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Miserias:

"Historias detrás de la puerta que no se deben ca-


llar"

La puerta se cierra. Detrás de ella y en la intimidad,


se vive un sinnúmero de historias insospechadas. Son
historias que muchas protagonistas callan por timi-
dez, por candidez, por ilusión, por impotencia o
sencillamente porque son difíciles de escuchar.
Muchas de estas historias comienzan envueltas en
encajes blancos y, lo que otrora parecía evidente, va
tomando otra significación y dimensión: “está bro-
meando” “es que me quiere mucho” “siempre vuel-
ve” “le gusta que sea sólo de él…”
Desde afuera, con indiscreción, adivinamos situacio-
nes a través de una rendija, de una mirilla o de una
persiana descorrida; otras son tan obvias que senci-
llamente no podemos ignorarlas. Y es que hay hom-
bres que dejan huella.

Isabel, Raquel y Marga son la prueba fehaciente de


este hecho. Como ellas, miles de mujeres en todo el
mundo viven profundas transformaciones en sus
vidas a causa de un hombre. Sus historias son histo-
rias que no sólo no debemos callar, sino denunciar
hasta que no haya ¡ni una más!
María Cristina Vera Aristi
Miserias
Em iliano Llano Díaz
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SEP 20726/2020
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Im preso y hecho en México.
era
1 edición agosto 2020 .
.
Preámbulo.............................................1
I Isabel..................................................3
II Alfonso ...........................................15
III Raquel............................................33
IV Marga ............................................52
V Epílogo ...........................................72

ii
Preámbulo

Considero de suma importancia tratar el tema


de la mujer en la vida contemporánea. A pesar
de que muchos han sido los logros obtenidos
por ellas en el último siglo en el campo políti-
co, económico y cultural, aún queda mucho
camino por andar. A la mujer le preocupa su
independencia, su realización personal, sus
hijos, la valorización de su trabajo, su pareja y
tantos y tantos otros aspectos de su relación
con la sociedad que ameritaría no uno sino
miles de libros.

Siento que la subestimación de género ha lle-


gado a un grado extremo en ciertas culturas y
que, aún en aquellas que se consideran van-
Emiliano Llano Díaz

guardistas, alcanza límites intolerables de


despotismo, miseria y discriminación.

¿Cuánto tiempo más estarán dispuestas a so-


portar este contexto? ¿Cuánto tiempo más
seguirán avasalladas? ¿Cuántos otros hombres
como los protagonistas de este libro tomarán
su defensa?

En todo caso espero que el material que este


libro proporciona sea materia de reflexión.

Mil gracias, una vez más, a María Cristina


Guadalupe Vera Aristi por su paciencia, sus
valiosos consejos y la corrección de mis ma-
nuscritos.

Emiliano Llano Díaz


Agosto 2020

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Miserias

I Isabel

“Cuando te encuentres en la penumbra, deja


que tus ojos se habitúen a ella antes de dar el
primer paso”
Isabel queda petrificada ante Juan. ¿Es
éste el mejor momento? ¿Es que hay mejor
momento?

Usa sus mejores galas; una minifalda ne-


gra, bastante arriba de la rodilla, que deja
ver una buena parte de sus generosas for-
mas. Sus piernas están enfundadas en me-
dias transparentes y lleva una blusa aboto-
nada que parece casi reventar sus, ahora,
excedidas formas. Complementa su con-
junto con unas botas negras que hacen un

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Emiliano Llano Díaz

tanto ridículo su atuendo; esa misma ves-


timenta que, en cualquier otra chica, la
haría verse atrevida, ―sexy‖, provocadora
y liberada.

Juan, sentado en su sitio preferido del


sofá, parece ignorarla. Siempre lo hace.
Lee el periódico extendido ante sus ojos
bloqueando toda visión de lo que acontece
fuera de su mundo. De tanto en tanto hace
un ruido estridente y espantoso al cambiar
las hojas de sección en sección. Tiene las
piernas cruzadas.

Las rollizas piernas de Isabel parecen tem-


blar cuando con voz firme, casi gritando le
dice:

—Te dejo.

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Miserias

Juan, en un sólo movimiento, se levanta


tirando el periódico sobre el sofá y se le
enfrenta, los ojos inyectados de sangre.
Para Isabel, el ruido que hace el papel
parece un trueno en sus oídos. Juan siente
ganas de molerla a palos y dejarla tirada,
ahí, justo en medio de la sala. «Pa’ que
aprenda la muy…», piensa.

Avanza una especie de medio paso hacia


ella que ahora se encoge esperando el gol-
pe. Isabel siente una violenta punzada en
el bajo vientre; se le seca la boca y se le
nubla la vista.

No es la primera vez que quiere dejarlo, ni


la primera que la ha golpeado por intentar-
lo.

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Emiliano Llano Díaz

—¿Qué esperas, cerda? — le dice Juan


dándole la espalda, caminando lentamente
hacia la habitación y cierra de un portazo.

Isabel se contrae; camina hacia la puerta


de salida arrastrando los pies. No se atreve
a abrirla y, apoyándose en ella, se resbala
lentamente hasta caer al suelo. Sus piernas
se separan para que su vientre se acomode
entre ellas.

Hace ya más de una semana que aprendió,


con la ayuda de Raquel, su mejor amiga, a
aceptarse en su nuevo cuerpo y a sí misma.
Fue entonces cuando tomó la seria deci-
sión de abandonarlo de una vez por todas.

Lloriquea suavemente; los recuerdos la


invaden lentamente. Todo fue distinto al
principio de la relación, tan intensamente

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Miserias

bueno y dulce, que ella se permitió a sí


misma dudar de la realidad. Eran la envi-
dia de todas sus amigas. La pareja ideal,
decían. Ella, la mujer esbelta con futuro;
él, el perfecto caballero.

No recuerda ya cuando su vida comenzó a


tomar un giro distinto, pero sí recuerda la
noche en que llegó tarde del trabajo por-
que Armando, su patrón, le pidió que se
quedara para ayudarlo en el corte anual. Al
llegar a casa, Juan fue muy atento. Le hizo
el amor como nunca antes lo había hecho;
pero al terminar, algo pareció romperse en
él. Exigió, más que pidió, explicaciones de
su retardo. Como un trueno se levantó
desnudo y la forzó a levantarse insultándo-
la sin parar. La llevó hasta el ventanal de

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Emiliano Llano Díaz

la sala que da al patio común del edificio;


corrió las cortinas y la exhibió desnuda.

Ella gritó su nombre y sus ojos desorbita-


dos siguieron su mano que se levantó por
arriba de su cabeza y descendió rápida-
mente una y otra vez. Quedó en el suelo,
asombrada, quieta. Él se incorporó riendo.
La última sonrisa de Isabel se había trans-
formado, lentamente, sin pausa, en una
pálida mueca de agonía. Mientras sus
blancos dientes entrechocaban, sus labios
se separaron, excesivamente, y de ellos
salió un grito de dolor. De costado y do-
blada sobre sí misma, gemía, jadeaba fati-
gosamente y trataba de arrastrarse peno-
samente lejos de él. Juan se vistió lenta-
mente y salió de la pieza sin ni siquiera

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Miserias

mirarla «Pa’ que aprenda la muy…», pen-


só.

