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JIMÉNEZ
JIMÉNEZ
1. LA ESTETICA, EN LA ENCRUCIJADA
La Estética, como disciplina teórica, vive en nuestro tiempo una situación de encrucijada. Nacida,
con Vico, Baumgarten y Batteux, en la época optimista de las Ilustraciones europeas, configurada
plenamente en sus líneas filosóficas fundamentales con Kant y Hegel, la Estética parecería haber
llegado hoy a una especie de envejecimiento prematuro. Algo así viene a expresar Adorno (1970,
431) con su radicalismo característico: «El concepto de estética filosófica da impresión de
anticuado, lo mismo que la sistemática o la moral». Una impresión de envejecimiento que nos habla
de las transformaciones del conjunto del saber y de la experiencia estética en el mundo moderno, a
las que no es seguro que la Estética haya siempre sabido dar una respuesta adecuada.
Durante siglos, y a partir de unas raíces que nos remontan al mundo griego antiguo, la reflexión
estética en nuestra tradición cultural ha buscado habitualmente sus fundamentos en el terreno de la
metafísica. El destino histórico de esa reflexión ha consistido por ello, con gran frecuencia, en
cimentar con el resplandor del concepto de lo bello la inmutabilidad y permanencia del Ser, de lo
que es. Pero el mundo se mueve, y ese movimiento se intensifica hasta extremos nunca
antes conocidos con el nacimiento de la modernidad.
Es el movimiento del tiempo lineal, del progreso, que como un veneno incita al hombre moderno a
caminar, a no estarse nunca quieto, al viaje. Las experiencias estéticas de lo moderno nos hablan,
en primer plano, de ese movimiento. Es lo que encontramos en «el viajes literario y humano de
Baudelaire, en el que la pasión del conocimiento se convierte en «curiosidad» atormentada.
Viajamos en busca de un conocimiento que se nos escapa, y lo que alcanzamos es el «saber
amargo», el horror de nuestra propia imagen, confusa y convulsa, en un mundo irremisiblemente
pequeño: