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Luco

CUENTOS DE LA OJOTA

Al hijo de Fiom, para que


comprenda parte de la locura
de su padre.

1
CAUTIVERIO

Masticaba su odio en la oscuridad. No tenía noción del tiempo que llevaba


encerrado allí, tiritando, sintiendo su cuerpo húmedo y viscoso, sumido en impotente
soledad en medio de un morboso azabache. No podía determinar con certeza desde
cuándo padecía aquel espantoso cautiverio, pero hacía tiempo que eso había dejado de
importarle. Sea cual fuera la longitud de su encierro, había sido más que suficiente
como para permitirle pensar, meditar e intentar comprender. No alcanzaba a entender
cual había sido su crimen, ni siquiera recordaba haber cometido alguno, pero no
necesitaba ninguna razón para darse cuenta de que la magnitud del castigo superaba
con creces cualquier delito que hubiera cometido. Y por eso estaba furioso. Y planeaba.
Y soñaba con su venganza, goloso sueño que era alimentado por el resentimiento;
formidable rencor que ya era parte integrante de aquella omnipresente oscuridad que lo
rodeaba, lo tocaba, y penetraba en su cuerpo y en su mente tiñendo de un negro
intenso y doloroso sus pensamientos y su alma, que alguna vez fue transparente.

La insaciable oscuridad, señora indiscutida de su prisión, lo engullía todo. Todo,


menos los sonidos. Otra vez fueron las voces lejanas las que lo sacaron de sus
cavilaciones y, como alcanzado de súbito por una ardiente lanza acústica, se retorció
en la penumbra, atosigado por un dolor que no era físico. Se debatió y golpeó
desesperadamente las paredes que lo apresaban, utilizando todas sus energías en su
intento de liberación. Pero, una vez más, el agotamiento le ganó; el dolor recuperó su
monotonía y él volvió a acurrucarse, retrayendo sus extremidades lentamente, como
arrepentidas por el brutal acceso de rabia que las había lanzado contra las paredes.
Quedó al fin en triste posición fetal, embargado por la impotencia, resignándose con
repugnancia a sentir como aquella sustancia pegajosa le carcomía su débil piel. Se
mantuvo así hasta que la oscuridad terminó de digerir el último eco de aquellas voces y,
sólo entonces, logró recobrar una calma relativa.

Con la calma, la furtiva idea de escapar se desvaneció y su mente, buscando frenética


una distracción, se entretuvo paladeando la exquisita crueldad de sus captores y la
sutileza que habían tenido aquellas mentes retorcidas para concebir el suplicio al que
era sometido. Estaba encerrado en una celda hermética, donde no penetraba el menor
atisbo de luz, en completo aislamiento. Pero no se le permitía morir, ya que, pese al
hermetismo de su jaula, se le obligaba literalmente a respirar y alimentarse mediante
un hediondo ramal de conexiones orgánicas que se incrustaban en su cuerpo, de un
modo sólo concebible en las más macabras escenas de una descabellada película de
horror futurista. Y eso no era más que una parte del tormento ideado para él, ya que
tampoco se le otorgaba ni un momento de tranquilidad. Permanentemente, la celda se
inundaba de sonidos, de todo tipo de murmullos; algunos constantes, rutinarios y
desesperantes, como el tictac de un reloj amplificado mil veces por la colosal acústica
de la negra jaula y otros esporádicos y atemorizantes, viscerales, inmundos. De esa

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forma, el preso escuchaba constantemente estruendos, golpes, lejanos ecos, distantes
siseos, al mismo tiempo que retumbaban en sus oídos monótonos latidos, respiraciones
silbantes, curiosos lamentos, pegajosos chirridos guturales, cuya fuente le era
completamente desconocida, como si provinieran de las mismas entrañas de un
fantástico ser de colosales dimensiones. Y lo peor, lo que más atormentaba su cerebro,
eran las voces. Aquellas conversaciones y cantos, gritos y palabras, que se unían y
entrelazaban. Inefables tejidos de la comunicación que destacaban su complejidad
sobre los demás sonidos para penetrar en sus oídos, retumbando antes en las
húmedas paredes de su jaula, carcomiendo como roedores su turbada mente y
manteniéndolo en vigilia, infinitamente pensante, incapaz de enloquecer. Y todo esto,
aquella amalgama de pensados suplicios, no eran todo, ya que él, aunque totalmente
privado del sentido de la vista, tenía la angustiante impresión de que su celda se
reducía paulatinamente, amenazando con atenazarlo, con aplastarlo lenta y
dolorosamente, incrementando al máximo la sensación de claustrofobia, pero con
infinita sutilidad, a un ritmo tan leve, tan suave, que no le permitía tener certeza de ello,
manteniéndolo en perpetuo terror, en eterna incertidumbre.

Al principio – ¿recordaba realmente cuando había sido el principio? - se sentía


demasiado débil, pero con el correr del tiempo, a medida que sus miembros fueron
fortaleciéndose, intentó escapar muchas veces, golpeando con toda su fuerza las
oscuras paredes, aunque siempre fue inútil. Todos sus esfuerzos terminaban en
fracaso, en una decepción total, coronada la indiferencia del exterior, que arreciaba al
máximo su impotencia y desesperanza, sumiéndolo todavía más en su aislamiento.
Sólo en contadas excepciones, aquellas veces en que la desesperación y la
claustrofobia se hacían completamente insostenibles y sus golpes eran de furiosa
impotencia, recibía del exterior algún pequeño atisbo de respuesta, alguna sutil
contestación, un leve movimiento en las infranqueables paredes, tan ínfimo, tal frágil,
que bien podría ser sólo una invención de su mente torturada. Y después, nada. El
retorno al vacío, la oscuridad y los aterradores sonidos y, por supuesto, a la intolerable
soledad.

