haciendo?
Miré mis pies.
—Estás parada allí —respondió por mí.
Asentí.
—Han pasado treinta minutos.
Tanto tiempo, ¿eh? Ahora tenía sentido por qué tenía tanto frío.
—¿Vas a llamar a la puerta? —preguntó.
—Todavía no estoy segura. —Hice un pequeño gesto de victoria para
mí misma por haber verbalizado un pensamiento. Era un progreso. Esto era
bueno. Las palabras eran buenas.
—Hace frío.
—Sí. Deberías entrar. Estoy bien aquí.
—Eva.
¿Ves? Este era el problema con Tobias. Él podía mirarme y saber que
yo estaba muy, muy mal.
—Entra —ordenó.
—No puedo.
—¿Por qué no? —Bajó la escalera y salió a la acera. Sus largas
zancadas devoraron la distancia que nos separaba, y cuando se detuvo, se
elevó sobre mí—. ¿Qué pasa? ¿Está todo bien?
Negué con la cabeza.
—Estoy atascada.
Exhaló un largo suspiro, luego sacó mi mano derecha del bolsillo de
mi abrigo, juntando sus dedos con los míos para que nuestros pulgares
estuvieran uno frente al otro.
—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Declaro una guerra de pulgares.
Cerré los ojos para no llorar y pronuncié las siguientes palabras.
—Cinco. Seis. Siete. Ocho. Intenta mantener el pulgar recto.
—Yo gano, tú entras.
—De acuerdo —susurré.
—Agita. —Tocó mi pulgar con el suyo, moviéndolo hacia arriba y hacia
abajo. Luego sujetó mi pulgar debajo el suyo porque no opuse resistencia.
Ambos sabíamos que lo necesitaba para salir victoriosa.
Así era como solían ser nuestras guerras de pulgares. Él instigaría. Yo
me rendiría.
Y mientras sujetaba mi mano con más fuerza, dándome un suave
tirón, liberó mis pies.
El calor en la entrada era como ingresar en una sauna después de
haber estado fuera durante mucho tiempo.
Tobias cerró la puerta detrás de nosotros.
—¿Quieres que cuelgue tu abrigo?
—No, gracias. —Volví a meter la mano en el bolsillo y envolví con el
puño la prueba de embarazo. Más tarde, después de soltar la bomba, le diría
que sería mejor que se lavara las manos.
—¿Quieres sentarte? —preguntó.
Levanté un hombro con un encogimiento evasivo.
¿Me odiaría por esto? Quizá durante las últimas seis semanas había
encontrado a otra persona. Una mujer con la que decidió tener un bebé. Ese
pensamiento hizo que mi pulso palpitara detrás de mis sienes, así que lo
aparté.
—Eva…
Mi garganta se había cerrado de nuevo.
Suspiró y tomó mi codo, llevándome hacia la cocina, donde sacó un
taburete para que me sentara en la isla de cuarzo negro. Luego dobló la
esquina y se apoyó en la encimera más alejada para esperar.
Y esperó.
Era algo que siempre me había gustado de él. Tobias nunca me
apuraba. A mi hermana le habría molestado tanto el silencio que se habría
rendido fuera, en la nieve. Mi padre habría hecho una pregunta tras otra,
acosándome hasta que hablara.
En mi juventud, había necesitado que papá me presionara hasta que
confesara cómo me sentía. Sobre la escuela. Sobre los amigos. Sobre mamá.
Pero ya no era una adolescente lidiando con un padre ausente y un drama
adolescente.
Tobias sabía que, si me presionaba, me derrumbaría.
¿Por qué estaba así? De momento, no era la pregunta más importante,
pero parecía ser la que más me gritaba. En el trabajo, nunca me quedaba
atascaba. Nunca. Siempre sabía qué decir. Qué hacer. Esa era posiblemente
la razón por la que amaba trabajar y evitar cualquier cosa que se pareciera
a una conversación personal.
¿Nuestro hijo sería tan paciente como Tobias? Esa pregunta hizo que
mi estómago cayera en picada. Íbamos a tener un bebé. ¿Se enojaría si
vomitara en sus elegantes suelos de madera?
Cerré los ojos con fuerza, deseando que las náuseas pasaran. Lo
hicieron después de unas cuantas respiraciones profundas, y cuando abrí
los párpados, Tobias no se había movido. Permanecía estoicamente al lado
del fregadero.
La luz de la ventana a su espalda perfilaba su amplia figura. Llevaba
el cabello más largo que la noche que pasamos juntos. Los mechones
oscuros estaban ligeramente húmedos y peinados con los dedos, como si
hubiera salido de la ducha no hace mucho. La esculpida mandíbula de
Tobias estaba cubierta por una barba que combinaba a la perfección con la
suave camisa de franela a cuadros de búfalo que se amoldaba a su
musculoso cuerpo.
Parecía un leñador sexy.
—Me gusta tu barba.
Él asintió.
—Eso has dicho.
Cierto. Se lo había dicho varias veces hacía seis semanas,
específicamente cuando esas mejillas barbudas estaban entre mis muslos.
Eso debió haber sucedido antes de que se rompiera el condón y su
esperma hubiera atravesado mi vagina y llegado a mis trompas de Falopio,
donde uno de ellos había dominado un óvulo.
Maldito esperma.
Pero bueno, esto podría ser peor. Tobias Holiday era un buen partido.
Se reía a menudo. Su sonrisa era tan deslumbrante como las estrellas en
una clara noche de Montana. Esos ojos azules eran como joyas y siempre
brillaban especialmente cuando me miraba.
O… lo hacían antes.
Ahora él me miraba como si hubiera perdido la cabeza.
No solo mi ciclo menstrual.
Habla, Eva. Di algo. Cualquier cosa.
—Feliz Nochebuena.
—Feliz Nochebuena.
—¿Estás, um... haciendo algo?
Asintió.
—La fiesta anual de mis padres es esta noche.
—¿En Nochebuena? —Había asistido a esa fiesta muchas veces, pero
siempre había sido la semana antes de Navidad.
—Hubo un conflicto de programación para hacerla el fin de semana
pasado.
—Ah. Bueno, eso siempre es divertido.
—Debería ser un buen momento.
