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Capítulo 2 (Unidad IV): Principios de la formación y la ejecución de los contratos:

2.1. Autonomía privada:

Al desmembrar la palabra “autonomía”, nos damos cuenta de que ésta se compone por las
expresiones “auto”, que significa “propio” o “por sí mismo”; y “nomia”, que significa “norma”.
En el campo del derecho privado (es decir, del derecho aplicable entre los particulares), la
expresión “autonomía privada” consiste en la posibilidad que tienen los sujetos de derecho
(obviamente, los particulares –no los servidores públicos ni las entidades públicas–) de
autorregular o autogobernar, de manera libre y voluntaria –aunque dentro de ciertos límites–,
sus relaciones jurídicas, sean éstas personales, familiares o patrimoniales.

¿Cómo se expresa la autonomía privada? ¿A través de qué herramienta pueden los


particulares autorregular, libre y voluntariamente, sus relaciones jurídicas? Pues a través del
negocio jurídico. El principio de autonomía privada se manifiesta en el negocio jurídico, sea
éste personal, familiar o patrimonial.

Ahora, como se dijo, la autonomía privada encuentra ciertos límites establecidos en el


ordenamiento jurídico. Estos límites son más estrictos en los negocios jurídicos personales y
familiares; en cambio, en los negocios jurídicos patrimoniales, como el contrato, la autonomía
privada es mucho más amplia (aunque no es absoluta). En el ámbito contractual, la autonomía
privada se llama “libertad contractual”.

¿Qué poderes concretos (derechos, libertades) confiere la “libertad contractual” a los


particulares? La libertad contractual les permite a los particulares, por regla general y bajo
ciertos límites, entre otras cosas: (i) decidir si contratan o no; (ii) decidir con quién contratan;
(iii) decidir qué tipo de contrato celebran (compraventa, arrendamiento, etc.); (iv) decidir el
contenido de los contratos que decidan celebrar, es decir, los derechos y las obligaciones que
se derivarán de los contratos que decidan celebrar (qué objeto venderán o comprarán, a qué
precio lo venderán o comprarán, dónde y cuándo cumplirán sus obligaciones, etc.); (v) elegir la
forma (verbal, escrita, etc.) en que contratarán, siempre que el contrato sea consensual; (vi)
elegir si contratan directamente o a través de apoderado, siempre que se trate de personas
legalmente capaces (pues las personas legalmente incapaces deberán contar necesariamente
con la intervención de su representante legal al momento de contratar); (vii) modificar el
contenido inicial de los contratos que hayan celebrado; y (ix) terminar por mutuo acuerdo los
contratos que hayan celebrado.

¿Y cuáles son los límites existentes frente a la “libertad contractual”? La “libertad contractual”
encuentra dos tipos de límites: jurídicos (determinados por el ordenamiento jurídico, por las
normas jurídicas) y fácticos (determinados por la realidad social y económica que rodea la
contratación).

A su vez, entre los límites jurídicos encontramos tres clases, a saber: las normas imperativas; el
orden público; y la moral y las buenas costumbres.

Las “normas imperativas” son aquellas que no admiten pacto en contrario. Como ejemplo de
normas imperativas que limitan jurídicamente la libertad contractual encontramos los
siguientes: (i) la obligación de contratar, frente a ciertos sujetos de derecho –por ejemplo,
frente a los prestadores de servicios públicos domiciliarios, se establece, mediante norma
imperativa, la obligación de celebrar el contrato de prestación de servicios públicos
domiciliarios con cualquier persona que ocupe permanentemente un inmueble–; (ii) ciertos
derechos y obligaciones imperativos en favor de ciertos contratantes, que no pueden ser
desconocidos ni aun por mutuo acuerdo entre los contratantes –por ejemplo, el derecho del
arrendatario de local comercial a la renovación del contrato cuando se han cumplido los
requisitos establecidos en el Código de Comercio–; y (iii) la forma impuesta que deben cumplir
imperativamente ciertos contratos, so pena de inexistencia –como los contratos de
enajenación de inmuebles o de establecimientos de comercio–.

