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Documento 6: Enfermedad y cultura

José Luis García García

Catedrático de Antropología. Facultad de Filosofía y ciencias de la educación.

Universidad Complutense. Madrid.

La enfermedad, diferenciada de la patología, se considera aquí como un fenómeno


cultural complejo en el que los indicadores patológicos son transformados en signos
sociales y relacionados simbólicamente con otras dimensiones de la vida social. Esta
pluridimensionalidad incide en la formación del contexto terapéutico.

DE LA PATOLOGIA A LA ENFERMEDAD.

Aun suponiendo unas buenas condiciones asistenciales, la relación médico-enfermo es


sólo un momento, a veces fugaz, del proceso de la enfermedad. Previamente, el
afectado percibe unos síntomas que valora y cataloga de acuerdo con sus experiencias
anteriores. Si así lo decide, los comunica a las personas que le rodean. Se sopesan
colectivamente y se trata de llegar a un primer diagnostico sobre su importancia,
considerando la alternativa de acudir al médico o de tomar algunas precauciones
domésticas. Tras la visita al facultativo, si es que tiene lugar, se analizan sus
recomendaciones y opta por seguirlas literalmente, modificarlas o simplemente
olvidarlas. Mientras tanto, el enfermo se sitúa en una posición especial dentro del
sistema social y moviliza a su alrededor conductas y expectativas peculiares. Quizá sea
necesario suplir su actividad, cuidarle, espiar sus síntomas. La evolución de la
enfermedad es el criterio sobre el que se organiza la vuelta a la cotidianidad.

Todo este largo proceso está culturalmente definido y ello afecta no solo a los
eslabones anteriores y posteriores a la consulta médica, sino al acto médico en sí. Cada
paciente llega con una imagen sociocultural del encuentro ideal. Esta es sumamente
variable y está compuesta por ingredientes heterogéneos que no necesariamente
tienen que ver con el decurso científicamente previsto para la patología: duración de la
visita, pautas de comunicación, naturales de las recomendaciones y su incidencia en la
vida cotidiana, expectativas sobre cantidad y precio del medicamente, etc. La
respuesta del enfermo y de los que le rodean puede verse influida por la adecuación
del encuentro con la imagen previa del mismo.

Pero al mismo tiempo el médico ejerce su profesión dentro de un sistema sociocultural


que le legitima. Dentro de una estricta división del trabajo asume roles que van más
allá del diagnóstico y tratamiento de la enfermedad. Sus observaciones setraducen a
conceptos propios de las relaciones sociales de que la praxis científica: el médico
manda, prohíbe, rescribe o recomienda. Incluso sus conocimientos, como los de
cualquier otra ciencia, están sujetos a paradigmas sociales, y su arte se desarrolla en
escenas y escenarios culturalmente tipificados.
En esta consideración sobre la enfermedad se mezclan e interacción realidades
diferentes .los antropólogos de habla inglesa tratan de clarificarlas sirviéndose de los
tres términos de que disponen para referirse al mundo de la enfermedad: disease,
illness y sickness. La patología (disease) es, en principio, objeto de estudio de la
medicina académica, la experiencia y vivencia de la enfermedad (illness) sería el campo
de lo que se ha venido llamando, dentro de la antropología, etnomedicina. Por último,
la enfermedad como fenómeno complejo, en el que se interfieren la patología y su
percepción en un contexto cultual determinado (sickness) sería la algunos el objeto de
la llamada antropología médica. En este sentido “la enfermedad (sickness) no es un
términovacío de contenido para referirse a la patología (disease) y/o su percepción
(illness)… se puede redefinir como el proceso a través del cual se da significado social a
signos de desordenes conductuales y biológicos, especialmente a los de origen
patológico, convirtiéndolos en síntomas y hechos socialmente significativos” (Young,
1982, pag.270)

Pero esta transformación social de la patología y de su percepción no es arbitraria:


acontece en marcos culturales determinados. Esto equivale a afirmar que solo en la
medicina en que puede afectar momentáneamente a la interacción de un grupo
humano, sino también en cuanto que su significado y desarrollo tiene lugar en el
contexto de las demás instituciones sociales. Trataré, a continuación, de clarificar las
relaciones de la enfermedad con el entorno sociocultural desde perspectivas distintas:
la cultura define y tipifica las enfermedades, las dota de significación social y crea su
contexto terapéutico.

CULTURA DEFINE Y TIPICIFA LA ENFERMEDAD.

