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-ACTIVIDAD 15
“EL BOLA” AUGUSTO HIGA OSHIRO. Lima 1946.
"¡Eres un muñeco!", articulaba El Bola. Y volvía a insultar: "¡Esclavo! ¡Miedoso! Te sacaremos
las tripas". Era la salida del colegio. El pequeño Martín amedrentado, perplejo, solamente
observaba. Entonces, aprovechaba El Bola, y le encajaba un golpe. Martín caía al suelo, cerraba los
ojos, y recibía una descarga de puntapiés. Algunos chicos se acercaban. Expectantes. Formaban un
ruedo, silbando, lanzando improperios. En el torbellino, Martín se incorporaba avergonzado, tenía
raspaduras en los brazos. Ante la sorpresa de todos, recogía su cartapacio, y se retiraba sin
decir nada, humillado, calle arriba. En el invierno inexorable, bajaba por el jirón 28 de
julio, cruzaba el arco de San Francisco, siempre contrariado, entre las húmedas aceras. Se refugiaba
en el mercado Andrés F. Vivanco. Música de altavoces, señoras arrumadas a los puestos, costales de
papas, tenderetes de cebollas, cajones de frutas en las esquinas. Martín sabía que el único espacio
amigable se encontraba en el botadero, aquellos cilindros alineados donde se acumulaban las
basuras del mercadillo. Pululaban los perros, aterrizaban las moscas, se erguían los gusanos.
Sentando en la base de madera, Martín absorbía el olor de la descomposición. Llenaba sus
pulmones, aspiraba y expiraba, sin saber cómo, ni por qué, en ese rapto de sordidez, cuando el todo
se disolvía en la niebla. Sentía las miasmas, el escozor de la putrefacción, el silencio de la corrupción
de las frutas. Al cabo de un tiempo impreciso, aflojaba el agobio, disminuía el tormento. Martín volvía
a la realidad, otra vez sentía el rumor de los kioscos, diferenciaba el color del tomate, y reconocía el
tamaño de las personas. Era el momento en que podía regresar a su casa de la calle San Juan de
Dios, con sus ojillos apaciguados, el pantalón y la chompa de colegial, el maletín de lona en los
hombros.
Hacía un año, Martín había llegado al colegio Sucre del jirón Dos de Mayo, de la mano de su
madre, para iniciar sus estudios primarios. Recordaba perfectamente aquella mañana de abril, cuando
rondaba el patio eludiendo la barahúnda de muchachos, y sus bruscos juegos. Allí estaban las
aulas, el kiosco de golosinas, la profesora Levina, las escaleras. No conocía a nadie, los chicos
atropellaban, Martín estaba aturdido, y no tenía más remedio que encogerse en la pared, sin
movimiento alguno, absorto, permanecer minúsculo. Aquel día no ocurrió nada. Dos semanas
más tarde, en ese mismo patio, y a la hora del recreo, extraviado en los baños, sintió piedrecillas en
la espalda. Cuando volteó, allí estaba El Bola, burlón y despreciativo. "Ah, tú eres el idiota, muñecón",
dijo intimidante. Martín abrió los ojos, espantado: era cojo, tenía la pierna izquierda inútil, y
solamente cuatro dedos en la mano derecha. No obstante, de un salto felino, El Bola le cerró el paso.
Soltó un manotazo violento. Martín se fue de espaldas, cubrió su mejilla enrojecida, y desde el
suelo miró atónito. Eso fue todo, en aquella oportunidad. ¿Quién era El Bola? No lo sabía, pero era
conocido por sus bravuconadas, además de ser el único cojo del colegio. Vivía por el barrio Belén;
su padre era un drogadicto; su madre, una mujer grosera. El Bola rondaba las aulas en busca de
los pequeños. Por otro lado, era dos años mayor que Martín, cin co centímetros más alto, y a
pesar de su pierna renga, se desplazaba ágil, y estaba matriculado en el tercer grado.
