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ENFOQUE ANTROPOLOGICO DEL PACIENTE CON DOLENCIAS CRÓNICAS Y

SU RELACION CON EL CUERPO MEDICO.


MARCELO SARLINGO – AREA DE HUMANIDADES MEDICAS

Las enfermedades crónicas constituyen una epidemia mundial. El término enfermedades


crónicas abarca lo siguiente: cardiopatías y accidentes cerebrovasculares (enfermedades
cardiovasculares), cáncer, trastornos respiratorios crónicos, diabetes, trastornos de la
visión y la audición, además del vasto campo de las enfermedades mentales prevalentes
como la depresión, los diferentes tipos de bipolaridad y las psicosis. La sumatoria de
estas patologías se cobra 35 millones de vidas al año y, en conjunto, son la principal
causa de mortalidad en todo el mundo. En términos de afectación a la calidad de vida y
sus impactos sobre los individuos y las familias, las enfermedades crónicas llevan a la
gente a la pobreza y crean una espiral descendente de incremento de la morbilidad y de
pèrdida de la calidad vida. En cuanto a los aspectos macroecnómicos, estas patologías
socavan el desarrollo económico en muchos países. Alrededor de 80% de las
defunciones ocasionadas por las enfermedades crónicas ocurren en los países de
ingresos bajos y medios, donde vive la mayor parte de la población mundial. Hombres y
mujeres se ven afectados casi por igual y una cuarta parte de todas las defunciones
resultantes de una enfermedad crónica son de personas menores de 60 años.

Es interesante ver que existe conocimiento científico como para abordar de manera
eficaz un problema de este tipo. La Organización Mundial de la Salud ha demostrado
que es posible salvar 36 millones de vidas si se reducen en 2% anual las tasas de
mortalidad por enfermedades crónicas. En el caso de pacientes laboralmente activos y
adultos mayores, las enfermedades con mayor impacto lo constituyen la artritis y otras
patologías musculoesqueléticas, seguidas de enfermedad coronaria, enfermedad mental,
diabetes y enfermedad pulmonar. Este impacto no sólo se limita a lo físico, afectando
otras dimensiones relacionadas a la calidad de vida de estos pacientes, incluyendo salud
mental, capacidad funcional, ansiedad, depresión, fatiga, sueño, participación en roles
sociales, interacción social, capacidad laboral, entre otros. Por ejemplo, ser positivo para
VIH no implica ningún detrimento en la capacidad física de los pacientes, pero si
presenta un profundo impacto sobre el bienestar emocional del individuo.
Adicionalmente, debido a los avances en salud y aumento de la expectativa de vida, un
gran porcentaje de pacientes presenta múltiples patologías, lo que duplica o multiplica
el impacto sobre la calidad de vida y otras dimensiones de la salud de los pacientes.

El aspecto clave de las enfermedades crónicas no transmisibles se encuentra en una


adecuada descripción del PSEA (Proceso Salud/Enfermedad/Atención). Esta es una
categoría amplia que puede operativizarse de diversas maneras atendiendo a las
múltiples mediaciones que introducen las prácticas de la medicina biomédica en
sociedades como la nuestra. El proceso salud/enfermedad/atención constituye un
universal que opera estructuralmente –por supuesto que en forma diferenciada– en toda
sociedad, y en todos los conjuntos sociales estratificados que la integran (ver.
Menéndez, E. 1984, 1985, 1988 a, 1988 b, 1994). La enfermedad y la muerte son parte
de un proceso social dentro del cual se establece colectivamente la subjetividad. Cada
sujeto, desde su nacimiento –cada vez más “medicalizado”–, se constituye e instituye,
por lo menos en parte, a partir del proceso s/e/a. La respuesta social a la incidencia de
enfermedad, daños y/o padecimientos es también un hecho cotidiano y recurrente, pero
además constituye una estructura necesaria para la producción y reproducción de
cualquier sociedad. Es decir que tanto los padecimientos como las respuestas hacia los
mismos constituyen procesos estructurales en todo sistema y en todo conjunto social, y
que, en consecuencia, dichos sistemas y conjuntos sociales no sólo generarán
representaciones y prácticas, sino que estructurarán un saber para enfrentar, convivir,
solucionar y, si es posible, erradicar los padecimientos.

