Está en la página 1de 22

QUE SE LO COMAN

LOS PERROS
Efraín Rodríguez Valdivia
*********

Efraín Rodríguez Valdivia. (1988, Ilo, Perú). Ha sido periodista del semanario El Búho, del diario La República y del
servicio en español de Radio Francia Internacional.
El montículo de tierra se elevaba sobre la tumba de Francisco y sellaba el ataúd con un peso
compacto. Los gránulos de polvo en la superficie de la tumba trazaban los contornos secos. Todo
parecía áspero, inamovible como el difunto dentro del ataúd.

La viuda miró el montículo de tierra. Caminó arrastrando los pies hacia la tumba y colocó un clavel
blanco en la lápida. Luego se quedó parada frente a la fosa. Su sombra atravesaba la superficie de la
tumba y oscurecía los contornos pétreos de la tierra abultada. Sin embargo, una ventisca cargada de
polvo la transparentó y peinó sobre el montículo de tierra hasta remover los surcos áridos. La viuda
retrocedió unos pasos, se cubrió la cara con un antebrazo y alzó la vista.

Unos copos negros flotaban, como una nevada negra, y se precipitaban desde las cumbres de las
cerros. Caían sobre su figura y rodaban por su ropa hasta extinguirse en una mancha plomiza sobre
la tela al igual que el tabaco recién quemado. Miró el clavel blanco recubierto de copos negros en la
lápida. Lo levantó y lo metió en un bolsillo de la falda.

El halo amarillento de las diecisiete horas había desparecido entre unas nubes de polvo y la nevada
de copos negros. El viento rasante bajaba directo hacia el cementerio desde las faldas azulinas de
los cerros llenos de socavones mineros. Batía la tierra reseca y formaba varios remolinos ciegos a
largo del pueblo.

La viuda dio la espalda a la tumba y observó a su hija Elvira sostenida unas muletas. La
poliomielitis le había destrozado las rodillas en la infancia. La ventisca formaba una cortina de
polvo mientras arrasaba al cementerio y el montículo de tierra. La viuda le buscó la mirada a Elvira.
Ninguna de las dos había llorado. Y se aproximó hacia ella.

—Mi más sentido pésame —dijo la hermana de la viuda, Susana, adelantando un paso. Ella apenas
le hizo un gesto con la mano y tomó a Elvira del brazo. «Vámonos», susurró, sin convicción, y
salieron del cementerio. Las tres mujeres eran las únicas asistentes al sepelio.
La ventisca invadió todos los espacios del cementerio. Alteró la hediondez de las aguas de las flores
pútridas entre las tumbas y la mezcló con los remolinos precipitados hacia el pueblo. Las tres
mujeres se protegieron del viento granulado bajo el arco del acceso principal. La viuda iba a cruzar
el umbral cuando notó un espectro humano envuelto entre unas telas negras, en medio de los
remolinos. La sombra distinguió a lo lejos y se acercó más rápido.

—¡Hija! —vociferó el cura ganando la protección—. Perdón por llegar tarde. Mi más sentido
pésame y que Dios acoja a Francisco en esta nueva morada.
La viuda le miró directo al rostro y guardó silencio. Pero el cura tropezó con su mirada. La viuda
hizo una venia ligera con la cabeza.
—Resignación y oración para este momento —lamentó el cura, sujetándola por el hombro con una
mano—. Dios sabe por qué hace las cosas.
Enseguida el sacerdote extendió la otra mano para tomar el antebrazo de Elvira. Sin embargo, ella
lo esquivó despacio. Retrocedió y salió hacia calle sin asfalto apoyada en las muletas. Susana
avanzó detrás de ella para acompañarla.

—Perdónela, padre —dijo la viuda—. Usted ya sabe cómo es Elvira.


El cura vio los copos negros cubriendo la redondez de sus hombros, la curva de sus nalgas, la
firmeza de sus muslos.
—Pierda cuidado —replicó el cura—. A sus veinticinco años, Elvira sigue haciendo los mismos
desplantes y berrinches como cuando nació.
La viuda guardó silencio otra vez.
—Pero no importa —continuó—. Ya se le quitará, tarde o temprano.
El cura se limpió el polvo de la sotana y extrajo una manojo de bocaysapos marchitos de un
bolsillo.
—Perdóneme por el retraso —reiteró—. Quería dejarle esto a Francisco. Quisiera que me espere un
momento.
La viuda asintió, sin convicción. El cura ingresó al cementerio con el buqué en la mano, atravesó
los remolinos sin importarle la densidad del polvo y se arrodilló frente a la tumba de Francisco para
rezar una oración. Luego plantó las flores en el montículo y regresó al arco del acceso principal.

—¿Creo que va para la casa? —supuso el cura.


La viuda apenas le entendió y enseguida le evadió la mirada. Sin embargo, el cura acercó la cabeza
hacia ella.
—Le acompañó —indicó.
Ambos bajaron por la calle principal sin asfaltar y se perdieron entre casas de barro coronadas con
techos de calamina. En un extremo del cementerio, tres cabezas emergieron detrás del muro de
protección del camposanto. Saltaron los bordes para entrar y avanzaron entre las nevada de copos
negros.

—¿Cuál es?— preguntó el alto.


—La que no tiene cruz —respondió el tuerto.
—Esa, ¿la ves? —indicó el calvo señalando con el dedo—. La que lleva flores. ¿No viste que el
cura las puso?

Los tres rodearon la tumba de Francisco. Habían observado todo el entierro detrás del parapeto del
cementerio. El viento silbaba entre los desperdicios y los elevaba encima de las cabezas.

—Así que este es el famoso —confirmó el tuerto.


—¿La anciana baja de canas es su mujer? —indagó el calvo.
—Sí —contestó el tuerto—. Esa es su esposa.
El alto no les prestaba atención. Se acuclilló frente a la tumba, arrancó el buqué de flores y empuñó
un poco de tierra. Deshizo la consistencia de polvo con piedras entre las manos. Se quedó
pensativo.
—¿Esto puede asentarse más? —preguntó.
El tuerto inclinó la cabeza hacia el montículo.
—Depende —respondió—. Si llueve, puede que sí.
El alto terminó de desbaratar el manojo de tierra en los dedos. Luego se levantó despacio.
—Pero dicen que en este pueblo casi nunca llueve —replicó mirándolos.
—Pues no sé —repuso el tuerto—. Tenemos el mismo tiempo en este lugar.
El calvo se apartó y circuló alrededor de la tumba contando los pasos. Notó que la ventisca reducía
su fuerza.
—Parece que es bastante tierra —indicó el calvo—. Un par de toneladas. Es bastante.
—Sin embargo, para lo que nos espera, es poco —refirió el alto.
Los copos negros se precipitaban como una nevada tenue.
—¿Están seguros que es este? —volvió a interrogar el alto.
—Sí —reiteró el tuerto—. ¿No lees en la lápida?
El alto inclinó el cuerpo hacia la tumba y la limpió con la mano para descifrar las letras.
—Es verdad que no sabes leer —se burló el calvo.
El alto levantó la cuerpo a tientas y volteó lentamente.
—Calla, concha de tu madre —respondió.
El calvo no se inmutó. Pero, el tuerto lanzó un risita corta.
—Ya, no lo jodas al intelectual —indicó.
—Para la próxima, no respondo —dijo el alto.
—Ya, carajo, no jodas—afirmó riendo el tuerto.
—¿Qué pasa? —sonrió el calvo—. ¿Estás sensible?
—Sensible y con ganas de disparar —dijo el alto acomodándose el revólver debajo de la camisa.
—Tranquilo, Chuck Norris —señaló el calvo—. Mejor alista tus balas para la culona de muletas.
El alto se ajustó la correa del pantalón para sentir el cañón.
—Esa no se me escapa —indicó el alto.
—Entonces guárdate tus energías —dijo el calvo.
El tuerto volteó hacia la tumba. La nevada de copos negros había cubierto totalmente la superficie.
No se notaban las grietas de la tierra. La lápida apenas se distinguía.
—La que tampoco se nos puede escapar es la vieja —recordó el tuerto.
El alto y el calvo giraron la vista al montículo.
—¿Te acuerdas dónde vive? —preguntó el alto.
—Sí —afirmó el calvo—. Cerca al bar, en el otro extremo del pueblo.
—Lo más difícil ya pasó —indicó el calvo—. Ya tenemos confirmado este huevón duerme tres
metros bajo tierra.
—Será motivo para ir a ver el movimiento por la casa—dijo el tuerto.
—No perdamos más tiempo entonces —dijo el alto.