La investigación médica occidental ha alcanzado extraordinarios resultados en el


campo de la biología. Unida a estos éxitos, la biomedicina puede pensar que el terreno
que pisa es firme y que objetividad mas absoluta es el distintivo de sus logros; el
organismo es como es, reacciona cómo reacciona y es posible cubrir, con principios
naturales, el saber sobre sus alteraciones.

Los antropólogos, aún reconociendo y admirando sinceramente estos éxitos, tienen


una visión más compleja de la biología humana. Ante todo, la antropología biológica
resalta diferencias importantes, a nivel orgánico, el los grupos humanos, algunas de
ellas inciden directamente en los procesos patológicos, como por ejemplo, el menor
desarrollo de las vías respiratorias en algunos grupos de piel negra, entre los que se
detecta una mayor frecuencia de trastornos pulmonares: estas diferenciasorgánicas no
son, sin embargo, lo más importante, desde el punto de vista antropológico, para el
tema que estamos tratando, sino el hecho de que el transcurrir biológico del hombre,
como el acontecimiento individua, y por lo tanto su organismo, es el sustrato sobre el
que se construyen, culturalmente, determinadas identidades sociales. Todas las
culturas agrupan a sus pacientes por edades y sexo y, según esto, les atribuyen papeles
sociales específicos. Los momentos fundamentales del ciclo vital -nacimiento,
pubertad, procreación y muerte –son situaciones claves para la intervención social. Es
posible considerar como no nacido a un niño que aun no ha sido sometido a un ritual
de nacimiento; como lo es también tener por muerta una persona que no lo está
biológicamente. Hay culturas que organizan ritos de pubertad y reconocen
socialmente la cualidad de púber a individuos que biológicamente no han llegado a
este estado, y que se la niegan a otros que ya o han alcanzado. El genitor o progenitor
biológico no siempre se convierte en el padre del recién nacido. La biología recibe una
interpretación cultural, única operativa en la vida social.

La enfermedad irrumpe en todos los grupos humanos como alteración del


funcionamiento biológico o conductual; pero como consecuencia de la
reinterpretación cultural de los hechos biológicos, el concepto de alteración no es, en
todas partes, el mismo. La obesidad es, entre nosotros, objeto de tratamientomédico:
otros grupos la favorecen y provocan, incluso artificialmente. El personal sanitario
felicitará efusivamente, en occidente, a una madre que acaba de tener gemelos, en
otras culturas esto significaría una alteración del proceso de nacimiento, y uno de ellos
será desatendido. “si se considera, por ejemplo, el proceso de envejecimiento que en
nuestra sociedad nos conduce inexorablemente a la muerte, habríamos de calificar a
este proceso como una enfermedad que nos deteriora progresivamente: caída del
pelo, encanecimiento, caída de los dientes y disminución del vigor físico, intelectual…
imaginemos por un momento un lugar donde la muerte estuviera causada, en toda la
población y por los siglos de los siglos, por un padecimiento tuberculoso, cuyo contagio
fuese irremisible. En esta sociedad la evolución clínica de la tuberculosis sería, ni más
ni menos, que la de la vejez” (Prat, pujadas, comelles 1980 pag 46 y sig.)

Esta relatividad del concepto de alteración aparece más claramente en los llamados
trastornos mentales o conductuales –en un buen número de grupos humanos no se
diferencian de las alteracionessomáticas-. En uno de los primeros estudios sobre el
tema, la antropóloga Ruth Benedict (1976), llegó a tipificar de paranoica la normalidad
dobu (grupo isleño situado en el sur de nueva guinea oriental), y de paranoica
megalomaniaca la kwakiut (nativos de la costa noroccidental de América)
prescindiendo de la exactitud del diagnostico, es un hecho bien probado que la
situación de la persona alterada depende básicamente e la reacción social a su
conducta. Un individuo occidental, cuya percepción sensorial sea generalmente –o en
circunstancias repetidas- alucinatoria, será quizá tildado de esquizofrénico. Ahora bien,
muchas culturas no solo inducen a sus miembros a pasar por este tipo de experiencias,
sino que las exigen. Así lo hacían, por ejemplo, los winnebago –tribu de los grandes
lagos de América-, que pedían a sus jóvenes visiones y diálogos con los espíritus para
poder ser iniciados. Se ha constatado la melancolía de la cultura india, los estados
excitación, de tipo maniaco, de numerosos grupos africanos y los complejos de
persecución, abundantes en aquellas sociedades, donde la brujería tiene una alta
vigencia cultural. El problema que todos estos datos plantean no es simplemente el de
diagnosticar si estamos ante un desorden natural-individual o ante una forma cultural.
En realidad ¿Qué significado tiene ya ese diagnostico? NO es la constitución individual
la que atormente al paciente mental, sino sobre todo, una reacción social que le
problematiza la existencia desde esa constitución.