Enfermar, morir, atender la enfermedad y la muerte deben ser pensados como procesos
que no sólo se definen a partir de profesiones e instituciones dadas, específicas y
especializadas, sino como hechos sociales respecto de los cuales los conjuntos sociales
necesitan construir acciones, técnicas e ideologías, una parte de las cuales se organizan
profesionalmente. Dado que los padecimientos constituyen hechos cotidianos y
recurrentes, y que una parte de los mismos pueden aparecer ante los sujetos y los grupos
sociales como amenazas permanentes o circunstanciales, a nivel real o imaginario, los
conjuntos sociales tienen la necesidad de construir significados sociales colectivos
respecto de por lo menos algunos de dichos padecimientos. El proceso s/e/a ha sido, y
sigue siendo, una de las áreas de la vida colectiva donde se estructuran la mayor
cantidad de simbolizaciones y representaciones colectivas en las sociedades, incluidas
las sociedades actuales. Los padecimientos constituyen, en consecuencia, uno de los
principales ejes de construcción de significados colectivos (Granero Xiberta, J. 2003,
Kleinmann, A. y Benson G. 2001).

El proceso salud/enfermedad/atención, así como sus significaciones, se ha desarrollado


dentro de un proceso histórico en el cual se construyen las causales específicas de los
padecimientos, las formas de atención y los sistemas ideológicos (significados) respecto
de los mismos. Este proceso histórico está caracterizado por las relaciones de
hegemonía/subalternidad que opera entre los sectores sociales que entran en relación en
una sociedad determinada, incluidos sus saberes técnicos.

El plano más controversial de las enfermedades crónicas es el manejo del dolor. No es


fácil pensar al dolor como objeto de conocimiento antropológico, que es mi especialidad
para abordar esta temática. En cualquiera de los casos, acarrea grandes problemas de
comunicación, ya que la insuficiencia e imprecisión del lenguaje forman parte de la
gramática del dolor (Das, 2008).

En el libro Sujetos del dolor, agentes de dignidad, Veena Das (2008), quien analiza la
violencia ejercida sobre las mujeres durante los conflictos por la partición de India,
sostiene que pensar que algunos sufrimientos no pueden verbalizarse supone reconocer
la dificultad de trabajar con ellos en la cotidianeidad. Ella misma ha encontrado
dificultades en la enunciación del dolor:

Al tratar de escribir repetidamente sobre los significados de la violencia contra las


mujeres en la sociedad hindú, encuentro que a menudo me eluden los lenguajes del
dolor a través de los cuales las ciencias sociales podrían mirar, tocar o convertirse
en cuerpos textuales sobre los cuales se escribe este dolor. (p. 343)

César Ernesto Abadía Barrero (2008) analiza la producción de Veena Das y sintetiza
su objeto con la siguiente pregunta:
“¿Por qué la experiencia del sufrimiento extremo es tan difícil de verbalizar para quien
la sufre y, para el investigador, tan difícil de escucharla, presenciarla y escribirla?” (p.
476).
Es ese el meollo del problema que Das intenta abordar a lo largo de su obra. Es lo que
se le presentó al momento de etnografiar esa violencia atroz que es el elemento central
de su producción. ¿Pero el dolor siempre destruye la comunicación, o podría crearla?,
¿el dolor no podría generar una comunidad moral? En efecto, existen dos teorías
sociales al respecto (formuladas por las tradiciones sociológicas clásicas): la primera,
según la cual la sociedad marca la pertenencia de sus miembros a través del dolor; y la
segunda, para quien el individuo representa el daño histórico a través del dolor (estando
la memoria inscripta en el cuerpo y viéndose los síntomas como individuales). En estas
teorías lo que está en juego es, justamente, la pregunta acerca de si el dolor desintegra el
sentido de comunidad o es el medio para construirla. Dicho de otro modo, o bien el
dolor destruye la capacidad de comunicar, y con ello, la capacidad de crear comunidad,
o bien el dolor es el medio para crear una comunidad moral.