Él no sabía si alguna vez podría salir de allí y hasta dudaba de lo que se


encontraría afuera si escapaba, pero no le importaba. Su corazón estaba tan
embargado de odio, tan insoportablemente repleto de rencor y su alma se había secado
con el veneno que la depresión de su cautiverio le inyectaba hasta tal punto, que no
temía a la libertad como le sucede a algunos presos, sino que la ansiaba con todo su
ser. Deseaba ser libre para vengarse, para hacer que los demás sufrieran como estaba
padeciendo él. Quería vivir para dominar y causar dolor. Ansiaba ser fuerte y
conquistar para aplastar a todos. Nunca supo, o ya había olvidado, la identidad de sus
flagelantes. Su mente divagaba en una maraña de pensamientos vagos, básicos,
extraños y espeluznantes, indescriptibles para él con palabras. Pero eso tampoco
importaba, porque su odio se elevaba muy por encima del vocabulario y la singularidad
y se extendía a todos, a cualquiera que sufriera la desgracia de ser más débil que él en
ese futuro de guerra que deseaba y esperaba.

Las voces lo encontraron nuevamente soñando con su venganza. Esta vez se


escuchaban con mayor intensidad y venían acompañadas. Los murmullos angustiantes

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que crecían en intensidad, los sonidos fortísimos, los sacudones, y un súbito estruendo
lo asustaron, lo horrorizaron por su violencia más que de costumbre y se retorció
espasmódicamente, mientras sentía que su cerebro estaba por estallar, tal era la fuerza
de la cacofonía que lo aturdía. Comenzó a patear, a contorsionarse como un insecto en
llamas. Intentó gritar, pero en su furioso y desesperado intento de salvación, los
hediondos cables que le proporcionaban el alimento y el aire vital, comenzaron a
aprisionarlo, a asfixiarlo. En un sublime instante de claridad se sintió tonto, burlado,
cuando comprendió que todo ese tiempo había tenido al alcance de sus manos la forma
de terminar con el sufrimiento, el arma, el cable letal, el absurdo medio que le hubiera
servido para suicidarse y acabar con el suplicio. Pensó que seguramente otros más
inteligentes – o con menos hambre de venganza - debían haberse ahorcado para
ahorrarse el horror del encierro. Pero ahora no tenía tiempo de seguir meditando; ya no
podía lamentarse por su negligencia, debía luchar o resignarse a morir
indefectiblemente, de modo que se aferró a las húmedas paredes como pudo y empujó
y contrajo y extendió sus extremidades con fuerza y golpeó las tumefactas paredes con
su cabeza. Pero todo parecía inútil. Los estremecedores sonidos le estaban haciendo
perder la cordura cuando, fugazmente, sintió que se movía y una sensación de frío
intenso comenzó a invadirlo con violencia, sacudiéndolo y mareándolo, haciéndole
sentir nauseas. Creyó que sus captores habían decidido que era el momento de
terminar con su existencia pero, aún en medio de sus atroces sufrimientos, se decidió a
pelear. No iba a darles el placer de acabar con todo tan fácilmente. Los suplicios
químicos continuaban, destruyendo su cuerpo, sumiéndolo en un estado de extremo
pánico. Ahora, a la gélida sensación que le adormecía los miembros y a los furiosos
ruidos que lo exasperaban al extremo, se le sumó una sustancia ardiente, que de algún
bizarro modo penetraba violentamente en sus pulmones con la potencia de un río
liberado de pronto de su presa captora, hiriéndolo, mortificándolo, lastimándolo por
dentro, al mismo tiempo que podía sentir cómo sus miembros se apretujaban unos
contra otros, hundiéndose en su torso desnudo, quitándole toda posibilidad de
movimiento.
En ese momento se dio cuenta de que no tenía posibilidades y dejó de luchar.
A pesar de todos los tormentos a los que era sometido, a la claustrofobia y a los
dolores de todo tipo, internos y externos, se libró a su suerte y se entregó a la piedad de
la muerte. Entonces, aunque mantenía sus ojos furiosamente cerrados, la oscuridad se
ablandó, el negro tornó en gris y, súbitamente, su cerebro se apabulló y retrajo con
pavor frente a un destello furioso, atroz, que llegaba de algún extraño lugar y lo cegaba
y aturdía, haciendo caso omiso a sus párpados, que se apretaban empedernidamente
en un tan irónico como fútil intento por conservarse en la oscuridad. Sintió con claridad
como unas manos extrañas, resbalosas, frías y omnipotentes lo tomaban, tironeándolo,
sacándolo de su oscura prisión y volvió a retorcerse en un vano intento por zafarse,
pero todo fue inútil. Siempre sujeto por aquellas manos anónimas, comenzó a elevarse
al cielo, congelado, tiritando y ahogándose, mientras sus sentidos se afilaban
vertiginosamente, dejando que su cerebro se inundara de aromas y sonidos nuevos,
puros y, en ese momento, inexplicablemente intolerables. Todavía sentía el poderoso
ardor en sus pulmones y creyó estar a punto de asfixiarse cuando, por primera vez en
su vida, sintió la violencia de un golpe seco contra su carne trémula, protegida
únicamente por una piel tersa y morada. Experimentó crudamente el dolor físico.
Entonces escuchó aquel sonido áspero e irritante y se percató, también por primera

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vez, que era él quién emitía aquellos lamentos, aquél llanto que – como descubriría
después –, tenía el poder de exasperar a los demás, y que en el futuro inmediato, y por
un período relativamente largo de tiempo, llegaría a convertirse en su arma más
poderosa y efectiva.
No pasó mucho tiempo para que el bebe, a quién se empeñaban en llamar recién
nacido cuando en realidad había comenzado su existencia nueve meses antes,
descubriera que todavía seguía bajo la custodia de aquella mujer cuyos latidos y
sonidos corporales lo torturaron durante tanto tiempo, la que fue su insalvable carcelera
y lo mantuvo en el oscuro encierro durante los nueve meses de horrorosa agonía.
Ahora, fuera de la cárcel azabache, pero aún encerrado por la falta de capacidad de
sus propios medios, continuó odiando y planeando su venganza.