—Ese es Francisco —dijo—. La viuda y Susana lo observaron mirando una fotografía. Elvira
estaba en su habitación.
La viuda colocó su taza y miró a su hermana.
—Pensar que este hombre hizo tantas cosas por este pueblo —continuó—. Nadie ha hecho tanto por
este lugar. Alguien quien dialogó y pregonó entre los violentos sin hablar el idioma de la fuerza.
Susana se incomodó. Pero la viuda le hizo un ademán de silencio.
—Porque quien controla su carácter en medio de la guerra, resulta siendo mejor que todos los
héroes.
La viuda lo calculó de reojo. Hablaba sin mirarlas, como en las homilías de rutina.
—Ni siquiera se dignaron a ir a darle un último adiós. ¿Es que acaso este pueblo no ha aprendido
nada de su gente buena? ¿No le van a reconocer ni un solo espacio en sus corazones y en la
historia?
La cura regresó su sitio.
—Ya lo tienen, allí está muerto, desde ayer, por un infarto. Y, en adelante, qué quieren. ¿Es que
acaso ya no tiene suficiente con su muerte? ¿Qué mas quieren? ¿Ahora se lo van a comer?
La viuda se inclinó hacia su hermana.
—¿Puedes llamar a Elvira? —susurró.
Susana se levantó y tocó la puerta. Pero, Elvira no abrió.
—Elvira, soy tu tía, abre —ordenó—. Tu mamá te está llamando.
—Ahora no puedo —contestó desde adentro.
Susana volvió a la sala.
—No quiere venir.
El cura las oyó. Sin embargo, continuó su monólogo.
—Pero recuerden algo. Se darán a conocer sus maravillas en las tinieblas, y su justicia en la tierra
del olvido. Porque Francisco era una fuente de reserva moral entre estos fariseos que abundan en
quintales.
La viuda se sobó los párpados. Parecía cansada.
—Dile que venga —insistió.
Susana se paró, tocó la puerta despacio.
—Elvira, ahora tienes que abrir. Te están llamando.
Elvira guardó silencio. Susana volvió a tocar con la misma fuerza tenue, pero con más frecuencia.
—Elvira, te estoy hablando.
No respondía. Susana la imaginó recostada en la cama, con las muletas a un costado.
—Elvira, te estoy hablando en serio.
Ella permaneció en silencio.
—Mocosa —pensó—. Si fuera mi hija, me abre la puerta a correazos.
Susana volvió a la sala.
—Dice que no puede venir.
La viuda se paró de golpe.
—Entonces ayúdame a llevar estas tazas a la cocina —dijo—. Un momento, padre.

El cura se quedó solo en la sala. Susana puso la bandeja en el lavadero. Luego miró el patio trasero
detrás de la ventana. El viento rasante empezó a correr con fuerza otra vez. La viuda entró a la
cocina. «Me despides de mi sobrina —indicó Susana—. Me voy a casa. Dile a ese cura que no
tengo estómago para escuchar sus idioteces a estas horas de la tarde».

La viuda se acercó despacio. «¿Si viene tu exmarido, el Alan? —preguntó la viuda—. ¿Le digo que
aún tienes estómago para verlo?». Y Susana volteó: «Ese vago, vicioso de la ruleta, que se vaya al
carajo».
La viuda la examinó con la mirada: «Tienes sesenta años y todavía no cambias», dijo. Susana se
dirigió a la puerta de la cocina: «Y tú has cumplido setenta y todavía me haces preguntas cojudas».
La viuda la sujetó por el hombro. «En cualquier rato llega». Susana giró un poco. «Bueno, entonces
mándalo a la mierda de mi parte», respondió zafando el cuerpo y fue a la sala. Cogió sus cosas. Se
acomodó la chompa y colocó un abrigo. La viuda apareció detrás de ella.

—¿Ya se va tan temprano? —indagó el cura.


