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Q \añetn

R ojo

C olección P laneta R ojo

© del texto, Diseño de colección:


Christine Nostlinger, 1981 María de los Ángeles Vargas T.
© de las ilustraciones,
Tino G atagán , 2010
© de la traducción, Ninguna parte de esta
Luis Pastor, 2010 publicación, incluido el diseño
Ilustración de portada, Marcos Calo de la portada, puede ser
reproducida, alm acenada o
© Editorial Planeta Chilena S.A., 2016 transm itida en m anera alguna
Av. Andrés Bello 2115, piso 8, ni por ningún medio, sin permiso
Providencia, Santiago de Chile. previo por escrito del editor.
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Segunda edición en Chile | febrero 2016 trabajo del autor, diseñador y
ISBN I 978-956-247-969-1 del equipo editorial. Comprar
el original es respetar ese
trabajo. No fomentes el delito
Impreso en Chile / Printed in Chile de la piratería.
Filo entra en acción

CHRISTINE NOSTLINGER

Ilustraciones de Tino Gatagán

Planetalector
Literatura Infantil y Juvenil
Capítulo 1

... en el que todavía no se pone en marcha acci(3n, sino


que solamente se presenta a sus principales prcP^a9or)¡stas.

Otli tenía el pelo corto y erigado, color ^ ana^oria, y


las orejas grandes como abanicos. Era delgací0 t) alfo, con
la piel llena de pecas. Pero éstas no eran lc?s 9 rctciosos
puntitos que con frecuencia se ven tan bien ^as Carices
respingonas de las chicas. Otli tenía todo el c/uerPb blan­
co y café como un perro fox-terrier; como sd se hubiese
puesto cerca de un pintor que pulverigase e CQfé una
pared blanca. Dos de sus manchas causaba n verdadero
asombro. Una en la mejilla ¡gquierda que pa^ecia Africa,
hasta con El Cairo y el cabo de Buena Esp^ran 5h. Otra
Junto al ombligo, a la derecha, del tamaño d e hña del
pulgar, en forma de coragón y con un pequeño' ta^° arriba,
en el centro. Igual que el as de picas de la barc^J0 ^rcincesa.
Por eso todos en la clase le llamaban P|CC)s (sólo
I bomas Huber le apodaba Camello, porque Ot/^1^enia unas
piernas terriblemente delgadas y unas rodill'as en0rmes.
Pero I liornas Hubel* no contaba; Otli y él # staban por
i'iilunci'S enemistados).
Michael era también muy alto y muy delgado, pero
con toda la piel de un solo color, café claro, como café con
leche. El abuelo de Michael había sido un negro auténtico,
un soldado americano de los que ocuparon Alemania. Por
eso la madre de Michael era medio negra; mucha gente
los llamaba mulatos. Y Michael era un «cuartonegro», o
un mulato de segundo grado, como otros dicen.
Michael tenía el pelo negro crespo y los ojos café
oscuro con pestañas largas y espesas. Todas las chicas
estaban de acuerdo en que era una auténtica bellega.
Además, Michael iba casi siempre vestido como para ir
a la ópera: camisa blanca, humita, chaqueta aguí con un
pañuelo en el bolsillo y raya impecable en los pantalones

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grises. A veces iba más deportivo. Llevaba entonces una
chaqueta de gamuga, tan fina y delicada que nadie se
atrevía a tocarla por miedo a que los dedos sucios deja­
sen manchas en la radiante piel de gacela. Había que
añadir a esto que Michael siempre hablaba con perfecta
corrección. La profesora de lengua lo ponía siempre como
«ejemplo de correcto idioma familiar». Y era verdad.
Hasta cuando decía «mierda», que era con frecuencia,
sonaba muy elegante. En clase Michael era siempre el Sir
(ni siquiera Thomas Huber era una excepción en esto).
Daniel era bajito y gordo, rubio y colorado. Era
gordo, pero nadie le había visto nunca comer demasia­
do. Y estaba colorado a pesar de que él voluntariamente
nunca salía al aire libre. Sacaba las mejores notas de la
clase, aunque nadie podía decir que estudiase mucho o
que pusiera atención al profesor más de lo corriente. La
mayoría de las veces estaba reclinado sobre la mesa con
los ojos medio cerrados y chupeteándose el pulgar. Daba
la impresión de que estaba a punto de dormirse. Así lo
creían los profesores.
«Despierta, Daniel», le decían amistosamente, pues
Ion profesores casi siempre hablan amistosamente a los
mejores de la clase.
A estos requerimientos, Daniel sacaba el pulgar de
ln boca y murmuraba: «Yo no duermo; ¡pienso!».
1.obin qué cosas pensaba, Daniel mantenía el secre-
111 ' .1 alguien le preguntaba, daba respuestas evasivas.

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«Pienso así, en todo», decía. O también: «Dejo mis
pensamientos a su aire y saltan de acá para allá, y yo
los sigo».
Daniel, en clase, era el filósofo: el Filo.
El Filo, el Sir y el Picas eran amigos. Viejos amigos.
Ya habían estado juntos en el jardín infantil y también en
la escuela básica. Y ahora se encontraban de nuevo en la
misma clase. El Sir junto al Picas, y en la fila de delante,
el Filo.
De alguna forma, también Lilíbeth era del grupo:
había ¡do al mismo jardín infantil y a la misma escuela
básica. Esto le permitía sentarse junto al Filo y obtener
buenas notas, pues le copiaba. Y si no podía copiar, como
en matemáticas, porgue para los ejercicios había un
grupo A y otro B, y el Filo estaba en el A y Lilíbeth en el B,
entonces el Filo le resolvía los problemas en papelitos que
luego le pasaba. En los ejercicios, al Fito le daba tiempo
de sobra para estas cosas. A los veinte minutos ya había
terminado siempre lo suyo.
Pero Lilíbeth, a pesar de todo, no podía ser una
auténtica amiga para el Filo, el Picas y el Sir. Tenía un
tremendo inconveniente: ¡no la dejaban hacer nada!
Siempre debía ir a casa corriendo al terminar el cole­
gio, por el camino más corto. «¡Se tardan dieg minutos
desde el colegio hasta aquí!», aseguraba su madre. Tenía
el tiempo medido. Si Lilíbeth llegaba a casa quince minu­
tos después de la hora de terminar las clases, ya estaba

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su madre afligida. Y si eran veinte minutos, se la encon­
traba en la puerta regongándo y lamentándose. Es mejor
no pensar qué hubiera ocurrido si alguna veg se hubiera
retrasado media hora.
«Probablemente llamaría a la policía —decía
Lilibeth—, si es que antes no le ha dado un infarto.»
La madre de Lilibeth no era mala, sólo terriblemente
miedosa. Estaba siempre con la preocupación de que a
Lilibeth la atropellase un bus o de que terminara bajo las
ruedas de un auto. Más miedo aún tenía de los asesinos
sexuales y de los violadores. Si los periódicos hablaban
de perversiones o violaciones —cosa que ocurría con
frecuencia—, la obligaba, «por lo que más quisiera», a
no tardar más de ocho minutos en volver de la escuela.
«Lilibeth, querida, si no, me muero de angustia.»
Lilibeth tampoco podía salir sola por las tardes, y
en invierno, cuando ya había oscurecido al terminar la
gimnasia, su madre iba a recogerla al colegio. La madre
también aparecía en la puerta de la escuela al acabar el
coro. Y si Lilibeth iba a nadar, su madre la esperaba leyen­
do un periódico en el pabellón de la piscina. Y si Lilibeth
iba a patinar sobre hielo, la madre estaba allí vigilando
desde la tribuna.
A una chica tan protegida como Lilibeth es para
tenerle lástima, aunque también se la pueda querer,
pensaban el Filo, el Picas y el Sir. Pero estaban de acuer­
do en que para una «verdadera» amistad una chica como

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Lilibeth no valía, pues para una «verdadera» amistad hay
que invertir el tiempo libre, del que Lilibeth no disponía.
Thomas Huber sí que hubiese entablado, a pesar de todo,
una «verdadera» amistad con Lilibeth. Se había enamo­
rado de ella el primer día de clase, justo en la puerta de
entrada. Thomas Huber hubiese aceptado incluso pasar
tarde tras tarde metido en casa de Lilibeth, jugar con ella
al dominó o a las cartas y dejarse empachar de pasteles
por su madre, a pesar de que no le gustaban el dominó,
ni las cartas ni los pasteles. ¡Tanto quería a Lilibeth! Pero
ella no correspondía a este afecto. ¡Quien fuese enemigo
del Sir, el Picas y el Filo, también lo era suyo! ¡Ya podía
íhomas Huber mandarle cartas llenas de reverencia y
adoración! ¡Tantas como quisiera!
Capítulo 2

... donde se familiariza al lector con el rico y variado


trabajo escolar del Picas, el Sir, Lilibeth, el Filo y los demás
alumnos del curso, y donde aparecen las primeras señales de
que algo en la clase huele mal.

En la clase del Sexto A había quince pupitres con dos


■ ¡illas cada uno. Dieg sillas estaban vacías y dieg mitades
de pupitres desocupadas. Era época de gripe. En el último
pupitre de la fila de la ventana, Martina Mader estornu­
dó La profesora Meier, desde la pigarra, dijo:
¡Ponte la mano!; ¡que se la vas a pegar a tu compa­
ñero, Martina!
Martina Mader señaló, ofendida, el puesto vacío a
mu lado:
Schneider está enfermo. El me lo ha pegado a mí.
¿Y por eso me ensucias tú ahora a mí el cogote?
I hama'i I luber, que se sentaba delante de Martina, se
"I i- 11"11legándose el cuello.
|l Ha••i yo me he puesto la mano delante! —exclamó
Mui Una
Arrugó la cara, se puso las manos ante la narig y
estornudó de nuevo. Gotitas de saliva —pequeñas pero
muchas— salieron disparadas entre los dedos.
—¡Otra veg! —gritó, enojado, Thomas Huber, secán­
dose los cachetes con las manos.
—¡Thomas, lávate la cara! —dijo la profesora Meier.
Thomas Huber, murmurando entre dientes, se diri­
gió al lavamanos, situado junto a la pigarra.
Lilibeth levantó la mano:
—Perdón, señorita, pero es que no hay grifo
—informó.
—Grifo sí que está —respondió la profesora.
—No —recalcó Lilibeth, apoyada por los movimien­
tos de cabega de los demás alumnos—. Falta desde hace
una semana. Alguien lo ha secuestrado.

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La profesora miró a la fila de pupitres del lado de
la puerta, extendió el brago para señalar a un muchacho
pálido de pelo castaño y preguntó:
—Entonces, ¿quién es este chico?
Toda la clase rompió a reír. El muchacho pálido se
levantó, empujó narices arriba sus grandes lentes de
gruesa montura negra y aclaró:
—Ella no lo dice por mí. Habla del grifo del lavabo.
Wolfgang Grifo volvió a sentarse y la clase siguió
i lendo. Ya se sabe que los alumnos —en medio del aburri­
miento— acogen con entusiasmo la menor ocasión para
Milrse.
La profesora miró el lavamanos y vio que efectiva-
11 lente faltaba el grifo. Allí sólo colgaba la llave delgada
donde éste había estado metido.
Vete entonces al de los baños, Thomas —dijo la
I i|n| o'ioru.
I liornas ya iba a salir, camino al baño, cuando el
l 'ii m i Hxclamó:
jl Jn momento! ¡Yo puedo sacar agua de aquí!
Ihoinas se detuvo. El Picas fue hasta el lavamanos,
Jt" 6 linos alicates del bolsillo del pantalón, agarró con
H ilo s lo lla v e y giró. Un fino chorro de agua empegó a caer

ni liivnnuinos,
I*iui vldo el señor! —dijo el Picas doblándose como
nn ■ nmoiem ceremonioso que sirve champán.

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—Gracias, Camello —respondió Thomas Huber. Fue
hasta el lavabo, tomó agua con las manos y se mojó la
cara dando resoplidos.
La clase lo observaba con atención. Los alumnos se
interesan siempre por todo lo que no tiene que ver con la
asignatura.
—¡Vale ya, Thomas! —exclamó la profesora.
Thomas Huber se retiró del lavabo sacudiéndose
gotas de agua de las manos. El Picas trabó de nuevo la
llave con los alicates y murmuró:
—¡Cacharro de la m .J —y levantó los alicates con la
llave prendida entre las mordagas—. Este trasto roñoso
se ha roto; ahora ya no puedo cerrar el agua —renegó.
Robert Sedlak, de la primera fila, levantó la mano:
—Señora profesora, ¿voy a buscar al conserje?
Thomas Huber, ya a medio camino hacia su sitio, se
ofreció:
—Yo puedo ir a buscar al profesor Megnik, que lo
arreglará mejor, seguro, y además no es tan gruñón.
¡Nadie va a buscar a nadie! —cortó, impaciente, la
profesora Meier. Miró el reloj—: ¡Ya hemos perdido dema-
•¡inclo I lempo! I I agua puede correr tranquila. En el recreo
s 8 avisará al conserje.
I a profesora se acercó al pigarrón. En él había unas
polainas m latín I AUDO I AUDAS LAUDAT.
I humas Hubn se luc a su sitio. El Picas, tratando de
sai i n l<i Viiell a aqi o<¡o aun

m
—Por favor, profesora, yo tendría que ir a pedir
ayuda porque...
—Tú no tienes que pedir nada —lo interrumpió la
señora Meier.
—Pero el desagüe...
—¡Otli Elterlein! ¡Basta ya con la famosa agua! ¡Esto
me lo conogco! No me vas a engañar más con tus tretas
para hacer «chistosa» la clase de latín. —La profesora
ofreció al Picas una tiga blanca—: Para que pienses en
algo más positivo, ¡continúa! —le ordenó señalando la
pigarra.
El Picas, titubeante, tomó la tiga, pero seguía miran­
do el lavamanos con preocupación.
—Bueno, Otli Elterlein —insistió la profesora—.
Laudo, laudas, laudat..., ¿y cómo seguimos?
El Picas volvió a la carga:
—Pero el desagüe...
—Ni una palabra más de ese asunto —lo cortó la
profesora.
Ya estaba bastante enojada. Eso se reconocía con
facilidad, porque tenía la arruga pequeña y honda que
le salía de la narig hacia arriba entre sus ojos castaños.
Esta arruga podía estirarse rápida como un cohete hasta
el nacimiento del pelo, y de ahí al furioso ataque de cólera
sólo quedaba un paso. Entonces llovían «tareas adiciona­
les» superlargas y «repetición de palabras complicadas».
El Picas miró preocupado la arruga del entrecejo de la

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profesora y escribió en la pigarra: LAUDAMUS, NOSOTROS
ALABAMOS.
—¡Bien, Otli! Y ahora, vosotros alabáis.
LAUDATIS, VOSOTROS ALABÁIS, escribió el Picas,
mientras sobre la narig profesoril de la señora Meier casi
no se veía la arruga. El Picas continuó: LAUDANT, ELLOS
ALABAN, y la piel de la frente de la profesora se puso de
nuevo tersa como el trasero de un bebé. Pero la pag sólo
duró un momento, porque Martina volvía a estornudar
con toda su alma y Thomas Huber gruñía:
—¡Me está empapando con esta ducha!
—No puedo evitarlo... —Martina tenía la vog ronca y
entrecortada. Dos gotas verdeamarillentas se columpia­
ban de su narig.
—¡Martina, ten la bondad de sonarte! —intervino la
profesora.
—¡No me queda ningún pañuelo! —Martina se
restregaba las narices con las mangas de la blusa.
—¿Quién tiene un pañuelo para Martina? —preguntó
la profesora, con la pequeña arruga otra veg encima de
la narig.
La clase se volvió toda murmullo y agitación:
búsqueda en las mochilas, registro de bolsillos. «No me
queda ya ninguno», se oía, y también: «¡Ya los he usado
todos!».
Sobre las narices de la profesora la arruga trepó hasta
el pelo. Fue a su mesa y del bolso que estaba encima sacó

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un pañuelo de papel. Lo levantó esperando que Martina
fuese a recogerlo, pero ésta no se movió de su sitio.
—Yo creo que está peor —dijo Susi Kratochwil.
La profesora Meier fue hasta Martina y le puso una
mano en la frente:
—Tú tienes fiebre. Deberías estar en la cama —dijo.
—Ayer ya tenía —agregó Dohnal.
—¡Vaya!, ¿y por qué has venido a clase, inconsciente?
La profesora meneaba la cabega. Martina estornu­
dó, tomó el pañuelo, se sonó y estornudó de nuevo:
—Porque la semana que viene hay examen —farfu­
lló entre dos estornudos—, Y mi mamá ha dicho que no
podía faltar. —A esto siguieron tres estornudos con un
buen chorro, enormemente ruidosos. Martina sollogó—:
Para que no repruebe.
—Thomas —suspiró la profesora—, acompaña a
Martina a secretaría y di que llamen a su casa para que
vengan a buscarla. Y ayúdala a meter las cosas en la
mochila, que sola no puede.
Thomas Huber puso mala cara. A disgusto, metió la
mano en el cajón del pupitre de Martina.
—¡Qué asco! —gritó, y se echó hacia atrás. Había
agarrado un montón húmedo de pañuelos de papel arru­
gados y pegajosos. Una gran cantidad de pelotas blancas
de papel rodaron desde el cajón. Thomas chilló enojado—:
¿Y ahora los tengo que tomar yo?

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La profesora Meier miró, desconcertada, las blancas
bolitas repletas de virus infecciosos que caían al suelo.
Entonces el Sir se levantó, fue por la papelera, la tomó
del asa y la llevó hasta el pupitre de Martina. Se agachó
y, con las dos manos, tiró las pelotitas blancas dentro de
la papelera.
—Nadie se muere por unos pañuelos usados, querido
Thomas —murmuró.
—Gracias, Michael, ha sido muy amable de tu parte
—dijo la profesora Meier. Luego sacó del cajón la mochila
de Martina, metió en ella cuanto había sobre el pupitre y
dio a Thomas un pequeño empujón.
Martina seguía con los estornudos, de pie ante su
sitio, tambaleante. Thomas puso cara de asco, pero tomó
a Martina por el brago y la sacó de la clase. La profesora
esperó a que los dos estuviesen fuera y la puerta cerrada
para exclamar:
—Bien, y ahora, por fin, sigamos con la materia. —Fue
hacia el pigarrón, pero al llegar al lavamanos se quedó
impresionada. Estaba lleno casi hasta el borde y por la
llave sin grifo seguía saliendo el agua como si nada—.
¡Dios Santo, se va a derramar! —La vog de la profesora
era fuerte y aguda, como de grillo. Y tenía tres arrugas
en la frente.
El Picas se ofreció:
—¡Ahora sí que voy a buscar al conserje!
—¡Vamos, tráelo! Pero ¡rápido!

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El Picas se puso en marcha, pero no lo bastante
rápido por lo visto, pues la profesora le pegó un grito:
—¡Ten la bondad de darte prisa! ¡No te duermas en el
camino! —Luego, la señora Meier se quedó con la mirada
fija en el lavamanos confiando, al parecer, en que, si fuera
necesario, el agua se podría apilar en un montón.
El Filo, sentado delante, en la primera fila, sacó el
dedo pulgar de la boca y dijo:
—Cae más de lo que puede tragar el desagüe. Eso es
que el sifón está tapado.
—¡Sí, ya lo estaba antes! —aclaró I erdl Berger.
—Pero ¿por qué no lo arregla nadie? ¿Por qué se
quedan ahí como pasmados esperando la inundación?
¿Se han vuelto locos? —Ahora surcaban la frente de la
profesora tantas arrugas que formaban un cuadrado
perfecto. Temblaba. No se sabe si de rabia o de impoten­
cia—, ¿Dónde hay un recipiente? La profesora buscaba
a su alrededor—: ¡Hay que sacar agua! ¡Vamos, saquen!
Regina Habersack levantó con parsimonia el dimi­
nuto tiesto que tenía sobre su puplt 11 ■
—¡Habersack, déjate de tonter(as1 bula la profeso­
ra—. ¡Cuando se salga el agua vamos a lenci problemas!
El Sir, que con la cabega ladeada i¡ un ojo cerrado,
enfocaba con el otro el lavamanos, calculó
—¡Tres milímetros escasos y sonata la alcuma de
inundación!
—Cinco milímetros, por lo menos icplleá Llllbeth.
—¡Busquen de una veg algo para verter! —exclamó
compungida la profesora.
—No tenemos ningún recipiente, de verdad —dijo
Lilibeth—, y en las otras clases tampoco habrá ningu­
no, exceptuando los tiestos. Y éstos ya están con agua
hasta los bordes.
—¡En alguna parte de esta dichosa casa habrá una
olla vieja o algo así! —gritó la profesora.
En ese momento se levantó el Filo y se acercó lenta­
mente al lavamanos. Abrió una puertecilla de lata que
había en la pared, debajo del mismo, y dio vueltas a algo
que estaba detrás de la puertecilla. El agua dejó de caer.
—Ésta es la llave de paso —dijo el Filo con suavidad.
La profesora Meier fue dando traspiés hasta su silla
y se dejó caer en ella.
El nivel de agua del lavamanos iba disminuyendo
poco a poco, pero el cuadrado de arrugas de la frente de
la profesora seguía tal cual.
—Daniel —preguntó con vog temblorosa—, ¿tú
sabías que por ahí se podía cerrar el agua?
El Filo afirmó con la cabega:
—Sólo esperaba a ver si se le ocurría también a otro.
La profesora inspiró hondo preparándose para un
enérgico sermón que, a juggar por las arrugas de la fren­
te, no iba a ser muy amistoso, cuando se abrió la puerta
de la clase y entraron el Picas y el conserje.
—¿Qué se quema esta veg? —preguntó el conserje.

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El Picas se puso en marcha, pero no lo bastante
rápido por lo visto, pues la profesora le pegó un grito:
—¡Ten la bondad de darte prisa! ¡No te duermas en el
camino! —Luego, la señora Meier se quedó con la mirada
fija en el lavamanos confiando, al parecer, en que, si fuera
necesario, el agua se podría apilar en un montón.
El Filo, sentado delante, en la primera fila, sacó el
dedo pulgar de la boca y dijo:
—Cae más de lo que puede tragar el desagüe. Eso es
que el sifón está tapado.
—¡Sí, ya lo estaba antes! —aclaró Ferdi Berger.
—Pero ¿por qué no lo arregla nadie? ¿Por qué se
quedan ahí como pasmados esperando la inundación?
¿Se han vuelto locos? —Ahora surcaban la frente de la
profesora tantas arrugas que formaban un cuadrado
perfecto. Temblaba. No se sabe si de rabia o de impoten­
cia—. ¿Dónde hay un recipiente? —La profesora buscaba
a su alrededor—: ¡Hay que sacar agua! ¡Vamos, saquen!
Regina Habersack levantó con parsimonia el dimi­
nuto tiesto que tenía sobre su pupitre.
—¡Flabersack, déjate de tonterías! —bufó la profeso­
ra—, ¡Cuando se salga el agua vamos a tener problemas!
El Sir, que con la cabega ladeada y un ojo cerrado,
enfocaba con el otro el lavamanos, calculó:
—¡Tres milímetros escasos y sonará la alarma de
inundación!
—Cinco milímetros, por lo menos —replicó Lilibeth.

24
—¡Busquen de una veg algo para verter! —exclamó
compungida la profesora.
—No tenemos ningún recipiente, de verdad —dijo
Lilibeth—, y en ias otras ciases tampoco habrá ningu­
no, exceptuando los tiestos. Y éstos ya están con agua
hasta ios bordes.
—¡En alguna parte de esta dichosa casa habrá una
olla vieja o algo así! —gritó ia profesora.
En ese momento se levantó ei Filo y se acercó lenta­
mente al lavamanos. Abrió una puertecilla de lata que
había en la pared, debajo del mismo, y dio vueltas a algo
que estaba detrás de la puertecilla. El agua dejó de caer.
—Esta es la llave de paso —dijo el Filo con suavidad.
La profesora Meier fue dando traspiés hasta su silla
y se dejó caer en ella.
El nivel de agua del lavamanos iba disminuyendo
poco a poco, pero el cuadrado de arrugas de la frente de
la profesora seguía tal cual.
—Daniel —preguntó con vog temblorosa—, ¿tú
sabías que por ahí se podía cerrar el agua?
El Filo afirmó con la cabega:
—Sólo esperaba a ver si se le ocurría también a otro.
La profesora inspiró hondo preparándose para un
enérgico sermón que, a juggar por las arrugas de la fren-
te, no iba a ser muy amistoso, cuando se abrió la puerta
de la clase y entraron el Picas y el conserje.
-¿Qué se quema esta veg? —preguntó el conserje.

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—No se quema, se inunda, señor Stribany —respon­
dió la profesora—, Pero —señaló con orgullo al lavama­
nos— hemos cerrado la llave de paso y ahora ya no hay
peligro.
El señor Stribany era el conserje más gruñón de toda
la ciudad. Miró muy enojado a la profesora y dijo:
—¿Y para contarme eso me deja usted a media
colación?
—Pero, querido señor Stribany —se disculpó la
profesora—, ¡cuando mandé a buscarlo corríamos el
mayor peligro! Todavía no sabíamos...
—Sí, sí —la cortó el señor Stribany—, pero, antes que
nada, a buscar al conserje. ¡Eso es más fácil que pensar
en una solución!
Se volvió hacia la puerta y, como en ese momento
comen5Ó a sonar el timbre de fin de clase, no se pudieron
entender del todo sus palabras de despedida. Algunos
dijeron que había murmurado: «La hora ya han dado»
(con lo que se habría referido simplemente al toque del
timbre). Otros creyeron haber oído: «¡Qué casa me ha
tocado!» (con lo que habría hecho una crítica del mal
estado de tas instalaciones del edificio). Pero el Picas,
que al fin y al cabo era el más cercano al conserje, jura­
ba y perjuraba que el señor Stribany había dicho: «¡Qué
piojo más pesado!» (con lo que podía haberse referido a la
profesora Meier).

26
Una veg que el agua del lavamanos se fue haciendo
glu-glu por el desagüe y que la profesora Meler abandonó
la clase de mal genio, todo el Sexto A se alegró de que,
por una veg, la clase de latín hubiese salido tan redonda.
—¡Ni siquiera ha pedido las tareas! —exclamó con
júbilo Hansi Dohnal saltando a la pata coja entre los pupi­
tres—. Y tampoco ha dejado tareas para hoy.
Esto alegró tanto al Picas que hasta dio un abrago
a Thomas Huber, que volvía a la clase en ese momento.
Abrago que a Thomas, que no podía tragar al Picas, le
cayó casi tan mal como antes los estornudos de Martina
Mader.
El timbre indicó el final del recreo. La clase siguien­
te era matemáticas, y el profesor quería encontrar a
cada alumno en su sitio. Y como no conviene irritar a una
persona tan importante como el profesor de matemáti­
cas, sobre todo habiendo examen la semana siguiente,
el Sexto A atendió a sus deseos y cada uno se fue a su
sitio. Y Ferdi Dalmar, el más cercano a la puerta, se colo­
có junto a ésta para, cuando llegase el profe, saludarlo
con una inclinación de cabega y cerrar la puerta tras él.
El Filo se llevó el pulgar a la comisura de los labios
i| siseó a Lilibeth: «¡Bah, siempre el mismo rollo para
el sargento-del-cateteol». El Filo siempre hacía algún
comentario parecido al comengar la clase de matemá­
ticas, y normalmente Lilibeth contestaba con otro de

27
aprobación. Pero esta veg no hubo respuesta. Lilibeth
tenía la mochila sobre las rodillas y revolvía dentro de ella
con ahínco.
—¿Buscas algo? —preguntó el Filo.
—No encuentro el monedero —contestó Lilibeth, y
siguió rebuscando.
Continuaba aún con la misma labor cuando el profe-
del-cateteo entró en clase al asalto y Ferdi, inclinándose,
cerró la puerta tras él. Todos se pusieron firmes, cuadra­
dos, con las manos en las costuras del pantalón. Sólo
Lilibeth no pudo hacerlo porque tenía la mochila en las
manos.
—Siéntense —ordenó el profe-de-cateteo.
Los alumnos cayeron sobre las sillas de golpe, como
reclutas de instrucción. Con el brusco movimiento, a
Lilibeth se le escapó la mochila de las manos y cayeron
de ella todo tipo de útiles escolares y otros cachureos que
nada tenían que ver con las clases. Lilibeth se agachó a
recoger todas sus pertenencias.
—¿Qué haces tú ahí? —preguntó el profesor.
—Se me ha caído la mochila —dijo Lilibeth.
—Cosa bien comprensible para cualquier persona
normal —masculló el Filo.
—¿Por qué no dejas la mochila en el pupitre? Así no
te pasaría eso —agregó el profe-del-cateteo.
—Buscaba mi monedero —se defendió Lilibeth—,
¡Porque se me ha desaparecido el dinero!

