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DE LA PATOLOGIA A LA ENFERMEDAD.
Todo este largo proceso está culturalmente definido y ello afecta no solo a los
eslabones anteriores y posteriores a la consulta médica, sino al acto médico en sí. Cada
paciente llega con una imagen sociocultural del encuentro ideal. Esta es sumamente
variable y está compuesta por ingredientes heterogéneos que no necesariamente
tienen que ver con el decurso científicamente previsto para la patología: duración de la
visita, pautas de comunicación, naturales de las recomendaciones y su incidencia en la
vida cotidiana, expectativas sobre cantidad y precio del medicamente, etc. La
respuesta del enfermo y de los que le rodean puede verse influida por la adecuación
del encuentro con la imagen previa del mismo.
Esta relatividad del concepto de alteración aparece más claramente en los llamados
trastornos mentales o conductuales –en un buen número de grupos humanos no se
diferencian de las alteracionessomáticas-. En uno de los primeros estudios sobre el
tema, la antropóloga Ruth Benedict (1976), llegó a tipificar de paranoica la normalidad
dobu (grupo isleño situado en el sur de nueva guinea oriental), y de paranoica
megalomaniaca la kwakiut (nativos de la costa noroccidental de América)
prescindiendo de la exactitud del diagnostico, es un hecho bien probado que la
situación de la persona alterada depende básicamente e la reacción social a su
conducta. Un individuo occidental, cuya percepción sensorial sea generalmente –o en
circunstancias repetidas- alucinatoria, será quizá tildado de esquizofrénico. Ahora bien,
muchas culturas no solo inducen a sus miembros a pasar por este tipo de experiencias,
sino que las exigen. Así lo hacían, por ejemplo, los winnebago –tribu de los grandes
lagos de América-, que pedían a sus jóvenes visiones y diálogos con los espíritus para
poder ser iniciados. Se ha constatado la melancolía de la cultura india, los estados
excitación, de tipo maniaco, de numerosos grupos africanos y los complejos de
persecución, abundantes en aquellas sociedades, donde la brujería tiene una alta
vigencia cultural. El problema que todos estos datos plantean no es simplemente el de
diagnosticar si estamos ante un desorden natural-individual o ante una forma cultural.
En realidad ¿Qué significado tiene ya ese diagnostico? NO es la constitución individual
la que atormente al paciente mental, sino sobre todo, una reacción social que le
problematiza la existencia desde esa constitución.
“Cuando Unwolowu quiso hacer las enfermedades tomó fuego y frio y dijo al hombre:
cuando tenas frio no te acerques al fuego. El hombre no lo tomó muy en serio y se
acercó a la lumbre para calentarse. En aquel momento Unwolowu, irritado, hizo que el
pájaroIkono saliese de las llamas. Al hacerlo, golpeo al hombre con sus alas. Como
consecuencia de ello, y desde entonces, hicieron su aparición en el mundo las
enfermedades. Esta es una forma, escogida al azar, de cómo una cultura –en estecaso
un grupo togo- explica la existencia de las enfermedades. Así de falso y así de
verdadero. Así de falso porque el argumento lógicamente no se tiene en pie. Así de
verdadero porque en el mito subyace una asociación que está respaldada por las
conductas y creencias de una comunidad que actúa ante la enfermedad de acuerdo
con ella. Las enfermedades se ubican aquí en el contexto de significación peculiar: el
de la transgresión (se podrían encontrar algunos miles de mitos que inciden en el
mismo tema) y es, desde este contexto, como se las puede combatir. Son conductas
que por el simple hecho de darse resultan irrefutables. La idea natural de la
enfermedad no es ni la más antigua ni la común en los grupos humanos. Ni siquiera
está generalizado en el mundo occidental.
Este último punto requiere una clarificación. Decir que la enfermedad alude a los
fundamentos morales del orden social significa que la presencia del enfermo reactiva
la reflexión sobre los valores y creencias en los que se basa el adecuado
funcionamiento social. Ante la enfermedad se desencadenan actitudes de solidaridad y
altruismo; se olvidan enfrentamientos personales, se vuelve a profesor, a través de
plegarias, las creencias transcendentes compartidas por la comunidad; se hace n
promesas que afectan a cambios de actitud y conductuales en aquellas personas
vinculadas con el enfermo, y hasta se busca el padrinazgo celestial distribuyendo las
patologías entre los santos. En el fondo de esta reactivación de los fundamentos
morales del sistema subyace la idea de que la vuelta al cumplimiento estricto de las
obligaciones de cada uno incidirá en la curación del enfermo. Pero ello es así porque,
de alguna manera, se piensa también que la causa de la enfermedad está en el
deterioro de los valores y de las relaciones sociales. En la medida en que las reacciones
que acabamos de describir se constatan también en nuestro mundo occidental, y
coexisten con la llamada medicina científica, se puede comprender el carácter genérico
de la dimensión simbólica de la enfermedad. El pájaroIkono del mito togo nos sigue
golpeando con sus alas.
El modelo propuesto nos sugiere más bien que la enfermedad se presenta como un
continuum complejo, tridimensional, y que las formas terapéuticas se pueden orientar
desde estas tres dimensiones, diferenciándolas drásticamente o incluso conjugándolas.
Más que de antagonismo hay que hablar de complementariedad. El médico, por regla
general, la aborda desde los indicadores patológicos; algunos curanderos o
especialistas populares que pertenecen al mismo grupo del accidente y que comparten
con él el significado social de los síntomas actúan preferentemente desde el segundo
nivel, el de los signos; otros personajes, como los ensalmadores, la atacan con
oraciones, y sin manipulaciones de otra naturaleza, desde su dimensión simbólica.
El grupo social que rodea de forma más inmediata al enfermo es un tamiz que filtra el
diagnóstico médico, lo traduce a signos socialmente reconocidos t actúa, con
frecuencia, por propia iniciativa en el tratamiento de la enfermedad. El llamado
médico de familia, en la medida en que pueda implantarse eficazmente, podría jugar
un papel importante en este segundo nivel de terapia, aunque nunca podrá sustituir al
grupo social como agente activo ante la enfermedad.