Forcé una sonrisa temblorosa, luego miré alrededor del espacio,
girándome para darle la espalda y ocultar el terror en mi rostro.
La casa de Tobias era sin duda algo que él mismo había diseñado. Me
recordaba a uno de los dibujos que había hecho en la universidad. Teníamos
citas y él dibujaba casas en servilletas mientras esperábamos nuestra
comida.
Él siempre había querido una casa en el campo donde no tuviera que
preocuparse de que los vecinos miraran a través de las ventanas o del ruido
del tráfico constante.
Después de años rebotando de ciudad en ciudad, probablemente me
volvería loca aquí sola.
—Eva. —La profunda voz de Tobias tenía una ligera aspereza que
siempre hacía que mi corazón diera un vuelco.
—¿Sí? —Me puse rígida.
—¿Puedes darte la vuelta y mirarme?
Me encogí, pero obedecí, girándome justo a tiempo para verlo alejarse
de la encimera y acercarse a la isla, apoyando sus manos en el borde.
—¿Qué ocurre?
—¿C-cómo sabes que algo ocurre?
Me lanzó una mirada mordaz.
—Eva.
Era injusto lo bien que me conocía, incluso después de todos estos
años.
—Yo… —La frase quedó atascada en mi garganta.
—Me estás asustando. —La preocupación en su rostro rompió mi
corazón—. ¿Es tu padre?
Negué con la cabeza.
—¿Tu hermana?
—No —susurré—. Es…
Mi mano se apretó alrededor de la prueba de embarazo con tanta
fuerza que me preocupaba que se rompiera. Volví a cerrar los ojos, cuadré
los hombros e hice lo primero que se me ocurrió.
Canté.
—En el tercer día de Navidad, mi verdadero amor me envió…
A Tobias siempre le había encantado en la universidad cuando
inventaba canciones estúpidas en la ducha. Se metía en el baño y se sentaba
en el inodoro para escuchar. A menudo me daba un susto de muerte cuando
retiraba la cortina y él estaba allí, con esos ojos azules bailando ante mis
ridículas letras.
—Eva, ¿qué demonios es…
Levanté un dedo.
—Tres gallinas francesas. Dos tórtolas.
Abrí los ojos, saqué la mano del bolsillo y le arrojé la prueba.
Tobias la atrapó en el aire.
—Una perdiz y un embarazo.
Tobias
Piénsalo.
Eso es lo que me había dicho Eva hace dos días después de lanzarme
la prueba de embarazo positivo.
No había hecho otra cosa que pensar en eso.
Piénsalo.
Eva estaba embarazada. Íbamos a tener un bebé. Santa mierda. Tal
vez íbamos a tener un bebé. Me quedé tan sorprendido que no le pregunté
qué estaba planeando. Cuando nos habíamos reunido semanas atrás, ella
me había dicho que su próximo destino era Londres. ¿Todavía se iría?
Las preguntas surgieron con rapidez. ¿Quería ella al bebé? ¿Lo quería
yo?
Sí.
Mientras miraba el vestíbulo vacío de Holiday Homes, el edificio que
yo había diseñado, el sí bien podría estar pintado en la pared.
Sí, quería este bebé. No estaba preparado para eso. Dudaba que Eva
lo estuviera también. Pero en mi corazón, la respuesta era sí. Esa era la
única conclusión a la que había llegado en los últimos dos días.
Eso, y que necesitaba hablar con Eva.
Saqué el teléfono de mi bolsillo y el corazón latía como un bombo en
mi pecho cuando encontré su número. Había estado guardado en mi
teléfono durante años, pero desde nuestra ruptura en la universidad, solo
la había llamado una vez.
Después del derrame cerebral de su padre.
Cuando mi dedo presionó llamar, me apoyé en el mostrador del
vestíbulo, temiendo caerme si no estaba apoyado contra algo.
Ella contestó al tercer timbre.
—Hola.
—Hola.
El incómodo silencio se prolongó, pero mi corazón seguía latiendo.
—¿Cómo estuvo tu navidad? —preguntó.
—Bien. ¿Y la tuya?
—Estuvo bien. Solo papá y yo pasamos el rato. Mi hermana, su marido
y sus hijos fueron a casa de sus suegros.
—¿Cómo está tu padre?
—Está bien. El lugar de residencia asistida en el que se encuentra es
muy agradable. Tiene su propio apartamento y un montón de amigos.
—Eso es bueno.
—Nunca te agradecí por las flores que enviaste después de su derrame
cerebral. Eran hermosas. Gracias.
—De nada. —Esta pequeña charla era tan insoportable como el clavo
que una vez clavé accidentalmente en mi mano con una pistola de clavos.
—Necesitamos hablar.
—Sí. —Ella suspiró—. Debemos hacerlo.
Incluso con la distracción de la Navidad de ayer, las preguntas sin
respuesta estaban comenzando a supurar.
—¿Puedes venir más tarde?
—Claro. ¿A qué hora?
—Tengo una reunión ahora durante una o dos horas. Luego me iré a
casa. —La oficina estará cerrada durante toda la semana hasta después del
día de Año Nuevo.
—Iré alrededor de las dos.
—Hasta entonces. —Finalicé la llamada, guardé mi teléfono y algo de
la opresión en mi pecho se aflojó. A las dos. Solo tenía que llegar hasta las
dos.
La puerta principal se abrió y mi hermano Maddox entró en el edificio
dando un largo suspiro.
—Oye. Aquí huele como a la antigua oficina de papá.
—El edificio es nuevo y huele como el antiguo. Pero eso me gusta. —
Como a café fuerte y aserrín. Ese olor era la razón por la que había pasado
una buena parte del tiempo en la oficina en los últimos dos días. Me daba
estabilidad. Era una constante cuando el mundo se sentía como si estuviera
girando demasiado rápido en la dirección equivocada.
—A mí también. —Maddox se acercó y estrechó mi mano—. Gracias
por aceptar reunirnos hoy.
Era yo quien estaba agradecido. Me vendría bien trabajar. Apretar mis
dedos alrededor de un lápiz y simplemente dibujar.
Maddox había decidido mudarse a Bozeman con su hija de siete años,
Violet. Llevaba años en California construyendo su multimillonaria empresa
de streaming, Madcast. Pero su ex era una pieza de trabajo y escapar de ella
regresando a casa tenía mucho atractivo.
Pero necesitaba un hogar. Literalmente. Y ahí es donde entré.
Yo era el arquitecto jefe de Holiday Homes y las construcciones
personalizadas eran nuestra especialidad. Nuestro padre había iniciado esta
empresa en el garaje de la casa de mi infancia. Había renunciado a un lugar
de estacionamiento para poder guardar sus herramientas dentro. Después
de décadas construyendo casas de calidad en todo el valle de Gallatin, su
reputación era inigualable.
Maddox nunca se había interesado por la construcción ni por la
empresa inmobiliaria de nuestra madre. Había abierto su propio camino.
Siempre había admirado eso de él. Maddox corría riesgos. Y maldita sea,
habían dado sus frutos.
Mientras tanto, mi hermano gemelo, Heath, y yo habíamos aterrizado
aquí. Siempre nos había encantado acompañar a papá a las construcciones,
y ayudarlo a organizar las herramientas en el garaje o a construir nuestras
propias casas de juego. Estar en Holiday Homes encajaba, para ambos.
Heath prefería la gestión, mientras que yo simplemente quería diseñar
hermosas construcciones.
La casa de Maddox estaría definitivamente en esa categoría. Él tenía
el dinero para algo magnífico, y no lo defraudaría. Papá no era el único
Holiday con una reputación que mantener. Yo también me estaba haciendo
un nombre.
—¿Quieres un café? —pregunté, guiándolo hacia la sala de descanso.
—Claro. —Me siguió, observando la oficina mientras caminábamos.
El edificio tenía solo tres años y estaba clasificado como uno de mis
proyectos favoritos. Las vigas que había encontrado para los techos
abovedados procedían de un viejo granero de un rancho local. Me gustó
tanto el suelo de nogal que elegí lo mismo para mi casa. Desde las enormes
ventanas relucientes hasta el exterior de madera, no había nada que
cambiara de este edificio.
—Esto es bonito —dijo Maddox.
—Ya conoces a mamá y papá. —Ellos conocían el valor de los edificios
bonitos y no les importaba gastar algo de dinero.
Habían trabajado duro toda su vida para construir un legado para sus
hijos. Habían superado con creces sus propias expectativas y habían
declarado hace unos años que iban a recoger los frutos. Se lo habían
ganado.
La enorme casa de mamá y papá en las colinas de la montaña era otro
de mis diseños favoritos. Me habían dado rienda suelta a la creatividad, así
que diseñé una casa que se integraba y complementaba el paisaje.
La única petición de mamá había sido dormitorios. Muchos, muchos
dormitorios. Uno era para Violet. Y los otros para sus futuros nietos.
Supongo que pronto podría reservar otra habitación.
Para mi bebé.
El suéter que me había puesto esta mañana se apretó alrededor de
mis costillas como una correa de trinquete, dificultando la respiración
mientras cada uno llevaba tazas de café humeantes a mi oficina.
—¿Estás bien? —preguntó Maddox mientras tomaba asiento detrás
del escritorio.
—Sí —mentí, frotando mi barba—. Genial.
Maddox no se lo creyó. Examinó mi rostro, como lo había hecho ayer
durante las festividades navideñas en casa de nuestros padres. Violet había
sido el centro de atención, entreteniéndonos a todos mientras abría sus
regalos. Esperaba que, con ella como centro de atención, nadie se diera
cuenta de que había estado ocupado pensando en eso.
Supongo que no.
—Me pareció extraño que no estuvieras en la fiesta del Baxter —dijo.
—Sí. Ha surgido algo. —La inminente paternidad había acabado con
mis ganas de bailar y beber.
—Tobias. —Tragué el nudo en mi garganta—. ¿Qué pasó? —preguntó.
—Nada.
—Habla conmigo. Últimamente he sido un hermano mayor de mierda.
Dame la oportunidad de compensarlo.
Maddox y yo no habíamos hablado mucho últimamente. Él había
estado ocupado en California. Yo había estado ocupado aquí. Tenía ganas
de volver a conectar con él. Para esquiar los fines de semana o tomar una
cerveza en el centro.
Tal vez podría enseñarme a cambiar un pañal.
—¿Te acuerdas de Eva? —pregunté, con la mirada fija en la pared.
—Nunca la conocí, pero sí. —Se inclinó hacia delante en su silla,
prestándome toda su atención.
—Vino la otra mañana. En Nochebuena.
—Bien. ¿Vuelven a estar juntos o algo así?
—No. —Froté mi rostro con las manos y luego pronuncié las palabras
que aún no podía creer—. Está embarazada.
—Oh. —La mierda ausente en esa frase colgaba en el aire.
—Pasamos la noche juntos hace un tiempo. El condón se rompió. Está
embarazada. Y ella se mudará a Londres. —Ya está. La verdad salió a la luz.
Ahora quería ponerme a trabajar. Así que tomé un lápiz del escritorio—.
Vamos a repasar lo que quieres para tu casa.
—Podemos hacerlo otro día.
Deslicé un cuaderno debajo de la punta del grafito y esperé.
—No, hoy está bien.
—Tob…
—¿Cinco dormitorios? ¿O quieres seis?
Maddox suspiró, pero no presionó.
—Seis. Y una en la casa de huéspedes.
—¿Baños?
Después de una hora discutiendo sobre su casa, yo haciendo
preguntas, Maddox respondiendo, tenía lo que necesitaba y estaba listo para
volver a casa en caso de que Eva llegara antes.
—Haré un boceto preliminar y lo traeré dentro de una semana.
—Gracias. —Asintió y, después de acompañarlo hasta la puerta, me
puse el abrigo y cerré la oficina detrás de mí.
Conduje por las familiares calles de la ciudad hasta llegar a la
carretera rural que serpenteaba hacia las montañas. Mi casa estaba en el
centro de una parcela de seis acres que había comprado antes de que los
precios de la tierra en el valle se dispararan. Mamá había visto el anuncio y
sabía cuánto quería vivir fuera de la ciudad.