El tiempo siguió su marcha y el bebe creció. Estudió y se cultivó, leyó a Hobbes,


a Rosseau y a tantos otros pensadores y se sorprendió amargamente al descubrir que
todavía quedaban filósofos que se debatían sobre la naturaleza del hombre, dilucidando
si el ser humano era o no intrínsecamente bueno. Razonó que por medio de algún
maquiavélico medio, tal vez un natural instinto de defensa, quizás en virtud de una
piadosa maniobra química, una sutil laguna mental, la gente olvidaba su suplicio
supremo, sus primeros nueve meses de cautiverio despiadado; tormento universal, que
él por alguna razón aún recordaba vívidamente. Reflexionó que quizás las
circunstancias externas, la educación y muchos otros factores atenúan más o menos
el odio y adormecen los primeros recuerdos, perdiendo las angustiosas memorias en
algún rincón del cerebro. Pero, sin dudas, todo el rencor, el dolor, aquellas ansias y
planes de venganza, no desaparecen jamás del inconsciente, sino que continúan
latentes, vivos…y son determinantes.

De forma que para aquél que no había olvidado, la respuesta aparecía con suma
claridad. ¡Claro que apenas uno es concebido, tiene su bondad intacta, su alma
inmaculada! El rencor, la maldad y el ánimo de destrucción, el cercenamiento de la
virtud, la voluntad de dominar, la íntima satisfacción de ver y sentir la desgracia ajena,
el dulce sabor que se experimenta al someter y vengarse, la fascinante atracción que
produce la muerte de los demás – aún ficticia -, nacen, se alimentan y desarrollan con
el martirio y la crueldad del oscuro encierro de los nueve primeros meses de vida.-

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LOS CINCO DEL BALDIO

El estruendo que hizo el tacho de basura al chocar violentamente contra el


portón de madera, se extendió en la noche callada, agitando el silencio y
expandiéndose como las ondas que produce una piedra al caer a un calmo lago, para
ser interrumpido solamente por las agudas carcajadas de los cinco chicos que
escapaban al trote del lugar, perdiéndose momentáneamente en la oscuridad, para
reaparecer luego, descubiertos por la solitaria luz de los faroles. Sin dejar de reír,
saltando, dando cabriolas y empujándose unos a otros, los cinco jóvenes llegaron a un
baldío cercado precariamente. Allí, en el que era su refugio y santuario, se sentaron
sobre piedras y cajones prolijamente dispuestos en círculo en torno a un tablón de
madera, simulando un living en medio de la tierra seca y dura del baldío y comenzaron
a halagar con la voz fluctuante de los preadolescentes la fuerza y la puntería de Martín,
el chico de doce años con el físico de un maduro luchador de sumo, que había sido
escogido con muy buen tino para arrojar el tacho de basura contra el desprevenido e
indefenso portón. Las risas y los elogios se interrumpieron bruscamente cuando Emilio
dijo que necesitaba silencio para pensar el próximo movimiento del grupo. Era viernes,
la noche, oscura y cálida, estaba en su apogeo y los seducía con su tibieza, mutismo y
complicidad; y todavía les quedaba mucho por hacer.

Los cinco del baldío gustaban de hacer disturbios.

Emilio, un chico de unos trece años, tan flaco como la sombra de un alambre, era
en la mayoría de los casos el autor intelectual del grupo, aunque pocas veces hacía de
ejecutor de sus obras intelectuales. De su mente habían surgido las travesuras más
osadas, las bromas más pesadas, los mayores destrozos, y los más memorables
disturbios, como también fue él, quién, inspirado en una película antigua, pronunció por
primera vez, y dejo asentado para la posteridad el nombre de la pandilla: “Los Cinco
del Baldío”. Esa noche el joven pensador estuvo mesurado y particularmente pacífico,
sin tantas ansias destructivas, por lo que propuso que robaran la cuantiosa e
inmaculada ropa que la Sra. Mauri tenía tendida en su patio trasero, para luego decorar
con ella toda la cuadra. La ocurrencia fue recibida con vítores y aplausos y llevada a
cabo con una pericia casi profesional. Cuando llegó la claridad matinal, los sorprendidos
transeúntes, pudieron apreciar los corpiños de la Sra. Mauri y su hija Elena colgando
alegres y en libertad de los postes de luz, grandes bombachudos bordados adornando
grotescamente las señales de tránsito, impecables sábanas decorando y pintando de
blanco y celeste las fachadas de las casas, árboles luciendo floridos vestidos
veraniegos, almidonadas medias de todos colores resguardando del rocío a las puntas
de los faroles, púdicos tachos de basura con holgados pantalones, una cabina
telefónica muy elegante, vistiendo vanidosa el traje del Sr. Mauri y muchas otras
prendas, colocadas delicadamente y con finísimo gusto, digno de uno de esos
mentados artistas contemporáneos, en toda la cuadra.

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Esa noche, cuando terminaron su obra, los cinco del baldío, sin darse tiempo
siquiera para admirar su creación, se despidieron con un ademán de manos y corrieron
de nuevo a sus casas, a sus disímiles realidades, sin tener necesidad de convenir día ni
horario de la próxima reunión: eso estaba acordado tácitamente. Los cinco del baldío
tenían entre doce y catorce años y se reunían cada vez que sus almas inquietas
necesitaban expresarse por medio del caos, es decir, casi todos los días, sobre todo en
esa época de receso escolar. Si bien los cinco chicos eran amigos, no se podrían
catalogar como aquellos inseparables amigos tan comunes en las novelas de Salgari, ni
mucho menos. Todos ellos iban a diferentes colegios, hacían deporte en distintos
clubes, tenían relaciones familiares diametralmente opuestas, con posibilidades
culturales y económicas muy distintas, y en definitiva mantenían grupos sociales
marcadamente diferenciados. Solo los unían dos cosas: el gusto por hacer desmanes y
sembrar el caos en pequeña escala; y el baldío, del que se sentían amos y señores y al
que en el transcurso de ese último año, habían convertido en una verdadera fortaleza,
plagada de ingeniosas trampas, escondites, trincheras y secretos que solo ellos
conocían.