Por su parte, el orden público se refiere al interés general, y se concreta como límite jurídico la
libertad contractual, por ejemplo, en las prohibiciones de apropiación y enajenación privadas
de bienes de uso público. Estas prohibiciones, si bien están dadas por normas imperativas,
obedecen también a una exigencia vinculada con el orden público, pues lo que procura es que
no se afecte la necesidad colectiva de transitar por los lugares públicos y en general de
aprovechar los bienes de uso público.

Finalmente, en cuanto a los límites jurídicos relacionados con la moral y las buenas
costumbres, las hipótesis concretas de ocurrencia son bastante discutibles: así, por ejemplo,
¿será que la cláusula contractual en la que se obliga a una modelo, contratada como imagen
de una marca determinada, a no quedar embarazada en un tiempo determinado, es contraria
a la moral, por atentar contra la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad de la
modelo en cuestión? Evidentemente, la definición de los supuestos de limitaciones a la
libertad contractual por motivos vinculados con la moral y las “buenas costumbres” es un
asunto de argumentación.

En relación con los límites fácticos a la autonomía privada, encontramos tres ejemplos: (i) la
“obligación” que tenemos todas las personas naturales de celebrar ciertos contratos, no
porque el ordenamiento jurídico nos lo ordene, sino porque dichos contratos son necesarios
en la práctica, en nuestra vida cotidiana, para satisfacer nuestras necesidades básicas –como
ocurre con el contrato de prestación de servicios públicos domiciliarios, el cual todos nos
vemos obligados a celebrar si queremos vivir con mínimas condiciones de salubridad y
bienestar personal–1; (ii) los “contratos por adhesión”, esto es, aquellos contratos cuyo
contenido no viene determinado libremente por ambas partes contratantes, sino solamente
por una de ellas, de tal suerte que a la otra no le queda más opción que aceptar o rechazar
dicho contenido, contratando o absteniéndose de hacerlo –como ocurre con los contratos de
compraventa que se celebran en los supermercados, donde los compradores no tienen la
opción de negociar con el vendedor el precio, la forma de pago ni los demás aspectos del
contenido del contrato, sino solamente aceptar o rechazar íntegramente estos aspectos–; y
(iii) los contratos “estandarizados”, esto es, aquellos contratos que, además de ser por
adhesión, tienen un contenido “estándar” o “uniforme”, es decir, un clausulado general,
aplicable frente a cualquier persona interesada en celebrarlos –como ocurre con los contratos
de seguro o de prestación de servicios públicos domiciliarios, en los cuales la aseguradora o el

1
Es decir, teórica y jurídicamente las personas naturales tenemos libertad para decidir si celebramos o
no estos contratos. Sin embargo, en la práctica, la realidad nos “obliga” a celebrarlos, pues
consideramos que sin ellos no podríamos vivir dignamente.
prestador de dichos servicios manejan un formato, unas condiciones generales, un clausulado
general, que se aplicará a quienes decidan someterse a él–.

Frente a los límites fácticos a la libertad contractual, el derecho lo que procura es proteger a la
parte débil del contrato. En este sentido, el derecho establece, por ejemplo, la prohibición de
que la parte fuerte imponga “cláusulas abusivas”, y las sanciona con nulidad absoluta. Como
ejemplos de cláusulas abusivas tendríamos aquellas que limitan la responsabilidad civil en que
pudiera incurrir la parte fuerte por incumplimiento contractual, o que exoneran totalmente a
dicha parte de tal responsabilidad; y aquellas que le impiden a la parte débil proponer ciertos
medios de defensa frente a la parte fuerte en caso de que ésta la demande.

En síntesis, podríamos graficar como sigue el “panorama” de la autonomía privada en el


ámbito contractual (o lo que es lo mismo, la libertad contractual):

Libertad contractual

Derechos (libertades) Límites

Contratar o no contratar Jurídicos Fácticos

“Obligación” (práctica,
Elegir con quién se contrata Normas imperativas no jurídica) de
contratar

Contratos “por
Definir el contenido del contrato Orden público adhesión”

Elegir la forma del contrato (si Moral y buenas Contratos


éste es consensual) costumbres “estandarizados”

Ç
Contratar directamente o
mediante apoderado (si se es
legalmente capaz)

Modificar o terminar por mutuo


acuerdo el contrato
2.2. Consensualidad o consensualismo:

Los negocios jurídicos en general, y los contratos en particular, se rigen por el principio del
consensualismo, cuyo sustento se encuentra en los artículos 333 de la Constitución y 824 del
Código de Comercio2. Este principio significa que, por regla general, los negocios jurídicos, y en
particular los contratos, son consensuales, de forma libre. “Por regla general” significa que los
negocios jurídicos y los contratos sólo serán de forma impuesta cuando haya una norma
expresa que así lo establezca (a falta de norma expresa, se entenderá que el negocio jurídico o
el contrato de que se trate es de forma libre).