Tuve el terreno durante dos años antes de comenzar a construir mi
propia casa. Ahora que estaba terminada, no podía imaginarme viviendo en
otro lugar. No solo porque ésta era otra de mis construcciones favoritas, sino
porque Montana era mi hogar.
Al menos Eva era de aquí. Eso nos daba un obstáculo menos que
superar. Su familia estaba aquí y era el lugar obvio para nosotros para criar
a este niño.
Entré en el garaje y me dirigí al interior, donde me quedé en la sala de
estar, alternando mi mirada entre el suelo y las ventanas que daban al
camino de entrada. El reloj en la pared hacia tic-tac demasiado lento, y cada
vez que levantaba la vista, esperando que fueran casi las dos, las manecillas
apenas se habían movido.
Su tic-tac se hizo cada vez más fuerte hasta que solté un gemido de
frustración y me obligué a alejarme de la sala de estar. Me dirigí a mi
habitación, no por ninguna razón en particular, solo porque las ventanas no
daban al frente de la casa. Mis pies se detuvieron cuando mi mirada se posó
en la cama.
Durante semanas había imaginado a Eva allí. Su cabello oscuro
extendido sobre mi almohada. Sus ojos color avellana clavados en los míos
mientras me movía dentro de ella.
No me había dado cuenta de que el condón se había roto. Es cierto
que habíamos bebido una botella de vino en el centro y otra cuando llegamos
aquí. Para cuando le di tres orgasmos, estaba agotado y no había prestado
mucha atención.
O tal vez ella había revuelto mi cerebro. Porque esa noche con Eva,
bueno... había sido como viajar en el tiempo.
Caminé hacia la cómoda apoyada en la pared y abrí con facilidad el
cajón superior. Enterrada bajo hileras de calcetines doblados, metida en el
rincón más alejado junto a mis calzoncillos, había una caja cuadrada de
terciopelo. La última vez que la tuve en mi mano fue el día que me mudé.
Las bisagras emitieron un pequeño chasquido cuando abrí la tapa. Un
anillo de oro estaba firmemente encastrado en el recinto de satén blanco. El
diamante solitario de talla marquesa brillaba bajo la luz del dormitorio,
como una estrella atrapada en esta pequeña caja.
No había ninguna razón lógica para que me quedara con este anillo.
Lo había comprado para Eva, y no era que lo estuviera guardando para otra
mujer.
Sin embargo, el día que lo llevé a la casa de empeños, un joven de
veintidós años con el corazón roto no había sido capaz de dejarlo. Me dirigí
al mostrador, le mostré el anillo al empleado de la tienda y, antes de que
murmurara un precio, le dije que había sido un error y salí por la puerta.
Nadie sabía que le había propuesto matrimonio. Ni mis padres. Ni mis
hermanos.
Dudo que Eva se lo haya dicho a mucha gente. Tal vez a su padre. Tal
vez no. Sospechaba que ella había hecho lo mismo que yo y había tratado
de olvidar esa noche.
Habíamos salido durante la universidad. Eva y yo nos conocimos en
la cafetería de la residencia en nuestro primer año, y después de nuestra
primera cita, una cena en una pizzería y una película, habíamos sido
inseparables.
Ella había mencionado que quería mudarse a una ciudad y explorar
el mundo después de la graduación, pero siempre habían sido comentarios
despreocupados. Como sueños que lanzabas al aire como un globo,
sabiendo que atraparía el viento y desaparecería.
Durante nuestro último semestre, ella había solicitado puestos en
algunos lugares de Bozeman. No me había dado cuenta de que habían sido
sus reservas, no su primera opción.
Ella me había ocultado muchas cosas en nuestro último año.
Como sus planes de irse de Montana. Como sus planes de dejarme.
Como las entrevistas que había tenido con una empresa de construcción
global especializada en la gestión de proyectos a gran escala. Ayudaban a
construir edificios enormes y aburridos en todo el mundo.
Lo había mantenido en secreto hasta que le propuse matrimonio.
Después de la graduación, la llevé a una cena elegante antes de
llevarla a mi apartamento, donde me arrodillé y le pedí que fuera mi esposa.
Ella había echado un vistazo a ese anillo y la verdad había salido a la luz.
Una vida en Bozeman no había sido su sueño.
Salió de mi apartamento con lágrimas en los ojos y, siete días después,
se mudó a Nueva York.
Habíamos pasado años sin hablar. Amigos en común me daban
actualizaciones al azar sobre su paradero. Nueva York. San Francisco.
Tokio. Melbourne. Boston. Eva siempre parecía estar en algún lugar nuevo.
Mientras tanto, yo había estado en Montana, preguntándome cuántos
años me tomaría olvidarla.
No me había dado cuenta hasta nuestra noche juntos hace seis
semanas que el resentimiento se había desvanecido. Que, en lugar de
sentirme enojado con ella, simplemente… la extrañaba.
Su risa. Su sarcasmo. Su inteligencia.
Sus peculiaridades. Su sonrisa.
Nuestro encuentro había sido para cerrar. Nuestra segunda
oportunidad de una despedida decente.
Ahora íbamos a tener un bebé. Tal vez. Dios, esto era un desastre.
Metí el anillo en el cajón, cerrándolo de un empujón, y luego atravesé
el dormitorio cuando escuché el sonido de la puerta de un auto cerrarse con
un golpe. Aceleré mis pasos a través de la sala de estar.
¿La encontraría de nuevo en la acera? ¿O ella llegaría hasta la puerta?
Había aprendido hace mucho tiempo que apresurar a Eva normalmente
significaba que se cerraría. Necesitaba una distracción cada vez que se
quedaba atascada, y por eso había inventado nuestras guerras de pulgares.
Uno de nosotros siempre dejaba que el otro ganara.
Hoy, no le daría treinta minutos en el frío. Con o sin miedo. No habría
guerra de pulgares. Si tenía que arrastrarla dentro, que así fuera. Pero
cuando abrí la puerta, ella estaba subiendo por la acera.
Mi suéter de nuevo demasiado apretado, forzando mis costillas para
que no pudiera llenar mis pulmones.
