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Endless Love ~ Bookzinga ~ Lucky Girls

TRADUCCIÓN
Flochi
Flor
Jessibel
LizC
OnlyNess

CORRECCIÓN
Flor
LizC
Nanis
Sand
Serena

RECOPILACIÓN Y REVISIÓN FINAL


Flor

DISEÑO
Bruja_Luna_
Créditos 3
Índice 4
Sinopsis 5
Capítulo 1 6
Capítulo 2 15
Capítulo 3 26
Capítulo 4 38
Capítulo 5 48
Capítulo 6 62
Capítulo 7 72
Capítulo 8 82
Capítulo 9 93
Capítulo 10 104
Capítulo 11 111
Capítulo 12 116
Epílogo 126
Sobre la autora 130
Hay muchos lugares en los que prefiero pasar la mañana de
Nochebuena que en una fría acera nevada fuera de la casa de otra persona.
Mataría por estar sentada junto a una chimenea, bebiendo chocolate, en
pijama de franela y leyendo un libro.
En cambio, estoy aquí, de pie frente a la casa de mi aventura de una
noche, reuniendo el valor para tocar el timbre y decirle que estoy
embarazada.
Odio ese término: aventura de una noche. Suena tan barato y sórdido.
Tobias Holiday no es ninguna de esas cosas. Es apuesto y cariñoso.
Ingenioso y carismático. Y una vez, hace mucho tiempo, fue mío.
Se suponía que nuestra reunión de una noche solo sería un ligue. Una
aventura con un viejo amante. Una despedida antes de mudarme a Londres
y dejar mis sentimientos por él a un océano de distancia. ¿Cómo
exactamente se supone que voy a explicarle a Tobias que voy a tener un
bebé? ¿Su bebé? Quizás podría cantarlo. Siempre le encantaban las
canciones tontas que inventaba en la ducha.
Tres gallinas francesas, dos tórtolas.
Una perdiz y un embarazo.

Holiday Brothers #3
Eva

Estoy embarazada.
—No —murmuré. No había manera de que pudiera decir esas dos
palabras en voz alta. Todavía no.
Quizás mañana, pero definitivamente no hoy.
Se me revolvió el estómago mientras miraba la casa que tenía frente a
mí. No era aquí donde quería estar parada.
El frío se estaba volviendo insoportable. Mi nariz probablemente
estaba tan roja como la de Rudolph. Había una posibilidad muy real de que
perdiera el dedo meñique del pie por congelamiento si me quedaba aquí
fuera mucho más tiempo. Debería irme. Regresar al auto. Hacia la entrada.
Sin embargo, aquí estaba yo.
Atascada.
Había planeado pasar mi Nochebuena en casa, descansando en mi
pijama de franela frente a mi chimenea de gas con una taza de chocolate en
una mano y un libro en la otra. En vez de eso, estaba congelada en la acera
frente a la casa de mi aventura de una noche, armándome de valor para
tocar al timbre y anunciar que estaba embarazada.
Estoy embarazada. Oh, cómo deseaba que esas dos palabras dejaran
de rebotar en mi cabeza y salieran de mi boca.
Pero primero, tenía que moverme.
Mi auto estaba estacionado en el camino de entrada a mi espalda.
Conducir por la ciudad no había sido un problema. Tampoco lo había sido
estacionar el auto y salir del volante. Incluso había conseguido caminar
hasta la acera. Seis metros me separaban de mi destino. Pero mis zapatos
bien podrían haber sido bloques de hielo en el hormigón.
¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo es que incluso estaba aquí? Me
había hecho las mismas preguntas horas atrás, mientras estaba sentada en
el suelo del baño con una prueba de embarazo positiva en la mano.
Una noche. Una noche con Tobias. Una despedida.
Y ahora estaba embarazada.
Estúpidas despedidas. Aunque técnicamente, había sido otra
despedida.
Tobias y yo habíamos quedado para tomar una copa y ponernos al
día. Hubo un poco de coqueteo. Mucho cabernet. Cuando me pidió que
volviera a casa con él, decidí que el destino me daba una segunda
oportunidad para despedirme.
Nuestra primera despedida no había salido tan bien. Había estado
llorado: yo. Había hecho un silencio furioso: él. Hubo dolor de corazón:
nosotros.
A lo largo de los años, había pensado mucho en la noche en que Tobias
y yo terminamos nuestra relación. Lo había repetido innumerables veces,
preguntándome qué debería haber hecho y qué debería haber dicho.
Los arrepentimientos tienen su forma de emboscarte en los momentos
de tranquilidad.
Así que hace seis semanas, consideré que una noche juntos era mi
segunda oportunidad. Pasamos la noche riendo y hablando, recordando
tiempos pasados. Y al más puro estilo Tobias, no había decepcionado en el
dormitorio. Había sido una aventura de una noche para arreglar las cosas.
¿Por qué lo de una noche suena tan barato y sórdido? Tobias no era
ninguna de las dos cosas. Era guapo y cariñoso. Ingenioso y carismático.
Leal y tenaz.
Nuestra noche me había recordado lo maravilloso que era. Y tal vez él
había recordado también, que una vez yo no había sido la villana. Una vez,
yo había sido la mujer que él había amado, no la mujer que había roto su
corazón.
Tuvimos nuestra segunda despedida. El adiós perfecto. Sin embargo,
aquí estaba yo, embarazada y a punto de decir hola.
—Oh, Dios. —Mi estómago se revolvió. ¿Era demasiado pronto para
las náuseas matutinas?
No sabía una mierda sobre embarazos. No sabía una mierda sobre
bebés. No sabía una mierda sobre ser madre. ¿Cómo se suponía que iba a
criar a un niño cuando no podía ni siquiera atravesar una acera, tocar el
timbre y escupir dos palabras?
Se trataba de Tobias. No era como si le estuviera diciendo esto a un
extraño. Él me conocía, posiblemente demasiado bien, lo que hacía que esto
fuera aterrador.
No podría ocultar mis miedos. No hay que retrasar las conversaciones
incómodas. No habría que levantar la barbilla y fingir que esto no eran
nervios.
Un paso. Solo debo dar un pequeño paso.
Levanté un pie. Y lo volví a poner en la huella de nieve donde había
estado.
¿Tal vez podría escribirle una nota? Mis manos temblaban tanto que
dudaba que pudiera sostener un bolígrafo.
La prueba de embarazo estaba en el bolsillo de mi abrigo rojo. Tal vez
podría dejar el palito de orina junto a la puerta y salir corriendo, como en
esa travesura adolescente en la que los chicos ponen caca de perro en una
bolsa de papel, la prenden fuego, tocan el timbre y corren como si su vida
dependiera de eso.
No es que yo haya hecho esa travesura.
Ser la conductora de la huida y esperar a mis amigos a la vuelta de la
esquina no contaba.
Mi barbilla comenzó a temblar.
¿Por qué era tan difícil? ¿Por qué no podía moverme?
Gracias a Dios, Tobias no tenía vecinos. Probablemente ya habrían
llamado a la policía.
Ahora que lo pienso… era una pena que no tuviera vecinos. Porque si
la policía aparecía, podía simplemente darles la prueba de embarazo y
pedirles que le dieran la noticia.
Maldito Tobias y su casa de campo.
Estoy embarazada.
Solo dos pequeñas palabras. Una frase. Dilo, Eva. Solo dilo.
Abrí la boca.
Nada. Solo una bocanada de aire blanco.
Este viaje fue sin sentido. Debería haberme quedado en casa y
caminar de un lado a otro. Después de no tener la menstruación, comencé
a preocuparme, pero como autoproclamada maestra de la evasión cuando
se trata de mis problemas personales, lo había descartado como estrés.
Las mudanzas siempre eran estresantes, no importa cuántas veces
me haya mudado, y había estado ocupada preparándome para Londres.
Pero la evasión solo podía durar un tiempo, y esta semana, cuando había
pasado otro día sin mi ciclo y mis pechos se sentían tan sensibles como mi
filet mignon medio hecho, había llegado el momento de afrontar la realidad.
Fui a la tienda de comestibles más cercana, agarré una prueba de
embarazo, me apresuré a hacer el autopago y corrí a casa para orinar.
El mundo había dejado de girar cuando la palabra embarazada
apareció en letras rosas en aquel palito blanco. La había presionado contra
mi pecho mientras permanecí sentada en el suelo del baño durante una
hora. Luego caminé de un lado a otro.
Un apartamento sin muebles le daba a una chica mucho espacio para
caminar. Tanto es así que había caminado durante dos horas. Luego mis
pies me habían llevado hasta mi auto, que me había traído hasta aquí.
Todo el valor que había tenido durante el trayecto se había evaporado.
Y ahora estaba atascada. No había estado tan atascada en años.
Mis manos no dejaban de temblar. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
¿Cómo se suponía que iba a hacer esto? No solo decírselo a Tobias, sino
también ¿qué pasaría después? ¿Cómo iba a ser madre?
Estaba a unos segundos de colapsar sobre la nieve y dejarme llevar
por un buen llanto cuando la puerta de su casa se abrió de golpe. Y allí
estaba él, alto y ancho, llenando el umbral.
—Eva, ¿qué estás haciendo?
Miré mis pies.
—Estás parada allí —respondió por mí.
Asentí.
—Han pasado treinta minutos.
Tanto tiempo, ¿eh? Ahora tenía sentido por qué tenía tanto frío.
—¿Vas a llamar a la puerta? —preguntó.
—Todavía no estoy segura. —Hice un pequeño gesto de victoria para
mí misma por haber verbalizado un pensamiento. Era un progreso. Esto era
bueno. Las palabras eran buenas.
—Hace frío.
—Sí. Deberías entrar. Estoy bien aquí.
—Eva.
¿Ves? Este era el problema con Tobias. Él podía mirarme y saber que
yo estaba muy, muy mal.
—Entra —ordenó.
—No puedo.
—¿Por qué no? —Bajó la escalera y salió a la acera. Sus largas
zancadas devoraron la distancia que nos separaba, y cuando se detuvo, se
elevó sobre mí—. ¿Qué pasa? ¿Está todo bien?
Negué con la cabeza.
—Estoy atascada.
Exhaló un largo suspiro, luego sacó mi mano derecha del bolsillo de
mi abrigo, juntando sus dedos con los míos para que nuestros pulgares
estuvieran uno frente al otro.
—Uno. Dos. Tres. Cuatro. Declaro una guerra de pulgares.
Cerré los ojos para no llorar y pronuncié las siguientes palabras.
—Cinco. Seis. Siete. Ocho. Intenta mantener el pulgar recto.
—Yo gano, tú entras.
—De acuerdo —susurré.
—Agita. —Tocó mi pulgar con el suyo, moviéndolo hacia arriba y hacia
abajo. Luego sujetó mi pulgar debajo el suyo porque no opuse resistencia.
Ambos sabíamos que lo necesitaba para salir victoriosa.
Así era como solían ser nuestras guerras de pulgares. Él instigaría. Yo
me rendiría.
Y mientras sujetaba mi mano con más fuerza, dándome un suave
tirón, liberó mis pies.
El calor en la entrada era como ingresar en una sauna después de
haber estado fuera durante mucho tiempo.
Tobias cerró la puerta detrás de nosotros.
—¿Quieres que cuelgue tu abrigo?
—No, gracias. —Volví a meter la mano en el bolsillo y envolví con el
puño la prueba de embarazo. Más tarde, después de soltar la bomba, le diría
que sería mejor que se lavara las manos.
—¿Quieres sentarte? —preguntó.
Levanté un hombro con un encogimiento evasivo.
¿Me odiaría por esto? Quizá durante las últimas seis semanas había
encontrado a otra persona. Una mujer con la que decidió tener un bebé. Ese
pensamiento hizo que mi pulso palpitara detrás de mis sienes, así que lo
aparté.
—Eva…
Mi garganta se había cerrado de nuevo.
Suspiró y tomó mi codo, llevándome hacia la cocina, donde sacó un
taburete para que me sentara en la isla de cuarzo negro. Luego dobló la
esquina y se apoyó en la encimera más alejada para esperar.
Y esperó.
Era algo que siempre me había gustado de él. Tobias nunca me
apuraba. A mi hermana le habría molestado tanto el silencio que se habría
rendido fuera, en la nieve. Mi padre habría hecho una pregunta tras otra,
acosándome hasta que hablara.
En mi juventud, había necesitado que papá me presionara hasta que
confesara cómo me sentía. Sobre la escuela. Sobre los amigos. Sobre mamá.
Pero ya no era una adolescente lidiando con un padre ausente y un drama
adolescente.
Tobias sabía que, si me presionaba, me derrumbaría.
¿Por qué estaba así? De momento, no era la pregunta más importante,
pero parecía ser la que más me gritaba. En el trabajo, nunca me quedaba
atascaba. Nunca. Siempre sabía qué decir. Qué hacer. Esa era posiblemente
la razón por la que amaba trabajar y evitar cualquier cosa que se pareciera
a una conversación personal.
¿Nuestro hijo sería tan paciente como Tobias? Esa pregunta hizo que
mi estómago cayera en picada. Íbamos a tener un bebé. ¿Se enojaría si
vomitara en sus elegantes suelos de madera?
Cerré los ojos con fuerza, deseando que las náuseas pasaran. Lo
hicieron después de unas cuantas respiraciones profundas, y cuando abrí
los párpados, Tobias no se había movido. Permanecía estoicamente al lado
del fregadero.
La luz de la ventana a su espalda perfilaba su amplia figura. Llevaba
el cabello más largo que la noche que pasamos juntos. Los mechones
oscuros estaban ligeramente húmedos y peinados con los dedos, como si
hubiera salido de la ducha no hace mucho. La esculpida mandíbula de
Tobias estaba cubierta por una barba que combinaba a la perfección con la
suave camisa de franela a cuadros de búfalo que se amoldaba a su
musculoso cuerpo.
Parecía un leñador sexy.
—Me gusta tu barba.
Él asintió.
—Eso has dicho.
Cierto. Se lo había dicho varias veces hacía seis semanas,
específicamente cuando esas mejillas barbudas estaban entre mis muslos.
Eso debió haber sucedido antes de que se rompiera el condón y su
esperma hubiera atravesado mi vagina y llegado a mis trompas de Falopio,
donde uno de ellos había dominado un óvulo.
Maldito esperma.
Pero bueno, esto podría ser peor. Tobias Holiday era un buen partido.
Se reía a menudo. Su sonrisa era tan deslumbrante como las estrellas en
una clara noche de Montana. Esos ojos azules eran como joyas y siempre
brillaban especialmente cuando me miraba.
O… lo hacían antes.
Ahora él me miraba como si hubiera perdido la cabeza.
No solo mi ciclo menstrual.
Habla, Eva. Di algo. Cualquier cosa.
—Feliz Nochebuena.
—Feliz Nochebuena.
—¿Estás, um... haciendo algo?
Asintió.
—La fiesta anual de mis padres es esta noche.
—¿En Nochebuena? —Había asistido a esa fiesta muchas veces, pero
siempre había sido la semana antes de Navidad.
—Hubo un conflicto de programación para hacerla el fin de semana
pasado.
—Ah. Bueno, eso siempre es divertido.
—Debería ser un buen momento.
Forcé una sonrisa temblorosa, luego miré alrededor del espacio,
girándome para darle la espalda y ocultar el terror en mi rostro.
La casa de Tobias era sin duda algo que él mismo había diseñado. Me
recordaba a uno de los dibujos que había hecho en la universidad. Teníamos
citas y él dibujaba casas en servilletas mientras esperábamos nuestra
comida.
Él siempre había querido una casa en el campo donde no tuviera que
preocuparse de que los vecinos miraran a través de las ventanas o del ruido
del tráfico constante.
Después de años rebotando de ciudad en ciudad, probablemente me
volvería loca aquí sola.
—Eva. —La profunda voz de Tobias tenía una ligera aspereza que
siempre hacía que mi corazón diera un vuelco.
—¿Sí? —Me puse rígida.
—¿Puedes darte la vuelta y mirarme?
Me encogí, pero obedecí, girándome justo a tiempo para verlo alejarse
de la encimera y acercarse a la isla, apoyando sus manos en el borde.
—¿Qué ocurre?
—¿C-cómo sabes que algo ocurre?
Me lanzó una mirada mordaz.
—Eva.
Era injusto lo bien que me conocía, incluso después de todos estos
años.
—Yo… —La frase quedó atascada en mi garganta.
—Me estás asustando. —La preocupación en su rostro rompió mi
corazón—. ¿Es tu padre?
Negué con la cabeza.
—¿Tu hermana?
—No —susurré—. Es…
Mi mano se apretó alrededor de la prueba de embarazo con tanta
fuerza que me preocupaba que se rompiera. Volví a cerrar los ojos, cuadré
los hombros e hice lo primero que se me ocurrió.
Canté.
—En el tercer día de Navidad, mi verdadero amor me envió…
A Tobias siempre le había encantado en la universidad cuando
inventaba canciones estúpidas en la ducha. Se metía en el baño y se sentaba
en el inodoro para escuchar. A menudo me daba un susto de muerte cuando
retiraba la cortina y él estaba allí, con esos ojos azules bailando ante mis
ridículas letras.
—Eva, ¿qué demonios es…
Levanté un dedo.
—Tres gallinas francesas. Dos tórtolas.
Abrí los ojos, saqué la mano del bolsillo y le arrojé la prueba.
Tobias la atrapó en el aire.
—Una perdiz y un embarazo.
Tobias

Piénsalo.
Eso es lo que me había dicho Eva hace dos días después de lanzarme
la prueba de embarazo positivo.
No había hecho otra cosa que pensar en eso.
Piénsalo.
Eva estaba embarazada. Íbamos a tener un bebé. Santa mierda. Tal
vez íbamos a tener un bebé. Me quedé tan sorprendido que no le pregunté
qué estaba planeando. Cuando nos habíamos reunido semanas atrás, ella
me había dicho que su próximo destino era Londres. ¿Todavía se iría?
Las preguntas surgieron con rapidez. ¿Quería ella al bebé? ¿Lo quería
yo?
Sí.
Mientras miraba el vestíbulo vacío de Holiday Homes, el edificio que
yo había diseñado, el sí bien podría estar pintado en la pared.
Sí, quería este bebé. No estaba preparado para eso. Dudaba que Eva
lo estuviera también. Pero en mi corazón, la respuesta era sí. Esa era la
única conclusión a la que había llegado en los últimos dos días.
Eso, y que necesitaba hablar con Eva.
Saqué el teléfono de mi bolsillo y el corazón latía como un bombo en
mi pecho cuando encontré su número. Había estado guardado en mi
teléfono durante años, pero desde nuestra ruptura en la universidad, solo
la había llamado una vez.
Después del derrame cerebral de su padre.
Cuando mi dedo presionó llamar, me apoyé en el mostrador del
vestíbulo, temiendo caerme si no estaba apoyado contra algo.
Ella contestó al tercer timbre.
—Hola.
—Hola.
El incómodo silencio se prolongó, pero mi corazón seguía latiendo.
—¿Cómo estuvo tu navidad? —preguntó.
—Bien. ¿Y la tuya?
—Estuvo bien. Solo papá y yo pasamos el rato. Mi hermana, su marido
y sus hijos fueron a casa de sus suegros.
—¿Cómo está tu padre?
—Está bien. El lugar de residencia asistida en el que se encuentra es
muy agradable. Tiene su propio apartamento y un montón de amigos.
—Eso es bueno.
—Nunca te agradecí por las flores que enviaste después de su derrame
cerebral. Eran hermosas. Gracias.
—De nada. —Esta pequeña charla era tan insoportable como el clavo
que una vez clavé accidentalmente en mi mano con una pistola de clavos.
—Necesitamos hablar.
—Sí. —Ella suspiró—. Debemos hacerlo.
Incluso con la distracción de la Navidad de ayer, las preguntas sin
respuesta estaban comenzando a supurar.
—¿Puedes venir más tarde?
—Claro. ¿A qué hora?
—Tengo una reunión ahora durante una o dos horas. Luego me iré a
casa. —La oficina estará cerrada durante toda la semana hasta después del
día de Año Nuevo.
—Iré alrededor de las dos.
—Hasta entonces. —Finalicé la llamada, guardé mi teléfono y algo de
la opresión en mi pecho se aflojó. A las dos. Solo tenía que llegar hasta las
dos.
La puerta principal se abrió y mi hermano Maddox entró en el edificio
dando un largo suspiro.
—Oye. Aquí huele como a la antigua oficina de papá.
—El edificio es nuevo y huele como el antiguo. Pero eso me gusta. —
Como a café fuerte y aserrín. Ese olor era la razón por la que había pasado
una buena parte del tiempo en la oficina en los últimos dos días. Me daba
estabilidad. Era una constante cuando el mundo se sentía como si estuviera
girando demasiado rápido en la dirección equivocada.
—A mí también. —Maddox se acercó y estrechó mi mano—. Gracias
por aceptar reunirnos hoy.
Era yo quien estaba agradecido. Me vendría bien trabajar. Apretar mis
dedos alrededor de un lápiz y simplemente dibujar.
Maddox había decidido mudarse a Bozeman con su hija de siete años,
Violet. Llevaba años en California construyendo su multimillonaria empresa
de streaming, Madcast. Pero su ex era una pieza de trabajo y escapar de ella
regresando a casa tenía mucho atractivo.
Pero necesitaba un hogar. Literalmente. Y ahí es donde entré.
Yo era el arquitecto jefe de Holiday Homes y las construcciones
personalizadas eran nuestra especialidad. Nuestro padre había iniciado esta
empresa en el garaje de la casa de mi infancia. Había renunciado a un lugar
de estacionamiento para poder guardar sus herramientas dentro. Después
de décadas construyendo casas de calidad en todo el valle de Gallatin, su
reputación era inigualable.
Maddox nunca se había interesado por la construcción ni por la
empresa inmobiliaria de nuestra madre. Había abierto su propio camino.
Siempre había admirado eso de él. Maddox corría riesgos. Y maldita sea,
habían dado sus frutos.
Mientras tanto, mi hermano gemelo, Heath, y yo habíamos aterrizado
aquí. Siempre nos había encantado acompañar a papá a las construcciones,
y ayudarlo a organizar las herramientas en el garaje o a construir nuestras
propias casas de juego. Estar en Holiday Homes encajaba, para ambos.
Heath prefería la gestión, mientras que yo simplemente quería diseñar
hermosas construcciones.
La casa de Maddox estaría definitivamente en esa categoría. Él tenía
el dinero para algo magnífico, y no lo defraudaría. Papá no era el único
Holiday con una reputación que mantener. Yo también me estaba haciendo
un nombre.
—¿Quieres un café? —pregunté, guiándolo hacia la sala de descanso.
—Claro. —Me siguió, observando la oficina mientras caminábamos.
El edificio tenía solo tres años y estaba clasificado como uno de mis
proyectos favoritos. Las vigas que había encontrado para los techos
abovedados procedían de un viejo granero de un rancho local. Me gustó
tanto el suelo de nogal que elegí lo mismo para mi casa. Desde las enormes
ventanas relucientes hasta el exterior de madera, no había nada que
cambiara de este edificio.
—Esto es bonito —dijo Maddox.
—Ya conoces a mamá y papá. —Ellos conocían el valor de los edificios
bonitos y no les importaba gastar algo de dinero.
Habían trabajado duro toda su vida para construir un legado para sus
hijos. Habían superado con creces sus propias expectativas y habían
declarado hace unos años que iban a recoger los frutos. Se lo habían
ganado.
La enorme casa de mamá y papá en las colinas de la montaña era otro
de mis diseños favoritos. Me habían dado rienda suelta a la creatividad, así
que diseñé una casa que se integraba y complementaba el paisaje.
La única petición de mamá había sido dormitorios. Muchos, muchos
dormitorios. Uno era para Violet. Y los otros para sus futuros nietos.
Supongo que pronto podría reservar otra habitación.
Para mi bebé.
El suéter que me había puesto esta mañana se apretó alrededor de
mis costillas como una correa de trinquete, dificultando la respiración
mientras cada uno llevaba tazas de café humeantes a mi oficina.
—¿Estás bien? —preguntó Maddox mientras tomaba asiento detrás
del escritorio.
—Sí —mentí, frotando mi barba—. Genial.
Maddox no se lo creyó. Examinó mi rostro, como lo había hecho ayer
durante las festividades navideñas en casa de nuestros padres. Violet había
sido el centro de atención, entreteniéndonos a todos mientras abría sus
regalos. Esperaba que, con ella como centro de atención, nadie se diera
cuenta de que había estado ocupado pensando en eso.
Supongo que no.
—Me pareció extraño que no estuvieras en la fiesta del Baxter —dijo.
—Sí. Ha surgido algo. —La inminente paternidad había acabado con
mis ganas de bailar y beber.
—Tobias. —Tragué el nudo en mi garganta—. ¿Qué pasó? —preguntó.
—Nada.
—Habla conmigo. Últimamente he sido un hermano mayor de mierda.
Dame la oportunidad de compensarlo.
Maddox y yo no habíamos hablado mucho últimamente. Él había
estado ocupado en California. Yo había estado ocupado aquí. Tenía ganas
de volver a conectar con él. Para esquiar los fines de semana o tomar una
cerveza en el centro.
Tal vez podría enseñarme a cambiar un pañal.
—¿Te acuerdas de Eva? —pregunté, con la mirada fija en la pared.
—Nunca la conocí, pero sí. —Se inclinó hacia delante en su silla,
prestándome toda su atención.
—Vino la otra mañana. En Nochebuena.
—Bien. ¿Vuelven a estar juntos o algo así?
—No. —Froté mi rostro con las manos y luego pronuncié las palabras
que aún no podía creer—. Está embarazada.
—Oh. —La mierda ausente en esa frase colgaba en el aire.
—Pasamos la noche juntos hace un tiempo. El condón se rompió. Está
embarazada. Y ella se mudará a Londres. —Ya está. La verdad salió a la luz.
Ahora quería ponerme a trabajar. Así que tomé un lápiz del escritorio—.
Vamos a repasar lo que quieres para tu casa.
—Podemos hacerlo otro día.
Deslicé un cuaderno debajo de la punta del grafito y esperé.
—No, hoy está bien.
—Tob…
—¿Cinco dormitorios? ¿O quieres seis?
Maddox suspiró, pero no presionó.
—Seis. Y una en la casa de huéspedes.
—¿Baños?
Después de una hora discutiendo sobre su casa, yo haciendo
preguntas, Maddox respondiendo, tenía lo que necesitaba y estaba listo para
volver a casa en caso de que Eva llegara antes.
—Haré un boceto preliminar y lo traeré dentro de una semana.
—Gracias. —Asintió y, después de acompañarlo hasta la puerta, me
puse el abrigo y cerré la oficina detrás de mí.
Conduje por las familiares calles de la ciudad hasta llegar a la
carretera rural que serpenteaba hacia las montañas. Mi casa estaba en el
centro de una parcela de seis acres que había comprado antes de que los
precios de la tierra en el valle se dispararan. Mamá había visto el anuncio y
sabía cuánto quería vivir fuera de la ciudad.
Tuve el terreno durante dos años antes de comenzar a construir mi
propia casa. Ahora que estaba terminada, no podía imaginarme viviendo en
otro lugar. No solo porque ésta era otra de mis construcciones favoritas, sino
porque Montana era mi hogar.
Al menos Eva era de aquí. Eso nos daba un obstáculo menos que
superar. Su familia estaba aquí y era el lugar obvio para nosotros para criar
a este niño.
Entré en el garaje y me dirigí al interior, donde me quedé en la sala de
estar, alternando mi mirada entre el suelo y las ventanas que daban al
camino de entrada. El reloj en la pared hacia tic-tac demasiado lento, y cada
vez que levantaba la vista, esperando que fueran casi las dos, las manecillas
apenas se habían movido.
Su tic-tac se hizo cada vez más fuerte hasta que solté un gemido de
frustración y me obligué a alejarme de la sala de estar. Me dirigí a mi
habitación, no por ninguna razón en particular, solo porque las ventanas no
daban al frente de la casa. Mis pies se detuvieron cuando mi mirada se posó
en la cama.
Durante semanas había imaginado a Eva allí. Su cabello oscuro
extendido sobre mi almohada. Sus ojos color avellana clavados en los míos
mientras me movía dentro de ella.
No me había dado cuenta de que el condón se había roto. Es cierto
que habíamos bebido una botella de vino en el centro y otra cuando llegamos
aquí. Para cuando le di tres orgasmos, estaba agotado y no había prestado
mucha atención.
O tal vez ella había revuelto mi cerebro. Porque esa noche con Eva,
bueno... había sido como viajar en el tiempo.
Caminé hacia la cómoda apoyada en la pared y abrí con facilidad el
cajón superior. Enterrada bajo hileras de calcetines doblados, metida en el
rincón más alejado junto a mis calzoncillos, había una caja cuadrada de
terciopelo. La última vez que la tuve en mi mano fue el día que me mudé.
Las bisagras emitieron un pequeño chasquido cuando abrí la tapa. Un
anillo de oro estaba firmemente encastrado en el recinto de satén blanco. El
diamante solitario de talla marquesa brillaba bajo la luz del dormitorio,
como una estrella atrapada en esta pequeña caja.
No había ninguna razón lógica para que me quedara con este anillo.
Lo había comprado para Eva, y no era que lo estuviera guardando para otra
mujer.
Sin embargo, el día que lo llevé a la casa de empeños, un joven de
veintidós años con el corazón roto no había sido capaz de dejarlo. Me dirigí
al mostrador, le mostré el anillo al empleado de la tienda y, antes de que
murmurara un precio, le dije que había sido un error y salí por la puerta.
Nadie sabía que le había propuesto matrimonio. Ni mis padres. Ni mis
hermanos.
Dudo que Eva se lo haya dicho a mucha gente. Tal vez a su padre. Tal
vez no. Sospechaba que ella había hecho lo mismo que yo y había tratado
de olvidar esa noche.
Habíamos salido durante la universidad. Eva y yo nos conocimos en
la cafetería de la residencia en nuestro primer año, y después de nuestra
primera cita, una cena en una pizzería y una película, habíamos sido
inseparables.
Ella había mencionado que quería mudarse a una ciudad y explorar
el mundo después de la graduación, pero siempre habían sido comentarios
despreocupados. Como sueños que lanzabas al aire como un globo,
sabiendo que atraparía el viento y desaparecería.
Durante nuestro último semestre, ella había solicitado puestos en
algunos lugares de Bozeman. No me había dado cuenta de que habían sido
sus reservas, no su primera opción.
Ella me había ocultado muchas cosas en nuestro último año.
Como sus planes de irse de Montana. Como sus planes de dejarme.
Como las entrevistas que había tenido con una empresa de construcción
global especializada en la gestión de proyectos a gran escala. Ayudaban a
construir edificios enormes y aburridos en todo el mundo.
Lo había mantenido en secreto hasta que le propuse matrimonio.
Después de la graduación, la llevé a una cena elegante antes de
llevarla a mi apartamento, donde me arrodillé y le pedí que fuera mi esposa.
Ella había echado un vistazo a ese anillo y la verdad había salido a la luz.
Una vida en Bozeman no había sido su sueño.
Salió de mi apartamento con lágrimas en los ojos y, siete días después,
se mudó a Nueva York.
Habíamos pasado años sin hablar. Amigos en común me daban
actualizaciones al azar sobre su paradero. Nueva York. San Francisco.
Tokio. Melbourne. Boston. Eva siempre parecía estar en algún lugar nuevo.
Mientras tanto, yo había estado en Montana, preguntándome cuántos
años me tomaría olvidarla.
No me había dado cuenta hasta nuestra noche juntos hace seis
semanas que el resentimiento se había desvanecido. Que, en lugar de
sentirme enojado con ella, simplemente… la extrañaba.
Su risa. Su sarcasmo. Su inteligencia.
Sus peculiaridades. Su sonrisa.
Nuestro encuentro había sido para cerrar. Nuestra segunda
oportunidad de una despedida decente.
Ahora íbamos a tener un bebé. Tal vez. Dios, esto era un desastre.
Metí el anillo en el cajón, cerrándolo de un empujón, y luego atravesé
el dormitorio cuando escuché el sonido de la puerta de un auto cerrarse con
un golpe. Aceleré mis pasos a través de la sala de estar.
¿La encontraría de nuevo en la acera? ¿O ella llegaría hasta la puerta?
Había aprendido hace mucho tiempo que apresurar a Eva normalmente
significaba que se cerraría. Necesitaba una distracción cada vez que se
quedaba atascada, y por eso había inventado nuestras guerras de pulgares.
Uno de nosotros siempre dejaba que el otro ganara.
Hoy, no le daría treinta minutos en el frío. Con o sin miedo. No habría
guerra de pulgares. Si tenía que arrastrarla dentro, que así fuera. Pero
cuando abrí la puerta, ella estaba subiendo por la acera.
Mi suéter de nuevo demasiado apretado, forzando mis costillas para
que no pudiera llenar mis pulmones.
Eva llevaba el cabello color chocolate recogido en una cola de caballo
con algunos mechones enmarcando su rostro. Sus ojos estaban ocultos
detrás de unas gafas de sol espejadas que reflejaban el blanco brillante de
la nieve en mi césped. Su abrigo rojo era el mismo que llevaba en
Nochebuena, pero esta vez no tenía las manos metidas en sus bolsillos.
Ella era hermosa. Siempre hermosa.
—Hola. —Me hice a un lado, sosteniendo la puerta.
—Hola. —Levantó las gafas de sol y las metió en su cabello mientras
entraba. Luego colocó una mano contra la pared para quitarse las botas de
nieve—. ¿Cómo te fue en el trabajo?
—Bien. Me he reunido con Maddox. Se mudará a casa.
—¿En serio? Eso es bueno. Seguro que a tu madre le encantará
tenerlos a los tres en la ciudad.
—Le encantará. —Lo único que le hubiera gustado más a mamá sería
que todos tuviéramos esposas para poder mimar a sus nueras.
Especialmente si una de ellas hubiera sido Eva.
Ayudé a Eva a quitarse el abrigo, y lo colgué en un gancho en la
entrada, luego le hice un gesto para que pasara a la sala de estar en lugar
de a la cocina. Sentarse en los sofás parecía más seguro que la isla. Y
teniendo en cuenta que su camiseta de manga larga quedaba perfectamente
ceñida a su cuerpo y que sus calzas dejaban poco a la imaginación, dudaba
que hoy me lanzara una varilla cubierta de orina.
—Tu casa es preciosa. —Pasó la mano por el apoyabrazos de cuero de
una silla—. Las ventanas. La madera. Los techos abovedados. Con las
montañas del exterior para darte los buenos días. Los árboles como vecinos
para dar las buenas noches. Es exactamente lo que habría esperado que
construyeras.
—Gracias.
Ese cumplido pareció disipar una fracción de la tensión en mi
columna vertebral. Como si supiera que necesitaba un milisegundo de
conversación normal. Puede que no hayamos hablado mucho en los últimos
años, pero ella me conocía. Y si hubiera una mujer con quien pasar por esto,
no querría que fuera nadie más.
—Así que… —Se dejó caer en la silla.
—Estás embarazada.
—Estoy embarazada. —Las palabras eran roncas y ásperas, como si
fuera la primera vez que las decía. Tal vez lo fuera. Eva se encontró con mi
mirada y allí había una disculpa—. Lo del otro día. No lo manejé muy bien.
—No pasa nada. —Nadie más que Eva habría inventado la letra falsa
de un villancico para anunciar un embarazo. Algún día en el futuro, tal vez
esa pequeña canción me haría reír. Dependiendo de lo que ella hiciera—.
¿Has decidido lo que vas a hacer?
—No es solo mi decisión. Estamos juntos en esto.
—Soy consciente de eso. Pero si fuera solo tu decisión, ¿qué querrías?
Ella bajó la mirada hacia su regazo.
—No sé si seré una buena madre.
Ella lo sería. Quizás no tenía confianza en sí misma, sobre todo
teniendo en cuenta a su propia madre. Pero Eva sería una gran madre.
Su corazón estaba demasiado lleno de amor.
—Lo serás —le dije.
Ella me miró con lágrimas en los ojos.
—Me gustaría tener la oportunidad de intentarlo.
El aire salió disparado de mis pulmones.
—A mí también me gustaría.
No me había permitido esperar esta respuesta, pero maldita sea, fue
bueno escucharla. Realmente no disminuyó el pánico o el miedo. Pero nos
dio una dirección.
Un bebé. Íbamos a tener un bebé.
—No planeé esto, Tobias —susurró—. Para engañarte o atraparte.
—Esa idea nunca cruzó por mi cabeza. —Tal vez lo hubiera hecho si
se tratara de otra mujer, pero no de Eva.
—Hay mucho por resolver. Y no hay mucho tiempo.
Espera. ¿Qué?
—¿Qué quieres decir con que no hay mucho tiempo? ¿No tenemos
ocho o nueve meses?
—Um... no.
La conversación de hace unas semanas encajó. Parte de la razón por
la que nos habíamos reunido era que ella quería verme antes de volver a
dejar Bozeman.
—Espera. ¿Todavía te mudarás a Londres?
—Sí. —Ella asintió—. Mi próximo trabajo comienza en una semana.
Un trabajo en Londres.
Bueno... mierda.
Eva

Tobías. Estaba. Enojado.


Por fuera, tenía el mismo aspecto que hace unos segundos. Ojos azul
cristalino. Barba atractiva. Un jersey de color carbón que no debería ser
sexy, pero que lo era porque mostraba sus fuertes brazos y sus anchos
hombros.
Eran sus manos las que lo delataban. Sus manos siempre iban a juego
con su estado de ánimo.
Sus dedos se clavaban en los muslos y las venas que subían desde los
nudillos hasta sus fibrosos antebrazos latían.
—Es solo por seis u ocho meses. —O un año si nos encontramos con
algún retraso, pero trabajaría más duro para asegurarme de que se hiciera
a tiempo.
—¿Seis. A. Ocho. Meses?
Ups. La enunciación de las palabras no era una buena señal. Está
claro que explicar mi trabajo no era lo más adecuado.
—Se... pasa rápido.
Tobías parpadeó.
—Londres no está tan lejos. —Solo un diminuto océano. Y la mayor
parte de los Estados Unidos contiguos.
Sus fosas nasales se encendieron. Las manos se aferraron más a sus
piernas.
Cállate, Eva. Abrí la boca, pero mi cerebro se activó y me apretó los
labios antes de que saliera algo más y causara más daño.
—Esto lo cambia todo. —Tobías asintió a mi vientre—. ¿Tengo algo
que decir en esto?
—¿En el lugar donde viva? Bueno, no. Tengo un trabajo. Esta es mi
carrera.
—¿Cómo vamos a ser padres viviendo en lados opuestos del globo?
—¿Tal vez podríamos alquilar el trineo de Papá Noel? —Me reí.
Tobías no lo hizo. Sus manos se cerraron en puños sobre la parte
superior de sus rodillas.
—No lo sé, ¿de acuerdo? —Levanté las manos—. No lo sé. Me he
pasado los dos últimos días tratando de asimilar el embarazo. Todavía no
he llegado a la crianza real del niño. —En serio, estaba criando un ser
humano. ¿No tenía derecho a una semana más o menos para procesar eso
primero?
—Necesitamos un plan —declaró.
Oh, cómo Tobias amaba sus planes. Le gustaban tanto como la
primera edición del Halcón Milenario de Lego que tenía desde la escuela
secundaria.
Su talento para la planificación era lo que lo había convertido en un
arquitecto de éxito. Su capacidad de organización y su determinación lo
habían convertido en un hombre rico, incluso a los veintinueve años. Pero
se aferraba a sus planes como las luces de un árbol. El cielo no le permitía
probar la espontaneidad.
Como mudarse a Nueva York con su novia durante un año. Eso era
todo lo que había pedido. Un año lejos de Montana, y luego podríamos
evaluar. Hacer un nuevo plan.
Lo había amado de todo corazón, pero necesitaba extender mis alas y
ver si tenían la fuerza para volar.
Claro, Tobías también me había amado. De eso no tenía duda. Tal vez
no lo había amado lo suficiente como para renunciar a mis sueños. Pero él
no me había amado lo suficiente como para cambiar sus planes. No me
había amado lo suficiente como para pedirme que me quedara.
¿Por qué no me había pedido la noche de la propuesta que me
quedara? Lo había esperado. Había preparado un discurso sobre las
ventajas de vivir en otras culturas y probar experiencias diferentes. En lugar
de eso, me dejó salir por la puerta.
Y todo lo que había creído conocer, todo en lo que había creído, en él,
en nosotros, se había desatado. Destrozado.
Resulta que sí sabía volar. Había estado volando por mi cuenta
durante años.
Nuestras vidas se habían dividido en diferentes corrientes. Ahora
necesitábamos encontrar una manera de unirlas de nuevo.
—Tenemos tiempo para resolver esto. Meses —dije—. Trabajemos
juntos en un plan.
Una afirmación que estaba segura de que lo haría relajarse, pero en
lugar de eso, salió disparado del sofá y comenzó a pasearse frente a su mesa
de café de borde vivo. Sus manos se flexionaron y desencajaron, una y otra
vez, hasta que me encontré copiando el gesto también.
¡Ah! Metí las dos debajo de las piernas.
—No quiero perderme el embarazo, Eva.
—¿No quieres?
Dejó de pasearse y me envió una mirada.
—Está bien —dije—. Tal vez podrías volar para algunas de las citas
con el médico. Y podemos hacer FaceTime.
—FaceTime. Quieres que sea padre por FaceTime.
—Solo estoy lanzando opciones.
Tobías empezó a pasearse de nuevo. De un lado a otro. De ida y vuelta.
Esa pobre y hermosa alfombra podría no sobrevivir a este embarazo. —Mi
vida está aquí.
Ya había escuchado eso antes.
—Mi trabajo no lo está.
—Esto es más grande que tu trabajo.
Ahora era mi turno de enfadarme.
—Entonces deja el tuyo.
—Sabes que no puedo hacer eso.
Abrí la boca, pero una vez más mi cerebro se puso en marcha y detuvo
el torrente de improperios antes de que pudieran escapar. Esto solo nos
llevaría al mismo punto muerto en el que habíamos aterrizado años atrás la
noche en la que se había declarado.
Entonces no habíamos resuelto el rompecabezas. Dudo que lo
hagamos hoy.
—No quiero pelear —dije.
—No, solo quieres huir.
Ouch. —Eso no es justo.
—Es... lo siento. —Sus pies se detuvieron. Sus hombros cayeron. Sus
manos se relajaron—. Yo tampoco quiero pelear.
Le creí. Pero también creía que, si me quedaba aquí mucho más
tiempo, acabaríamos haciendo doce rounds, y yo odiaba pelearme con
Tobías.
—Estoy en la ciudad durante toda la semana. Ahora que sabemos que
vamos a tener este bebé, vamos a pensar en ello. Somos adultos inteligentes.
Podemos resolver esto.
Había mucha más confianza en mi voz de la que sentía. Finge hasta
que lo consigas.
—De acuerdo. —Asintió.
Me levanté del sofá y bordeé la mesa auxiliar, deteniéndome frente a
él. Entonces tomé sus manos entre las mías y apreté los últimos jirones de
tensión de sus dedos.
—Tengo miedo.
Tobías entrelazó sus dedos con los míos.
—Lo mismo digo.
—Pero si hay alguien con quien haría esto, eres tú.
Sus ojos se suavizaron.
—De nuevo, lo mismo.
—¿Me llamas más tarde?
—Lo haré. —Me soltó y me acompañó hasta la puerta, ayudándome a
ponerme el abrigo. Luego se quedó en la entrada, esperando a que me alejara
de su casa antes de entrar.
Cuando su casa desapareció de mi retrovisor, solté el aliento que
había estado conteniendo.
No está mal. No está bien, pero no está mal.
Quería al bebé. Eso era algo bueno. Algo estupendo. Los niños
necesitaban padres, y yo no podía imaginarme la vida sin el mío. Y Tobías
sería un padre maravilloso.
Solo teníamos que resolver la logística, y por suerte, no era el único
especialista en esa área. Sí, esto era muy diferente a la construcción de un
edificio, pero nos las arreglaríamos, sobre todo si no nos apresurábamos a
tomar una decisión.
Había tiempo. No me iba hasta el día de Año Nuevo.
El tráfico aumentó al llegar a las afueras de la ciudad. Bozeman había
crecido considerablemente durante los años desde que me fui. De niña, papá
nos llevaba a mi hermana y a mí a Bozeman desde nuestro pequeño pueblo
de Manhattan. El tramo de treinta kilómetros entre las comunidades habían
sido en su mayoría praderas.
Ayer conduje por nostalgia, aunque una nueva familia vivía en la casa
que una vez llamé mía. Donde hace una década habían florecido campos
abiertos de trigo y cebada, ahora han brotado urbanizaciones.
Pero a pesar del tráfico y la afluencia de residentes, este valle seguía
siendo un hogar. Un lugar de aterrizaje para las vacaciones. Durante los
últimos tres meses, había tenido la suerte de llamarlo hogar.
Mi empresa había sido contratada para supervisar el desarrollo de un
centro de datos. A otro enlace del proyecto se le había encargado el inicio
del mismo. Ya me habían asignado un trabajo en Houston, de lo contrario,
habría competido por él. Pero la otra mujer había dimitido hacía tres meses
y yo me las había arreglado para ocupar su lugar.
La rotación era bastante constante. Aunque mi trabajo estaba bien
pagado, era exigente. A veces veía un proyecto de principio a fin. Otras veces,
me tocaba alisar las plumas de un cliente agotado.
Londres fue uno de esos trabajos. El cliente era temperamental y no
le gustaba el gestor de proyectos actual. Entra Eva.
Yo sería una cara nueva para ellos para castigar. O tal vez los ganaría.
La próxima semana, sabría qué camino iba a tomar.
Pero por ahora, estaba saboreando mis últimos días en Montana.
Los tres meses aquí me habían dado el tiempo que necesitaba para
estar con mi padre. Había podido pasar las tardes en casa de Elena,
conociendo a sus dos hijas.
Y a Tobías.
Durante mi primer mes aquí, me preocupaba verlo. Si no estaba en el
lugar de trabajo, en la casa de papá o en la de Elena, básicamente había
existido como una reclusa. Sobre todo por miedo a que me odiara. Pero en
parte por la idea de verlo con otra mujer del brazo.
Entonces me encontré con su madre en el supermercado. Hannah se
alegró tanto de verme que me abrazó con lágrimas en los ojos. Yo también
las tenía en los míos. Hannah Holiday era posiblemente la mejor mujer que
había conocido. Estuvimos tanto tiempo en la sección de congelados que el
helado de mi carrito se había derretido.
Me había insinuado que Tobías estaba soltero y me había animado a
tenderle la mano. Me costó varios días armarme de valor. Pero una noche,
después de una botella de cabernet por valentía, llamé al mismo número
que había memorizado años atrás y lo invité a tomar una copa.
Cuando entré en el bar aquella noche hace seis semanas, me abrazó.
Y simplemente... congeniamos.
Era la razón por la que supe que podíamos hacer esto. Él podía seguir
teniendo su vida aquí. Yo podría tener la mía, y juntos, tendríamos este
bebé.
—Podemos hacerlo. —Mi tranquilidad se apoderó del volante.
Podríamos hacerlo.
El apartamento que mi empresa había encontrado para mí estaba
junto a un campo de golf, con el verde y las calles ocultas por un manto de
nieve inmaculada. Los álamos blancos estaban cubiertos de hielo y sus
ramas brillaban con cristales que atrapaban el sol en el cielo azul sin nubes.
Bozeman era soleado, incluso en invierno. Echaba de menos el sol
constante cuando estaba en Londres. Las pocas veces que la había visitado,
había llovido y llovido.
Había un camión de mudanzas U-Haul en la entrada del condominio
al lado del mío. Cuando aparqué y me dirigí a la puerta principal, un hombre
salió cargando una caja. Me saludó con la mano, haciendo una pausa como
si fuera a presentarse. Me limité a saludar con la mano y desaparecí dentro.
No tenía sentido presentarme. Me iría antes de que deshiciera el
equipaje.
Hacía frío en el interior del apartamento, o tal vez solo parecía frío
porque estaba vacío. Dejé el bolso y las llaves en el suelo del salón y me
quité los zapatos antes de dirigirme al único mueble que no se había enviado
a Inglaterra ni se había vendido por Internet.
Un colchón de aire.
Estaba apoyado contra la pared del salón. El saco de dormir que había
comprado estaba perfectamente colocado encima. Había decidido dormir
aquí en lugar de en el dormitorio porque la chimenea de gas mantenía esta
habitación acogedora por la noche.
Me dejé caer en el colchón y tomé el portátil del suelo, apoyándolo en
mi regazo mientras me apoyaba en la almohada. El centro de datos había
terminado, solo esperaba al equipo de limpieza, y la mayoría de la gente se
había tomado esta semana libre por las vacaciones. Mi bandeja de entrada
estaba casi vacía. Sin nada que hacer por la noche más que mirar el lugar
donde había estado la televisión, había recurrido a trabajar. Lo cual no era
muy diferente a cuando la televisión había estado aquí.
Mi trabajo era mi mejor amigo. Y lo amaba. La mayoría de los días.
Hoy, me sentía un poco sola. Esta sensación solía aparecer cuando
terminaba un proyecto y me preparaba para el siguiente.
Las estériles habitaciones no ayudaban. Los de la mudanza ya habían
venido a vaciar el piso. Lo que no había querido enviar, lo había vendido en
Facebook y Craigslist. Claro que podía comprar muebles nuevos o alquilar
una casa amueblada, pero me gustaban mis propias cosas. Especialmente
mi propia cama.
Mi jefe consentía el gasto adicional, sobre todo porque nunca me
resistía cuando me pedía que me mudara. Así que mi cama iba conmigo a
todas partes. En este momento, se estaba instalando en mi apartamento de
Londres, de ahí el colchón de aire.
Mi maleta en el baño tenía suficiente ropa y artículos de aseo para
toda la semana. También la empacaría y tomaría un avión el domingo. Seis
días.
Entonces no tendría tiempo para sentirme sola.
El proyecto de Londres era un centro logístico para un minorista en
línea. Estaban construyendo un nuevo almacén en las afueras de la ciudad
y, a la vista de la última actualización del estado, estaba resultando todo un
reto.
Tobias probablemente se burlaría si le dijera que un edificio cuadrado
hecho principalmente de acero y hormigón podía ser tan complejo. Era
exactamente el tipo de estructura que él detestaría.
Ya me había echado una ración de mierda por ayudar en la
monstruosidad del centro de datos que habíamos construido en las afueras
de Bozeman. No estaba del todo equivocado. Las paredes bloqueadas
contrastaban fuertemente con el hermoso paisaje de las montañas.
Pero aparte de su falta de carácter, el centro estaba hecho y ahora era
el momento de seguir adelante. Acosaba a los capataces y discutía con los
proveedores hasta que otro edificio feo estropeaba un paisaje diferente.
La naturaleza de mi trabajo significaba que no tenía una oficina
cómoda. Normalmente tenía un escritorio en un sucio remolque de
construcción situado junto a los aseos portátiles. Desde luego, no era lugar
para un bebé.
Me llevé la mano a la barriga.
¿Cómo iba a funcionar esto? Mi trabajo era exigente. Doce horas era
un día corto. Normalmente era la primera en llegar a la obra y la última en
irse. A mi jefe le gustaba que estuviéramos cerca de cada obra, pero quizá
le pareciera bien que trabajara desde casa algunos días a la semana.
Tendría que contratar a una niñera. No había duda. No tenía amigos
para que lo cuidaran o ayudaran. Nunca me quedaba lo suficiente en una
ciudad como para hacer amigos de confianza.
Eso no me había preocupado hasta hoy.
¿A quién llamaría en caso de emergencia? ¿Podría encontrar una
niñera que estuviera dispuesta a trabajar las noches en las que yo tuviera
cenas con clientes? ¿Con qué frecuencia podríamos salir y visitar a Tobías?
No podía esperar que viniera a vernos todos los meses. Me tomaba
tres, quizá cuatro días de vacaciones al año. El proyecto de Londres iba con
retraso, y una vez que empezara, sería una carera hasta la línea de meta.
A menos que... oh, Dios. ¿Y si quería la custodia total? ¿Y si yo era la
madre que hacía las visitas?
No. Tobías nunca me haría eso. Tenía que saber que eso me
destrozaría.
Tenía que saber que lo despreciaría por intentarlo.
Las preguntas y las preocupaciones me gritaban en el espacio vacío.
Las paredes comenzaron a cerrarse, así que me bajé del colchón y me
apresuré hacia la puerta. Los asientos del coche aún estaban calientes
mientras me alejaba.
Había dos lugares a los que iba con regularidad, el de mi hermana o
el de mi padre, y el sedán parecía dirigirse al lugar de residencia de mi padre.
Aparqué en el mismo lugar en el que había aparcado ayer por Navidad y
entré en el edificio, saludando a la mujer de la recepción. Papá llamaba a
las recepcionistas sus guardianas porque llevaban la cuenta de cuándo se
iba y cuándo volvía a casa.
No es que se fuera a menudo. La mayoría de sus amigos de la juventud
seguían viviendo en Manhattan. Y los amigos que había hecho desde que se
mudó aquí vivían todos cerca, así que simplemente los visitaba en sus
respectivos apartamentos.
El hogar ofrecía entregas de comestibles y tenía un comedor que servía
tres comidas al día. En ocasiones, mi hermana llevaba a papá a su casa
para que pudiera jugar con las niñas. Pero, sobre todo, traía a sus hijas
porque papá lo prefería así.
Ayer me había confesado que a menudo se sentía como una carga
para Elena.
Yo le había confesado ayer que a menudo me sentía como si los
hubiera abandonado a ambos.
Pero era mi trabajo el que pagaba esta casa. Elena era una ama de
casa con dos hijos, que vivía de los ingresos de su marido. No podía
permitirse este centro. Papá no quería una enfermera a domicilio y, en otra
de sus confesiones, me había dicho que la casa le recordaba demasiado a
mamá.
Era feliz en su apartamento. Por lo tanto, yo pagaría con gusto para
que tuviera ayuda cerca si fuera necesario.
La puerta de papá estaba abierta mientras caminaba por el pasillo. La
televisión estaba a todo volumen.
Sonreí antes de llamar con fuerza para que me oyera por encima del
ruido.
—¡Ya es bastante fuerte, Nancy! —Salió arrastrando los pies de la
cocina, con su lado malo apoyado fuertemente en un bastón—. ¿Eva?
—Hola, papá.
—¿Qué dijiste?
Puse los ojos en blanco y señalé la televisión.
—Oh. —Con su mano buena, metió la mano en el bolsillo de sus
vaqueros y sacó el mando a distancia, pulsando el botón de apagado.
El dichoso silencio inundó la habitación.
—¡Eddy, no lo oigo! —gritó Nancy desde el otro lado del pasillo.
Apreté los labios para ocultar mi sonrisa mientras cerraba la puerta.
—Veo que Nancy aún no ha conseguido arreglar su televisor.
—No —refunfuñó algo en voz baja mientras se dirigía a su sillón
reclinable—. Existe la posibilidad de que me quede sordo si no lo hace
arreglar pronto.
Nancy había sido la vecina de papá desde que se mudó. Era veinte
años mayor que él y lo trataba como a un querido abuelo. Su televisión no
solo era vieja y anticuada, sino que el volumen no funcionaba desde hacía
semanas. En lugar de cruzar el pasillo para ver la televisión de papá, Nancy
prefería verla desde su propio apartamento para poder sentarse en su propia
silla. Desde hacía un mes, elegía un canal y papá subía el volumen del suyo
para que ella pudiera escuchar.
—¿Qué estás haciendo? Me imaginaba que estarías en el trabajo. —
Tiró de la palanca para subir el reposapiés de su silla.
—No, hoy ha sido un día tranquilo. —Me bajé la cremallera del abrigo
y me lo quité de un tirón antes de sentarme en su mullido sillón—. ¿Cómo
te sientes?
Me dedicó una sonrisa torcida.
—Como nuevo.
Papá era el residente más joven de esta casa desde hacía décadas.
Hacía tres años que había sufrido un derrame cerebral masivo y fortuito. Le
costaba moverse y funcionar con el lado izquierdo de su cuerpo. Durante
unos días aterradores, no supimos si sobreviviría. Pero había avanzado
mucho gracias a las exhaustivas terapias del habla, física y ocupacional.
Aún arrastraba las palabras y había movimientos que siempre le
causaban problemas, pero estaba vivo. Eso era lo único que me importaba.
Este centro de asistencia había sido idea mía después de que él
rechazara la idea de una enfermera a domicilio. Era más parecido a un
apartamento que a una residencia de ancianos y papá tenía cuidadores
capacitados a mano en caso de emergencia.
Todos los días esperaba que no hubiera ninguna. Porque el
sentimiento de culpa por estar al otro lado del país cuando tuvo el derrame
cerebral me atormentaba a diario.
La culpa estaba a punto de volver a ser una compañera constante.
Siempre golpeaba con fuerza después de una visita a casa, y habiendo
estado aquí tanto tiempo esta vez, estaba segura de que el sentimiento
persistiría. Sobre todo, cuando metía a Tobías y al bebé en la mezcla.
—¿Estás bien? —preguntó papá.
—Muy bien. —Forcé una sonrisa brillante—. Solo quería pasar a
saludar. Está muy tranquilo en mi casa.
—¿Quieres ver algo? —Agitó el mando a distancia.
—Claro. —Metí las piernas debajo de mí y me relajé en el sofá,
mientras papá nos buscaba una repetición de una comedia.
Me quedé dos episodios y luego me despedí de papá con un beso en la
mejilla porque se había quedado dormido.
Estaba oscureciendo mientras conducía a casa, los días de invierno
eran cortos y fríos. Me estremecí al volante, deseando tener más trabajo que
hacer esta semana. El tiempo ocioso era peligroso para mi salud mental. No
quería pensar en que mi vida se parecía más a la de mi madre que a la de
mi padre.
Viajar y rebotar de una dirección a otra no había sido un problema
hace una semana. Pero entonces me hice la prueba de embarazo y ahora...
todo era diferente.
Mi calle estaba tranquila. El camión de la mudanza se había ido, quizá
habían terminado de descargarlo. Las casas de los vecinos estaban
iluminadas. Solo mi apartamento estaba oscuro y vacío.
Pero no estaba exactamente vacío. Había un camión en la entrada,
estacionado junto a mi espacio.
Mi corazón dio un pequeño vuelco.
Siempre daba un vuelco por Tobías.
No estaba segura de por qué estaba aquí, esperando en mi porche.
Pero era agradable llegar a casa y no estar sola.
Tobias