28
—¿Qué significa eso? —El profesor miró a Lilibeth
con severidad. Metió las manos en los bolsillos del panta­
lón y se acercó a ella.
Lilibeth dijo:
—Antes de la clase de latín el monedero estaba
todavía aquí dentro, ¡lo prometo!, yo lo he visto, y ahora
ya no está, ¡de verdad!
El profe-del-cateteo sacó una mano del bolsillo,
extendió el brago y lo movió señalando a toda la clase:
—¿Acusas, entonces, de ladrones a tus compañeros
de clase?
—¡Eso no! —exclamó Lilibeth sacudiendo la cabega y
poniéndose colorada.

29
—¿Estás realmente segura de que el monedero esta­
ba en la mochila? —El profe-del-cateteo se inclinó sobre
Lilibeth—. ¿Absolutamente segura?, ¿al ciento por ciento?
—A lo mejor lo has dejado en casa —masculló el
Picas desde el pupitre de atrás.
—Uno se puede equivocar en eso muy fácilmente, en
realidad —agregó el Filo.
—¿Cuánto dinero había? —metió la cuchara el Sir
preguntando bajito.
—Bueno, ¿y entonces qué? —dijo el profesor, que se
balanceaba sobre las puntas de los pies con la mirada fija
en Lilibeth.
Lilibeth algo los ojos confundida. Balbució:
—No lo sé en realidad. —Metió la mochila en el pupi­
tre y se sentó.
—¡Muy sensato! ¡No se puede acusar a los compañe­
ros así por las buenas! —dijo el profesor.
Dicho esto fue a su mesa, abrió el libro de clases y
preguntó:
—¿Alguien nuevo, alguna baja?
—Mader se ha ido a casa porque tosía mucho —infor­
mó Oliver Schmied, sustituto del delegado de clase,
Michael Hanak, que estaba enfermo. El profe-del-cate-
teo apuntó a Mader en el libro.
Mientras, el Filo consolaba a Lilibeth:
—Verás como el monedero está en casa.
Y el Picas:

30
—Lilibeth, a mí ya me pasó una veg. Podría haber
jurado que había metido el carnet de estudiante, y a la
vuelta lo encontré encima del velador de mi piega.
El Sir agregó:
—¡Natural!, ¿quién va a robar aquí?
El profe-del-cateteo cerró el libro de pasar lista y
exclamó:
—¡Silencio!, ¡ni una palabra más! El asunto está
liquidado.

31
Capítulo 3

... en el que se multiplican las desapariciones en el curso


de Sexto A, y se viene abajo la moral de la clase; y en donde
germinan sospechas con la misma rapideg y abundancia que
los berros en mayo.

El asunto no estaba tan liquidado como el profe­


sor de matemáticas había supuesto. Por lo menos para
Lilibeth, con la madre tan enormemente miedosa que
tenía. La gente miedosa se sale fácilmente de sus casi­
llas cuando algo no es como debería ser, cuando hay algo
inexplicable, embrollado o sospechoso. Con lo del mone­
dero desaparecido, la madre de Lilibeth se salió de sus
casillas hasta el colmo. Y no por el dinero, ni porque se
perdiese un valioso monedero. Lo que la horror¡5aba era
que en alguna parte en torno a Lilibeth acechaba un rate­
ro desconocido, pérfido y astuto. «El ratero se convierte
en ladrón fácilmente —se repetía a sí misma—, Y de un
ladrón a un asesino sólo hay un paso.» Sólo dependía de
las circunstancias del robo. Bastaría con que, por ejem­
plo, el ladrón fuera reconocido, o que Lilibeth diese un
grito, para que éste golpease la cabe5a de la niña. Ésta
se cae, se da con ta nuca contra los adoquines, o donde
sea, y adiós a la pobre e inocente Lilibeth.
HÍ50 falta un gran esfuergo para impedir que la
madre de Lilibeth fuese también al mediodía, a plena lug
del sol, a buscar a Lilibeth a la salida de clase. Lilibeth se
opuso con uñas y dientes a la escolta materna.
—¡Que no te vea yo a mediodía en la puerta de la
escuela! —amenagó Lilibeth—, ¡Te juro que me meto en
el sótano de la calefacción, me encierro allí y no salgo!
¡Prefiero pasar la noche en el sótano de la escuela que
dejarme llevar por ti como una mocosa de jardín infantil!
Esto sirvió de oigo. Y, aunque la madre langó suspiros
profundos y se quejó «de esta pobre hija que no tiene dos
dedos de frente y se expone, por propia porfía, desarma­
da, a las fuergas perversas», lo de ir a buscarla no volvió
a plantearse.
Por otra parte, la madre de Lilibeth estaba furiosa
con el profesor de matemáticas porque éste había igno­
rado el robo del monedero. Su hija —la madre de Lilibeth
lo sabía muy bien— no perdía el monedero por el camino.
¡Y si su hija decía que en el recreo de las dieg el monedero
estaba en la mochila, es que estaba! Repetía la misma
historia siete veces al día.
Al padre de Lilibeth esto lo ponía negro.
—Bien, pues ¡anda al colegio y dales tu opinión!
—exclamó nervioso—, ¡Y pide que vaya la policía a la
escuela y busque al ladrón!
—¡Sólo faltaba eso, por el amor de Dios, Ottokar!
—respondió la madre de Lilibeth indignada—, ¿Quieres
que vaya a la escuela a pelear con los profesores? ¡Con
eso lo único que consigues es perjudicar a tu propia hija!
El padre de Lilibeth suspiró entonces y dijo que, en su
opinión, también se puede hacer daño a la propia hija con
otro tipo de cosas.
—¿Qué pretendes decir, Ottokar? —demandó con
vog chillona la madre de Lilibeth.
Pero el padre se limitó a suspirar otra veg y no dio
contestación alguna. Había renunciado hacía tiempo a

35
discutir con su mujer sobre el modo adecuado de prote­
ger y educar a los hijos.
Mientras en casa de Lilibeth no se hablaba de otra
cosa, en la escuela ya casi nadie se acordaba del mone­
dero desaparecido. Lilibeth no lo nombraba, ya tenía
bastante en su casa con las lamentaciones maternas, y
por eso el Filo, el Picas, el Sir y los demás dieron por hecho
que el monedero había aparecido.
Pasó una semana de clases normales y preocupa­
ciones habituales de los alumnos. En esa semana hubo
examen de matemáticas. Una veg más, el Filo pasó a
Lilibeth los cuatro problemas, y al Picas y al Sir, dos a
cada uno en sus respectivos torpedos que desligó hacia
atrás. El conserje puso un grifo nuevo en el lavamanos
de la clase. Los enfermos de gripe, uno tras otro, fueron
regresando al colegio. Y, en los descansos, los alumnos
de Sexto A daban vueltas entre los pupitres mascullan­
do frases tan bellas como: «El viejo pulsó las cuerdas / y
tañó de maravilla», o «Sólo hay horror en su mente / y
cólera en su mirada; / si abre los labios, flagela, / si blan-
de la pluma, mata».
Flabía que aprender de memoria «La maldición del
cantor», una balada de dieciséis estrofas largas y nada
fácil de meter en la cabega. Por eso los alumnos del Sexto
A andaban con el entrecejo fruncido en sus idas y venidas
mascullando versos.

36
Al Sir se le hacía especialmente difícil. Nunca había
sido lo suyo aprender cosas de memoria, pero algunas,
como «el joven ya está exánime», no había modo de que
le entrasen.
—Exánime, exánime, ¡al demonio exánime! —se
quejaba el Sir—. ¡Tengo que grabarme en la cabega esta
maldita palabra! —Pero un minuto después tenía que
abrir de nuevo el libro de lengua para mirar cuál era el
extraño vocablo que había escrito el señor Uhland para
decir «muerto».
Ocurrió el lunes siguiente en el cuarto recreo, ante­
rior a la clase de lenguaje en que tocaba examen de «La
maldición del cantor». En ese momento justo el Sir salta­
ba desde el sitio de Schneider a la mesa del profesor
pidiendo justicia:
—¡Ay de ti, asesino infame, de la trova maldición!
¡Lucha es tu vana por la sangrienta gloria!
Lilibeth, que estaba junto al Sir, movía la cabega y le
corregía:
—¡No, Sir!, es «Vana es tu lucha por la sangrienta
gloria».
—¡Qué más da perro que gato, delante que detrás!
—gemía el Sir, tirando de sus negros bucles con una
mano y abriendo furiosamente los orificios de su hermo­
sa narig—. El sentido de todo este horrible poema es para
mí un misterio completo.

37
Ulibeth iba a contestarle que alguien como él, a quien
los profesores de lengua siempre ponían como «palmario
ejemplo» de correcto idioma familiar, tenía que compren­
der una estrofa tan tonta, cuando, de pronto, Martina
Mader empegó a gritar:
—¡No puede ser! ¡Esto es imposible!
Martina estaba de pie junto a su pupitre y levanta­
ba un bote aguí. El bote estaba vacío y Martina miraba
dentro con cara de susto. Era el bote del dinero para la
leche. Cada lunes por la mañana, antes incluso de que
diesen tas ocho, Martina recogía las «monedas de la
leche» de todos los que querían comprarla en el colegio
para tomársela en el recreo de las dieg. Guardaba el dine­
ro en ese bote aguí para entregárselo al conserje al termi­
nar las clases. En la recogida de monedas había llegado
ya hasta el Sir. Iba a ir entonces precisamente a pedirle el
dinero de la leche. Había agarrado el bote aguí pensando
levantar un cuarto de kilo de monedas y se había queda­
do con el bote vacío en la mano.
—¡Las monedas de la leche han desaparecido! —gritó
Martina.
Los paseantes «masculla-versos» se quedaron para­
dos. «La maldición del cantor» se les cortó en la gargan­
ta. Miraron el bote vacío con el mismo estupor que antes
Martina. Ésta andaba ya buscando por un sitio y otro,
cuando se fijó en Ferdi Berger. Ferdi estaba junto a la

38
papelera con el libro de lenguaje, una naranja medio pela­
da en una mano y algunas cáscaras en la otra.
—¡Ferdi! —voceó Martina—, ¿es ésta, quigá, una de
tus Imbéciles bromas?
Ferdi Berger era un bromista, el «pánico» del Sexto
A. A veces le daba por contar largos chistes empegan­
do por el final. Contaba primero el desenlace y pregun­
taba si alguien lo conocía. Si alguien decía que ya sabía
ese chiste desde que estaba en el jardín infantil, Ferdi se
alegraba un montón y lo contaba a pesar de todo. Hacía
también cosas que él encontraba enormemente diver­
tidas: echar pegamento en el asiento de Michi Hanak,
esconder las gapatillas de gimnasia, meter una lombrig
viva en el sándwich de Lilibeth, repartir bombones llenos
de sal y coser las mangas de las chaquetas unas con
otras. Aparte de a él, en clase a nadie le hacían gracia los
chistes largos al revés ni las bromas extrañas, pero Ferdi
ni se inmutaba por eso. Cada día, infatigable, llegaba con
una historia.
—Ferdi, imbécil. —Martina se langó furiosa hacia
él . ¡Si me has tomado el dinero de la leche por hacer
una broma, devuélvemelo en el acto o te doy un par de
(¡alpes que se te va a olvidar hasta cómo te llamas! —Y
Martina algo la mano derecha para hacer más expresiva
hu amenaga.

Del susto, Ferdi dejó caer las cáscaras de naranja


y balbució:

39
—¡Palabra, te lo juro! Yo no tengo tu dinero. De
verdad que no.
—¿De verdad que no? —La derecha de Martina conti­
nuaba aún en posición de disparo.
—¡En serio que no, Martina! —aseguró Ferdi—. ¡Te lo
juro! ¡Eso sería una broma idiota!
—¡También juró una veg que no había escondido mis
gapatillas de gimnasia! —exclamó Susi Kratochwii—. Y a
pesar de eso, había sido él.
Susi Kratochwii era una niña baja y gordita con infi­
nidad de tirabugones dorados de los que se sentía muy
orgulloso. Además estaba enemistada con Ferdi desde
hacía más de una década. La larga lista de hostilida­
des entre ambos abarcaba desde una antigua pelea en
la que Susi le tiró a Ferdi arena en la cara, pasando por
el mordisco que Ferdi propinó a Susi en primero básico,

40
hasta el K. O. técnico de Susi al esconderle las gapatillas
de gimnasia.
—Esconder unas gapatillas de gimnasia y robar el
dinero de la leche son cosas muy distintas —se defendió
Ferdi—, Con el dinero no hago bromas. No lo toco jamás.
¡Yo no soy de esa clase de tipos!
Martina bajó la mano derecha. Estaba convencida
de que Ferdi decía la verdad. Y no porque lo tuviese por
un tipo sincero, sino porque conocía muy bien la cara que
ponía cuando soltaba una mentira, con la risita de conejo
tímida y tonta. Pero ahora estaba completamente serio.
El Sir se acercó a Ferdi y Martina. Los dos estaban
ya rodeados de los demás compañeros de clase.
—¿Desde cuándo no está el dinero? —preguntó el Sir.
—¡No lo sé! —respondió Martina sacudiendo los
hombros—. Esta mañana he recogido el dinero y he
cerrado el bote con la tapa. Y no he vuelto a mirar. Plasta
hace un minuto estaba completamente segura de que el
dinero seguía dentro, pero podría faltar desde hace rato,
naturalmente.
—¿Y mientras hemos estado en el gimnasio? —conti­
nuó el Sir—, ¿Has dejado el bote encima del pupitre?
Martina movió la cabega afirmando con cara de
preocupación.
—Entonces debe de haber salido alguien durante la
hora de gimnasia y ha robado las monedas —diagnosticó
el Picas. Dio ánimos a Martina con unos golpecitos en el

41
hombro y añadió—: Tú no puedes hacer nada. Pagamos
la leche otra veg y listo. ¡Tampoco es tanto!
—¡Eh, tú, Camello, pues yo no pienso hacerlo! —protes­
tó Thomas Huber dándose en la frente con la punta de los
dedos—, ¿Por qué voy a pagar dos veces? ¡Es el condena­
do ladrón quien tiene que devolver el dinero!
Al Picas le dio risa.
—¡Anda, Huber, escribe un aviso y ponlo en el tablón
de anuncios: «Se ruega al bondadoso ladrón nos devuelva
el dinero de la leche»!
Se oyeron algunas risas. A Thomas Huber se le
pusieron las orejas coloradas, lo cual era señal de que
estaba muy enojado, y le dijo al Picas:
—¡Tú, Camello imbécil, que se robe en la escuela no
es para reírse!
El Picas precisó que no se reía del robo, sino de las
tonterías de Thomas Huber, con lo que las orejas de éste
enrojecieron aún más, reluciendo como un rubí. Estiraba
el cuello como un toro ante el torero y se habría langa-
do, seguro, contra el Picas de no haber entrado en ese
momento la profesora Hufnagel.
—¿Qué pasa? ¿Hay algo que no marcha bien? —pregun­
tó la señora Hufnagel. Era la profe jefe del Sexto A y
pertenecía a esa clase de profesores con sensibilidad
que en seguida perciben la agitación y la inquietud de
una clase.

42
—¡El Camello está haciéndome bullying todo el día!
¡Siempre! —voceó Thomas Huber.
Pero los compañeros le explicaron que eso sólo había
sido una pelea al margen del asunto y que ahora ya no
era digna de mención.
La señora Hufnagel dijo:
—Chicos, cada uno a su sitio, por favor. Y luego que
me cuente uno lo que ha pasado. Si hablan todos a la ve5>
no entiendo nada.
Se disolvió la reunión. Martina esperó a que todos
se acurrucaran en sus asientos y luego informó de la
desaparición del dinero para la leche. La señora Hufnagel
propuso que lo buscaran.
—Quigá lo has metido en otro sitio —dijo—, O se ha
caído del bote y se ha ido rodando por el suelo hasta un
rincón.
Martina protestó molesta. Ella no era ninguna cabra
chica, dijo, que hace cosas de las que luego no se acuer­
da. Hace tres años que recolecta el dinero para la leche,
jamás lo ha sacado del bote para ponerlo en otro sitio
y siempre se lo ha llevado en el bote al conserje. ¡Y es
completamente imposible que se salgan las monedas del
bote con la tapa puesta!
La señora Hufnagel comprendió estas rogones y
puso cara de preocupación. Luego pronunció un discurso
largo y triste sobre los niños que no respetan las cosas de

43
los otros, «rogándoles encarecidamente» no dejar tirado
dinero o cosas de valor cuando «el curso cambie de sala».
Y agregó:
—Chicos, es duro y penoso, pero en una escuela tan
numerosa como la nuestra hay siempre alguien que se
comporta mal. Y es casi imposible descubrir a los rate­
ros, a no ser por casualidad. ¡Contra los robos, sólo nos
podemos defender procurando no dejar las cosas tiradas!
—La señora Hufnagel suspiró a continuación, pensó que
ya se había hablado bastante de ese triste asunto y que
no convenía olvidar que era hora de lengua. Pidió a Michi
Hanak que recitase de memoria la primera estrofa de «La
maldición del cantor».
Mientras Michi Hanak soltaba de una sola veg que
«Un castillo alto y majestuoso, en remotos tiempos vasto
e inmenso, brillaba sobre el campo», el Filo se inclinó hacia
Lilibeth, se sacó el pulgar de la boca y cuchicheó:
—Estamos en el gimnasio. Uno de otra clase dice
que quiere ir al baño, viene aquí, a la nuestra, derecho al
pupitre de Martina, toma el dinero del bote y se larga. ¿Tú
te crees eso?
Lilibeth negó con la cabega.
—Ni yo tampoco —murmuró el Filo.
—¿Y qué piensas tú? —susurró Lilibeth.
El Filo no pudo contestar porque fue solicitado para
la declamación de la segunda estrofa. La clase de lengua
era la última de ese lunes. Cuando el timbre avisó del

44
final, los alumnos del Sexto A estaban extenuados por
la «maldición». Una hora entera de balada, de repetir
y aguantar la misma lata, saca a cualquiera de quicio.
Agotados, recogieron sus cosas y bajaron al sótano, a
los camarines. Apenas se habló del dinero de la leche. Se
hablaba del partido de la tarde, que comengaría al cabo
de tres horas. El Sir y el Picas, los dos mejores jugadores
de balonmano de la clase, aseguraban que después de la
espantosa hora de la «maldición» no les quedaban fuer-
gas para jugar.
—Nos van a meter un montón —profetigó el Picas
bostegando.
—Vete a casa y échate una siesta —aconsejó Michi
Hanak.
El Picas aclaró que no podía dormir la siesta porque
a su hermanita pequeña la obligaban a dormirla, pero ella
no quería y no dejaba de berrear, de modo que nadie en
casa podía pegar ojo.
—Tapones en las orejas. Da resultado. Mi madre sólo
puede dormir con tapones. Eso te aísla del ruido —dijo el
Filo mientras guardaba las gapatillas de la escuela en su
casillero del camarín y emprendía la caga de sus gapatos.
En el camarín del Sexto A había casi siempre un
gran desorden. Los alumnos lo llamaban la «jaula de los
monos», y ese aspecto tenía realmente. En el sótano del
colegio cada clase tenía una de estas jaulas a su disposi­
ción: un cuadrado rodeado de rejas y una puerta, también

45
de rejas, que se podía cerrar con llave. Por la mañana, a
las siete y cuarto, el conserje abría las puertas, y a las
ocho en punto, al tocar el timbre, las volvía a cerrar. Si
alguien quería entrar en alguna jaula durante las horas
de clase o en los descansos, tenía que pedir la llave al
conserje. Y también habían de hacerlo, incluso, los alum­
nos que, una veg terminado el horario escolar, quisieran
ir a cambiarse.
Esta severa reglamentación para controlar el paso a
las «jaulas de los monos» se había establecido hacía unos
años porque, antes, con los camarines abiertos, desapa­
recía todo. Desde entonces, las «jaulas de los monos» se
consideraban seguras contra rateros. Si el Filo no hubiera
sabido esto, habría jurado que alguien le había «pelado»
los gapatos; en efecto, no aparecían por ninguna parte. Al
fin encontró el derecho tras la puerta de lajaula y desen­
terró el igquierdo de entre un montón de gapatos que se
apilaban en medio del recinto.
—¡Uf, qué asco! —bufó el Filo mientras excavaba—:
aquí hay alguno al que le sudan los pies un montón;
huele como la sección de quesos del supermercado. —El
Filo algo la vista y miró a su alrededor para ver a cuál de
sus queridos colegas había que hacer responsable del
perfume. Reparó, entonces, en Roswita Fróhlich. Esta
estaba frente a él, acurrucada en el banco, con lágrimas
en los ojos.

47
—Pero Roswita, tranquila —dijo el Filo—, ¡quién va a
llorar por eso, no me hagas reír! ¡Por una tontera así! —El
Filo creía que Roswita lloraba por lo de «La maldición del
cantor». En la clase de lengua le habían mandado recitar
tres veces y no había sido capag de decir un soto verso
entero. La señora Flufnagel le había puesto por eso un
insuficiente en el librito de notas.
—Un insuficiente así, en preguntas de clase, no cuen­
ta para nada —intentaba el Filo consolar a Roswita—, ¡Y
con los trabajos de clase vas siempre muy bien!
Roswita Fróhlich movió la cabega con una lágrima
gorda en cada ojo que comengaban a rodar por las meji­
llas. El Filo saco un pañuelo del bolsillo y se lo dio. Roswita
tomó el pañuelo, se sonó y dijo:
—¡La tonta de la Flufnagel y su insuficiente me
importan un rábano! Pero ha desaparecido mi billete de
mil pesos. Todo lo que tenía. El monedero estaba debajo
del banco. Abierto y vacío. No han dejado ni el boleto del
Metro.
—¿De verdad? —preguntó el Filo.
Roswita afirmó con la cabega. Enseñó al Filo el
monedero vacío y dijo que por la mañana lo había metido
en el bolsillo del abrigo.
—¡Eh, oigan todos! —voceó el Filo—, A Roswita
también se le ha desaparecido dinero.
Aproximadamente la mitad del Sexto A estaba
todavía en el camarín, pero armaron más ruido que siete

48
ciases juntas. Se distinguían gritos como: «¡Imposible!»,
«¡Esto ya es el colmo!». Y también: «A lo mejor se te ha
caído del bolsillo» y «Vamos a mirar debajo de los bancos».
El Sir y el Filo rastrearon todo el suelo y miraron
detrás de los bancos. Se les pusieron moradas las manos
y las rodillas. En la búsqueda, Wolfgang Grifo se dio un
golpe en la cabega contra el marco de la puerta. Martina
Mader garandeaba chaquetas y abrigos. El Picas sacu­
día los barrotes de la jaula con el perchero. A Roswita,
por culpa del polvo, le dio por estornudar. A Lilibeth se le
clavó una astilla en la uña del pulgar; pero, a pesar de los
esfuergos, la moneda no apareció.
—¡Oígan, gente! —dijo el Picas, preocupado, cuan­
do dieron por terminada la operación de búsqueda—. El
ladrón tiene que ser uno de nuestra clase. ¡Nadie más
puede entrar en nuestra jaula!
—Pero el conserje tiene la llave —dijo el Sir.
—Bueno, ¿y qué? —Lilibeth sacudió la cabega—, ¿Tú
crees que el señor Stribany...?
—No seas tonta —la cortó el Sir de mal humor—,
Pero ¡alguien puede haberle quitado a él la llave!
—¡Yo se la acabo de pedir al conserje! —voceó Michi
Hanak—. ¡Estaba colgada en el tablero! Nadie la ha
robado.
El Sir seguía sin ceder:
—¡Pueden haber vuelto a colgarla a escondidas!
Lilibeth sacudió de nuevo la cabega y dijo:

49
—¡Absurdo! Sir, ¡tú le buscas siempre la quinta pata
al gato! ¡Encuentras siempre ias rajones más retorcidas
para las cosas más sencillas!
—A ver, entonces, ¿cuál es esa explicación tan senci­
lla? —preguntó el Sir furioso.
—¡Mi explicación sencilla —voceó Lilibeth— es que
hay uno de nuestra clase que picotea como un cuervo!
Primero mi mochila, luego el dinero de la leche y ahora la
moneda de Roswita. ¡El tipo estará ya forrao!
—¿Por qué «el tipo»? —preguntó el Filo sin sacarse el
dedo de la boca—. También puede ser una chica. ¿O crees
tú que sólo pueden robar los chicos?
Lilibeth se encogió de hombros.
—Ahora tengo que volar —dijo—. Si no, mi mamá se
desquicia. —Lilibeth dio una patada a las japatillas, que
fueron planeando hasta un rincón de la jaula.
Los demás agarraron sus mochilas y abandonaron
la jaula junto con Lilibeth. Michi Hanak cerró la puerta.
Subieron, callados, la escalera del sótano. Al final de ella
estaba el señor Stribany de pie. El conserje abrió la mano
y Michi Hanak depositó la llave en su palma.
—¡Vamos, vamos, señores! —farfulló el conserje—, si
hubiera que esperar tanto todas las llaves de los camari­
nes estaría uno listo.
—Señor Stribany, por favor —intervino el Sir—,
¿ha venido hoy alguien más a buscar la llave de nues­
tro camarín?

50
El conserje miró al Sir impaciente:
—¿Cuándo tiene que haber sido eso?
El Sir se encogió de hombros y el conserje preguntó:
—Pero, vamos a ver, ¿de qué curso son ustedes?
—Pues ahí en la llave está —masculló el Filo por
lo bajo.
—De Sexto A —respondió el Sir.
—¿El del grifo roto? —El conserje puso cara de malas
pulgas.
El Sir afirmó con la cabega.
—Siempre hay problemas con ustedes —murmuró
el conserje—, ¡Nadie ha venido por la llave!
—¿Seguro que no? —insistió el Filo.
—¡Seguro, chiquillo! ¿A qué viene tanta pregunta
tonta? —El conserje, enojado, se puso rojo—. ¡Se quedan
ahí plantados y dele con preguntar idioteces! ¡Les digo
que nadie ha venido hoy por ninguna llave, así que por la
de ustedes tampoco! —Dio media vuelta y, de mal humor,
mascullando algo, se marchó arrastrando los pies.
—Bueno, señores, pues vámonos también nosotros;
ahora no podemos hacer nada —dijo el Picas.
Los alumnos de Sexto A se dirigieron hacia la sali­
da de la escuela con Lilibeth a la cabega, pues era la
que más apuro tenía. Al llegar a la puerta, Lilibeth higo
un gesto de despedida a los demás y salió corriendo.
Llevaba ocho minutos de retraso y eso significaba dieci­
séis de sermón materno.