Eva llevaba el cabello color chocolate recogido en una cola de caballo
con algunos mechones enmarcando su rostro. Sus ojos estaban ocultos
detrás de unas gafas de sol espejadas que reflejaban el blanco brillante de
la nieve en mi césped. Su abrigo rojo era el mismo que llevaba en
Nochebuena, pero esta vez no tenía las manos metidas en sus bolsillos.
Ella era hermosa. Siempre hermosa.
—Hola. —Me hice a un lado, sosteniendo la puerta.
—Hola. —Levantó las gafas de sol y las metió en su cabello mientras
entraba. Luego colocó una mano contra la pared para quitarse las botas de
nieve—. ¿Cómo te fue en el trabajo?
—Bien. Me he reunido con Maddox. Se mudará a casa.
—¿En serio? Eso es bueno. Seguro que a tu madre le encantará
tenerlos a los tres en la ciudad.
—Le encantará. —Lo único que le hubiera gustado más a mamá sería
que todos tuviéramos esposas para poder mimar a sus nueras.
Especialmente si una de ellas hubiera sido Eva.
Ayudé a Eva a quitarse el abrigo, y lo colgué en un gancho en la
entrada, luego le hice un gesto para que pasara a la sala de estar en lugar
de a la cocina. Sentarse en los sofás parecía más seguro que la isla. Y
teniendo en cuenta que su camiseta de manga larga quedaba perfectamente
ceñida a su cuerpo y que sus calzas dejaban poco a la imaginación, dudaba
que hoy me lanzara una varilla cubierta de orina.
—Tu casa es preciosa. —Pasó la mano por el apoyabrazos de cuero de
una silla—. Las ventanas. La madera. Los techos abovedados. Con las
montañas del exterior para darte los buenos días. Los árboles como vecinos
para dar las buenas noches. Es exactamente lo que habría esperado que
construyeras.
—Gracias.
Ese cumplido pareció disipar una fracción de la tensión en mi
columna vertebral. Como si supiera que necesitaba un milisegundo de
conversación normal. Puede que no hayamos hablado mucho en los últimos
años, pero ella me conocía. Y si hubiera una mujer con quien pasar por esto,
no querría que fuera nadie más.
—Así que… —Se dejó caer en la silla.
—Estás embarazada.
—Estoy embarazada. —Las palabras eran roncas y ásperas, como si
fuera la primera vez que las decía. Tal vez lo fuera. Eva se encontró con mi
mirada y allí había una disculpa—. Lo del otro día. No lo manejé muy bien.
—No pasa nada. —Nadie más que Eva habría inventado la letra falsa
de un villancico para anunciar un embarazo. Algún día en el futuro, tal vez
esa pequeña canción me haría reír. Dependiendo de lo que ella hiciera—.
¿Has decidido lo que vas a hacer?
—No es solo mi decisión. Estamos juntos en esto.
—Soy consciente de eso. Pero si fuera solo tu decisión, ¿qué querrías?
Ella bajó la mirada hacia su regazo.
—No sé si seré una buena madre.
Ella lo sería. Quizás no tenía confianza en sí misma, sobre todo
teniendo en cuenta a su propia madre. Pero Eva sería una gran madre.
Su corazón estaba demasiado lleno de amor.
—Lo serás —le dije.
Ella me miró con lágrimas en los ojos.
—Me gustaría tener la oportunidad de intentarlo.
El aire salió disparado de mis pulmones.
—A mí también me gustaría.
No me había permitido esperar esta respuesta, pero maldita sea, fue
bueno escucharla. Realmente no disminuyó el pánico o el miedo. Pero nos
dio una dirección.
Un bebé. Íbamos a tener un bebé.
—No planeé esto, Tobias —susurró—. Para engañarte o atraparte.
—Esa idea nunca cruzó por mi cabeza. —Tal vez lo hubiera hecho si
se tratara de otra mujer, pero no de Eva.
—Hay mucho por resolver. Y no hay mucho tiempo.
Espera. ¿Qué?
—¿Qué quieres decir con que no hay mucho tiempo? ¿No tenemos
ocho o nueve meses?
—Um... no.
La conversación de hace unas semanas encajó. Parte de la razón por
la que nos habíamos reunido era que ella quería verme antes de volver a
dejar Bozeman.
—Espera. ¿Todavía te mudarás a Londres?
—Sí. —Ella asintió—. Mi próximo trabajo comienza en una semana.
Un trabajo en Londres.
Bueno... mierda.
Eva
—Chelsea.
La alejé, antes de que pudiera hacer algo más que rozar sus labios con
los míos.
—Oh, vaya. —Su confianza se desinfló—. ¿Un mal momento?
—Si. —Le sonreí con tristeza—. Creo… que mejor lo demos por
terminado.
—Está bien. Dejaré de molestarte.
Saludó con la mano, las llaves de su auto tintinearon en su mano
cuando se giró hacia la puerta.
Pero antes de que pudiera salir al brillante sol de la tarde, la tomé del
codo.
—Feliz Año.
—Feliz Año, Tobias. Llámame si alguna vez quieres comenzar esto de
nuevo.
Asentí, de pie en el frío clima y esperando hasta que su auto salió en
reversa por la calzada.
—Maldición.
De todas las semanas que Chelsea tuvo para llegar, fue esta la que
escogió. Pero aún si hubiera venido la próxima semana, o la otra, o la
siguiente, la hubiera enviado lejos.
Con Eva… todo era diferente ahora. No había retorno a los encuentros
sexuales baratos y aventuras casuales. Chelsea era una mujer genial con
una hermosa sonrisa y un corazón bondadoso. Me había hecho compañía.
Pero ella no era Eva.
Ninguna lo era.
Cerré la puerta, listo para refugiarme en mi oficina por unas pocas
horas de trabajo con la esperanza de conseguir alejar mi mente de esta
mierda girando en mi vida personal, pero mientras me giraba, un par de ojos
color avellana interrumpieron mi escapada.
—¿Chelsea? —Eva dio golpes con su pie en rápida sucesión. Pat. Pat.
Pat. Sí, estaba furiosa—. ¿En serio?
Maldición.
—No es nada.
Ella levantó una ceja.
—Fue casual. Solo un ocasional… —Encuentro sexual. Me detuve por
miedo a perder mis testículos si terminaba la oración—. Ella vive en Billings.