No supo cómo se encontró en el hospital la


mañana siguiente con un enorme ramo de
rosas y una amorosa carta de disculpas de
Juan. Le creyó.

Todo parecía irreal hasta que vio las mar-


cas amoratadas en su cuerpo y rostro y que
tuvo que mentir por primera vez en su
trabajo y a sus amistades. Desde entonces,
cada mañana al acomodarse sus medias
nylon (en esa época no había pantis) y al
usar su lápiz labial ―rojo intenso‖ que tan-
to le gustaba, recordaba, con dolor, lo que
su madre siempre le decía: ―El espejo nun-
ca miente‖. Nunca estaba satisfecha con la
imagen que le devolvía el espejo; que si el

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Emiliano Llano Díaz

color del traje no le quedaba, que si sus


piernas lucían muy gordas o que si el ma-
quillaje no era perfecto.

Cuando empezó a engordar a causa del


―estrés‖ de las golpizas que Juan le daba,
decidió que nunca más se miraría al espejo
y renunció a su trabajo poniendo de excusa
un embarazo. Una tarde buscó todos los
collares de fantasía que celosamente guar-
daba en su cómoda — aquellos que Juan le
había regalado cuando comenzaron su
noviazgo — y los tiró a la basura en un
claro gesto de rebeldía. Ese día tuvo la
certeza de su muerte próxima.

Salir desaliñada era su grito de guerra y lo


pagaba con creces. Entonces las golpizas
eran fenomenales, desmedidas y calcula-

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Miserias

das. No dejaban marcas en su rostro, pero


sí en su, ahora prominente vientre y mus-
los; en su moral y ánimo.

Esa noche, antes de su rebeldía definitiva


y sentada sola frente al espejo, se probó
todos sus vestidos; se peinó de mil mane-
ras y se maquilló cuidadosamente. El espe-
jo le devolvió una imagen que no recono-
cía ni le gustaba — hace tanto que ya no
se miraba.

Sentada ahora, sola y de espaldas a la del-


gada puerta que parecía sepárala de su
libertad, Isabel recordaba todo esto. Com-
prendió que Juan no la dejaría escapar tal
y como él mismo se lo había ya dicho una
vez, después de una fenomenal golpiza —
Tú ya no te perteneces, ahora somos sólo

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Emiliano Llano Díaz

un uno indivisible. Sólo castigo a la parte


satánica de mí mismo — la sentenció.

Isabel, tomó ya su decisión y ésta es irre-


vocable; sólo hay una forma de huir de
Juan y es matando a su ―Lucifer‖. Tomó
una silla y la acercó a la ventana de la
cocina. De las barras de protección anti-
rrobo anudó firmemente un extremo del
cable eléctrico de la plancha y el otro a su
cuello…

Tres violentos golpes en la puerta inte-


rrumpieron sus maniobras. Dudó un ins-
tante y finalmente decidió descender de la
silla para abrirla; era su vecino Alfonso, el
fotógrafo.

—¿Podría prestarme un poco de colorete


en polvo para mejillas? —la increpó.

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Miserias

—La verdad es que hace mucho no uso


maquillaje, tendrá que disculparme. —
Masculló sorprendida, sin saber bien qué
responder.
—¿Se siente bien? ¿Necesita ayuda?
—No, gracias, todo va muy bien.
La puerta se cerró lentamente detrás de
Alfonso.

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Emiliano Llano Díaz

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Miserias

II Alfonso

“No dejo que mis erecciones controlen mi


disparador”
Prefirió esperarlas en el lobby del edificio
para evitarse problemas. Su casero ya le
había advertido varias veces. Ya había
trabajado con ellas; Alhelí y Verónica
siempre llegaban en taxi. Nunca compren-
día su indumentaria atrevida que las mos-
traba casi desnudas, cuando no tenían por
qué vestir así por la calle. Andaban de la
mano y nunca se sabía si eran lesbianas o
sólo pretendían serlo.

Besaron a Poncho en la boca como era su


costumbre, aunque ya les había dicho de-

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Emiliano Llano Díaz

cenas de veces que eso no le gustaba y


menos en público. Alhelí le pellizcó el
trasero y los tres entraron al ascensor rien-
do ruidosamente. Alfonso presionó el bo-
tón del cuarto piso.

La ascensión del vetusto elevador inte-


rrumpió su marcha parándose en seco. La
cabeza de un bigotudo seguida de un brazo
y luego de la mitad de su cuerpo, forzaba
su entrada abriendo sin miramientos las
puertas que ya se cerraban lentamente para
entonces. Sin medir palabra presionó insis-
tentemente el botón del cuarto piso, pa-
sando la mano entre las chicas que obs-
truían parcialmente el panel de control de
la botonera, a pesar de que dicho mando
ya estaba iluminado. Cuando las hojas de

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Miserias

las puertas empezaron a moverse, detuvo


su maniobra y se retiró a una esquina.

Las hojas de las puertas comenzaban una


vez más a cerrarse cuando de nuevo se
abrieron intempestivamente para que aho-
ra hiciera irrupción una joven dama en una
corta minifalda; llevaba botas negras y
delgada camisa blanca sin mangas, dejan-
do ver unos rollizos brazos extremadamen-
te blancos. Portaba un voluminoso bolso
negro al hombro.

Unos ―Buenos días‖ apenas audibles salie-


ron de sus labios. La chica fue a posicio-
narse justo frente al bigotudo, dándole la
espalda. Él la tomó del talle e hizo que su
cuerpo se le aproximara pegándosele al de

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Emiliano Llano Díaz

él, como presumiendo que también él tenía


algo que demostrar. Poncho sonrió.

El aparato, dada su vetustez, no respondía.


Poncho insistió en pulsar el botón ya acti-
vado del cuarto piso y también el que mar-
caba el cerrado de las puertas. Finalmente,
las puertas respondieron, se cerraron y el
ascensor inició su ruidosa marcha.

Las chicas no dejaban de reír ruidosamen-


te y el hombre de mirar insistentemente
sus pechos a través de la fina tela que ape-
nas los cubría. Poncho notó que la mano
del señor se perdía detrás de la chica de la
minifalda negra; ésta dio un pequeño salto
de sorpresa y su vista, apenada, bajó al
suelo. Su rostro se tornó rojo de vergüenza
mientras el hombre parecía manosearle las

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Miserias

nalgas con la mirada libidinosa fija en las


modelos de Alfonso.

Las risotadas de Alhelí y Victoria se dilu-


yeron ante los recuerdos de Alfonso…

Isabel presionó el botón del cuarto piso.


Regresaba cansada de su trabajo.

—¡Deténgalo!