51
En la esquina del colegio, Martina atcangó a Lilibeth.
—¿Sabes lo que pienso? —dijo Martina jadeante—:
yo creo que Roswita sólo quiere hacerse la interesante. Le
gusta ser siempre el centro de atención. Y miente. Nada
más. Como a mí me han robado el dinero de la leche, ahora
dice que también a ella se le ha desaparecido algo.
—Yo no creo eso —dijo Lilibeth.
—¿No te acuerdas del año pasado, cuando se escon­
dió ella misma las cosas de gimnasia?
—Sí, pero era porque no quería hacerla —replicó
Lilibeth.
—Bah, no lo creo. —Y Martina continuó con vog mali­
ciosa—: Porque disfruta cuando ve alboroto a su alrede­
dor. ¡Que es una manipuladora, te lo digo yo! Aquella veg
se llegó a sospechar que Babsi Binder te había robado las
cosas de gimnasia, y ella nada, tranquila, tan felig.
—Pero ¡eso no es cierto! —Lilibeth se paró—. Eso
lo dices porque no la puedes tragar. Cuando Roswita se
dio cuenta de que se sospechaba de Babsi, reconoció en
seguida que había escondido las cosas ella misma.
—¡Porque no le quedó otro remedio! ¡Porque
Dalmar la había visto escondiéndolas! —Martina se
daba golpecitos en la frente con la yema de los dedos—.
Tú siempre tan ingenua, Lilibeth. No tienes idea de cómo
es en realidad.
Lilibeth tenía que doblar entonces hacia la igquierda,
Martina a la derecha.

52
—¿Te acompaño un poco? —preguntó Martina.
—No, gracias; tengo prisa.
El semáforo estaba verde y Lilibeth crusó corriendo
la calle. Se sintió contenta por escapar de Martina. «¡Pero
qué pelambre! —pensó Lilibeth—, ¡qué víbora!, ¡siempre
pensando algo malo de los demás!»
Pero luego, cuando bajaba la calle hacia su casa,
Lilibeth siguió dándole vueltas: «Quigá tiene algo de ragón.
Roswita Fróhlich es una tipa curiosa. Si uno dice que fue
el sábado al cine, ella salta en seguida que también fue al
cine. Alguien cuenta que le regalaron un equipo de música
para su cumpleaños, y asegura al instante que también
se lo regalaron a ella. Así, podría ser que, si roban a
alguien, quiera que a ella le roben también».
Lilibeth dio un profundo suspiro ante la puerta de su
casa. Es difícil saber si fue por las elucubraciones acerca
de Roswita Fróhlich o por la ceñuda madre que esperaba
impaciente con la puerta abierta, mirando el reloj con aire
de reproche.
Capítulo 4

...en el que, para ser fieles a la realidad de los hechos, se


reproducen fragmentos del diario del Filo entre una explica­
ción y otra.

Desde hacía algunos años, el Filo llevaba un diario.


No en esa especie de álbumes de poesía acolchados
con adornos de florecidas y el ridículo candado de «alto
secreto». El Filo anotaba sus pensamientos en simples
cuadernos de tapas agules tamaño cuartilla y papel
cuadriculado. Tampoco necesitaba guardar sus reflexio­
nes con cerrojo y candado porque en modo alguno eran
top secret. No llegaban siquiera a secreto de primer grado.
Al contrario: el Filo llenaba una y otra página precisamen­
te porque tenía en la cabega un montón de ideas que no
despertaban interés en nadie. Eran pensamientos sobre
la justicia, sobre la muerte, sobre el factor hereditario de
la avaricia, sobre la existencia de Dios o de seres vivos
en otros planetas, sobre el mal en el mundo, sobre los
partidos políticos, sobre la tontería, el miedo sin motivo
justificado, sobre las buenas notas en la escuela y sobre
la vida en general. Ni siquiera el Picas y el Sir, que eran sus
mejores amigos, sintieron ni una sola veg deseo especial
de dialogar con el Filo sobre estas cosas. Se limitaban
a escucharlo pacientemente y a disimular con discreción
sus bostesos tapándose la boca con la mano. Tampoco
podía ir donde su madre con estas cuestiones. Le produ­
cían verdadero pánico.
—¡Daniel! —exclamaba asustada si el Filo quería
compartir con ella sus pensamientos—, un chico de tu
edad no debe crearse preocupaciones. Espera a que seas
mayor. Disfruta ahora de tu infancia.
Si el Filo contradecía a su madre y defendía su
derecho a tener todos los pensamientos del mundo, y le
explicaba que nadie puede prohibirse a sí mismo pensar
y que nadie está libre, en ciertas ocasiones, de quedarse
tumbado en plena noche con los ojos como platos dándo­
le vueltas a la cabega, la madre suspiraba y decía:
—¡Mi pobre Daniel! Y yo no puedo servirte de ayuda.
¡Yo, como mujer!

56
O sea, la madre del Filo consideraba que el pensar
es sólo cosa de hombres. Su padre se lo había repeti­
do tantas veces, que ella había terminado por creerlo
también.
La madre del Filo sentía una gran lástima por Daniel,
porque no había en casa ningún hombre que pudiese
ayudarlo en sus reflexiones. A veces se preguntaba si
debería volver a casarse para que, dentro de la familia,
Daniel pudiera contar con alguien que lo entendiese. De
veg en cuando, llevaba incluso algún hombre a casa y le
presentaba al Filo. Pero el Filo no podía soportar a ningu­
no de ellos. No intentaba, ni por asomo, compartir con
ellos sus pensamientos. Cuando llegaba uno, se iba a su
habitación a escuchar música y ponía el aparato tan alto
que al visitante le temblaban las orejas y le retumbaba
la cabega.
No se sabe con exactitud si era ésta la ragón de que
los hombres nunca volviesen de visita por segunda veg y
que nunca más se supiese de ellos; fuera como fuese, la
madre del Filo sostenía esta opinión.
El Filo tenía también un padre, naturalmente,
alguien que, al parecer, también le daba muchas vueltas
a la cabega. Mas el Filo no podía comprobar si ello era así
porque su padre vivía en Suiga. Según la sentencia del
divorcio, el padre tenía derecho a ver a su hijo una veg
a la semana y a tenerlo dos meses enteros en verano,
pero no hacía uso de este derecho. Y como la sentencia

57
de divorcio no decía nada de que el hijo tuviera también
derecho a ver a su padre, hacía casi nueve años que no se
habían visto.
El Filo jamás hablaba de su padre. Si alguien le
preguntaba por él, decía:
—¡Yo no tengo padre! ¡Nunca lo he tenido!
Y si el otro seguía insistiendo en que se ha de tener
un padre a la fuerga, el Filo respondía:
—¡Claro! Pero ¡el mío murió cuando yo era sólo un
feto en la guata de mi madre!
Incluso al Sir y al Picas les había contado esa menti­
ra. Los dos sabían, sin embargo, que no era verdad. Hasta
recordaban al padre del Filo de cuando estaban en el
jardín infantil. Pero habían acordado no contradecirle en
este asunto.
—Cuando él larga a su padre el certificado de defun­
ción, tendrá sus rogones —decía el Picas. Y el Sir compar­
tía esta opinión.
Ni una sola veg aparecía la menor alusión al padre del
Filo en los cuadernos agules del diario. Tampoco se habla­
ba de los demás padres. Por otra parte, él jamás seguía
en sus apuntes lo que le sucedía día a día. Lo encontraba
demasiado aburrido para ponerlo por escrito.
Así fue hasta el 7 de noviembre. El día 6 de noviem­
bre, el Filo había llenado tres páginas bien apretadas
hablando de que él no creía, de ningún modo, ser tonto
de nacimiento y que, garantigado, ningún niño viene al

58
mundo destinado a que le pongan siete insuficientes en
ias notas... El 7 de noviembre, en cambio, en la primera
página de un nuevo cuaderno aguí tamaño cuartilla, se
podía leer:

7 de noviembre.
¡Cada veg hay más enredo!
Ahora ha desaparecido la cadena de Iván como si nada.
Una cadena de oro con un Astérix de oro también. Antes de la
clase de gimnasia, Iván se la ha quitado del cuello, porque el
profe Huber no autoriza que hagamos los ejercicios con una
cadena en el cuello.
Iván ha metido la cadena en el bolsillo trasero izquierdo
de su pantalón. De esto no hay duda alguna. Yo lo he visto
con mis propios ojos. Estaba a su lado. Luego hemos entrado
en el gimnasio.
Después de la clase de gimnasia ha habido lío porque
Thomas Huber se ha agarrado con el Picas. Es cierto que
durante la pelea casi tiran los estantes de la ropa y que
algunas camisas y pantalones han salido por el aire, pero el
pantalón de Iván no estaba entre ellos. Yo lo sé. Me he reti­
rado, por supuesto, al rincón de atrás, porque con esas riñas
no quiero tratos ni de lejos. Pues el pantalón de Iván esta­
ba también en ese rincón. No ha volado por los aires. Estaba
columpiándose a mi lado, muy tranquilo. Pero cuando el
profe Huber ha puesto fin a la pelea con sus pitidos e Iván
ha venido a cambiarse e iba a tomar la cadena del bolsillo del
pantalón, ya no estaba.
jEl robo tiene que haber sucedido antes de la pelea/ O
sea, durante la clase de gimnasia o quigá ya antes. Y esto, si
uno lo piensa, significa un montón de cosas. Pero no quiero
pensar en esto. No es ésta la clase de pensamientos que a mí
me gustan. ¡En serio que no!
En la clase todo el mundo se rompe la cabera para
averiguar quién de nosotros roba. Ya están completamen­
te histéricos. Todos andan cuchicheando sin parar. Y cada
cual sospecha del que le cae más mal (por ejemplo, Susi
Kratochwil sospecha de Ferdi Berger, y el Picas sospecha de
Thomas Huber). Y el Sir dale con que el ladrón ha sido uno del
Sexto0 B, porque nosotros hacemos gimnasia junto con los
del Sexto0 B. Pero en este curso, en el Sexto0 B, no ha desa­
parecido nada. Si yo le expongo al Sir esta rajón, salta con
que es totalmente lógico. Dice que el ladrón del Sexto B es un

60
gorro. No roba nada de su propia clase y nos ha escogido a
nosotros para sus fechorías. Para mí esta teoría no tiene pies
ni cabera. Lilibeth me da la rogón y opina que está más claro
que el agua que quien roba es de nuestra clase y que sólo
puede ser un chico, porque no había ninguna chica cuando
a Iván le ha desaparecido la cadena con el Astérix. Pero el
Picas dice que no tiene por qué ser siempre el mismo ladrón.
Puede haberse declarado una especie de epidemia. ¡Todos
roban a todos! El monedero de Lilibeth, el dinero para la leche
de Martina, el billete de mil pesos de Roswita, la cadena de
Iván..., ¿cada veg es distinto el que padece el «virus del mani­
larga»? ¡De locos, pero posible!
Y ahora estoy yo también metido en unos pensamien­
tos que no me hacen ninguna gracia, así que mejor dejo de
escribir. Antes de estar como un espía acechando vigilante
a mis compañeros de clase, con la frialdad de un detective
para encontrar al ladrón, prefiero no pensar en nada.
Voy a decirle a mamá que me deje un crucigrama. Los
crucigramas lo libran a uno de pensar.

El 8 de noviembre, el Filo no escribió ni una línea en


el cuaderno de papel cuadriculado, porque ese día tocaba
en su casa limpiega general. Se hacía una veg al mes con
puntualidad. Su madre apartaba todos los muebles de la
pared y los corría al centro de la habitación, enrollaba las
alfombras y fregaba y pulía el suelo. No es que la madre
del Filo le hubiese impedido escribir el diario para que le

61
echara una mano con ta limpiega. ¡Dios nos libre! Para
la madre del Filo los trabajos de la casa eran, exclusiva­
mente, algo propio de mujeres. Jamás habría pedido a su
Daniel mover un dedo para estas cosas. Pero los días de
limpiega general el Filo no se encontraba a gusto en casa.
Lo ponía nervioso ver los muebles fuera de su sitio, y el
olor de los artículos de limpiega terminaba por echarlo
completamente de casa.
El Filo pasó la tarde del 8 de noviembre en casa del
Picas. Al anochecer, cuando volvió a la suya, los muebles
estaban ya en su lugar de costumbre, pero quedaba
todavía tanto tufo a detergente que el Filo no se sintió
con ganas de nada más que hojear unos cómics.
El 9 de noviembre tampoco tuvo tiempo de anotar
nada en su diario. Con bolas de madera, fieltro, cuerdas
y pintura se puso a fabricar una marioneta para Susi
Kratochwil. Quería regalársela para su cumpleaños. El
Filo no tenía una relación íntima que digamos con Susi;
más bien le caía bastante mal. Pero el 10 de noviembre
era su cumpleaños, había invitado a Filo a la fiesta y no
está bien presentarse sin regalo en una celebración de
cumpleaños.
El muñeco quedó precioso. Cualquier tienda de
juguetes lo hubiese colocado en medio del escaparate. Al
Filo le daba ahora una pena enorme tener que regalárselo
a Susi. Estuvo un buen rato pensando en quedarse con él
y darle a Susi un paquete con tres bolitas de jabón perfu-

62
mado de las de su madre. Pero el jabón perfumado tenía
un olor asqueroso de verdad, y Susi era una chica muy
cuica. Al fin venció la generosidad. Suspirando, envolvió
el muñeco en un papel de seda rosa, ató el paquete con
una cinta celeste y escribió en una pequeña tarjeta: A la
encantadora Susi, en su 12.° cumpleaños.
El 10 de noviembre fue la fiesta de cumpleaños de
Susi, por lo que, claro, el Filo tampoco escribió nada en el
diario.
Así que ya es con fecha de 11 de noviembre cuando
volvemos a encontrar otra anotación:

11 de noviembre.
jHoy en el colegio andaba el diablo suelto!
Ha empegado todo bien temprano, a las 8. Ya me ha
extrañado que la vieja Kratochwil viniese con su niña Susi a
la escuela. ¡Al fin y al cabo, la vieja Kratochwil no es la madre
de Lilibeth! Luego he visto cómo la mamá Kratochwil se diri­
gía a la sala de profesores y me ha extrañado aún más, pues
yo sabía que no había sido citada. He preguntado a Susi qué
hacía su madre allí. Me ha mirado con cara rara y ha respon­
dido más raro todavía: «¡Ya te enterarás, ya!».
¡Claro que me he enterado! A primera hora, en lugar del
profe-del-cateteo ha llegado a clase la señora Hufnagel. Esto,
de por sí, hubiese sido una sorpresa buena, pero la señora
Hufnagel no venía a sustituir al profe-del-cateteo, que está
malo, sino como tutora nuestra, para decirnos que la señora

64
Kratochwil había ido a verla y que se había armado un buen
escándalo. Según la Kratochwil, ¡desde la fiesta de ayer falta
una de las libretas de ahorro de Susi!, y que «está claro como
la lug del sol que sólo ha podido robarla uno de los invita­
dos». Y la madre de Susi ha amenazado con que, si dentro
de doce horas no ha aparecido la libreta, llama a la policía.
¡PolicíaI, ¡pero qué estupidez! ¿Qué va a hacer la policía? En la
fiesta había diecinueve chicos y sólo once de nuestra clase.
Y, además, en la casa había un montón de otra gente. Unas
amigas de la madre, por ejemplo. Pero, además, la libreta de
ahorros tiene una clave y nadie puede sacar ni siquiera un
céntimo si no la conoce. Y, encima, el banco ya está avisado
de que la libreta ha sido robada, de modo que, aunque se sepa
la clave, ahora no se puede sacar nada de ella.
Me he puesto de pésimo genio con la señora Kratochwil.
Y con su hija también. ¡Qué teatro las tipas! La madre se
ha largado en seguida del colegio refunfuñando, pero Susi
andaba hoy como si estuviese cercada por auténticos crimi­
nales. ¿Para qué tuvo que sacar del cajón, la tonta, las tres
libretas de ahorro y presumir: «En ésta trescientos, en esta
otra ciento ochenta y en ésta me van a ir metiendo hasta
el millón»? ¡FanfarronaI ¡Se lo tiene bien merecido! ¡Si ayer
hubiera sabido esto, le llevo los jabones «de olor» y me quedo
con mi preciosa marioneta!
¿De dónde sacan que los once de la clase que fuimos a la
fiesta estamos bajo sospecha de haber robado la libreta? Por
lo mismo, en esto le doy al Sir toda la rogón: la ladrona pudo

65
ser una de las amigas de la señora Kratochwil. Esas muje­
res estuvieron todo el tiempo revoloteando entre nosotros
y no nos dejaron en pag. Claro que eran damas pudientes,
pero eso no tiene que ver. Una veg, hasta un abogado robó
una botella de vodka en un supermercado. Salió un día en el
periódico con letras gordas.
Pero yo mantengo mi posición: /este asunto no me inte­
resa! Yo me digo: a quien no lleva dinero al colegio, ni piedras
preciosas en una cadena de oro alrededor del cuello, quien
tiene más cuidado con el dinero de la leche, quien no anda
presumiendo con tres libretas de ahorro y no deja un billete
de mil pesos en el bolsillo del abrigo, a ése no puede pasarle
nada en absoluto.
Y yo soy uno de esos a quienes nada puede pasar. Dinero
no tengo, cadenas menos y libretas de banco ni por si acaso.
Y —aunque por otras rogones—siempre me he resistido a las
colectas de dinero. Más de tres boletos de micro tipo escolar
no me pillan en los bolsillos. Si a alguno se los pillan, ¡por mí,
que le aprovechen!

Al día siguiente, 12 de noviembre, con lápig rojo —que,


por lo demás, únicamente usaba para recalcar ideas
especialmente importantes— el Filo escribió en el diario
lo que sigue. (Puede que no recojamos con toda exacti­
tud el texto original porque ese día, curiosamente, el Filo
perdió su caligrafía tan limpia y correcta y todo eran
garabatos, líneas torcidas, letras ilegibles; sólo una rabia

66
y una irritación fuera de lo corriente pudieron provocar
una cosa así.)

12 de noviembre.
¡Ahora ya me estoy hartando! El conserje ha encontra­
do al barrer la estúpida libreta de ahorros de Susi, totalmente
descuajeringada y sucia, en el sótano del colegio. La ha lleva­
do a la dirección y el señor director nos ha mandado llamar a
los once que fuimos a la fiesta. Éramos: el Picas, Michi Hanak,
el Sir, Wolfi Grifo, Thomas Huber, Egon Schneider, Martina
Mader, Lilibeth, Robert Sedlak, Andreas Knopf y yo.
El director ha dicho que está demostrado que fue uno
de nosotros. Michi Hanak ha protestado y ha dicho que,
de los demás chicos que estaban en la fiesta, cuatro van
también a nuestra escuela, a otros cursos. Ellos pudieron
tirar la libreta en el sótano igual que nosotros. Y Lilibeth ha
dicho al director que, encima, llegaron luego a la fiesta tres
más de nuestra clase. En verdad no estaban invitados, pero
llamaron a la puerta del jardín y dijeron que venían a buscar
los problemas de matemáticas, que habían perdido la hoja,
y luego se quedaron allí. Eran Ferdi Dalmar, Heingi Bóck y
Hansi Dohnal (siempre lo hacen cuando no están invitados y
quieren colarse).
El director ha dicho que ya estaba hasta la coronilla de
tanto «raterío» que no se explica, y nos ha contado que la
policía ya no se hace cargo del asunto porque la libreta de
ahorros ha aparecido y no se ha producido ningún daño. Que

67
a los policías no les sobra el tiempo como para preocuparse
de estas pequeneces.
Luego ha dicho el director, también, que confía en que
jamás vuelva a faltar nada en nuestra clase; que, si no, ¡las
consecuencias serían terribles!
Y para terminar nos ha mirado a todos, uno tras otro,
como si quisiera grabarse bien hondo la cara de criminales
peligrosos. ¡Puf, todo mal! Me quedaría a gusto tres meses
enteros enfermo en la cama para no tener que volver al cole­
gio. De todas formas, hoy ya me encuentro enfermo y mal.
No tenía ni idea de que era una persona tan sensible como
para que una cosa de éstas me afecte así. Desde la reunión
con el director, tengo diarrea y mucho cosquilleo en el estó­
mago. Debería cuidarme los nervios.

El Filo no tuvo una enfermedad de tres meses de


cama, pero sí una pequeña infección intestinal. Y apenas
se puede echar la culpa de ella a causas psicológicas
dado que una semana antes la madre del Filo había teni­
do también una infección del mismo tipo. No obstante, de
haberlo pillado con mejor estado de ánimo, qu¡5 á hubiese
superado la infección sin tener que caer en cama. Pero
así, el Filo se quedó en casa. Estuvo cinco días, levantán­
dose sólo para ir al baño, lo que hacía con mucha frecuen­
cia, y pasando el tiempo con una pila de cómics, un libro
sobre fisión atómica y los cuadernos del diario. En esos
cinco días llenó una libreta entera de 60 páginas. Pero no

68
malgastó ni un solo pensamiento en ios robos de la escue­
la. Incluso cuando el Picas y el Slr Iban a visitarlo después
de comer, tenía prohibido hablar de ellos. «¡Déjenme en
pag con eso! —decía—, no tiene sentido darle vueltas. Al
final te encuentras con que siempre pudo haber ocurrido
de forma diferente.»
El 19 de noviembre, el primer día que el Filo fue de
nuevo al colegio, escribió (esta veg con tinta aguí y cali­
grafía correcta y bien legible) en el cuaderno de papel
cuadriculado:

19 de noviembre.
Se acabó por fin, según parece, la espantosa serie de
robos. Durante todo el tiempo que yo he estado en casa
enfermo de cagadero no se ha perdido en la clase nada más.
Si yo fuera uno de esos que no se soportan y estuviese
peleado conmigo mismo, ahora podría afirmar sin problemas
y con mucha lógica: el Filo tiene que haber sido el ladrón. ¡Si
está claro!
¡Se sentó junto a Lilibeth y le robó el monedero obvio!
Y con lo de Martina: el día del dinero de la leche estuve
sacando punta al lapig en el recreo de las dieg. Martina no
estaba en su puesto. ¡Con toda facilidad podría yo haber
vaciado el bote del dinero sin ser visto! (¡Menos mal que nadie
sabe lo del sacapuntas!)
Y también estuve acurrucado durante toda la pelea
junto a los pantalones de Iván con la cadena y el Astérix

69
en uno de los bolsillos. Un garpago rápido, del que nadie se
hubiese dado cuenta porque todos estaban pendientes de la
pelea, y hubiera tenido la cadena.
En la fiesta de Susi estaba yo también. Y de pie junto a
ella cuando andaba con el rollo de las libretas. Incluso volví
después a esa piega tres veces más porque estaban allí los
sándwiches de saimón, que me gustaron mucho.
Además, yo tengo muy poco dinero. Para ser sincero,
no tengo casi nada. Y quien no tiene dinero cae fácilmente
en la tentación de tomar el de otro. Así piensan todos. Por
esta ragón Martina sospechó en seguida de Ferdi Berger, y
Michi me cuchicheó que, en su opinión, el ladrón tiene que ser
Robert Sedlak.
Quitando a Michi Hanak y a Robert Sedlak, sólo hay uno
que nunca tiene dinero: ¡yo!
Todo indica claramente que el ladrón podría ser yo.
Aparte de mí, ¿habrá discurrido ya esto alguien más?
¿Puedo caer tan mal a alguien para que piense así de mí?
Pero ¿qué digo? Para pensar esto no hace falta que le caiga
mal a nadie. Yo me caigo a mí mismo bastante bien y, sin
embargo, lo he pensado.

70
Capítulo 5

...en el que el profesor de matemáticas pone en marcha


una acción que alcanza un éxito apabullante e impresiona a
la mayoría del Sexto A, mientras que un pequeño grupo de la
clase cae en el caos y la desesperación.

Durante más de una semana, hasta el 1 de diciem­


bre exactamente, se mantuvo en el Sexto A una situa­
ción pacífica, amistosa y sin robos. Pero ei 1 de diciembre,
en el recreo, justo dos segundos antes de que acabase,
Hansi Dohnal gritó de pronto:
—¡No, no! ¡Esto no puede ser! No. ¡Es imposible! —Y
se tiró al suelo caminando en cuatro patas, con la narig
pegada al suelo porque era bastante miope.
Todos comprendieron que Hansi Dohnal buscaba
algo. Todos quisieron saber qué era lo que tan desespera­
damente quería encontrar, pero hasta que dejó de sonar
el timbre de final de recreo no hubo modo de entender por
qué Hansi gemía sollogante con vog lastimera y sin dejar
de rastrear por el suelo:
—¡Mi reloj no está! ¡Mi precioso reloj nuevo ha desa­
parecido! ¡Era de oro puro, automático, y la cadena
también de oro! ¡Y ahora no está! —Acto seguido, Hansi
Dohnal aporreó el suelo con los puños y gritó—: ¡Al perro
que me haya quitado el reloj, lo mato! ¡Lo juro! ¡Si alguien
lo ha robado, a ése lo liquido!
Y ya no volvió a entenderse lo que siguió gritando,
porque cada media palabra le salían tres sollozos enor­
memente largos y tremendamente fuertes.
—¡Otra veg no!, ¡por todos los demonios, otra veg no!
—farfulló el Filo y, al igual que todos los demás compa­
ñeros, se agachó e inspeccionó el piso a su alrededor en
busca del reloj. Y, como todos los demás compañeros,
pensó: «Es inútil andar buscando. Un reloj tan caro y con
cadena de oro además se hubiese visto a la primera. No
es que se haya caído y desligado por ahí. ¡Lo han robado!».
Con la inútil y desesperada búsqueda a treinta manos se
produjo en la clase un desorden considerable. Dos sillas
rodaron, algunos libros y lápices cayeron al suelo, Michi
Hanak dio un pisotón en la mano rastreadora de Martina,
que soltó un grito de mil diablos... El Picas, al echar hacia
atrás los codos más de la cuenta, catapultó los lentes de
la narig de Wolfgang Grifo. Este gritó:
—¡Atención!, ¿dónde están mis lentes? ¡Sin lentes no
veo nada! ¡Por favor, busquen todos mis lentes!
Hansi Dohnal sollogó:
—¡Mi reloj es más importante! ¡Tiene que aparecer!
¡Cállate con tu porquería de lentes!
Este embrollo fue interrumpido por la vog del profe
de matemáticas. De piejunto a su mesa, gritó enfurecido:

72
—¿Qué jauría es ésta? ¿Se han vuelto locos?
Y para subrayar aún mejor esta sospecha, pegó tres
veces con el borrador del pigarrón contra su mesa con
tanta fuerga que la pequeña guirnalda de Navidad, que
estaba allí desde el día anterior, tembló con sus cuatro
velas y estuvo a punto de desmoronarse.
—¡Míralo, míralo! —dijo el Filo, que, arrodillado,
palpaba la pared detrás del radiador buscando el reloj
de Dohnal—, mira el tipo: ¡también es capag de entrar en
clase aunque nadie le sostenga la puerta!
—¡Todos a sus sitios inmediatamente! —rugió el
profesor—. ¡Quien en cero coma cero cero segundos no
esté sentado en su sitio se gana veinticuatro problemas
de castigo para mejor aprovechamiento de su tiempo libre!
El profesor de matemáticas era una «persona respe­
table», como se dice. En condiciones medianamente
normales, ningún alumno del Sexto A se hubiese atre­
vido a desoír ese requerimiento amenagador, pero en
ese momento tas condiciones no eran normales. Eran
terriblemente anormales. Ni siquiera Ferdi Dalmar, el de
la puerta y el cabegago, que según opinión de la clase
era el «esclavo del catete», se movió de donde estaba.
Precisamente, en ese momento, Ferdi Dalmar acababa
de volcar la papelera y revolvía buscando el reloj entre
cáscaras de naranja, virutas ensortijadas de lápig y bolas
de papel. El único caso que toda la clase higo de la presen­
cia de la «persona respetable» fue vocear a coro:

73
—¡El reloj de Hansi Dohnal ha desaparecido! ¡Estamos
ayudándola a buscarlo!
El profesor de matemáticas no era, en verdad, un
profesor amable, pero sí era inteligente. De los que intu­
yen con precisión cuándo darán resultado los gritos del
profesor y cuándo éste puede quedarse ronco sin que los
alumnos se den por enterados. Y como sabía que ante la
impresión de su vog amenagadora jamás alumno alguno
se había «conducido con insolencia» y deseaba mantener
este prestigio, renunció a seguir gritando. Así, nadie en el
colegio podría decir: «Tampoco él puede hacerse respetar,
ya no es capag de imponerse a los alumnos». El profesor
de matemáticas se esforgó en poner una vog normal y
afable. Dejó su mesa y fue paseando entre los erguidos
traseros de los rastreadores pidiendo mayor información

74
sobre lo sucedido. Se enteró de que ese día Hansi Dohnal
había llevado a la escuela su reloj nueveclto, que duran­
te la clase anterior, de religión, se había quitado el reloj
nuevecito porque la cadena de oro macigo era pequeña
para la muñeca de chancho de Hansi.
—¡No me dejaba circular la sangre! —sollogó Hansi—,
¡Tenía ya los dedos hinchados y con hormigueo!
Hansi había dejado el reloj en el pupitre, en el hueco de
tos lápices. En el recreo siguiente, Martina, Thomas Huber,
Ferdi Dalmar y Susi habían estado admirando el reloj.
—Pero estoy segura al ciento por ciento —sollogó
Hansi— de que después aún seguía allí.
—¿Y cuándo ha dejado de estar? —preguntó el
profesor.
—Luego he ido a llevar mis cáscaras de naran­
ja a la papelera y cuando he regresado el reloj había
desaparecido.
Con tanto sollogo, la vog de Dohnal se había vuel­
to ronca y de tanta irritación empegó a darle hipo. Y del
llanto se le hincharon los párpados y se le pusieron rojos.
—¿Quién no estaba en su sitio cuando Dohnal ha ido
a la papelera? —preguntó el profesor de matemáticas.
Resultó que ni uno siquiera había estado en su
sitio en el recreo de las 10, lo cual no tiene nada de
extraño, y nadie sabía tampoco dónde se encontraba
en ese momento.