Cada pocos meses viene aquí por trabajo y salimos a cenar.
—Como la cena a la que fuimos.
Se burló, luego se giró y salió apresuradamente por el corredor.
—Maldita sea. —Me apresuré para seguirla, encontrándola sentada
en la cama, con las piernas y las manos cruzadas, y una mirada asesina en
su rostro. Era el epítome de la furia, con la barbilla temblorosa y todo—.
Eva. No es nada. Han pasado meses. Desde que tú y yo tuvimos una cena.
—No. —Cerró sus ojos—. No quiero saber.
—De acuerdo.
Levanté una mano, listo para irme, pero sus ojos se abrieron de golpe
y esa mirada asesina me encontró otra vez.
—¿Chelsea? ¿Cuántas otras amigas mías han estado aquí?
Aquí vamos.
—Solo Chelsea.
—Yo… grr —resopló—. No puedo siquiera estar furiosa.
—¿Entonces por qué lo estás?
—Porque sí.
Extendió una mano al borde de la cama y saltó fuera, dirigiéndose al
cuarto de baño. Los cajones fueron abiertos y lanzados de golpe, uno tras
otro. Cuando me enfrenté al umbral, la encontré cepillando su cabello con
furia.
—Háblame.
¿Iba a tener que suplicarle par que me dijera cómo se sentía?
Ella se mantuvo cepillando su cabello.
—Porque no es justo.
—¿Qué no es justo?
—Que seguiste adelante. —El cepillo se fue navegando por la
encimera, repiqueteando mientras se deslizaba y caía dentro del lavabo
vacío—. No es justo. No quiero que sigas adelante. La idea de ti con otra
mujer, con Chelsea o Tiffany, o, o, o quien sea, hace que mi piel se erice.
—¿Qué quieres que diga? —Deslicé una mano por mi cabello—. Te
fuiste. Me dejaste.
—¡Lo sé! —Sus ojos se aguaron—. Sé que me fui. Y tú seguiste
adelante. Pero yo no.
—Espera. —Levanté un dedo—. ¿Qué estás diciendo?
—Olvídalo.
Ella no había seguido adelante. ¿En serio? ¿Así que no ha estado con
alguien más? Pero han pasado años. ¿Qué carajo significa eso?
—Hijo de puta.
Despegué mis pies y seguí el camino que ella tomó. Fuera de la puerta,
hacia mi camioneta y lejos. Solo me marché.
Le había pedido a Eva que luchara conmigo. Maldita estúpida idea de
un día festivo. Seguro que no me apetecía hacerlo de nuevo.
Así que, conduje por el pueblo por horas hasta que el sol se había
puesto y mis neumáticos me dirigieron a la casa de mi hermano. Heath
había estado llamándome por días. Lo había evitado, en gran parte porque
no estaba seguro de qué decir.
O tal vez porque sospeché lo que Heath diría.
Él me diría que fuera con ella.
Heath abrió la puerta antes de poder tocar a la puerta o el timbre.
—Hola. ¿Qué está pasando? Te he estado llamando.
—Si.
Zapateé mis pies y entré a la casa, directo a la cocina. Olía como a
cena y mi estomago gruñó. Una botella de cabernet estaba establecida en la
encimera.
Heath se quedó de pie tras de mi, con las manos cruzadas y el ceño
fruncido. Aparentemente, Maddox y mamá no le habían dicho qué estaba
pasando con Eva.
Probablemente era una cosa buena. Tal vez si lo dijera en voz alta otra
vez, encontraría la manera de darle sentido a todo.
Así que asentí hacia la botella.
—¿Tienes más de ese vino?
Mis ojos estaban hinchados y los círculos debajo de ellos azules. Las
mejillas manchadas y los labios pálidos, no eran un buen aspecto para mí.
No era exactamente así como esperaba comenzar mi año nuevo, llorando
durante la medianoche y apenas durmiendo. Pero al menos podría tomar
una siesta en el avión.
Estiré una cinta para el cabello alrededor de mi muñeca y luego me
miré por última vez en el espejo. Sí, me veía para la mierda. La última vez
que me vi así de horrible había sido hace años. Este era el rostro que había
usado durante semanas después de mudarme a Nueva York.
Era como si la angustia fuera tan inmensa que no podía quedarse
dentro. Blanqueaba mi piel. Hundía mis mejillas. Se ubicaba como una
chimenea de ladrillos sobre mis hombros.
El ultimátum de Tobias pasó por mi mente. Hacía difícil ver con
claridad por qué la peor parte era que…
Tenía razón.
Me estaba aferrando a la esperanza tonta de que mi vida no tuviera
que cambiar. Pero nada en mi vida era normal. No podía arrastrar a un bebé
conmigo de ciudad en ciudad. No podía mantener mi trabajo y ser madre.
Él tenía razón. Sabía que tenía razón. Lo había sabido desde hace una
semana.
Sin embargo, anoche, incluso después de todas esas palabras, no me
había pedido que me quedara. Quería al bebé. Solo que, no a mí.
Me limpié las mejillas y sorbí el escozor de mi nariz. Luego me armé
de valor, me puse el abrigo y recogí la maleta. No, no podía trabajar para
siempre, al menos no en la misma capacidad. Pero no iba a renunciar hoy.
No iba a renunciar mañana.
Iría a Londres, me daría tiempo para lamentar la pérdida de mi carrera
y luego formularía un plan de salida. Era hora de actualizar mi currículum.
Con mi maleta arrastrándose detrás de mí, coloqué la correa de mi
mochila sobre un hombro y dejé atrás el dormitorio de invitados de Tobias.
¿Lo convertiría en la guardería del bebé?
Apreté la mandíbula para evitar que la emoción burbujeara libremente
a medida que marchaba por el pasillo.
El aroma del café me recibió en la cocina. Tobias estaba de pie junto
al fregadero, de espaldas a mí mientras miraba por la ventana que daba a
su patio trasero.
¿Pondría un columpio ahí fuera? ¿O tal vez una casa de juegos?
¿Haría de esta casa un paraíso de niños para que yo no tuviera oportunidad
de competir?
Tobias se volvió, sus ojos se lanzaron a mis bolsas.