Apenas escuchó cuando el cierre de las


puertas del vetusto elevador se interrum-
pió. La cabeza de un atractivo joven se-
guida de un brazo y luego de la mitad de
su cuerpo forzaba su entrada abriendo las
puertas que ya se cerraban para entonces.

—Gracias —le dijo con una amplia sonri-


sa.

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Emiliano Llano Díaz

Presionó insistentemente el botón del


cuarto piso, pasando la mano por delante
del cuerpo de la chica que obstruía par-
cialmente el panel de control de la botone-
ra, a pesar de que dicho mando ya estaba
iluminado. Cuando las hojas de las puertas
empezaron a moverse, detuvo su maniobra
y se retiró a una esquina.

—¡Qué sorpresa! ¿También vive en el


cuarto? soy Alfonso.
—Isabel; buenas tardes.
De un pequeño salto el aparato comenzó
su lento ascenso con un peculiar chirrido.
Ambos veían ahora hacia el dintel de las
puertas del ascensor; los números de los
pisos se iluminaban según el elevador
pasaba lentamente por ellos. Mientras

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Miserias

tanto, Alfonso no pudo contenerse y, de


reojo, estudiaba la figura de la chica. Una
joven dama, esbelta, atractiva en su estilo,
vestida en una corta minifalda, botas ne-
gras y fina camisa blanca sin mangas de-
jando ver unos delgados brazos extrema-
damente blancos. Portaba un voluminoso
bolso negro al hombro…

El cuarto piso llegó muy rápido para algu-


nos y muy lento para otros, según su punto
de vista y situación.

La campanilla sonó, las puertas se abrieron


lentamente. Alfonso cedía el paso a las
damas, tal y como su madre se lo había
enseñado. El señor guió, digamos que casi
empujó, a Isabel delante de él trompicán-
dose con las modelos, para luego salir y

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Emiliano Llano Díaz

perderse a toda prisa hacia la derecha, en


el pasillo que llevaba a su vivienda.

—¡Pendejo! — le gritó Alhelí como des-


pedida.

Verónica soltó una tremenda carcajada


mientras Poncho luchaba nerviosamente
con su amasijo de llaves y la pesada puerta
de su departamento que quedaba casi justo
frente al ascensor, unos metros más hacia
la izquierda.

Alhelí y Verónica se preparaban para las


fotos de ropa interior de catálogo de una
tienda muy conocida de la capital. En lu-
gar de desnudarse detrás del biombo, co-
mo se lo solicitaba siempre Poncho, lo
hacían frente a él, tentándolo, retándolo,
llevándolo al límite. Alfonso preparaba su

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Miserias

material, encendía las luces, ajustaba sus


sombrillas y demás equipo para distraerse
y no pensar en sus maravillosos cuerpos.

—¡Otro muerto de hambre en la familia!


—le dijo su padre cuando le anunció su
intención de estudiar la fotografía.

Heredó una de esas extraordinarias cáma-


ras alemanas, Bronica, que se colgaban del
hombro y tenían un estuche de cuero. Na-
die guardó sus fotos en un álbum, tal vez
porque eran malas o tal vez porque perte-
necían a una época que se volvió compli-
cada recordar.

En las pocas que guardó, aparecen objetos


que sólo a él le había interesado retratar.
Bancas, postes de luz, tejados, coches,
caras –sobre todo caras – caras de los que

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Emiliano Llano Díaz

no nos sobreviven, intensas, tan intensas


como las mismas personas. Ciertas fotos
movidas parecen tomadas desde un coche
en marcha y resultan ser las más interesan-
tes.

Alhelí le dio una fuerte palmada en la


nuca.

—¡Despierta! Siempre soñando.

Verónica ya estaba lista y en posición


tendida sobre la plataforma iluminada. Les
esperaba una extenuante noche de fotos.

Alfonso presionó insistentemente el botón


de la planta baja. Salía a comprar pan dul-
ce para el desayuno después de una larga
noche de trabajo.

—¡Deténgalo!

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Miserias

Apenas alcanzó a escuchar mientras las


puertas del vetusto elevador interrumpían
su cierre. La cabeza de una atractiva joven
seguida de un brazo y luego de la mitad de
su cuerpo forzaba su entrada abriendo las
puertas que ya se cerraban para entonces.

—Gracias —le dijo con una amplia sonri-


sa.

Presionó insistentemente el botón de la


planta baja, pasando la mano por delante
del cuerpo del chico que obstruía parcial-
mente el panel de control de la botonera, a
pesar de que dicho mando ya estaba ilumi-
nado. Cuando las hojas de las puertas em-
pezaron a moverse detuvo su maniobra y
se retiró a una esquina. Reconoció de in-
mediato a su vecino de enfrente, Alfonso.

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Emiliano Llano Díaz

—¿Tan temprano a la chamba?


—Pues qué le vamos a hacer. No nos que-
da más remedio ¿verdad?
De un pequeño salto el aparato comenzó
su lento descenso con un peculiar chirrido.
Ambos veían ahora hacia el dintel de las
puertas del ascensor, los números de los
pisos se iluminaban según el elevador
pasaba lentamente por ellos. Alfonso no
pudo contenerse y, de reojo, estudiaba
nuevamente la figura de su vecina de piso.
Sin duda era la misma de ayer, vestía casi
igual: una corta minifalda, botas negras y
delgada camisa rosa pálido, sin mangas,
dejando ver unos delgados brazos extre-
madamente blancos. Portaba un volumino-
so bolso negro al hombro.

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Miserias

Isabel se llevaba la mano izquierda insis-


tentemente al antebrazo derecho como
sobándolo.

«¡Ah! ¡Ya sé qué cambió!» pensó mientras


veía el enorme moretón que cubría más de
la mitad de su antebrazo derecho; los nudi-
llos de su mano izquierda estaban infla-
mados, ambas rodillas raspadas y tenía
mucho maquillaje en su rostro como que-
riendo disimular algo que en la tenue luz
del ascensor no alcanzaba a distinguir.

La planta baja llegó muy rápido para algu-


nos y muy lento para otros según su punto
de vista y situación.

—¿Se siente bien? ¿Necesita ayuda?

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Emiliano Llano Díaz

—No, gracias, todo va muy bien —


respondió Isabel mirando nerviosamente al
piso con la cara roja de vergüenza.
La puerta del ascensor se cerró lentamente
detrás de Alfonso e Isabel. Uno corría al
pan, la otra tras un taxi.

Alfonso se encontraba en la cocina prepa-


rando café. Había sido una larga noche.
Los catálogos de ropa íntima y de playa
tenían un gran éxito y a la compañía se le
había ocurrido ahora agregar modelos
masculinos. Alhelí y Verónica llegaron
ahora acompañadas de Dina, Ariel y Nar-
ciso. La noche se convirtió en mucho más
que fotos de trajes de baño y calzoncillos
voluptuosos.

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Miserias

—Te tenemos toda la confianza— le dijo


Alhelí mientras se desnudaba.

Su primer libro de fotos eróticas de muje-


res era ya un clásico en librerías y éste
sería la oportunidad del segundo incluyen-
do parejas, razonó Verónica tratando de
convencerlo.

Manejar a tres voluptuosas damas y a dos


hombres excitados tratando de convencer-
los de mantener poses que no cayesen en
lo vulgar durante 8 horas seguidas, de
verdad que lo llevó al extremo del crispa-
miento. Se sentía como ―mantequilla em-
barrada en un pan demasiado grande‖
cómo solía decir su padre.

Bajo el aroma del café recién hecho, cavi-


laba ensayando sus antiguos lentes ―ojo de

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Emiliano Llano Díaz

pescado‖ y zoom extremo, mientras car-


gaba su vieja cámara Bronica con un grue-
so carrete de película. Soplaba delicada-
mente sobre el diafragma, el mecanismo
del obturador y el espejillo, accionando el
disparador repetidas veces. Una pausa se
imponía, pero requerían por lo menos otras
200 fotos para el libro y al menos otras
tantas para el catálogo; por el humor en el
que estaban las parejas esto le llevaría
horas. Alfonso quería que esta serie fuese
en blanco y negro.

Probaba el mecanismo de arrastre y mira-


ba por el visor dando los últimos ajustes y
asegurándose de que todo estuviese listo.
Alhelí entró a la cocina semidesnuda, to-
mó un gran bol de café y se acercó a Al-
fonso mirando como interesada sus mani-

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Miserias

pulaciones. Alfonso apuntaba su objetivo a


través del ventanal de la cocina ajustando
el zoom.

—¿Qué miras cariño? — le dijo Alhelí


acercándose por la espalda y pegando
completamente su cuerpo desnudo al del
fotógrafo.
—No estoy seguro. Pareciese ser cómo
si…
Alfonso casi aventó su amada cámara
sobre el lavabo y salió corriendo por el
pasillo dando un portazo.

—Ahora vuelvo— gritó.

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Emiliano Llano Díaz

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Miserias

III Raquel

“Golpéame donde quieras menos en la boca,


si no, ¿con qué te beso?”
Finalmente nos encontrábamos frente a
frente la ―Güera‖ y yo; sentadas en su
cocina saboreábamos una taza de café.
Llevábamos semanas planeando este en-
cuentro. Ahora trabajaba en no sé qué
asociación de mujeres de un refugio que
no entendí claramente su propósito. Yo ya
había perdido la brújula para aquel enton-
ces.

—Pues sí, aunque no te lo creas. Sigo con


el mismo con el que terminé por casarme
después de que dejé la prepa — le comen-

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Emiliano Llano Díaz

té —. Como te dije por teléfono, si se en-


tera de que estoy aquí, me mata a palos
cuando regrese a casa.

Un silencio incómodo se instauró entre


nosotras. Continué, ya para aquel enton-
ces, mí monologo. Ella me escuchaba con
los ojos bien abiertos.

— De verdad te lo juro, él cree que sólo


sirvo para eso: para coger y limpiar la
casa. ¿tú crees?

Dicen que mi caso es muy corriente. Yo lo


asumí, pero ya llegó el momento en que
no puedo más. No quiero ver a nadie más
ni saber ya del asunto. Si te digo que ya ni
siquiera hablo con mi familia. Ya para
qué, si últimamente sólo me echan en cara
lo que todos me decían antes de casarme.

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Miserias

¡Sí! El ―Cholo‖ Pero ¡cómo que no te


acuerdas! El capitán del equipo de básquet
al que todas le echábamos el ojo en la
prepa. Sí, ese, el mismo, el de los grandes
pectorales y pequeños shorts abultados. Sí,
fue precisamente con ese con el que me
casé.

Pero es que ya ni con mis vecinas puedo


desahogarme. Ya están todas hartas de los
gritos, peleas y golpes de todos los días.
Además, ¡qué saben ellas!, si dicen siem-
pre lo mismo, que todo se arregla con lo
del divorcio. Que me separe y ya. Pero eso
se dice muy fácilmente. Porque claro, me
voy, sí, ¿y luego qué? ¿Qué hago yo con
los escuincles a cuestas? Nanay... eso es
pa’ las ricas, las modelos y las actrices de
cine. No es que yo sea fea, no señor, mí-

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Emiliano Llano Díaz

rame bien, lo que ocurre es que me he


venido a menos.

¡Y en tan sólo dos años de casada! Pero es


que, ay, el Cholo desbarata a cualquiera.
¡Con lo emperifollada que yo era antes!
Todos los chicos se peleaban por andar
con nosotras, ¿te acuerdas manita? Y aho-
ra... chimuela, con el ojo morado, sin lóbu-
lo izquierdo; esta horrible cicatriz en la
mejilla y la boca como hocico de puerco...

La verdad es que todo empezó poco antes


de casarnos cuando dejé la prepa, pero, te
lo juro, nunca creí que iba a llegar a estos
extremos. Me iba ya a buscar al trabajo
mucho antes de que saliera y lo veía desde
la ventana paseándose en la banqueta de
enfrente haciéndome señas y sonriéndome.

36
Miserias

En esa época me parecía todo un caballe-


ro. ¡Si lo hubiese adivinado!

Una vez me confiscó el teléfono y entre


broma y broma me hizo darle mi contrase-
ña para luego mandar un mensaje a todos
mis contactos diciéndoles que había cam-
biado de número y que luego les llamaría
para darles el nuevo. Apagó el Smartphone
y lo rompió. Me acuerdo que mi enojo
duró casi un mes y estuve a punto de rom-
per con él definitivamente, pero lo perdo-
né.

¡Recuerdo tanto el día de la boda! Sí que


estaba emocionada y feliz. Saliendo de la
iglesia, después de los aplausos y el arroz,
cuando las amigas se acercaron a felici-
tarme y a darme grandes abrazos; me

37
Emiliano Llano Díaz

acuerdo también que luego todos los com-


pañeros de la oficina me felicitaron uno a
uno: Pues, en medio de toda la algarabía,
el Cholo se me acercó sonriente y me dijo
al oído ―si puedes evitar esos abracitos y
besitos te lo agradeceré‖. De verdad, ¡aun-
que no lo creas!, así como te lo cuento. Al
principio yo pensé que lo decía en broma,
pero después comprendí que iba en serio.

La cosa se ponía cada vez peor. Tuve que


cambiar de trabajo frecuentemente porque
me decía que había ―demasiados hombres‖
y que seguramente yo me iba a acostar con
ellos. Nada más lejos de la realidad, pero
él no me creía. Claro que fue imposible
encontrar un empleo donde sólo trabajaran
mujeres para evitarme problemas.