75
—Por favor, señor profesor—imploró Hansi Dohnal—,
¡tenemos que seguir buscando, por favor! ¡Si llego a casa
sin el reloj...! ¡No, eso no puede ser! —De estas frases de
Hansi se han quitado los hipidos.
—Señores. —El profe de matemáticas crugó los
bragos sobre el pecho—. Señores míos, ahora vamos a
hacer algo diferente. Dado que el reloj de Dohnal aún
estaba aquí hace dieg minutos y no ha salido nadie entre­
tanto... ¿O ha salido alguien? —Los alumnos del Sexto A
pararon de buscar, miraron al profesor de matemáticas y
movieron las cabegas negando.
—Pues bien —siguió el profe de matemáticas—,
¡pues bien! Si nadie se ha marchado, el reloj tiene que
estar aquí todavía.
—Por eso estamos buscándolo —dijo el Filo, y pasó
a Wolfgang Grifo los lentes que justo acababa de encon­
trar detrás del radiador.
El profe de matemáticas higo gestos de
disconformidad:
—Según mis informes, ustedes son el curso en el que
no paran de cometerse robos. Nadie puede ser tan inge­
nuo para creer que un reloj de oro puede irse caminando él
sólito por las tablas de la tarima o volar hasta la papelera.
Se oyó un murmullo aprobatorio.
—Por lo tanto —continuó el profe de matemáticas—,
ahora volverá cada uno a su sitio y llevaremos a cabo una
fiscaligación de cuerpos y mochilas.

76
—¿Qué es una fiscaligación? —preguntó el Picas
mientras se sacudía el polvo de las rodillas del pantalón.
—Un registro, pues, Camello analfabeto —dijo
Thomas Huber.
Ferdi Dalmar levantó la mano derecha para decir que
la papelera ya no había que fiscalarla, que él la acababa
de fiscalar y no había nada de oro dentro.
—Todos a sus sitios —ordenó el profesor.
Los alumnos del Sexto A, obedientes, marcharon a
los pupitres asignados—. Y, ahora, dejen encima del pupi­
tre lo que tengan en los bolsillos.
El Filo sacó del bolsillo de la camisa dos pasajes
escolares de Metro y un chicle ya chupado, y murmuró
a Lilibeth:
—¿Puede éste registrarnos? ¿Eso está permitido?
Lilibeth movió los hombros y contestó en V05 baja:
—¡Qué más da! A lo mejor encuentra al ladrón. Y
si no lo encuentra, por lo menos capeamos la clase de
matemáticas.
—Todos los que lleven pantalones que den vuelta a
los bolsillos —mandó el profesor de matemáticas.
El Filo se levantó de su asiento e intentó tirar del
forro de sus bolsillos, pero los pantalones tenían ya un
año y el Filo, en este tiempo, había acumulado mucha
grasa en la guata. Al vestirse, necesitaba siempre dieg
minutos para cerrar el cierre de los pantalones. No había
corsé de ballenas capas de apretar tanto las caderas

77
como el pantalón del Filo. Entre el Filo y sus pantalones
no cabía una hoja de papel. Ni siquiera podía meter a la
fuerga el dedo meñique por la abertura de los bolsillos.
Lilibeth observaba al Filo en sus Inútiles afanes por
dar la vuelta a los bolsillos del pantalón y se reía. Ella
pensaba que el Filo llevaba los pantalones tan ajustados

78
por pura coquetería, por aparentar ser más delgado; pero
en realidad el Filo tenía que embutirse en dos tallas infe­
riores a su medida porque, por lo visto, su madre no tenía
dinero para unos pantalones nuevos, (Hay que subrayar lo
de «por lo visto» para que la ragón anterior se pueda poner
en duda. Pues para renovar las paredes de la sata de estar
sí que tenía dinero. Y para una alfombra nueva también.)
—¡Déjalo! —farfulló Lilibeth señalando la gorda
guata del Filo y el tirante y apretado pantalón—, ¡Hasta
un ciego ve que ahí no cabe ni la manija de un reloj!
—¡Silencio! ¡No quiero oír una palabra más! —gritó
el profesor de matemáticas, porque le había molestado
el murmullo entre el Filo y Lilibeth, y éstos estaban en la
primera fila junto a la ventana. El profesor de matemá­
ticas añadió—: Bien, comiengo por aquí. —Y se aproximó
al Filo.
El Filo enseñó el chicle usado y los pasajes de Metro.
Señaló luego los bolsillos del pantalón, que no se dejaban
dar vuelta, y se mostró dispuesto a bajarse los pantalo­
nes para poder voltear así los forros, pero el profesor de
matemáticas opinó como Lilibeth.
—¡Déjalos donde están! —gritó espantado—, un reloj
de pulsera con su cadena metálica tiesa no habría modo
de esconderlo dentro de esa prieta.
Ahora el Filo tuvo que darse vuelta, y el profesor
contempló, moviendo la cabega, los dos rectángulos
aguí oscuro que destacaban en el desteñido trasero de

79
los pantalones del Filo. Allí hubo antes dos bolsillos. La
madre del Filo los había descosido para reparar con ellos
las partes gastadas de las rodillas. Luego, el Filo tuvo
que sacar la mochila del cajón y vaciarla. Aparte de un
montón de cuadernos y dos libros que no eran de texto,
sino novelas policíacas —lo que provocó un violento movi­
miento de la ceja derecha del profesor de matemáticas—,
en la mochila del Filo no había nada. El profe de matemá­
ticas inspeccionó el cajón del pupitre. También vacío.
—¡Siéntate, gracias! —dijo el profe, y se dirigió a
Lilibeth.
Lilibeth llevaba un chaleco rojo y una falda plisa­
da también roja. Ni la falda ni el chaleco tenían bolsi­
llos. El profesor de matemáticas lo constató satisfecho.
Lilibeth sacó la mochila del pupitre. Estaba llena y apre­
tada. Lilibeth extrajo algunos cuadernos, un par de libros,
una palillo de crochet, un cómic del Pato Donald, varias
horquillas del pelo decoradas con flores de plástico, una
diminuta cajita para ver diapositivas y siete posavasos
de marcas de cervega.
—Esto es todo —dijo Lilibeth.
—¡Vacía la mochila! —ordenó el profesor. Lilibeth
titubeaba. El profesor la miró con severidad—: ¡Vamos,
rápido!
Lilibeth algo la mochila y la volteó. Tres bolitas de
cristal botaron por el suelo, una pelota de pimpón saltó
por la sala, cayó una lluvia de polvillo de mina de lápig

80
y detrás, columpiándose en el aire, recortes pequeñitos
de papel.
—El colmo de la ordinarios —dijo el profesor—, ¡Y
esto en una chica! ¿No te da vergüenga? —Luego se incli­
nó a mirar en el cajón, pero se incorporó bruscamente con
cara de repugnancia—. ¡Qué asco! —gritó—, ¡Es bochor­
noso cómo huele aquí! ¡Fuera todo eso! Pero ¡rápido!
Con la cara como un tomate, Lilibeth sacó del cajón,
uno tras otro, sándwiches de queso ya mohoso.
Ferdi Dalmar farfulló:
—Ahora me explico por qué hay siempre esa hedion-
deg ahíjunto a la ventana.
En el pupitre de Lilibeth aparecieron ocho sándwi­
ches de queso resecos, retorcidos, enmohecidos y pega­
josos y cuatro manganas café mordisqueadas, pero
ningún reloj de oro, así que, terminado el registro, pudo
sentarse. Martina Mader pasó a Lilibeth una bolsa de
plástico y Lilibeth metió dentro los sánwiches de queso
y las manganas.
El profesor de matemáticas se ocupó del Picas. El
registro del pupitre se higo en seguida porque el Picas no
tenía muchos útiles de clase innecesarios. Usaba como
mochila una vieja bolsa de deporte verde. Estaba vacía.
Un lápig sobre el pupitre. En el cajón, et cuaderno de
matemáticas y un bloc de apuntes. Pero registrar al Picas
mismo ya era otra cosa. Llevaba un overol flamante, cool,
con cierres de cremallera en el pecho, en las caderas, en

81
el trasero y en los bragos. En las piernas tenía cierres por
encima y por debajo de las rodillas. Catorce en todo el
overol (sin contar ia de ia bragueta, que para el registro
no venía al caso). Y detrás de cada una había un bolsillo.
El Picas, obediente, abrió un cierre tras otro y, servicial,
vació todos tos bolsillos mientras el profesor observaba
con atención. Cuando ei Picas vació el último bolsillo de la
pierna, había sobre el pupitre diecinueve monedas de cien
pesos, un puñado de clips, algunos elásticos de goma, la
mitad de unas tijeras para las uñas, dos pastillas para la
garganta sin envoltura, cuatro cajitas de fósforos, cinco
hojas del papel higiénico más delicado y ocho cajitas con
alfileres. (Ahí se encontraba la colección de alfileres del
Picas. Coleccionaba alfileres desde hacía años. Alfileres
de desperdicio. Alfileres con cabegas muy gordas o muy
pequeñas, con cabegas deformadas, muy anchas o muy
alargadas o en forma de gota. Alfileres que habían salido
con aguja más larga o más corta de la cuenta y otros
con colores distintos a los que se pueden encontrar en el
comercio. Su posesión más valiosa era un alfiler largo con
una cabecita oval salpicada de rosa y café.)
El profesor de matemáticas contempló asombra­
do las ocho cajitas del Picas. Al parecer, le gustaban las
colecciones, incluso de cosas raras. Comentando que él
mismo era un coleccionista de soldaditos de plomo, dejó
al Picas. Este guardó otra veg todos sus cachureos en los
bolsillos del overol y cerró las cremalleras.

82
Ahora se levantó el Sir. Se quitó su elegante chaque­
ta aguí, la puso cabega abajo y la sacudió. Un pañuelo de
picos flameó hasta el suelo. Nada más. Luego volvió hacia
fuera los bolsillos laterales de sus pantalones fruncidos.
Parecían orejas de conejo colgándole de las caderas.
—Señor profesor, en la parte de atrás no hay bolsi­
llos; lo siento —dijo.
—¡La mochila! —suspiró el profesor de matemá­
ticas, a quien la «acción fiscaligadora» empegaba ya a
crisparle los nervios.
El Sir sacó del cajón la reluciente mochila de cuero
de becerro. Su falta de aprecio por los trastos escolares
innecesarios era aún mayor que la del Picas. En la mochi­
la no había más que media goma de borrar y una barra
de chocolate con frambuesas.
—Ahora el cajón. —El profesor se inclinó, miró en el
estante y ya iba a enderegarse cuando exclamó de pron­
to—: ¡Un momento! —Metió la mano y sacó un objeto a
cuadros blancos y cafés del tamaño de una cajetilla de
cigarrillos. Era un pañuelo de tela doblado, formando
un pequeño paquete, sujeto con un elástico. El profesor
palpó el paquetito y le empegaron a brillar los ojos.
—Eso no es mío —dijo el Sir mirando el paquete—.
No sé qué es. Es la primera veg que lo veo.
El profesor de matemáticas quitó el elástico del
envoltorio a cuadros y desdobló el pañuelo. Allí dentro
estaba el reloj de Hansi Dohnal. La clase se quedó en el

83
más profundo silencio. (Fue interrumpido en dos ocasio­
nes por el hipo de Hansi, pero todos estaban demasiado
excitados como para darse cuenta de ello.)
El Sir, aterrado, se quedó con la mirada fija en el
brillante reloj y en el pañuelo a cuadros. Aletearon sus
pestañas, largas como patas de mosca; las manos
comengaron a tembtarle y su rostro, moreno café con
leche, se volvió verde aceituna.
—¡Bien, Tabor! ¿Tienes algo que alegar sobre esto?
—preguntó el profesor.
El Sir, con los ojos clavados en el reloj, no dio respues­
ta alguna.
—¡Ten la bondad de explicarte, Tabor! —agregó el
profesor, pero el Sir siguió mudo.
Comengó en la clase un susurro y un cuchicheo.
Alguien explicaba a Hansi Dohnal, tremendamente
miope, que el profesor de matemáticas había encontrado
el reloj en el pupitre del Sir.
Hansi Dohnal exclamó:
—¿Quién, el Sir? ¡No lo hubiese creído! ¡Qué cínico
miserable! ¡Claro, en el recreo estaba a mi lado!
—¡Silencio! ¡Absoluto silencio, por favor! —La vog del
profesor higo callar tanto a Hansi Dohnal como los susu­
rros y los cuchicheos.
—Ponte la chaqueta —dijo el profesor de matemá­
ticas al Sir—, ¡Ahora, los dos vamos a dirección! ¡Michael
Hanak, encárgate mientras tanto de vigilar la clase!

84
El Sir se desligó dentro de su elegante chaqueta, se
la abrochó, recogió su pañuelo blanco y lo introdujo en el
bolsillo del pecho.
—¡Nada de tretas, Tabor, te lo ruego! —dijo el profe­
sor de matemáticas. Tomó al Sir por el brago—: ¡Vamos,
vamos! Pero ¡rápido!
Durante un Instante dio la Impresión de que el
Sir iba a soltarse y echar a correr, pero después salió
despacio de la clase junto al profesor. Llevaba algada
la cabega de forma llamativa, con la vista puesta en el
techo de la sala.
Quien no advirtiese que, con esa postura de la cabe­
ga, el Sir trataba de impedir que ie cayesen las lágrimas,
podría pensar: «Marcha orgulloso, con la cabega erguida».
Capítulo 6

...que pasa en un soplo, pues sólo tiene la anotación del


diario del Filo del 1 de diciembre (por la tarde). Fue escrita con
lópig rojo y la letra está aún más torcida y se lee peor que la
del 12 de noviembre.

1 de diciembre.
Por lo menos he llamado ya dieg veces al Sir a su casa,
pero no hay nadie. Podría ser también, claro, que el Sir esté
en casa y no contesta el teléfono. Pero me inclino a pensar
que el Sir está con su madre en El Cajón de la Lana y que allí
anda, hastiado, dando tumbos entre los ovillos de Angora.
También podría ser, naturalmente, que el Sir aún no
haya contado nada a su madre. Si me hubiera pasado a
mí, no hubiese dicho a mi madre ni una palabra. Seguro que
no habría hecho otra cosa que lamentarse, gemir y poner­
se a llorar. Y sería fácil que luego dijese: «¡Mírame a los ojos,
Daniel! No fuiste tú, ¿verdad?». Con el paso de los años he
notado que mi madre no tiene mucha confianza en mí, que
digamos. ¡Si es que tiene alguna!
Pero la madre del Sir es una madre totalmente distin­
ta a la mía. Tiene los ojos como la gata siamesa de Susi
Kratochwil. Y es muy guapa. Y casi siempre está riendo. Si
mi madre fuese una madre así, yo ¡ría a contarle todo y me
dejaría consolar.
jEl S/r está en El Cajón de la Lana, seguro! Llamaría allí,
pero no sé el número y tampoco hay forma de encontrarlo en
la guía. Yo creo que la tienda de lana está en la guía a nombre
de la abuela del Sir, la madre de su madre. Y no sé cómo se
apellida.
No me he comportado bien hoy en el colegio. Cuando el
profe-del-cateteo ha sacado al Sir, yo tendría que haberme
levantado a decir que el Sir no es ningún ladrón. Seguramente
no habría servido de mucho, pero se habría oído. Por desgra­
cia, yo estaba paraligado de espanto.
Pero después, en el recreo siguiente, ya no he podi­
do hablar de parálisis. Tendría que haber bajado a direc­
ción. No sé qué hubiese ganado con ello, pero el Sir es mi
amigo y tendría que haberlo defendido. ¡He sido un cobarde,
sencillamente! «Me echarán —he pensado—. No me deja­
rán entrar en el despacho.» Pero si no se ha probado, no se
puede saber. A lo mejor sí que me habrían permitido entrar
en dirección, a lo mejor no me habrían largado. Y, aunque
me hubieran echado, el Sir habría visto, por lo menos, que
yo estaba a su lado.
El Picas y Lilibeth tampoco han movido un dedo por
el Sir. Nos hemos quedado allí, en clase, esperando a que
el Sir volviese. Y casi estallamos de rabia al ver cómo los
otros se tiraban contra el Sir. En seguida han dado por
descontado que él era el «ladrón de la clase». Ni siquiera

88
Michi Hanak, a quien yo siempre he tenido por un buen
tipo, ha sido una excepción.
—Pues ¿tú qué quieres? —me dijo—. ¡El reloj estaba en
su pupitre!, ¿no? ¡Prueba más clara no puede haber!
Susi Kratochwil, la viborilla, le ha dicho a Roswita
Fróhlich (lo he oído muy bien): «Yo supongo que está confa­
bulado con el tonto del Picas» (menos mal que el Picas no
se ha enterado). Y Robert Sedlak ha afirmado que desde el
principio había desconfiado mucho del Sir, porque siempre se
esforzaba mucho en echar las culpas a los del Sexto B o a
cualquier clase que no fuera la nuestra.
¡Malditos! ¡Con un matamoscas los aplastaba a todos!
Quitando a Lilibeth y al Picas, todos están contra él.
Bueno, Anna Trautenstein-Ebersthal tampoco, pero ésa
no está ni a favor ni en contra de nadie. Nunca se mezcla.
Siempre ahí, toda rubia y paliducha, acurrucada en su
asiento, sólo preocupada por sacar su siete y sin apenas
interés por todo lo demás. Pero seguro que tampoco está a
favor del Sir. Es el único de todos por quien ella siente más
curiosidad algunas veces, y eso porque no puede compren­
der que el abuelo del Sir sea negro. No le cabe dentro de su
nórdica cabezota.
Otto Wehrle, que se sienta al lado de Anna Trautenstein-
Ebersthal, me ha contado que ella ya le ha preguntado unas
cuantas veces si la madre del Sir es realmente una «mestiza».
Y cuando Otto Wehrle le decía que sí (aunque no es verdad,

89
porque un mestigo es medio indio y no medio negro), excla­
maba siempre, por lo visto: «¡Aggg! ¡Qué horrible para él!».
Así pues, no hay que esperar nada de Anna.
No puedo explicarme por qué ragón el Sir no ha vuelto
a la clase. Eran más de las 10 cuando el profe-del-cateteo
se lo ha llevado, y cuando en el cuarto descanso, a las 12,
me he decidido por fin a bajar a la dirección para mirar, el
Sir ya no estaba allí. La secretaria me ha dicho que ella no
sabía nada, que no había llegado hasta alrededor de las 11,
que había tenido que ir al dentista por culpa de una muela del
juicio. Y que el director estaba entonces con el vendedor de
persianas viendo muestras, porque la asociación de padres
quiere comprar unas nuevas para el laboratorio de química.
¡A ver si lo echaron de la escuela así por las buenas!
¡No! Eso no es tan fácil. Y el director tampoco hace
una cosa así. Me he traído a casa la mochila del Sir. Si ahora
tampoco aparece, entonces llamo a Lilibeth y al Picas y
vamos los tres a El Cajón de la Lana. Yo sé dónde está la
tienda.
No es que me guste mucho andar por ahí dando vueltas.
Prefiero quedarme en casa y pensar. Pero, mientras no sepa
qué ha pasado con el Sir, no me sale ni una idea decente. Y si
no se puede pensar, hay que hacer algo.

91
Capítulo 7

...en el que Lilibeth hace valer uno de los «Derechos


Fundamentales del Niño» y el Filo ve claro como el día que, sin
la ayuda de los amigos, el Sir está en una situación terrible.

El Filo marcó una buena docena de veces más el


número del Sir y, en cada una, esperó a que el teléfono
diese otra buena docena de timbragos. Llamó después al
Picas y quedó con él a las cuatro en la estación del Metro.
Luego tomó la agenda y buscó el número de Lilibeth; la
llamaba tan poco que no lo sabía de memoria.
Tomó el teléfono la madre de Lilibeth y en seguida
comengó a parlotear amistosamente con el Filo dándole
las gracias por lo amable que era al ayudar a Lilibeth con
los problemas de matemáticas, y que le invitaba un día a
casa a tomar chocolate y pasteles.
—Perdóneme, señora Schmelg —el Filo interrumpió
el chorro de cumplidos y agradecimientos de la madre
de Lilibeth—, pero tengo que hablar urgentemente con
Lilibeth.
La madre dejó el teléfono a su hija. El Filo dijo:
—Lilibeth, tenemos que hacer algo por el Sir. Nos
juntamos a las cuatro en la estación. El Picas va también.
¿Vale?
Lilibeth titubeó un instante y contestó:
—¡Vale, Filo; sí que voy! —Y colgó el auricular.
La madre se había quedado plantadajunto a Lilibeth.
—¿Adonde vas? —preguntó.
—A las cuatro, a la estación del Metro —respondió
Lilibeth.
—¿Y qué hay allí?
—Estamos preocupados por el Sir; tenemos que
animarlo porque está hundido —aclaró Lilibeth.
—De eso ¡ni hablar! —Una veg más, la vog de la
madre de Lilibeth adquirió ese tono chirriante que el
padre de Lilibeth no era capag de soportar—, ¿Estás en
tus cabales? ¿Quieres animar a un ladrón?
Después del colegio, mientras comían, Lilibeth le
había contado a su madre con pelos y señales lo sucedido
en la clase de matemáticas. La madre había escuchado
con atención, exclamando después de cada frase: «¡Oh,
qué espantoso!». Lilibeth había creído que lo espantoso
para su madre era que se hubiese hecho recaer la sospe­
cha sobre el pobre e inocente Sir de forma tan ladina.
Ahora caía en la cuenta de que su madre no había enten­
dido nada y que lo único espantoso para ella era que su
hija fuese amiga de un «ladrón de relojes».

94
—Pero ¡tú conoces al Sir! —gritó Lilibeth—, Tú
sabes que...
—¡No sé nada de nada! —cortó la madre—, ¡Jamás
se conoce a nadie de verdad! ¡Ahí tienes una veg más la
mejor prueba de ello! Se te planta uno educado, amable y
formal por fuera, pero vas a mirar y es un ladrón.
Lilibeth gritó:
—¡El no es un ladrón!
—¿Y cómo es que estaba el reloj en su pupitre?
—preguntó la madre.
—¡Alguien lo puso allí!
—¿Y por qué iba a hacerlo, di? —La madre sacudió la
cabega enojada—. Si uno roba es porque quiere algo que
no le pertenece, y sería absurdo que se lo fuese a pasar a
otro a escondidas.
Lilibeth suspiró impaciente:
—Porque el profe de matemáticas había dicho que
iba a registrar la clase y entonces el que tenía el reloj
quiso soltarlo rápido...
—¿Y quién era ése? —interrumpió la madre.
—¡Y yo qué sé! —gritó Lilibeth.
—¡No te digo...! —La madre sacudió de nuevo la cabe­
ga—. ¡Tu teoría, hija mía, no tiene ni pies ni cabega! —Y
entonces cayó en la cuenta de otras cosas—: ¿Recuerdas
—añadió— cuando se te desapareció la pluma en tercero
básico? ¿Y en el jardín infantil, hace años, que te llevas-

95
te unos autitos de carreras y que si te he visto no me
acuerdo?
—Bueno, ¿y qué? —Lilibeth no entendía io que quería
decir su madre.
Esta la miró con aire de triunfo:
—¡Que tanto en el jardín infantil como en tercero tú
has ido con ese Sir!
Lilibeth se hartó. La madre llamaba ya «ese» al Sir
y no tenía visos de estar dispuesta a dejarse convencer.
Lilibeth se quitó las pantuflas y se puso las botas rojas
que estabanjunto al guardarropa.
—¿No pretenderás en serio ir a verlo? —dijo la madre.
—¡Pues sí! —gritó Lilibeth, poniéndose la chaqueta
de piel de conejo.
—¡Tendrás que pasar por encima de mi cadáver! —El
recibidor era un pasad '150 estrecho y tenía un arco que
aún lo reducía más. La madre se colocó entre el armario
del recibidor y la pared del perchero, cerrando a Lilibeth
el paso hacia la puerta de la casa—: ¡Tú no te me vas con
un ladrón! ¡Y menos sola en el Metro, para que te pase lo
que a Günter!
Günter era un hombre de la vecindad que hacía
treinta años se había caído al riel del Metro y el vagón de
atrás le había pillado las piernas.
—¡Cumplo doce años dentro de dos meses —dijo
Lilibeth—, y en toda la ciudad no hay nadie de doce años
a quien le prohíban ir solo en el Metro!

96
—¡No me interesa lo que hagan los demás! —chilló
la madre de Lilibeth. Luego, con una vog mug dulce,
añadió—: Tú ya sabes el miedo que paso por ti, que no
puedo estar tranquila si te vas sola.
Lilibeth lo sabía, ¡claro que lo sabía! Lo oía a diario
y, hasta entonces, siempre le había enternecido el
coragón. Ahora estaba de pie, frente a su madre. Esta
no era lo que se dice alta. Lilibeth podía mirarla a los
ojos sin algar la vista. Los ojos de la madre estaban
inundados de lágrimas. Lacrimosos ojos maternos que
Lilibeth conocía tan bien. De pronto, mientras mante­
nía la vista fija en la cara de su madre, vino a la mente
de Lilibeth, como en una película a gran velocidad,
todo lo que se había perdido por culpa de esos llantos
miedosos: patinar con el Picas, porque su madre tenía
miedo por los huesos de Lilibeth; bañarse en el mar,
porque las algas eran, según su madre, terribles enre­
daderas; trepar a los árboles, prohibido por el miedo de
su madre; salir sola a pasear, prohibido por el miedo de
su madre; ir con Martina al cine, prohibido por el miedo
de su madre...
Lilibeth desconectó de su cabega las rápidas esce­
nas y exclamó:
—¡Mamá, déjame salir!
La madre apoyaba una mano en el armario y la
otra en el perchero. No había modo de pasar.