—Te ayudaré a cargar.
—Puedo hacerlo. —Levanté la barbilla—. Gracias por dejarme dormir
aquí esta semana. Le quité los cobertores a la cama. Las toallas están en la
cesta.
Él asintió.
—Lo aprecio.
Mi corazón martilleó tres latidos por cada paso hacia la puerta
principal. Giré el picaporte, pero antes de que pudiera salir, me quitó la
maleta de mi mano.
Tobias estaba allí, tan cerca que podía oler su colonia. La aspiré,
sosteniéndola durante un momento largo, luego exhalé.
Me siguió de cerca a medida que avanzaba hacia el frío, mi aliento
flotando en una nube blanca mientras cruzaba la acera limpia. Debió de
palear mientras estaba en la ducha. También había limpiado la nieve de mi
auto.
Apreté el botón del maletero y me hice a un lado para que pudiera
cargar mi maleta. Luego arrojé mi mochila y encontré su mirada.
Esos ojos azules eran como zafiros, brillando bajo el sol de la mañana.
Su manzana de Adán se balanceó a medida que tragaba.
—Llámame.
—Lo haré.
Me estudió, las ojeras y la piel apagada, su frente fruncida.
—Eva, yo…
—No lo hagas. —Mi voz tembló—. Por favor, no lo hagas. Necesito
ponerme en marcha.
Y pendía de un hilo. No podía pelear con él, no otra vez.
—Está bien. —Se movió, apartándose de mi camino para que no nos
tocáramos cuando pasé junto a él y me apresuré hacia la puerta del lado del
conductor.
Me deslicé dentro, el frío del asiento se filtró a través de mis jeans.
Tobias apoyó las manos en el techo y se agachó mientras yo insertaba
la llave en el encendido.
—Lo siento. Si sirve de algo, lo que dije anoche, lo siento.
Las lágrimas amenazaron con salir, así que simplemente asentí y giré
la llave.
—Adiós, Tobias.
Sus manos cayeron a sus costados y se alejó.
—Adiós, Eva.
Otro adiós miserable.
No me permití mirarlo mientras salía del camino de entrada. No me
permití mirar por el espejo retrovisor mientras mis neumáticos crujieron
sobre la nieve fresca de su carril. No me permití pensar que había
arrepentimiento en su rostro cuando se despidió.
Esta semana había sido una epopeya épica, desde esa canción
estúpida hasta la pelea de anoche.
Debí haberme quedado en mi apartamento vacío. Debimos haber
mantenido los límites. Había pasado demasiado tiempo para que nos
metiéramos en la cama juntos. Podría conocerme mejor que nadie, pero eso
no significaba que fuera la misma joven que había sido en la universidad.
Nos habíamos separado. Nos convertimos en personas diferentes.
Y ahora, tendríamos que encontrar la manera de convertirnos en
padres.
Los kilómetros hasta el aeropuerto pasaron borrosos. Mi enfoque era
inexistente, pero había un lado positivo en mudarme y viajar con tanta
frecuencia. Me moví por el aeropuerto con facilidad mecánica, registré mi
equipaje y navegué por seguridad. La mayoría de las sillas fuera de la puerta
estaban llenas, pero encontré un asiento vacío junto a una ventana.
Había una pareja mayor sentada frente a mí. Me encontré con la
mirada de la mujer y estaba tan llena de lástima que hice una mueca. De
acuerdo, tal vez me veía peor que una mierda. Los asistentes de vuelo
probablemente me preguntarían si estaba bien.
Forcé una sonrisa tensa a la mujer, luego me giré de lado en el asiento,
doblando mis piernas hacia mi pecho para poder mirar hacia afuera.
El personal de tierra estaba ocupado cargando maletas en una cinta
transportadora. Un hombre con un chaleco de neón agitaba dos varitas
naranjas. Mamá nos había enseñado hace años cómo los pilotos navegaban
por las líneas de pista y los marcadores.
¿A qué aeropuerto volaría ella hoy? ¿Alguna vez se sintió triste al venir
a este aeropuerto? Porque yo sí. Cada vez.
Me quedé mirando a los trabajadores, manteniendo mis ojos
enfocados a través del vidrio mientras las lágrimas comenzaban a caer.
Esto era tan jodidamente familiar. Esto era como el día que me fui a
Nueva York.
Estaba de nuevo en una silla de vinilo azul. Volví a llorar en el
aeropuerto de Bozeman. Estaba mirando un Boeing 737 con el corazón
hecho confeti.
Mi mano encontró mi vientre. Lo apreté, cerrando los ojos con fuerza.
¿Estaba cometiendo un gran error? ¿Me arrepentiría de esta decisión?
Antes de Nueva York, no había habido una pizca de vacilación en mi
mente. Sí, había estado devastada y destrozada por Tobias, pero cuando el
agente de la puerta llamó mi fila, me había puesto de pie, me sequé la cara
y bajé por el puente aéreo.
Las dudas de hoy eran paralizantes. Me mantuvieron inmovilizada en
mi silla, incluso cuando me llamaron por mi nombre. Incluso mientras el
avión rodaba por la pista.
Incluso cuando echó a volar sin mí.
Tobias
Un año después…
—Ya que llegamos temprano, ¿podemos pasar por el sitio del proyecto
muy rápido? —preguntó Tobias mientras conducía hacia la ciudad—. Quiero
ver cómo se ven las luces exteriores por la noche.
—Seguro. ¿En qué dirección?
—En la señal de alto dirígete al norte.
—Cielos. —Le mostré un ceño fruncido—. Cuida tu lenguaje.
—¿Qué?
—Dijiste norte.
Se rio entre dientes, negando con la cabeza.
—Gira a la izquierda en la señal de alto.
—Mejor. —Sonreí con satisfacción, luego miré hacia el retrovisor.
Isabella estaba dormida en su asiento de seguridad, sus pequeños
labios en un puchero perfecto. Esta sería una noche larga para ella,
considerando que ya había pasado su hora de dormir.
Esta noche era la fiesta anual de Navidad de la familia Holiday y
estaba vestida para la ocasión. Su vestido de terciopelo rojo estaba adornado
con blanco. Sus zapatillas no le durarían mucho porque odiaba los zapatos,
pero de todos modos se las había puesto encima de las medias.