Eva abrió el camino hacia el interior de su apartamento. Esperaba


muebles. Quizás una planta de interior. Quizás cajas. En cambio, el espacio
estaba vacío salvo por un colchón de aire en la sala de estar junto a la
chimenea de gas.
—¿Dónde están tus cosas? —pregunté mientras encendía las luces.
—La mayor parte está en Londres. Vendí el sofá y algunos otros
muebles porque el piso que estoy alquilando no es tan grande.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
Se encogió de hombros y bajó la cremallera de su abrigo.
—¿Dos semanas?
Parpadeé. Había estado durmiendo en un colchón de aire durante dos
semanas y le faltaba una más.
—¿Por qué tu empresa no te alojó en un hotel?
—No pregunté. Y no me importa el colchón de aire.
Eso era mentira. La voz de Eva era demasiado brillante. A esta mujer
le encantaba una cama cómoda. En la universidad, insistió en que nos
quedáramos en su casa la mayoría de las noches porque su colchón de
acolchado doble era más suave que el mío.
La idea de que ella durmiera en el suelo, viviendo como una
vagabunda, me puso los vellos de punta. No podía quedarse aquí. Así no.
—Esta semana deberías quedarte en mi habitación de invitados. —La
oferta salió volando de mi boca, pero no la odié. De hecho, no era una idea
horrible—. Eso nos dará la oportunidad de hablar. Y el colchón en mi
habitación de invitados es muy bueno.
—No, está bien. No quiero molestarte.
—Es de espuma viscoelástica.
Echó un vistazo al colchón de aire e hizo una mueca.
—Me gusta la espuma viscoelástica.
—Ve a empacar. Insisto.
—Olvidé lo terco que eres.
—No, no lo hiciste. —Me reí entre dientes—. Simplemente olvidaste
que te gustaba.
Puso los ojos en blanco.
—Me has confundido con una de tus otras exnovias.
Nunca. No podría confundir a Eva con ninguna otra mujer. No es que
hubieran sido muchas. La única mujer con la que había pasado tiempo
últimamente era Chelsea, y nuestros encuentros casuales cuando pasaba
por la ciudad estaban lejos de ser serios. Y no la había visto en meses.
—¿Qué va a ser, Williams? ¿El colchón de aire o la espuma
viscoelástica?
—Bien. Tú ganas. Aceptaré tu cama de invitados —dijo, asintiendo
hacia su disposición en el suelo—. Pero solo porque esa cosa tiene una fuga
y me está empezando a doler la espalda.
—¿Quieres que lo enrolle mientras empacas tus cosas?
—¿Esta noche?
Me encogí de hombros.
—Bien podría.
—Está bien. Buscaré su estuche.
Se escabulló y yo me quité los zapatos para no arrastrar montones de
nieve sobre los pisos de madera. Luego comencé con el saco de dormir. El
aroma de la loción de vainilla favorita de Eva atrapó mi nariz a medida que
lo doblaba en un rollo apretado.
Después de nuestra ruptura, había encontrado una botella de esa
loción en mi baño. Me había llevado un año arrojarla a la basura. Y
entonces, durante nuestra noche juntos hace seis semanas, capté ese olor
y las siguientes palabras que salieron de mi boca fueron una invitación.
Ven a casa conmigo.
No había preguntado. Solo otra insistencia.
Y después de que folláramos la primera vez, contra una pared porque
ninguno de los dos había podido esperar, la llevé a mi cama donde dejé que
ese aroma penetrara en mis sábanas.
Cristo, una bocanada y estaba duro. Una ducha fría estaría en
primera opción cuando llegara a casa. Con la mandíbula apretada, até las
correas del saco de dormir enrollado.
Eva salió y me arrojó la funda del colchón de aire, y menos de cinco
minutos después, sacó una maleta.
—¿Quieres ayuda?
—No, me encargo de esto. —Lo último que quedaba de aire salió a
toda velocidad por el respiradero del colchón mientras lo doblaba en
secciones—. Solo toma el resto de tus cosas.
—Oh, esto es todo.
Una sola maleta y una mochila al hombro. Eso rechinó tan fuerte
como el apartamento vacío. La Eva que había conocido no había ido a
ninguna parte sin una bolsa llena de libros y un bolso tan grande que podría
funcionar como funda de almohada.
—¿Por qué me miras así? —preguntó.
—¿Así ha sido tu vida? ¿Apartamento vacío tras apartamento vacío?
—Solo está vacío porque estoy en transición.
—¿Y con qué frecuencia haces esa transición?
—Depende. —Levantó un hombro—. Una o dos veces al año. A veces
más. A veces menos.
Así que, pasaba uno o dos meses al año viviendo con paredes
desnudas y un puñado de atuendos. ¿Por qué se molestaba siquiera en
desempacar? ¿Este colchón de aire iba con ella? ¿O simplemente compraba
uno nuevo en cada transición?
Este estilo de vida suyo se hundió en mi piel como una erupción. Esto
no era lo que quería para ella. Pero supongo que eso no importó. Esta era la
vida que había querido para sí. Había aprendido hace años que no tenía voz.
Pero en lo que a este bebé se refería… algo tenía que suceder.
—Tobias, no me importa —dijo a medida que comenzaba a meter el
colchón doblado en su estuche—. No estoy mucho en casa mientras estoy
en un proyecto.
—¿En casa? —Hubo un gruñido en mi voz.
Los ojos de Eva se entrecerraron.
—Estar en casa puede tener significados diferentes para personas
diferentes. Para mí, no son cuatro paredes. No es un pedazo de tierra, una
ciudad o un estado.
—Entonces, ¿dónde está tu hogar?
—Supongo que… lo he llevado conmigo. —Presionó una mano contra
su corazón—. Eso es suficiente para mí.
—Excepto que ya no eres solo tú.
Eva levantó la barbilla.
—Actúas como si estuviera sin hogar. Estoy mudándome. La gente se
muda por sus trabajos. Mi trabajo significa que puedo pagar la casa de mi
papá. Y me gusta mi trabajo. ¿Por qué está tan mal?
—No lo está. Vamos a… olvidarlo. —Suspiré, luego terminé de
empacar el colchón de aire, llevándolo, su saco de dormir y la almohada a
la puerta—. Eva, solo estoy intentando entender esto.
—Yo también. —Me dio una sonrisa triste—. Podemos resolver la
logística. Pero quizás que yo venga para quedarme es una mala idea. Puedo
conseguir un hotel.
—No. —Negué con la cabeza. Si de verdad pensara que iría a un hotel,
podría dejarlo pasar. Pero era tan terca como yo, y después de que me fuera,
desenrollaría este colchón de aire—. Por favor. Quédate conmigo.
—Solo porque tienes el colchón de espuma viscoelástica.
—Y más de una almohada. —Me reí y recogí su maleta. Las
almohadas, me había dicho una vez, eran tan importantes como el colchón.
—Ahora solo estás fanfarroneando —bromeó.
—Lidera el camino. —Me las arreglé para llevar todo en un solo viaje
a mi camioneta, luego esperé a que ella cerrara su apartamento antes de
cruzar la ciudad y bajar por las carreteras tranquilas hacia mi casa.
Casa.
¿Un hogar no era un lugar al que podías escapar? ¿Dónde podías
encontrar la paz? Tal vez no necesitaba cuatro paredes para sentirse como
en casa, pero cuando entré en mi garaje, el peso abandonó mis hombros.
Era la razón por la que me convertí en arquitecto. Diseñar casas no
era simplemente hacerlas estéticamente agradables. Se trataba de crear un
santuario. Se trataba de dar a los demás la base donde pudieran echar
raíces que fueran tan profundas como las mías.
Pulsé el botón del segundo compartimento y salí, haciendo señas a
Eva para que entrara. Cuando su auto estuvo estacionado, recogí su maleta
y la metí dentro.
—¿Tienes hambre?
—Seguro. —Se encogió de hombros—. Soy experta en comida para
llevar. ¿Quieres que nos pida algo?
—O puedo cocinar.
—Ya me estás dejando quedarme. Esta noche me encargo de la cena.
—Está bien. —Asentí y la observé mientras se desplazaba por su
teléfono, sus dedos volando sobre la pantalla.
No preguntó qué quería comer. No tenía por qué hacerlo.
Eva sabía que odiaba el chile. Sabía que prefería las verduras cocidas
a las crudas. Sabía que bebía agua con cada comida y guardaba suero de
leche casero en el refrigerador porque siempre lo escogía sobre el kétchup.
Me conocía mejor que nadie.
Había extrañado la familiaridad y lo fácil que era estar cerca de ella.
—¿Quieres algo de beber? —pregunté, abriendo la nevera.
—Agua está bien.
Llené dos vasos, el mío con hielo y el de ella sin nada porque le
molestaba en los dientes. Luego nos acomodamos en la sala de estar en
extremos opuestos del sofá.
—Se sienten como días, no horas, desde que viniste.
Se rio, metiendo las piernas debajo de ella en el cojín.
—Estaba pensando lo mismo.
Junto a ella, en una mesa auxiliar, había un marco digital. Eva lo
recogió, y observó cómo cambiaban las fotos.
—Mamá me lo dio ayer por Navidad. —Vi más allá de su hombro,
esperando hasta que…
Eva jadeó.
—¿Puso una de nosotros aquí?
Era una foto que mamá había tomado hace años. Una que había
enmarcado en su oficina durante algunos años. Sospechaba que aún estaba
en un cajón, escondida por seguridad. Mamá nunca había perdido la
esperanza de que Eva encontrara el camino a casa.
En la foto, Eva y yo estábamos acostados en el sofá de la antigua casa
de mis padres. Estaba dormido bocabajo, usando solo unos pantalones
cortos. Eva dormía sobre mi espalda desnuda. Mi boca estaba abierta. Su
cabello estaba desplegado sobre mis hombros y un mechón se le había
pegado a los labios.
No debería haber sido cómodo, pero había perdido la cuenta de las
veces que habíamos dormido así. Totalmente contento mientras nos
tuviéramos el uno al otro.
—Nos vemos tan… jóvenes. —Una sonrisa iluminó su rostro, pero al
igual que la foto, desapareció demasiado pronto.
La siguiente foto era de Heath y yo en la colina de esquí hace unos
inviernos. Era una selfi que había insistido en tomar en el telesilla. La
siguiente era una foto de la fiesta de Navidad del año pasado. Me paraba
junto a papá, cada uno de nosotros con un vaso de whisky en la mano.
Eva y yo vimos las imágenes girar en bucle completo hasta que la
nuestra regresó. Pasó el dedo por el marco.
Un destello de faros nos obligó a ambos a levantarnos del sofá. Dejó
el marco cuando me dirigí a la puerta para encontrarme con el conductor
de la entrega.
—¿Burritos? —pregunté, mirando dentro de la bolsa—. No te gustan
los burritos.
—De hecho, me gustan. —Se sentó en la isla, desenvolvió el papel de
aluminio de su cena mientras yo me sentaba a su lado y hacía lo mismo.
—¿Desde cuándo?
—Viví en San Antonio durante unos cinco meses. A la vuelta de la
esquina de mi alquiler estaba este lugar de burritos. Una noche llegué tarde
a casa del trabajo y no había nada en la nevera. No quería esperar por la
pizza, así que decidí que un burrito no me mataría.
Me reí.
—Obviamente no fue así.
—Lo pedí con queso. Ahora… —Levantó su burrito y le dio un gran
mordisco, gimiendo a medida que masticaba—. Me encanta el queso.
Era erótico ver cómo cerraba los ojos. Había una gota de queso
derretido en la comisura de su boca. Levanté una mano, listo para limpiarla,
luego recordé que ya no era mía. Así que, deslicé una servilleta y me
concentré en mi propia comida.
Cuando los envoltorios terminaron enrollados y arrojados a la basura,
Eva bostezó.
—Creo que voy a acostarme.
—Te mostraré tu habitación. —Recogí su maleta del vestíbulo, y luego
me dirigí al extremo opuesto de la casa, en el dormitorio más alejado del
mío.
Parecía más seguro poner la mayor parte de mis trescientos metros
cuadrados entre nosotros.
—Gracias por esto —dijo a medida que dejaba la maleta dentro de la
puerta.
—No hay problema. ¿Puedo traerte algo?
—Esto se ve perfecto. —Miró alrededor de la habitación, sus ojos
aterrizando en la cama.
El edredón era de un tono verde oscuro, muy parecido a las motas de
sus ojos color avellana. El armazón estilo trineo era de un marrón intenso
cercano al color de su cabello. Y si le quitara esa ropa, su piel sería del
mismo alabastro que las paredes.
Habíamos estado juntos tantas veces que era como una segunda
naturaleza imaginarla en la cama. Podía escuchar el tirón en su respiración
cuando empujaba dentro de su cuerpo. Podía saborear la dulzura de su
lengua. Podía sentir su orgasmo pulsando alrededor de mi carne. Una
inhalación de su aroma a vainilla y mi polla se contrajo.
Mierda. Tenía que salir de esta habitación y alejarme de esta cama o
de cualquier otra.
—Te dejaré dormir un poco.
Pero antes de que pudiera dirigirme a mi suite principal para tomar
una ducha fría, la mano de Eva salió disparada y sus dedos rodearon mi
codo.
—¿Tobias?
—¿Sí? —Mi mirada se fijó en su boca.
—Buenas noches. —Dio un paso más cerca, envolviendo sus brazos
alrededor de mi cintura.
Mis brazos la rodearon de inmediato, acercándola y enterrando mi
nariz en su cabello. Sostenerla era otro instinto automático.
Extrañaba la forma en que encajaba en mi cuerpo. Extrañaba su largo
cabello entrelazado entre mis dedos. Extrañaba la suavidad de sus pechos
y el cosquilleo de su aliento contra mi cuello.
Ella suspiró, hundiéndose en mi abrazo. Después se inclinó, sus ojos
viajando por mi cuello y aterrizando en mis labios. Su boca se abrió.
Y ese fue el momento en que mi resolución se hizo añicos.
Me abalancé, enmarqué su rostro con mis manos y sellé mi boca sobre
la de ella. Un barrido de mi lengua por su labio inferior y se abrió con un
gemido.
Eva se aferró a mí, sus dedos clavándose en mis bíceps mientras se
ponía de puntillas.
Incliné mi boca sobre la de ella, nuestras lenguas retorciéndose en un
beso que debería haber sido familiar. Nos habíamos besado cientos de veces.
Quizás miles.
Pero había desesperación en este beso. Incluso más desesperación de
la que había estado allí la noche anterior. Cada ansiedad por lo que estaba
por venir, cada preocupación y duda, terminó vertida en el momento.
Me dolía por ella, y cuando mi excitación se hundió en su cadera, se
presionó más profundamente, la urgencia aumentando. Hasta que me estiré
entre nosotros, con la intención de darle la vuelta al botón de sus jeans,
pero me congelé cuando mis nudillos rozaron su vientre.
Eva se tensó, sus labios aún presionados contra los míos.
Este no era un viaje imprudente al pasado. No se trataba de dos
examantes disfrutando de una noche de pasión. Este no era un hombre y
una mujer cediendo a un impulso.
Ya no se trataba solo de nosotros.
Aparté mi boca y di un paso atrás, pasando una mano por mi barba
a medida que trabajaba para recuperar el aliento.
—Lo siento.
—Yo también. —Caminó hasta la esquina de la cama e interpuso un
metro y medio entre nosotros.
—Buenas noches. —Salí de la habitación, cerrando la puerta detrás
de mí. Luego corrí por el pasillo, dirigiéndome directamente a mi propio
dormitorio.
Mi sangre estaba en llamas. Mi corazón acelerado. Me encerré en el
baño y abrí la ducha.
—Mierda.
¿Qué estábamos haciendo? ¿Qué estaba haciendo?
Esas preguntas se repitieron una y otra vez en mi cabeza a medida
que caminaba bajo el rocío frío. El agua corrió por mi piel. Un riachuelo
corrió por el puente de mi nariz mientras mi mano encontraba mi eje y lo
frotó. La liberación fue rápida e insatisfactoria. Mi cuerpo anhelaba el de
ella, no mi puño.
No estaba seguro de cuánto tiempo estuve en la ducha. El tiempo
suficiente para enfriarse. Después me sequé con la toalla y me paré frente
al espejo.
¿Qué estoy haciendo?
Eva no iba a dejar su trabajo. Lo había dejado perfectamente claro.
También había admitido hoy que no tenía hogar.
Los niños necesitaban hogares. Necesitaban un lugar de descanso.
Necesitaban raíces y rutina.
Tenía todos esos de sobra.
Lo que significaba que, si ella no cambiaba de opinión, yo no tendría
elección. Una vez que naciera este bebé, ella o él volvería a casa en Montana.
Me quedé mirando mi reflejo, odiándome tanto que no pude sostener
mi propia mirada.
Si Eva iba a luchar por Londres y la próxima mudanza y la próxima
mudanza, entonces lucharía con ella por mi hijo. Y me odiaría. Maldita sea,
me odiaría.
Pero mi hijo valía la pena la pelea.
Y acababa de dibujar las líneas de batalla con un beso.
Eva

El olor a salchichas y jarabe me recibió cuando salí del dormitorio.