97
—¿Sabes qué? —dijo la madre—: ahora tomaremos
el té y luego vamos a comprarte esas botas blancas tan
preciosas, ¿eh?
Lilibeth sacudió la cabega. Si sólo se tratase de su
gusto, probablemente Lilibeth habría cedido una veg más
y cambiado su libertad por unas botas de lujo para no
sentirse culpable del miedo de su madre. Pero ahora se
trataba del Sir. Este la necesitaba. Y al Filo y al Picas
no les habría entrado en la cabega, seguro, que por los
miedos de su madre dejase de ir a la estación. Lilibeth
exclamó resuelta:
—¡Me dejas salir ahora mismo o llamo a papá y
le digo que ya estás otra veg histérica y montando un
número!
Fue más fácil de lo que Lilibeth se había imaginado.
No tuvo necesidad, en absoluto, de telefonear a su padre.
La madre dejó caer los bragos y el camino hacia la puerta
de la casa quedó libre. Sólo preguntó:
—¿Cuándo volverás?
Lilibeth ya había alcangado el picaporte de la puerta
cuando contestó:
—No lo sé, pero seguro que no muy tarde. Justo a la
misma hora que vuelvan a casa los demás. —Entonces
salió de casa y bajó la escalera corriendo. Tenía la sensa­
ción de haber crecido una enormidad en los últimos dieg
minutos; se encontraba un palmo más alta que por la
mañana, como mínimo.

98
El Filo y el Picas estaban de pie en la estación cuan­
do Lilibeth llegó corriendo. Eran las cuatro y die5 .
—Perdónenme —jadeó Lilibeth—, se me ha hecho un
poco tarde porque... —No siguió. Le pareció así-como-feo
para con su madre contar la pelea para salir. Y también
para con el Sir, pues las dificultades de éste eran ahora
mucho más importantes.
—Lo importante es que has venido —dijo el Picas, y
luego contó que había estado en casa dei Sir y que había

99
llamado al timbre sin parar hasta que la vecina se enojó y
salió a la puerta como sale de su caseta un perro encade­
nado, ladrando, que no había nadie en casa de los Tabor,
que ella lo sabía muy bien, que aquella mañana temprano
se habían largado los tres y no había vuelto nadie todavía
y que «si ese mocoso sigue con la tontera del timbre —se
quedó gruñendo—, lo que conseguirá es volver locos a los
tres gatos de los Tabor», pues los gatos, al parecer, tienen
un oído muy sensible y «un bullicio de esa índole les puede
causar trastornos psíquicos».
Lilibeth dijo:
—A lo mejor el Sir está con su abuela.
El Sir quería mucho a su abuela. Era una señora
rellena, redonda y rosada. «Rellena, redonda y rosada,
una abuela de verdad —pensó el Filo—, pero si yo fuese
el Sir y tuviese una madre morena, alegre y con ojos de
gata siamesa, iría a ella con mis problemas.» El Filo dijo:
—Creo que es mejor mirar antes en El Cajón de la
Lana.
Lilibeth y el Picas estuvieron de acuerdo, pues hacían
casi siempre lo que el Filo creía más acertado.
Tanto el Filo como Lilibeth acertaron, porque el Sir
estaba con su madre en El Cajón de la Lana, y la abuela
también se encontraba allí. El Sir, sentado en la trastien­
da rodeado de ovillos de lana, con La mirada apagada y
perdida. Apenas si saludó a sus amigos. Lilibeth, el Filo y
el Picas se sintieron de pronto inútiles, como de más. No

100
se les ocurría de qué podían hablar con el Sir. Preguntarle
qué había ocurrido con el director les parecía indiscre­
to e inoportuno. Decirle que ellos no tenían duda de su
inocencia estaba de más; ¡eso caía por su propio peso! Allí
los tres, de pie en torno al Sir, desconcertados. También
estaba en la trastienda la abuela del Sir. Señaló a su nieto
y dijo con cara de preocupación:
—¡No ha comido nada de nada! ¡A mediodía ni un
bocado y para la hora del té tampoco! —La abuela sacó
una bandeja con pasteles de un estante para lana—,
¡Los he traído especialmente para él! —Miró con pena los

101
pasteles y agregó—: ¡Tomen, chicos, es una lástima que
se echen a perder!
Lilibeth, el Filo y el Picas tomaron uno, titubeantes.
No tenían ganas de dulces, pero daban así una pequeña
alegría a la abuela, que era lo único que podían hacer por
el momento.
Una veg que lograron tragar los pasteles y se hubie­
ron chupado los dedos pegajosos, secándolos luego con
un pañuelo de papel que les dio la abuela, el Sir algo por
fin la cabega y preguntó:
—¿Y qué dicen los otros?
Lilibeth y el Picas miraron al Filo. Éste se tomó tiem­
po para contestar. Era una respuesta importante. Para el
Sir era, sin la menor duda, la más importante de todas. El
Filo sabía qué respuesta estaba esperando el Sir y estaba
pensando si mentir tendría algún sentido, cuando antes
de terminar su ragonamiento Lilibeth saltó:
—¡Lo que piensen los otros importa un rábano!
Y el Picas gritó:
—¡Son todos una mierda!
—Pero niño, ¡qué palabras son ésas! —dijo la abuela
contrariada.
—Perdone, pero es la verdad —murmuró el Picas,
mientras oía al Filo que le decía al oído: «¡Tú, tonto, vas y
lo sueltas a la primera!».
—Ya me lo había imaginado —dijo el Sir, y volvió a la
mirada lejana y apagada.

102
Fuera, en la tienda, sonó la campana de la puerta.
Salió la señora que estaba comprando una madeja gorda
de lana para alfombras. Por atenderla, la madre del Sir no
había podido ir a la trastienda.
—Es muy amable de su parte haber venido —dijo la
madre del Sir apoyada en la puerta de la trastienda—; él
se había imaginado que ahora, en clase, todos lo tenían
por ladrón.
—¡Y así es! —dijo el Sir.
—¡Nosotros no! —protestó Lilibeth.
—Pero ¡los demás sí! —murmuró el Sir golpeando
con un pie una estantería llena de cajas de hilo.
La estantería se tambaleó y la madre del Sir dio un
salto para sujetarla mientras preguntaba al Filo con la
mirada: «¿Es verdad eso?».
El Filo afirmó con la cabega y dijo:
—Por favor, señora Tabor, tiene usted que ir al cole­
gio y explicarle al director...
—Ya he estado en el colegio —interrumpió la
madre del Sir—, me han llamado a las dieg y he ido
inmediatamente.
—¿Y qué ha pasado? —preguntó Lilibeth.
Fuera sonó de nuevo la campana de la puerta.
«Clientes», murmuró la madre. Pero quien entró en la
tienda no fue un cliente, sino el padre del Sir. Camino de
la trastienda, saltó por encima del mostrador mientras
silbaba «El puente sobre el río Kwai».

103
I
La puerta de la trastida era baja. El padre del Sir,
asombrosamente alto, hufcde agacharse para pasar.
—¡El garito está bien rleto! —exclamó—; tanto que
no puedo encontrar al ladflcito de mis huesos. ¿Dónde
se ha metido?
—Aquí —dijo el Sir, e irtntó reír, pero la risa se resis­
tió dándole saltitos nervios por las mejillas.
Entre su mujer y Lilibó, la suegra y el Picas, el Filo
y las cajas de lana, el padrpasó trabajosamente hasta
su hijo.
—¡Hola, carterista deelojes! —exclamó, peinando
con los dedos de una manás r¡5os negros del Sir.
La madre intervino:
—¡Te lo ruego! ¡La co es muy seria para chistes
tontos!
—La cosa es muy toa para tomársela en serio
—replicó el padre del Sir.
—Tus bromas, ahora,3 le sirven de nada —conti­
nuó la madre, pero el padrdel Sir dijo:
—Yo me asfixio en e;i ratonera de lana. ¡No hay
aire para respirar! Vamos c<era y cerramos la tienda. ¡Si
cada tres minutos entra aJien y hay que atenderlo, no
podemos hablar!
—¡Muy bien! —dijo la iuela. Salió a la tienda, colgó
en la puerta un letrero coD palabra cerrado y bajó las
persianas de la puerta y des dos escaparates. Luego se
sentó en la única silla que Ibía en la tienda, la madre se

5
encaramó al mostrador y el padre del Slr, el Slr, el Picas,
el Filo y Lilibeth se acomodaron en la blanda alfombra.
—Tal como me han contado —comen5 Ó el padre del
Sir—, hace tiempo que vienen robando en su clase, y hoy
un profesor ha encontrado en el puesto de mi hijo el reloj
de oro de Hansl Dohnal.
—Estaba en el pupitre del Sir —dijo Lilibeth—, pero
cualquiera pudo metérselo allí durante el desorden que
hubo antes en la clase.
—¡Bueno! ¿Y qué pasó después? —preguntó el padre.
Todos miraron ai Sir.
—El profe de matemáticas me llevó al director
—dijo el Sir— y el director, lo primero, mandó buscar a la
señora Hufnagel, porque es nuestra profesora jefe. Pero
la señora Hufnagel no estaba en el colegio, porque hoy
era su día libre. Luego va el director y me pregunta por
qué ando siempre robando cosas, y le contesté que yo no
era. Después dijo que si mentía sólo conseguiría poner las
cosas más difíciles.
—¿Y después? —preguntó el padre.
—Después llegó mamá —respondió el Sir.
Todos se volvieron hacia la madre del Sir esperando
que continuase, pero ella murmuró solamente:
—Yo creo que me he comportado equivocadamente.
—¿Y por qué te has comportado mal? —preguntó la
abuela.
La madre del Slr respondió de mala gana:
f7
106
—¡Ya te lo he contado al mediodía! —Y, volviéndose
hacia su marido, agregó—: Y a ti ya te lo he dicho por
teléfono. ¡No quiero repetirlo cuarenta veces!
—Estabas tan alocada por teléfono que no he enten­
dido ni pío —dijo el padre del Sir—, ¡Vamos, cuéntalo otra
veg; también los chicos quieren saber qué pasó!
—¡Es siempre tan espontánea, tan poco diplomáti­
ca! —masculló la abuela.
La madre del Sir subió las piernas al mostrador, las
rodeó con los bragos y colocó el mentón sobre las rodillas.
Sus ojos de gata siamesa langaban rayos agules.
—Todo ha pasado —dijo— porque no puedo sopor­
tar la escuela: siempre me acuerdo de lo que yo viví. No
se lo pueden imaginar. —La madre del Sir se peinó con
las manos el pelo, de un crespo muy espeso—. ¡Una niña
negra, la hija de un militar! Yo era en la escuela lo último,
¡una basura! —Respiró hondo—, Y hoy, cuando llegué a
la escuela, estaba él —señaló al Sir— sentado allí, y el
director y el sujeto ese de matemáticas actuando como
si él fuese lo último, ¡una basura! Entonces lo he recor­
dado todo y no he podido controlarme. En mi vida me he
puesto tan furiosa. Les dije que eran unos viejos fascis­
tas, racistas, idiotas...
—¡Dios santo! ¡Dios santo! —suspiró el padre del Sir.
La madre del Sir continuó:
—Y luego tomé a mi hijo de la mano y me fui con
él. ¡Yo sé bien lo que significa ser niño y no poderse

107
defender! Y, mientras salíamos, les solté: «Ratas
antediluvianas».
El Sir ya se encontraba, al parecer, un poco mejor.
Reía con timideg.
—Pero ¿es eso verdad? —preguntó la abuela, que se
rascaba en el moño con un palillo de hacer punto—. Si de
verdad has dicho esas cosas, tienes que pedir disculpas.
—Eso lo dejaremos para más adelante —intervino el
padre del Sir—, Hay otra cosa más importante: he telefo­
neado a nuestro abogado y él ha hablado con alguien de la
policía que le ha dicho que lo del registro en sí no vale un
pimiento. Eso en primer lugar y, en segundo, que entre el
robo y el registro pasó un montón de tiempo. Además, ¡mi
hijo no es el pupitre! Si hubiese tenido el reloj en los calce­
tines o en los calgoncillos, sería otra cosa. En realidad, las
pruebas que hay contra él no tienen ningún valor. Así que
no pueden hacer nada. —Dando ya el asunto por conclui­
do, el padre del Sir preguntó—: ¿Abro otra veg la tienda?
La madre del Sir sacudió la cabega:
—¡Ninguna prueba por arriba, ninguna prueba por
abajo...! —exclamó—, pero ¡lo tienen por ladrón!
—¡Yo no vuelvo al colegio! —dijo el Sir.
El padre lo tomó por los hombros, lo meneó dulce­
mente y dijo:
—¡Qué dices! ¡Y quién si no! Confirma a esas «ratas
antediluvianas» que tú eres un buen cleptómano. ¡Por ti
que se vayan al demonio!

108
—¡La señora Hufnagel no cree, seguro, que tú seas el
ladrón! —exclamó Lilibeth.
—Y Huber, el de gimnasia, seguro que tampoco. El te
aprecia —dijo el Picas.
—Y por las notas —añadió el Filo— no pueden poner­
te ningún rojo.
—Pero los de la clase me tienen por ladrón —gruñó
el Sir, tirando a dos manos del pelo de la alfombra—, ¡Eso
no lo soporto!
—¿Quieres ir a otro colegio? —preguntó el padre.
—¡No quiero ir a otro colegio! —gruñó el Sir, que
seguía dándole a la alfombra. Motas de lana volaban por
el aire.
—Pero ¡no existe otra posibilidad! —dijo el padre, y
miró a su alrededor buscando aprobación.
Todos callaron y el Sir comengó a soltogar. El Filo
cerró los ojos, se metió el pulgar en la boca y pensó: «Es
bueno tener principios, y el que más me gustaba era el
de no meterme en lo del robo, pero por un amigo pueden
dejarse los principios a un lado». Y dijo:
—¡Yo encontraré al verdadero ladrón!
—¿Tú crees que podrás? —La madre del Sir lo miró
con una duda aguí en los ojos.
—No va a ser un placer precisamente, pero sí creo
poder resolver el enigma —contestó el Filo.

109
Capítulo 8

...en el que se cita de nuevo el diario del Filo y donde, a


fuerza de pensar, se va separando el grano de la paja. Esto,
en nuestro caso, significa que el Filo va reduciendo el círculo
de los sospechosos.

1 de diciembre (23 horas).


Es la cuarta veg que mi madre llama a la puerta y dice
que ya es hora de dormir, pero acabo de tirar por la borda
uno de mis principios más queridos y tengo que sentar algu­
nas bases antes de comentar el repugnante, insidioso y frío
trabajo de detective.
1. Yo quiero al Sir. Y lo querría lo mismo si fuese el ladrón.
2. No estoy en contra del ladrón de verdad. No tengo ni
idea de por qué roba. Y no quiero juagar antes de compren­
derlo todo bien.
3. Para mí, robar no es una cosa justa ni sensata, pero
sé que hay cosas peores.
Si uno me suelta un puñetazo en un ojo sin que yo le
haya hecho nada, me molesta más que si me roba algo (como
me han pasado las dos cosas, puedo juagar). Para mí, el cuer­
po es más importante que la propiedad.
4. Si trato de descubrir al ladrón, es sólo y únicamente
porque quiero ayudar al Sir. Si el Slr no fuera mi amigo, me
pondría ahora mismo a leer el nuevo Astérix y que les vaya
bien a los ladrones, a las víctimas y a toda la comparsa.

2 de diciembre.
El Sir no ha ido hoy a clases. Su madre me ha dicho
por teléfono que se niega a ir. Y tampoco quiere ver a nadie.
Ni siquiera a nosotros. Su madre piensa que quigá mañana
estará más animado.
El padre del Sir ha ido hoy a ver al director. Lo he visto en
el recreo de las 10. Iba con un señor mayor. La madre me ha
dicho por teléfono que era el abogado de los Tabor. Ha ido a
«cantárselas dantas» al director, como ha dicho —textual—la
madre del Sir. Pero ella misma no sabía lo que ha sucedido
exactamente en la oficina entre el padre del Sir, el abogado
y el director. Dice que el padre del Sir la ha llamado a medio­
día y sólo ha contado chistes malos, nada más. Pero eso lo
hace para que el Sir y la madre no se tomen el asunto tan a
pecho, jEstoy seguro de ello! En la escuela, cuando se dirigía a
la dirección, no tenía cara de chiste ni por asomo: tenía cara
de furia y rabia.
El ambiente de la clase no ha cambiado apenas. Hasta
el hecho de que el Sir se haya quedado en casa lo ven como
una prueba de culpabilidad. He estado durante toda la
mañana esperando que se robase otra cosa. Hubiera sido la

112
forma más sencilla de librar al Sir de toda sospecha. Pero,
por desgracia, hoy no ha volado ninguna propiedad.
Lilibeth lo intenta ahora por el lado tierno. Cree que
puede convencer a una buena parte de las chicas de la
inocencia del Sir, porque las chicas siempre han estado locas
por él. Hoy, en los descansos, se ha dedicado a Babsi Binder
y Ratherina Rósch, y les ha ido soltando rollo como quien no
quiere la cosa. Piensa que ya están casi de nuestra parte. Yo
le deseo mucha suerte, pero no creo que tenga éxito. ¡Si no
conociese yo a esas tipas!
El Picas prueba por el lado duro. Anda gritando que se
agarrará a combos con todo el que se atreva a meterse con
el Sir. Pero con eso aumenta más el odio de los otros. Sobre
todo porque saben que le sobran fuerzas para machacarlos
a todos.
Y ahora me pongo yo a trabajar. En secreto, suave y
silencioso, como si la cosa no fuese conmigo. Y también rápi­
do, lo cual va menos conmigo todavía. No tenemos mucho
tiempo; el Sir se niega a volver al colegio antes de que todo se
aclare y tengo miedo de que el director lo expulse por «ausen­
cia injustificada del puesto de trabajo». Y eso podría hacerlo,
creo yo.
Probablemente, el caso podría solucionarse de distintas
formas y atacarse desde distintos lados, pero como yo soy
así, que más que moverme prefiero estar sentado (si no puedo
estar echado), voy a resolver sobre el papel hasta donde dé.

113
El círculo grande de los sospechosos sería (el «inventario
de alumnos» del Sexto A lo he copiado del libro de pasar lista):

Ammerling, Daniel (Filo)


Bergen Ferdi
Binder, Babsi
Bóck, Heingi
Dalmar, Ferdi
Dohnal, Hansi
Elterlein, Otli (Picas)
Fróhlich, Roswita
Grifo, Wolfgang
Flabersack, Regina
Flanak, Michael
Huber, Thomas
Rirchner, Doris
Rnoblich, Andrea
Knopf, Andreas
Rratochwil, Susi
Lehmann, Klaus
Mader, Martina
Moser, Trixi
Prihoda, Iván
Rósch, Katherina
Schmelg, Lilibeth
Schmied, Oliver
Schmitt, Achim

114
Schneider, Egon
Schütg, Daniela
Sedlak, Robert
Tabor, Michael (Sir)
Trautenstein-Ebersthal, Anna
Wehrle, Otto

Bueno, ésta es la hermosa y larga lista de todos los


alumnos de la clase, de la A a la \N.
El día que le des apareció el monedero a Lllibeth, en nues­
tra clase estábamos en la cresta de la ola de gripe. Según las
listas, que también he anotado hoy en la escuela, faltaron
ese día:
Binder, Bóck, Fróhlich, Hanak, Rnoblich, Knopf, Moser,
Schneider, Schütg y Wehrle. Estos dieg griposos no pudieron
«afanar» nada. ¡De cajón!
Ahora, justo, ha venido a verme Liíibeth. Está un poco
pálida. Yo creo que en casa tiene problemas gordos con su
madre por culpa de tomarse más libertad para salir. Pero me
da la impresión de que no quiere hablar de ello. Así que no le
pregunto.
Liíibeth dice que debo borrar de la lista de sospechosos
no sólo a los dieg de la gripe, sino también a Liíibeth Schmelg,
porque no iba a pensar yo que ella se ha robado el dinero a sí
misma y luego ha organizado el teatro.
Rebajo, entonces, mi lista en 11 nombres, y me quedan
exactamente 19:

Ammerling, Daniel
Berger, Ferdi
Dalmar, Ferdi
Dohnal, Hansi
Elterlein, Otli
Grifo, Wolfi
Habersack, Regina
Huber, Thomas

116
Kirehner, Doris
Kratochwil, Susi
Lehmann, Klaus
Mader, Martina
Prihoda, Iván
Rósch, Hat heriría
Schmíed, Oliver
Schmítt, Achim
Sedlak, Robert
Tabor, Michael
Trautenstein-Ebersthal, Anna

Pero el día que voló el dinero para la leche y el del billete


de Roswita faltaron, según las listas, Trautenstein-Ebersthal
y Doris Kirehner.
Dos más que tachar de la lista de presuntos ladrones. Y
a Martina Mader también. Doy por hecho que la Mader no se
robó a sí misma el dinero de la leche.

Y ahora sigamos adelante:


El día que a Iván Prihoda le robaron la cadena de
oro faltaron a clase, según la lista de asistencias, sólo
Trautenstein-Ebersthal y Klaus Lehmann. Pero como esta
veg el golpe tuvo lugar en el gimnasio, es evidente que el
ladrón sólo puede ser un chico. Las chicas no pueden entrar
en nuestro camarín: les está tan vedado como un convento
de dominicos a una mujer.

117
Por tanto, eliminamos de la lista de sospechosos a Klaus
Lehmann y a todas las chicas de la clase. Y a Iván Prihoda
también. El no se ha robado la cadena a sí mismo; en primer
lugar, porque eso sería algo muy descabellado y a Iván no le
falta ni un pelo del coco, y en segundo lugar, porque yo estuve
durante todo el descanso allí con los pantalones y la cade­
na dentro, controlándolos sin darme cuenta. Así que el robo
tuvo lugar durante la clase de gimnasia, y durante la clase de
gimnasia Iván estuvo todo el tiempo sentado en el rincón de
más atrás castigado, y no se movió del sitio.
Lilibeth dice que tendría que acordarme de quién salió
al camarín durante la clase de gimnasia. Pero ¡no me acuer­
do! La clase de gimnasia es para mí el peor asunto de toda
la escuela y dejo que pase medio ido para no sufrir más de
la cuenta.
En éstas llegó el Picas. Se sentó a mi lado. Tampoco
él recuerda quién salió entonces del gimnasio porque hubo
mucho desorden de ¡das y venidas. Una pelota le pegó a Oliver
Schmied en toda la narig, y fueron a buscar unos pañuelos;
entonces dijo el profe Huber que los pañuelos tenían que estar
húmedos para que se cortase la sangre, y volvieron a salir
unos cuantos para mojar los pañuelos. El Picas dice tener
oscuros recuerdos de los buscadores y de los mojadores de
pañuelos, pero con oscuros recuerdos no vamos a ninguna
parte. Así que nos aguantamos con los pies en el suelo de la
dura realidad y hacemos la lista de los que quedan, descon­

118
tando a Klaus Lehmann (ausente), Iván Prihoda (robado) y a
todas las chicas:

Ammerling, Daniel
Bergen Perdí
Dalmar, Perdí
Elterleln, Otli
Grifo, Wolfi
Huber, Thomas
Schmied, Oliver
Schmitt, Achim
Sedlak, Robert
Tabor, Michaeí

iAlgo es algo! El tipo ya está localizado en un círculo de


diez personas.
El Picas dice que va a darme un golpe porque él toda­
vía aparece en la «lista de ladrones», y Lilibeth dice que no
es lógico que el Sir esté en la lista cuando lo que nosotros
buscamos es demostrar que el ladrón no es él. ¡Vale! Pero
entonces también me tacho a mí mismo porque yo sé al
ciento por ciento que no soy el ladrón. Y para hacerlo todo
de una tirada, fuera también Achim Schmitt, que no estuvo
en el colegio cuando ocurrió el último caso de todos, el del
reloj de oro. Fue al matrimonio de su padre (que no se casa­
ba con su madre precisamente).

119
Del resto de sospechosos quedan, por tanto: Ferdi
Bergen Ferdi Dalmar, Wolfi Grifo, Thomas Fluber, Oliver
Schmied y Robert Sedlak.
Y ahora vamos con la fiesta de cumpleaños de la
Kratochwil. Tomamos la lista de posibles sospechosos y
miramos quién de ellos estuvo en la fiesta, ya que la libreta
de ahorros desapareció.

Posibles ladrones:
Berger
Dalmar
Grifo
Fluber
Schmied
Sedlak

Invitados a la fiesta:
(sólo los chicos, naturalmente)
Bóck
Dalmar
Grifo
Hanak
Fluber
Knopf
Schneider
Sedlak

121
Berger no estuvo en la fiesta.
Dalmar sí que cuenta.
Grifo, también.
Huber, lo mismo.
Schmied no fue.
Sedlak sí que fue.

Tenemos, por tanto, cuatro sospechosos: Ferdi Dalmar,


Wolfgang Grifo, Thomas Fluber y Robert Seciíak.
Los tres nos quedamos como tontos mirando la lista.
«¡Imposible!, ¡es imposible!», murmuró Lilibeth al menos
cuarenta veces. Y el Picas, natural, con ojos saltones, sólo se
fijaba en un nombre: Thomas Fluber, ¡a quien no puede tragar!
El Picas y Lilibeth se han marchado ya. Lilibeth porque
quiere ir acostumbrando a su madre a sus nuevas exigen­
cias de libertad en pequeñas dosis (el padre se lo ha rogado
para que la madre no pierda los nervios). El Picas tenía que
irse porque va por su hermana al jardín infantil. No lo obligan,
pero él quiere ir. Está loco por la pequeña cachorra.
Y yo aquí, acurrucado, fijo en los cuatro nombres como
un tonto, me sorprendo a mí mismo deseando que uno
concreto de entre ellos resulte ser el ladrón. Le he estado
reprochando al Picas que únicamente sospeche de Fluber, lo
cual aún se puede comprender porque es su enemigo y siem­
pre le está llamando camello. Pero yo ya estoy echando las
culpas a Ferdi Dalmar sencillamente porque me parecería
buenísimo que a ese «jorobado de reverencias» y «patero»,

122
a ese esclavo subordinado y supersumiso, le diese por una
diversión tan diferente como el «raterío».
¡Maldición! (Siempre me lo he dichol Si te metes con
juegos de detective y empiegas a respirar el tufo podrido, a
buscar ¡deas astutas y a seguir pistas, terminas por perder la
mitad de tu apacible humanidad. Y uno no tiene tanta como
para que le llegue con la mitad restante.
Voy a ver la tele. Por hoy ya tengo bastante. Hasta
dolor de cabera. Esperemos que no pongan una policíaca
sino una historia de amor en la que, a lo sumo, uno se suici­
de como postre.
Capítulo 9

... en el que Lilibeth y el Picas preparan algo con lo que el


Filo está totalmente en contra. Y en el que la señora Hufnagel
defiende una ¡dea de los ladrones con la que el Filo está total­
mente a favor.

Lajornada escolar del 3 de diciembre fue asquerosa.