Susana desató un atado pequeño, contó unas monedas y luego las volvió a anudar.
—¿Pero ni siquiera hemos rezado un salmo? —insistió—. Es más, a usted no la he visto nunca en la
parroquia.
Puso el dinero en un bolsillo de la falda.
—No gracias, padre —respondió recogiéndose el pelo—. Dios no necesita de esta pecadora.
Y se metió al baño. La viuda la sintió bajarse los calzones.
—Todas las pecadoras son iguales —indicó el cura.
La viuda se sentó al lado del cura algo incómoda.
—¿Y Elvira no piensa venir? —el sacerdote—. Aunque sea para rezar un momento.
—No quiere venir.
—Elvira debería darse cuenta que estamos en el recuerdo de su padre. Que lo hizo él por ella, nunca
nadie lo haría. Yo le pido, por favor, que necesito que venga.
La viuda se dirigió y tocó la puerta. No respondía. Iba a volver a intentar cuando sonó el timbre de
la calle. Pensó en Alan. «Con su permiso», le dijo al cura. Salió para abrir la reja y, desde la huerta
seca, distinguió una sombra amorfa, inasible detrás a los barrotes.
—¡Quién es! —gritó.
La sombra avanzó un paso con un bulto entre los brazos.
—Vengo de parte de la municipalidad para dejar esta corona de flores —dijo la voz.
La viuda identificó una figura robusta de rostro cetrino, mirada recta, nariz de loro. Se acercó y
abrió la reja.
—Soy el suboficial de la policía, Apaza, a sus órdenes —dijo.
Ambos entraron con el arreglo floral hasta la casa.
—Buenas noches —saludó el policía.
El cura no le contestó. El policía lo dibujó con la vista. Y luego repasó toda la sala con sus ojos.
—Aquí se lo dejo. Lo manda el alcalde, tiene una tarjeta firmada con su nombre.
La viuda notó las flores llenas de copos negros.
—Gracias —contestó a secas—. ¿Algo más?
—No, eso es todo —concluyó Apaza.
La viuda lo acompañó a la reja. Cuando regresó, encontró a Susana inclinada sobre el arreglo
leyendo la tarjeta.
—Claro —murmuró—. Imposible que olvidara a su amigote.
Susana abandonó la sala dejando la puerta abierta. El viento le golpeó en la cara y cerró los ojos
para impedir la filtración del polvo. Al llegar a la reja, percibió a un hombre flaco dentro de la
huerta. Le cambió el semblante. El hombre se detuvo a medio camino.
—¡Oye, animal! —exclamó Susana—. ¿Has trepado la reja para entrar?
—Primero, nuevas noches —saludó Alan.
—Respóndeme, ¿has trepado la reja?
—Buenas noches —reiteró Alan.
—Ojalá, uno de estos días, te peguen un tiro por entrar así a una casa que no es tuya.
Alan se paró frente a ella. No llevaba abrigo. Apenas una camisa blanca percudida, sudada, sin
planchar.
—Tranquila, todo está bien.
—Entonces se cumplió la amenaza, viniste. —dijo acercándose—. ¿Qué quieres?
—Susana, déjate de cosas. Yo solo he venido a dar el pésame.
Ella se aproximó para tratar de echarlo.
—¿A dar el pésame saltándote la reja?
—Ya, Susana cálmate, nadie se ha dado cuenta —dijo tranquilo. Yo he venido a ver a tu hermana y
a Elvira.
—Por Elvira, ni te hagas ilusiones porque está encerrada. Y como ya sabes mi hermana nunca
quiere verte. Así que mejor vete por donde viniste.
Alan metió las manos en los bolsillos. Parecía no escucharla.
—Yo solo he venido a dar un pésame.
—Pues vete a otra parte con tus pésames.
—Ya, Susana, córtala. Yo solo he venido a saludar.
—A saludar como un bandido. Metiéndote por la reja. Aquí no queremos nada. Ni las buenas
noches de un apostador de ruletas como tú.
Alan amagó el paso para evadirla e ingresó hacia la casa. Susana lo sujetó de la camisa para
detenerlo. Sin embargo, él la apartó.
—¡Eres un conchudo! —exclamó con un resabio de cólera contra su exmarido—. ¡Todavía tienes la
cara de venir!
Alan fingió no escucharla.
—Uno de estos días voy a buscarte—vociferó ingresando a la casa—. Quiero recoger mis cosas.
—Pues búscalas en la basura —gritó Susana y cerró la reja con fuerza al salir.
Alan cruzó el umbral y pasó de frente a la sala. Encontró a la viuda hablando con el cura.
—Buenas noches —dijo.
Ambos lo miraron. El cura se acomodó en el sillón.
—¿A usted nadie le ha enseñado a tocar la puerta? —preguntó estirando su sotana.
—Buenas noches —avanzó Alan ignorando adrede al sacerdote.
La viuda parpadeó para reconocerlo. Hacía varios meses que no lo veía. Alan entró arrastrando los
pasos y se sentó en un sillón.
—He venido a darte mi más sentido pésame —murmuró.
La viuda apenas reaccionó. Alan le estrechó la mano. Ella no se movió.
—¿Cómo has entrado?
—Susana abrió la reja. Justo la encontré al llegar. Vine para darte mi pésame.
La viuda no le contestó. Alan se quedó inmóvil y miró el fondo el pasillo interno de la casa.
—¿Qué quieres, Alan? —indagó.
—Quiero ver a Elvira.
La viuda se paró del sillón y se dirigió al puerta de la casa.
—No está.
Alan la siguió con la vista. Luego levantó el brazo señalando el pasillo.
—Pero si la Susana acaba de decirme que ella está en su cuarto.
—Elvira no está.
Alan bajó la mano despacio y se hundió en el cojín del sillón.
—¿Qué quieres? —reiteró la viuda.
—Quería darte el pésame.
—Ya me lo has dado.
Alan permaneció quieto unos segundos. Parecía una estatua reseca, insensible.
—Quiero darle el pésame a Elvira también.
—Yo se lo diré cuando vuelva —cortó en seco la viuda y le mostró la salida—. Y ahora, por favor,
lárgate.
Alan vaciló. No tenía más ideas en la cabeza.
—¿Pero, de verdad, Elvira no está?
La viuda apretó el marco de la puerta con una mano.
—Alan, por favor, lárgate.
Alan se paro y avanzó hacia la salida.
—Lo que tú digas.
—Hasta nunca, Alan.
Él se inclinó hacia ella.
—Hasta pronto.
La viuda lo persiguió para cerciorarse que saliera por la reja. Luego entró y se sentó en sillón junto
al cura. Apenas notó su presencia.
—Qué pesado este vicioso —dijo el sacerdote.
—Ya se fue —detalló la viuda—. ¿Qué me estaba diciendo ante que llegara mi ex cuñado?
—Que deseo hablar con usted en privado.
La viuda quiso responderle, pero agachó la vista. Sintió la fatiga del día.
—Ahora no puedo, padre. No tengo cabeza.
—Pero solo será un momento. Es importante.
La viuda creyó repetir el mismo momento con Alan.
—Uno de estos días. Ahora no puedo
—Pero hija —insistió el cura—. El legado de Francisco no puede esperar ni un día más.
La viuda percibió la oscuridad total en la ventana. El café se había enfriado. Los copos negros aún
caían con fuerza.
—Padre, el legado de Francisco no se moverá ni un ápice.
—Por eso mismo, necesitamos hablar para apuntalarlo.
—Pero ahora no puedo.
Y la viuda cerró los ojos.
—Nadie puede mover el legado de un muerto.
El cura no sintió ningún sentimiento de compasión. Se colocó el abrigo y se dispuso a salir.
—Eso es que tú crees, hija.
—Le acompaño, padre.
La viuda volvió a hacer el mismo trayecto por segunda vez. Toda la huerta estaba cubierta de copos
negros. Los vientos aún se mantenían con una relativa fuerza. Los cables de luz se mecían tornando
irregular la luz. La viuda abrió la reja.

Los tres miraron en silencio a la tumba. El viento suave descendía desde las faldas de los cerros y
peinaba sus cabezas. «Además —añadió el alto— ya va a anochecer». Y apuntó con una mano los
lomos de las montañas. El cielo extendía una franja violácea sobre las puntas agrestes. Y enseguida
se tornaba gris en la bóveda del cielo.

Los tres caminaron entre las tumbas. Los copos negros golpeaban sus rostros, se impregnaban en
sus ropas, tiznaban sus perfiles. Saltaron el parapeto y bordearon el muro hacia el cerro.
Continuaron por los bordes entre las piedras y el cascajo roído por la insistencia del viento. Los
pasos se hundían marcando los zapatos toscos en esos espacios baldíos a donde no llegaban ni los
perros.

Entraron a una explanada reseca. Allí se instalaba el mercado ambulante matutino. Y sintieron los
desperdicios de las frutas con las carnes abandonadas en un saco de basura. Alargaron el trayecto
pateando las botellas de plásticos puestas como límites entre los puestos.

Luego bajaron por una calle sin veredas, pegados contra los muros de adobes y las ventanas rotas de
las casas. Pasaron frente la iglesia donde se movían unas sombras a luz de las velas. Se fijaron en la
entrega de unas flores en la municipalidad a punto de cerrar e ingresaron a un pasaje de lodo. La
hediondez de los orines reposaba protegida de los vientos. Sin embargo, su paso la elevó sobre sus
cabezas. El hedor no les incomodó.

Antes de asomarse a la bocacalle del pasaje, notaron el golpe de los copos negros en los techos de
las casas. Se detuvieron en la penumbra del pasaje. No cruzaron. «Ven la casa de enfrente —dijo el
calvo—. La de rejas, allí vive la vieja». El alto miró hacia el cielo. Las líneas violáceas habían
desaparecido. Todo estaba oscuro. Bajó la vista despacio a la luz de las farolas y notó millones de
fragmentos de copos negros, en el cono de luz, como una lluvia.

«Nos vamos quedar aquí —continuó el calvo—. Para ver qué pasa». El alto observó la casa.
Distinguió una huerta marchita detrás de la reja y, al fondo, una construcción de adobe con chorros
de luz interiores filtrados desde las ventanas.