Caminé de puntillas por el pasillo, acercándome a su boca, y vi como
Tobias se movía por su cocina.
El olor tenía un recuerdo que me transportó directamente al pasado.
Tenía dieciocho años otra vez, caminando en una cafetería con una
bandeja de plástico azul en mis manos. Rodeada por una masa de
estudiantes de primer año en el estado de Montana, todos ansiosos por
desayunar un sábado para ahuyentar la resaca del viernes por la noche,
conocí al chico que se había ganado mi corazón.
Todo por culpa del jarabe para panqueques.
Tobias ya no era ese chico. Yo ya no era esa chica. Pero aun así era
imposible apartar los ojos.
Apagó la estufa, tomó su espátula y llevó la salchicha a su plato. Sus
hombros anchos estaban cubiertos con una camiseta térmica de manga
larga, el color rojo haciendo que su cabello pareciera más oscuro. Siempre
me había gustado cuando vestía de rojo, aunque no tanto como de azul que
resaltaba sus ojos.
Mantuve la respiración entrecortada y baja, no quería que me
sorprendiera espiando. Un bostezo tiró de mi boca, pero mantuve los dientes
apretados. El sueño había sido difícil de alcanzar la noche anterior. Incluso
en una de las camas más cómodas en las que hubiera dormido en años, no
había podido apagar mi cerebro.
En cambio, volví a reproducir ese beso.
Ese beso desesperado, imprudente e increíble.
Quedarse aquí bajo su techo probablemente era un gran error. La
tentación iba a correr desenfrenada. Pero al menos solo era por una semana.
Tobias sacó una botella de Log Cabin, exprimiendo un charco junto a
las salchichas.
—Aún ahogas tus panqueques con ese jarabe —dije, empujándome de
la pared.
Se rio entre dientes, mirando por encima del hombro.
—Hice huevos revueltos. Hay una botella nueva de kétchup en la
nevera para que puedas estropearlos.
Sonreí y entré a la cocina, tomando asiento en la isla.
Vino y se sentó, no en el taburete junto al mío, sino uno aparte.
Mantuvo ese límite, luego cortó un trozo de salchicha y la removió en jarabe.
—Siempre que huelo a jarabe, pienso en el día en que nos conocimos
—dije.
—El día que me llamaste monstruo. —Había una sonrisa en su boca
mientras masticaba.
—Oye, la verdad duele, cariño.
Había entrado en la cafetería, todavía con los pantalones de chándal
que me había puesto para acostarme la noche anterior. Mi cabello había
sido un desastre. No había quedado ni una pizca de maquillaje en mi rostro
excepto por las manchas de rímel debajo de mis ojos. Había sido el segundo
mes del primer año y la primera vez que me atrevía a dejar mi dormitorio
sin verme perfecta.
Pero mi resaca me había estado castigando. Estaba desesperada por
carbohidratos esponjosos para curar mi dolor de cabeza. Había amontonado
un montón de panqueques en mi plato, pero cuando fui a sofocarlos con
jarabe, Tobias había estado en el dispensador, vertiendo las últimas gotas
en sus salchichas.
—Te inventaste una canción —dijo, tomando otro bocado—. ¿La
recuerdas?
Había inventado un montón de canciones estúpidas a lo largo de los
años, tomando canciones populares y reemplazando sus letras con mis
propias tonterías. Olvidé la mayoría de ellas al momento en que terminé con
mi interpretación. Pero recordaba esa.
—¿Hola, puedes oírme? —canté, canturreando la canción de Adele—.
Estoy en la cafetería, soñando con jarabe de arce y crema batida.
Tobias negó con la cabeza, una sonrisa en su boca perfecta.
—Siempre que suena la canción real en la radio, me rio.
—Yo también —mentí.
La verdad era que, esa canción generalmente me entristecía. Porque
esa canción era la canción de Tobias. Allí estaba yo, con resaca, maloliente
y angustiada por mi falta de jarabe, y Tobias había arreglado mi día. Me
robó la bandeja de las manos, la llevó a una mesa cercana y echó jarabe en
mis panqueques.
Cuando me devolvió la bandeja, solté un gemido lastimero y luego le
dije que lo amaba.
Se había sentado a mi lado durante ese desayuno, y después de que
devoré mis panqueques, me pidió una cita.
Esa misma noche, me recogió en mi dormitorio. Cena. Película. Una
cita típica para dos universitarios. Luego me acompañó hasta la puerta y
me dio un beso de buenas noches.
Pero nada en ese beso había sido típico. Porque después de esa cita,
no habíamos pasado un día separados. No hasta la ruptura.
Habíamos sido inseparables. Insaciables.
Enamorados.
Habíamos abordado la vida juntos.
Hasta que… no lo habíamos hecho.
—Sírvete. —Tobias señaló la estufa con la cabeza—. A menos que no
te sientas bien.
—No, estoy bien. Hasta ahora no tengo náuseas matutinas. —Me
deslicé de mi taburete y recogí el plato vacío que me había dejado. Luego
puse huevos y salchichas en mi plato, deteniéndome en el refrigerador para
tomar la salsa de tomate antes de volver a mi asiento.
Comimos en silencio.
No mencionamos el beso de anoche.
Aún podía sentir su lengua contra la mía, insistente y firme. Ese
hombre anhelaba el control en todos los sentidos, pero especialmente en el
dormitorio. Cuando las luces estaban apagadas y nuestra ropa en el suelo,
él siempre había estado a cargo. Nunca me había decepcionado.
Tobias era mejor que un vibrador con pilas nuevas.
A los dieciocho, como una chica insegura sin ninguna experiencia,
excepto por algunas incómodas sesiones de besos en mi último año en la
escuela secundaria, Tobias había sido un sueño. Me había hecho sentir
querida. Me había enseñado sobre mi cuerpo y sus deseos. Me había dado
la libertad de dejar ir mis inhibiciones y simplemente sentir.
Habíamos estado juntos innumerables veces, cada una mejor que la
anterior. Tobias siempre parecía aprender trucos nuevos.
Como el beso de anoche. Había agitado su lengua contra la mía y casi
me deshago.
Quizás solo eran las hormonas. Quizás era porque había pasado un
tiempo desde que tuve un orgasmo, el último fue cortesía de Tobias. Él había
sido mi único.
Me negaba a pensar que otra mujer le había enseñado ese aleteo con
su lengua.
Los celos me subieron por la espalda mientras vertía salsa de tomate
en mi plato. Celos irracionales y verdes.
Había sido mi elección marcharme. No podía culparlo exactamente
por seguir adelante. Aun así… agrió la comida en mi lengua.
—¿Está bien? —preguntó.
—Excelente. —Tomé otro bocado.
La compartimentación se había convertido en una compañera
bienvenida, así que rechacé la idea de otra mujer en la cama de Tobias.
Este no era el momento de los celos. Este era el momento de comer.
Tomé un bocado de huevos y lo mojé en salsa de tomate.
—Esto está delicioso.
—¿Vas a trabajar hoy? —preguntó, llevando su plato al fregadero
mientras yo devoraba mi comida.
—Un poquito. Probablemente instalaré un campamento aquí mismo
si no te importa.
—Adelante.
—¿Y tú? ¿Vas a la ciudad? —Di que sí.
—Sí.
Intenté no dejar que mis hombros se hundieran de alivio.
Si se quedaba aquí, no estaba segura de qué pasaría. Ese taburete
entre nosotros solo permanecería vacío durante un tiempo antes de que uno
de nosotros se derrumbara. Era demasiado… fácil. Demasiado apetitoso.
—Nuestra oficina está cerrada esta semana —dijo—. Pero tengo más
trabajo del que puedo seguir, así que probablemente me iré por un tiempo.
Te daré un poco de espacio.
Nos dará un poco de espacio.
—Está bien. —Me paré y llevé mi plato vacío a la cocina, cuidando de
no acercarme demasiado mientras lo enjuagaba en el fregadero y lo ponía
en el lavavajillas.
—Siéntete como en casa —dijo, luego sacó un pequeño control remoto
negro de un cajón junto al refrigerador—. Aquí tienes un control remoto de
repuesto para el garaje de modo que puedas entrar y salir cuando lo
necesites.
—Gracias. —Lo tomé, y luego me alejé un paso.
Hizo lo mismo, frotándose la barba con una mano.
—Sobre lo de anoche. Lo siento.
—Tobias, solo fue un beso. No es como si no nos hubiéramos besado
antes, ¿verdad?
—Sí. —Sus ojos se encontraron con los míos, su expresión ilegible.
Antes de que pudiera entenderlo, salió de la habitación. Entonces se abrió
la puerta del garaje y se marchó.
¿Por qué me había besado? ¿Por qué parecía que se arrepentía?
—Uff. —Envolví mis brazos alrededor de mi cintura a medida que mi
estómago se retorcía.
Tal vez eran las hormonas, tal vez era el estrés de lo desconocido, tal
vez era mi salsa de tomate, pero corrí al baño cuando la ola de náuseas se
estrelló contra mí como un tsunami.
—Demasiado para mis huevos —gemí mientras salía de abrazar el
inodoro durante treinta minutos sólidos.
Saqué mi teléfono de la mesita de noche y me retiré al sofá de la sala,
acostándome de espaldas mientras revisaba los correos electrónicos. Estaba
escribiendo una respuesta a mi jefe cuando sonó. El nombre de mi madre
apareció en la pantalla.
—Hola, mamá —respondí, forzando la alegría en mi voz.
—Hola, Eva. —Detrás de ella se oyó un bullicio y una mujer hablando
por un intercomunicador. Era la típica banda sonora de las llamadas de
mamá.
—¿Dónde estás?
—Atlanta, alrededor de una hora. Luego PDX. —Portland.
Antes de estar en tercer grado, había podido nombrar todas las
ciudades importantes y su abreviatura de aeropuerto de tres letras.
Teníamos un mapa en casa y, después de cada una de las llamadas de
mamá, corría para señalar dónde estaba y adónde iba, dibujando líneas
imaginarias entre lugares imaginarios.
Muchas de esas ciudades no eran tan imaginarias ahora.
Mamá vivía en Miami. Al menos, así había sido la última vez que
hablamos. Eso fue hace cuatro meses en mi cumpleaños. Había perdido su
llamada habitual de Navidad esta semana.
—Mañana voy a Bozeman. Acabo de hablar con Elena y me dijo que
estabas allí hasta después de Año Nuevo.
Mierda. Gracias, Elena.
—Um… sí.
—Mañana cenaremos todos juntos. —No es una pregunta o una
invitación, solo una declaración.
—De acuerdo. —Había planeado ver a papá, pero supongo que iría a
su apartamento a almorzar.
—Hasta entonces. —Colgó antes de que pudiera despedirme.
Mi estómago se revolvió nuevamente y estudié el techo hasta que pasó
la náusea. Solo Tobias tenía un techo pintado de machihembrado, un tono
más claro que las paredes. Sin ningún sencillo techo blanco.
Mi teléfono sonó otra vez y lo presioné contra mi oreja, sabiendo ya
que era Elena.
—Sí, me llamó. Sí, iré a cenar.
—Bien. —Suspiró—. Tienes que ser el amortiguador.
—Seguro. —Había sido el amortiguador entre Elena y mamá toda mi
vida—. ¿Quieres que lleve algo?
—Vino.
Vino que no estaría bebiendo.
—Entendido. ¿Algo más?
—No. ¿Puedes creer que solo llama y espera que dejemos todo para
acomodarnos a su horario?
—Esa es mamá. —No me molestaba como le molestaba a Elena.
—No voy a decirle a papá que ella está aquí.
—Bien por mí. —Solo lo molestaría y mamá se iría en el próximo vuelo.
Era raro que viniera a Montana. Era incluso más raro que se quedara
más de veinticuatro horas.
Mamá era piloto de una aerolínea comercial. Se había ganado sus alas
y nada la mantendría alejada del cielo, ni siquiera un esposo y dos niñas.
Había viajado toda mi vida, dejando a papá a cargo de Elena y de mí.
Los momentos en que mamá se tomaba unas vacaciones y estaba en
casa por un período prolongado eran generalmente las noches en las que
me despertaba para escuchar a mis padres peleando. Fue su ausencia lo
que hizo que su matrimonio durara tanto tiempo.
Si podías llamarlo matrimonio. Habían hecho oficial su divorcio
después de que me gradué de la escuela secundaria, pero se habían dejado
años antes de que se firmaran los papeles.
Elena albergaba mucha amargura hacia mamá, principalmente en
nombre de papá. Había sido un padre soltero y casado a la vez. Se había
hecho cargo de toda la ropa después de una jornada laboral de diez horas.
Había cocinado las comidas y empacado los almuerzos. Nos había pintado
las uñas y trenzado nuestros cabellos.
Papá había sido tanto padre como madre.
Elena había querido una madre real, no porque él hubiera fallado de
alguna manera, sino porque las niñas necesitaban mamás.
Tal vez la razón por la que no me había molestado tanto con ella era
porque sabía que mamá habría palidecido en comparación con papá. Él
había compensado sus defectos diez veces.
Y habíamos estado mejor, solo nosotros tres.
Mi mano se extendió sobre mi vientre plano.
—Resolveremos esto, ¿no?
No había otra opción. Cuando miraba a mis padres, aquel al que
aspiraba imitar no era a mi madre.
Pero sus ingresos habían significado una casa libre de hipotecas.
Había significado matrículas universitarias. En algunas de sus estancias
más largas, después de uno o dos días de incomodidad, nos habíamos
acomodado en una rutina nueva. Mamá nos llevaría de compras y a un
almuerzo exclusivo para chicas.
No había sido una mala madre. Solo… una ausente.
Elena quería que cambiara, algo que nunca sucedería. Parte de la
razón por la que sospechaba que Elena no trabajaba era porque estaba muy
preocupada por mostrar algún parecido con mamá.
Las hijas de Elena siempre tendrían un padre en casa. Tendrían una
madre dedicada a todos y cada uno de los aspectos de sus vidas. Mamá
podía ser piloto, pero Elena sería la madre helicóptero, sobrevolando a las
niñas hasta que finalmente se fueran de casa.
Tenía que haber un término medio. Podía encontrar un equilibrio,
¿verdad? Por supuesto, no tenía esposo que ayudara. Eso lo haría más
difícil. Pero en el fondo de mi corazón, sabía que podía encontrar el término
medio. Podía tener éxito como mamá en mi carrera. Podía ser la madre que
este bebé se merecía.
La logística de eso me eludió en este momento, pero había tiempo para
planificar esto. Por ahora, terminaría mi semana.
Sería el amortiguador, la pacificadora, en la cena de mañana,
asegurándome de que mamá y Elena no discutieran. Llenaría la
conversación con preguntas sobre los viajes recientes de mamá y cómo era
su horario durante el invierno.
Mamá no había logrado equilibrar una carrera y una familia. Pero
ambos eran alcanzables, ¿no? Podía ser madre y tener una carrera,
triunfando en ambos, ¿verdad?
Verdad. Cerré los ojos, tomando unas cuantas respiraciones largas y
profundas.
Una mano tocó mi hombro y salté, casi cayendo del sofá. Me habría
estrellado contra el suelo si no fuera por Tobias parado encima de mí,
agarrándome antes de que rodara.
—Oh, Dios mío. Me asustaste. —Estampé una mano sobre mi corazón
acelerado—. Pensé que te habías ido.
—Lo hice. —Miró el reloj de pared—. Hace tres horas.
—¿Qué? —Me levanté y miré alrededor de la habitación en busca de
un reloj. Efectivamente, el reloj de pared confirmó su historia. Tres horas se
habían evaporado mientras dormía en el sofá—. Maldita sea. Ni siquiera me
di cuenta de que me había quedado dormida. Supongo que no voy a trabajar
esta mañana.
O esta tarde. Mi estómago se retorció y me acurruqué de lado. No
había mucho que hacer, pero le había enviado un correo electrónico a mi
jefe cuando no tenía ganas de vomitar.
—¿Estás bien? —preguntó Tobias.
—Creo que me maldije al decir que no tenía náuseas matutinas.
Un ceño frunció su rostro hermoso a medida que se levantaba y salía
de la sala de estar, regresando momentos después con un vaso de agua. Lo
dejó sobre la mesita de café y se acercó al final del sofá.
—Levanta.
Levanté las piernas lo suficiente para que se sentara, luego colocó mis
pantorrillas en su regazo y comenzó a masajear mi pie. Un toque y mis ojos
se cerraron, las náuseas disminuyendo. El toque de Tobias era mágico.
—Olvidé lo bueno que eres en eso —tarareé.
Sus dedos largos se clavaron en mi arco, alejando la tensión de mi
cuerpo.
—Bebe esa agua.
Me estiré para levantarla del posavasos, luego la bebí lentamente
antes de dejarla a un lado y cerrar los ojos una vez más, relajándome con
su toque.
—¿Cómo te fue en el trabajo?
—Bien. Tranquilo. Era el único allí.
—¿En qué estás trabajando?
—Estoy diseñando una casa para una pareja de St. Louis. Se mudarán
a Bozeman en un año. Un plano de una planta bastante estándar, excepto
que quieren un búnker.
Entreabrí un ojo.
—¿Un búnker? ¿Para qué?
—Creo que están preparándose para el fin del mundo. No explicaron
mucho, solo pidieron un búnker de veinte por veinte.
—Ah. —Me acurruqué aún más en el sofá, dejando que su barítono
profundo me envolviera como una manta—. ¿Qué pondrías en un búnker
de veinte por veinte?
—Comida. Agua. Mi rifle de caza. Herramientas. Papel higiénico.
—Ese es el Práctico Tobias Holiday.
Se rio entre dientes.
—¿Y qué querrías en tu búnker de veinte por veinte?
—Vino. Chocolate. Libros. —A ti.
Si el mundo se estuviera acabando, me gustaría estar con Tobias.
Querría sus brazos a mi alrededor durante las noches de miedo. Querría su
fuerza para apoyarme cuando tuviera ganas de colapsar. Querría que su
sonrisa iluminara los días oscuros.
—Mi madre viene a la ciudad —dije—. Llamó después de que te fuiste.
—¿Cuándo?
—Mañana. Cenamos en casa de Elena. Puedo ser el amortiguador.
—¿Quieres que te acompañe? ¿Ser tu amortiguador?
—No, está bien. —Por muy tentador que era, solo daría lugar a
preguntas, sobre todo de Elena.
Mamá solo lo había visto una vez. Mientras yo estaba en la
universidad, sus visitas a Montana habían sido poco frecuentes, en el mejor
de los casos. Después del divorcio, mamá y papá ya no tenían que fingir. Y
creo que mamá sabía que habíamos elegido el lado de papá, así que se
mantuvo alejada, dándonos todo el espacio.
Pero si aparecía en la cena con Tobias, Elena se haría ilusiones. Había
estado en su onda, asumiendo que nos casaríamos después de la
universidad.
No le había dicho que me había propuesto matrimonio. No se lo había
dicho a nadie. ¿Él pensaba en esa noche? ¿Se arrepentía de proponerme
matrimonio? ¿Sentía como si hubiera esquivado una bala?
Mi estómago se revolvió de nuevo. Pensar en el anillo que me había
comprado, el diamante en el dedo de otra persona ahora, siempre me
mareaba.
—Cuéntame más de tus proyectos. Mantén mi mente lejos de mi
barriga.
—Hoy estaba haciendo algunos borradores para el lugar de Maddox.
Está construyendo un gran lugar fuera de la ciudad. Será divertido gastar
su dinero.
Me reí.
—¿Qué estás pensando?
Tobias se movió, tomando mi otro pie en su mano, y mientras sus
dedos se movían sobre mi piel, me contó sus ideas para la casa de su
hermano. Desde el croquis hasta los elementos de diseño y las
características de vanguardia que harían de la casa una obra maestra. Un
teatro. Una piscina. Una casa de huéspedes. Todo sería personalizado.
Tobias irradiaba entusiasmo mientras hablaba. Su energía era
contagiosa, y me volví para ver su rostro. Aquí estaba un hombre que amaba
genuinamente su trabajo. Amaba a su familia.
—Todo suena increíble. —Tal vez incluso tenga la oportunidad de
verlo.
—Yo, um… cuando Maddox vino ayer a la oficina, se lo dije. Del bebé.
—Oh. —Envolví mis brazos alrededor de mi estómago. Solo era
cuestión de tiempo. La gente debería saberlo. Supongo que no había
planeado contárselo a nadie hasta tener una mejor idea de lo que estaba
pasando.
—Puedo pedirle que lo mantenga en silencio.
—Está bien. —Levanté un hombro—. No va a ser un secreto por
mucho tiempo.
—¿Se lo dirás a tus padres o a Elena?
Papá estaría encantado. Elena comenzaría a planear inmediatamente
un baby shower. Y ambos esperarían que me quedara.
—Probablemente no en este viaje. Los llamaré y les diré una vez que
me establezca en Londres.
Las manos de Tobias dejaron de moverse. Me miró con la misma
expresión ilegible de esta mañana.
—¿Qué? —susurré.
—Nada. —Se deslizó por debajo de mis piernas y asintió hacia el
agua—. Estaré en la oficina al final del pasillo si necesitas algo.
Parpadeé y se fue, dejándome sola. Un escalofrío se instaló en mis
huesos, dejado por el hombre avanzando por el pasillo. ¿Qué se supone que
debía decir? Tenía que mudarme. Mi trabajo empezaba la semana que viene.
Tenía responsabilidades y había hecho compromisos.
Él podría haberse sentido cómodo compartiéndolo de inmediato, pero
todavía estaba intentando entender la maternidad inminente.
Me levanté y me puse de pie, lista para retirarme a mi habitación y
abrir mi computadora portátil. Pero al momento en que me puse de pie, otra
oleada de náuseas me golpeó, y en lugar de caminar, corrí al baño, llegando
justo a tiempo para vomitar los restos de mi desayuno y agua. Pensé que
después de la primera ronda no había quedado nada.
¿Esto era una náusea matutina? ¿O ansiedad? No sería la primera vez
que terminara en un lío emocional. Mis primeras semanas en Nueva York
las había pasado en un estado constante de quejas.
Dolores de cabeza. Insomnio. Mareos. Cada día había sido una lucha.
Todos los días había querido renunciar. Fue pura terquedad que lo aguanté.
Había extrañado tanto a Tobias y mi hogar que había sido paralizante, pero
seguí presionando. Seguí adelante. Un día a la vez hasta que la angustia se
calmó. Hasta que las lágrimas se detuvieron.
Sobreviví a Nueva York. También superaría esto.
—Oye. —Tobias apareció en la puerta con mi vaso de agua en la mano.
—Hola —murmuré.
Dejó mi vaso a un lado, luego sacó un paño de un cajón y lo sumergió
en agua tibia en el lavabo.
—Gracias. —Se lo quité, esperando que me dejara con mi miseria.
Pero se acercó y tomó asiento detrás de mí. Entonces esas manos
maravillosas comenzaron a frotar círculos a lo largo de mi columna.
Tarde o temprano, tendría que aprender a lidiar sola con esto y todos
los demás problemas del embarazo. Pero amaba demasiado su toque como
para echarlo. Así que me abracé al inodoro, teniendo arcadas en seco dos
veces más mientras Tobias sostenía mi cabello, hasta que finalmente, mi
estómago estuvo vacío y dejó de arremolinarse.
—Te daré un minuto. —Tobias se puso de pie, cerrando la puerta
detrás de él.
Me lavé la cara y me cepillé los dientes, y cuando salí a la cocina,
Tobias había sacado una caja de galletas saladas.
—¿Estas son para mí?
—Iré corriendo a la ciudad y conseguiré un poco de ginger ale. ¿Algo
más te suena bien?
—Puré de manzana.
—Seguro. Ya regreso.
—¿Tobias? —llamé mientras caminaba hacia el pasillo.
Se detuvo y se volvió.
—¿Sí?
—Vas a ser un buen padre.
Me dio una sonrisa triste, luego desapareció en el garaje. Su silencio
resonó en la casa. Había esperado un gracias. O eso espero. Quizás lo que
en realidad quería era que me dijera que sería una buena madre.
Pero había aprendido hace mucho tiempo que Tobias no siempre me
decía lo que quería escuchar.
Supongo que eso no había cambiado.
Tobias