—¿Tomaste las orejeras? —preguntó Tobias.
—Sí —murmuré. Esas malditas orejeras—. Están en la bolsa de
pañales.
Sus padres habían contratado una banda en vivo, como lo hacían la
mayoría de los años, y el lugar sería ruidoso. De modo que Tobias había
encontrado unas orejeras para bebé. Excepto que, en lugar de encontrar
unas lindas en rosa o morado, Dios no quiera algo que combinara con su
vestido, encontró naranja.
Naranja brillante.
Cuando le pregunté por qué había elegido un color tan atroz, me dijo
que habían sido las únicas con ajustes para que pudiera usarlas a medida
que creciera.
Mi esposo era tan práctico.
Tobias me había propuesto matrimonio fuera de un baño de mujeres
en el aeropuerto de Seattle. Muy encantador. Para ser justos, arruiné sus
planes de algo romántico. Apoyé la cabeza contra su pecho, y cuando mi
mejilla golpeó algo duro en el bolsillo de su abrigo, lo molesté para que me
dijera qué llevaba hasta que finalmente cedió.
El mismo anillo que había comprado hace años había estado en mi
dedo desde entonces. Y desde la semana pasada, había una alianza de boda
para hacerle compañía.
Nos casamos el día después de que finalmente nos mudamos a casa
en Montana. Los dos habíamos ido al juzgado a almorzar y lo hicimos oficial.
Sin vestido. Sin esmoquin. Solo Tobias, nuestra hija y yo.
No me había tomado mucho tiempo en el proyecto de Londres darme
cuenta de que no estaba preparada para otra mudanza. Para mi tercer
trimestre, cuando mis tobillos estaban hinchados, me dolía la espalda y la
acidez estomacal era insoportable, todo lo que quería era irme a casa.
A Montana.
Papá tenía razón. Necesitaba correr y correr. Pero cuando estuve lista
para parar, nos detuvimos. Habíamos esperado a que Isabella se uniera al
mundo, luego, cuando tuvo la edad suficiente, nos mudamos de nuestro
piso de Londres y volvimos a casa.
Hannah y Keith estaban encantados de tenernos cerca. Habían
vigilado nuestra casa mientras estábamos fuera, manteniéndola limpia y
fresca para nuestras visitas a casa el año pasado. Incluso habían volado
para vernos una vez. Y Keith se había asegurado de que Tobias pudiera
continuar con su trabajo, contratando a otro arquitecto para Holiday
Homes. Así que, mientras Tobias había redactado planos desde lejos, había
habido alguien en Bozeman que actuó como soldado en tierra y ayudó a
llevar a cabo los proyectos.
—Está bien, aquí a la izquierda. —Señaló el parabrisas, dirigiéndonos
a través de un laberinto de caminos hasta que llegamos a una casa que se
alzaba orgullosamente en un campo cubierto de nieve.
—Vaya.
—Quedó bien.
—Eso es quedarse corto, cariño. —Tomé su mano, sonriendo mientras
veía la casa.
Los propietarios querían una casa estilo granero con techo a dos
aguas y puerta de entrada corrediza. Cuando me lo contó, me había
mostrado escéptica, pero dejé que Tobias creara algo encantador y único.
Un gemido pequeño desde el asiento trasero significó que teníamos
que seguir conduciendo, así que quité el pie del freno de mi todoterreno
nuevo y me dirigí a la ciudad.
El hotel Baxter era como un faro dorado, erguido en Main Street. Al
momento en que entramos en el salón de baile del segundo piso, amigos y
familiares nos acosaron para darnos la bienvenida a casa.
Entonces, la banda empezó y Tobias recuperó instantáneamente las
orejeras.
—¿Podrías haber elegido un color diferente? —preguntó Hannah
mientras las colocaba sobre la cabeza de Isabella.
—¿Qué tiene de malo el naranja? —preguntó.
Puse los ojos en blanco.
—No va.
—Es una bebé. No le importa. —Levantó a Isabella de mis brazos, la
besó en la mejilla y la colocó en su lugar favorito en el mundo: la curva de
su brazo.
Me había enamorado de Tobias hace años, pero verlo con nuestra hija
fue como volver a enamorarme.
—Vamos a bailar. —Me tomó de la mano, me dio un beso casto en la
boca y nos condujo a través de la multitud hacia la pista de baile. Con la
bebé en un brazo, me arrastró hacia el otro.
—Me alegra que podamos estar aquí para esto. —Apoyé mi cabeza
contra su hombro mientras nos balanceábamos—. Y para Navidad.
—Yo también —murmuró—. ¿Sin arrepentimientos?
—Ninguno.
Mi jefe no se había alegrado cuando le dije que Londres sería mi último
proyecto. Me ofreció un gran aumento para quedarme, pero lo rechacé.
Porque ya había encontrado otro trabajo.
Después de Año Nuevo, me uniría al equipo de Holiday Homes como
su gerente de proyecto más reciente. Trabajaría para la empresa familiar.
Existía la posibilidad de que Tobias y yo nos matáramos trabajando
en la misma oficina. O existía la posibilidad de que tuviéramos rapiditos en
el horario normal.
Lo resolveríamos. Juntos.
—¿Qué tal un clásico navideño? —preguntó el cantante principal de
la banda por el micrófono mientras completaban una canción—. Hemos
estado cantando karaoke todo el año y es genial. ¿Qué dicen?
La sala estalló en vítores de acuerdo.
Y luego el guitarrista principal comenzó a tocar.
—El primer día de Navidad, mi verdadero amor me regaló.
Miré a Tobias.
Echó la cabeza hacia atrás y se rio.
Luego cantamos juntos. Y al final, cuando llegamos a nuestra versión,
ambos cambiamos la letra.
Dos tórtolas,
Una perdiz y un embarazo.
Willa Nash es el alter ego de Devney Perry, la autora más vendida de
USA Today, que escribe historias románticas contemporáneas para Kindle
Unlimited. Amante del pescado sueco, odia lavar, vive en el estado de
Washington con su esposo y sus dos hijos. Nació y se crio en Montana y le
apasiona escribir libros en el estado que ella llama hogar.
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