La transformación social de las alteraciones en síntomas significativos implica además


una tipificación de las enfermedades, que tienen mayor o menor importancia, no tanto
por su etiología, cuanto por su incidencia en el proceso social: “no puede trabajar”;
“no se le puede visitar”; “es contagiosa”; “hay pocas esperanzas de recuperación” son
expresiones bien elocuentes a este respecto y que, sin duda, sirven de base, entre
nosotros para clasificar el trastorno mas que otros hechos diferenciales de naturaleza
biológica.

EL SIGNIFICADO CULTURAL DE LA ENFERMEDAD.

“Cuando Unwolowu quiso hacer las enfermedades tomó fuego y frio y dijo al hombre:
cuando tenas frio no te acerques al fuego. El hombre no lo tomó muy en serio y se
acercó a la lumbre para calentarse. En aquel momento Unwolowu, irritado, hizo que el
pájaroIkono saliese de las llamas. Al hacerlo, golpeo al hombre con sus alas. Como
consecuencia de ello, y desde entonces, hicieron su aparición en el mundo las
enfermedades. Esta es una forma, escogida al azar, de cómo una cultura –en estecaso
un grupo togo- explica la existencia de las enfermedades. Así de falso y así de
verdadero. Así de falso porque el argumento lógicamente no se tiene en pie. Así de
verdadero porque en el mito subyace una asociación que está respaldada por las
conductas y creencias de una comunidad que actúa ante la enfermedad de acuerdo
con ella. Las enfermedades se ubican aquí en el contexto de significación peculiar: el
de la transgresión (se podrían encontrar algunos miles de mitos que inciden en el
mismo tema) y es, desde este contexto, como se las puede combatir. Son conductas
que por el simple hecho de darse resultan irrefutables. La idea natural de la
enfermedad no es ni la más antigua ni la común en los grupos humanos. Ni siquiera
está generalizado en el mundo occidental.

Lo genérico de este tipo de explicaciones es el hecho de que se transciende el dominio


de los síntomas patológicos y se busca el sentido de la enfermedad en otro nivel de
naturaleza diferente: el orden moral de la sociedad. Si en un primer momento, como
ya se ha dicho, se socializan los indicadores patológicos y se transforman en síntomas o
signos significativos, ahora estos síntomas se relacionan simbólicamente con otras
dimensiones de la vida social.
Desde esta perspectiva se comprende la posición del enfermo dentro de su grupo, en
la medida en que es portado de indicadores patológicos se les suministran fármacos y
cuidados adecuados; como signo desencadena conductas sociales especificas (recibe
regalos y visitas; se le satisfacen algunos caprichos, se le eximen de sus obligaciones
cotidianas…); como símbolo señala los límites del sistema subrayado por el contraste
los fundamentos morales del orden social.

Este último punto requiere una clarificación. Decir que la enfermedad alude a los
fundamentos morales del orden social significa que la presencia del enfermo reactiva
la reflexión sobre los valores y creencias en los que se basa el adecuado
funcionamiento social. Ante la enfermedad se desencadenan actitudes de solidaridad y
altruismo; se olvidan enfrentamientos personales, se vuelve a profesor, a través de
plegarias, las creencias transcendentes compartidas por la comunidad; se hace n
promesas que afectan a cambios de actitud y conductuales en aquellas personas
vinculadas con el enfermo, y hasta se busca el padrinazgo celestial distribuyendo las
patologías entre los santos. En el fondo de esta reactivación de los fundamentos
morales del sistema subyace la idea de que la vuelta al cumplimiento estricto de las
obligaciones de cada uno incidirá en la curación del enfermo. Pero ello es así porque,
de alguna manera, se piensa también que la causa de la enfermedad está en el
deterioro de los valores y de las relaciones sociales. En la medida en que las reacciones
que acabamos de describir se constatan también en nuestro mundo occidental, y
coexisten con la llamada medicina científica, se puede comprender el carácter genérico
de la dimensión simbólica de la enfermedad. El pájaroIkono del mito togo nos sigue
golpeando con sus alas.