Era viernes y el horario de los viernes es así: 1, matemá­
ticas; 2, latín; 3, inglés; 4, lengua; 5, biología. Ni una hora
para descansar, airear la cabega, pensar en las musara­
ñas, hundir barcos o hacer aviones.
El Sir tampoco apareció ese día por el colegio. En las
conversaciones de los recreos no se hablaba de otra cosa
que del reloj de oro ni de otra persona que del Sir. Sólo si el
Picas se acercaba a un grupo de chismorreo y ponía cara
de malas pulgas, enmudecía la discusión reloj-Sir, para
brotar de nuevo cuando se iba.
En la primera hora, el profe de matemáticas no higo
ni una mención de la ausencia del Sir ni del registro de
dos días antes. Sólo dijo:
—¡Como la última clase la perdimos entera, hoy
tenemos que avangar el doble! —Y se fue a la pigarra,
I

cogió la tiga por su cuenta y empegó a hacer cálculos tan


de prisa que ni el mejor de la clase le podía seguir.
Así que, a los dieg minutos, la mayoría de alumnos
del Sexto A dejaron de copiar del pigarrón y, mudos,
se pusieron a pasar el tiempo lo mejor posible: pintan­
do monitos, decorando el libro de cálculo, empujándose
hacia atrás la piel de las uñas o emborrachando de tinta
el papel secante. Pero más que un alivio era una «situa­
ción de estrés», como se suele decir. El profe de matemá­
ticas podía darse vuelta en cualquier momento y pillar

126
a alguien haciendo cosas poco matemáticas y, como él
solía decir, «aplicarle un correctivo».
A segunda hora hubo latín. La tercera fase fue una
«clase frontal» a cargo de unajoven señora de Liverpool.
(«Ciase frontal» es cuando ei profesor se pone delante y
habla a los alumnos cara a cara. Es un tipo de clase que
hoy se considera bastante anticuado. Es más moderno
cuando el profesor se mete dentro de la masa de alum­
nos y éstos le hablan a él.) La joven señora de Liverpool
se estocaba en pronunciar despacio para que tos del
Sexto A pudiesen captar el sonido inglés original «th» en
toda su purega. Además, la dama de Liverpool era de la
opinión de que como mejor se aprende un idioma extran­
jero es a base de mucho escuchar. Animosa —y sin tener
en cuenta el reducido vocabulario de la clase—, comen-
50 a soltar inglés puro con todo desparpajo. Este fue
el resultado: el Picas creía haber escuchado la lastimo­
sa historia de un caballo sin dueño; Lilibeth, en cambio,
pensaba que la narración trataba de una casa donde
había fantasmas; Thomas Huber juraba que la cosa se
trataba de un caballo en una casa. En realidad, la joven
señora de Liverpool había contado un capítulo de Pipi
Calgaslarga s.
En el descanso que siguió a los acertijos en inglés,
Lilibeth se quedó sentada en su sitio, escribiendo con
tetra pequeña en una tarjeta rosa.

127
—¿Qué, Lilibeth? —preguntó el Filo—, ¿has abandona­
do tu campaña de mentaligación de las damas de la clase?
Lilibeth afirmó con la cabega.
—No tiene sentido, en realidad —dijo con cara tris­
te—, También esta veg tenías ragón. Mientras estoy
conversando con ellas hacen como si estuvieran de acuer­
do en todo conmigo, pero si llega otro y dice lo contrario,
entonces también comparten plenamente su opinión.
—Lilibeth suspiró y se volvió otra veg hacia la pequeña
tarjeta rosa.
El Filo miró el papel con asombro y preguntó:
—¿Qué significa eso, Lilibeth?
Lilibeth, sonriendo irónicamente, le dio la tarjeta.
Desde el pupitre de atrás, el Picas se inclinó hacia ellos
con más cara de burla todavía.
En la tarjeta rosa estaba escrito:
Hoy a las 3 de la tarde en punto en la tienda de
Braut-Müller.
—¿Y quién tiene que ir hoy a las tres a la tienda de
Braut-Müller? —preguntó el Filo.
—¡Confío en que Thomas Huber! —rió Lilibeth. Luego
explicó al Filo que iba a hacerse amiga de Thomas Huber
a partir de ese día. Que estaba «botao», porque hacía
mucho tiempo que Thomas Huber ardía de amor por ella
y que recibía de él una carta a la semana, por lo menos,
con la súplica de una cita privada. Ahora ella, al fin, acce­
día a este ruego como quien concede una gracia.

128
—Pero a ti no te gusta Thomas Huber nada de nada
—dijo el Filo—; tú siempre te has burlado de sus cartas
de amor.
Lilibeth afirmó con la cabega.
—Ya —comentó ella—, pero qué le vamos a hacer, lo
que ha de ser, ¡que sea! —Y luego aclaró al Filo que empe­
gaba la relación con Thomas Huber porque, según el Picas,
era el ladrón de la clase—. Y si yo me hago su amiga ínti­
ma —continuó Lilibeth—, puedo observarlo y averiguarlo.
El Picas dice que si lo hago con astucia, de una forma u
otra, Thomas Huber terminará por traicionarse.
—Pero ¡Lilibeth! —gimió horrorigado el Filo, mientras
se le ponía carne de gallina en los bragos y el estómago—,
¡Esto ya es lo último!
—¿Tú crees? —Lilibeth lo miraba contrariada. Estaba
casi a punto de hacer pedacitos la tarjetita rosa, cuando
el Picas metió las narices—, ¡Lo último es que a un amigo
le metan de contrabando un reloj en su pupitre! —dijo—,
¡Sí, ya, lo de la sinceridad y la lealtad! Pero, querido Filo, ¡si
se quiere destapar una mierda no se pueden usar méto­
dos de una limpiega angelical! ¿Oyes?
—¿Ha sido idea tuya, Picas? —preguntó el Filo.
—¡Claro!, y me mantengo en ella —gruñó el Picas—,
¿O tienes tú otra mejor?
El Filo no contestó.

129
—¿Lo ves? —exclamó el Picas con aire triunfal—, Y
de algún modo hay que seguir adelante, ¿no crees?
El Picas h¡50 a LUibeth un claro ademán con la cabe-
ga. LUibeth dobló dos veces la tarjeta rosa. Así no era
mayor que una estampilla. Tomó luego el lápig y el saca­
puntas y se dirigió a la papelera contoneándose. Al pasar
por el sitio de Huber dejó que la tarjetita doblada cayese
aleteando sobre el pupitre.
El Filo estaba atento a la reacción de Thomas Huber.
Vio cómo desdoblaba la tarjeta, la leía y se encendía en
su cara una sonrisa. También lo vio volverse a mirar, felig,
hacia la papelera, donde LUibeth sacaba punta al lápig
con cara de angelito inocente.
—Esto no es jugar limpio —dijo el Filo al Picas por lo
bajo.
El Picas se pasó las manos por sus rojos pelos de
cepillo y frunció su pecosa frente en arrugas gordas.
—Tampoco él jugó limpio con el Sir —afirmó éste.
—¡Deja ya de una veg de acusar a Huber! —bufó el
Filo—, ¡El no es más que un sospechoso entre cuatro!
—Sólo hasta que nosotros hayamos demostrado lo
contrario —murmuró el Picas separándose del Filo.
El Filo sintió que se estaba poniendo furioso.
Furioso de verdad. Como eso era algo que casi
nunca le pasaba y, por ello, no estaba acostumbra­
do a esa sensación, le pareció una cosa horrible. Como
si te agarrase de golpe un espantoso dolor de muelas o

130
empiega a darte pinchagos el apéndice. El Filo no se sintió
capag de responder al Picas. Ni tampoco de decirle una
palabra a Lilibeth, que, ya de regreso de sacar punta al
lápig, se sentó y dijo satisfecha:
—Ha picado. .Está más reluciente que un árbol de
Navidad, ¿eh?
En silencio, con los ojos cerrados y el pulgar en la
boca, el Filo aguardaba a que se calmasen en su cuerpo
los efectos del sentimiento de cólera. Ya se encontraba
mucho mejor cuando la profesora Hufnagel entró en la
clase. La furia había cedido tanto que ya sólo era como
ardores de las encías o tirones del ombligo.
La señora Hufnagel higo, primero, una anotación
en el libro de asistencia. Todos esperaban con tensión
lo que seguramente comentaría a renglón seguido, pues
era evidente que, de una forma u otra, la profesora jefe
había de pronunciarse sobre el asunto de los robos. Pero
la señora Hufnagel, después que hubo apuntado la falta
del Sir en la lista, cerró el libro, fue a la ventana y se puso
a mirar la lluvia que caía.
—Quiere hacer tiempo —murmuró Lilibeth.
Más de un minuto —Lilibeth lo comprobó con el
segundero de su reloj— permaneció la profesora en la
ventana. Luego se volvió y dijo que, como profesora jefe
del Sexto A, tenía que comentar algo con los compañe­
ros de Michael Tabor. Dicho esto, la señora Hufnagel fue
al sitio del Sir, se sentó en el pupitre y dijo que deseaba

132
dejar claro de una veg por todas que nadie, absolutamen­
te nadie, estaba en su derecho de llamar ladrón a Michael
Tabor, que en modo alguno había pruebas suficientes
para ello.
Tras un instante de asombro y silencio comengó
en la clase un murmullo de oposición que fue creciendo
hasta convertirse en protestas claras.
—Pero ¡mi reloj estaba en su pupitre, ¿no?! —excla­
mó Hansi Dohnal.
—Y quién iba a ser si no, ¿eh? —preguntó Oliver
Schmied.
—¡Claro que fue él! ¡Yo ya me lo había olido desde el
principio! —bramó Robert Sedlak.
La señora Hufnagel gritó aún más fuerte:
—¡Silencio!, ¡silencio inmediatamente! —Y siguió—:
Pudo haber sido cualquiera. Cualquiera pudo meterle el
reloj en el pupitre.
—¡Exacto! —gritó el Picas, y se puso a aplaudir con
las manos en alto.
Lilibeth aplaudía también. El Filo, ocupado todavía
con los restos de su cólera, sólo algo las manos con timi-
deg. A pesar de ello, los aplausos hacían tanto ruido que
tapaban las expresiones de disgusto de los demás.
Paciente, sin protestar, la profesora Hufnagel aguar­
dó a que el Picas y Lilibeth se cansasen de aplaudir y el
Filo bajase las manos. Luego dijo que no se debe conde­
nar a nadie sin que haya pruebas seguras, que Michael

133
Tabor había sido siempre un buen compañero y que uno
debía ponerse en su lugar antes de llamarlo ladrón.
—Yo no me pongo en el lugar de un ladrón —dijo alto
Robert Sedlak.
—¡Exacto! —dijo Babsi Binder más alto aún.
La señora Hufnagel se levantó del pupitre y dijo:
—Ya que no se puede hablar ragonablemente con
ustedes, se acabó la conversación. —Y volvió a la mesa
del profesor—. Saquen el libro de lenguaje y busquen la
página noventa y ocho. —Miró luego hacia los dos prime­
ros pupitres de la fila de la ventana, al Filo, Lilibeth y el
Picas, y dijo—: Si ven a Michael Tabor, y espero que sí lo
hagan, díganle que yo no lo considero un ladrón.
El Filo, el Picas y Lilibeth, impresionados, dijeron que
sí con la cabega. Lilibeth murmuró:
—La Hufnagel es una buena tipa. Ahora me siento
otra veg mejor.
Y también el Filo se sentía ya capag de hablar tran­
quilamente con Lilibeth.
—¡De verdad —dijo—, esta mujer es un caso aparte!
Terminada la hora de lengua, en la que se trató de
las diversas clases de oraciones subordinadas con una
atmósfera fría entre la mayoría del Sexto A y la profeso­
ra, la señora Hufnagel salió de la clase y se quedó apoya­
da en la pared, entre las ventanas del pasillo, frente a la
puerta de la clase. Le tocaba vigilancia de recreo.

134
El cuarto recreo era de cinco minutos. Tres de ellos
los empleó el Filo, ojos cerrados y pulgar en la boca, para
tomar una decisión. Luego se levantó y salió deprisa de la
clase. El Picas y Lilibeth pensaron que iba al baño, pero el
Filo sólo crugó el pasillo y se apoyó en la pared junto a la
profesora Hufnagel.
Al principio, la señora Hufnagel no se fijó en el Filo
porque estaba hojeando un periódico y en el pasillo había
bastantes gritos y carreras. El Filo carraspeó ligera­
mente. Como, a pesar de ello, la señora Hufnagel no se
daba cuenta, el Filo se corrió un poco hacia ella y tosió de
forma evidente. Entonces sí, el resoplido tan cercano higo
reaccionar a la profesora.
—¡Ah!, eres tú, Daniel —dijo ella—. Estupendo que
me hagas compañía. La vigilancia de pasillo es de lo
más aburrido. —Y fijándose en el dedo gordo que el Filo
mantenía entre los labios, dijo riéndose—: A veces pienso
que lo vas a derretir como un helado.
El Filo se sacó el dedo de la boca, lo miró con aten­
ción y murmuró:
—No hay problema. Todavía aguanta un rato. —Luego,
con vog apenas más alta, añadió—: Señora profesora, ¿le
gustaría que se descubriese al verdadero ladrón?
—Sí, Daniel; ¿tú sabes quién es? —A la profesora
Hufnagel se le pusieron los ojos redondos de curiosidad.
—Todavía no sé quién es —respondió el Filo—, pero
creo que pronto lo sabré.

135
La señora Hufnagel se interesó:
—¿Has visto alguna cosa, has oído algo, tienes prue­
bas, indicios o algo?
—No, sólo ideas —dijo el Filo, y miró a la decepcio­
nada profesora Hufnagel—, Pero hasta ahora siempre
me he podido fiar de mis ideas —agregó—. Ese no es mi
problema. Mi problema es —el Filo se volvió a meter el
pulgar en la boca— que seguramente el ladrón me dará
pena, pues, por lo que puedo saber hasta ahora, será un
pobre diablo, un desgraciado.
—Pero es un ladrón —dijo la señora Hufnagel.
—Sí, ¿y qué? —Daniel miró a la profesora Hufnagel a
la cara—. Sí, ¿y qué? —repitió.
—Pero Daniel... —La señora Hufnagel estaba verda­
deramente escandallada—. ¡No se debe robar! ¿Cómo
puedes decir una cosa así? Además, nadie es tan pobre
en nuestra clase como para tener que robar. ¡Yo conogco
bien la situación familiar de los alumnos!
—Yo había pensado otra forma de ser pobre —dijo
el Filo.
—¿Qué forma?
El Filo se encogió de hombros:
—Tanto no sé todavía; es sólo una impresión.
—Es igual, Daniel. —La profesora Hufnagel movió la
cabega—. En todo caso, no se puede consentir que haya
alguien en la clase que robe como un langa. Tú ya ves
cómo está el curso ahora y eso no puede seguir así.

136
—No, claro —intervino ei Fito—, pero me ha venido la
idea de que un ladrón que robe por cualquier ragón desco­
nocida no es peor que otro que sin ragón alguna, sin prue­
bas ciertas, se ensaña contra un compañero de clase. ¿O
es una idea equivocada? Además, me gustaría saber qué
va a pasarle al ladrón, qué le espera.
Ei timbre gumbó anunciando el final del recreo. Los
alumnos abandonaron el pasillo y la señora Hufnagel aún
no había respondido a la pregunta del Filo. Finalmente
—ya con el profesor de biología a la vista, delante, en la
escalera—, dijo:
—Perdona, Daniel, pero las dos preguntas son difíci­
les. Debo reflexionar sobre ellas.
Lo de reflexionar es algo que el Filo entendió bien.
Asintió con la cabega mostrando su conformidad y entró
en la clase en compañía del profe-biólogo.

137
Capítulo 10

...en el que Liíibeth va de fracaso en fracaso con su


trabajo detectivesco y su madre aporta una pista decisiva,
de lo que únicamente se da cuenta el Filo.

Poco antes de las tres, Liíibeth, sonriendo para sus


adentros, salió de casa y bajó rápidamente la escalera.
Sonreía para sus adentros porque todo daba a entender
que la madre se iba acostumbrando poco a poco a las
salidas de su hija. Cuando Liíibeth se despidió de ella, se
quedó sentada en la sala de estar, sin lágrimas en los ojos,
tejiendo con lana blanca y roja según un patrón noruego.
Y la V05 con que preguntó cuándo regresaría no habría
recordado esta veg al padre de Liíibeth el chirriar de la
madera en el aserradero.
En la planta baja, junto a la casa del portero, Liíibeth
sacó del bolso un espejo diminuto y un lápig de labios.
Se los pintó de rojo para causar aún mayor impresión a
Thomas Huber. Pero cuando vio el resultado de la opera­
ción en el espejito, tomó un pañuelo de papel y, diciendo
palabrotas, se restregó los labios con él. Después echó a
correr hasta la tienda de Braut-Müller.
Thomas Huber estaba ya en el callejón. Sonrió dicho­
so al verla venir, y cuando llegó le preguntó con desvelo:
—Lilibeth, ¿estás resfriada?
Es que Lilibeth tenía enrojecidos el labio superior y la
punta de la narig; todo porque era tan poco experta para
limpiarse el lápig labial como para pintarse.
Lilibeth contestó que no estaba resfriada en abso­
luto y se sintió un tanto furiosa. Al fin y al cabo, aquélla
era su primera cita y recordaba que no hacía mucho la
abuela le había dicho a su madre: «La primera cita no la
olvida una mientras viva», y que la madre había respon­
dido: «Es un momento muy emocionante. ¡Es como estar
en el cielo!».

140
Lilibeth no vio ninguna puerta abierta en el cielo,
sino sólo que pronto iba a comengar a llover o nevar;
sentimientos profundos sí que los tenía, realmente. Se
megclaban en ella la antipatía hacia Thomas, la insegu­
ridad respecto al método a seguir para investigarlo y las
dudas de cómo aparentar simpatía hacia él. De todo esto
resultaba un sentimiento muy profundo y desagrada­
ble. A lo cual se añadía un ligero sentimiento de ira por
la sospecha de resfriado que le había langado Thomas. A
Lilibeth le pareció muy grosero eso de decirle a una seño­
rita que tiene rojo el bigote y la punta de la narig.
—Lloverá en seguida —dijo Thomas.
Lilibeth afirmó con la cabega intentando sonreír.
—¿Quieres ir al cine, Lilibeth? A las cuatro dan
Astérix en el Metropol.
«Meterse en el cine no va bien con mi cometido —pensó
Lilibeth—, En el cine hay que estar callado y así no puedo
arrancarle a Thomas ninguna confesión.»
—La de Astérix ya la he visto tres veces —dijo
Lilibeth. (En realidad, no la había visto ni una sola y se
moría de ganas de ir.)
—Vamos al centro, entonces —propuso Thomas—,
allí hay un montón de cines. —Thomas Huber sacó del
bolsillo del abrigo una página del periódico donde venía
el programa cinematográfico del viernes. Había marcado
con rotulador rojo los cines que tenían sesión de tarde.

141
—Además, yo no tengo dinero para el cine —dijo
Lilibeth.
—Pero ¡si yo te invito, por supuesto!
—En el centro los cines son muy caros —observó
Lilibeth.
—No importa. Yo ando bien de «pesos». —Thomas
Huber sonrió.
Que Thomas Huber anduviese «bien de pesos» era
algo nuevo. Normalmente tenía poco dinero y anda­
ba siempre quejándose de que sus pudientes padres le
daban tan poco que no podía comprar siquiera un cómic
y apenas podía permitirse el chicle cotidiano. ¿Y ahora,
de repente, tenía dinero de sobra para dos entradas de
cine de las caras? ¡Con el triple de su semanada no alcan-
garía para dos entradas de los cines del centro! Pero ¡si
había tomado el billete de Roswita y vendido la cadena de
Iván, entonces sí le alcangaría! ¿O acaso pretendía el tipo
invitarla a ella con su propio dinero? ¡Quigá hasta llevaba
encima su monedero desaparecido, escondido en el bolsi­
llo del pantalón!
A Lilibeth se le achicaron los ojos y le temblaban
ligeramente las aletas de la narig. Se sentía ya como
un perro de caga que olfateaba la madriguera del gorro,
cuando Thomas dijo:
—Hoy he tenido una suerte increíble. Justo cuando
salía ha llegado mi tío y me ha preguntado adonde iba, y
cuando se lo he dicho me ha soltado un billete de dieg para

142
que te invitase. —Y con toda la cara reluciente se echó el
abrigo hacia atrás y sacó un billete de dieg del bolsillo del
pantalón—. Yo, por mi parte, también me había prepara­
do —añadió Thomas sacando del otro bolsillo un pañue­
lo hecho un nudo—. Aquí están las tripas de mi alcancía
de chancho. ¡Seis mil pesos! —Thomas volvió a meter su
capital en los bolsillos y exclamó generoso—: ¡Nos pode­
mos permitir todo lo que tú quieras!
Lilibeth se llevó una decepción
—Por mí, mejor damos un paseo —dijo.
Lilibeth lo había planeado así con el Picas. Todo
porque en el camino hacia la calle mayor había una joye­
ría que tenía en el escaparate una cadena de oro con un
Astérix de oro también. Era exactamente igual que el
Astérix que le desapareció a Iván Prihoda.
Obediente, Thomas Huber comengó a pasear junto a
Lilibeth calle abajo. Soplaba un viento frío y caían algunas
gotas de lluvia que a rachas parecían de nieve. Lilibeth no
llevaba gorro. Thomas Huber le ofreció el suyo, de piel.
Lilibeth lo rehusó. Poco antes de llegar al edificio donde
estaba la joyería, Thomas Huber quiso cambiar de acera
porque al otro lado de la calle había una tienda de depor­
tes y Huber era un fanático de los esquís.
—¡A la vuelta vemos tus esquís! —dijo Lilibeth llevan­
do a Thomas al escaparate de lajoyería—. ¡Mira, mira, qué
precioso! ¡Para mí es como un sueño! —exclamó, ponien­
do cara de intensa emoción y señalando el Astérix de oro

143
del escaparate. Con la punta de la narig aplastada contra
la vitrina, añadió con un quejido—: Quiero uno como ése
desde siempre, pero mamá no me lo compra. ¡Daría todo
por tenerlo! Ese colgante es el sueño de mi vida.
—Bueno, si tantas ganas tienes de un colgante así
—dijo Thomas Huber titubeando—, entonces yo te rega­
lo uno. Pero no se lo tienes que decir a nadie, ¿eh? Ha de
quedar en secreto.
—¿Y es exactamente igual que ése? ¿De oro, esmal­
tado por delante?
Thomas Huber dijo que sí con la cabega. Lilibeth se
sintió como perro de caga que está ya frente a la guarida
del gorro.
—Lo tengo desde que nací —dijo Thomas—, pero no
le hago ni caso.
«¡Ah! —pensó Lilibeth—, ¡Desde que nació! ¡Ahora ya
lo tengo! Entonces no existía Astérix. Y eso de que nadie
lo sepa, que debe ser un secreto, ¡oh, claro! El que regala
cosas robadas no anda pregonándolo desde la torre de
la iglesia.»
—Mañana te lo llevo al colegio —dijo Thomas Huber.
Lilibeth sintió un enorme hormigueo en la barriga.
Entonces, ¡al día siguiente ya estaría el caso resuelto!
Thomas, a escondidas, le daría el Astérix a ella, ella se
lo enseñaría a Iván, que pegaría un grito diciendo que
ése era el suyo, y Thomas Huber, blanco como la pared,
tendría que confesarlo todo. ¡Y el lunes, el Sir podría

144
volver al colegio con la cabega bien alta y libre de toda
sospecha!
En ese punto de sus imaginarias predicciones estaba
Lilibeth cuando Thomas Huber intervino con vog insegura:
—Sólo que esa nube aguí celeste de ahí, ésa no la
tiene el mío. Pero da lo mismo, ¿no?
¿Nube?, ¿qué nube? Lilibeth buscaba en el escapara­
te. «¿Qué dice éste de una nube aguí celeste?», pensaba
Lilibeth, cuando descubrió quejusto al lado del de Astérix
había un colgante con un ángel de la guarda. Una cabega
de ángel gorda y mofletuda, con alitas rosa, flotando en
una nube aguí cielo.
Lilibeth casi se echa a llorar por la decepción. Se
tragó las lágrimas como pudo y dijo:
—Thomas, no puedes darme tu ángel. Un ángel
de la guarda de oro es muy caro y mi mamá no me deja
que acepte esos regalos.
—Por eso no quería yo que nadie lo supiese —dijo
Thomas—, Mi madre se pondría hecha una furia si se
enterara de que lo he regalado.
—Pero si tiene que ser un secreto, entonces no me lo
puedo poner al cuello, y así ya no tiene gracia.
Thomas lo reconoció. En cierto modo, incluso se
había quitado un peso de encima.
—¿Seguimos adelante? —preguntó.
Lilibeth afirmó pesarosa con la cabega. Bajaron
despacio y torcieron por la calle donde estaba la casa de

146
Susi Kratochwil. Así, como por decir algo, Lilibeth pregun­
tó al pasar frente a ia mansión de los Kratochwil:
—¿Lo pasaste bien en ia fiesta de Susi?
—Fenomenal —contestó Thomas—, Sólo que tú me
hiciste poco caso. Y el lío de ia libreta de ahorro, que no
debería haber pasado.
—¡La tonta tenía que dejar las libretas por ahí tira­
das! —comentó Lilibeth—, El Filo dice que ella tiene la
mitad de la culpa por lo menos. Las cosas de valor hay
que guardarlas bien guardadas.
—Pero si ella lo higo... —replicó Thomas Huber—.
Después de enseñarnos las libretas volvió a meterlas en
la caja y cerró con llave. Luego sacó la llave y la dejó en el
último cajón de la mesa grande del escritorio.
Lilibeth intentó poner cara de desinterés, pero pensó
por dentro: «Bien, ya está pillado. Ahora está clarísimo.
He hablado con todos los de la clase de la libreta robada.
He repetido mil veces que uno no deja por ahí sin guardar
cosas de tanto valor y nadie ha dicho nada en contra.
¡Claro!, porque nadie sabía que Susi había cerrado el
cajón. Ni Susi se acuerda de eso. Cree que dejó las llaves
puestas en la caja. Pero el ladrón, ¡ése sí que lo sabe,
naturalmente! ¡Para él fue un detalle muy importante!».
—Yo no había pensado que el Sir fuese tan tonto
—continuó Thomas Huber—; es una verdadera idioteg
creer que se puede sacar dinero así tan fácil de una libre­
ta con clave.