En La sociedad contra el Estado, Pierre Clastres apuesta a esta segunda teoría, y


examina las prácticas de “tortura” de sociedades indígenas que no eran sino ritos de
pasaje de jóvenes varones a adultos, respecto de lo cual dice: en las sociedades
primitivas, la tortura es la esencia del ritual de iniciación. Pero esta crueldad que se
impone a los cuerpos, ¿no está dirigida a medir la capacidad de resistencia física de
los jóvenes, a asegurar a la sociedad la calidad de sus miembros? (Clastres en Das,
2008, p. 413)

Y una vez completado el rito, existe un remanente del dolor aparentemente olvidado.
Las marcas, las cicatrices de las heridas, quedan en el cuerpo. El varón joven se
convierte en un hombre adulto marcado por aquel rito: la sociedad coloca su marca en él
y el cuerpo se convierte en memoria. Pero esto forma parte de una experiencia
comunitaria, y es a partir de infligir dolor que se crea la igualdad entre los que
participan del ritual.

Marcel Mauss, por su parte, ha investigado los ritos funerarios australianos, y concluyó
que: “todos los tipos de expresión oral de los sentimientos, no solamente los llantos, no
son fenómenos exclusivamente psicológicos o fisiológicos, sino esencialmente
fenómenos sociales, marcados con el signo de la falta de espontaneidad y de la más
perfecta obligación” (Mauss, 1979, p. 325, traducción propia). Pero no se trata de
coerción de la sociedad sobre el individuo al estilo de Durkheim o Simmel; para Mauss,
la expresión de los sentimientos es un lenguaje al cual el individuo recurre para
comunicar a otros lo que siente y, al mismo tiempo, comunicárselo a sí mismo. En el
ritual funerario australiano, el dolor expresado en cantos, llantos y gritos varía en
función de la posición del sujeto (por el sistema de parentesco y el género,
principalmente). Para Mauss, esas manifestaciones son signos de expresiones asimiladas
al estilo del lenguaje. Esos cantos y lamentaciones son una forma de lenguaje. Llorar,
gritar, son como frases y palabras que se revelan porque el grupo puede entenderlas y
porque al decirlas se lo enuncian a sí mismos. “Es esencialmente un simbolismo”
(Mauss, 1979, p. 332).

Das (2008) también comparte la idea de que el dolor nunca puede tratarse como una
experiencia estrictamente personal, aun cuando se infrinja con crueldad a un sujeto
individual (cuando el dolor no genere igualdad, sino desigualdad en el poder, entre —en
términos nietzchenianos—el acreedor y el deudor), aun cuando el dolor coloque al
cuerpo enfrentado al sí mismo (self), siempre la expresión del dolor será una invitación
a compartirlo. En sus observaciones sobre la partición de India detecta la inexistencia de
rituales públicos del duelo, tan estudiados por los antropólogos en diversas sociedades a
lo largo de la disciplina. Esos rituales públicos son un espacio para expresar la pérdida
de la comunidad moral, donde se expresan la ira, los lamentos y las tristezas. Y estos
rituales pueden ser el “primer paso para limpiar el cuerpo social de la gran maldad
social cómplice”(p. 430); pueden ser un espacio terapéutico en el cual se puedan
reconstruir las historias personales de quienes padecen dolor, pero son estos los espacios
que escasean en la sociedad india.

Estas posturas pueden pensarse a la luz de la antropología de las emociones. Catherine


Lutz y Geoffrey White (1988) fueron quienes publicaron los primeros textos
preocupados por delimitar este campo de la antropología, que está atravesado, según
estos autores, por ciertas tensiones: (1) universal/particular (existe una esencia
emocional invariante o hay una diversidad histórica-cultural de la experiencia
emocional); (2) positivismo/interpretativismo (lo emocional es la causa del
comportamiento y es la psicología quien debe estudiarlo, o lo emocional es un aspecto
central del significado cultural); (3) materialismo/idealismo (la emoción es algo material
y biológico en lo que influyen procesos neuroquímicos, o está ligada a aspectos de la
vida social); (4) individual/social (la emoción es privada o es un símbolo social); (5)
romanticismo/racionalismo (la emoción es valorada positivamente y la capacidad de
sentir hace a la condición humana, o es irracional y problemática). Las discusiones
sobre la (im)posibilidad de comunicación se insertarían principalmente en la tensión
individual/social.