A las nueve de la noche del otro día, muchas horas después de que la Sra.
Mauri, lloriqueando y perjurando hubiera tenido que recorrer toda la cuadra
recolectando su ropa, la eternamente charlatana Sra. Fernandez, vio preocupada desde
la ventana de su cocina, como conferenciaban cinco chicos, sentados en torno a un
tablón en medio del maldito baldío ubicado entre su casa y la del Sr. Apaolaza, terreno
aquel, que ninguno de los dos, ni ella ni Apaolaza, lograba comprar debido a la
terquedad de su propietario, que lo mantenía vacío creyendo que hacía una buena
inversión , sin importarle que constituyera un poderoso foco de atracción para todo tipo
de vándalos y por ende una insufrible molestia para los vecinos. Los cinco del baldío
tenían planes ambiciosos para la noche, y estaban afinando los últimos detalles para
llevarlos a cabo, los que en esa oportunidad consistían en conseguir un elemento lo
suficientemente resistente y puntiagudo como para pinchar las ruedas de todos los
coches que sus desafortunados dueños olvidaran, o sencillamente no pudieran por no
tener lugar, dejar a resguardo cuando llegara la cómplice oscuridad. Ya casi se habían
decidido por un gran pedazo de vidrio, que Martín aseguraba iba a funcionar si se le
aplicaba la fuerza suficiente, cuando Fabricio, el más callado, joven – pero no por eso
menos osado - y observador de la banda, les llamó la atención.
- El Sr. Apaolaza no se había ido de vacaciones? – preguntó abriendo
desmesuradamente sus expresivos ojos marrones, como acostumbraba hacer cuando
algo lo sorprendía.
Los demás, casi al unísono dirigieron sus brillantes ojos hacia la casa de
dos pisos del aludido señor, en cuya ventana se veía con claridad como una silueta se
movía, agachándose a veces y desapareciendo bajo el marco, para volver a aparecer a
la vista de los jóvenes instantes después.
- Es verdad. Se fue antes de ayer. Yo lo vi pasar frente a la obra con el auto lleno
de valijas- respondió Juan Pablo, el rubio joven de trece años, hijo de un albañil, que
vivía en el acomodado barrio donde estaba el baldío, en una construcción que por
razones de presupuesto y del palaciego tamaño que su dueño había soñado con darle,
se había demorado y ahora avanzaba ladrillo a ladrillo, a un ritmo angustiante mente
lento.

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- Se fue sin dudas. Todos lo vimos. De hecho anoche la casa estaba
completamente a oscuras. ¿Se acuerdan? – dijo Emilio, y los otros, sinceramente,
ratificaron la afirmación. Todos eran curiosos, y se fijaban en esos detalles, sobre todo
por que las casas vacías constituían grandes oportunidades para nuevas travesuras,
por lo que llevaban un registro mental muy acabado de los movimientos de los
habitantes del barrio. Por lo tanto tenían la certeza de que el Sr. Apaolaza había partido
de vacaciones hacía dos días.

- ¡Tal vez sea un ladrón! – chilló excitado Jorge, el imaginativo e ingenuo


norteamericano, orgulloso inventor de los concursos de patadas a portones.

No hubo que hablar nada más, y en unos segundos, los cinco del baldío se
acercaban a la casa del Sr. Apaolaza reptando como serpientes, amparados por la
tierra y la oscuridad del baldío. Cada uno se acomodó en el escondite que creyó que le
daría una vista mas clara del interior de la casa, y quedaron en silencio, observando
ávidos un buen rato. El hombre pasó varias veces frente a la ventana y los cinco
estuvieron de acuerdo mediante señas que ya habían fisgoneado lo suficiente, por lo
que a un mismo tiempo, coordinando sus movimientos como se fueran un preparado
cuerpo de ballet ejecutando una compleja coreografía y siempre reptando, aunque
ahora un poco menos cuidadosamente, como si al no ver ellos a la gente de la casa por
estar de espaldas, los de la casa tampoco pudieran verlos a ellos, volvieron a su
posición del centro del baldío. Se sentaron y comenzaron a intercambiar opiniones.
- Parece que el Señor Apaolaza volvió. Estoy seguro de que era él.
- Si, era el Señor Apaolaza. ¿Pero no les pareció medio extraño? Asustado, o
más bien desorientado, quiero decir- opinó Fabricio.
- Es verdad. Además me dio la sensación de que tenía menos pelo. ¡Y estaba
demasiado pálido!- terció Juan Pablo-.
- Tal vez se trate de un doble. De un espía, que tomó su identidad, como en las
películas. O peor aún, podría tratarse de un extraterrestre- susurró alterado Jorge.
- Cualquier hipótesis puede ser la correcta. Lo mejor sería que sigamos
investigando. ¿Alguien se anima a entrar a la casa?- preguntó Emilio, mirando
sugestivamente a Juan Pablo, que por su parte ya se estaba pintando la cara con un
corcho quemado.
- Apenas se apague la luz me meto por la ventanita de la cocina- dijo sonriente el
temerario aludido.

Los cinco del baldío se olvidaron completamente del funesto plan fraguado
contra los indefensos vehículos, y siguieron debatiendo sobre la identidad del hombre
que acababan de ver, a la espera de que la carencia de luces en la casa, alentara a
Juan Pablo a introducirse en ella. Mientras tanto, Fabricio, tuvo que desactivar todo tipo
de trampas caseras, pero muy ingeniosas, para poder acceder a un cajón que, semi
enterrado en la suave tierra del baldío, servía para guardar todos los instrumentos que
la banda había adquirido de las más diversas maneras a lo largo del año. Extrajo una
linterna y se la dio a Juan Pablo, que, viendo que las luces se apagaban, ya comenzaba
a deslizarse en pos de la ventana de la cocina de la casa. No era la primera vez que el
chico entraba de incógnito a la casa del Sr. Apaolaza, por lo que alcanzar la verja del
jardín, correr a la ventanita de la cocina, abrirla con un alambre, trepar tan ágilmente

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como un primate y entrar silenciosamente en la vivienda, fue todo un acto fugaz y,
podría decirse, rutinario. Los demás aguardaban en silencio, expectantes, fijando la
vista en cada ventana, e intentando, como si fueran superhombres, atravesar las
paredes con sus ojos y espiar el misterioso interior. No tuvieron que esperar mucho
para ver aparecer en la ventanita de la cocina, primero la cónica luz de la linterna y
luego la melenuda cabeza de Juan Pablo, seguida por su cuerpo, que al salir en su
mayor parte por la ventana, dio una voltereta, giró e hizo caer al chico de espaldas
sobre el porche de la casa. El golpe sonó secamente y pareció bastante fuerte, pero la
víctima al parecer no sufrió ningún daño, porque se levantó rápidamente y corrió a
juntarse con los demás. Cuando llegó, Juan Pablo, transpiraba, estaba colorado,
agitado y traía los ojos abiertos como monedas de cinco pesos. Se tropezó con la
piedra que minutos antes le había servido de asiento, rodó al suelo dando un tumbo, y
desde el piso, sin molestarse siquiera en limpiarse el polvo que cubría su ropa, manos y
rostro, comenzó a describir emocionado y hablando a velocidades siderales lo que
había visto en el interior de la casa..
- No saben. Es increíble, todo el comedor y la cocina están desordenados, hay ropa
extraña tirada por todos lados, y herramientas. Herramientas de todo tipo, algunas que
yo no había visto nunca en mi vida, que no creo que conozca ni mi papá, todas
desparramadas, en el suelo, sobre la mesa, en todas partes. Iba a subir, me iba a
asomar al cuarto del Sr. Apaolaza, pero escuché ruidos y tuve que salir corriendo-.
Juan Pablo estaba tan emocionado que contó todo eso de panza al piso, tal como había
aterrizado al tropezarse, sin perder siquiera un segundo en incorporarse.

Los demás lo escucharon en silencio, intrigados, emocionados y graves, la


mirada fija en el que hablaba, como imputados de un delito grave, al momento en que
el un Juez les comunica la sentencia. Cuando Juan Pablo hubo terminado su relato, fue
sometido a un riguroso interrogatorio, en el que todos quisieron saber pormenores y
detalles de todo cuanto el chico había visto. Pero todo se resumía a eso: Ropa y
herramientas desperdigadas por todo el comedor y la cocina. Nada más.

Resurgieron las hipótesis, siendo la del espía extranjero que, encubriéndose bajo
la identidad del Sr. Apaolaza, construía una letal arma secreta, la más aceptada.
Después comenzó la mejor parte de la charla, es decir, el momento de decidir que era
lo que les correspondía hacer en contra de aquel impostor. Por que lógicamente, para
los cinco del baldío, el hecho de verse obligados a actuar, no estaba en discusión. Los
jóvenes pasaron toda la noche discutiendo y haciendo las más variadas propuestas,
pero solo llegaron a la conclusión de que iban a necesitar más información para poder
forjar el plan de acción más adecuado. Estaba alboreando cuando, pensativos,
emocionados e impacientes, los chicos volvieron a sus casas. Esta vez si se fijó horario
de reunión, para las siete de la tarde del otro día.

El Sr. Apaolaza se levantó tarde. El solo hecho de ver la claridad del día al
despertar lo perturbaba, acostumbrado como estaba a salir a su trabajo muy temprano,
cuando afuera todavía era de noche, así que pensar en la ropa que tenía que ordenar,
cuando solo la había acomodado en las valijas dos días antes, lo molestó. Salió
rápidamente de la cama, y haciendo caso omiso de aquellas prendas que, frente a su
mente prolija de hombre que vive solo hace décadas, rogaban ser acomodadas en el

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placard, se dirigió a la cocina y puso agua a calentar para un café. Miró por la ventana.
El sol era el único dueño de un cielo tan celeste como radiante, e invitaba a salir a
disfrutar de él. Inclusive el pálido Sr. Apaolaza se sintió tentado a salir a dar un paseo
matinal, tentación que le duro solo hasta que vio la gran cantidad de chicos y
adolescentes que pululaban, ociosos y gritones por las calles, como un bullicioso
enjambre de abejas zumbadoras y peligrosas. El instinto de conservación de la especie
nunca había aparecido muy fuerte en el Sr. Apaolaza, y las pocas ganas que le
quedaban de tener hijos después de que su mujer falleció tan joven, se las habían
quitado esos cinco chicos que solían reunirse en el baldío de al lado de su casa. La
tetera chilló anunciando que el agua hervía, y el Sr. Apaolaza maldijo en voz baja. No le
gustaba el café con agua hervida, pero lo tomó de todas formas, mientras dilucidaba
mentalmente cual sería la forma más prolija de acomodar su ropa. De lo demás se
ocuparía mas tarde, cuando hubiera menos niños dando vuelta por ahí.

Las sombras de los objetos se estiraban y los cinco del baldío llegaban puntuales
a la reunión, trayendo con ellos todo tipo de objetos idóneos para el trabajo de contra
espionaje que se les avecinaba. No tuvieron necesidad de hablar mucho: los ruidos
provenientes de la casa del Sr. Apaolaza, hicieron que todos se camuflaran
admirablemente en los recovecos del baldío y apuntaran a la casa con los prismáticos,
aparatos estos que todos, sin excepción habían conseguido con mayor o menor
esfuerzo. En la ventana de la casa contigua, un hombre que respondía a la descripción
del Sr. Apaolaza, estaba trabajando en algún tipo de aparejo. Los chicos miraban
atentamente y en silencio, cuando súbitamente tres de ellos, Emilio, Jorge y Fabricio,
que estaban ocultos en el sector norte del baldío, contuvieron un grito de pavor. En un
momento, cuando el Sr. Apaolaza, había estirado el cuello, seguramente con la
intención de aflojarse un poco la camisa, que tenía prendida hasta el último botón, los
tres pequeños espías, estuvieron seguros de haber visto como se levantaba la piel del
cuello del supuestamente falso Sr. Apaolaza, como si llevara una máscara, dejando ver
bajo esta, una piel verde, húmeda y viscosa. Anonadados, los chicos hicieron señas a
los otros, mientras se deslizaban sigilosos a un rincón del baldío donde lo que quedaba
de una antigua pared, los ocultaba del rango de visión que otorgaban las ventanas de la
casa del Sr. Apaolaza.
- Señores- dijo Emilio solemnemente. – Nos enfrentamos a un extraterrestre-. El
categórico formalismo con el chico pronunció estas palabras, no dejaba lugar a dudas.
Aún los que no habían visto nada, y miraban a los demás sin comprender, se
convencieron de que el Sr. Apaolaza había sido suplantado por un ser de otro planeta.
De todos modos, y para fundar su tesis, Emilio relató a los demás como en un momento
de distracción, el alienígena había descubierto parte de su verdadero ser, que intentaba
disimular bajo una sofisticada careta.