Los copos se esparcían sobre el terreno de la casa. Adentro, sentado en un sillón de la sala, el cura
percibió la potencia de la bombilla colgada en el techo con un cable pelado. Puso la taza de café
sobre la mesa de centro y se dirigió a la repisa.

El alto, el tuerto y el calvo notaron el movimiento en la puerta ocultos en la sombra del pasaje.
«Este es el tercero que sale —dijo el alto—. Primero entró el flaco, el que saltó. Luego se fue la otra
vieja. Después salió el flaco y ahora se va este huevón que lleva faldas».

La viuda se despidió del cura, puso la tranca a la reja y se perdió en la huerta. El tuerto apenas lo
distinguió bajando por la calle, perdiéndose entre las penumbras, desapareciendo entre los copos
negros. «Bueno, al menos ya sabemos cuántos han pasado por aquí esta noche», indicó el calvo.
«No son muchos —detalló el calvo—. Además, todos tienen cara de cojudos, no parecen
peligrosos». El alto se fijó en el silencio a lo largo de toda calle. «Pero yo no me confiaría en el
huevón de faldas —intervino—. Esos son unas basuras». El tuerto carraspeó un gargajo de saliva y
escupió al suelo. Sentía la espalda fría por tenerla pegada contra el muro de adobe. «Se olvidan de
uno —interrumpió—. El que llegó con las flores». El alto limpió los copos de su cabeza. Tenía los
cabellos tiesos. «¿Y ese qué tiene?», preguntó. El tuerto se despegó de la pared y emergió hacia la
luz del pasaje. Su rostro asimétrico parecía tallado a mordiscos. «Hace un par de días lo vi andando
por el cerro, cerca a la entrada de los socavones, conversando con varios mineros —explicó—. Allí
no va cualquiera. Hay que tener unos huevos de piedra para subir a los socavones donde extraen
oro». El calvo exhaló una porción extensa de aire. «A tener en consideración —agregó—. A lo
mejor nos jode el otro plan».

Los tres pensaron en esa posibilidad. El viento comenzó a silbar sobre sus cabezas con fuerza otra
vez. La noche estaba cerrada. No aparecía ninguna estrella ni la luna. El cielo gris y los copos
negros eclipsaban todo el pueblo. «Creo que vamos a volver al cementerio», indicó el tuerto.
«¿Ahora? —replicó el calvo—. ¿A estas horas?». El tuerto lo jaló del brazo y lo llevó a la luz.
«¿Qué pasa? —indagó—. ¿Te mueres de miedo?». El calvo se soltó con violencia. «Yo no le tengo
miedo a nada». «Quiero ver si no hay algún chismoso allí a estas horas», aclaró el tuerto. El calvo
desempolvó los copos de su cabeza. La ceniza se esparció sobre el cráneo. Parecía que llevaba un
gorro de lana. El alto se paró a su lado y dijo: «Vamos entonces».

Los tres subieron a trancos por calles, contornearon el explanada del mercado y saltaron la valla del
camposanto. El viento rasante no daba tregua a los muertos. Removía las cruces, levantaba el polvo,
emergía la hediondez de los desperdicios. Al frente, el cerro tenía puntos dorados. Eran las bocas de
los socavones iluminadas por las lámparas de petróleo en los accesos. Los tres no distinguían el
camino y subieron sobre las tumbas para no tropezar. Al fondo, algo visible entre las sombras de la
noche, identificaron el montículo de tierra.

El tuerto se agachó y prendió un encendedor un momento para ver si estaba intacta. «No ha venido
nadie», confirmó. Observó la flor bocaysapo junto a la lápida y apagó el encendedor. La oscuridad
los volvió a cubrir en silencio. El tuerto pisó los pétalos, saltó por un costado de la tumba y avanzó
hacia el parapeto del cementerio. «Vámonos», ordenó. Los otros dos lo siguieron.