38
Miserias

El primer reproche vino por lo del emba-


razo inesperado que precipitó lo de la bo-
da. Decía que fue culpa mía, que yo era el
problema; seguro que era de otro por andar
de puta. Puras mentiras. ¿Cómo iba a em-
barazarme me dijo, si cuando practicába-
mos el sexo — nosotros no hacíamos el
amor, lo practicábamos — el 99% de las
veces era sexo anal? ¡A ver, que me lo
expliquen a mí, Horacio Buendía Rubio
―el Cholo‖! Sólo le gustaba darme por el
culo ―para no verme la cara‖, según me lo
explicó después el hijo de puta. Lo que no
sabía es que al final el favor me lo hacía él
a mí.

La primera noche que me pegó fue al


cumplir un mes de embarazada. Llegó
muy tarde y borracho. Porque él bebe, sí

39
Emiliano Llano Díaz

señor; chupa con sus cuates. Le dije que


cómo me hacía eso a mí en mi condición.
Se limitó a mirarme con un odio que me
provocó unos sudores fríos que no se lo
deseo ni a mi peor enemiga. Hasta enton-
ces no me había mirado nunca así... yo...
aún pensaba que él me quería, aunque sólo
fuera un poquito... Me jaloneó del pelo lo
que me hizo perder el equilibrio y caer al
piso donde me pateó hasta que perdí el
conocimiento, porque él no aceptaba nin-
guna crítica ni reclamo y menos de una
puta como yo. Ese día tomó las llaves de
mi auto y se lo llevó. Nunca más lo volví a
ver. No supe si lo vendió, quemó o regaló.
Azuzada por mi madre lo denuncié y me
refugié en su casa.

40
Miserias

Dos meses después me convenció y volví


con él. Un día sí y otro también llegaba
borracho para festejar mi regreso. Yo tra-
taba de razonarlo. Lloraba, me pedía per-
dón y me decía que me amaba. Terminá-
bamos haciendo el amor en la mesa de la
cocina o en el suelo de la sala. Unas cuan-
tas semanas más tarde mi vientre se mos-
traba aún más con el producto de ―nuestro
amor‖. Al Cholo ahora le daba asco y me
lo hacía saber a su manera. El día que me
armé de valor y se lo reproché, del primer
puñetazo me tiró contra el armario del
comedor donde me golpeé el brazo dere-
cho y me salió un moretón que me duró
más de un mes; el segundo me llevó a
urgencias directamente. El resultado fue
tan notorio que en el trabajo me mandaron
a mi casa por una semana.

41
Emiliano Llano Díaz

Cuando nació nuestro bebé, de la alegría


máxima pasó a la decepción absoluta, el
―Cholito‖ resultó ser ―Cholita‖. No había
―Horacito‖ tenía que ser ―Horacita‖ lo que
me ganó un pase automático al infierno
por puta. Eso tenía que haber sido un cas-
tigo de Dios por haberme acostado con
todos los compañeros de mi trabajo y fuera
de él. Para ese entonces mi marido era un
extraño para mí. ¿Pero qué te digo?, ¡peor
que un extraño!, porque ni un extraño se
comportaría así conmigo ni con nadie.
Cuando a él le apetece y no tiene suficien-
te dinero como para irse de putas, llega,
me toquetea y me fuerza a ponerme a cua-
tro patas para tener que soportar sus em-
bestidas, sin importarle si me duele o no.
A veces hasta me amordaza para que no

42
Miserias

grite. Para mí el sexo ha pasado de ser un


placer a un suplicio.

Igual te parezco que ya soy una mujer


mayor. Pues no, ¡fíjate!, tengo la misma
edad que tú; ni más ni menos, así que
¡imagínate qué vida!, pues parezco una
mujer de 40...

Cuando nuestra relación ya no tenía más


remedio, ni había nada de qué hablar ni
que pudiéramos llamar nuestro, llegó una
tarde; borracho a más no poder, como de
costumbre, a darme la gran noticia: ―Me
despidieron del trabajo‖. ¡Ya salimos de
Guatemala para meternos a ―Guatepeor‖!
Esa noche lluviosa y aciaga me llevaron en
ambulancia al hospital de la Cruz Roja. El
doctor que me atendió me vio tan mal que

43
Emiliano Llano Díaz

fue él mismo el que lo denunció. Me dio


tanto miedo de que aquello se volviera
contra mí, que al día siguiente fui a retirar
la denuncia. Menuda vergüenza pasé. To-
dos en la comisaría me miraban como si
me mereciera lo que me había pasado,
además de que le hacía el favor retirando
la denuncia.

Qué sabrán ellos. Qué sabrán ellos ni na-


die.

No había pasado ni una semana, que ni


aún estaba yo curada, cuando me atizó otra
paliza tan grande que tuve una hemorragia
interna. Pensé que me iba de este mundo.
Ojalá y hubiera sido así; me rompió el
tabique de la nariz y también perdí defini-
tivamente la vista del ojo izquierdo, debi-

44
Miserias

do a las dulces caricias de aquel día. Afor-


tunadamente, los niños estaban con mi
madre.

Corría diciembre y Gutiérrez, mi jefe, me


pidió quedarme a finalizar la contabilidad
de nuestro mejor cliente. Urgía; el dinero
escaseaba, Cholo estaba sin trabajo desde
ya casi medio año y, definitivamente, no
podía negarme. Sin coche, lloviendo y con
la gente vuelta loca por las compras navi-
deñas imposible encontrar un taxi. Llegué
a casa andando, vuelta una sopa una hora
más tarde de lo acostumbrado y temblando
a sabiendas de lo que me esperaba.

—¿Dónde andabas gran puta? — fue la


recepción.

45
Emiliano Llano Díaz

Inútil las explicaciones, su mente ya había


hecho la acusación, me había llevado el
juicio y dado la sentencia.

—Si sólo ha sido una hora más tarde de lo


acostumbrado, mi vida.

Responderle fue como echarle un cerillo


encendido a un bidón de gasolina.

—Cállate mierda, siempre mintiéndome,


siempre la última en llegar a casa. Pero eso
lo arreglamos ahora mismo— me dijo
mientras se sacaba el cinturón.

Grité tanto que un vecino entró y al verme


tan maltrecha, fue y levantó una denuncia
en la policía. No sirvió de nada, estará
todavía allí, amontonadas con las otras,
porque con el tiempo, hasta yo misma

46
Miserias

llegué a denunciarlo, pero el Cholo ni se


enteraba, porque ni el parte le daban. Co-
sas de la maravillosa burocracia de este
pinche país.

Y ojo, que no te cuento lo peor, que los


otros embarazos, los abortos, las bofetadas
y los puñetazos; mi pan de cada día, me lo
ahorro.

Recuerdo que un día, vino a casa una no-


che pidiéndome dinero. Yo complementa-
ba mi trabajo de día de contable limpiando
casas y planchando los fines de semana;
pero todo el dinero que ganaba se lo daba
para que lo administrase, porque, según
dice, las mujeres no podemos tener dinero,
¡somos muy pendejas para eso!

47
Emiliano Llano Díaz

Desde luego que le di todo lo que tenía,


hasta el de la comida del día siguiente,
todito con tal de que se fuese rapidito y
satisfecho. No volvió hasta su hora habi-
tual al día siguiente, a las tres de la tarde
en punto exigiendo su comida. Pero claro,
como se había llevado el dinero de la
compra, pues no había nada de comer... el
caso es que me pateó y abofeteó tantas
veces que no tuve más remedio que acudir
de nuevo a la policía.

Pero pasó lo de siempre. Fui andando co-


mo pude hasta la comisaría completamente
sola, sangrando y arrastrándome; molida
por los golpes. Nadie me ayudó. El policía
de guardia me recibió con una risita y un
sarcástico ¿Otra vez usted, señora? Me
aceptó, como si fuese un gran favor levan-

48
Miserias

tar la denuncia, advirtiéndome que sólo se


trataba de una falta ligera y que la manda-
ría al juzgado del distrito ―a ver si pasaba‖.
Un mes transcurrió y yo miraba nerviosa a
la puerta y al buzón; escuchaba el teléfono
sonar cuando era sólo mi imaginación;
esperaba a que alguien se presentara tra-
yéndome buenas noticias. Pero, como
siempre, mi marido tampoco se enteró de
nada.

Sólo era una denuncia más. Así que me


quedé, como estaba o peor, pues ahora
tenía la angustia. Aunque mirando atrás,
mejor que no se enterase pues así no acabó
por matarme.

Mira, yo en la justicia ya ni creo. La últi-


ma vez que lo denuncié, él se presentó en

49
Emiliano Llano Díaz

la comisaría al día siguiente para denun-


ciarme también, porque, según dijo, fui yo
la primera en pegarle; la primera en levan-
tar la mano y él, claro, se sintió amenaza-
do de muerte y tan sólo reaccionó a la
amenaza. ¡Imagínate! Después del estado
en que me dejó, ni siquiera soy capaz de
levantar los brazos para pasarme el vestido
por la cabeza o abrocharme el brasier.

No, yo ya no creo en nada ni en nadie. Ya


no. Te cuento esto para que te acuerdes.
Para que cuando me mate — porque éste
seguro que un día de estos me mata y se le
acaba la diversión — pues te acuerdes de
mí, de tu cuata que se confesó para decirte
que nadie la defiende. Nadie. Ni siquiera
Dios. Sí, como te cuento ¿Dónde está Él?

50
Miserias

51
Emiliano Llano Díaz

IV Marga

“Es difícil aceptar la verdad cuando las men-


tiras son exactamente lo que quieres creer”
La revolución sucedió. Sólo que no de la
forma en que las mujeres esperaban. Ellas
esperaban libertad, más igualdad. Pero
nada de eso fue la revolución. La revuelta
sólo fue la capacidad de disfrazar la reali-
dad. Era su escape. Sí; sí sucedía, pero no
como la esperaban.

Ya la ―Chueca‖ me había convocado. Ella


era una sobreviviente de esa sublevación.

—Te tengo un caso Canelo. Sucedió hace


unas pocas horas; más violento que el

52
Miserias

anterior. Nuestro informante estaba prepa-


rado, pero no fue lo suficientemente rápi-
do.
—¿Qué hago con el ―paquete‖? ¿Sigo el
procedimiento?
—Ese es tu trabajo, Canelo. Sólo encuén-
trame al responsable. Debemos evitar que
se extienda el reguero de pólvora lo antes
posible. Creo que deberías demostrarnos
por qué reconocemos tanto tu talento. Tú,
entre todos, no quisieras ver que este mis-
mo problema le pasase a alguien más.
—Por supuesto que no, no me refería a
eso. Pero tal vez no estamos procediendo
de la mejor manera posible.
—Con cada célula que destruimos estamos
un paso más cerca de la resolución final.
Lo sabes ¿verdad?
—OK, me encargo, ¿Cuál es la dirección?

53
Emiliano Llano Díaz

—Ya la envié a tu teléfono; te pagaremos


al final, como de costumbre. Una vez que
procedas con la eliminación, contáctame;
enviaré a los limpiadores.
La ―Chueca‖ dio por terminada la entre-
vista en ese momento pues salió intempes-
tivamente de su oficina llamada por Tere,
la ―Güera‖, otra mujer de la asociación
que a veces me contactaba. No me queda-
ba más que dirigirme a la guarida del lobo.

El riesgo de que te atrapen colándote a


estas horas de la noche en un lugar como
en el que estoy, es bastante bajo. Sobre
todo, en esta zona. Pasé la mañana oteando
el lugar para asegurar la intervención.
Abrir la pesada puerta del edificio no fue
difícil; la única dificultad fue llegar hasta
el cuarto piso sin usar el ascensor y sin

54
Miserias

que nadie me viera. El sospechoso, des-


graciadamente, no me decepcionó. Cuando
entré en el departamento, una mujer yacía
boca abajo en un charco de fluidos y san-
gre en medio de la sala con las pantaletas a
medio muslo; su minifalda estaba reman-
gada en la cintura mostrando sus blancas
nalgas con sendos cardenales y moretones.
Llevaba aún puestas sus botas negras y
delgada camisa blanca sin mangas, dejan-
do ver unos rollizos brazos extremadamen-
te blancos. Un voluminoso bolso negro se
encontraba tirado a su lado. No debí dis-
traerme con esa imagen, pues un punzante
dolor en la quijada me hizo volver a la
realidad. Reaccioné pronto con una patada
a la entrepierna, pero mi arma estaba ya
por tierra fuera de mi alcance. Una sombra

55
Emiliano Llano Díaz

corrió escalera abajo. La perseguí hasta la


calle sin poder hacer nada para atraparla.

—Un encuentro duro, ¿verdad? —sonrió


Ricky.
—Sí. Demasiado duro para mi gusto.
—¿Siquiera fue divertido?
—Bueno Ricky ¿piensas ayudarme o no?
—Hablas de acceder a los archivos de la
policía. Un poco arriesgado ¿no?
—¡Pero si lo haces todo el tiempo! ¿Pue-
des hacerlo o no?
—¿Quién dice que no puedo? Sólo dije
que es arriesgado. Eso es todo.
—Te pagaré bien por el trabajo.
—¿Dinero? No quiero dinero. Lo que
quiero no se adquiere tan fácilmente, ni

56
Miserias

siquiera con dinero. Sé de buena fuente


que tienes ciertas aptitudes para conseguir,
digamos, equipo, y a mí me gusta el de
alta tecnología.
—Deja, que yo me encargo de ello si me
cumples.
—Bien, entonces, ¿Qué buscas?
Le hice una buena descripción de quien
creía era el tipo que buscaba: bigotón,
grande, panzón, calvo, un serio hijo de
puta con el que no te gustaría tener pro-
blemas. Seguro que ya ha de tener varias
denuncias en la comisaría en los últimos
meses.

No creía que Ricky tuviese problemas en


encontrar su expediente y foto.