Si pensamos que el dolor acarrea un movimiento en la experiencia, un quiebre en la


vida cotidiana, una alteración en el sentido de la existencia, una deconstrucción del
mundo (Good, 1994), y que la comunicación del dolor podría recuperar ese mundo
perdido o crear un mundo vital nuevo, entonces podemos pensar que la posibilidad de
comunicación es un acercamiento a esos rituales inexistentes. La narrativa de
experiencias de dolor podría tener como objetivo hallar un sentido socialmente
compartido del dolor, para ubicarlo en un espacio intersubjetivo en el que adquiera
nuevos significados —movimiento también denominado por Abadía Barrero (2008)
como “terapéutico”—. Abordar la pregunta sobre el sentido del dolor es una tarea de las
ciencias sociales que ha estado un tanto eclipsada porque las sociedades ocultan a sí
mismas el precio que pagan los sujetos por pertenecer a ellas, olvidando el carácter
creado de las “instituciones instituidas” (Castoriadis, 1975). El silencio frente al dolor es
un mecanismo de producción de subjetividades y de continuidad de lo instituido; y en
este proceso, las ciencias sociales han entrado en cierto engranaje societal del silencio
frente al dolor. Ni siquiera el pensamiento racional de que las personas buscan reducir el
dolor y maximizar el placer funciona para explicar y describir cómo los sujetos se
relacionan con el dolor y le otorgan significado. No es tan sencillo; no es tan
matemática la ecuación del dolor. El aporte que nos puede aproximar a la relación con
él es la experiencia de la vida más que la interpretación e inferencias metafísicas.
Observando lo cotidiano es que podemos ver cómo las instituciones pueden producir
dolor, pero también crear una comunidad moral que sea capaz de lidiar con él. Ahora
bien, ¿cómo comunicar ese dolor que vemos como cientistas sociales en la vida
cotidiana?, ¿cómo verbalizar, cómo escribir sobre el dolor en las tentativas de
apropiarnos y compartir ese dolor?.
Al discutir con los postulados filosóficos de Ludwig Wittgenstein sobre el dolor, Veena
Das (2008) intenta llevar al campo de la antropología las hipótesis, conjeturas e
interrogantes de Wittgenstein sobre las posibilidades de representación y verbalización
del dolor. Para este autor no es posible compartir la experiencia del dolor. La
representación del dolor compartido existe solo en la imaginación. Él define el dolor
sentido con el siguiente ejemplo: si cerrando los ojos y sintiendo dolor en la mano
izquierda señalo con la mano derecha la zona de dolor y al abrir los ojos observo que
estoy tocando la mano de mi vecino, eso sería ubicar mi dolor en otro cuerpo; eso sería
compartir el dolor; y eso solo existe en la imaginación. No se experimenta la
representación del dolor compartido.
Veena Das le responde de la siguiente forma:
yo diría que el lenguaje está vinculado de manera bastante inadecuada al mundo del
dolor, o bien que la experiencia del dolor clama por esta respuesta a la posibilidad
de que mi dolor pudiera residir en su cuerpo y que toda la gramática filosófica del
dolor se refiere a permitir que esto suceda. Como sucede en el caso de la creencia,
no puedo ubicar su dolor de la misma manera en que ubico el mío. Lo mejor que
puedo hacer es dejar que me suceda a mí. (Das, 2008, p. 335)

De esta forma, “dejarse afectar” es el modo en que han señalado que es posible
compartir el dolor. “Dejando que el dolor del otro me suceda a mí” es que se puede
recibir el dolor del otro. Si el dolor es acaparamiento, interioridad, cerrazón: una
experiencia de aislamiento (Le Breton, 1999), entonces compartir el cuerpo que sufre y
hacer algo por él tiene el potencial de ser una experiencia sanadora.

La fuerza sanadora de lo colectivo puede hacerse realidad si las experiencias de


sufrimiento que hemos encontrado […] no se convierten en una causa para consolidar la
autoridad de la disciplina, sino más bien en una ocasión para construir un único cuerpo,
y proporcionar voz y tocar a las víctimas de manera que su dolor pueda experimentarse
en otros cuerpos también. (Das, 2008, p. 434)
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