CULTURA Y CONTEXTO TERAPEUTICO

El modelo que estamos tratando de esbozar y que presenta la enfermedad como un


fenómeno complejo, en el que se mezclan indicadores patológicos, signos de
significado social y relaciones polisémicas, a través de símbolos, es también adecuado
para comprender los distintos contextos terapéuticos que pueden coexistir en un
mismo marco cultural. Con frecuencia, las relaciones entre la medicina científica y la
llamada medicina popular se piensan de forma evolutiva: esta última pertenecería a
una época en la que la superstición y la ignorancia estaban muy extendidas, mientras
que la biomedicina significa la superación de ese pasado a través de la ciencia.

El modelo propuesto nos sugiere más bien que la enfermedad se presenta como un
continuum complejo, tridimensional, y que las formas terapéuticas se pueden orientar
desde estas tres dimensiones, diferenciándolas drásticamente o incluso conjugándolas.
Más que de antagonismo hay que hablar de complementariedad. El médico, por regla
general, la aborda desde los indicadores patológicos; algunos curanderos o
especialistas populares que pertenecen al mismo grupo del accidente y que comparten
con él el significado social de los síntomas actúan preferentemente desde el segundo
nivel, el de los signos; otros personajes, como los ensalmadores, la atacan con
oraciones, y sin manipulaciones de otra naturaleza, desde su dimensión simbólica.

El hecho de que el avance de la biomédica no haya desplazado a las otras formas de


curar, de que sea posible constatar la existencia de pacientes que no encuentran
contracción en acudir simultáneamente al médico, al curandero o al ensalmador, y de
que actualmente se detecte un incremente del curanderismo urbano es bien
significativo a este respecto. Pero incluso en aquellos casos en los que se niegan las
cualidades terapéuticas de estos curadores, es posible descubrir cómo los papeles del
segundo y del tercer nivel son asumidos por el grupo social y por otras instancias
religiosas, jurídicas o incluso médicas.

El grupo social que rodea de forma más inmediata al enfermo es un tamiz que filtra el
diagnóstico médico, lo traduce a signos socialmente reconocidos t actúa, con
frecuencia, por propia iniciativa en el tratamiento de la enfermedad. El llamado
médico de familia, en la medida en que pueda implantarse eficazmente, podría jugar
un papel importante en este segundo nivel de terapia, aunque nunca podrá sustituir al
grupo social como agente activo ante la enfermedad.

A falta de figuras institucionales, el tercer nivel terapéutico, el de los símbolos, lo


asumen igualmente otros personajes: miembros de la propia familia, especialistas
religiosos… es interesante observar que con frecuencia el grupo se lo exige al propio
médico. Al participar éste en un proceso terapéutico que el paciente y los que le
rodean conciben como un continuum, sin diferenciarlo expresamente de la forma en
que analíticamente lo estamos haciendo aquí, se le reviste de una identidad moral en
la que confluyen los valores y fundamentos del orden social. En la medida en que el
enfermo ocupa una posición periférica en relación con el sistema 8levi-strauss 1971,
pág. 20 y sig.) y el médico le ayuda a reintegrarse al mismo, se le considera portador en
grado extremo, de los valores para los que trata de recuperar al paciente. La
intransigencia de la que da pruebas la sociedad, ante los fallos y negligencias humanas
de los médicos no se evidencia tan apasionada y solidariamente como los descuidos de
otros profesionales que, en principio, pueden tener las mismas repercusiones sociales.

Pocos acontecimientos han conmocionado tan profundamente a la sociedad española


en los últimos años como la tragedia del llamado “síndrome tóxico”. La lógica implícita
en la concepción tridimensional de la enfermedad se explicitó bruscamente, con
pruebas irrefutables en ese desgraciado suceso; la clase médica fue sorprendida por
unos indicadores desconocidos; los grupos sociales afectados los tradujeron
rápidamente a signos significativos (incapacidad para trabajar, alteración profunda del
orden familiar, problemas económicos serios, inseguridad ante la recuperación,
integridad del grupo); a nivel simbólico se tambalearon los fundamentos mismos del
sistema: aparecieron la corrupción, la ineficacia y la desorganización administrativa; la
falta de moralidad. Sin duda en este ejercicio asociativo se vieron implicadas
instituciones y personas responsables de la tragedia, pero quizá también otras que no
lo eran tanto. En definitiva, no se trataba solo de acertar con el culpable, sino de
denunciar todo el orden moral del sistema. La terapia que se exige va másallá de la
búsqueda de soluciones para atacar los indicadores patológicos: se pide también una
restitución social que permita la reintegración del paciente a su vida cotidiana y se
apela no solo a la justicia, sino a la conciencia del colectivo social para el
restablecimiento del orden moral.

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