Eva estaba desnuda en la ducha. Había vuelto de cenar en casa de su


hermana hacía unos minutos, quejándose de que el olor a hamburguesas
con queso y tocino se le había pegado al cabello. Así que, se había retirado
a su baño para darse una ducha mientras yo me sentaba rígido en el sofá,
mirando la televisión, desenfocado, porque mi atención estaba absorta en la
mujer ocupando el otro extremo de mi casa.
Miré el reloj. Ocho y diecisiete. En los dos días desde que había venido
a quedarse aquí, había estado viendo pasar los minutos demasiado rápido.
Se marchaba en cuatro días y todavía teníamos que hablar del bebé.
O del beso. Es posible que los temas no se hayan ganado una voz, pero
permanecieron en el aire, pesando mucho sobre nuestros hombros.
No había querido sacar el tema ayer cuando estaba abrazada al
inodoro y vomitando sus malditas tripas. Eva no se había enfermado hoy,
pero antes de que pudiera abordar el tema del bebé, se había ido al trabajo
y a visitar a su padre durante el almuerzo.
Teníamos que hablar. Excepto que no estaba seguro de qué decir.
¿Quédate? ¿No te mudes? No le había pedido que se quedara después
de la propuesta del infierno. No había tenido sentido. Ella había tomado una
decisión entonces como sospechaba que lo había hecho ahora.
No, nuestra conversación tenía que ser sobre la custodia. Cada vez
que esa palabra resonaba en mi cabeza, me estremecía. Iba a presionar para
que el bebé viviera aquí. Esté en Montana a tiempo completo, rodeado no
solo de mi familia, sino también de la de ella.
Ésa era la única opción. Tenía que saber que esa era la única opción.
—Qué puta mierda —murmuré.
—¿Qué?
Me giré, y vi a Eva a medio camino entre el pasillo y la sala de estar.
Su cabello estaba mojado y recogido en un moño. Su cuerpo esbelto estaba
cubierto por un conjunto de sudaderas grises holgadas.
—Nada. —Asentí hacia la televisión donde ESPN estaba
reproduciendo los mejores momentos de fútbol—. Mi equipo perdió —mentí.
—Ah. —Suspiró y rodeó el sofá, acurrucándose en el mismo extremo
donde había dormido la siesta ayer.
—¿Qué tal la cena?
—Bien. —Se encogió de hombros—. Elena se centró en sus chicas y
en la cocina. Su esposo y yo respondimos las preguntas de mamá. Ya sabes
cómo es. Y supongo que se mudó.
—¿Lo hizo? ¿Dónde?
—Salt Lake. Menos mal que no envié un regalo de Navidad a su
antigua casa en Florida.
Negué con la cabeza. Eddy Williams era un jodido hombre bueno.
Elena era dulce y amable. Pero podría prescindir de Michelle.
Eva tenía paciencia con su madre, más de lo que Michelle se merecía.
En cuatro años de universidad, había ido a ver a Eva una vez. Salimos a
cenar y Michelle había hecho tantas preguntas que sentí que había sido un
interrogatorio. Era como si hubiera querido meter años de conversaciones
perdidas en una sola comida. Una cena, y luego se había ido volando, hacia
su vida en el cielo, y después, ocasionalmente, le enviaría un mensaje de
texto a Eva para reportarse.
Por lo que parecía, nada había cambiado. Michelle vivía su vida. Todos
los demás eran auxiliares.
—Elena y yo decidimos no decirle a papá que estaba en la ciudad. Le
molesta.
—¿Hablan?
—No lo creo. Lo llamó después de su derrame cerebral, pero por lo
demás… no que yo sepa.
—¿Hablas a menudo? ¿Tu papá y tú?
Ella asintió.
—Casi todos los días. Normalmente le envío mensajes de texto a Elena
un par de veces a la semana y FaceTime con ella y las chicas los domingos.
¿Es por eso por lo que no pensaba que vivir al otro lado del país con
mi bebé iba a ser un problema? ¿Porque lo había hecho funcionar con su
padre y su hermana?
Esta no era la misma situación. Eddy podría estar de acuerdo con eso
porque Eva era una mujer adulta, pero me negaba a tener una relación con
mi hijo a través de FaceTime. Estaba en la punta de mi lengua decirle
exactamente eso, pero en cambio, tomé el control remoto y cambié el canal.
Sí, teníamos que hablar.
Pero no quería.
No había forma de que esta discusión terminara felizmente.
—¿Te apetece una película? —pregunté.
—Seguro. —Dobló las piernas en el asiento, y se hundió en una
almohada—. Podría comer un bocadillo. No tuve mucha hambre en la cena.
—¿Qué quieres? ¿Papas fritas? ¿Galletas? ¿Palitos de zanahoria?
—Oye, cuida tu lenguaje.
Parpadeé.
—¿Qué dije?
—Palitos de zanahoria. —Su rostro se agrió—. ¿Qué tal palomitas de
maíz?
—Serán palomitas de maíz. Tú eliges la película. —Le arrojé el control
remoto y me retiré a la cocina, necesitando cierta distancia. Ese dulce aroma
delicado era demasiado tentador.
Con un tazón de palomitas de maíz para compartir, lo puse entre
nosotros y le entregué una manta.
—Toma.
—¿Cómo sabías que tenía frío?
Porque la conocía. O lo hice una vez.
—¿Tienes frío?
—Sí. —Me la quitó de la mano y se la puso sobre las piernas. Después
tomó un puñado de palomitas de maíz y subió el volumen del televisor—.
Vamos a ver una película en Hallmark. Esta acaba de empezar.
—¿En serio?
—Tobias, es diciembre. Solo ponen estas una vez al año.
Lo que significaba que vería Hallmark o nada.
—Bien. —Tendríamos bastante de qué discutir en breve. Esta noche,
no iba a discutir por Una Navidad de Vaqueros.
Eva devoró las palomitas de maíz, comiéndose la mayor parte del
cuenco antes de darse cuenta de que no había comido ni un grano.
—¿No quieres nada?
—Nah. Ya entrené. —Llegué a casa más temprano, a una casa vacía
que olía a Eva. Necesitaba quemar algo de energía, así que me di la vuelta,
me subí a mi camioneta y me dirigí al gimnasio.
—¿Tienes miedo de perder los abdominales? —Su mirada se arrastró
por mi cuerpo, sus ojos oscureciéndose.
Eva amaba mis abdominales. Le encantaba la definición de mis
caderas y la fuerza de mis brazos. Y esa mirada en su rostro… mierda. Esa
era la mirada que solía llevarnos a la cama.
Tomé un puñado de palomitas de maíz y lo metí en mi boca,
instándome a quedarme en este lado del sofá con cada crujido. Excepto que,
no tenía hambre de nada más que de ella.
Se retorció, acercándose poco a poco a su propio reposabrazos. Ambos
nos enfrentamos a la televisión justo a tiempo para ver a la pareja besarse
en la pantalla.
Puta mierda.
No me había sentido tan frustrado sexualmente desde que tenía
dieciséis años en la fiesta de un amigo en la que todas las porristas de último
año habían decidido darse un chapuzón en el jacuzzi.
Pero no había nada que hacer más que sufrir. La película se prolongó
y siguió, y aproximadamente una hora después, Eva dejó el cuenco de
palomitas de maíz vacío a un lado, luego se movió, acercándose al centro del
sofá.
Bostezó tres veces y con cada una, avanzó poco a poco en mi camino.
Al cuarto, dejó escapar un gemido.
—¿Qué ocurre?
—No puedo ponerme cómoda.
Pasé un brazo por encima del respaldo del sofá.
—Ven aquí.
No vaciló. El espacio entre nosotros se desvaneció y ella se acurrucó
a mi lado. Le tomó sesenta segundos hasta que se durmió.
El control remoto estaba demasiado lejos para que yo lo alcanzara sin
despertarla, así que me senté y miré el resto de la película de Hallmark,
soportando el viaje de esta pareja ficticia hacia un felices para siempre
mientras el cabello mojado de Eva empapaba mi camisa.
Cuando terminó la película, me incliné aún más hacia el sofá y miré
al techo. ¿Y si esta era nuestra vida? ¿En realidad era tan malo? ¿No podía
ser feliz aquí?
No. Había tenido la oportunidad de hacerlo y se había marchado. No
cometería el error de arrodillarme nuevamente solo para recibir una patada
en la cara.
Solté un suspiro profundo y me moví, metiendo mis brazos debajo de
sus rodillas y hombros. Luego, de un solo golpe, me levanté del sofá, Eva en
mis brazos, y la llevé al dormitorio de invitados.
—¿Se acabó la película? —murmuró, sus ojos aún cerrados.
—Finalmente.
—¿Estuvo buena?
—No.
—Mentiroso —susurró—. Te encantan las películas navideñas.
Me reí entre dientes y entré a la habitación oscura, llevándola a la
cama.
—Que duermas bien.
Con un beso rápido en su frente, me moví para alejarme, pero su
mano agarró la mía.
—¿Tobias? —Sus ojos se abrieron y esos charcos de color avellana
fueron mi perdición.
No dijo una palabra más. No tenía por qué hacerlo. Habíamos hecho
este baile cientos de veces.
La tomé en mis brazos, metiéndonos a ambos más profundamente en
la cama.
Al momento en que mis labios tocaron los suyos, caí en el fondo y me
ahogué.
Eva dejó escapar un maullido pequeño cuando mi lengua se enredó
con la suya, su dulzura se mezclaba con una pizca de sal de las palomitas
de maíz. Lamí, chupé y mordisqueé hasta que ella me arañó la espalda,
tirando de mi camisa.
Me acomodé en la base de sus caderas, presionando mi excitación en
su núcleo y tragando su jadeo antes de apartar mis labios.
—Nena, dime que pare.
—No pares. —Sus manos bajaron, sus palmas moldeando la curva de
mi trasero antes de darle un apretón fuerte.
Me arqueé hacia ella, ganándome un gemido, luego arrastré mis labios
por la larga columna de su garganta. Mis manos se deslizaron por debajo
del dobladillo de su sudadera y rozaron sus costillas. Mis nudillos
deslizándose por la hinchazón de sus pechos.
—Eva.
—Tobias.
Mi nombre en su voz, mezclado con calor, y mi polla palpitó.
—Última advertencia.
Respondió soltando mi trasero para acunar mi erección a través de mi
cremallera.
—No. Pares.
Me levanté, liberando mi camisa. Después le arranqué la sudadera de
su cuerpo, enviándola al suelo. Sus pantalones y bragas fueron lo siguiente
hasta que cada centímetro de su piel delicada estuvo a la vista.
Eva levantó y aflojó los botones de mis jeans frenéticamente. Me liberó
de mi bóxer, envolviendo su mano alrededor de mi eje.
—Cristo. —Saboreé la sensación de su mano durante unas cuantas
caricias antes de alejarme y ponerme de pie para terminar de desnudarme.
Eva observó cada uno de mis movimientos, sus ojos brillando con
lujuria mientras se arrastraban por mi estómago. Esa mirada valió la pena
cada minuto en el gimnasio y cada kilómetro en la cinta.
Planté una rodilla en la cama y me acomodé entre sus muslos antes
de pasar una mano por su muslo y bajar por su pantorrilla, tomándola en
mi mano y enganchando su pierna alrededor de mi cintura.
—¿Qué quieres?
—A ti.
Estaba a un segundo de empujar profundo y duro cuando mi mirada
se posó en su vientre. Mi bebé estaba ahí. Nuestro. En meses tendríamos
un bebé.
—¿Qué? —Eva se apoyó en un codo.
—Esto. Nosotros. —Asentí hacia su estómago—. ¿Estás bien con esto?
Eva dejó caer la pierna y se sentó. Luego, con un empujón rápido, me
empujó sobre mi espalda hasta que ella se sentaba a horcajadas sobre mis
caderas. Una mano permaneció plantada en mi esternón a medida que me
posicionaba en su entrada con la otra, hundiéndose hasta que me enfundé.
—Mierda. —Empujé mis caderas hacia arriba, enterrándome en su
calor apretado.
—Oh, Dios. —Apretó los ojos cerrados mientras sus paredes internas
se prensaban.
Cada maldita vez era aún más increíble. Como si su cuerpo hubiera
sido hecho para adaptarse al mío.
—Muévete —le ordené, tomando sus caderas y levantándola de modo
que pudiera volver a caer.
Las preocupaciones, los miedos, se hicieron a un lado mientras me
montaba, una y otra vez hasta que sus piernas comenzaron a temblar.
Con un giro, invertí nuestras posiciones, poniéndola de espaldas al
colchón para poder trabajar dentro y fuera de su coño, golpe tras golpe hasta
que se retorció debajo de mí.
Sus manos aferraron las sábanas. Sus dientes sostuvieron su labio
inferior. Sus miembros se tensaron.
—Eva, córrete.
Sacudió su cabeza.
—Aún no.
—Maldita sea, córrete.
—Juntos —suspiró.
Gruñí y empujé más rápido hasta que la presión fue demasiado para
resistir.
—Córrete.
Un toque de mi pulgar en su clítoris y detonó. Pulsó a mi alrededor,
su orgasmo desencadenando el mío, y me vertí en ella, larga y duramente
hasta que los dos terminamos absolutamente exhaustos.
Me derrumbé en la cama junto a ella.
—Maldición.
—Guau. —Su pecho se agitaba a medida que recuperaba el aliento.
Las estrellas en mis ojos tardaron unos minutos en despejarse, y
después de que mi corazón dejó de acelerarse, me levanté de la cama y fui
al baño a buscar un paño para limpiarla.
En su lugar, sus pasos me siguieron.
—Toma una ducha conmigo.
—Podríamos ir a la mía. Es el doble de este tamaño.
Sacudió la cabeza y abrió el grifo. Solo tomó unos segundos calentarse
ya que ella había estado aquí no hace mucho tiempo, y cuando tomó mi
mano, la seguí voluntariamente bajo el agua.
Sus manos se deslizaron de arriba abajo por mi cuerpo mientras el
vapor nos rodeaba. Se puso de puntillas, deseando mi boca.
No la alcanzó. En cambio, la hice girar, agarré sus caderas y me
deslicé dentro una vez más, perdiéndome en la mujer que me tenía retorcido
en un nudo.
Follamos lenta y profundamente hasta que ambos gritamos. Después
presioné un poco de jabón en la esponja de la ducha y limpié nuestros
cuerpos.
El espejo estaba empañado cuando nos secamos con la toalla.
Mantuve una toalla alrededor de mi cintura mientras Eva se retiraba al
dormitorio para ponerse la ropa.
Se subió a la cama y palmeó el espacio a su lado.
—¿Quieres abrazarme, cariño?
Había pasado un maldito tiempo desde que me llamó cariño. Ni
siquiera durante nuestra noche de hace seis semanas había dejado escapar
ese apodo viejo. Y esa sola palabra envió una corriente de hielo a través de
mis venas.
—¿Qué estamos haciendo? —susurré.
—¿Qué? —preguntó bostezando.
—Eva, ¿qué estamos haciendo? Me estás llamando cariño. Estamos
follando. Abrazándonos. ¿Qué estamos haciendo?
Sus hombros cayeron. Su mirada se posó en las mantas sobre su
regazo.
—No lo sé. Estamos en un aprieto, ¿no?
—Básicamente. —Resoplé—. Tenemos que resolver esto.
—¿Te mudarías?
—¿A dónde? ¿Londres?
Se encogió de hombros.
—Sería una aventura.
—No necesito una aventura. —Este bebé ya sería suficiente. Abrí la
boca para pedirle que se quedara, pero la cerré antes de que se me
escaparan las palabras.
No preguntaría. No cuando sabía la respuesta.
Eva me miró fijamente, esperando. Como si pudiera ver mi
moderación. Como si la pregunta tácita flotara en el aire como el aroma de
la ducha. Cuando se dio cuenta de que no iba a decir nada, volvió a bajar la
mirada.
—Entonces, supongo que será FaceTime y el trineo de Santa.
Sentí un nudo en la garganta a medida que me disponía a recoger mi
ropa y salir de la habitación.
FaceTime. Aeropuertos. Larga distancia. Esas eran sus soluciones.
¿En qué diablos había estado pensando esta noche? El sexo era complicado,
íntimo y… era lógico.
¿Por qué no podía ver cuánta lógica teníamos? ¿Qué tan buena podría
ser nuestra vida? ¿Qué tan bien estábamos juntos?
Era un maldito idiota. Me dejaría otra vez. Como lo había hecho antes.
Esta vez, con mi hijo.
Eva

—Le estoy enviando mi informe final mientras hablamos. —Mis dedos


volaron sobre el teclado de mi portátil mientras hablaba con mi jefe con el
teléfono intercalado entre la oreja y el hombro—. Pasé por la obra esta
mañana y todo parece pulido. El equipo de limpieza hizo un gran trabajo.
Los clientes están contentos. Deberíamos estar bien para cerrar este
proyecto.
—Gracias, Eva —dijo—. Hiciste un trabajo fantástico acudiendo al
rescate, como siempre. ¿Todo listo para la próxima semana?
—Sí. —Mis entrañas se revolvieron ante la mentira.
Hace seis días, sí. Absolutamente, sí. Había estado lista para Londres.
Luego, esa prueba de embarazo había cambiado todo y no estaba segura de
por qué estar emocionada.
—Fantástico. —Su teclado hizo clic en el fondo—. Acabo de recibir tu
correo electrónico. Te responderé si tengo alguna pregunta. Ponte en
contacto cuando llegues a Londres.
—Lo haré. Gracias. —Terminé la llamada y dejé el teléfono en la isla,
mirando mi bandeja de entrada vacía.
Normalmente, cero correos electrónicos significaría un baile de
felicidad y una cena para celebrar. Entonces, ¿por qué quería hacerme un
ovillo y llorar?
La culpa era de Tobías. Me había dado dos orgasmos anoche y ahora
era un desastre emocional. O tal vez era culpa del bebé, que en realidad era
culpa suya porque su esperma se había escapado de los límites de un
condón.
—Estúpido esperma —murmuré, lanzando una mirada por el pasillo
hacia su dormitorio.
Cuando me desperté esta mañana, la casa estaba en silencio. Me dirigí
de puntillas hacia su despacho, asomando la cabeza por la puerta. Cuando
la encontré vacía, me escabullí hacia su dormitorio, encontrándolo también
vacío. Luego comprobé el garaje y mi coche estaba solo en el último puesto.
Ni siquiera había dejado una nota.
—¿No tienen derecho a una nota la madre de su hijo y la mujer con la
que acaba de acostarse? Seguro que dejó notas para sus otras novias.
El estómago se me revolvió de nuevo. No pienses en sus otras novias.
No pienses en sus otras novias.
Con el tiempo empezaría a tener citas, ¿no? Iba a tener que lidiar con
eso en algún momento. Eventualmente mi bebé tendría que conocer a la
siguiente mujer. Una madrastra.
—Oh, mierda. —El tazón de copos de salvado que había engullido para
desayunar empezó a subir. Apenas llegué al baño a tiempo de vomitar, y
luego me quedé en el fresco suelo de baldosas hasta que me sentí firme de
nuevo. Mi mirada se desvió hacia la ducha.
De acuerdo, quizá el sexo con Tobías había sido un poco...
imprudente. Pero en el momento en que me había besado, el pensamiento
racional se había desvanecido, sustituido por un deseo urgente de más,
más, más.
—Maldito sea él y esos abdominales. —Me levanté de un empujón y
fui al lavabo a lavarme los dientes. Otra vez. Luego me retiré a la cocina para
apagar el portátil y cerrar el día. Tal vez visitaría a papá o a Elena.
Estaba llenando un vaso de agua cuando sonó el timbre. Un rostro
familiar se asomó por la luz lateral.
Hannah Holiday no parecía sorprendida de verme mirando hacia
atrás.
Crucé el espacio y desbloqueé la puerta, sonriendo al abrirla. Ç
—Hola, Hannah.
—¡Eva! —Dejó su bolso en el suelo y me atrajo hacia sus brazos—. Oh,
es tan bueno verte.
—A ti también.
Olía a gardenia y azúcar moreno, el aroma era tan fuerte y
reconfortante como su abrazo.
—He echado de menos tus abrazos —dijo, soltándome finalmente.
—Yo también he echado de menos los tuyos.
Hannah había sido como una madre para mí durante la universidad.
El día que Tobías le dijo que estaba enferma, se presentó en la puerta de mi
apartamento y me llevó a su casa, donde me cuidó con sopa de pollo casera.
Había estado ahí para mí cuando mi propia madre no lo había hecho.
Y luego también la perdí.
Eso era algo que nadie te advertía cuando empezabas a salir con
alguien. Que empezarías a amar a la familia de tu novio. Y que cuando lo
perdías, también perdías a su familia.
—Te he traído algo. —Levantó un dedo y se inclinó para rebuscar en
su bolso, sacando una bolsa de piruletas de jengibre—. Por si te pones
enferma.
—Gracias. —Me picaba la nariz, pero me la sorbí antes de llorar—.
¿Tobías te lo dijo?
—No, no exactamente. Se lo dijo a Maddox, a quien se le escapó esta
mañana en el desayuno. Lo siento.
—Está bien. —Tenía que salir a la luz en algún momento, pero eso
significaba que tenía que decírselo a mi familia antes de tiempo. Lo último
que quería era que papá o Elena se enteraran por los chismes.
Bozeman había cambiado mucho en los últimos años desde que me
mudé, pero en el fondo seguía siendo un pueblo pequeño. Y los Holiday eran
una de las familias más exitosas del valle.
Hannah era agente inmobiliaria y su rostro aparecía en docenas de
carteles de venta. Su corretaje era muy conocida y respetada porque vendían
las mejores propiedades, incluidas las construidas por Holiday Homes.
Keith había creado su empresa de construcción hacía décadas y la
había convertido en una de las más importantes de la zona. Con Tobías
diseñando sus construcciones, no tenía duda de que el legado de Keith
tendría una larga vida.
—Así que dime qué hay de nuevo. —Hannah entró en la casa,
despojándose de su abrigo y arrojándolo al respaldo del sofá antes de
dirigirse a la cocina, encontrando las cápsulas de infusión simple y
preparándose un poco de café.
—Bueno... Estoy embarazada. —Me reí—. Es extraño. No he dicho
esas palabras en voz alta a nadie más que a Tobías.
—Dale tiempo. Pronto no tendrás que decir nada. —Ella sonrió,
abriendo la heladera para recuperar un poco de crema. Con su café casi
blanco, vino y se sentó a mi lado—. ¿Cómo te sientes?
—Algunos días son mejores que otros. Mis náuseas matutinas
parecen esporádicas. —Si es que eran náuseas matutinas. Los días en que
mi corazón y mi cabeza estaban más revueltos, parecían trasladarse a mi
estómago.
—Ya se te pasará. Yo no tenía esas piruletas cuando estaba
embarazada de los niños, pero una de mis agentes acaba de tener el tercero
y jura por ellas.
—Gracias.
—Espero que puedas encontrarlas en Londres. Si no, mándame un
mensaje y te enviaré algunas por correo.
—De acuerdo. —La sola mención de Londres hizo que mis entrañas
se retorcieran de nuevo.
¿Estaba haciendo esto? ¿Realmente me estaba yendo de casa otra
vez? Si había una persona en el mundo con la que hablar de mis dudas, esa
era Hannah. Cuando la miraba, era la madre que yo quería ser algún día.
Tenía una carrera floreciente. Era una madre fantástica. Había
encontrado ese equilibrio mágico. ¿Cómo?
Abrí la boca, dispuesta a preguntar, pero me detuve. Hannah era de
Tobías. Era su madre, no la mía. Si la metía en este lío, solo la pondría en
una posición difícil. No quería que fuera la mediadora si él acudía a ella con
sus propias frustraciones y miedos. No quería que se sintiera responsable
de jugar a dos bandas.
Así que me ceñí a un tema seguro. El trabajo.
—¿Cómo van los negocios?
—Ocupado. —Exhaló un largo suspiro—. Muy ocupado. Pero un buen
tipo de trabajo. ¿Hay alguna posibilidad de que quieras ser agente? Me
vendría bien una mujer inteligente como tú.
—Oh, um... —Arrugué la nariz. Vender casas sonaba más a tortura—
. No, gracias.
—Maldita sea. —Ella guiñó un ojo—. Esperaba secretamente que te
estuvieras muriendo por una carrera inmobiliaria.
—Si eso cambia, serás mi primera llamada. —Solté una risita.
—Qué bueno es escuchar tu risa. Cuéntame más sobre lo que has
estado haciendo. ¿Estás emocionada por Londres? ¿Cómo está tu padre?
Pasamos la siguiente hora poniéndonos al día. Ni una sola vez me
preguntó Hannah por el bebé. Ni una vez comentó lo bonito que sería que
su nieto viviera en el mismo país. Ni una sola vez me preguntó cómo íbamos
a manejar la situación Tobías y yo.
Simplemente me habló como me había hablado hace años. Como una
hija.
Como una amiga.
El zumbido de la puerta del garaje interrumpió nuestra conversación.
Tobías entró y nos encontró a los dos en la isla. Se dirigió directamente
a su madre, sin ahorrarme una mirada, y le besó la mejilla.
—Hola.
—Hola. —Ella le acarició la barba—. ¿Dónde estabas?
—En la oficina. ¿Qué pasa?
—Nada. —Se levantó del taburete y llevó su taza de café vacía al
lavavajillas—. Solo quería saludar.
—Hola. —Se apoyó en el mostrador, de espaldas a mí. Había rigidez
en su columna vertebral, probablemente causada por mí.
—Los dejaré solos para que hablen. —Me desplacé de mi asiento—.
Fue muy bueno verte, Hannah.
—A ti también, cariño. —Se acercó y me dio otro abrazo—. Y
felicidades.
—Gracias. —Apreté los ojos para no llorar.
Fue la primera en felicitarme. Y en ese momento, con sus brazos
alrededor de mí, me di cuenta de que había más razones para estar
emocionada que para temer.
Iba a tener un bebé.
Oh, Dios. Iba a tener un bebé.
Tal vez él o ella tendría mis ojos color avellana. Tal vez la nariz recta
y los labios suaves de Tobías. La idea de un Tobías Holiday en miniatura me
hizo sonreír.
—Te quiero —susurró.
—Yo también te quiero.
—Nos vemos pronto —dijo Hannah, dejándome ir.
—De acuerdo. —Saludé con la mano y salí de la cocina, sintiendo la
mirada de Tobías mientras me retiraba al dormitorio de invitados, donde me
cerní dentro de la puerta, oyéndolo exhalar un largo suspiro.
—Así que supongo que Maddox te lo dijo —dijo.
—Sí. —Hannah suspiró—. ¿Estás bien?
—No.
Esa única palabra, apenas audible, golpeó como un mazo en mi
esternón.
Cerré la puerta tras de mí, no porque no tuviera curiosidad por su
conversación, sino porque no estaba segura de tener fuerzas para escuchar
las verdades de Tobías.
—Uf. —Me dejé caer en el borde de la cama y me pellizqué el puente
de la nariz.
Mi teléfono y mi ordenador portátil seguían en la cocina, así que lo
único que podía hacer era sentarme y esperar, dejando que pasaran los
minutos hasta que finalmente se cerró la puerta de entrada y, desde más
allá de las ventanas, se encendió el motor de un coche.
No siempre sería así. Sería más fácil a medida que tuviéramos más
tiempo para adaptarnos. Todas las decisiones importantes de la vida
requerían tiempo para ser comprendidas. Tal vez la elaboración de un plan,
Tobias daba volteretas cuando yo pronunciaba esa palabra, ayudaría a
aliviar el estrés.
Podría reservar un billete de avión para volver en dos meses. ¿O tres?
¿Tendría tiempo de viajar a casa para entonces? ¿Querría Tobías venir a
Londres? ¿Cuándo podríamos saber el sexo del bebé? ¿Con qué frecuencia
iría al médico?
Mientras las preguntas pasaban por mi mente, me di cuenta de lo
poco preparada que estaba para un embarazo. Mi estómago comenzó otra
ronda de mareos y me puse en pie con la esperanza de que una de las
piruletas de Hannah me ayudara. Pero después de un paso, tuve una arcada
y cambié de dirección para ir al baño.
No tenía nada en el estómago, pero a pesar de todo, me atraganté y
tosí.
—Oh, esto apesta —gemí. El sudor se acumuló en mi frente mientras
me apoyaba en la pared. Todo mi cuerpo se sentía retorcido por dentro. Mis
músculos estaban de alguna manera bloqueados, pero temblando. La
cabeza me daba vueltas y quería llorar.
Así que lo hice.
Enterré la cara entre las manos y lloré. Dejé que las emociones se
filtraran por mi cara. Dejé que los miedos salieran a borbotones de mi boca.
No había razón para que me sintiera tan sola aquí. Estaba en casa.
Mi padre estaba a diez minutos de distancia. También lo estaba Elena. Pero
este baño se sentía como un agujero negro. Solo yo y mi bebé. Solo yo y el
miedo profundo del alma de que iba a fallar. Que iba a defraudar a este niño.
¿Cómo iba a hacer esto? ¿Cómo iba a ser una buena madre? Tobías
no creía en mí. Diablos, yo no creía en mí misma.
Estaba llorando tanto que no escuché la puerta abrirse.
En un momento estaba sobre la fría baldosa y al siguiente estaba
contra el pecho de Tobías, que me abrazaba.
—Respira, cariño.
Asentí, demasiado lejos para detenerme. Pero en lugar de llorar solo
en mis manos, lloré en su hombro mientras me llevaba a la cama y me
acunaba en su regazo.
—Odio esto.
—Mejorará. Las náuseas matutinas no duran para siempre.
—No es eso. Al menos, no lo creo. —Me aparté, secándome la cara y
moqueando entre las últimas lágrimas.
Excepto que esta sensación de malestar se originó en mi corazón. La
magnitud de lo que estábamos enfrentando me estaba rompiendo en
pedazos.
El estrés no me molestaba. Diablos, yo prosperaba con él. Había hecho
una carrera de prosperar con él. Pero la ansiedad... Dios, la ansiedad era
paralizante.
—No lo sé. —Salí de su regazo y me metí en el espacio entre sus
piernas abiertas, abrazando mis rodillas contra mi pecho.
Me acomodó un mechón de pelo detrás de una oreja.
—Cuando éramos más jóvenes, creo que dábamos por sentado lo bien
que nos conocíamos.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no teníamos que hablar. Podías mirarme y, la
mayoría de los días, saber exactamente lo que pensaba o cómo me sentía.
Siempre fue... fácil.
—Me encantaba eso de nosotros. —Le regalé una pequeña sonrisa.
Tobías era la única persona que siempre lo hacía fácil.
—Sí, a mí también. Pero significaba que no nos peleábamos.
—¿Quieres pelear? De acuerdo, creo que el color de pintura que has
elegido para esta habitación es demasiado gris. Es aburrido.
Se rio.
—¿Realmente quieres pelear por los colores de la pintura?
—Acabas de pedirme que me pelee contigo.
—Mujer. —Sacudió la cabeza, con una sonrisa en los labios—. Lo que
quiero decir es que... Creo que nos acostumbramos a que fuera tan bueno.
Creo que éramos felices. Y luego no hicimos nada para arruinarlo. Como
hablar entre nosotros. O dejar que se desordenara.
Suspiré.
—Debería haberte dicho que quería mudarme.
—Sí, deberías haberlo hecho. —Su voz era afilada, un tono que llegaba
directamente al hueso. Cada célula de mi cuerpo se puso en tensión.
Esta era exactamente la sensación que tenía durante las pocas veces
que habíamos discutido. Me dieron ganas de volver a vomitar. Vaya. ¿Cómo
no me había dado cuenta antes? Tenía razón. Tan malditamente correcto.
Odiaba cuando Tobías se enfadaba conmigo. Odiaba. Eso. Así que
había hecho todo lo posible para evitar una pelea, incluyendo esconder mis
sueños.
Ocultarlo solo había durado un tiempo. Y al final, la verdad había
salido a la luz.
—No me odies —susurré, mis ojos se fijaron en los suyos—. No
sobreviviré a ello.
—Nunca podría odiarte. —Atrapó una nueva lágrima con el pulgar y
la apartó—. Pero puedo estar enfadado contigo. Tú puedes estar enfadada
conmigo. Y podemos llegar al otro lado hablándolo. Así que habla conmigo.
Cuéntame lo que te pasa por la cabeza.
Me hundí, el aire se me escapó de los pulmones.
—No quiero dejar mi trabajo.
Uf. Esa confesión fue como caminar por Main Street con el culo
desnudo.
No debería haber sido tan difícil de decir. Tobías estaba tan
comprometido con su carrera como yo con la mía. Pero supongo que, en el
fondo, seguía siendo la mujer que había considerado necesario ocultar sus
sueños. La mujer que había elegido ese trabajo por encima de él. La que
temía que nunca me perdonara de verdad por habernos separado.
—Es mi identidad —le dije—. Ya no estoy segura de quién soy sin él.
Me salvó cuando estaba en lo más bajo. Y es más que el dinero, es mi orgullo.
—Oye. —Tobías enganchó su dedo bajo mi barbilla, levantándola para
que pudiera encontrar su mirada. Entonces ahí estaba, el consuelo familiar
en sus ojos. La comprensión de que él sabía lo que era amar un trabajo.
Tener una carrera que llena un vacío.
Un vacío que yo había creado en su vida cuando dejé Montana.
La energía pareció abandonar mi cuerpo de golpe, como si se apagara
una luz con un toque de interruptor. Apenas tuve fuerzas para escurrirme
hacia las almohadas y desplomarme.
Tobías se estiró a mi lado, su cuerpo en una mitad de la cama, el mío
en la otra. Había una clara línea entre nosotros, sus almohadas, mis
almohadas. Excepto por un toque. Me tomó la mano, uniendo nuestros
dedos, y la sujetó con fuerza hasta que me quedé dormida.
Me despertó un pitido, con la cabeza borrosa cuando me levanté de la
almohada. Me aparté el pelo de la cara y levanté las piernas de la cama,
respirando largamente antes de ponerme en pie.
Me preparé para una ola de náuseas que nunca llegó. Mi estómago se
sentía sólido como una roca. Normal. Quizá lo que necesitaba no eran
piruletas y galletas saladas, sino una liberación. Hablar con Tobías.
Pelear, si eso nos llevaba a un lugar mejor.
Salí de la habitación arrastrando los pies por el pasillo, con los pies
descalzos sobre el suelo de madera. La cerradura de la puerta emitió un
chasquido audible. Luego llegó la voz de una mujer.
—Hola. Sé que debería haber llamado primero, pero pensé... ¿qué
demonios? Aproveché la oportunidad de que estuvieras en casa y tuvieras
unas horas libres.
—Chelsea...
¿Chelsea? Espera. Una de mis amigas de la universidad se llamaba
Chelsea, pero hacía años que no hablaba con ella.
—Lo sé, odias las sorpresas. Te lo compensaré en la cama.
¿Qué. Mierda?
Tobías odiaba las sorpresas. A mí tampoco me gustaban.
Especialmente cuando la sorpresa era una bonita rubia de pie en la
entrada con sus labios en la boca de Tobías.
Tobias

