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Tahar Ben Jelloun

El niño de la arena
Traducción: José Alberto Mejía Pérez

1
Hombre

A primera vista tenía un rostro lánguido con algunas arrugas verticales,


perecidas a cicatrices ahondadas por las largas noches de insomnio, un
rostro mal afeitado, trabajado por el tiempo. Una vida, ¿qué vida? Una
extraña apariencia hecha de olvido –había maltrato, confusión e incluso
ofensa-. Se podía leer y percibir una profunda cicatriz como un gesto
burdo hecho con la mano o una mirada persistente, un ojo escrutador y
malicioso dispuesto abrirse de nuevo. Evitaba exponerse directo a la luz y
se cubría los ojos con el brazo. La luz del día, de una lámpara o incluso la
luz de la luna le lastimaba: Lo descarnaba, entrando bajo su piel,
desvelaba la morada de las lágrimas secretas: Él las sentía atravesar su
cuerpo como una flama que quemaría sus apariencias, una daga que le
retiraría lentamente el velo de la carne que mantendría entre él y los
demás la distancia necesaria. ¿Cuál sería el resultado si ese espacio que
los separaba y lo protegía de los demás se rompiera? Él quedaría expuesto
e indefenso ante las manos de los que no se habían cansado de curiosear,
de su desconfianza, e incluso de un odio tenaz; mal adaptados ante el
silencio y la inteligencia de una figura que les incomodaba por su sola
presencia autoritaria y enigmática.

La luz lo desvestía. El ruido lo perturbaba. Después de que él se retiró a la


recamara de la planta alta, cerca de la terraza, no aguantaba más el
mundo exterior con el cual se comunicaba una vez al día abriendo la
puerta a Malika, la criada que le traía la comida, el correo y un cuenco de
flores de naranjo. Él apreciaba a esta vieja mujer que era parte de la
familia. Discreta y dulce, jamás le hacía preguntas, pero una complicidad
debía acercarlos: El ruido. Aquellas voces agudas y lívidas. Aquellas risas
vulgares, los cantos lacerantes de la radio. Aquellos cubos de agua vertidos
en el patio. Aquellas de niños torturando un gato ciego o un perro de tres
patas perdido en aquellas callejuelas o los animales o los locos que se
hacía atrapar. El ruido de quejidos y lamentos de los mendigos. El ruido
estridente del llamado a la oración mal grabada y que un altavoz emitía
cinco veces al día. Eso no era un llamado a la oración, más bien una
incitación al disturbio. El ruido de todas esas voces y clamores subían de
la ciudad y se quedaban ahí suspendidas. Justo encima de su recamara,
al tiempo que el viento las dispersaba y atenuaba su fuerza.

Él había desarrollado esas alergias: su cuerpo, sensible e irritado, los


recibía a la menor conmoción, los incorporaba y los mantenía vivos a tal
punto de encontrar difícil conciliar el sueño, sino imposible. Sus sentidos
no estaban dañados como uno podría creer. Al contrario, se habían
agudizado sorprendentemente, activos y sin tregua. Se estaban
desarrollando y se habían tomado todo el espacio en ese cuerpo que la vida
había volcado y el destino cuidadosamente había abandonado.

Su olor invadía todo. Su nariz le hacía venir todos los olores, incluso
aquellos que no estaban todavía ahí. Decía que tenía la nariz de un ciego,
el oído de un muerto y la vista de un profeta. Pero su vida no fue
precisamente la de un santo, había podido serlo de no haber tenido tanto
por hacer.

Después de su retiro a la recámara de la planta alta, nadie se atrevía a


hablarle. Necesitaba bastante tiempo, quizás algunos meses, para
acurrucarse, poner en orden su pasado, corregir la imagen funesta que su
entorno había hecho de él éstos últimos años, preparar minuciosamente
su muerte y transcribirlo en el cuaderno grande donde registraba todo: su
diario, sus secretos –quizás un solo y único secreto- y también el bosquejo
de un relato del que solo él tenía la clave.

Una espesa y perdurable niebla lo había envuelto delicadamente,


dejándolo al abrigo de las miradas prejuiciosas y habladurías que sus
semejantes y vecinos debían intercambiar al umbral de sus hogares. Ésta
cubierta blanca lo tranquilizaba, lo incitaba a la somnolencia y alimentaba
sus sueños.

Su retiro no intrigaba excesivamente a su familia. Ellos estaban


habituados a verlo hundirse en un silencio absoluto o sus ataques
brutales e injustificables llenos de ira. Una cosa indefinible se interponía
entre él y el resto de la familia. Él debía de tener una buena razón, pero
sólo él mismo podía saberla. Había decidido que su universo estaba dentro
de sí y que incluso era superior al de su madre y de sus hermanas, en todo
caso, muy diferente. Incluso pensaba que ellas no poseían ningún
universo. Ellas se contentaban con vivir en la superficialidad de las cosas,
sin grandes exigencias, siguiendo su propia autoridad y sus voluntades.
Sin hablar entre ellas verdaderamente, ¿no asumieron que su retiro era
una imposición necesaria porque ellas no concebían la importancia de
perfeccionar sus cuerpos, sus gestos y la metamorfosis que sufrían sus
rostros a causa de los numerosos tics nerviosos que podrían desfigurarlo?

Depuis quelque temps, sa démarche n’était plus celle d’un homme


autoritaire, maître incontesté de la grande maison, un homme qui
avait repris la place du père et réglait dans les moindres détails la vie
du foyer.

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