147
—Tú, naturalmente, habrías caído en ello en segui­
da, ¿no?
En la vog de Lilíbeth había un tonillo malicioso y
hostil, pero Thomas no pareció darse cuenta.
—¡Pues claro! —dijo él—. En primer lugar, eso lo sabe
un bebé. ¡Y encima yo! Mi padre es cajero de la caja de
ahorros. Yo entiendo mucho de asuntos bancarios. ¡Y no
solamente de esas pequeñeces de cabro chico!
Lilibeth se dio por vencida. Con eso ya tenía bastan­
te. ¡Era absurdo! A alguien con un padre cajero en la caja
de ahorros no se le ocurriría robar libretas con clave.
¡Naturalmente que no! Era algo que ella debía hacer
comprender al Picas.
—Thomas —dijo Lilibeth—, ya se me ha pasado el
tiempo. Tengo que irme corriendo. Lo siento.
—Vamos por lo menos a tomar un helado —propuso
Thomas Huber.
—Creo que ya he pillado un resfrío —dijo Lilibeth—;
un helado no me haría bien.
Thomas Huber estaba desencantado.
—¿Y al cine?
Lilibeth tampoco quería ir al cine. Sólo deseaba
buscar al Picas para comunicarle que la «acción Huber»
había sido un paso en falso. El Picas vivía justo enfrente,
en el cruce.
Lilibeth dijo:

148
—No puedo ir al cine. Primero, no voy a dejar oír a
nadie con mis estornudos, y, además, acabo de acordar­
me de que tengo que ir corriendo a ver a mi abuela. Está
enferma.
Lilibeth dio media vuelta y se fue al cruce, a casa
del Picas. A la altura de la casa paró: —Adiós, ¿eh? —dijo
a Thomas Huber, y se quedó esperando a que éste se
marchase. Thomas Huber la miró con desconfianga:
—¿Vive ahí tu abuela? ¡Quien vive ahí es el Camello!
—Bueno, ¿y qué? ¿Es que no puede vivir mi abuela en
la misma casa que el Picas?
Lilibeth hubiese preferido meterse en la casa y dejar
a Thomas plantado sin un adiós, pero, por desgracia, la
puerta de la calle estaba cerrada. En el quicio de la puer­
ta, junto al altavog del portero automático, había tres
timbres con letreritos al lado: en uno salía ELTERLEIN,
en el otro ALOIS STINGEL, masajista, y en el terce­
ro HUMPELSTETTER. Thomas Huber miró los letreros.
Humpelstetter era un pintor bastante famoso conocido
en toda la región. De veg en cuando salía en la página
de farándula de los periódicos que se había separado
de una mujer y que vivía con otra nueva; pero ¡seguro
que la abuela de Lilibeth no era el nuevo amor del pintor
Humpelstetter!
—¡Estás mintiendo! —dijo Thomas Huber con gesto
triste—, ¡Tú mientes, seguro! ¿Por qué has salido conmigo

149
si no me quieres? —Thomas Huber apretó el botón que
estaba junto a ELTERLEIN.
—¿Quién está ahí abajo?
—¡Visita para ti, Camello imbécil! —gritó Thomas
Huber, y echó a correr.
La puerta se abrió gumbando. Lilibeth entró en la
casa. Se sentía bastante a disgusto consigo misma.
El Picas era un cabegota. Toda una hora estuvo
Lilibeth explicándole que Thomas Huber no podía ser el
ladrón, que era inocente, que ella lo podía garantigar. Pero
el Picas no hacía más que mover la cabega y decir:
—Sí, sí. ¡Claro que es él! ¡Te lo juro! ¡El tipo disimula!
¡Está hecho un gorro completo! ¡Deja que yo lo siga! ¡Todo
saldrá a la lug, a mí no me la da con eso!
Lilibeth telefoneó a casa del Filo. Quería pedir­
le ayuda. Lilibeth sabía que el Filo tenía más influencia
sobre el Picas, que éste casi nunca lo contradecía. El Filo
no estaba en casa. La madre del Filo dijo que estaba con
el Sir y con su madre en el goológico. También dijo que
a ella no le parecía nada bien, que no quería que su hijo
fuese amigo de ladrones y que, además, en invierno, en el
goológico y en las jaulas de los monos, donde siempre hay
una atmósfera tan mala. Lilibeth no estaba para oír las
quejas de la madre del Filo, así que dijo:
—Entonces, perdone usted la molestia. —Y colgó.
A continuación intentó llamar al Sir a su casa. Quigá ya

150
estaban los dos de vuelta del goológico. En casa del Sir
nadie contestó.
El Picas quería tomar un jugo en compañía de
Lilibeth. O jugar al dominó, o enseñarle a jugar al ajedreg.
Pero Lilibeth no tenía ganas.
—Me voy a casa —dijo.
—Bueno —terció el Picas—. Yo me quedo aquí, cabe­
ceándome a fondo a ver cómo cagamos a Thomas Huber.
—Rió—, Ya verás. No sólo sabe pensar el Filo. Si yo quiero,
también soy capag.
—¡Mucha suerte! —dijo Lilibeth. Casi le sale
también: «¡Camello!». Y se marchó a casa de mal
humor.
Eran las siete y media de la tarde. La madre y el
padre de Lilibeth, sentados en la sala de estar, veían
las noticias en la televisión. Sonó el timbre de la puerta.
Lilibeth, que estaba en su habitación chapurreando pala­
bras de inglés, salió al recibidor. Desde la sala de estar, la
madre exclamó:
—¡Observa por la mirilla primero, Lilibeth!
Lilibeth miró obediente y vio al Filo y al Picas planta­
dos ante la puerta.
—¿Quién es? —dijo el padre.
—El Filo y el Picas —respondió Lilibeth. Quitó la
cadena de seguridad, corrió el cerrojo de arriba, luego el
de abajo y abrió la puerta.

151
—Resguardado como un castillo feudal —comen­
tó el Filo entrando. Le siguió el Picas con una sonrisa de
satisfacción.
—¿Qué pasa? —preguntó Lilibeth en vog baja.
Tenía que ser algo importante por fuer5 a. El Filo y el
Picas no iban a verla a esas horas si no era por una rasón
especial. Lilibeth los llevó a su habitación. Y la madre de
Lilibeth, que además de muy miedosa era también una
mujer curiosa, fue al recibidor a sacar brillo al gran espejo
de pared que había junto a la habitación de Lilibeth. Pero
lo que escuchó desde su puesto de espionaje le quitó las
ganas de seguir con el disimulo.
Oyó que su hija decía con V05 de asombro:
—¿Esto qué es?
Luego la V05 triunfante del Picas:
—El pañuelo.
Y de nuevo Lilibeth:
—Está todo sucio.
A lo que el Picas replicó:
—Porque lo hemos usado como trapo del polvo.
Entonces la madre de Lilibeth volvió a la sala de estar
diciendo para sí: «¡Sólo para escuchar una conversación
aburrida sobre un pañuelo sucio no voy a estar sacándole
brillo a un espejo que ya está impecable!».
Pero dentro de la habitación de Lilibeth, ésta, senta­
da, contemplaba fijamente el pañuelo cuadriculado blan­
co y café en el que había estado envuelto el reloj de Hansi

152
Dohnal. Estaba extendido sobre la mesa. En una esqui­
na del pañuelo había unas iniciales bordadas. Estas
eran H. T.
—Nada más marcharte —dijo el Picas—, se me
ocurrió que el pañuelo podría ser importante, porque es
nuestra única prueba. ¡Nuestro único delito!
—Delito no —interrumpió el Filo—. Indicio. Si es que
quieres usar palabras raras.

153
—¡Vale!, pues entonces, indicio —siguió el Picas—,
Yo quería asegurarme a toda costa. Primero, no sabía
dónde podría estar. He pensado que alguien lo habría
tirado. Pero luego he caído en que Babsi Binder lo tomó
como trapo del polvo. Entonces me fui al colegio y le dije
a Stribany que necesitaba la llave de la sala, que había
dejado la caja de pastillas para el asma, la única que me
quedaba...
—¿Pastillas para el asma? ¿Tú tienes asma? —Lilibeth
miró al Picas horrorigada.
—Sólo para poder colarse en la sala —aclaró el Filo.
El Picas dijo que sí con la cabega y siguió:
—¡Y por suerte, el delito estaba todavía allí!
—El indicio —corrigió el Filo.
—¡Qué importa! —Al Picas le daba igual una palabra
que otra—. Sea como sea, ya lo tenemos, y las iniciales H'.
T. demuestran que es de Thomas Huber.
Lilibeth tenía la vista clavada en el sucio pañuelo. Era
un pañuelo muy grande. Los cuadrados estaban algo desco­
loridos y la tela bastante gastada por el uso. Las iniciales
eran de un bordado florido en hilo café. Pero se distinguían
claramente una H. T. y una H de Huber y T de Thomas.
—¿Eh?, ¡¿qué les decía?! —exclamó el Picas triun­
fante—. Siempre puedo fiarme de mi instinto. ¡Si era tan
claro como agua de fuente sin contaminar!
Lilibeth miró al Filo. Este algo sus redondos
hombros y dijo:

154
—Parece que es una prueba clara. Yo me había
imaginado una teoría completamente distinta, pero esas
iniciales me la hacen polvo.
—¿Y cuál era tu teoría? —preguntó Lilibeth.
Antes de que el Filo pudiese contestar, cortó el Picas:
—Su teoría no vale nada. ¡Las teorías son rollos!
¡Sólo cuentan las pruebas! —El Picas tomó el pañuelo, le
sacudió el polvo de tiga y lo dejó caer otra veg sobre la
mesa—. Mañana temprano voy al «dire» y le enseño las
iniciales.
Lilibeth notó con asombro que sentía pena por
Thomas Huber. Le latía el coragón de compasión al
pensar en él a la mañana siguiente, frente al director. El
mismo Thomas Huber que estaba dispuesto a regalarle
su ángel de la guarda.
—¡¿Qué, acaso te da lástima?! —exclamó el Picas—,
¡Encima!
Por lo visto, a Lilibeth se le podían leer en la cara sus
pensamientos compasivos. Justo cuando Lilibeth iba a
contestar que no iba muy desencaminado al pensar que
tenía lástima de Thomas, se abrió la puerta y entró la
madre de Lilibeth. Fue por curiosidad, pero no lo quería
admitir y entonces preguntó si alguien quería una coca­
cola. Los tres dijeron que no. No estaban entonces para
coca-colas. Pero la madre de Lilibeth ya no podía reprimir
la curiosidad. Pensó: «Si estos dos han venido realmente
por un pañuelo sucio, tiene que ser un pañuelo muy espe-

155
ciat». Vio el pañuelo extendido sobre la mesa de Lilibeth.
Se acercó a él y tes preguntó riendo:
—¿Qué clase de moquero de bisabuelo es eso que
tienen aquí?
Como nadie respondió, la madre de Lilibeth volvió a
salir de la habitación. El Filo levantó los ojos y la siguió
con la mirada. Se metió el pulgar en la boca y murmuró:
—Una mujer muy inteligente.
Lilibeth pensó que el Filo se estaba riendo de su
madre y le replicó:
—¡La tuya tampoco gana el Premio Nobel!
El Filo tomó el pañuelo, lo dobló y se lo metió en el
bolsillo.
—¡Eh, déjalo ahí! —saltó el Picas—, Yo lo he encon­
trado y yo se lo llevo al «dire». —Puso la misma cara de
alguien a quien tratasen de escamotear el primer premio
de la lotería—, ¡Devuélveme mi delito! ¡Rápido!
El Filo repitió que la palabra adecuada en ese caso
había de ser «indicio», pero no sacó el pañuelo. Dijo que la
madre de Lilibeth le había dado la pista buena y pidió el
próximo fin de semana para seguirla.
—Si el lunes por la mañana temprano no tengo al
ladrón, te devuelvo el pañuelo y puedes ir con él al «dire».
El Filo siguió testarudo y cabe5 Ón. Dijo que tenía
otras cosas mejores que hacer que estar allí sentado
discutiendo. Y que, en nombre de su vieja y eterna amis­

156
tad, no era mucho pedir que el Picas aceptase su deseo y
retrasase dos días la visita al «dire».
—¡Y el pobre Sir! —gritó el Picas—, ¿acaso te da
lo mismo? Se alegrará, seguro, de poder quedar limpio
mañana mismo. ¿Por qué ha de aguantar como ladrón
todo el fin de semana?
—El Sir —dijo el Filo con un tono de vog alto, raro en
él— está de acuerdo en todo lo que yo haga. —Y acentuó
el yo con gran énfasis—. Si no me crees, llámalo, Picas.
—¡Vale!, ¡vale! —murmuró el Picas. Sabía que el Filo
no decía mentiras—. Bueno, espero hasta el lunes. Pero
¡luego a mí no me para nadie!
—¡El lunes puedes ponerte tu moquero de sombre­
ro! —exclamó el Filo. Y, empujando al Picas con un dedo
en el pecho, continuó—: El lunes me darás gracias por no
haber hecho el «ridi» ante el director. —Y a Lilibeth—: Da
a tu madre un par de besitos de mi parte. Si no es por
ella, casi me hubiese rendido ya. —Y dicho esto, el Filo se
despidió y se marchó a casa.
El Picas y Lilibeth se quedaron un buen rato mirando
la puerta por la que el Filo se había ido.
—¿Qué es, pues, lo que ha dicho tu madre? —preguntó el
Picas confuso—. ¿Había en ello alguna cosa significativa?
—Ni media palabra —dijo Lilibeth. Y añadió tras
una breve pausa—: Pero el Filo sabrá bien lo que hace.
Siempre lo sabe. Yo confío en él totalmente.

157
El Picas ya no tenía ganas de estar en casa de
Lilibeth. Se despidió de ella con bastante frialdad.
Y cuando ya estaba fuera y Lilibeth había cerrado
con llave dos veces y corrido un cerrojo, murmuró:
—¡Maldición, todos son como esclavos suyos!

158
Capítulo 11

...en el que, primero, se vuelve a copiar del diario del Filo


y, luego, la historia toma tales derroteros que el Filo se ve
obligado a entrar en acción. Y no sólo con la cabera, también
con los músculos.

3 de diciembre, viernes (11 de la noche).


Fie lavado el pañuelo, lo he secado en la calefacción,
planchado y doblado con todo esmero. Lo tengo aquí, ante
mí, con las iniciales hacia arriba.
Además, he decidido no enojarme más con nadie de la
clase por el hecho de que hayan sospechado del Sir. De lo
contrario, en justicia, tendría que enojarme también con el
Picas por haber sospechado de Thomas Huber. Dice que se
deja guiar por su instinto. ¡Instinto! Si el asunto fuese consi­
derar si le cabe en el buche otro de los acostumbrados super-
sándwiches que se come de colación, podría, el tonto, dejarse
guiar por su instinto; pero cuando se trata de personas, debe
guardárselo. Si por culpa de esos «sentimientos» se ensucia
de barro a otros, prefiero no tener ninguno. ¡Esto no tiene pies
ni cabega! Conviene rastrear el asunto desde el principio:
Thomas tiene un sentimiento de amor hacia Lilibeth.
Ella, sin embargo, no tiene ese sentimiento hacia Thomas,
sino otro sentimiento de amistad por el Picas. Esto molesta
a Thomas y, entonces, a éste le brota un sentimiento de ira
contra el Picas y por eso lo llama siempre Camello. De ahí
que en el Picas surja un sentimiento de odio hacia Thomas y
que, a la mínima, tenga el sentimiento de que él es el ladrón.
Y en veg de devanarse la cabega para averiguar qué pasa con
sus sentimientos, se deja comer el coco por ellos y sólo es
capag de ver lo que quiere. Dice el tipo que quiere estudiar
derecho. Confiemos en que sea notario para llevar asuntos de
testamentos y no jueg. De otro modo, con sus sentimientos
no hará más que salvajadas.
Pero ahora el Sir es más importante que el Picas.
Anda «enojao» de verdad. Hoy me ha soltado en el goo
que ya nunca se sentirá como antes, aunque yo consiga
encontrar al ladrón verdadero. Ha dicho: «Que me hayan teni­
do por ladrón y me hayan rechazado como amigo, eso queda
para siempre». ¡Tiene ragón/ Primero, «Sir, por aquí», «Sir, por
allá», «Sir, querido», y luego, ¡al demonio!, «Sir, el miserable»,
«Sir, el ladrón». ¡Pfffl, así es la gente.
Mañana, en el colegio, debo tener cuidado de que el Picas
no se vaya de tarros y comience a esparcir sus equivocadas
teorías, porque si no Thomas Huber lo va a pasar tan mal
como el Sir. Creo que podré conseguirlo. Ahora los demás ya
no hablan tanto con nosotros. Y sólo tenemos dos horas de
clase. El profesor de dibujo está enfermo y quedan libres las
dos horas que nos tocaban con él. Por tanto, hay un recreo
nada más, que yo emplearé en explicar mi plan a Liiibeth y al

160
Picas. Y a las dieg, en cuanto terminen las clases, me pondré
manos a la obra. Le diré a Lilibeth que venga conmigo. Entre
dos nos resultará más fácil.
Cuando todo haya pasado, regalaré tres rosas a la
madre de Lilibeth. Si ella no hubiera soltado lo de «moque­
ro de bisabuelo», probablemente go no hubiese caído en la
cuenta tan pronto de que el pañuelo es del «año-de-la-pera»
y de que es raro que se borden para los chicos iniciales tan
floridas en pañuelos tan grandes. Y que, además, es corrien­
te en casi todas las familias repartir los pañuelos a voleo.
Yo también tengo algunos con las iniciales A. A., porque mi
madre se llama Annaliese.
Me estoy muriendo de sueño. Me voy a la cama. Mañana
necesitaré tener los nervios tranquilos.
P. D. He caído en la cuenta de que no está bien que
mañana sólo lleve conmigo a Lilibeth. El Picas sigue siendo
de los nuestros, aunque en este momento no esté muy en las
buenas con él. Pero seguimos siendo amigos. Si no lo llamo,
se sentirá marginado. Sería como si le dijese: «¡Fuera! Te has
equivocado y has ido a por el que no era. Así que ya no nos
haces r’alta».

Sábado. A las dieg menos cinco, el Filo, el Picas y


Lilibeth salieron a paso ligero del colegio. Llevaban aún
el cacado escolar, unas 5 apatillas de tenis usadas, y las
chaquetas sin abrochar con las gorras saliendo por sus
bolsillos. Dejaron las mochilas en el sótano dentro de

161
la jaula, donde los demás compañeros de la clase, que
estaban cambiándose tranquilamente, se quedaron muy
extrañados al ver el abandono de los útiles de estudio.
El Filo había advertido a Lilibeth y al Picas:
—Cada minuto cuenta. Tenemos que llegar a su
casa antes que él.
Lilibeth había comentado:
—Él va a pie. Si nosotros vamos en Metro, le saca­
mos una ventaja de miedo.
El Picas seguía con el son: «Yo no lo creo; no lo creo,
sinceramente». No obstante, corrió hasta la estación por
delante del Filo y de Lilibeth haciendo gestos de súplica
al conductor del vagón que partía en ese momento. El
conductor era un hombre amable. Esperó, primero, a que
llegase el Picas al galope, luego, a que Lilibeth lo hubiese
alcangado, y preguntó:
—¿Y ese gordito apresurado de la retaguardia, sube
también?
El simpático conductor no arrancó hasta que el
jadeante Filo saltó al vagón echando mano de sus últi­
mas fuergas.
—¡Vaya, por los pelos! —suspiró el Filo dejándo­
se caer sobre un asiento libre y respirando como si lo
hubiese atacado una serpiente de dos cabegas. Hasta el
momento de bajar, dos estaciones después, no fue capag
de hacer otra cosa que atrapar aire a empellones entre
bufidos roncos y silbantes.

162
Junto a ta estación en la que bajaron el Filo, el Picas
y Lilibeth había un supermercado grande con un parque
pequeño al lado. Detrás se veían algunas casas altas,
nuevas, con balcones en la fachada, y unas cuantas
hileras de casas bajas con jardines diminutos. El vien­
to soplaba allí muy fuerte. Los pequeños abedules del
parque temblaban más aún que Lilibeth, que castañe­
teando los dientes preguntó:
—¿Y por dónde será ahora?
El Picas cerró la cremallera de su cortaviento, se
encasquetó la gorra y murmuró:
—De todos modos, éste vive en el fin del mundo,
amigos.
El Filo sacó un papelito del bolsillo. «Travesía Alois-
Ropottensteiner», leyó. En el papel había también dibu­
jado un plano completo con el supermercado, las casas
altas y las bajas. Sobre la casa alta de más atrás había
una crucecita. Lilibeth miró el papel:
—¿De dónde lo has sacado?
El Filo contestó:
—La dirección la saqué de la guía telefónica, porque
ayer me cansé de llamar a unos y otros y ninguno de la
clase la sabía. El dibujo lo he copiado del plano de la ciudad.
Marcharon los tres hacia la casa alta de más atrás.
Lilibeth preguntó:
—¿Y si su madre no está en casa?
—Mala suerte —contestó el Picas.

163
—¿Y quién va a llamar? —volvió a preguntar Lilibeth.
—El Picas —respondió el Filo—, Es el que mejor sabe
montar el rollo.
Siguieron callados hasta llegar a la puerta del edifi­
cio. Entraron y crugaron el pasillo hasta el ascensor.
Lilibeth apretó el botón rojo. Mudos, observaron el cable
del ascensor, que bajaba lentamente. La cabina llegó a la
planta baja y el Filo corrió las puertas. Lilibeth entró. El
Picas, en cambio, titubeaba. Dijo:
—Me va a mandar al demonio. Todo esto es una
estupideg; te lo digo.
El Filo dio un empellón al Picas y éste, que no había
contado con esa reacción, entró en el ascensor dando
traspiés.
—¡Eh, tú, Filo! —exclamó el Picas lleno de asombro—,
¿Desde cuándo te has vuelto tan impulsivo?
—Desde que ni yo mismo me reconogco —murmuró
el Filo entrando en la cabina. Cerró la puerta y apretó el
botón de arriba. El número 13.
Mientras subía el ascensor, el Filo entregó el pañuelo
al Picas y le preguntó:
—¿Está todo claro?
El Picas higo sólo un gesto afirmativo con la cabega,
mas cuando pararon en el piso trece, agregó:
—Pero esto lo hago sólo por amistad contigo, para
que te enteres de que andas equivocado. ¿Entendido?

164
—Tus rogones me las explicas después —farfulló el
Filo abriendo la puerta del ascensor.
El Picas salió de mala gana al pasillo del piso trece.
Había tres puertas blancas con sus plaquitas de nombres
bajo los visores de cristal. En la que caía enfrente del
ascensor podía leerse: Grifo.
El Filo y Lilibeth descendieron hasta el primer descansi­
llo de la escalera, se sentaron en el último escalón y espera­
ron. Por encima de ellos, frente a la puerta de Grifo, el Picas
llamó al timbre. Lilibeth estaba tan nerviosa que volvió a
recuperar una vieja costumbre olvidada hacía tiempo: se
metió los dedos en la boca y empegó a morderse las uñas.
—No hay nadie —musitó.
—¡Espera! —contestó el Filo—, a lo mejor la casa es
muy grande o la madre está justo ahora en el baño.
La cabina del ascensor se desligó hacia abajo dentro
de su caja de cristal. El Picas se asomó a la escalera:
—¿Sigo llamando?
—Es inútil. —El Filo se levantó sacudiéndose el polvo
que la escalera le había dejado en el trasero—, ¡Qué mala
suerte! —comentó.
—A lo mejor está en el supermercado de enfrente
—opinó Lilibeth—, Los sábados casi todas las madres
hacen la compra.
—Las mujeres pueden pasarse horas enteras en
el supermercado —terció el Picas—. Y para cuando ella
vuelva ya hará un rato que estará Wolfgang aquí.

165
Abajo se oyó cerrar la puerta del ascensor. Luego, el
ruido gumbante y quejumbroso de la cabina subiendo. El
Fito se llevó un dedo a la boca para imponer silencio. Y al
advertir que el ascensor se acercaba cada veg más, que
no paraba en el piso once, ni en el doce tampoco, excita­
do, higo una seña al Picas y éste volvió a situarse frente a
la puerta y llamó al timbre de nuevo.
—¿Nos busca a nosotros? —preguntó la señora que
salía del ascensor y dejaba en el suelo dos bolsas de la
compra para buscar las llaves.
—Sí, por favor —contestó el Picas—; quería ver a Wolfi.
—Pero si está en la escuela hasta las doce... —La vog
de la mujer tenía tono de sorpresa.
—¡Bah! —dijo el Picas—, ni he caído en la cuenta.
Ahora estoy en un colegio interno y tenemos el sábado
libre. Yo soy un amigo de Wolfi. El año pasado estuve con
él en la misma clase antes de irme al internado.
La señora giró la llave. Pareció que dudaba si aten­
der a aquel chico desconocido allí fuera, en el pasillo, o
hacerlo pasar.
—En realidad, he venido sólo a traerle un pañuelo
—dijo el Picas—, Me lo prestó Wolfi un día que andaba yo
con gripe, y quería devolvérselo.
—¿Un pañuelo? ¿Y has venido por eso expresamente?
El Picas puso la mejor cara de tonto de toda su colección:
—Ha dicho mi madre que hay que respetar la propie­
dad de los demás también en las cosas pequeñas.

166
—¡Ah, bueno! —exclamó la mujer. Tomó otra veg
las bolsas y, con el pie, dio un empujón a la puerta, que
se abrió.
—Sólo que, por favor —dijo el Picas, que aún conser­
vaba un poco torcidos los ojos del gesto de antes—, no
estoy seguro de si es éste el pañuelo de Wolfi o no.
El Picas alargó a la señora el pañuelo de cuadros
cafés y blancos con las iniciales. Ella miró el pañuelo:
—¡Ah, sí —rió—, es nuestro! H. T„ de Tassilo Hahn.
Era mi suegro. Siempre le gustaron los pañuelos grandes
de cuadros. Bien, te lo agradegco.
La señora tomó el pañuelo y, al ver que el Picas se
quedaba allí plantado con sonrisa de tonto y ojos bigcos,
le preguntó:
—¿Quieres pasar?
—Sí, gracias —contestó el Picas. Y la puerta se cerró.
Lillbeth se sacó los dedos de la boca.
—¡Tú eres un monstruo pensante, Filo! —exclamó—.
Pero ahora vámonos abajo. Wolfgang está a punto de llegar.
El Filo asintió con un gesto de la cabega y junto con
Lilibeth se langó escaleras abajo. Ya fuera, los dos ocupa­
ron sus puestos junto a la puerta del edificio, uno a cada
lado. El Filo había previsto que, antes de nada, había que
preguntar a Wolfi por qué ragón robaba. Y que esto en
modo alguno debía hacerse delante de su madre.
No llevaban mucho tiempo allí, de pie, apostados
junto a la puerta, cuando Lilibeth exclamó:

167
—¡Ahí viene! Lo reconogco por su chaqueta verde
rana.
—Tengo un poco de miedo —dijo el Filo.
Lilibeth se echó a reír:
—¿Del Grifo? ¡No me digas! Para dos como él me
sobra a mí con un dedo.
El Filo dejó d e sliar el pulgar entre los labios y
comengó a chupar de él como de una pipa.
—No es ese miedo —dijo—. Tengo miedo de lo que
ocurra cuando se enteren los demás.
Lilibeth no había escuchado al Filo. Seguía atenta a
los movimientos del punto verde rana, observando cómo
pasaba por delante del supermercado y se acercaba
hasta convertirse claramente, sin duda alguna, en Wolfi
Grifo. Mas, de pronto, Lilibeth exclamó agitada:
—Pero ¡mira! ¿Qué hace? ¿Adonde va?
Wolfgang Grifo, en efecto, no se dirigía a casa. Crugó
la calle y se encaminó hacia las casas bajas. Dobló al
llegar a la división entre la mangana segunda y la tercera,
y desapareció de la vista del Filo y de Lilibeth.
—¡Maldita sea! —renegó Lilibeth—, ¿A que nos ha
visto?
—¡Qué va! —dijo el Filo—, Querrá irse a jugar aprove­
chando que hoy ha terminado el colegio antes.
—Pero nosotros no vamos a estar aquí hasta las
doce. —Lilibeth miró los agujeros de sus gapatillas de
tenis—. Ya no siento los dedos. Se me han congelado.