—Chelsea.
La alejé, antes de que pudiera hacer algo más que rozar sus labios con
los míos.
—Oh, vaya. —Su confianza se desinfló—. ¿Un mal momento?
—Si. —Le sonreí con tristeza—. Creo… que mejor lo demos por
terminado.
—Está bien. Dejaré de molestarte.
Saludó con la mano, las llaves de su auto tintinearon en su mano
cuando se giró hacia la puerta.
Pero antes de que pudiera salir al brillante sol de la tarde, la tomé del
codo.
—Feliz Año.
—Feliz Año, Tobias. Llámame si alguna vez quieres comenzar esto de
nuevo.
Asentí, de pie en el frío clima y esperando hasta que su auto salió en
reversa por la calzada.
—Maldición.
De todas las semanas que Chelsea tuvo para llegar, fue esta la que
escogió. Pero aún si hubiera venido la próxima semana, o la otra, o la
siguiente, la hubiera enviado lejos.
Con Eva… todo era diferente ahora. No había retorno a los encuentros
sexuales baratos y aventuras casuales. Chelsea era una mujer genial con
una hermosa sonrisa y un corazón bondadoso. Me había hecho compañía.
Pero ella no era Eva.
Ninguna lo era.
Cerré la puerta, listo para refugiarme en mi oficina por unas pocas
horas de trabajo con la esperanza de conseguir alejar mi mente de esta
mierda girando en mi vida personal, pero mientras me giraba, un par de ojos
color avellana interrumpieron mi escapada.
—¿Chelsea? —Eva dio golpes con su pie en rápida sucesión. Pat. Pat.
Pat. Sí, estaba furiosa—. ¿En serio?
Maldición.
—No es nada.
Ella levantó una ceja.
—Fue casual. Solo un ocasional… —Encuentro sexual. Me detuve por
miedo a perder mis testículos si terminaba la oración—. Ella vive en Billings.
Cada pocos meses viene aquí por trabajo y salimos a cenar.
—Como la cena a la que fuimos.
Se burló, luego se giró y salió apresuradamente por el corredor.
—Maldita sea. —Me apresuré para seguirla, encontrándola sentada
en la cama, con las piernas y las manos cruzadas, y una mirada asesina en
su rostro. Era el epítome de la furia, con la barbilla temblorosa y todo—.
Eva. No es nada. Han pasado meses. Desde que tú y yo tuvimos una cena.
—No. —Cerró sus ojos—. No quiero saber.
—De acuerdo.
Levanté una mano, listo para irme, pero sus ojos se abrieron de golpe
y esa mirada asesina me encontró otra vez.
—¿Chelsea? ¿Cuántas otras amigas mías han estado aquí?
Aquí vamos.
—Solo Chelsea.
—Yo… grr —resopló—. No puedo siquiera estar furiosa.
—¿Entonces por qué lo estás?
—Porque sí.
Extendió una mano al borde de la cama y saltó fuera, dirigiéndose al
cuarto de baño. Los cajones fueron abiertos y lanzados de golpe, uno tras
otro. Cuando me enfrenté al umbral, la encontré cepillando su cabello con
furia.
—Háblame.
¿Iba a tener que suplicarle par que me dijera cómo se sentía?
Ella se mantuvo cepillando su cabello.
—Porque no es justo.
—¿Qué no es justo?
—Que seguiste adelante. —El cepillo se fue navegando por la
encimera, repiqueteando mientras se deslizaba y caía dentro del lavabo
vacío—. No es justo. No quiero que sigas adelante. La idea de ti con otra
mujer, con Chelsea o Tiffany, o, o, o quien sea, hace que mi piel se erice.
—¿Qué quieres que diga? —Deslicé una mano por mi cabello—. Te
fuiste. Me dejaste.
—¡Lo sé! —Sus ojos se aguaron—. Sé que me fui. Y tú seguiste
adelante. Pero yo no.
—Espera. —Levanté un dedo—. ¿Qué estás diciendo?
—Olvídalo.
Ella no había seguido adelante. ¿En serio? ¿Así que no ha estado con
alguien más? Pero han pasado años. ¿Qué carajo significa eso?
—Hijo de puta.
Despegué mis pies y seguí el camino que ella tomó. Fuera de la puerta,
hacia mi camioneta y lejos. Solo me marché.
Le había pedido a Eva que luchara conmigo. Maldita estúpida idea de
un día festivo. Seguro que no me apetecía hacerlo de nuevo.
Así que, conduje por el pueblo por horas hasta que el sol se había
puesto y mis neumáticos me dirigieron a la casa de mi hermano. Heath
había estado llamándome por días. Lo había evitado, en gran parte porque
no estaba seguro de qué decir.
O tal vez porque sospeché lo que Heath diría.
Él me diría que fuera con ella.
Heath abrió la puerta antes de poder tocar a la puerta o el timbre.
—Hola. ¿Qué está pasando? Te he estado llamando.
—Si.
Zapateé mis pies y entré a la casa, directo a la cocina. Olía como a
cena y mi estomago gruñó. Una botella de cabernet estaba establecida en la
encimera.
Heath se quedó de pie tras de mi, con las manos cruzadas y el ceño
fruncido. Aparentemente, Maddox y mamá no le habían dicho qué estaba
pasando con Eva.
Probablemente era una cosa buena. Tal vez si lo dijera en voz alta otra
vez, encontraría la manera de darle sentido a todo.
Así que asentí hacia la botella.
—¿Tienes más de ese vino?

—¿Dónde demonios está ella? —murmuré, mirando fuera de la


ventana de la sala de estar por centésima vez.
No había visto a Eva en todo el día.
La pasada noche permanecí en la casa de Heath, principalmente
porque no confiaba en mí mismo después de la noche con Eva bajo el mismo
techo. Tampoco retomaríamos la discusión, sentarnos en un silencio
incómodo o follar.
Cada momento con ella estaba enlazado con un trasfondo de deseo.
La anhelaba más y más, y la otra noche apenas había despegado algo de
ello. Si ella me diera la más mínima apertura, la tomaría.
Así que me senté en el sofá de mi hermano, sin pensar, mirando el
partido en la televisión y pensando sobre cualquier cosa que él fuera a decir.
Habla con ella. Ve con ella.
Somos tu familia, no importa dónde vivas.
No hay razón para que tengas que vivir aquí y ayudar a dirigir la
compañía.
Cada vez que expresaba una preocupación, ya sea por la distancia de
la familia o trabajar remotamente para Holiday Homes, él contestaba con
un consejo que no quería escuchar.
¿Podría moverme? ¿Podría vivir en Londres por un año? ¿Luego saltar
a dondequiera que ella fuera después? ¿Qué tipo de maldita vida era esa?
—No es para mí.
Mis manos se cerraron en puños mientras caminaba a lo largo de la
sala de estar. Mis ojos una vez más se levantaron hacia la ventana y al cielo
oscuro.
Su maleta aún estaba en la habitación de invitados por lo que al
menos no se había marchado. Tenía que volver en algún momento, ¿cierto?
Eran las diez. Veinte minutos más y yo estaría llamando. Estábamos
a un paso del Año Nuevo y no la quería afuera sola en una noche del viernes.
¿Mantendría este tipo de horas despierta en Londres? Ella necesitaba
dormir. Nuestro bebé necesitaba que ella descansara bien.
Los segundos marcaban tan lentos que estaba a punto de perder el
control, hasta que finalmente el resplandor de unas luces rebotó en el cristal
y la puerta de garaje se abrió.
Estaba en la puerta antes de que ella pudiera salir del asiento del
conductor de su auto.
—Hola.
—Hola. —Ella caminó hacia mi con la mirada hacia el suelo.
—¿Estás bien? Estaba comenzando a preocuparme.
—Estoy bien. —Su mirada se posó en mi hombro, no en mi rostro,
mientras pasaba por mi lado hacia la casa—. Estoy cansada. Iré a la cama.
Buenas noches.
No. No dejaremos pasar otra noche sin hablar.
—Eva.
—Por favor, Tobias. —Sus hombros se desplomaron cuando se giró—
. No puedo discutir contigo.
—No quiero discutir.
—¿Entonces qué? ¿Qué es lo que quieres?
A ti. Que te quedes. Las palabras que no me atrevía a decir.
—No quiero perderme esto. Quiero tener la posibilidad de contarle a
nuestro hijo las historias de cuando estabas embarazada. Quiero ser el papá
nervioso en las citas con el doctor. Quiero llevar en mi cartera la foto del
ultrasonido. Quisiera encontrar la manera de que eso suceda.
—Estoy abierta a ideas.
—Fui a casa de Heath ayer en la noche. Me sugirió que alcanzara un
jet a Maddox ya que él no puede permitírselo.
La sombra de una sonrisa cruzó sus hermosos labios.
—¿Qué más dijo Heath?
—Que ambos queremos lo mejor para nuestro hijo. Así que lo
resolveremos.
—Lo haremos. Tal vez no esta noche, pero lo haremos.
Para un hombre que amaba los planes a largo plazo y cinco años de
metas, lo desconocido era desconcertante. Pero las ojeras bajo sus ojos hizo
que mi pecho se apretara.
—Tendremos el día de mañana, ¿cierto?
Asintió.
—Voy a ir a ver a papá. Para decir adiós. Probablemente pasaré por la
casa de Elena también.
—Entonces mañana en la noche. Tú y yo. Recibiremos el año nuevo.
Conseguiré algo de jugo de uvas espumoso y haremos una fiesta real de ello.
Su mirada cayó a mis labios por una fracción de segundos antes de
que los apartara y mirara hacia sus zapatillas.
—De acuerdo. Buenas noches.
Dios, odié verla alejarse. Incluso si solo era para ir a la otra habitación
en mi propia maldita casa.
—Eva.
Ella se detuvo y miró por encima de su hombro.
—¿Sí?
—¿Lo encontraste?
—¿Encontrar qué?
Se giró completamente, inclinando su cabeza a un lado.
—Lo que sea que estabas buscando en New York.
Cualquier sueño que necesitó perseguir.
—No lo sé. —Levantó su hombro—. Vivir allí fue una experiencia. Y
debido a mi trabajo, tuve la oportunidad de explorar muchos lugares que de
otra manera no podría encontrar.
—¿Cuál es tu ciudad favorita?
—Nashville.
—Porque te gusta la música country.
Ella sonrió, se movió hacia la isla y sacó un taburete.
—Hice toda la cosa turística despreocupada en cualquier oportunidad
que tuve. Fue una maravilla.
—¿Por cuánto tiempo estuviste allí?
Me senté al lado de ella. No había taburete que nos mantuviera
apartados esta vez porque no podía soportar la distancia.
Tendríamos suficiente distancia muy pronto.
—Tres meses —dijo—. Algo así como el mismo trabajo que he tenido
aquí. Intervine para ayudar con un proyecto en problemas.
—Ah. ¿Cuál fue el lugar menos preferido?
—New York —susurró.
Me enderecé.
—¿Qué?
—Fue un año duro. Era nueva en el trabajo y tenía mucho que
aprender. Las horas eran brutales. Los clientes eran unos completos idiotas.
Y estaba sola. Te extrañé.
Bueno… maldición. Eso golpeó el centro de mi pecho.
—Te extrañé también.
—Nunca quise herirte. —Levantó su mirada. Sus ojos color avellana
estaban llenos de arrepentimiento—. Herirnos.
—Lo sé.
—¿Sí?
Asentí.
—No voy a mentir, estuve muy enojado contigo por un tiempo. Y como
que alimenté mi ira porque era la única manera de poder mantenerme
alejado de ti.
Un destello de dolor cruzó por su rostro.
—Luego corrí hacia tu padre.
—¿Lo hiciste? ¿Cuándo?
—Alrededor de dos años después que te fuiste. Estabas en Florida.
—Tampa. Durante ocho semanas. Estaba tan ocupada que no visité
la playa ni una sola vez.
—Tal vez podamos ir algún día. Los tres.
Nuestra extraña pequeña familia podría tomar vacaciones juntas.
—Me gustaría eso —susurró.
—De todas maneras. De vuelta al día de tu padre. Estaba en el pueblo,
encontrándome con mis padres para cenar. Estaban retrasados, por lo que
estaba sentado en el bar del restaurante y él se acercó a mi. Supongo que
estaba en una cita.
—¿Estaba? —Su boca se abrió sorprendida—. No tenía idea de que
iba a citas.
—Esta no fue una buena cita. —Reí entre dientes—. Probablemente
porque nunca escucharás sobre ella. Fue su excusa para alejarse de la
mesa. Aparentemente su cita hurgó directo en su nariz mientras sus
ensaladas eran entregadas y el moco fue puesto en una servilleta, tan verde
como la lechuga que estaban por comer.
Eva se echó a reír.
—Asqueroso.
—Él fue tan gracioso sobre ello. Se inclinó para acercarse y contarme
toda la historia. Me preguntó si era rudo dejarla después del postre.
—¿Qué le dijiste?
—Le dije que pagara la cuenta y desapareciera.
—¿Lo hizo?
—Se quedó durante toda la cena, incluso le trajo un pedazo de pastel
de chocolate.
Eddy no era el tipo de hombre que interrumpía una cita. Él trataba a
las mujeres de la manera que un hombre quería que trataran a sus hijas.
—Eso es dulce. —Sonrió—. No puedo creer que nunca me haya dicho
eso. O que te vio. ¿De qué otras cosas hablaron?
—De ti. Me dijo que vivías en Tampa pero viajabas a todos lados. Que
estabas pateando traseros y midiéndote con grandes nombres en tu trabajo.
Que estaba muy orgulloso de ti por dar un paso de confianza.
Eddy fue el primero en hablarme sobre Eva después de la separación.
No se complacía de mi corazón roto como mis padres. No evitaba traer su
nombre a una conversación como mi hermano. Alardeaba de su hija,
desvergonzadamente.
—Fue duro mantener la ira hacia ti después de eso. Básicamente solo
quise que fueras feliz.
—Gracias —musitó—. Me preocupé por mucho tiempo de que me
odiases.
—Nunca.
Enfadado, sí. Pero nunca la odié. Simplemente no estaba dentro de
mí.
Mi única esperanza era si presionaba para que el bebé viviera aquí,
ella no sería capaz de odiarme tampoco.
—Eso es bueno porque estás atascada conmigo ahora. —Ella forzó
una sonrisa demasiado resplandeciente, levantando su barbilla. Luego se
deslizó fuera del taburete—. Mejor te dejaré dormir. Buenas noches.
—Espera —balbuceé—. Temprano, cuando Chelsea estaba aquí,
dijiste que no estabas con nadie. ¿Por qué?
Probablemente podría suponer, pero esta noche, quería escucharlo.
—Yo solo… no estaba. —Encogió sus hombros—. Estaba ocupada con
el trabajo. Y nadie se comparaba contigo.
—Eva. —Extendí mi mano y la capturé. Una chispa corrió por mi
antebrazo ante su toque—. Siempre está la electricidad, ¿cierto?
Ella asintió, sus labios se abrieron. ¿Era eso una invitación?
Esto solo iba a ponerse más complicado. Lo correcto por hacer era
dejarla ir. Dejarla en su habitación mientras me encerraba en la mía.
En su lugar, me incliné y rocé mis labios con los de ella, su respiración
entrecortada fue mi premio.
Premio suficiente para una noche.
Me contuve de dejarla ir. Tomó cada onza de mi voluntad para
pararme y retroceder.
Tal vez lo habría hecho detrás de mi puerta cerrada. Pero antes de que
pudiera soltar mis dedos de Eva, ella me alejó.
Esa cuerda entre nosotros estaba más fuerte que nunca.
Esta vez no me equivocaba con su lenguaje corporal cuando su lengua
se deslizó por su labio inferior.
—Que me jodan.
Estrellé mi boca en la de ella, mi lengua se deslizó dentro. La devoré,
explorando su boca, memorizando cada rincón. La sostuve contra mí,
esperando que, si la cernía lo suficiente, esto tendría sentido.
Ella se separó primero, sus ojos estaban a media asta y sus labios
hinchados.
Maldición, pero la deseaba. Quería conservarla para siempre.
Pero no era mía.
Ella era independiente. Así fue como Eddy la nombró esa noche hace
años atrás. Una mujer independiente en acción y pensamiento.
Por lo que di un paso más allá. Luego otro. Y esta vez, me dirigí a mi
habitación sin mirar atrás.
Eva

—Duerme. Vete. A. Dormir. —Golpeé mi almohada y me dejé caer de


espaldas. El dormitorio estaba oscuro como boca de lobo mientras
bostezaba. Pero ¿llegó el sueño? No. Ni siquiera un guiño. La última vez que
revisé mi teléfono era después de la medianoche.
Debería haber golpeado la almohada y quedarme dormida. Mi día
había sido largo y agotador. Evitar a Tobias había sido más difícil que el
campo de entrenamiento que había tomado hace unos años en Denver.
Además, anoche también dormí jodidamente terrible, dando vueltas y
vueltas hasta que Tobias finalmente llegó a casa. La mayor parte de mis
horas de insomnio las había pasado preguntándome si había estado con
Chelsea. Maldita Chelsea. Eso se me iba a restregar como papel de lija
durante mucho, mucho tiempo.
Gracias a Dios, había estado en casa de su hermano.
Después de todo ese estrés, debería haber dormido hasta las ocho. En
cambio, había estado acostada aquí durante horas repitiendo las palabras
de antes de Tobias.
Solo quería que fuera feliz.
¿Era feliz? No me había hecho esa pregunta últimamente. Quizás
porque tenía miedo de la respuesta.
Era mayormente feliz. Estaba feliz en mi trabajo. Amaba mi trabajo,
casi todos los días. Claro, mi vida personal era un poco aburrida. Me
mudaba con demasiada frecuencia para tener mejores amigos. Pero para
eso estaba Elena. De acuerdo, no teníamos lo suficiente en común para ser
mejores amigas. Nuestras personalidades independientes chocaban a
menudo, pero amaba a mi hermana.
Lo más cercano que había tenido a un mejor amigo era Tobias.
Y quería que yo fuera feliz.
—Bueno, ¿está feliz de que no pueda dormir y que todo sea culpa
suya? —Apoyé un codo en el colchón y me levanté—. Ugh.
Quizás si dejaba de besarme, podría dormir un poco.
Mi mente daba vueltas y mi cuerpo estaba tan tenso como una cinta
elástica, a punto de romperse. Y maldita sea, todo esto era culpa de Tobias.
Me había metido en este excitado lío hormonal inquietante.
Me quité las mantas de las piernas y me levanté de la cama. El aire
frío me puso la piel de gallina en brazos y piernas mientras salía del
dormitorio y recorría el pasillo hacia el sofá. Quizás una película de
Hallmark me arrullaría a la tierra de los sueños.
Pero cuando llegué a la cocina, mi camino se desvió hacia su
dormitorio. Hacia el suave resplandor blanco que venía de debajo de su
puerta.
Contuve la respiración, acercándome más hasta que pude apoyar la
oreja contra el marco. El sonido de las sábanas moviéndose y los bufidos
ahogados trajo una sonrisa a mis labios. Supongo que no era la única que
no dormía.
Podíamos hablar. ¿Por qué esperar hasta mañana si ambos
estábamos despiertos? Así que, golpeé la puerta con los nudillos y giré la
perilla.
Tobias se sentó más erguido cuando entré. La lámpara de su mesita
de noche estaba encendida y un libro colgaba de sus dedos. Su pecho estaba
desnudo, todo ese glorioso músculo expuesto. Su cabello estaba levantado
en ángulos extraños.
Parecía… como mi tierra de los sueños.
—Me besaste y ahora no puedo dormir.
Arrojó el libro a un lado, su mirada siguiendo cada uno de mis pasos
mientras rodeaba los pies de su cama.
Fui directamente hacia la lámpara, accionando el interruptor para
bañar la habitación en oscuridad. Entonces mi mano encontró el centro de
su pecho, el vello áspero sintiéndose como pecado contra el acero de su
cuerpo. Con un empujón ligero, sus hombros se relajaron contra las
almohadas.
Las manos de Tobias fueron a mis muslos, rozando el dobladillo
festoneado de mis pantalones cortos de dormir.
—Eva.
—Me besaste y ahora no puedo dormir —repetí, sentándome a
horcajadas sobre su regazo. Mi núcleo se balanceó contra la excitación
creciente debajo de la sábana—. Bésame otra vez. Por favor.
Se apresuró a capturar mi boca. Sin preguntas. Sin dudarlo. Sin
juegos previos. Tobias me besó como si fuera el aire en sus pulmones, la
razón por la que sobrevivía. Su lengua rozando contra la mía mientras sus
manos levantaban los costados de mi camiseta.
Apretó el algodón en sus puños, levantándolo más y más alto,
apartando su boca por solo un momento breve para quitar la camiseta sobre
mi cabeza. Después, sus manos encontraron mis senos, y Dios mío, era
bueno con sus manos.
Acunando. Apretando. Girando. Mis pezones eran sus instrumentos
personales y los tocaba como una sinfonía.
Mis caderas giraron contra las suyas, rozando y frotando. Acerqué su
rostro al mío, su barba espesa raspando ligeramente mis palmas. El latido
en mi centro aumentó.
—Fóllame, Tobias.
Gruñó contra mis labios. Luego, con un movimiento rápido, me puso
de espaldas y me separó las rodillas. Sus dedos hábiles se deslizaron por
debajo de mis pantalones cortos, tirando de mis bragas a un lado, para
acariciar mis pliegues brillantes.
—Sí —siseé a medida que él se adhería a mi pulso y chupaba—. Más.
Pateó y empujó las sábanas, y mientras mi mano recorría su columna,
no encontré nada más que piel. Tobias no había dormido desnudo en la
universidad, pero al igual que la barba, tomaría con mucho gusto este
cambio.
Un dedo se deslizó dentro de mi centro, curvándose hacia el dolor.
Excepto que no fue suficiente. Necesitaba más. Lo necesitaba a él.
—Dentro. —Metí la mano entre nosotros, apretando su eje. Terciopelo
y hierro. Caliente y duro—. Entra.
—Aún no.
—Tobias…
—Aún. No. —Cada palabra acentuada con el movimiento de su dedo—
. Quiero sentir tu coño así. Luego con mi lengua. Entonces te daré mi polla.
Cumplió su promesa, poniéndome frenética con su mano antes de
arrancarme los pantalones cortos y las bragas. Luego arrastró esa barba
gloriosa contra la carne tierna de mis muslos internos.
Tarareé, mis ojos se cerraron, mientras un escalofrío recorría mis
venas. Mi mano encontró su sedoso cabello oscuro. Mis dedos se enredaron
en los mechones a medida que me trazaba con su lengua, esta vez contra
mi clítoris.
—Tobias —gemí su nombre, una y otra vez, mientras su boca
continuaba con su tortura deliciosa. Una lamida. Un mordisco. Una
chupada. Mi respiración se convirtió en jadeos entrecortados a medida que
se daba un festín hasta que temblé, de la cabeza a los pies.
Mi espalda se arqueó fuera de la cama, retorciéndose mientras él
sostenía mis caderas en su lugar. Estaba a segundos de una liberación
cegadora, solo una lamida más, cuando desapareció.
Se apartó y se puso de rodillas por encima de mí. La luz de la luna
entraba a raudales por la ventana, proyectando su cuerpo en luces y
sombras. El corte de sus bíceps. Los picos y valles de su pecho. Las ondas
de su abdomen.
Tobias era magnífico. Era mío.
Siempre había sido mío, incluso cuando lo había dejado ir.
Estiré una mano por la suya. La tomó, entrelazó nuestros dedos y la
levantó por encima de su cabeza. Entonces, sus labios chocaron con los
míos, y con un empuje rápido, se plantó profundamente.
Lloriqueé contra su garganta. Temblé bajo sus caricias. Embestida
tras embestida, me mantuvo cautiva hasta que no tuve nada más que hacer
que caer. El orgasmo sacudió mi cuerpo en oleadas a medida que me
apretaba a su alrededor.
—Maldición, nena. —Apretó los dientes, su ritmo nunca disminuyó,
mientras yo cabalgaba las réplicas y dejaba que las estrellas se
desvanecieran detrás de mis ojos.
El sonido de la piel golpeando, de las respiraciones pesadas y los
corazones acelerados, resonó en la habitación. Luego se incorporó, tomó mis
rodillas y me abrazó mientras se corría, vertiéndose dentro de mí con un
rugido.
Se deshizo. Enteramente. Por mí.
Tobias jadeó y se tomó unos momentos para recuperar el aliento.
Luego se pasó una mano por la boca antes de inclinarse para besarme en la
mejilla.
—Maldita sea. Eso fue… siempre es mejor. Cada vez.
—Lo sé —susurré, levantándome para besar su boca.
Nadie se compararía con Tobias. Quizás por eso nunca había querido
a otro hombre. No necesitaba experiencia para saber, en mi alma, que ya
había tenido lo mejor.
Se movió y rompió nuestra conexión, después acurrucó mi espalda
contra su pecho.
—Puedo volver a mi habitación —dije, esperando que no me dejara ir.
Esperando que me pidiera que me quedara.
Pero no pronunció la palabra. Nunca lo había hecho. En cambio, me
abrazó más y arrastró las mantas sobre nuestros cuerpos desnudos.
—Buenas noches, Eva.
Cerré mis ojos.
—Buenas noches, Tobias.