Se imponía una solución eficaz y rápida, y los chicos, muñidos de lápiz y papel
comenzaron a enumerar las debilidades de los extraterrestres y las diversas maneras
de derrotarlos, basándose para ello, como no podía ser de otra manera, en lo que
conocían gracias al abundante material que les proporcionaba el cine y la televisión. Al
atardecer, ya tenían un listado mas que suficiente, con el que creían podían estar
preparados para cualquier eventualidad, sea cual fuera la filiación del alienígena. Se
separaron por unas horas, a fin de conseguir los elementos de lucha que les faltaban.

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- ¿A quién se le ocurre fabricar una camiseta verde? Peor aún, que persona
puede comprar una camiseta verde. Aunque la verdad, el verdaderamente estúpido es
quién la usa.- Pensaba el Sr. Apaolaza mientras se prendía la camisa de mangas
cortas, con cuadros blancos y celestes, sobre una realmente horrible camiseta verde
que le había regalado su sobrina. De todos modos, estaba de vacaciones, no pensaba
salir mucho, y le importaba muy poco su atuendo fuera del trabajo. Su vestimenta,
exageradamente completa para ser verano, no le impidió entretenerse un poco con su
hobby, el aeromodelismo. Había adquirido una replica excelente de un Messermich de
la segunda guerra mundial, y tenía pensado hacerlo volar esa misma semana. Al
menos eso lo divertiría por varios días, y una vez terminado, tal vez encontrara un lugar
solitario, lejos de las irritantes miradas y tontas preguntas de los niños para probar el
modelo. El Sr. Apaolaza, se enfrascó entre pinturas, llaves, motores, rulemanes y
herramientas y se olvidó de todo lo demás.

Todo estaba listo. Nadie esperaba que las cosas anduvieran bien en la primera
prueba, pero todo había que intentarlo, por que los jóvenes, por intermedio de las
prodigiosas habilidades de andinista de Juan Pablo, habían instalado un balde en la
parte de afuera de la ventana del cuarto del Sr. Apaolaza, situado en el segundo piso,
sostenido con un andamiaje de tanzas de tal forma que Jorge, escondido tras la verja
de la casa, podía hacer que el agua que contenía el agresivo balde, cayera en cualquier
momento. Martín, acorde con lo preparado, arrojó una piedra violentamente contra la
ventana, la que sonó estridentemente. Todos se mantuvieron expectantes. Nada.
Martín, enojado, acostumbrado a causar daño y miedo cada vez que usaba su fuerza
bruta, tiró una nueva piedra, mas grande y pesada que la anterior y dándole mucha mas
violencia al envío. Esta vez, la piedra destrozó el vidrio de la ventana, el que salió
volando para todas partes, haciendo un estruendo mucho mayor al que los chicos
esperaban, pero estos, como buenos profesionales, acostumbrados a los “gajes del
oficio”, mantuvieron sus puestos. El supuesto alien asomó la cabeza y Jorge tiró de la
tanza con una coordinación perfecta, haciendo que el balde vaciara completamente su
húmedo contenido sobre la víctima escogida.
- Les dije que el guionista de esa película debía tener la imaginación mas
limitada del mundo- protestó Fabricio. – ¡A quién se le ocurre que un extraterrestre, un
ser que posee la tecnología e inteligencia para viajar miles de años luz por el espacio,
va a ser tan increíblemente estúpido, como para ir a invadir un planeta compuesto en
dos terceras partes por agua, siendo, justamente, fatalmente vulnerable a ese
elemento!-. Sinceramente el chico tenía razón y lógicamente, lo único que produjo el
agua sobre la cabeza del Sr. Apaolaza, fue dejarla mojada, y desparramar el escaso
pelo que le quedaba sobre su frente arrugada y empapada.
- Pero al menos, la reacción del Extraterrestre, confirmó nuestra teoría -exclamó
Emilio.
- ¿Reacción? Pero si no hizo nada. Se mojó, cerró las persianas y entró. Ni
siquiera se digno a insultar o a mirar que lo había mojado- observó Martin.
- Justamente. Esas serían las reacciones normales. Pero no las de un
alienígena, quién no alcanza a comprender el significado de una broma. Simplemente
se metió por que no entendió que fue lo que sucedió-.

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Los demás se dieron un tiempo para digerir esta última reflexión de Emilio.
Francamente sonaba lógico. Entonces, con más razón, era tiempo para comenzar con
la segunda fase del plan. E iban a ejecutarlo esa misma noche. A esos efectos, Fabricio
ya venía a la carrera cruzando la calle, con un alargador en la mano, cuyo extremo
había conectado en un interruptor de corriente ubicado en el patio delantero de la casa
de la desventurada Sra. Mauri. Dejaron listo el equipo de música que Jorge había
hurtado de su casa, y dejaron que el tiempo hiciera el resto del trabajo. Unas horas
después, cuando consideraron que la cuadra estaba lo suficientemente silenciosa, y
que el Alien había bajado la guardia, encendieron el aparato a todo volumen, dejando
que el Compact Disk de un grupo heavy metal, se escuchara en toda su gloria. Los
vidrios de las casas circundantes al baldío vibraron, la misma tierra retumbó al compás
de una batería descontrolada, una voz que chillaba agudísima y dos o tres guitarras
eléctricas, que al parecer eran tocadas por epilépticos en medio de un ataque, y a los
pocos segundos, una amalgama en la que se contaban todas las malas palabras
conocidas en los cinco continentes, se dejó caer sobre el baldío. Los chicos apagaron la
música, para no alterar a los vecinos tanto como para que llamaran a la policía. De
todas maneras, esos minutos de música furiosa debían bastar. Esperaron impacientes.
Teóricamente, el estruendo musical debía hacer volar la cabeza del marciano, de modo
que si este no daba señales de vida en los próximos minutos, significaba que ellos
habían vencido. Pero, sus ilusiones se vieron truncadas cuando se prendió la luz del
cuarto del Sr. Apaolaza, que había estado apagada desde el episodio del balde.
Indudablemente, la cabeza del marciano seguía en su sitio.