Sus pasos se fueron alejando de la tumba mientras copos negros caían en fragmentos infinitos,
orillándose alrededor de la lápida, tapizando el montículo de tierra, tapando los olores de la
temprana putrefacción de Francisco.
Esa tarde había salido a ver a mi tío Alan porque quería mostrarme de inmediato un nuevo truco del
juego de la ruleta. Cuando regresé en la noche, se habían llevado el cadáver envuelto en un par de
sábanas y lo trajeron cerca de la media noche metido dentro un ataúd semi sellado. Lo vi, detrás del
vidrio con la boca entreabierta, las fosas a medio tapar con el algodón, los ojos mortecinos a causa
de la primera putrefacción. Ella se acercó por atrás, me extendió un plato de arroz y me ordenó que
me sentara en uno de los sillones para comer. A pesar del hedor, destapó el ataúd y le cerró boca
con un trapo largo envuelto desde la cabeza hasta la mandíbula porque, me comentó, si se quedaba
así, el muerto podía arrastrar a un par más de la familia hacia el otro mundo. A lo mejor no viene
nadie, me comentó, acomodándole un rosario entre los dedos, cerrando el cajón. Y nos quedamos
allí, paralizados y solos los tres, con el arroz en la boca, el trapo en la cabeza, la inmundicia en las
narices. Apagó las luces, puso unas velas dentro de un plato con agua y se sentó para velarlo o,
acaso con algo de necedad, esperar su resurrección. Me paré con las muletas, entré a la cocina y
llevé puse el plato intacto en el lavabo. De regreso, antes de sentarme a su lado, me dijo que no
quería verme ni un segundo más: ni a su lado, ni ante su presencia. Que me metiera, sin derechos a
reclamos, de una buena vez, a mi cuarto y no que saliera hasta nueva orden. Que eso me lo tenía
bien ganado, me explicó, por desobedecer al ver a ese pelele de la ruleta, a ese ocioso crónico, a esa
piltrafa canalla, más flojo que clavo de carpintero borracho, acostumbrado a vivir de mi tía Susana.
Entré al cuarto, tiré la puerta y, tal vez pensé, que ese flaco de dos por dos, era, al menos, un
hombre, un padre y no como el que ahora hacía la siesta eterna dentro del cajón. Me recosté sobre la
cama con el dolor en las caderas. Tiré las muletas y observé los zapatos puestos. No había nadie que
me los sacara. Al menos, nadie esa noche, e imaginé, por varios segundos, tal vez minutos, que
sonaba la ventana, con ese golpecito tan suyo en el vidrio, la mano casi rozando la superficie liza y
luego verlo afuera, en el patio, después de haber saltado la reja, entre la ventisca, los remolinos y los
copos negros. Las manos que abren el cerrojos, la pierna en el muro y luego, cuesta abajo, su peso
sobre mi cama. La misma sonrisa estúpida y el semblante vivo. La misma predisposición cuando
apareció por primera vez en mi cama con un dado que caía en el mismo número y me apostó un
beso, acaso el único como el de un padre, tal vez el primero como un hombre. En efecto, todo
comenzó con un dado rodando. Un símbolo de sus posibilidades en este mundo. Y también el
indicio manifiesto de vivir en el bordes de la suerte. La única forma de vivir de ese hombre
enmarañado entre la delgadez de su sombra y el filo de su perfil. Ese sujeto me desgranó los
primeros besos de adolescente al ritmo y antojo de un dado que siempre caía en el mismo número.
Mucho después me enteré que era un dado de filos pulidos, semi redondo y siempre botaba el
mismo número. Además del dado, tenía otras artes y chapuzas en el juego y me los recitaba
mirando el techo, con la cabeza recostada sobre la almohada. Varias cosas menores, desconocidas,
acaso inventadas por el mismo para impresionar como el dado limado al metal, el naipe de marca
invisible, la quiniela de jeroglíficos, la tragaperras sin fondo y otros juegos para hacerle cosquillas a
su ego. Sin embargo, una noche pasó algo mayor con ese hombre del dado que me quitaba los
zapatos. Un momento inclasificable que enterró en el acto mi adolescencia y me llevó a la adultez.
Una noche, en medio intensa nevada de copos negros, apareció con una ruleta portátil bajo el brazo.
Tocó la ventana con esa manera tan suave después de saltar la reja. Al entrar, la colocó sobre la
cama. La había comprado, me confesó, a un espía alsaciano fugitivo que había pasado por el pueblo
disfrazado de puta irlandesa. Me explicó con toda su experticia, propia de un mercachifle del azar,
por qué este número funciona así, esto iba aquí, estas son las probabilidades de tal y cuál para dar
en cierto número. Me indicó que las cifras estaban pintadas de esta forma porque el matemático
fulano de tal había creado ruleta una parecida en el siglo diecitantos, que sirvió de modelo para
crear otras por el globo y repartirlas más allá de las sabanas y los cerros hasta llegar a la vida
corriente de una península, allá lejos, donde la hicieron universal y pasó a convertirse en un
instrumento que sirvió para arreglar las dudas de los políticos, distraer a los enfermos terminales y
ayudar a decidir a los soldados atacar por la derecha o por izquierda. Pero, me decía allí en mi
cama, que eso no era todo, pues un día la ruleta cruzó el mar, ese que está allí en el mapa, e
implantó su verdadera función social en medio de una controversia porque unos esclavos lograron
apostar y negociar con sus dueños la carta de su libertad en una sola partida de juego. Y, después de
contarme eso, se levantaba de mi almohada para acariciarla, tocarla y contemplarla, sin ningún
sentido crítico, examinando sus partes, como si fuera una llama un recién nacida. Con esta máquina
de hacer dinero, me confesó, uno nunca vuelve al hambre original. Para Alan, tal vez, el simple
juego ya era suficiente alimento, aunque pierda. Y esa pasión por la ruleta estaba por encima de
todos sus apetitos humanos. Jugaba en el bar del pueblo donde había una ruleta grande, profesional.
Allí trataba de saciar su voracidad, así tuviera que dormir en la calle tras perder todo. Cuando eso
pasaba iba a acurrucarse a las faldas de su mujer, mi tía Susana. Se habían conocido cuando ella
superó la única gran ruptura de amor de su vida. Antes de eso, vivía cerrada como una piedra y sin
hombre que la explorara. Se la pasaba vendiendo, como una ambulante más, bolsas de plástico,
carteras cosidas a mano o botellas de chicha en un rincón de la explanada del mercado. Le decía a la
Natacha, la vendedora de flores de plástico y su única amiga del mercado, que no necesitaría de
ningún hombre para tener una casa. Y así fue. Con una parte de los centavos de sus bolsas, carteras,
chichas, quesos y pasteles construyó su casa de abobe. Y con la otra compró un piara de cerdos para
criarlos en el patio porque el consumo de chicharrones se había vuelto una manía con los mineros
de los socavones. Sacó un dineral con cada uno de los kilos vendidos. Eso sí, no preparó ni un solo
chicharrón porque la tía Susana tenía una sazón como su carácter: asqueroso. Un día, cuando
necesitaba ayuda para mover unos kilos en el puesto, encontró a esa porquería de hombre, esa
bazofia con pantalones, ese mequetrefe sosegado, mi tío Alan, vagando por el mercado, fumando
entre el polvo de los cerros y le pidió que le ayudara todos los días a colocar la mercadería en el
puesto. Luego lo contrató para la recogiera en su casa, a las ocho, a cambio de unas monedas.
Después, le pidió le guardara el puesto hasta las doce. Y al final, le rogó que le vigilara los
chanchos en el patio de la casa toda la tarde. Ese era, a lo mejor, fuera de la ruleta, el único trabajo
digno y seguro para Alan: vigilar chanchos. Sobre todo observar que el chancho mayor no se folle a
sus crías. Al principio funcionaba porque se inventó un mecanismo de espanto con un palo con
espinas. Pero, después lo dejaba pasar. Una vez le pidió que matara a un cerdo maltoncito. Debía
hacerlo con un martillo, a golpe duro en la cabeza. Pero no pudo porque el lechoncillo, de apenas
nueve kilos, lo revolcó. Casi renuncia, pero la tía Susana lo convenció para quedarse. Y allí la cosa