—Toc toc. —Llamé a la puerta de papá y miré dentro de su habitación.


Estaba en su sillón reclinable, dormido mientras el volumen apagado
del televisor hacía todo lo posible por ahogar el sonido de sus ronquidos.
Cerré la puerta detrás de mí y entré de puntillas en la habitación,
tomando asiento en el sofá.
Papá merecía descansar. Se merecía una siesta a media mañana en
la víspera de Año Nuevo. Y debido a mi trabajo, podía tenerlas.
Así que, saqué mi teléfono y jugué un juego de preguntas mientras
esperaba. O intenté jugar. Sobre todo, pensé en anoche con Tobias.
No habíamos hablado mucho esta mañana. Me desperté primero,
saliendo de su cama y dirigiéndome a la ducha. Cuando lo encontré en la
cocina más tarde, estaba vestido para el día con unos jeans y una camiseta
azul marino.
Tenía trabajo que hacer en la oficina, pero había prometido estar en
casa para la cena. Luego celebraríamos el Año Nuevo, suponiendo que
pudiera quedarme despierta hasta la medianoche.
Tenía la sensación de que se aseguraría de que viera los fuegos
artificiales.
Después de una hora, los ronquidos de papá cesaron y abrió los ojos.
—Hola, papá. —Sonreí.
—Eva. —Parpadeó dos veces, luego presionó el botón de la silla para
sentarse más recto—. Lo siento. No sabía que estabas aquí.
—Está bien. No me importa pasar el rato así.
Sonrió, la sonrisa torcida a la que me había acostumbrado estos
últimos tres años.
—¿Último día?
—Sí. —Asentí—. Último día.
—Seguro que te echaré de menos. Me he malcriado al tenerte aquí
tanto tiempo esta vez. ¿Viste a Elena?
—Fui ayer. Y también te extrañaré. —Abrí la boca para decirle que
tenía noticias. Que iba a tener un bebé. Pero el anuncio se alojó en mi
garganta.
Papá era un hombre práctico. Nos había enseñado a amar los horarios
y la rutina. De niñas, el calendario de la cocina estaba marcado con todas
las fechas de viaje de mamá para que supiéramos adónde iba y cuándo
estaría en casa.
Haría preguntas sobre el bebé. Sobre cómo Tobias y yo íbamos a
manejar la crianza y si seguiría haciendo mi trabajo.
Si iba a darle una serie de no sé, sería mejor que primero
consiguiéramos algo de comida.
—Estaba pensando que podríamos ir a almorzar —dije.
—Claro. —Tomó su bastón, se puso de pie y se tomó un momento para
recuperar el equilibrio.
Nos decidimos por una cafetería en la ciudad, una en la que todavía
no había estado. Nos sentamos en un reservado, pedimos sopa y
sándwiches, luego bebimos agua mientras esperábamos nuestras comidas.
—Entonces, te vas de nuevo —dijo papá, jugando con su servilleta.
—Sí. —Siempre era difícil dejar Montana, pero hoy era más amargo
que dulce.
—¿Alguna idea de cuándo puedes hacer un viaje rápido a casa de
visita?
—Aún no estoy segura. ¿Quizás en un mes o dos? Una vez que llegue
allí y me ponga al día con la construcción, tendré una mejor idea.
—¿Y qué estás construyendo esta vez?
—Un centro de logística.
—Ah. —Asintió—. ¿Grande?
—No tan grande como la mayoría. La logística ha sido complicada. Y
los clientes son, eh… especiales. Pero estoy preparada para el desafío.
—Por supuesto que lo estás. —Sonrió—. Mi niña nunca retrocede de
un desafío.
¿Era por eso por lo que me iba? ¿Porque era demasiado terca para
retroceder? ¿O porque en realidad me gustaba el trabajo?
—¿Puedo preguntarte algo de mamá?
—Sí. Adelante. —Asintió, pero hubo tensión en sus hombros. Una
tensión que había visto toda mi vida cuando mamá era mencionada en la
conversación.
—¿Crees que soy como ella? —Era la pregunta que había querido
hacer durante años, pero no había tenido el coraje.
—¿Te refieres al viaje?
Asentí.
—Sí.
—No. —Se rio entre dientes—. En lo más mínimo.
—¿E-en serio? —Porque cuando me miraba al espejo, veía las
similitudes.
—Eva, tu mamá viajaba para escapar de su vida. Quizás fue por mi
culpa. Nunca fuimos amigos. Creo que aprendió desde el principio que
cuando llegaba a casa, no era a su casa, sino a la mía. No hablábamos. No
nos reíamos. Simplemente coexistíamos. Y odio que ustedes, hayan pagado
el precio de nuestra indiferencia.
Mi corazón se retorció, no por nosotras, sino por ellos. Sabía lo que
era estar enamorada de tu mejor amigo. Magia pura.
—Probablemente no debería decirte esto, pero cuando tenías dos
años, hablamos del divorcio —dijo—. A Michelle le preocupaba que, si al
menos no podía volver a casa contigo y con Elena, se olvidarían de ella por
completo. Así que, resolvimos nuestro arreglo. Acordamos aguantar hasta
que te graduaras.
—Eso no pudo haber sido fácil —dije.
—Tengo mucho resentimiento reprimido hacia tu madre. No fue fácil
y supongo… creo que podría haberse esforzado más por estar en casa. Ser
parte de sus vidas. En cambio, tomó todos los viajes que le dieron. Escapó
de cualquier cosa que se pareciera a estar atada.
—¿No es eso lo que estoy haciendo? —La culpa se apoderó de mi voz.
—Ni siquiera cerca. —Estiró su brazo sano sobre la mesa, su mano
cubriendo la mía—. Corres, corres y corres. Tomas cada tarea que se te
presenta y la aplastas como una lata de refresco vacía, destinada a la
papelera de reciclaje. Pero cuando estás lista para detenerte, te detienes.
¿Estaba lista para detenerme? Estaba llegando. Me sentía fatigada,
cada vez más con cada mudanza.
—Mamá estuvo aquí hace unos días —admití.
—Lo sé —murmuró—. Vino a verme.
—¿Qué? ¿Lo hizo? No sabía que se mantenían en contacto.
—No a menudo. Pero cuando está en la ciudad, pasa. Hablamos de ti.
Hablamos de Elena. Sabe los detalles sobre ti, de forma muy parecida a
como solía hacerlo cuando eras más joven. Luego sigue su camino.
Conocidos. Así vivía mamá su vida, con conocidos.
Me dio una sonrisa triste.
—Durante mucho tiempo, deseé que Michelle solo… nos amara. Me
amara. Pero me di cuenta de algo hace años. No está hecha para amar
profundamente. No está en su composición. Pero está en la tuya.
Tragué el nudo en mi garganta, haciendo todo lo posible por no llorar.
—Espero que tengas razón.
—Oh, tengo razón. —Recogió su cuchara—. ¿Cómo está Tobias?
Negué con la cabeza, dejando escapar una risa seca. Bien jugado,
papá.
—Está bien. Yo, eh, de hecho, tengo algo importante que decirte.
—¿Van a volver a estar juntos? —Dolió ver tanta esperanza en su
rostro. Papá siempre había amado a Tobias.
—No. No lo haremos. Pero vamos a, eh… ¿tener un bebé?
Papá parpadeó. Probablemente porque lo había dicho como una
pregunta. Su cuchara repiqueteó sobre la mesa cuando se le escapó de la
mano.
—Estoy embarazada. —Eeek—. Sorpresa.

Para cuando regresé a la casa de Tobias, sentí como si hubiera corrido


un maratón. Como era de esperar, papá no había sido tímido con las
preguntas. Tampoco había sido tímido al decirme que todavía no estoy
segura y lo descubriremos eventualmente no eran respuestas reales cuando
se trataba de un bebé.
Estacioné en el camino de entrada, no en el garaje, y saqué el abridor
de la visera. El auto no era mío, solo un contrato de arrendamiento. Alguien
de la compañía de reubicación lo recogería mañana en el estacionamiento
del aeropuerto y no quería olvidar el control remoto del garaje de Tobias.
La nieve caía como polvo blanco cuando entré, pisoteando la alfombra
con mis zapatos. La casa olía a la colonia de Tobias. Una respiración y mis
hombros se hundieron.
Extrañaría ese olor. Era como… estar en casa.
Hasta mañana.
Como había hecho en innumerables ocasiones, empaqué mi maleta y
la preparé para viajar. Me aseguré de tener mi pasaporte y un libro
descargado en mi Kindle. Me registré para mi vuelo y me aseguré de tener
la documentación de mi visa a mano. Luego me retiré a la sala de estar,
acurrucándome en la silla más cercana a la ventana.
La nieve caía más pesada ahora. El patio era un manto de suaves
bultos blancos. Más allá de los árboles sin hojas, al otro lado de la propiedad
de Tobias, había una colina. No era una colina grande, pero lo suficiente
como para que un niño pueda andar en trineo en un día como este.
Aquí reinaba la paz. ¿Cómo no me había dado cuenta de eso antes de
hoy? No extrañaba el ruido de la ciudad. No extrañaba el tráfico ni el
transporte público. No extrañaba las aceras llenas de gente ni los vecinos
ruidosos. Tobias no solo había construido una casa, sino un santuario. Su
retiro.
Hace años, esta casa había sido un boceto en servilleta.
Probablemente no se dio cuenta de que recordaba la noche en que la dibujó.
Habíamos estado en mi apartamento, los dos solos, comiendo comida
china para llevar. Primero había hecho garabatos en una caja con bolígrafo
azul antes de ponerse serio y sacar una servilleta. Cuatro habitaciones. Una
oficina. Concepto abierto con techos altos y una cocina amplia. Quería vivir
fuera de la ciudad, donde tuviera una vista despejada de las montañas.
Había querido una gran cantidad de ventanas para poder ver los amaneceres
y atardeceres.
Me encantó haber sido la primera en escuchar de la casa de sus
sueños. Me encantó que hubiera hecho realidad ese sueño.
Acurrucándome más profundamente en los cojines de la silla, doblé
mis pies en el asiento. Me imaginé a una niña de cabello oscuro y ojos azules
riendo tontamente mientras hacía ángeles de nieve en el jardín. O tal vez un
niño pequeño haciendo todo lo posible para construir un muñeco de nieve.
—¿Por qué no nos has pedido que nos quedemos? —susurré,
deslizando una mano por mi vientre.
El bebé no tenía la respuesta.
Tampoco yo.
Tobias

Encontré a Eva dormida en la silla. Sus labios estaban ligeramente


separados. Sus rodillas estaban presionadas juntas. Una mano acunaba su
mejilla mientras la otra se extendía sobre su vientre.
Llevaba minutos aquí de pie, solo mirando. Herido. Porque, maldita
sea, la amaba.
Siempre la había amado.
Siempre lo haría.
Y mañana, la vería alejarse. Era como si rompieran mi corazón de
nuevo.
Pasé una mano por mi rostro y me obligué a salir de la sala de estar,
retirándome a mi oficina. Pasé las siguientes tres horas intentando pensar
en cualquier cosa que no fuera Eva y el bebé, mientras afuera la nieve seguía
cayendo, pesando mucho en el suelo. Pesando tanto como mi corazón.
—Hola.
Levanté la vista de mi escritorio y encontré a Eva apoyada en el marco
de la puerta.
—Hola.
—No me había dado cuenta de lo cansada que estaba. —Bostezó—.
¿Hace mucho que has regresado?
—Unas pocas horas.
Su mirada se desvió más allá de mi hombro hacia las ventanas. Las
luces de la casa captaban los copos de nieve al caer, pero más allá de ellas
estaba oscuro.
—Está blanco y negro ahí fuera. Espero que no cancelen mi vuelo
mañana.
No podía decir lo mismo.
—¿Tienes hambre? —Me levanté de la silla.
—Claro. Puedo cocinar.
—Yo lo haré. Hazme compañía. —La acompañé a la cocina, con mi
mano apoyada en la parte baja de su espalda.
Si ella se iba, también podría tocarla mientras pudiera. La próxima
vez que nos veamos, es posible que no quiera que la toque. Tal vez nunca
volvería a hacerlo.
Eva se sentó frente la isla, en su taburete, mientras yo comenzaba a
preparar un plato de pasta.
—Así que deberíamos hablar.
—Sí. —Puse una olla de agua a hervir—. Probablemente deberíamos
hacerlo.
—Estaba pensando… —El timbre de su teléfono atravesó la
habitación—. Lo siento.
Se deslizó de su asiento y respondió.
—¿Hola?
Saqué algunas verduras y salchichas de la nevera, trabajando y
escuchando mientras ella hablaba.
—Dispara. —Ella suspiró—. Bueno, al menos estaré allí pronto. El
lunes a primera hora me reuniré con ellos y veré si puedo arreglar las cosas.
Reenvíame su correo electrónico. Lo revisaré en mi vuelo.
Eva se paseaba a lo largo de la isla mientras escuchaba, metiendo su
labio inferior entre los dientes. Luego asintió.
—Hablamos entonces. Adiós.
—¿Problemas? —pregunté mientras ella regresaba a su taburete.
—Era mi jefe. Los clientes de este proyecto no son precisamente fáciles
de tratar. De momento, están frustrados porque la construcción no avanza
tan rápido como les gustaría. Acaban de enviar un desagradable correo
electrónico amenazando con traer a su abogado si no mostramos algún
progreso visible en los próximos treinta días. Mi jefe es un gran tipo, pero
correos electrónicos como ese lo hacen caer en picada.
—Ninguna construcción construye tan rápido como lo desea el cliente.
—Es cierto. Pero saldrá bien. Una vez que llegue allí, establezca una
relación y vean algún progreso, nos los ganaremos.
Ella se los ganará.
—De eso, no tengo ninguna duda.
A Eva le encantaban los desafíos. Un semestre en la universidad se
había inscrito para obtener veintitrés créditos, añadiendo una clase más de
lo normal. Había sido un montón de trabajo, pero había tenido la
determinación de no fallar. Los había superado a todos.
—¿Cuál ha sido tu proyecto favorito? —le pregunté.
—Probablemente el de Phoenix.
Me concentré en preparar nuestra comida mientras ella me contaba
historias sobre sus tareas favoritas. Luego le entregué un plato, ocupando
el espacio a su lado y levantando mi vaso de zumo de uva con gas para
brindar.
—Salud.
Ella chocó su vaso con el mío.
—Salud.
—Es interesante escucharte hablar de tus edificios —dije mientras
comíamos—. Te gustan por los clientes o los capataces. A mí me gustan los
míos por la estructura en sí.
—Quiero decir… no hay mucho que me guste de los edificios aburridos
y cuadrados. Así que sí, por lo general, los que destacan son porque me
gusta la gente.
—¿Sigues en contacto con ellos?
—La verdad es que no. Es difícil cuando me voy. En el momento en
que realmente me encuentro con amigos, por lo general está cerca del
momento en que estoy a punto de irme. Nos distanciamos.
—Lo siento.
Ella se encogió de hombros, girando el tenedor en su pasta.
—Puede volverse solitario. Esa es mi única queja. Hay días en los que
me siento como en una isla. Pero entonces llamo a casa y hablo con Elena
o papá, y recuerdo que siempre los tendré.
—Y a mí. Me tendrás a mí.
Sus ojos se suavizaron.
—Gracias.
—Así que... antes de tu llamada, ibas a decir algo.
—Oh, solo que he estado pensando. Tal vez podríamos elegir un fin de
semana largo para que vengas a Londres. Si puedes escaparte. Una vez allí,
buscaré un médico. Podríamos programar una cita con el viaje.
—Sí. —Era una idea totalmente razonable. Jodida y totalmente
razonable. Pero eso me puso al límite, y mis dedos agarraron el tenedor con
demasiada fuerza.
—Y luego puedo venir aquí. Puedo hacer algunos viajes mientras me
sea posible viajar.
Hasta que ningún médico la dejara subir a un avión y estuviera a
medio mundo de distancia. ¿Quién sabía cuándo entraría en trabajo de
parto? ¿Quién la llevaría al hospital? ¿Quién estaría allí para asegurarse de
que no levantara nada demasiado pesado?
Solté el tenedor antes de doblar el metal y de que mi mano se cerrara
en puño sobre la isla.
—Pero estarás aquí para tener el bebé. Dijiste que tu proyecto sería
de seis a ocho meses, ¿no?
—Um, ¿quizás? El proyecto podría... tomar más tiempo.
—¿Qué? —interrumpí. ¿De dónde diablos había salido esto? ¿Por qué
no lo había mencionado a principios de esta semana?
—Podría tardar hasta un año.
Parpadeé.
—¿Un año?
¿Qué pasaría cuando se pusiera de parto? ¿Y si sucediera demasiado
rápido y no pudiera llegar a tiempo?
Me bajé del taburete y pasé una mano por mi cabello mientras
caminaba alrededor de la isla. Estar sentados uno al lado del otro no
funcionaba. Necesitaba mirar su rostro y asegurarme de que estaba
entendiendo esto.
—Así que vas a tener el bebé en Londres.
—Dado el momento, probablemente. Sí. Dudo que mi médico quiera
que vuele a Montana durante mi tercer trimestre.
—¿Entonces qué? ¿Licencia por maternidad?
—Depende del proyecto. Tendré que hablar con mi jefe. Puede que
quiera enviar a alguien para ayudar en ese momento. Pero si va bien,
entonces podría trabajar desde casa. Hacer visitas ocasionales al lugar.
—¿Es una opción? ¿Encontrar a alguien más para hacer este trabajo?
Ella se sentó más erguida.
—Tal vez. Prefiero no preguntar.
—¿Y si te busca un trabajo más cerca de Montana?
—De nuevo, prefiero no preguntar. Quiero hacer este proyecto de
Londres.
—No le pedirás a tu jefe que te asigne un trabajo en Estados Unidos.
Pero me pedirás que vuele de un lado a otro, con suerte con suficiente
antelación para que pueda estar allí para el nacimiento de mi hijo. ¿Y luego
qué? ¿Consigues una nueva asignación? ¿Haces las maletas y te vas a otro
lugar?
—No lo sé. —Se bajó del taburete y se paseó por un lado de la isla
mientras yo hacía lo mismo en el lado opuesto—. No lo sé. No lo sé. Acabo
de asimilar el hecho de que estoy cultivando un ser humano. Todavía no he
pensado cómo voy a criarlo.
—No puedes.
Ella jadeó, sus pies se detuvieron.
—¿Qué?
—Esta no puede ser la vida que quieres para nuestro hijo. Viajando
por todas partes. Saltando de escuela en escuela.
—Puede que no sea así.
—¿Entonces dejarás tu trabajo?
—No lo sé. —Levantó las manos—. ¿Debo tener las respuestas hoy?
—No, pero una maldita dirección estaría bien. Tengo que saber lo que
estás pensando. Tengo que saber lo que vas a sacrificar. Tengo que saber
que no serás como tu madre. —Me arrepentí en el momento en que dije esas
palabras. Mierda.
Eva jadeó.
—No puedo creer que me hayas dicho eso. ¿Por qué todas nuestras
conversaciones han sido sobre mis sacrificios? ¿Y tú? ¿Qué?
—¿Yo? —señalé mi pecho—. Tengo un trabajo estable. Me hago cargo
de la empresa de mi padre. Tengo una casa. Una maldita dirección. ¿De
verdad crees que voy a renunciar a eso? Ambos sabemos que el lugar
correcto para que este niño crezca es aquí. Conmigo.
Los ojos de Eva se agrandaron. Su boca se abrió.
—¿Qué?
—Tiene sentido. Si mantienes tu trabajo, el bebé debería vivir aquí.
El aire en la habitación se congeló. El único sonido era mi corazón
acelerado. Eva me miró fijamente y mi mayor miedo cobró vida.
No había más que desprecio en sus ojos. Nada más que resentimiento.
Ella me odiaba.
Y si quedaba un trozo de mi corazón que ella no hubiera roto la
primera vez, se hizo añicos en este mismo momento.
Excepto que ni siquiera podía culparla. Esta vez… fue mi culpa.
—Un ultimátum —susurró, con los ojos llenos de lágrimas—. No
puedo creer que me hayas dado un ultimátum. ¿Sabes lo que deseaba
antes? Que me pidieras que me quedara.
Mi corazón se detuvo.
—Pero no lo hiciste. No antes. Ni ahora. Nunca me has pedido que me
quede. —Y a juzgar por el tono de su voz, ahora era demasiado tarde.
—Me has roto el maldito corazón.
—Entonces supongo que esta noche estamos a mano. —Ella tragó
saliva con fuerza—. Feliz Año Nuevo, Tobias.
El sonido de la puerta al cerrarse resonó en la casa. Me quedé
paralizado, inmovilizado por el dolor.
Ella me odiaba.
Para ser justos, esta noche también me odiaba a mí mismo.
Eva