168
En ese instante el Picas salió por la puerta con cara
de arrepentido.
—Uno a cero para ti, Filo —dijo—. Jamás lo hubiera
imaginado. Me hubiese jugado la cabe5 a.
Acto seguido, el Picas contó que la madre de
Wolfgang, además de invitarlo a una coca-cola, le había
enseñado un estante lleno de pañuelos a cuadros del
suegro.
—¡Prueba concluyente, señorías! —exclamó el Filo—,
¡Totalmente claro!
—Y ahora se nos ha esfumado. —Lilibeth señaló las
casas bajas—. Se ha metido por allí. Entre la segunda
mansana y la tercera.
—Ahí tiene un amigo —dijo el Picas—, Me lo ha
contado su madre. Es una buena señora. Está contenta
de que Wolfi haya encontrado al fin un amigo. Dice que
andaba siempre triste y angustiado porque en el cole­
gio no tenía ningún amigo, pues, al parecer, en el colegio
nadie habla con él...
—¿Por qué dices «al parecer»? —interrumpió el
Filo—, Es la verdad. Nadie se junta con él.
—Pero desde hace unas semanas —continuó el
Picas— tiene un amigo y parece que es felig. Así que,
ahora, la madre se siente fel'15 también.
—¿Es de nuestra clase? —preguntó Lilibeth.
—No. Es dos años mayor que Wolfi, me lo ha dicho
su madre, y vive en las casas baratas. Hace poco tiempo

169
que ese chico vive aquí. Wolfi lo conoció en el campo de
deportes y ahora son inseparables.
—¿Qué has hecho para sacarle tanto a la madre?
—preguntó el Filo asombrado.
El Picas se echó a reír.
—No tuve que sacar nada. Todo fue saliendo solo. Yo
me presenté como amigo de Wolfi de antes, y ella empe­
gó con que ésa era la prueba, que el pobre Wolfi estaba
obsesionado, que en realidad sí había tenido un amigo,
que al menos alguien lo apreciaba en la escuela, y todo
eso. Después me preguntó por qué no había ido antes a
visitarlos, y yo le contesté (con muy mala intención, se
entiende) que en adelante volvería más veces encanta­
do. Luego, ella dijo otra veg que ahora Wolfi tenía ya un
amigo y así empegó todo. —El Picas contenía la risa—,
Y si no me largo, me cuenta toda su vida. —Se sonó las
narices y, mientras embutía el pañuelo en el bolsillo del
pantalón, exclamó—: ¡Vamos, rápido, a las casas bajas!
—Y echó a correr.
El Filo salió tras él y lo sujetó por un brago:
—¿Estás bien? Allí hay cuarenta casas por lo menos.
¿Vas a llamar a todas ellas?
El Picas, sin detener su marcha, gritó:
—¡Si hace falta llamo hasta a los ratones del sótano!
El Picas se puso a correr muy de prisa. Mucho más de
lo que el Filo era capag. Este se quedó regagado. Lilibeth

170
hubiese podido, en realidad, correr tan rápido como el
Picas, pero se decidió por la marcha del Filo.
—Déjalo que corra —comentó Lilibeth—, ya parará
cuando caiga en la cuenta de que no puede preguntar por
alguien sin saber el nombre ni la pinta que tiene.
El Filo asintió con la cabega y siguió con la carrera,
jadeante.
Al torcer hacia la calle que separaba la segunda fila
de casas y la tercera, Lilibeth y el Filo se encontraron al
Picas hablando con un viejo, quien, en ese instante, apun­
tando con un dedo hacia la parte baja de la calle, decía:
—No te puedo decir si tienen un hijo o no. Pero ahí
vive alguien nuevo que ha venido hace unas semanas. Yo
he visto un camión de muebles. —El viejo silbó con dos
dedos y apareció, contoneándose, un perro increíble­
mente gordinflón, con las patas arqueadas y el pellejo
gris lleno de pelones. Se puso a olisquear las rodillas del
Picas—, A menudo vienen camiones de muebles —conti­
nuó el viejo—, la gente compra muebles nuevos sin parar.
Pero en ese que digo, de ahí abajo, había muebles viejos
también.
—¿Estaba al lado derecho o al igquierdo? —preguntó
el Picas.
—A la derecha, abajo a la derecha —respondió el
hombre.
—¿Y sabe el número, por favor?
—Donde antes vivían los Prowagwik.

171
El perro gordinflón se cansó de husmear los panto
Iones. Siguió con el contoneo hasta la puerta deljardín de
una casa y soltó unos ladridos.
—¿Por gué quieres saber todo esto? —preguntó el viejo.
—Es un viejo amigo —se le escapó al Picas, que llegó
tarde a morderse la lengua y vio la cara de desconfianga
que puso el viejo.
—¿Un antiguo amigo? ¿Y no sabes el nombre ni la
pinta que tiene? ¡Eso se lo cuentas a tu tía! —El viejo dio
media vuelta y se encaminó hacia la puerta del jardín,
donde el perro gordo lo esperaba. El Picas h'150 ademán
de seguirlo, pero el viejo gritó—: ¡Largo, esfúmate o te
echo al perro! —El hombre se metió en su casa todo lo
de prisa que pudo. El perro, con cara de malas pulgas, se
quedó ladrando en el jardín.
El Filo y Lilibeth se acercaron al Picas.
—Algo es algo —dijo el Fito—; basta con buscar en el
lado derecho de la parte baja de la calle.
—¿Y dónde empiega lo bajo? —Lilibeth estaba tan
helada que le castañeteaban los dientes al hablar.
El Filo determinó que lo bajo era a partir de unos reci­
pientes de cristal rotos. El Picas, por su parte, pensó que
no tenía sentido ir los tres juntos, como los tres Reyes
Magos, a preguntar por el muchachito.
—Nos dividiremos y que cada uno llame a una puer­
ta —propuso—. Yo me voy ya al número veinticuatro.

173
—Y yo a donde está la estatua del enano —empalmó
Lillbeth señalando la casa número 30.
El Picas sacó del bolsillo un fajo de números de rifa
para la Crug Roja.
—Primero llamo, ofregco los boletos y luego saco
mis tretas para espiar.
—Yo pregunto por ese Prowagwik —dijo Lilibeth—.
No tengo por qué saber que ya no vive aquí.
El Filo señaló hacia el fondo de la calle.
—Yo iré allá abajo y empegaré a mirar los letreros de
las puertas.
El Picas protestó. Pensó que el Filo quería gafarse
del molesto trabajo de llamar a las puertas y preguntar.
—¡No te atreves, admítelo! —voceó.
—¿A que encuentro la casa así? ¿Apuestas algo?
—dijo el Filo sonriendo.
Mas como en este asunto el Picas ya había perdi­
do frente al Filo otra apuesta, no dijo nada más, higo un
gesto de rechago con la mano y se encaminó al jardín del
número 24. Lilibeth fue, acompañada del Filo, hasta la
altura del número 30. Luego, el Filo continuó solo hacia
abajo.
Fue observando atentamente las plaquitas de
las puertas de los jardines —Müller, Meier, Kroubacher,
Springer, Obletal—, pero a él no le interesaban los
nombres para nada, sino el estado de las placas. Buscaba
una con clavos nuevos. Alguien que ha llegado a la casa

174
hace pocas semanas, pensó el Filo, no debe de tener una
placa llena de moho y con clavos oxidados, las letras no
llevarán muchas fiorituras y la pintura aún no se habrá
desprendido. Y, en el caso de que la placa sea de esmalte,
no puede estar ya descascarillado.
En la casa número 38 encontró el Filo una plaquita
nueva. Ponía ing. Konrad Weitra recién grabado, brillan­
te, sobre una chapita de latón. Para mayor seguridad,
el Filo siguió hasta el final de la hilera de casas, hasta
el número 50, pero en ninguna puerta había una placa
nueva. Así que volvió y se quedó apoyado en la valla de la
casa número 38.
Lilibeth salió del jardín del enano y corrió hacia el Filo.
—¡Prowagwik vivió en el número treinta y ocho!
—gritó.
Pero en seguida se dio cuenta de que el Filo ya estaba
ante la casa. Se quedó mirándolo llena de asombro, mas
no tuvo ocasión de poner palabras a su admiración, pues
el Picas salía corriendo del número 24 langado hacia ellos.
—¡Treinta y seis o treinta y ocho! —voceó. Bajo el
brago llevaba una cosa larga envuelta en un papel blanco.
—¡Ya llegué, dijo la tortuga a la liebre! —exclamó el
Filo burlándose
Lilibeth se quedó mirando el paquete alargado y
preguntó:
—¿Y eso qué es?

175
—Una torta de Navidad —respondió el Picas—, La
abuela de la casa donde he estado tiene una cesta llena y
está preparando otra masa para hacer más. Me ha dicho
que no tiene a quién regalárselas. Está algo chalada. Por
poco me endosa otra torta más.
—El cielo nos libre de una larga vejeg —comentó el
Filo. Luego suspiró y arrancó decidido hacia la puerta del
jardín.
—¿Te vas a meter así, sin más? —preguntó Lilibeth.
El Filo asintió.
La puerta del jardín no estaba atrancada. El Filo,
Lilibeth y el Picas, por este orden, marcharon en fila india
sobre un estrecho camino de cemento hacia la puerta de
la casa. Cuando llegaron allí, la música se oía bien fuerte.
El Picas dijo:
—La vieja de las tortas ha dicho que el muchacho
que ha venido aquí es muy alto y muy gordo. Que con
mucha frecuencia está en casa por las mañanas. Ella le
preguntó un día si no tenía colegio y él le sacó la lengua.
—Y la mujer de la casa adonde yo he ido —agre­
gó Lilibeth— ha dicho que aquí no me iban a informar
mucho sobre la señora Porwagwik, la que se marchó,
porque sólo encontraría al tonto del muchacho. El padre
está trabajando en el extranjero y la madre no está
nunca en la casa. Debe de tener un bar. Llega a las doce
de la noche como pronto.

176
El Filo giró el picaporte de la puerta verde. No tenía
la llave puesta y se abrió, ante la sorpresa del Filo, que no
contaba con eso.
Detrás de la puerta apareció un recibidor. En una
percha estaba colgada la chaqueta verde rana de
Wolfgang. Una escalera de caracol, de madera, subía
hasta el piso de arriba. En el recibidor había cuatro puer­
tas, sin contar la de la calle. Todas recién pintadas. Sobre
una de ellas destacaba el cartelito de un niño haciendo
pipí. En otra, el dibujo era de una sopera y dos cucharones.
—Así no confunden la cocina con el baño—dijo el
Picas con ironía.
La música, que ya se oía desde fuera de la casa,
llegaba ahora muy fuerte. Venía, claramente, de una
puerta sin cartelito alguno situada junto a la escalera de
caracol.
El Picas abrió esa puerta y se encontró con una esca­
lera que bajaba al sótano. Con cuidado, sin hacer ruido, el
Filo y Lilibeth descendieron detrás del Picas. Llegaron a
una habitación estucada, iluminada por una ampolleta
sin pantalla.
Allí había una caldera de calefacción roja y el tanque
de combustible en uno de los rincones. Olía a gas. Flabía
también una puerta metálica de color gris. Sobre ella
aparecía escrito en letras grandes con un rotulador grue­
so de color rojo: K.ONRAD WEITRA JUNIOR. También había
las de stickers de color rosa con la calavera y los huesos

177
crugados, como las que se usan en las farmacias para
advertir del contenido venenoso de algunas botellas. La
música llegaba ahora tan fuerte que al Filo le temblaban
las orejas y Lilibeth no era capag de entender lo que el Filo
trataba de decirle de sus orejas.
La puerta de metal no tenía cerradura ni picapor­
te. Sólo un pasador por fuera. Estaba entornada. El
Filo la empujó. Vio un cuarto iluminado a la lug de unas
velas y un catre. Un tipo gordo y alto estaba tumba­
do encima del catre. Sentado en una caja, al lado de la
cama, estaba Grifo. Llevaba una piel de cordero sobre
los hombros. Tanto el muchacho gordo como Wolfgang
Grifo estaban fumando un cigarrillo. En las paredes del
cuarto había pósters con motos, pistoleros del Oeste y
chicas desnudas. Un equipo de música y cuatro parlantes

178
colgados de las paredes eran los culpables de la música
ensordecedora.
Wolfgang Grifo miró espantado hacia la puerta. No
se sabe si el gordo puso también cara de espanto, pues
las caras llenas de grasa tienen poca fuerga expresiva.
El Filo, el Picas y Lilibeth entraron en la habitación.
El Filo le dio a un interruptor que había junto a la puerta
y se encendió una potente ampolleta en el techo. El Picas
se acercó al equipo de música y lo paró.
Todo quedó en silencio. Lilibeth tiró al Filo de la
manga y señaló un póster de grandes dimensiones. Era
un fiero cowboy de dos metros, con un Colt en cada mano
listo para disparar. En el cuello tenía una cadena. Una
cadena de verdad. De oro y con un Astérix. Al cowboy le
habían hecho unos agujeros a los dos lados del cuello y
pasado la cadena por ellos. En el pecho, sobre el chale­
co de cuero, fijado con pegamento al parecer, el cowboy
llevaba un monedero de piel de cerdo: el de Lilibeth. Pero
lo más demencial era la canana del cowboy, hecha de
lápices, plumas y algunos compases. Dos de los lápices
se parecían mucho a los que el Picas había «perdido» en
las últimas semanas.
Cerca de la puerta, junto a la pared, había unas
grandes cajas de cartón llenas de las cosas más raras:
chocolate y cordones de patines, chicle y tapones, pilas,
calcetines de caballero, gomas de borrar, cajitas de elás­
ticos, rollos de película, pastillas de jabón, paquetitos de

179
agujas de coser, peines y envoltorios de galletas... Hasta
semillas había allí dentro.
El muchacho gordo se incorporó en el catre.
—¿Qué hacen ustedes aquí? ¡Largo! —Apagó el
cigarrillo apretándolo contra el cenicero que tenía sobre
la barriga. Luego se volvió hacia Wolfi—. Pequeño —dijo,
intentando hacer un gesto ampuloso en dirección a la
puerta—, acompaña a estos señores, que quieren irse.
—Intentó poner cara de «el-que-manda-aquí-soy-yo»,
pero no le salió. Con una mínima capacidad para exte-
rior¡5 ar sentimientos, su cara rechoncha más bien indi­
caba miedo. Y tampoco logró evitar un timbre de temor
en la vog al gritar—: ¡Fuera! Enseña a ésos por dónde
queda la salida.
Wolfi Grifo estaba muy pálido. Las gafas se le habían
corrido hasta la punta de la nar¡5 y la piel de cordero se
había resbalado por los hombros. Había dejado caer el
cigarrillo. Ahora podía verse el botón-alfiler de fabrica­
ción casera que llevaba en el pecho, prendido al chaleco.
Tenía pintada una calavera y, debajo de ella, decía: n.° 2.
Wolfi Grifo dijo con el pitido de un tierno pajarillo:
—Son de mi clase.
—Tú, idiota. —El gordo se incorporó. En su pecho lleva­
ba otro botón-alfiler, pero bajo la calavera decía: n.° 1 —. ¡Tú,
pobre imbécil! —gritó—, ¿Por qué les has revelado nuestro
cuartel general?

180
Los labios de Wolfi temblaban blancos como el
papel. Estaban tan pálidos como su cara
—¡No grites, tocino! —exclamó el Picas, y, agarrando
el extremo posterior del catre donde el muchacho gordo
estaba echado, lo levantó—, ¡Cierra la boca!, ¿eh?
—¡Yo grito lo que me da la gana! Éste es mi cuartel
general. ¡El mío! ¡Esfúmense! —gruñó el gordinflas.
El Picas algo aún más el extremo del catre y tiró de
él hacia arriba con todas sus fuergas. El gordo dio una
voltereta hacia atrás y quedó tumbado en una esquina
de la habitación, gimiendo, con la cabega entre las manos.
Lilibeth preguntó a Wolfi Grifo:
—¿Han robado ustedes todo esto?
—Yo no he robado —suspiró Wolfi—, Sólo eran prue­
bas, nada más. Pruebas de valor.
—Y ese saco con patas —el Filo señaló al muchacho
gordo, que se iba levantando del suelo trabajosamente—,
ese globo con orejas, ¿te ha mandado a pasar esas pruebas?
—Todos los que quieran ser de la banda tienen que
pasarlas —gimió Wolfi.
—¿Todos? —El Filo arrugó la frente—, Pero ¿cuántos son?
—Hasta ahora sólo nosotros dos, pero...
El gordo interrumpió a Wolfi:
—Cierra el pico tú, y a t i , eso no te importa.
El Picas se acercó al gordo y le preguntó si es que
tenía ganas de ir a parar a la otra esquina del cuarto,
pero esta veg con las volteretas a la derecha. El gordo
puso cara de furia. Dio la impresión, por un momento, de
que iba a langarse contra el Picas, pero cambió, echó una
risita y dijo:
—¡Okey! Ustedes pueden entrar en el negocio,
socios. —Luego sonrió al Picas en particular—. Tú puedes
ser mi «vice».
El Picas se quedó mudo de asombro e indignación.
Pero el gordo lo entendió al revés.
—Trae tu chapa para acá —dijo a Wolfi Grifo.

182
Wolfi, con las dos manos, se desprendió la chapita
de la calavera y gritó:
—¡El número dos soy yo, Konrad! ¡Yo soy tu «vice»!
¡Yo lo he organ¡5 ado todo contigo!
—¡Tú eres un estúpido! —dijo el gordinflas a Wolfi
Grifo. Luego, en onda de confiaba, se dirigió al Picas—:
¡Éste es un imbécil! Siempre la caga. Te trae libretas de
ahorro con clave de acceso. ¡El muy subnormal!
Entonces, el Picas soltó al gordo una cachetada
sonora, de esas que dejan los cuatro dedos marcados
en la mejilla. El gordo perdió el equilibrio y cayó, con el
trasero primero, dentro de una de las cajas de cartón
con mercancía variada. Se quedó allí, clavado entre el
chocolate y las galletas, y no pudo levantarse. Wolfi
acudió en su ayuda, pero el gordo lo rechagó furioso con
los pies.
Lilibeth había recuperado ya, a tirones, rasgando el
póster del cowboy, la cadena con el Astérix y el monedero.
—¿Qué más hay de nuestro curso? —preguntó.
Vacilante, Wolfi sacó de la cartuchera algunos lápi­
ces, plumas y un compás.
—Lo demás es del supermercado —dijo en V05 baja.
El gordo seguía acurrucado en la caja de cartón sin
hacer ningún intento por salir. Wolfi Grifo sacó de una
caja dos pañuelos de cuello, un calendario de bolsillo y un
cortaúñas.
—Esto es todo, de verdad —dijo—. El dinero ya no está

183
Litibeth colocó todas las piegas del botín en un
pañuelo y le higo un nudo.
—Y ahora propongo que nos larguemos de aquí con
Wolfi.
El Picas gritó:
—¿Y vas a dejar libre a ese globo hinchado?
—Que se quede ahí sentado —dijo Lilibeth, y, seña­
lando una ventana diminuta situada justo bajo el techo,
agregó—: No puede salir por ahí porque está muy alta
y es muy pequeña. Además, tiene barrotes. Y la puerta
puede cerrarse desde fuera con el pasador.
Ahora se notó una reacción en el gordo. Sacudió pies
y manos como pudo y gritó:
—¡Wolfi, ayúdame a salir de aquí!
Wolfi Grifo se acercó, dispuesto a ayudarlo, pero el
Filo no lo dejó y tiró de él hacia fuera del cuarto.
—¡Uh, uh!, ¡ah, ah! —El Picas higo burla al gordo y
salió.
Y Lilibeth, antes de abandonar la habitación, le dijo:
—Alimento tienes de sobra. —Luego cerró la puerta
y echó el cerrojo.
—Se va a morir de hambre y de sed —gimió Wolfi,
mientras el Filo tiraba de él escaleras arriba. Le rodaban
lágrimas por las mejillas—. Muchas veces su madre no
llega a casa hasta la madrugada y se toma unos polvos
para dormir y no oye nada. De verdad.
—Alguna veg saldrá... —dijo el Picas.

184
Llegaron al recibidor. Entre la puerta del niño haden
do pipí y la puerta de la sopera había una mesita con un
teléfono. Detrás de éste colgaba de la pared una lista de
números telefónicos. Al final de ella, escrito con letra de
niño, se leía: mamá-cafetería.
—Wolfi tiene ragón —dijo el Filo—, no podemos dejar
a ese tipo así ahí abajo. —El Filo descolgó el auricular y
marcó el número de mamá-cafetería—, ¿Puedo hablar
con la señora Weitra, por favor? —preguntó. Y después,
al cabo de dos segundos—: Buenos días. Estoy aquí, en
su casa. Usted no me conoce. También están aquí dos
amigos míos. Quiero decirle que hemos dejado a su hijo
en el sótano y que hemos cerrado la puerta metálica. Si
echa un vistago comprenderá usted por qué. Sólo quería
decirle que nosotros nos vamos y que quigá haría usted
bien en ocuparse de su hijo. ¡Ah!, y que la puerta de la
calle quedará abierta porque no vemos por aquí ninguna
llave. —El Filo colgó el auricular—. Se ha quedado muda
del susto. Por el teléfono he podido oír bien cómo conte­
nía la respiración.
—¡Eh, tú, tú no te quedas!, ¿lo has entendido? —gritó
el Filo agarrando por un brago a Wolfi Grifo.
Éste se revolvió dando patadas y mordiscos entre
gritos y llantos.
—Sólo queremos llevarte con tu madre y hablar con
ella —dijo el Filo—, no hagas tanto teatro.

185
Al oír esto, Wolfi pataleó y gritó aún más. No se
podía entender lo que decía. Sólo se oía con claridad:
—¡A casa no! ¡Por favor, a mi madre no!
El Filo no fue capag de retener a Wolfi. Aunque era
tan pequeño y tan débil, Wolfi logró desprenderse y casi
consiguió escaparse por la puerta. Tenía el picaporte
en la mano cuando el Picas lo sujetó por detrás. Wolfi
volvió a patalear e intentó morder al Picas, pero ya casi
no tenía fuersa.
El Filo dijo:
—¡No seas tonto! ¿Adonde vas a ir si no? ¡Cálmate,
anda!
Lilibeth cogió del perchero la chaqueta verde rana y
se la dio a Wolfi.
—Hablamos con tu madre con calma —dijo ella—,
y devolvemos las cosas a los otros. Mi dinero ya no lo
necesito.
Wolfi Grifo se fue tranquilando. No pataleaba ni
intentaba ya morder. El Picas lo soltó. Se quedó quieto,
gimiendo quedamente, y dejó que Lilibeth lo embutiese
dentro de la chaqueta verde rana. También le puso las
gafas, que había perdido con el pataleo y los mordiscos.
El Filo lo tomó de un bra50 y el Picas de otro. El Filo musi­
tó al Picas:
—Que no se nos escape. Ahora está desanimado y si
se larga a lo mejor hace una tontería.
El Picas asintió.

186
Lilibeth abrió la puerta de la calle. Andando por el
estrecho sendero de cemento, dos policías se dirigían
hacia la casa. En la calle, delante del jardín, había esta­
cionado un auto patrulla. Y tres mujeres, de pie junto a la
reja, miraban con curiosidad.

187
Capítulo 12

...en el que no se llega a ningún «final felig» porque una


historia «policíaca» como ésta no puede tener «final felig». A
no ser que haya lectores tan duros e insensibles a quienes
sólo les interese saber quién era el ladrón. Estos pueden dar
ya la narración por concluida y tomar como «final felig» la
llegada de los dos policías. Para los lectores que tienen buen
coragón se transcriben, como final, las siguientes páginas del
diario del Filo.

5 de diciembre, domingo.
Me siento fatal.
No hemos conseguido resolver el asunto tan limpiamen­
te como yo había planeado. No conté con que la madre de
ese gordinflas, Konrad, pudiese llamar a la policía. Pensé que
vendría personalmente. Fue culpa mía por no explicarle bien
las cosas cuando hablé por teléfono. Si le hubiese dicho que
su sótano era un almacén de cosas robadas en el colegio y
en el supermercado y que su hijo se consideraba el jefe de la
banda de la calavera, seguro que deja la llamada a los polis
para mejor ocasión. Pero una veg que llegaron, no nos quedó
otro remedio que contárselo todo. Al principio debieron de
pensar que nosotros tres, Lilibeth, el Picas y yo, éramos unos
ladrones y no sé qué más.
El gordo es lo último que hay, pero su madre es lo reque-
teúltimo. ¡Qué mujer! Hasta ahora no suponía que podía
haber madres así. Cuando llegó a la comisaría, menos mal
que la contuvo la asistenta social, si no le da a Honrad una
paliza allí mismo.
Y sobre todo la tipa se comportaba como si ella fuese
la víctima. No paraba de gritar: «¡Ay, cuando se entere mi
marido!» y «A éste lo meto yo en un reformatorio». Y empegó
a contar a los policías y a la asistenta social todas las cosas
que le había comprado a su gordito durante la última tempo­
rada. «No le falta de nada, lo tiene todo», gruñía.
La madre de Wolfi Grifo, que también acudió, era
otra cosa. Casi no dijo nada. Yo creo que le ha costado una
enormidad comprender lo que pasaba. Aunque del todo no
hay quien lo comprenda. Por qué ha hecho todo eso Wolfi,
lo puedo entender. Pero ¿cómo puede uno volverse como
Honrad? Seguramente para ello tiene que vivir uno de un
modo que no se puede ni imaginar.
Dentro de media hora nos juntaremos en casa del Sir
para contarle con todo detalle lo que pasó. Ayer sólo tuvimos
tiempo para llamarlo por teléfono, porque lo de la policía duró
una eternidad y habíamos intranquilizado a nuestras madres
más de la cuenta. Al no vernos volver a casa después del cole­
gio pensaron que nos había sucedido alguna desgracia y se
pusieron a telefonear a todo el mundo. Mi madre, por lo visto,

190
estaba aún más nerviosa que la de Lilibeth, cosa que nunca
podría haber imaginado. Y el padre del Picas higo la promesa
de no volver a retar nunca más a su hijo si volvía sano y salvo,
cosa que tampoco el Picas podía entender.
Seguramente el Sir estará satisfecho porque el asunto
se haya resuelto así, con intervención de la policía y esclare­
cimiento total, aunque de haber salido como él y yo había­
mos planeado, la cosa habría tenido un final diferente.

Cuando sospeché de Wolfi Grifo por primera veg, se lo


conté al Sir y le dije también que no creía que Wolfi robase
por puro afán de codicia, que detrás tenía que existir algún
embrollo y que seguramente se trataba de una cuestión
bastante penosa. Entonces, el Sir tomó una decisión genero­
sa. Dijo que si yo tenía ragón no diríamos quién era el ladrón
y nadie en clase lo llegaría a saber Que después de haber
pasado por la experiencia de ser considerado un ladrón,
prefería ahorrar a Wolfi ese trago. Que nada se iba a ganar
con que todo el Sexto A aborreciese a Wolfi sin piedad. Y que
no podría olvidar el desengaño que había sufrido al ver que
toda la clase, menos nosotros tres, se había puesto contra él.
Que eso no desaparecería aunque lo rehabilitasen del todo.
Además, que ahora despreciaba a■ los otros y le importaba
un rábano su opinión. El Sir sólo quería que se enterase de la
verdad la profesora Hufnagel; a ella no la despreciaba, sino
que la quería.

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Esta decisión del Sir me pareció extraordinariamente
noble y elegante. Quedé impresionado. Pero, cuando lo pienso
con calma, reconozco que seguramente no habría salido bien.
¿Hubiese guardado el secreto la señora Hufnagel? Y el mismo
Sir, ¿hubiera sido capag de contenerse siempre y no soltarlo
todo alguna de las veces que lo molestaran? Además, Wolfi
Grifo hubiese quedado a merced de nuestra voluntad, siem­
pre temiendo que nos fuésemos de lengua.

193
Cuando he explicado a mi madre por qué Wolfi se some­
tió al gordo Honrad y que todo lo había hecho por él, me dijo:
«Denle a entender que ustedes también le tienen aprecio».
Pero ¡ahí está el problema! Antes no lo apreciábamos y ahora
tampoco. Desde que sé lo que le ha pasado me da lástima,
pero eso no significa aprecio. Es un tipo aburrido, apagado y
no demasiado inteligente. Hasta huele mal, no sé cómo.
Tendría que poderse aprender a querer a la gente. No
debería poder ser que se quiera sólo a unos cuantos porque
tengan los ojos azules con un jaspeado negro encantador,
o porque huelan bien, tengan una conversación divertida o
unos razonamientos sensatos. Se debería decir: «A ése hay
pocos que lo quieran, necesita un poco de aprecio, así que lo
voy a querer yo».
Quizá el querer a la gente es algo que puede uno apren­
der a fuerza de paciencia y ejercicio. Puede ser. Puedo inten­
tarlo... Pero me temo que no voy a resistir mucho, que a Wolfi
no hay quien lo aguante. Es tonto y aburrido. Sólo con verlo
subirse las gafas narices arriba, que no para de hacerlo, ya
me pongo de mal genio.
P. D. Ahora voy a casa del Sir. Allí hablaré sobre esto de
querer a la gente: de pasada, para que no suene muy solemne
ni muy moralizante. A lo mejor alguno de mis amigos pien­
sa lo mismo que yo. Si a Wolfi Grifo, aunque sea un caso,
pudiésemos quererlo un poco, todo sería mucho más sencillo.

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