comenzó en serio. Habitualmente ella le permitió que dejara su ropa. Después le pidió que duerma
en los sillones y al fin le autorizó que se le metiera a la cama. Poco a poco, ella fue dejándole hacer
lo que él quisiera, como, por ejemplo, verlo alistarse antes de las ocho de la noche para ir al bar e
insistir en algo que nunca le salía bien: ganar en la ruleta. Se sacaba un rollo de billetes del escote,
se lo daba y ya no lo veía hasta que dieran las mil horas. La tía se levantaba todas las mañanas muy
temprano para matar a los cerdos, los destripaba, los carneaba. Pero Alan ya no iba al mercado.
Tampoco cuidaba el puesto, ni vigilaba los chanchos. Solo servía para sacarle la plata de las tetas y
jugárselo. Y ella, en nombre de algo que llamaba amor, siguió ese cuchitril de relación. Todo lo
hacía ella, trabajando desde muy temprano para llenar las despensas con comida, conservas,
jabones, camisas, focos sin usar. Batiendo la leche al mediodía para hacer mantequilla y derritiendo
grasa para hacer pomadas medicinales con yerbas. Encendiendo el fuego del primus para la cena al
atardecer y haciéndole el amor sin piedad hasta la madrugada. Y así pasaban los días hasta que, una
mañana, él ya no se levantó para evitar que los chanchos se follen a las crías. El resultado fue
nefasto. La piara depravó en un batallón de monstruos con varias camadas de fenómenos. Sin
narices, sin patas, ni ojos, con pelos en el paladar, con seis uñas y la cola entre las orejas. Tan
amargos de sabor que no servían ni para dárselos a las aves de rapiña. La tía lo perdonó y, en el
nombre, otra vez, de ese amor, apostó por algo más grande: un zoológico familiar. Mató a todos los
chanchos, vendió algo de la carne y compró gallinas, cuyes, patos, conejos, gansos, alpacas y
llamas. Construyó sola los cobertizos, las jaulas y los compartimentos. Removió la tierra, modificó
la organización del patio y hasta sembró papas con alfalfa para nutrir a las especies. Dispuso un
sistema de riego interconectado entre el riachuelo y un pozo de agua para los animales en el patio de
su casa, estableció su negocio de carnicería ambulante y hasta se ganó el respeto de sus colegas.
Pero, además de todo eso, insistía en desvivirse para él y por él. No descuidaba su alimentación. Le
planchaba los calzoncillos, le acompañaba a tomar café en la mañanas, le compraba el periódico. Le
hacía pasteles, le separaba las mejores presas de carne, le lustraba los zapatos. Le escogía los
cepillos de dientes, le pegaba los botones y, hasta en el colmo de la flojera, le afeitaba el vello
púbico. Solían subir por el cerro para escapar de los copos negros, el polvo y los torbellinos de
tierra. Desde lo alto distinguían las lucecitas del bar recién alumbradas, los movimientos en el
mercado ambulante despachando las sobras de la comida en los triciclos y constataban el
crecimiento del pueblo como una metástasis blanca y marrón. A menudo caminaban varios
kilómetros entre las faldas escarpadas de las montañas, el cielo oscuro, las nubes concretas y se
perdían en las riberas de un lago plateado, como un cráter lunar, embalsado de mercurio por las
explotaciones mineras de oro. Se daban besos en el espejo del metal que dibujaba a la paisaje al
revés con las nubes concretas, el cielo oscuro, las faldas escarpadas de las montañas. Volvían a la
casa, cruzaban la barreta en la puerta y se acostaban. Al día siguiente, igual. Y al otro día, lo mismo.
Y al subsiguiente, lo mismo. Ella empujaba la relación. Pero, él apenas le sonreía, le hacía un gesto
risueño, un ven para aquí mi cuchi-cuchi y le escarbaba el escote para extraer el dinero. Luego se
dirigía calle abajo hacia el bar de las ruletas. No es que que no la quería, sino que, según me
explicó, él la quería a su manera y que eso, en el amor de verdad, no es lo mismo, pero es igual.
Mientras Alan jugaba, ella se quedaba en casa y se desnudaba a las diez en punto de la noche.
Miraba sus senos grandes, caderas aún firmes, la textura de su piel de cuarenta y tantos años. Se
sentía potente, resuelta, algo más que un hoyo. Se miraba frente a un espejo y encontraba el reflejo,
acaso el espejismo, de una mujer, viva, libre, decidida. Nada de esa mierda de la sumisa. Una que
no se moría de hambre. Por el contrario, una que alimentaba y mantenía los vicios de Alan por la
sencilla razón que le daba la gana. Se calzaba sus medias pantis del carnaval y las doblaba en los
muslos. Ponía la jofaina con agua tibia junto a la cama, se sentaba de cuchillas bajo los vapores para
rasurarse la entre pierna con un machete para destazar carne. A medianoche, él entraba después los
tumbos de la borrachera y la encontraba como un buen caldo de triciclo ambulante: servida y
caliente, lista para chuparle hasta los huesos. Y así pasaba el tiempo, otra vez. Al día siguiente,
igual. Y al otro día, lo mismo. Y al subsiguiente, idéntico. Un domingo por la mañana, después de
haber pasado una noche encima él, delante de él, debajo de él, el agua empezó a escasear en el
pueblo. Durante la madrugada, los mineros habían manipulado el cauce del riachuelo. En un intento
por extraer más oro de unas piedras trabajadas en el socavón, las bañaron en las aguas con
productos raros. Usaron sacamanchas, kerosene, soda acústica y ácido sulfúrico. Detergente,
petróleo, pólvora y hasta comino. Tanta fue la curiosidad, o la ambición, que un minero soltó un
costal entero de cianuro en las aguas del río. La Natacha tocó la puerta para advertirle a la tía
Susana lo que habían hecho y que tuviera cuidado. Y que además debía apurarse y salir rápido a la
calle porque ya venía un camión fletado por los ambulantes del mercado para distribuir un poco de
agua limpia. La tía se aseguró que el pozo de agua de los animales estuviera vacío y salió con unos
porongos bajo el brazo para perseguir al cisterna. Antes de partir, le gritó a mi tío Alan que baje la
tranquera entre la conexión del riachuelo y el pozo para evitar la filtración del agua enferma. El tío
Alan se estiró entre las frazadas, algo trató de entender y aplazó la obligación para dentro de treinta
minutos a fin de recuperar sus fuerzas después de la revolcada. Cuando se levantó de la cama para
descender la tranca, no encontró ningún animal vivo. La imagen lo golpeó, retrocedió un pasó y
tropezó con un par de cadáveres. Le impresionó la muerte y, sin entenderlo, se le vino a la cabeza la
letra de un viejo bardo de cumbia viendo a las bestias: estaban tendidos en el patio sesenta gallos
reyes, cuarenta cuyes campeones de festivales, treinta patos con cerquillo, veintidós conejos de ojos
orientales, dieciséis gansos de sonrisa felina, diez alpacas imperiales, siete toretes albinos y tres
llamas rubias. Todos con sus respectivas hembritas. Alan se asomó al pozo y descubrió la nata
oleosa del cianuro. Quiso reanimarlos moviéndolos con la punta del zapato, pero, según me dijo, le
dio asco. A las dos horas, la tía entró cargando los porongos llenos de agua. El tío Alan trató de
explicarle, o más bien de mentirle, diciendo que bajó la tranquera rápido, pero ya era demasiado
tarde. Incluso él estuvo a punto morir porque casi se sirvió un jarro de agua de lo clara que la vio.
La tía Susana parecía no escuchar las explicaciones de Alan. Caminó entre la masacre y se le
resbalaron los porongos. Cayó de rodillas para llorar mientras el agua anegaba los cadáveres.
¿Sollozos por el fracaso de su economía? ¿La muerte de su zoológico familiar? ¿Estaba ante la
prueba de vivir con un desconsiderado? Ni ella lo sabía. No le habló el resto del día. Él se acercaba
despacio, vacilaba la idea, pero retrocedía y volvía salir. La perseguía otra vez y entraba a la cocina,
a la sala, al patio, donde estuviera, como un gato, pero no se atrevía a decir nada. Hasta que quiso
animarla con bromas. Y le dijo que enhorabuena que vino esa loca de las flores de plástico para
avisar sino ella se hubiese rasurado con esa agua fuerte sin necesidad de usar el machete. La tía lo
miró mientras picaba unas papas. Fingió no escucharlo y enseguida cogió unos chuños. En la noche,