Mis ojos estaban hinchados y los círculos debajo de ellos azules. Las
mejillas manchadas y los labios pálidos, no eran un buen aspecto para mí.
No era exactamente así como esperaba comenzar mi año nuevo, llorando
durante la medianoche y apenas durmiendo. Pero al menos podría tomar
una siesta en el avión.
Estiré una cinta para el cabello alrededor de mi muñeca y luego me
miré por última vez en el espejo. Sí, me veía para la mierda. La última vez
que me vi así de horrible había sido hace años. Este era el rostro que había
usado durante semanas después de mudarme a Nueva York.
Era como si la angustia fuera tan inmensa que no podía quedarse
dentro. Blanqueaba mi piel. Hundía mis mejillas. Se ubicaba como una
chimenea de ladrillos sobre mis hombros.
El ultimátum de Tobias pasó por mi mente. Hacía difícil ver con
claridad por qué la peor parte era que…
Tenía razón.
Me estaba aferrando a la esperanza tonta de que mi vida no tuviera
que cambiar. Pero nada en mi vida era normal. No podía arrastrar a un bebé
conmigo de ciudad en ciudad. No podía mantener mi trabajo y ser madre.
Él tenía razón. Sabía que tenía razón. Lo había sabido desde hace una
semana.
Sin embargo, anoche, incluso después de todas esas palabras, no me
había pedido que me quedara. Quería al bebé. Solo que, no a mí.
Me limpié las mejillas y sorbí el escozor de mi nariz. Luego me armé
de valor, me puse el abrigo y recogí la maleta. No, no podía trabajar para
siempre, al menos no en la misma capacidad. Pero no iba a renunciar hoy.
No iba a renunciar mañana.
Iría a Londres, me daría tiempo para lamentar la pérdida de mi carrera
y luego formularía un plan de salida. Era hora de actualizar mi currículum.
Con mi maleta arrastrándose detrás de mí, coloqué la correa de mi
mochila sobre un hombro y dejé atrás el dormitorio de invitados de Tobias.
¿Lo convertiría en la guardería del bebé?
Apreté la mandíbula para evitar que la emoción burbujeara libremente
a medida que marchaba por el pasillo.
El aroma del café me recibió en la cocina. Tobias estaba de pie junto
al fregadero, de espaldas a mí mientras miraba por la ventana que daba a
su patio trasero.
¿Pondría un columpio ahí fuera? ¿O tal vez una casa de juegos?
¿Haría de esta casa un paraíso de niños para que yo no tuviera oportunidad
de competir?
Tobias se volvió, sus ojos se lanzaron a mis bolsas.
—Te ayudaré a cargar.
—Puedo hacerlo. —Levanté la barbilla—. Gracias por dejarme dormir
aquí esta semana. Le quité los cobertores a la cama. Las toallas están en la
cesta.
Él asintió.
—Lo aprecio.
Mi corazón martilleó tres latidos por cada paso hacia la puerta
principal. Giré el picaporte, pero antes de que pudiera salir, me quitó la
maleta de mi mano.
Tobias estaba allí, tan cerca que podía oler su colonia. La aspiré,
sosteniéndola durante un momento largo, luego exhalé.
Me siguió de cerca a medida que avanzaba hacia el frío, mi aliento
flotando en una nube blanca mientras cruzaba la acera limpia. Debió de
palear mientras estaba en la ducha. También había limpiado la nieve de mi
auto.
Apreté el botón del maletero y me hice a un lado para que pudiera
cargar mi maleta. Luego arrojé mi mochila y encontré su mirada.
Esos ojos azules eran como zafiros, brillando bajo el sol de la mañana.
Su manzana de Adán se balanceó a medida que tragaba.
—Llámame.
—Lo haré.
Me estudió, las ojeras y la piel apagada, su frente fruncida.
—Eva, yo…
—No lo hagas. —Mi voz tembló—. Por favor, no lo hagas. Necesito
ponerme en marcha.
Y pendía de un hilo. No podía pelear con él, no otra vez.
—Está bien. —Se movió, apartándose de mi camino para que no nos
tocáramos cuando pasé junto a él y me apresuré hacia la puerta del lado del
conductor.
Me deslicé dentro, el frío del asiento se filtró a través de mis jeans.
Tobias apoyó las manos en el techo y se agachó mientras yo insertaba
la llave en el encendido.
—Lo siento. Si sirve de algo, lo que dije anoche, lo siento.
Las lágrimas amenazaron con salir, así que simplemente asentí y giré
la llave.
—Adiós, Tobias.
Sus manos cayeron a sus costados y se alejó.
—Adiós, Eva.
Otro adiós miserable.
No me permití mirarlo mientras salía del camino de entrada. No me
permití mirar por el espejo retrovisor mientras mis neumáticos crujieron
sobre la nieve fresca de su carril. No me permití pensar que había
arrepentimiento en su rostro cuando se despidió.
Esta semana había sido una epopeya épica, desde esa canción
estúpida hasta la pelea de anoche.
Debí haberme quedado en mi apartamento vacío. Debimos haber
mantenido los límites. Había pasado demasiado tiempo para que nos
metiéramos en la cama juntos. Podría conocerme mejor que nadie, pero eso
no significaba que fuera la misma joven que había sido en la universidad.
Nos habíamos separado. Nos convertimos en personas diferentes.
Y ahora, tendríamos que encontrar la manera de convertirnos en
padres.
Los kilómetros hasta el aeropuerto pasaron borrosos. Mi enfoque era
inexistente, pero había un lado positivo en mudarme y viajar con tanta
frecuencia. Me moví por el aeropuerto con facilidad mecánica, registré mi
equipaje y navegué por seguridad. La mayoría de las sillas fuera de la puerta
estaban llenas, pero encontré un asiento vacío junto a una ventana.
Había una pareja mayor sentada frente a mí. Me encontré con la
mirada de la mujer y estaba tan llena de lástima que hice una mueca. De
acuerdo, tal vez me veía peor que una mierda. Los asistentes de vuelo
probablemente me preguntarían si estaba bien.
Forcé una sonrisa tensa a la mujer, luego me giré de lado en el asiento,
doblando mis piernas hacia mi pecho para poder mirar hacia afuera.
El personal de tierra estaba ocupado cargando maletas en una cinta
transportadora. Un hombre con un chaleco de neón agitaba dos varitas
naranjas. Mamá nos había enseñado hace años cómo los pilotos navegaban
por las líneas de pista y los marcadores.
¿A qué aeropuerto volaría ella hoy? ¿Alguna vez se sintió triste al venir
a este aeropuerto? Porque yo sí. Cada vez.
Me quedé mirando a los trabajadores, manteniendo mis ojos
enfocados a través del vidrio mientras las lágrimas comenzaban a caer.
Esto era tan jodidamente familiar. Esto era como el día que me fui a
Nueva York.
Estaba de nuevo en una silla de vinilo azul. Volví a llorar en el
aeropuerto de Bozeman. Estaba mirando un Boeing 737 con el corazón
hecho confeti.
Mi mano encontró mi vientre. Lo apreté, cerrando los ojos con fuerza.
¿Estaba cometiendo un gran error? ¿Me arrepentiría de esta decisión?
Antes de Nueva York, no había habido una pizca de vacilación en mi
mente. Sí, había estado devastada y destrozada por Tobias, pero cuando el
agente de la puerta llamó mi fila, me había puesto de pie, me sequé la cara
y bajé por el puente aéreo.
Las dudas de hoy eran paralizantes. Me mantuvieron inmovilizada en
mi silla, incluso cuando me llamaron por mi nombre. Incluso mientras el
avión rodaba por la pista.
Incluso cuando echó a volar sin mí.
Tobias

El lápiz en mi mano se partió por la mitad. Ese era el tercero esta


mañana. La línea de grafito en mi boceto lo hizo inutilizable, así que lo
arrugué en un puño y lo arrojé a la basura.
—Maldita sea. —Me levanté de la silla y salí furioso de la oficina. ¿Qué
sentido tenía trabajar? No podía concentrarme y estaba tan tenso que mis
suministros de oficina estaban pagando el precio.
Revisé mi teléfono nuevamente. Eva se había ido hace dos horas.
Probablemente estaba en el aeropuerto, a punto de tomar su vuelo. ¿Estaba
bien? Esta mañana se veía cansada, enojada y… dolida.
Por eso nunca quise pelear con ella. Porque me hacía sentir como si
estuviera muy enojado.
Busqué su nombre en mi teléfono, mis dedos cerniéndose sobre el
teclado para enviarle un mensaje de texto. Pero ¿qué se suponía que tenía
que decir? ¿Lo siento? Sí, lo intenté esta mañana.
Buen viaje.
Lo escribí. Lo borré.
Te extraño.
Escribir. Borrar.
Quédate.
Escribir.
Borrar.
Era muy tarde. Después de nuestra pelea, casi la empujé por la
puerta. Además, si iba a quedarse, tenía que ser su decisión.
Quizás era algo bueno que no nos veríamos por un par de meses.
Quizás para entonces nuestros sentimientos no estarían tan crudos. Se
instalaría en Londres y podría tener una mejor idea de cuánto tiempo
llevaría este trabajo.
Yo tendría que esperar.
Mis manos se cerraron en puños. ¿Meses? De ninguna manera. Me
había vuelto loco en solo una hora. ¿Cómo podría soportar meses?
La casa, mi santuario, se sintió vacía esta mañana. Pronto, su olor se
desvanecería. Olvidaría cómo se veía cuando estaba sentada en la isla.
Extrañaría tenerla a mi lado en el sofá viendo películas Hallmark.
¿En serio este era un hogar si mi corazón estaba de camino a Londres?
El ruido de pasos en la escalinata me llamó la atención, seguido por
el timbre de la puerta. ¿Era Eva? ¿Había vuelto? Volé hacia la puerta y la
abrí.
—Hola. —Maddox alzó la barbilla.
Mis hombros cayeron.
—Hola.
—¿Esperando que fuera otra persona?
—Eva. —Le indiqué que entrara—. Se fue esta mañana.
—¿A Londres? —preguntó, bajando la cremallera de su abrigo.
—Sí. —Metí las manos en los bolsillos y luego las liberé. Arrastré mi
palma sobre mi mejilla, luego a través de mi cabello. Si no me movía, sentía
que explotaría—. ¿Qué sucede?
—Solo vine a ver cómo estabas.
Parpadeé.
—¿Por qué?
Maddox se rio entre dientes.
—Porque soy tu hermano. Y por lo que parece, llegué justo a tiempo.
Si sigues frotándote la barba así, no tendrás que preocuparte por afeitarte.
—¿Qué? Oh. —Solté mi mano de mi mandíbula. La metí en mi bolsillo
y volví a sacarla.
—Háblame. —Maddox me dio una palmada en el hombro y me llevó
hacia la sala de estar. Me guio a la silla mientras se sentaba en el borde del
sofá—. ¿Hablaron del bebé?
—Sí. —Estuve sentado durante cinco segundos completos antes de
ponerme de pie—. Anoche tuvimos una pelea. Le dije que pensaba que el
bebé debería vivir aquí conmigo ya que ella viaja por todas partes.
Maddox hizo una mueca.
—¿Cómo te fue?
—Nada bien.
—¿Qué dijo cuando le preguntaste si consideraría quedarse en
Montana?
—Yo, eh, no se lo pregunté.
—¿Qué? ¿Por qué no? —Me miró como si me hubieran crecido dos
cabezas.
—Porque es complicado.
Se inclinó más hacia el sofá y pasó un brazo por encima del respaldo.
—Tengo tiempo para lo complicado.
Solté un suspiro largo.
—No quiero que se quede porque se lo pedí. Quiero que se quede
porque quiere quedarse. Porque ella me quiere.
—Eso es justo.
Caminé a lo largo de la chimenea, con el corazón en la garganta. ¿Ella
me quería? ¿Quizás lo habría hecho antes de ayer? Pero después de
anoche…
—Es la indicada —confesé—. Siempre lo ha sido.
—¿No crees que ella siente lo mismo?
—No lo sé —susurré—. Una vez, sí. Pero luego le pedí que se casara
conmigo, y bueno… no estamos casados.
La boca de Maddox se abrió.
—Espera. ¿Le propusiste matrimonio? ¿Cuándo?
—En la graduación.
—Nadie me lo contó.
—Porque no se lo dije a nadie. Eres la primera persona a la que se lo
he contado. Fue, eh… humillante.
—Puedo imaginarlo. Pero lo hubiéramos entendido. Habríamos estado
allí.
—Lo sé —murmuré—. Creo que parte de la razón por la que no le dije
a nadie fue porque estaba protegiendo a Eva. No quiero que nadie la odie.
Especialmente mamá.
Maddox se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas.
—Así que, no le pediste que se quedara porque te preocupa que te
rechace de nuevo.
Toqué mi nariz.
—Estará bien. Resolveremos esto. Estaba trabajando en unos bocetos
para tu casa. ¿Quieres verlos?
—No. —Frunció el ceño—. Me importa un carajo la casa. No estás
bien, Tobias.
No, no lo estaba.
Mi pecho se sentía demasiado apretado. Mis miembros débiles.
—No sé qué hacer. Quiero estar ahí para ella. Para el bebé.
—Tienes que decirle cómo te sientes. Si quieres que se quede, pídeselo.
Quizás ella te sorprenda.
Quizás lo haría. Básicamente había dicho eso anoche, ¿no? ¿O había
escuchado lo que quería escuchar? Nuestra conversación se estaba
volviendo borrosa y el latido creciente detrás de mis sienes no estaba
ayudando.
—¿Y si no lo hace?
—Entonces, lo sabes —dijo—. Puedes dejarla ir.
¿Dejaría ir a Eva alguna vez?
—Bueno, estoy un poco jodido en este momento. Está de camino a
Londres.
—¿Y?
Le di una mirada de reojo.
—¿Y qué? Trabajo aquí. Mi hogar está aquí. Una vez que tenga un
descanso en mi agenda, planearé un viaje o algo así.
—O podrías ir hoy. —Maddox se puso de pie y rodeó la mesita de café
para pararse frente a mí—. Tobias, la familia es lo primero. Tómalo de un
hombre que ha luchado con ese concepto. Te arrepentirás de cualquier otra
cosa.
—Estoy eligiendo a la familia. Mamá. Papá. Heath. Ahora te mudas a
casa.
—Siempre seremos familia. Pero no somos tu familia. Tuya. La que
estás haciendo. Amo a mamá y papá. A ti y a Heath. Pero mi familia es Violet.
Y por mi hija, no hay nada que no haría.
Mi familia. Solo había una persona con la que quería construir eso.
—Mierda.
—Sí.
—Tengo que ir al aeropuerto.
—Vamos. —Caminó hacia la puerta, quitando su chaqueta del
gancho.
Corrí a tomar mis llaves y la billetera de la encimera de la cocina,
haciendo un escaneo frenético alrededor de la casa. ¿Qué más necesitaba?
¿Ropa? ¿Artículos de aseo?
—Tu pasaporte —ordenó Maddox como si pudiera leer mi mente.
—Cierto. —Corrí hasta la caja fuerte de mi vestidor y tecleé el código.
Con mi pasaporte en la mano, dejé el resto atrás. Había tiendas en Londres.
Podría comprar artículos de primera necesidad como un cepillo de dientes y
jabón en una escala.
Pasé por delante de la cómoda, pensando que al menos podría meter
un par de bóxer limpios y calcetines en el bolsillo de mi abrigo. Abrí el cajón
superior y me congelé. Solo había una cosa que necesitaba.
Un anillo. Tal vez lo había guardado todos estos años porque, en el
fondo, esperaba tener una segunda oportunidad para ponerlo en el dedo de
Eva.
Me puse un abrigo y metí la caja en el bolsillo más cercano a mi
corazón. Maddox ya estaba en su todoterreno cuando entré al frío. Al
momento en que estuve en mi asiento, salió disparado del camino de entrada
y siguió la carretera.
—Mi jet está en un hangar —dijo—. ¿Conoces su itinerario de vuelo?
¿Cuándo aterriza en Londres?
—No. Supongo que primero se va a Seattle. —Cambié frenéticamente
entre las aplicaciones de la aerolínea, comprobando mis opciones—. Hay un
vuelo allí en una hora. Luego una escala de tres horas.
Hoy solo había dos vuelos de Seattle a Londres. Ojalá haya elegido el
correcto. Con suerte, ella iría primero a Seattle, no a Denver ni a Salt Lake.
—Mi piloto te llevará a Heathrow. Solo tendrías que detenerte para
cargar combustible.
—Pero si puedo alcanzarla, entonces tomaré su vuelo a Londres. —
Incluso si ella estuviera enojada conmigo, estaríamos en el mismo avión—.
Déjame ver qué puedo hacer cuando lleguemos al aeropuerto.
Asintió y pisó el acelerador.
Estacionamos en la zona de carga, a Maddox no le importó si lo
remolcaban. Se quedó a mi lado mientras yo corría hacia una recepcionista
y le rogaba que me buscara un vuelo a Londres.
Sus uñas eran largas y chocaron con el teclado mientras escribía.
Luego, una sonrisa lenta se extendió por su rostro.
—Está en el próximo vuelo a Seattle. Luego tengo una conexión a
Londres. Queda un asiento. No es barato.
Le pasé mi tarjeta de crédito.
—Resérvelo.
—Llama si te quedas varado —dijo Maddox—. Enviaré a mi piloto para
que te recoja.
—Gracias.
Él sonrió.
—Ve por ella.
—Lo haré. —Mi corazón se aceleró. Esto estaba sucediendo. Lo estaba
dejando todo atrás para perseguir a mi mujer.
Y supe con cada célula de mi cuerpo que, era la elección correcta.
Con un saludo, mi hermano se dirigió hacia las puertas, pero lo detuve
antes de que pudiera llegar demasiado lejos.
—¿Maddox?
Se volvió.
—¿Sí?
—Me alegro de que estés en casa.
—Yo también. —Un saludo más y luego se abrió paso entre la gente
antes de desaparecer afuera.
La empleada me entregó mis boletos y salí disparado del escritorio,
subiendo las escaleras de dos en dos hacia el puesto de seguridad. Me quité
el cinturón y busqué a tientas para quitarme los zapatos. Luego esperé en
la fila, cambiando mi peso entre mis pies, mientras las cuatro personas
delante de mí caminaban a través del escáner a paso de tortuga.
Vamos. Tenía prisa por llegar a mi puerta y… espera.
La adrenalina corría por mis venas y el ritmo era una tortura. Pero
finalmente, estaba marchando por la terminal.
Escaneé las pantallas, asegurándome de que me dirigía hacia el lugar
correcto. Pasé junto a una zona de asientos vacía y solo vi a una persona
contra el cristal. Sus piernas estaban metidas en la silla mientras miraba
afuera y al otro lado de la pista. Su abrigo rojo abrazaba su cuerpo delgado.
Mis pasos ralentizaron.
Conocía ese abrigo rojo.
—¿Qué demo…? —Cambié de dirección, moviéndome directamente
hacia la ventana. ¿Era real?—. ¿Eva?
Ella se sacudió, girándose de golpe hacia mi voz. Sus ojos color
avellana estaban llenos de lágrimas.
—¿Tobias?
—Pensé que tu vuelo era a las diez.
—Lo era. —Se secó las mejillas furiosamente, sentándose derecha—.
Lo perdí.
¿Por eso estaba llorando?
—Hay otro en una hora.
—Oh. Intentaré… espera. ¿Cómo sabes eso? ¿Qué estás haciendo
aquí?
Me senté en la silla junto a la de ella.
—Tomando el vuelo a Seattle en una hora. Luego haré una conexión
a Londres.
—¿Qué?
—¿Por qué perdiste tu vuelo?
Levantó un hombro.
—Estoy atascada.
Tomé su mano derecha en la mía, entrelazando nuestros dedos. Luego
toqué su dedo índice con mi pulgar.
—Uno. Dos. Tres. Cuatro.
Ella sollozó.
—Declaro una guerra de pulgares.
—Sacude. —Nuestros pulgares se tocaron—. El ganador hace la
primera pregunta.
Ni siquiera se resistió y mi pulgar atrapó el suyo al instante.
—¿Por qué estás atascada?
—Porque no estoy segura de si estoy cometiendo un gran error.
—Adelante, otra vez. —Hicimos otro duelo de pulgares, de nuevo, me
dejó ganar.
—¿Quieres ir a Londres?
—No. Sí. —Sus ojos se inundaron—. No lo sé.
—¿Qué tal si voy contigo?
Su barbilla tembló.
—¿En serio?
—En serio. Si fuera contigo a Londres, ¿te gustaría ir?
—Sí. Pero… ¿luego qué?
—No lo sé, nena. —Dejé su mano para enmarcar su rostro—. No lo sé.
Pero podríamos empezar con este viaje. Luego el siguiente. Lo que sé es que
no puedo dejarte ir. Entonces, si eso significa que voy contigo, aquí estoy.
—Tobias, yo… —Negó con la cabeza—. ¿Qué estás diciendo?
—Te amo.
Otra lágrima cayó.
—También te amo.
Choqué mis labios con los de ella, tragando un gemido. Sus lágrimas
continuaron cayendo, goteando sobre mi rostro, pero cuando la besé, ella
comenzó a reír, aferrándose a mí mientras yo me aferraba a ella hasta que
el agente de la puerta se aclaró la garganta y nos separó.
—¿Realmente irías a Londres conmigo?
—No voy a pedirte que te quedes —dije—. No porque no quiera que te
quedes, sino porque creo que lo harías. Te quedarías por mí y por el bebé,
aunque no estés lista. Quieres Londres. Así que, Londres es lo que haremos.
—Me quedaría.
Sí, lo haría. Pero no la haría elegir. No iba a ser el hombre que sofocara
sus sueños y le diera más ultimátum. Se merecía algo mejor.
—¿Qué tal una aventura más? Abordamos Londres. Después,
decidiremos lo que sigue. Juntos.
—¿Estás seguro? ¿Y tu casa? ¿Tu familia?
Metí un mechón de cabello detrás de su oreja.
—Estoy mirando a mi familia. Estoy mirando fijamente a mi casa.
—No he tenido una casa, una de verdad, en mucho tiempo.
—Ahora la tienes. —Besé su frente, luego tomé su mano una vez
más—. ¿Una lucha de pulgares para ver quién obtiene mi boleto de primera
clase?
Me dio una sonrisa maliciosa. No me dejaría ganar esta vez.
—Adelante.
Eva

Un año después…

—Ya que llegamos temprano, ¿podemos pasar por el sitio del proyecto
muy rápido? —preguntó Tobias mientras conducía hacia la ciudad—. Quiero
ver cómo se ven las luces exteriores por la noche.
—Seguro. ¿En qué dirección?
—En la señal de alto dirígete al norte.
—Cielos. —Le mostré un ceño fruncido—. Cuida tu lenguaje.
—¿Qué?
—Dijiste norte.
Se rio entre dientes, negando con la cabeza.
—Gira a la izquierda en la señal de alto.
—Mejor. —Sonreí con satisfacción, luego miré hacia el retrovisor.
Isabella estaba dormida en su asiento de seguridad, sus pequeños
labios en un puchero perfecto. Esta sería una noche larga para ella,
considerando que ya había pasado su hora de dormir.
Esta noche era la fiesta anual de Navidad de la familia Holiday y
estaba vestida para la ocasión. Su vestido de terciopelo rojo estaba adornado
con blanco. Sus zapatillas no le durarían mucho porque odiaba los zapatos,
pero de todos modos se las había puesto encima de las medias.
—¿Tomaste las orejeras? —preguntó Tobias.
—Sí —murmuré. Esas malditas orejeras—. Están en la bolsa de
pañales.
Sus padres habían contratado una banda en vivo, como lo hacían la
mayoría de los años, y el lugar sería ruidoso. De modo que Tobias había
encontrado unas orejeras para bebé. Excepto que, en lugar de encontrar
unas lindas en rosa o morado, Dios no quiera algo que combinara con su
vestido, encontró naranja.
Naranja brillante.
Cuando le pregunté por qué había elegido un color tan atroz, me dijo
que habían sido las únicas con ajustes para que pudiera usarlas a medida
que creciera.
Mi esposo era tan práctico.
Tobias me había propuesto matrimonio fuera de un baño de mujeres
en el aeropuerto de Seattle. Muy encantador. Para ser justos, arruiné sus
planes de algo romántico. Apoyé la cabeza contra su pecho, y cuando mi
mejilla golpeó algo duro en el bolsillo de su abrigo, lo molesté para que me
dijera qué llevaba hasta que finalmente cedió.
El mismo anillo que había comprado hace años había estado en mi
dedo desde entonces. Y desde la semana pasada, había una alianza de boda
para hacerle compañía.
Nos casamos el día después de que finalmente nos mudamos a casa
en Montana. Los dos habíamos ido al juzgado a almorzar y lo hicimos oficial.
Sin vestido. Sin esmoquin. Solo Tobias, nuestra hija y yo.
No me había tomado mucho tiempo en el proyecto de Londres darme
cuenta de que no estaba preparada para otra mudanza. Para mi tercer
trimestre, cuando mis tobillos estaban hinchados, me dolía la espalda y la
acidez estomacal era insoportable, todo lo que quería era irme a casa.
A Montana.
Papá tenía razón. Necesitaba correr y correr. Pero cuando estuve lista
para parar, nos detuvimos. Habíamos esperado a que Isabella se uniera al
mundo, luego, cuando tuvo la edad suficiente, nos mudamos de nuestro
piso de Londres y volvimos a casa.
Hannah y Keith estaban encantados de tenernos cerca. Habían
vigilado nuestra casa mientras estábamos fuera, manteniéndola limpia y
fresca para nuestras visitas a casa el año pasado. Incluso habían volado
para vernos una vez. Y Keith se había asegurado de que Tobias pudiera
continuar con su trabajo, contratando a otro arquitecto para Holiday
Homes. Así que, mientras Tobias había redactado planos desde lejos, había
habido alguien en Bozeman que actuó como soldado en tierra y ayudó a
llevar a cabo los proyectos.
—Está bien, aquí a la izquierda. —Señaló el parabrisas, dirigiéndonos
a través de un laberinto de caminos hasta que llegamos a una casa que se
alzaba orgullosamente en un campo cubierto de nieve.
—Vaya.
—Quedó bien.
—Eso es quedarse corto, cariño. —Tomé su mano, sonriendo mientras
veía la casa.
Los propietarios querían una casa estilo granero con techo a dos
aguas y puerta de entrada corrediza. Cuando me lo contó, me había
mostrado escéptica, pero dejé que Tobias creara algo encantador y único.
Un gemido pequeño desde el asiento trasero significó que teníamos
que seguir conduciendo, así que quité el pie del freno de mi todoterreno
nuevo y me dirigí a la ciudad.
El hotel Baxter era como un faro dorado, erguido en Main Street. Al
momento en que entramos en el salón de baile del segundo piso, amigos y
familiares nos acosaron para darnos la bienvenida a casa.
Entonces, la banda empezó y Tobias recuperó instantáneamente las
orejeras.
—¿Podrías haber elegido un color diferente? —preguntó Hannah
mientras las colocaba sobre la cabeza de Isabella.
—¿Qué tiene de malo el naranja? —preguntó.
Puse los ojos en blanco.
—No va.
—Es una bebé. No le importa. —Levantó a Isabella de mis brazos, la
besó en la mejilla y la colocó en su lugar favorito en el mundo: la curva de
su brazo.
Me había enamorado de Tobias hace años, pero verlo con nuestra hija
fue como volver a enamorarme.
—Vamos a bailar. —Me tomó de la mano, me dio un beso casto en la
boca y nos condujo a través de la multitud hacia la pista de baile. Con la
bebé en un brazo, me arrastró hacia el otro.
—Me alegra que podamos estar aquí para esto. —Apoyé mi cabeza
contra su hombro mientras nos balanceábamos—. Y para Navidad.
—Yo también —murmuró—. ¿Sin arrepentimientos?
—Ninguno.
Mi jefe no se había alegrado cuando le dije que Londres sería mi último
proyecto. Me ofreció un gran aumento para quedarme, pero lo rechacé.
Porque ya había encontrado otro trabajo.
Después de Año Nuevo, me uniría al equipo de Holiday Homes como
su gerente de proyecto más reciente. Trabajaría para la empresa familiar.
Existía la posibilidad de que Tobias y yo nos matáramos trabajando
en la misma oficina. O existía la posibilidad de que tuviéramos rapiditos en
el horario normal.
Lo resolveríamos. Juntos.
—¿Qué tal un clásico navideño? —preguntó el cantante principal de
la banda por el micrófono mientras completaban una canción—. Hemos
estado cantando karaoke todo el año y es genial. ¿Qué dicen?
La sala estalló en vítores de acuerdo.
Y luego el guitarrista principal comenzó a tocar.
—El primer día de Navidad, mi verdadero amor me regaló.
Miré a Tobias.
Echó la cabeza hacia atrás y se rio.
Luego cantamos juntos. Y al final, cuando llegamos a nuestra versión,
ambos cambiamos la letra.
Dos tórtolas,
Una perdiz y un embarazo.
Willa Nash es el alter ego de Devney Perry, la autora más vendida de
USA Today, que escribe historias románticas contemporáneas para Kindle
Unlimited. Amante del pescado sueco, odia lavar, vive en el estado de
Washington con su esposo y sus dos hijos. Nació y se crio en Montana y le
apasiona escribir libros en el estado que ella llama hogar.
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Holiday Brothers Series:


1. The Naughty, The Nice and The Nanny
2. Three Bells, Two Bows and One Brother's Best Friend
3. A Partridge and a Pregnancy

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