A partir de entonces, la presencia de El Bola se volvió inevitable. En los recreos o a la salida del
colegio, aparecía perverso, los ojos rabiosos, y sin pretexto alguno, le encajaba golpes furiosos.
Martín se revolvía en el suelo, vencido, degradado. Los otros chicos formaban un círculo. Cuando
veían el castigo atroz de El Bola, gritaban:
-¡Defiéndete, Fernández!
Pero Martín no hacía caso. Desarmado, observando con los ojos pasivos, recibía trompadas y
porrazos, en el desamparo de su suerte. No quería responder. Apertrechado en sí mismo. Resistía en el
gratuito silencio, observando indolente. Quizá deseara ser aplastado a golpes. Después, partía en
silencio, la cabeza gacha, sin decir nada, cruzaba el parque de Belén. Martín derramaba lágrimas,
corría rumbo al mercado, a la hora exacta en que los cúmulos de basura henchían. Y entre los
cilindros alineados, buscaba la terrible fetidez, aspirando bocanadas, en el olvido de sí mismo.
Era un cerrar los ojos, no sentir nada, no pensar nada, en esa vibración impasible un estar oscuro y
extraviado desde siempre. Luego de un tiempo indefinido, apenas repuesto, el regreso por el
crujiente Grau, entre sorprendidos transeúntes, observando el cielo plomizo, se preguntaba Martín:
¿Comprendía Dios su dolor? ¿La gente entendía el sufrimiento? Tal vez sí, quizá no.
Los domingos, en la parroquia San Francisco de Asís, Martín se concentraba fervoroso en sus
oraciones. Entre tantos feligreses, apiñados en la banca, sintiendo las emanaciones de los cuerpos,
permanecía i n m ó v i l , l a v i s t a f i j a e n e l a l t a r , murmurando: Dios mío, que no existiera la
vileza, que no atacara El Bola. Incluso, algunas tardes regresaba a la parroquia, invocando a
la Virgen con todas sus fuerzas, como si conversara con ella, piadoso, estremecido. Y era como
si una mano compasiva le acariciara la cabeza.
No obstante, sus plegarias, otra vez en el colegio, a la hora del recreo, en el patio, aparecía el
siniestro Bola, acompañado de los hermanos Flores. Implacable lo rodeaba, ágil y astuto a pesar
de su cojera. A continuación, le encajaba golpes furiosos, dominado por una rabia animal, sin
que n ada imp ortara. Martín n o ofrecía resistencia. Los ojos inmóviles, sin mover el cuerpo, ni
los brazos, ni las piernas, en su o b s t i n a c i ó n p a s i v a , s o l a m e n t e s e encomendaba a Dios. Y
cuando llegaba la profesora Levina, e interrogaba: "¿Qué ocurría?". Los chicos se dispersaban.
Todos disimulaban. Nadie quería decir nada. Y Martín tampoco sabía responder, tenaz, silencioso,
incapaz de quejarse.
En realidad, la profesora Levina apreciaba a Martín, y aún comprendía su timidez, pues lo veía
desplazándose torpe, adherido a las paredes del patio, distinto a todos. El solitario Martín
recorría las aulas, curioseaba el kiosco de golosinas. Obtuso, estiraba el cuello, movía las manos,
extendía el zapato, pierna tras pierna, porque sí y porque no. Todo se escurría como el agua, y él
gustaba en las clases de la profesora Levina, imitar gaviotas y pingüinos, retorciendo el
cuello, dibujando muecas. Es decir, colocaba los ojos en blanco, se agitaba igual que un simio,
emitiendo chillidos, gesticulando, delante de los otros c h i c o s , p a r a q u e t o d o s r i e r a n , y
comprendieran que no era más que un muñeco simulador y ridículo. Sí, la profesora Levina lo
observaba con piedad no comprendía por qué Martín se burlaba de sí mismo, representando un
cuadro grotesco como si se despreciara, infinitamente vulnerable y débil. En todo caso, le
acariciaba la cabeza para darle valor, le susurraba frases alentadoras, y con su mayor ternura lo
conducía al patio, en el recreo Martín caminaba ante la muchedumbre de niños, tímido, se dirigía
a un rincón apartado, y se ponía a leer un misal que invariablemente llevaba en el bolsillo.