al terminar de enterrar a los animales, continuó con sus chistes y le contó que los mineros, amigos
suyos, le dijeron que esa madrugada debían irse temprano de la ruleta porque lavarían unas piedras
en el río con productos químicos. Él se río de ellos pensando que nadie lava piedras de noche. La tía
Susana se metió a la cama sin cenar, sin desnudarse y ahogó la cara en la almohada. Él la siguió. A
su lado, ella le preguntó si él sabía el problema del agua. Alan estaba callado. Ella verificó si
dormía. Pero lo vio despierto y le volvió a preguntar. Estaba mudo. Entonces la tía Susana se paró
de la cama, cogió el machete para destazar carne y, sin perder la calma, le ordenó que se vaya
inmediatamente. Él me dijo que era la primera vez que la veía así, decidida. Se puso los pantalones,
la camisa, los zapatos y salió a calle. Deambuló un largo rato por el pueblo entre los golpes de la
tormenta de tierra y de copos negros. No le importó irse. Ni siquiera se preocupó en salir sin su
casaca o una chamarra. Lo que sí le jodió fue haber salido sin plata para ir al bar de la ruleta. Bajó
por las calles, pasó frente a la municipalidad, cogió la avenida principal y llegó al bar. Las luces del
cartel bañaban su rostro. Metió la mano en el bolsillo, pero solo encontró el dado con las puntas
limadas. La fachada estaba congestionada de mineros acompañados de mujeres de vestido ajustado
y escote corto. Las ventanas contenían el fragor de la borrachera. Al fondo, distinguió la mesa con
la ruleta rodeada por contrabandistas de oro. A lo mejor les puedo apostar el dado, se dijo. Pero
luego se sinceró y se dio la media vuelta. Qué dado ni ocho cuartos, se lo iban a meter por el culo.
Apostar era una cuestión seria. En ese bar solo se apuesta dinero o pepas de oro. Si pierdes y no
cancelas la apuesta, los mineros te entierran vivo como forma de pago para los socavones de la
mina Rossana. Así que se fue a vagabundear otra vez por el pueblo. Se sentó en una banca de la
plaza. Hacía frío. Allí se dio cuenta que lo habían dejado sin dinero, sin sexo seguro y sin casa. Si al
menos tuviera dinero u oro para ir la ruleta, se dijo, podía aguantar la ausencia de todo, incluyendo
el sexo seguro y la casa. El frío lo acobardó, me contó, al tratar de echarse en el banca. Volvió a
acariciar el dado en el bolsillo y pensó en algo. Tomó las calles paralelas a la plaza, entró a un
pasaje corto y apareció frente a una casa con rejas. La trepó despacio para no alertar a los perros de
la vecina, contorneó la huerta y me tocó la ventana. Yo estaba echada en la cama, mirando la tierra
pasar. Pensé que era viento, pero la mano volvió a insistir. Lo vio afuera. Al principio me dio terror,
pero no pude gritar, ni reaccionar. Volvió a tocar la ventana, con ese golpecito suave e insistente. La
tierra lo envolvía con más fuerza. Y le abrí el cerrojo. Me dijo que había venido a mostrarme algo.
Pero yo le pedí que no entrara o gritaba. Él hizo una señal de silencio con los dedos en sus labios.
Me indicó que mi tía lo había echado de la casa y quería tener un lugar donde pasar la tormenta de
tierra. Yo me quedé fría, como de piedra. Él subió el parapeto de la ventana y se metió. Me quedé
más helada de la impresión. No podía gritar. Y se sentó en la cama. Al frente, en la mesita de noche,
encontró una jarra con agua. Se sirvió un vaso. Me confesó que no había bebido agua desde la
mañana. Le expliqué que unos mineros habían jodido el cauce y él afirmó terminando de beber el
agua. Qué quieres, le pregunté, y me volvió a reiterar que se había quedado sin casa y necesitaba un
lugar para capear la tormenta de tierra. Se sentó a un lado de la cama y me mostró el dado. Me miró
y luego me enseñó jugar con la apuesta de un beso. Me entró más pánico. Le indiqué el número y
luego perdí. Y se acercó con su figura flaca y me lo estampó en la frente. Luego se recostó en el
suelo, pero no se quedó dormido. Escuchaba la caída de la tierra sobre el techo de calamina. Y yo
me quedé aterrorizada por si entraban ellos. Sin embargo, recuerdo que se levantó antes del
amanecer y salió por la ventana. Antes de irse, me sacó la zapatos. Lo vi detrás del vidrio bajo la
caída de los copos negros. Alzó la vista como quién pregunta de dónde salen estas plumas de ángel
negro y miró al cielo. Levantó la mano, despacio y me hizo un hasta luego, acaso un adiós, y
avanzó sigiloso entre las penumbras de las plantas marchitas y se perdió en la altura de la reja. Me
quedó viendo el cielo buscando explicaciones mientras se abombaba sobre mi cabeza. El viento
seguía bajando fuerte entre los picos negros de los cerros arrastrando esa ceniza ploma sobre el
pueblo. Y me recorrió un frío, tal vez un escalofrío, al verlo aquí adentro. Varias horas
mostrándome el dado. A los dos días volvió a tocar la ventana de nuevo y se metió a mi
cuarto.Venía extasiado, algo envalentonado, quizá un poco bebido, con el dado y varios billetes. Me
entregó dos de cien y me dijo que ahora ya no apostaba besos sino también me retaba en plata. Miré
su perfil recto, su figura exangüe, su mirada rectilínea y le calculé el rostro. Le dije que yo apostaba
dinero y se lo devolví. Pero, él insistió acercándose y me dijo que me prestaba por adelantado. Le
dije insistí que se vaya o gritaba. Él me observó despacio, de pies a cabeza, adivinando las formas
debajo del pijama y me indicó que no me había quitado los zapatos. Le lancé el dinero en la cara y
le advertí por última vez. Él cogió los billetes, los metió en el bolsillo de la camisa y me propuso
que me apostaba su salida del cuarto en una partida de dados. Si ganaba, yo debía aceptarle el
dinero para jugar una ronda con apuestas. Y luego se sentó en el suelo como si aguardara la
penumbra de la mañana. La lluvia de tierra en medio apenas se sentía sobre el techo de calamina.
Me paré de la cama, me dirigí hacia el ropero y extraje un dado entre los juguetes antiguos. Acepté
con la condición de jugar con ese. Mi tío Alan sonrió de medio lado y afirmó con la cabeza. Jaló la
mesita de noche y, según sus palabras, me hacía el honor de lanzarlo. Escogimos los números, lo
tiré y perdió. El dado cayó en el seis. Me guiñó un ojo, sacó un billete del bolsillo de la camisa y lo
puso al costado del dado. Después abrió la ventana y salió hacia la huerta seca y las ráfagas de
copos negros. Cumplió. Mi tío Alan era un hombre que cumplía en las apuestas. Ese era acaso el
único valor o gesto notable dentro de su flaco y avinagrado pecho forrado por una camisa
percudida. Nunca lo había visto en esa faceta. Desde que apareció en la vida de mi tía Susana.
Siempre parecía distraído, conchudo, oportunista. Sin embargo, nunca insensato con la apuesta. La
apuesta pagada era una suerte de marca personal. Como si tuviera una suerte de respeto por el dios
del azar. Apareció varias días después. Pero, esta vez, entró por la puerta de la casa. Charlaba con
ellos. Eran tiempos cuando se llevaban bien. Bebían un chicha y compartían humitas de queso del
mercado de los ambulantes. Ellos lo escuchaban decir que ahora vivía en un galpón, cerca de unas
de las bajadas del cerro, en un cuartito de madera, dormía sobre unos cartones viejos y que estaba
buscando trabajo, pero no encontraba porque, al fin y al cabo, de qué iba a laborar, si en el pueblo
no existía el lugar donde siempre lo había trabajado: los bancos. Y él era contador bancario, como
lo fue en una ciudad. Y que ahora vivía del favor de unos conocidos, abandonado como un perro.
Dos días después me tocó la ventana en plena madrugada. Estaba lleno de polvo. Le pregunté qué
quería, le dije que ya no vuelta, que ellos se iban a dar cuenta. Sin embargo, parecía no escucharme.
Lo miré despacio. Y me contestó que se había peleado. Me acerqué a buscarle las heridas. No tenía
ningún rasguño. Pero traía algo bajo el brazo. Estaba algo sobresaltado. Desenvolvió la tela y
apareció la ruleta portátil. Se la había comprado al espía alsaciano disfrazado de puta irlandesa. La