Ahora bien, los contratos de “forma impuesta” pueden ser “solemnes”, cuando la forma
impuesta consiste en la elaboración de un documento (sea de un documento privado, de un
documento privado autenticado o de una escritura pública); o “reales”, cuando la forma
impuesta consiste en la entrega del bien objeto del contrato (como ocurre en los contratos de
depósito, de mutuo y de comodato, los cuales no son existentes hasta que se cumpla la “forma
impuesta” consistente en entregar al depositante, al mutuario o al comodatario el bien dado
en depósito, en mutuo o en comodato, según el caso).

La gráfica del principio de “consensualismo” sería, entonces, la siguiente:


Consensualismo

Regla general: contratos Excepción: contratos de “forma


consensuales o de “forma libre” impuesta”

Contratos “solemnes” Contratos “reales”


(“forma impuesta” = (“forma impuesta” =
documento) entrega del bien objeto
del contrato)

Contratos de enajenación de inmuebles Contrato de depósito


(“forma impuesta” = escritura pública)

Contrato de mutuo

Contratos de enajenación de establecimientos


de comercio (“forma impuesta” = documento Contrato comodato
privado autenticado o escritura pública)

2
Artículo 333 inciso 1º de la Constitución: “La actividad económica y la iniciativa privada son libres,
dentro de los límites del bien común. Para su ejercicio, nadie podrá exigir permisos previos ni requisitos,
sin autorización de la ley”.
Artículo 824 del Código de Comercio: “Formalidades para obligarse. Los comerciantes podrán expresar
su voluntad de contratar u obligarse verbalmente, por escrito o por cualquier modo inequívoco. Cuando
una norma legal exija determinada solemnidad como requisito esencial del negocio jurídico, este no se
formará mientras no se llene tal solemnidad”.
2.3. Buena fe:

En materia contractual, el principio de buena fe se concreta en el deber de las partes


contratantes de actuar con rectitud o corrección, con lealtad, con honestidad, con claridad,
con diligencia, con seriedad, con coherencia, con equilibrio, considerando incluso los intereses
de la otra parte contratante y colaborando con ella, sin defraudar su confianza. La buena fe
incluye también el deber de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios.

Obviamente, el deber de actuar de buena fe no requiere pacto o cláusula (es decir, dado que
este deber está directamente establecido en la Constitución y en la ley, no es necesario que las
partes contratantes expresamente lo asuman), y además no admite pacto o cláusula en
contrario (esto es, no es posible que las partes se liberen de él). La buena fe es, entonces, un
elemento imperativo, “de la naturaleza” de todos los contratos.

Este principio se aplica durante todas las etapas que atraviesan los contratos, a saber: la etapa
pre-contractual o de preparación (que tiene lugar antes de la celebración del contrato, y en la
cual, en ciertos casos, las partes tienen la posibilidad de discutir o negociar si celebrarán el
contrato y en qué condiciones lo harán); la etapa de perfeccionamiento del contrato (esto es,
el momento de su celebración); la etapa de ejecución del contrato (es decir, durante su
cumplimiento); y la etapa post-contractual (esto es, la etapa posterior a la extinción del
contrato).

Así, por ejemplo, en la etapa pre-contractual habría mala fe si una de las partes engañara a la
otra sobre el contenido relevante del contrato (incurriendo así en “dolo”); y también la habría
si una de las partes intervinientes en la discusión previa a la celebración del contrato decidiera
abrupta e injustificadamente no celebrarlo, luego de haber generado, en la otra parte, la
convicción razonable, la expectativa legítima, de que sí lo celebraría. En ambos casos, la parte
responsable deberá indemnizar los perjuicios que haya causado con su conducta contraria a la
buena fe.