El Sr. Apaolaza se miró en el espejo y no pudo dejar de notar como se


destacaban en su rostro descomunales ojeras. Se lavó la cara reiteradamente, frotando
con fuerza sus ojos, y su sien, pero aquellas marcas de una mala noche de sueño no
tenían la menor intención de abandonar ese rostro apático y cada vez más parco. Y eso
era lógico, ya que el hombre casi no había dormido en toda la noche. Sabía que en
época de vacaciones la noche era más bulliciosa, pero jamás se imaginó que existiera
gente tan desmesuradamente desconsiderada. Alguien, seguramente unos
adolescentes insomnes y borrachos, se habían dedicado a escuchar algo que
dudosamente pudiera catalogarse como música justo frente a su dormitorio, lo que no
solo no lo dejó descansar, sino que le produjo un intenso dolor de cabeza. En algún
momento del infernal recital, el Sr. Apaolaza pensó en llamar a la policía, pero después
recapacitó y optó por ir al baño y tomar una pastilla que lo ayudara a conciliar el sueño.
Después, ya por que la pastilla hizo efecto, o por que los energúmenos decidieron partir
con su ruido ensordecedor a otro lado, pudo dormir unas horas. Ya era casi el
mediodía, y no tenía nada que cocinar, así que salió, muy a su pesar, a comer algo en
algún puesto de comida rápida, para poder volver cuanto antes a enfrascarse en su
maqueta, resguardado de esos omnipresentes mocosos. Había ordenado su ropa, y por
el momento, no se le ocurría nada más que hacer que dedicarse a su hobby.
Realmente extrañaba su trabajo, y maldecía y aborrecía a la anónima persona que le
había adelantado esos días de licencia que él no necesitaba, no pidió, ni quería
tomarse.

Los cinco del baldío no se iban a dar por vencidos tan fácilmente, y para esa
misma tarde, ya tenían preparados varios artilugios anti-extraterrestres. Esa noche

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hicieron tres nuevos intentos a fin de eliminar al impostor, que incluyeron un ataque casi
frontal, en el que el supuesto alién termino bañado con un brebaje preparado por los
cinco del baldío, que incluía desde huevos podridos hasta orín, pasando por harina,
vinagre, todo tipo de condimentos y especies y muchos otros elementos tan o más
desagradables que aquellos; una especie de sesión de cama solar, lograda gracias a la
luz de un potentísimo reflector apuntado directamente a la ventana de la habitación del
Sr. Apaolaza; y un verdadero bombardeo de proyectiles de barro, digno de la
tristemente célebre legión cóndor, que culminó con la pared, las ventanas y aún el
interior de la casa del Sr. Apaolaza, convertidas en un inmundo chiquero. Pero nada de
eso pareció afectar al alienígena, quién por su parte, ni siquiera parecía preocuparse
por las molestias que le ocasionaban los chicos. Por otro lado, la actividad del
extraterrestre se hacía cada vez más febril y seguramente estaba por llegar a su
término, sea cual fuera, por lo que los cinco del baldío, decidieron que ya era tiempo de
tomar medidas drásticas. Durante todo el día, pensaron, planearon, sacaron cuentas,
consiguieron material, trazaron planos, hasta que tuvieron todo listo para dar el último
golpe. El golpe letal.

Todos estaban nerviosos, y no era para menos. El plan que habían fraguado, no
solo era ambicioso y complejo, sino que también tenía por objeto la aniquilación total e
indefectible del figurado extraterrestre. Los chicos estaban acongojados de solo pensar
que iban a quitar la vida a un ser de otro planeta, hostil y agresivo, que seguramente
había asesinado al pobre Sr. Apaolaza, pero a ninguno de ellos, en ningún momento,
se le ocurrió pensar que si su teoría era errada, podían llegar a asesinar a un ser
humano.

Las labores de preparación fueron arriesgadas y complicadas, y Juan Pablo tuvo


que volver a introducirse de incógnito en la casa, para poner a punto la primera de las
trampas. Adentro, el joven vio que la ropa ya no estaba desparramada, pero que la
casa seguía desordenada y las herramientas, aunque menos desperdigadas,
continuaban ocupando buena parte de la decoración. Todo salió bien, y los jóvenes,
hábiles y sigilosos como panteras, lograron instalar todos sus aparatos sin ser
descubiertos.
Llegó la hora fijada.

El Señor Apaolaza, regresó cansado y muy mal humorado. Ya había terminado


la maqueta, y en tiempo record, y no solo eso, sino que a fuerza de caminar y caminar,
por senderos y lugares desconocidos, se encontró en una playa solitaria, donde pudo
probar el aparato en paz. Pero por algún motivo, no logró que la máquina despegara.
Estuvo intentando, haciendo refacciones de todo tipo, improvisó, y hasta se volvió a una
ferretería que distaba muchas cuadras a fin de comprar algunos materiales que pensó
podían haber venido fallados de fabrica. Pero nada. No pudo hacer volar su
Messermich. Cuando regresó de su infructuoso intento, ya era tarde, estaba
completamente oscuro, pero enojado, y previendo que posiblemente esta noche fuera
tan ruidosa como las anteriores, se acostó, tomo una pastilla para dormir, y se puso a
leer unos informes de su trabajo que extrañaba, y anhelaba, contando los días para que
terminaran esas funestas vacaciones a la espera de que las pastillas hicieran su

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trabajo. En realidad, era su trabajo y nada más lo que hacía que olvide,
momentáneamente a su difunta mujer.