Entonces, cruzaban los hermanos Flores, y le increpaban: "Eres farsante, por eso te zurramos. No nos
gustan los payasos”. Y había momentos en que el propio Bola se irritaba, porque en la pasividad total,
Martín, no respondía. Simplemente colocaba cuerpo bobo y sumiso, recibiendo porrazos sin dolor,
lágrimas, ni quejas, puesto que era su fatalidad. El Bola se cansaba de pegar, ejecutaba brincos,
perdía la paciencia, no sabía qué hacer, moviéndose intrigado. Martín permanecía inmóvil,
arrodillado en el suelo, miraba compungido al Bola. El coro de niños protestaba: "Pégale, Bola,
que aprenda a defenderse". En todo caso, después de un tiempo incierto. Martín incorporaba
con la cabeza gacha, recogía su cartapacio de lona, y corría por la calle Dos Mayo. Después, atravesaba
el arco de San Francisco, y se refugiaba en los cilindros de basura del mercado Andrés F. Vivanco.
A s i m i l a b a e l h e d o r c á l i d o d e putrefacción, y una y otra vez volvía a respirar, sin nada que
saber, la mente vacía, aspirando el aire nauseabundo. No obstante, en algún momento de un
fantasmal m e d i o d í a , e n m e d i o d e s u r i t u a l degradación, sintió una mano sobre la
cabeza que le acariciaba fugaz. Sí, era alguien, pero en su nublazón borroso, Martín no
alcanzaba a precisar. Tal vez la profesora Levina, o quizá la Virgen del Carmen. Entonces, la figura
incierta le miró a los ojos, y le preguntó: "¿Por qué no te defiendes? ¿Por qué te dejas golpear?”
Martín en el límite de su conciencia, alcanzó a murmurar:
-La maldad existe. No se puede hacer nada. Es un cojo, tiene un nombre, se llama El Bola.
Compilación: Mag. Antonio Remón Tenorio.
ACTIVIDAD N° 15:
A. Después de leer atentamente el cuento: “EL BOLA” de Augusto Higa Oshiro, responde a las
preguntas, con arte y precisión, evitando los errores ortográficos, luego me envía por Plataforma o
WhatsApp. Me envía solo el cuestionario resuelto. Hasta 18/12/22, a horas 8.00 pm.
1. Comente crítica y valorativamente la narración.
2. Anote los personajes con sus valores y antivalores:
3. Anote los problemas o temas que plantea el autor.
4. ¿Qué opinión tiene acerca de la actitud de El Bola? ¿Por qué?
5. ¿Actuarías como El Bola? ¿Por qué?
6. ¿Te gustó la narración? ¿Por qué?
7. ¿Crees que en la vida real se dé esta historia?
8. ¿Qué enseñanzas o mensajes podemos inferir de la narración?
9. ¿Qué harías si alguien hace bullying contigo o con uno de tus familiares?
B.-Escuchar el vídeo o leer el poema adjunto de: “CARPE DIEM (VIVE EL MOMENTO)” de Walt
Whitman y el poema: “ALCANZA TU SUEÑO” de Mahatma Ghandi y hacer un comentario
valorativo consistente, después de contrastar con los hechos de la vida real. Solo me envía el
cuestionario y el comentario resuelto, con sus datos personales a través de la Plataforma o WhatsApp
personal, hasta el día 18/12/22 a horas 8.00 pm.
POEMA CARPE DIEM (VIVE EL MOMENTO) Walt Whitman
https://www.youtube.com/watch?v=ZIQ7ulb3Uxo
Aprovecha el día.
No dejes que termine sin haber crecido un poco,
sin haber sido un poco más feliz,
sin haber alimentado tus sueños.