Así mismo, durante la celebración del contrato, habría mala fe en el supuesto en que,
habiéndose encargado una de las partes de redactar el contrato, la misma llevara a cabo esta
redacción de forma ambigua, confusa, con el específico propósito de perjudicar a la otra parte
contratante. En tal caso, la solución que propone el derecho consiste en interpretar estas
cláusulas ambiguas en favor de la parte que no las redactó.

Durante la ejecución del contrato, podría decirse, por ejemplo, que en un contrato de
compraventa el deber de buena fe implica para el vendedor la obligación de cuidar o custodiar
diligentemente el bien objeto de venta, y abstenerse de dañarlo dolosa o culposamente, antes
de la fecha prevista para su entrega al comprador.

Finalmente, una infracción al principio de buena fe en la fase post-contractual podría darse,


por ejemplo, cuando una persona que, a raíz de un contrato cualquiera (laboral o de
prestación de servicios, por ejemplo), haya accedido a información secreta, y la divulgara con
posterioridad a la terminación de dicho contrato.

El principio de buena fe está consagrado tanto en la Constitución como en el Código de


Comercio, así: Artículo 83 de la Constitución: “Las actuaciones de los particulares y de las
autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe, la cual se presumirá en
todas las gestiones que aquellos adelanten ante éstas”. // Artículo 863 del Código de
Comercio: “Buena fe en el periodo precontractual. Las partes deberán proceder de buena fue
exenta de culpa en el período precontractual, so pena de indemnizar los perjuicios que se
causen”. // Artículo 871 del Código de Comercio: “Principio de buena fe. Los contratos deberán
celebrarse y ejecutarse de buena fe y, en consecuencia, obligarán no sólo a lo pactado
expresamente en ellos, sino a todo lo que corresponda a la naturaleza de los mismos, según la
ley, la costumbre o la equidad natural”.

Además, como una manifestación concreta de este principio, los artículos 830 y 831 del Código
de Comercio establecen las prohibiciones de abusar de los propios derechos y de enriquecerse
injustamente :Artículo 830 del Código de Comercio: “Abuso del derecho-indemnización de
perjuicios. El que abuse de sus derechos estará obligado a indemnizar los perjuicios que cause ”.
// Artículo 831 del Código de Comercio: “Enriquecimiento sin justa causa. Nadie podrá
enriquecerse sin justa causa a expensas de otro”.

2.4. Solidaridad:

La solidaridad está consagrada, de una manera muy general, en el artículo 95 numeral 2º de la


Constitución Política, como un deber de la persona y del ciudadano. Esta norma establece que
la persona y el ciudadano deben “[o]brar conforme al principio de solidaridad social,
respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro la vida o la
salud de las personas”.

El deber de solidaridad se fundamenta en el reconocimiento de que las personas no estamos


ubicadas en un plano de igualdad real, en lo que tiene que ver con nuestras condiciones socio-
culturales, cognitivas, económicas, etc., y de que por lo tanto se hace necesaria la protección a
las personas más vulnerables, estableciendo para ello un deber de colaboración o ayuda
mutua entre las personas.

Ahora bien, el contenido exacto de este principio no está claramente delimitado. Al contrario,
bien podría preguntarse: ¿hasta dónde los particulares deben colaborar con los demás,
sacrificando sus propios intereses? La respuesta será siempre un asunto de argumentación.

Como ejemplo de la vida real, podríamos citar el caso de una persona que, luego de haber
recibido un préstamo de dinero de una entidad bancaria (contrato de mutuo), fue secuestrada
y consecuentemente incurrió en mora en el pago de sus obligaciones como mutuaria del
banco. Obviamente, el banco demandó ante un juez el embargo, el secuestro y el remate de la
casa de esta persona deudora, pero ésta, cuando fue liberada, solicitó mediante “acción de
tutela” que se le amparara su vivienda. Ante tal situación, la Corte Constitucional (órgano
judicial) ordenó al banco, con base en el principio de solidaridad, que re-financiara el crédito, y
dejó sin efectos buena parte del trámite de ejecución que se había adelantado.

Evidentemente, esta decisión judicial es bastante polémica: ¿por qué tendría el banco que
correr con la “mala suerte” de sus deudores? ¿No sería más bien el Estado el obligado a
amparar a las personas vulnerables? ¿Hasta dónde los particulares están jurídicamente
obligados a sacrificar sus propios intereses para socorrer al prójimo en su vulnerabilidad y en
sus necesidades?

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