Debían ser las dos de la madrugada, cuando usando un improvisado ariete, los
cinco del barrio hicieron saltar la cerradura de la puerta de entrada de la casa del Sr.
Apaolaza. No temían el escándalo que hicieron en su empeño, es más, era parte del
plan. El caos debía llamar la atención del alienígena. Y lo hizo. Una vez que la puerta,
con la cerradura literalmente arrancada de cuajo, se abrió ruidosamente, impactando
violentamente contra la pared, el marciano, siempre usando su disfraz humano,
apareció en el hall de entrada bajando raudamente las escaleras. Jorge actuó
rápidamente, aventando sobre él dos cubos de agua helada y en un santiamén, el alién
se vio empapado de pies a cabeza. Reaccionó violentamente, y empuñando un extraño
aparato, que debía ser una sofisticada herramienta, que tomó de encima de un mueble,
se lanzó contra el chico. Antes de que pudiera alcanzar a Jorge, cayó sobre él una red,
que los chicos habían colgado anteriormente de la lámpara que alumbraba techo del
hall de entrada de la casa, adonde se estaban desarrollando los acontecimientos. Presa
de la confusión, enredado en la red, y totalmente empapado, el pretendido impostor
comenzó a tironear y debatirse, sin pronunciar palabra, pero gruñendo como un
chancho jabalí. Con fuerza que pareció sobre humana, el aparente marciano, logró
zafarse de su momentánea prisión, pero en vez de lanzarse contra alguno de los cinco
del baldío, que corrían y preparaban nuevos ataques a su alrededor, se lanzó a un
costado, e intentó tomar una pequeña caja de metal, que estaba escondida bajo una
mesa ratona. Mientras corría, en torno a ese objeto, fue alcanzado de lleno en su nuca
por el furioso golpe de un bate de béisbol, manipulado por el corpulento Martín. Debido
a la fuerza del impacto, el alién rodó por el suelo, sin llegar a la caja, y en ese instante,
antes de que pudiera atinar a nada, Fabricio, bien apertrechado con guantes y botas de
goma, soltó sobre él el pelado extremo de un cable, que a su vez estaba conectado a
un toma corriente. El agua que bañaba al pretendido marciano hizo lo suyo, y el sujeto
comenzó a vibrar, girar y retorcerse, mientras la electricidad recorría su cuerpo
calcinándolo. Pero los cinco del baldío no tenían certeza plena de que un alienígena
pudiera ser acabado simplemente con una tremenda descarga eléctrica, por lo que para
no tener sorpresas, Emilio, también calzando guantes y botas de goma, se lanzó contra
él con agilidad felina, clavándole una afiladísima daga en el pecho.

El ser se seguía retorciendo y gruñendo, mientras una sustancia viscosa surgía


de su pecho, de modo que, Martín, preso de una excitación animal, bárbara, volvió a
golpearlo en la cabeza y en las costillas una y otra vez, cada vez mas violentamente,
hasta que al fin, completamente abatido, el extraterrestre dejó de contornearse y gruñir.
Acto seguido, y a fin de destruir aquello que el invasor había querido proteger, los cinco
del baldío descargaron toda su furia sobre aquella misteriosa caja, destruyéndola por
completo.

Sin ningún tipo de remordimiento, aún presas de una brutal excitación y con el
íntimo convencimiento de que habían cumplido satisfactoriamente su misión, los cinco
del baldío salieron huyendo rápidamente de la casa.
Lejos, muy lejos, a miles de años luz de la tierra, en medio de la bastedad y
silencio del espacio, un extraño personaje de piel verde, sin boca ni nariz, con unos

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pequeñísimos ojos color caqui, aunque con una fisonomía similar a la de los seres
humanos, perdió la señal que desde hacía unas horas le llegaba, proveniente de uno
de sus miles de exploradores espaciales, cuya misión era la de escudriñar el espacio,
buscando planetas habitables para su raza. Golpeó con uno de sus cuatro dedos el
tablero que tenía frente a él, en la cabina de navegación de la nave insigne de una
colosal flota militar de la raza Treg, aquella temible civilización imperialista. Cuando se
convenció de que no había fallas técnicas, y que la señal se había perdido desde su
origen, se lo informó a su superior. El capitán maldijo, y le ordenó que continuara
monitoreando, aunque con pocas esperanzas. La señal enviada por la pequeña caja de
metal, no había llegado a la nave insigne el tiempo suficiente como para que la flota
pudiera encontrar las coordenadas para llegar al planeta que su solitario explorador
señalaba como apto para la vida de los Treg y por ende digno de colonizar.

El Señor Apaolaza hizo sus valijas, siendo eso lo único que le molestaba de irse
de allí, ya que en una semana, había tenido que desarmar, ordenar y luego volver a
acomodar su ropa tres veces. No entendía quién le había mandado esa nota, en la que
le daban esas vacaciones tempranas, pero ya no las aguantaba más, solo quería volver
a su casa, y a su trabajo, para alejarse de ese balneario lleno de jóvenes ruidosos.
Inclusive, en comparación con esos adolescentes alocados, pensó que prefería a los
cinco chicos revoltosos que se instalaban en el baldío contiguo a su casa, cuyo terco
dueño no quería vender. Guardó sus valijas, y depositó cuidadosamente su maqueta en
el asiento posterior del auto. Mientras manejaba por una ruta ardiente y llena de
tránsito, pensaba en la cantidad de papeleo que tenía que llenar en su trabajo, y en el
nuevo esfuerzo que supondría guardar toda su ropa en el placard, sin saber que al
llegar a su casa, iba a encontrarse con el cadáver de un explorador intergaláctico
electrocutado, y desfigurado, yaciendo en su hall de entrada. Tampoco tenía la menor
noción de que los cinco del baldío, quienes sin duda le darían todavía muchos malos
momentos, no solo le habían salvado la vida a él, sino que habían evitado el primer
intento de la raza Treg de colonizar la tierra.-

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