ruleta llegó a sus manos cuando trató de ayudarlo. La mañana anterior se levantó para ir a cagar al
cerro, cerca de su cuarto. Cuando percibió que bajaba una figura humana con tacos, falda corta y
una cartera grande entre las piedras amarillentas. Pensó que era una chica del bar. Se limpió como
pudo con un periódico y se aproximó despacio. La figura trató de arrodillarse pidiendo agua. Pero
continuó trastabillando y lo abrazó mientras lagrimeaba. No le llamó la atención el semblante
perdido. Le sorprendió su cabellera, como una mata de hilos de oro. La llevó al cuarto pensando que
se había sacado la lotería. La recostó sobre la cama de cartones, le dio de beber un vasito de licor y
le limpió los pies con las manos. Al rato, la figura salió al patio, se plegó la falda en el vientre y se
puso a orinar parado. El tío se quedó frío. Pero reaccionó y cogió un palo. El espía entró al cuarto,
esquivó el golpe y cayó al suelo. Alan no sabía qué hacer y le jaló de los cabellos preguntándole qué
clase de broma era esa. El espía gimió de dolor arrodillado. No era una peluca. Era su cabello
natural, un rubio dorado. El tío Alan estaba más confundido. Le dijo se llamaba Ignatius y cruzaba
los cerros de la cordillera para escapar. El tío le miró los tacones destrozados. Se calmó y le dejó
que se explicara. Le preguntó de qué se iba vestido o es que acaso ese era el traje típico de su
pueblo. Y el espía le respondió que iba disfrazado de prostituta. El tío la miró. No le quedaba nada
mal. Ambos calmaron. Ignatius le dijo que esperaba irse pronto, pero le urgía dormir esa noche.
Pensó traerlo a mi cuarto, pero ya le parecía muy conchudo de su parte. Además, no sabía si podría
subir una reja con tacones. Y se quedaron en el suyo. Después de hablar un rato, lo llevó a comer al
bar. Los contrabandistas de oro nunca habían visto a una rubia o ciertamente, en este caso, a un
rubio. Entraron, pidieron de comer y se desató una ola silbidos. Me dijo que los contrabandistas le
insistieron para que les preste esa muñeca. El tío Alan primero se negó con la cabeza, pero luego los
espantó a empellones para que no molesten a su nueva novia. Enseguida las chicas del bar se
acercaron para preguntarle dónde había comprado esos aretes. El tío Alan también las apartó a todas
y se lo ocurrió llevar a Ignatius al mercado de ambulantes. La tía Susana estaba vendiendo bolsas de
plástico. Los vio aparecer. El tío Alan pasó junto a su puesto y se dirigió al de la Natacha para
comprar un flor de plástico. Ignatius no entendía bien, pero la aceptó y se colocó entre los cabellos.
No se dijeron nada. Y Alan lo miró. Le pegó dio una nalgada y le entrelazó los dedos de la mano
para salir del mercado. Ignatius no comprendió nada, pero le siguió la corriente. La Natacha alzó la
vista hacia mi tía Susana. La vio justando su tela donde exhibía sus bolsas de plástico. Guardó todo
y abandonó el descampado sollozando, tal vez, por los celos. Ambos llegaron a su cuarto de madera
y se emborracharon. Se quedaron juntos gran parte de la noche. Pero me aseguró que no le hizo
nada porque, a pesar de que Ignatius parecía puta, él, Alan Javier, no era puto. El alsaciano sacó una
ruleta portátil de la cartera para regalársela. El tío se emocionó tanto que le pasó la borrachera. Le
preguntó si sabía jugarla. El tío respondió que sí, que este número era por esto, por esto, y por esto,
que esto es aquello, se pone aquí, se apunta tanto en la primera vuelta con tantas posibilidades, que
la ruleta era la causa y la solución de todos sus problemas, que por culpa de ruleta tuvo un lío con el
banco donde trabajaba en la ciudad y tuvo que escapar, como él, hacia la cordillera. El espía se la
regaló. Pero el tío la rechazó, que no podía aceptar algo tan preciado e íntimo. Ignatius insistió.
Alan sacó un puñado de billetes del bolsillo de la camisa y se la metió a la fuerza en el escote falso.
Jugaron un par de trucos hasta que se les acabó el alcohol. Salieron a comprar más. Y, antes de
llegar a la primera esquina, una camioneta negra los interceptó. Bajaron cinco contrabandistas de
oro empuñando unos revólveres. Se abalanzaron sobre la aparente rubia para amordazarla y la
subieron a la camioneta. El tío Alan quiso detenerlos, pero le encañonaron y se acobardó. Estaba
pétreo hasta que alguien le dio un empujón y lo tumbó en la cuneta. Cuando se paró ver a Ignatius,
la camioneta arrancó y se perdió entre la polvareda. Estaba asustado. Se fue a su cuarto a
auscultarse el cuerpo para buscarse alguna herida. Luego vino aquí con la ruleta en el brazo. Tenía
miedo que se la robaran en su pocilga. Él no podía creer lo que había pasado. Tal vez, sí o acaso,
no. Puede ser que lo haya imaginado entre sus infinitas mentiras. Por eso cuando me explicó todo
esto, lo miré y le dije que se fuera a otro lado con sus ficciones. Pero se sentó en la cama diciendo
que era cierto y, al final, algo tembloroso me dijo que esa noche temía dormir solo en el cuarto
junto al cerro. Y le dije que, a lo mejor, sería hora de buscar a mi tía para reconciliarse. Porque
además la vi llorando todos estos días aquí, en la casa. Mi tío Alan miró al vacío y me preguntó que
si eso era posible. Yo le sugerí que intente. Él volvió a mirar al vació y me dijo que para hacer eso,
necesitaba pasar al menos la noche aquí. También requería de mucha ayuda para volver con ella. Y
le indiqué que yo la ayudaría, con la condición de que no volviera. Él aceptó y propuso además
dejarme la ruleta y enseñarme a jugar. Le dije que estaba de acuerdo. Y él se recostó sobre la
almohada y me contó la historia de la ruleta, que las cifras estaban pintadas de esta forma porque el
matemático fulano de tal había creado ruleta parecida en el siglo diecitantos, que sirvió de modelo
para crear otras por el globo. Antes dormir, le indiqué que venga mañana, a tal hora, por la puerta,
saludara normal, porque en ese momento la tía Susana estaría en la casa. Que entrara de frente a mi
cuarto. Y, en efecto, al día siguiente, ella vino. No había nadie. Estaba en la sala. Y llamé a mi
cuarto. Le dije un par de cosas sin importancia y me metí al baño. A los cinco minutos, él llegó.
Ambos se encontraron y no se dijeron nada. La tía quiso salir de inmediato. Pero él la contuvo para
explicarle que deseaba hablar. Ella lo empujó, pero no salió y, sólo alcanzó a decirle, que se fuera al
diablo con sus rubias. Allí entendí que el tío no mentía. La historia del espía era cierta. Él le
contestó que era un hombre libre, pero aún la amaba a ella. La tía se quedó en silencio. Sin
embargo, le dio otra vez un empujón y ahora sí salió, gritando mi nombre, diciéndome que no me
meta en lo que no me importa. Cuando salí del baño, lo encontré echado en mi cama. Le recordé
que teníamos un trato. Él asintió. Antes de salir, me confesó que iba a jugar su última carta con ella.
La persiguió hasta la casa. Le tocó la puerta y ella abrió. Él aguantó que lo insultara con todo el
alfabeto. Al fina, Alan solo atinó a decirle, acaso fingiendo, que aún la quería y esa era la última vez
que lo pronunciaba. Si no aceptaba volver con él, se iría del pueblo con la rubia. Y caminó hacia la
calle de abajo. Ella lo miró perderse entre la polvareda y los copos negros. Tiró la puerta y se sentó
sobre una piedra en el patio para llorar. Al anochecer, la lluvia de tierra arreciaba sobre los techos.
Mi tío Alan estaba en el cuarto, echado en unos cartones que simulaban su cama, oyendo la caída de
los granos de tierra. Una mano empujó la puerta de la covacha. Él cogió el palo para defenderse y,
entre las sombras, distinguió algo: mi tía Susana. No se dijeron nada. Ella se abalanzó encima: lo
tocó, lo besó, le pidió perdón, lo mimó con apuro. En ese momento, yo estaba acariciando la ruleta,
viendo las cenizas negras descender en el patio, aguardando su silueta en el vacío, esperando que
tocara mi ventana. Y mi tía, sin resistir más, lo desnudó y le hizo el amor sobre los cartones.

También podría gustarte