57
Emiliano Llano Díaz

—Me imagino que estás haciendo este


trabajo por lo que le pasó a Marga ¿ver-
dad?
—¡Otra vez esa mierda! ¿Pero qué te pa-
sa? Cada vez que vengo, me sacas de nue-
vo el tema.
—Lo siento, se me sale sin querer. Ya me
conoces, digo pura estupidez.
—Ok. Déjalo, es tarde y ambos estamos
cansados.
No importando cuántas veces dábamos por
finalizada la discusión y la cuestión, siem-
pre salía a colación lo de Marga. No por
eso digo que Ricky sea un completo idiota.
Sé que se siente mal con la muerte de mi
hermana. Siempre quiso que fuese su no-
via y él sabía que yo también. Pero se
empeñó con casarse con su novio de ju-

58
Miserias

ventud, un imbécil completo. Nunca nos


imaginamos su juego hasta el trágico final.
Creo que no darnos cuenta de las señales
de alarma que nos mandaba, nos molestó
aún más a ambos.

Los contactos de Ricky en la policía valían


oro. No tardó mucho en volver con la in-
formación.

—¿Qué encontraste? —le pregunté.


—¿Del tipo que te rompió la cara? Nada.
Sin embargo, hay un hombre de la comisa-
ría que fue varias veces en la última sema-
na al edificio antes que tú, pero ya no vol-
vió después de tu intervención. Definiti-
vamente no creo que eso fuera una casua-
lidad ¿tú qué opinas?
—No lo sé. En lo que encuentro la rela-
ción con nuestro caso tendrás que insistir

59
Emiliano Llano Díaz

porque muchas mujeres mueren golpeadas


y abusadas todos los días. Tú y yo sabe-
mos muy bien que sólo basta un poco de
maquillaje para ocultar las quemaduras y
golpes.
Ricky asintió en silencio moviendo la
cabeza con cierta tristeza.
—Tendremos que cambiar nuestra estrate-
gia drásticamente —continué —. La que
estamos usando parece no funcionar —
tuve que aceptar con enfado —. Ya hablé
de ello con la ―Chueca‖.
Nuestro plan siempre había sido asustar-
los, para obligarlos a dejar el sitio y a la
presa por la fuerza. No podíamos controlar
todos los medios. En todos los casos exis-
tía un punto débil que no lográbamos en-
contrar y eso me molestaba en extremo.
Yo lo llamaba conciencia profesional.

60
Miserias

—No debemos permitir que esta gente no


se dé cuenta del límite entre la vida y la
muerte —continué—. Para la mayoría de
esta escoria que ha escuchado de nuestra
organización, sólo seguimos siendo una
leyenda urbana. Algunos de ellos desapa-
recen y regresan con nuevos bríos. En-
cuentran nuevos universos, nuevas vícti-
mas. Es pésimo no disponer de ellos antes
de que vuelvan a las andadas.
—Bueno, entonces ¿cuál es tu nuevo ar-
gumento? —intervino Ricky.
—Ser menos violento, pero más radical —
tuve que concluir.
Mi segunda visita fue más cuidadosa, más
estudiada. La ―Chueca‖ quiso enterarse de
antemano del avance.

—¿Tu plan es matar más gente? —me


preguntó.

61
Emiliano Llano Díaz

—No. Para nada. Sólo haremos lo que


siempre quisimos. Liberar a las víctimas.
—Pero, la libertad que les ofreces, ¿es eso
lo que realmente quieren?
—Todos queremos libertad.
—¿Estás seguro? Porque yo misma ya no
lo sé. Cuando me la ofrecieron no la quise
hasta mucho tiempo después. Pero te ayu-
daré, como ya te he ayudado en el pasado
¿recuerdas? es sólo que me gustaría evitar
sorpresas desagradables.
—¿No tienes a veces la sensación de que
estás siendo usada? ¿Qué sólo eres una
herramienta de los otros? ¿Qué le dices a
la gente cuando te tocan a la puerta todo el
tiempo? —continué.
—Es mi lucha Canelo ¿No te das cuenta?
Yo también estuve ahí. ¿Recuerdas cómo
te ayudé con Marga?

62
Miserias

En ese punto mi sangre se puso en ebulli-


ción. No soportaba que compararan a mi
hermana con las otras. A mi mente vino la
mujer tirada frente al refrigerador del de-
partamento con sus nalgas blancas al aire y
las pantaletas desgarradas. Ensangrentada,
golpeada, incapaz de salir por sí misma de
la jaula.

—He estado manipulándote y usándote


durante todos estos años y todavía sigo
haciéndolo. Pero entonces recuerdo a toda
esa gente que ayudamos. Y esa pelea en
verdad que se vuelve nuestra. —continuó
—Quizá nuestro mundo no pueda reparar-
se, vivimos más allá de ese punto. Sólo
acéptalo, dormirás mejor.
—Sí, sí; tal vez tienes razón Chueca.

63
Emiliano Llano Díaz

Vi una mueca de enfado. No le gustaba


que la llamaran por su apodo. Le recorda-
ba su pasado que la atrapaba. Su rostro,
antes bello y ahora plagado de cicatrices y
malformaciones fruto de decenas de golpi-
zas, pasó de la reflexión a la seriedad. Su
mundo marchaba ahora a partir de infor-
mantes: vecinos de las víctimas, aquellos
que trabajaban en la policía, en los perió-
dicos o noticieros y no se amilanaban con
las amenazas. El teléfono sonó suavemen-
te. Chueca descolgó. Respondió con mo-
nosílabos.
—Era Poncho, nuestro informante, vecino
de la víctima. Todo está listo, te espera a la
entrada del inmueble a las 10PM. No lo
hagas esperar, se está arriesgando por to-
dos nosotros.
La intervención esta vez fue limpia, rápida
y sin aspavientos. Poncho sabía lo que

64
Miserias

hacía y lo hacía bien. Él partió por su lado


con la chica, Isabel según me dijo, lleván-
dola al refugio; casi cargándola pues ape-
nas podía caminar. Yo salí del edificio
jaloneando escaleras abajo al pendejo de
Juan ─ que así se llamaba el panzón.
Nos interceptó en la esquina un agente en
civil que nos apuntó con una 45. Juan se
carcajeó liberándose de mi llave a la vez
que me metía soberbia patada en la mera
espinilla mientras yo, aguantándome el
dolor, levantaba, tan bien que mal, los
brazos. Su sonrisa cambió en mueca de
dolor cuando el agente, que parecía cono-
cerlo, le clavó su puño con fuerza en su
voluminosa tripa.
—Ya puedes bajar las manos. Raquel me
avisó; te estaba esperando, Canelo— hizo
una pausa —. Siento lo de Marga— dijo

65
Emiliano Llano Díaz

—. Martínez — se presentó mientras ex-


tendía la mano en mi dirección.

Mientras tanto, Juan intentaba a duras


penas levantarse. Lo impedí dándole otra
patada apuntando ahora a la entrepierna.
Cayó fulminado como bulto. Me la debía.

—¿Nos conocemos?
—No, no lo creo. Pero la Chueca me contó
lo de tu caso. Cuando la Chueca me avisó
hace años fue demasiado tarde, yo no pude
intervenir— Martínez hizo una pausa y
luego afirmó —. Eres bastante misterioso
para ser honesto, Canelo.
—Es lo que dicen las mujeres que salva-
mos. Bueno, a fin de cuentas ¿Estoy arres-
tado o no?
—No necesariamente, ya veremos.

66
Miserias

Ayudó al bigotudo a levantarse del suelo


aplicándole una llave al brazo; lo esposó y
se perdieron en la noche.

—Liberamos a Isabel antes de tener que ir


a velarla —se felicitó la Chueca —. Ya
está en nuestro refugio, a salvo. A pesar de
todo lo que sufrió, comprendo que ella
quisiera seguir viviendo con él. Qué iróni-
co ¿no es así? Martínez se hará cargo para
que la policía tome como una coincidencia
que estuvieras allí, justo antes de la inter-
vención.
—Lugar equivocado, momento equivoca-
do. La historia de mi vida — le respondí a
Raquel.
—Sabes que si por ellos fuera, comenza-
rían una investigación como es su costum-
bre.
—Lo entiendo.

67
Emiliano Llano Díaz

—Sin embargo, no se hará, te lo aseguro.


El caso está cerrado.
Según me dijo Raquel, Martínez había
tomado el caso de Isabel como propio, a
pesar de que sus jefes no la tomaran en
serio. Había obtenido el expediente de los
archivos y asistido al departamento para
hablar con los implicados. Ahora caigo en
que el hombre que Ricky había descubier-
to en sus pesquisas, era el mismo Martí-
nez.
Tomé el sobre que Raquel me ofrecía.
Como siempre había sido un placer traba-
jar con ella. Sentía, muy a mi pesar, que
nuestra colaboración había terminado. No
creía volver por esa oficina de nuevo.

Cada nuevo caso me recordaba el de mi


hermana cuyos signos de un esposo gol-

68
Miserias

peador no pude adivinar hasta que fue


demasiado tarde. En el entierro Ricky y yo
conocimos a Raquel alias la ―Chueca‖.
Nos dio el pésame mientras que de su
único ojo funcional escurría una lágrima
de rabia.

—Tu hermana me contactó hace una se-


mana. Pensé que aún había tiempo— nos
confesó y agregó—. Yo me encargo.

Cuando Ricky y yo escuchamos el desen-


lace del caso de Marga en el noticiero de
la noche, entendimos las palabras de ―La
Chueca‖. Al día siguiente ambos comen-
zamos a trabajar para ella.

Marga esperaba una revolución. La revo-


lución ya había sucedido, pero ella estaba

69
Emiliano Llano Díaz

demasiado ocupada en su realidad como


para vivirla.

Las misiones se hicieron cada vez más


peligrosas y los individuos más osados. El
sufrimiento que infligían a sus víctimas
era más intenso e insistente. Los medios
de los verdugos se perfeccionaban. Ellos
tenían la firme convicción de tener el de-
recho y la ley de su lado. Aunque nuestro
―trabajo‖ consistía en hacer una limpieza,
muchos de ellos se salían con la suya.
Demasiado dolor. Demasiado sufrimiento
como para dejarlos escapar impunes.

Para Raquel, la ―Chueca‖, los medios es-


caseaban e, ineluctablemente, excedieron a
los fines. El miedo a las consecuencias
pudo más y finalmente se dio por vencida.

70
Miserias

Nuestra colaboración cesó. Vendrían otras


―Chuecas‖ al rescate, otros ―Martínez‖.

—Demasiado arriesgado, Canelo; dema-


siado peligroso —me dijo.

Antes de retirarse me aconsejó que no


continuara.

¿Quién diablos era ella para decirme que


no?

71
Emiliano Llano Díaz

V Epílogo
“La mecánica de un crimen anunciado”

Violencia Física o Sexual1


Una de cada tres mujeres en todo el mundo
será víctima de violencia física y/o sexual al
menos una vez en su vida

1
Organización de las Naciones Unidas 2020

72
Miserias

Violación2
Violaciones
Denunciadas
Que llegan a juicio
Castigadas con cárcel
Denuncias Falsas

2 Beaulieu, Sarah; Breaking the Silence Habit. Berrett -Koehler


Publishers 2020

73
Emiliano Llano Díaz

Abuso Infantil3

3 BBC World Services 2020

74
Miserias

Mutilación Genital Femenina4


La siguiente gráfica sólo toma en cuenta las estadís-
ticas de África, aunque existe la práctica de la abla-
ción en Europa (debido a la gran migración existen-
te de ese continente) y América (en muchísimo
menos cantidad).

4 Organización Mundial de la Salud 2020

75
Emiliano Llano Díaz

Turismo Sexual Infantil5


No hay estadísticas homogéneas. En 2020 encabezan la
penosa lista los siguientes países:

 América: Colombia, México, Panamá, Costa Rica,


Brasil, Argentina.
 África: Marruecos, Senegal, Kenia.
 Asia: Tailandia, Filipinas, Camboya, Vietnam, Mon-
golia.
 Europa: Rusia, República Checa, Ucrania, Bulgaria.

5 UNICEF estadísticas del 2015 al 2020

76
Miserias

Violencia doméstica6

Índice de mujeres asesinadas por su pareja o


un familiar por cada 100,000 habitantes.

Un día, 5 continentes,
21 países, 47 mujeres.

6 ONUDD 2018

77
Emiliano Llano Díaz

Violencia de género7
Feminicidios: Tasa de mujeres víctimas de
asesinatos intencionados por parte de su pare-
ja:

7 Idealista News usando datos de EuroStat de 2015 -2016 (sólo


países de Europa en los que se dispone de esta información).

78
Miserias

79
Miserias:
"Historias detrás de la puerta que no se deben ca-
llar"

La puerta se cierra. Detrás de ella y en la intimidad,


se vive un sinnúmero de historias insospechadas. Son
historias que muchas protagonistas callan por timi-
dez, por candidez, por ilusión, por impotencia o
sencillamente porque son difíciles de escuchar.
Muchas de estas historias comienzan envueltas en
encajes blancos y, lo que otrora parecía evidente, va
tomando otra significación y dimensión: “está bro-
meando” “es que me quiere mucho” “siempre vuel-
ve” “le gusta que sea sólo de él…”
Desde afuera, con indiscreción, adivinamos situacio-
nes a través de una rendija, de una mirilla o de una
persiana descorrida; otras son tan obvias que senci-
llamente no podemos ignorarlas. Y es que hay hom-
bres que dejan huella.

Isabel, Raquel y Marga son la prueba fehaciente de


este hecho. Como ellas, miles de mujeres en todo el
mundo viven profundas transformaciones en sus
vidas a causa de un hombre. Sus historias son histo-
rias que no sólo no debemos callar, sino denunciar
hasta que no haya ¡ni una más!
María Cristina Vera Aristi

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