Está en la página 1de 4

TODOS LOS CUERVOS

Nuclear
demencia en amarillo
pincel cuchillo
girasol
cruento
amarillo sol,
violento
Anillo
R. Alberti

Luego de una madrugada en vela que le había dejado los nervios


destrozados, Vincent desayunó un trozo de pan seco y cerveza del modo que
Dickens recomendaba a los que están a punto de suicidarse. Un método
supuestamente infalible para alejarlos de su proyecto todavía un tiempo.

El sueño que le había desvelado, comenzó apaciblemente. En la paleta los


colores se mezclaban adquiriendo tonalidades insospechadas e iban tomando
forma en el lienzo. Pintaba el campo de maduros trigales que tenía ante sus
ojos. Al fondo algunos árboles, el cielo diáfano de un tono cerulean blue y el
sol esplendido de un amarillo ferruginoso. De pronto el cielo se trastornó.
Amenazaba con desatarse una tormenta y los sembríos fueron invadidos por
bandadas de cuervos. El revoloteo se tornó insoportable. Eran miles de pájaros
cubriéndolo todo de negro. Vincent intentaba seguir pintando, pero solo daba
pinceladas negras. Todo negro. Más oscuro aún que el espejo negro en el que
descansaba sus ojos cuando se saturaban de color. Ensordecido por los
estridentes graznidos, intentó espantarlos dando manotazos descontrolados.
Abatido, con los ojos cerrados, solo atinó a taparse los oídos y acurrucarse en
posición fetal. El aleteo de los cuervos se hizo tan próximo que sintió como
brochazos disparatados recorriéndole.

Despertó bañado en sudor, con la sensación que miles de aguijones se le


incrustaban en el cuerpo. No intentó conciliar nuevamente el sueño. Tendido en
su lecho esperó, mientras observaba a través de la ventana el cielo tachonado
de estrellas. Pensó en abordar un tren a Montpellier y visitar el museo. O volver
a Arlés para ver sus sueños azules trisados en la fachada de la casita amarilla.
O a París para ver a Theo y llevarle los lienzos de girasoles que le había
prometido. Tenía que moverse. Tenía que hacer algo. Imaginó la existencia de
vehículos de locomoción celeste que lo conducirían a las estrellas. Algún día,
maravillosas maquinas a vapor surcarían los cielos dibujando estelas que se
confundirían con las nubes. Ya empezaba a clarear. Cuántas horas habían
trascurrido y las punzadas no cesaban.

No sabía qué era peor, si andar extraviado en los vericuetos de su mente o


sumergirse en agotadoras pesadillas y luego el inevitable temor a dormir. Aquel
círculo vicioso era demoledor. Si bien hacía tiempo no tenía una crisis de
extravío, era gracias al bromuro de potasio que el doctor Gachet le administraba
para mantenerlo atado a la realidad. Pero esa realidad también le estaba
matando. Qué era peor.

Mientras sorbía el último mendrugo de pan empapado en cerveza, revisó el


lienzo en el que trabajaba. Le interesaba poco que le refutaran la inexactitud
de los trazos. Quería ir más allá de lo aparente. Plasmar la fulguración de las
cosas. Esa detestable perfección de un instante. La forma que se retuerce. El
color que se convierte en llamas. Y ahí estaba. Ese sol tan pleno al que había
perseguido hasta encontrarlo en estas tierras mediterráneas. En la Provenza
francesa. En Auverse Sur Oile. Las labores de cosecha empezarían en breve.
Tenía que apurarse. Capturarlo todo. Capturar esa efervescencia estival. Ese
mundo. Esa descomposición profunda y perfumada que trastornaba los colores.
Y Los cuervos invadiéndolo todo. Arrasando los sembríos y los frutales.
Habitaban en sus sueños. Poseían hasta su lienzo. Estaban allí suspendidos
en la parte alta de la tela, como esperando para precipitarse.

Esa mañana pensó en lo hospitalarios que habían sido los Rovoux, aún
con las historias que se tejían en torno suyo. En Adeline, la adolescente hija de
la pareja, que había posado encantada para él. Pénso en su amigo el cartero
Roulin, al que no veía desde que dejó Arles. Pensó en lo delicioso a pesar de lo
miserable, que resultó su desayuno. Pensó en el color de los trigales. Pensó en
el calor y cómo fermentaba los olores. En el olor de los almendros. Pensó en
los cerezos y albaricoques en flor. Pensó en embalar por la tarde las telas de
girasoles que tenía preparadas para Theo. Pensó que si Jeannin poseía la
peonía, Quost la malvarrosa, él poseía el girasol. Pensó en que solo era otro día
más y que tenía que apurarse. Calentar los vapores y echar a andar la
locomotora. Su mano era solo un utensilio de toda esa maquinaria febril y
compulsiva contenida en su ser. Esa mañana mientras terminaba de embutir
todos sus bártulos de pinceles, tubos y aceites en el morral, comedido, ofreció a
Arthur Ravoux -como otras veces- espantar a la plaga alada y este agradecido
le entregó la escopeta.

En el campo, el viento bamboleaba los árboles, y el suave efluvio de


aromas fermentados de fruta dulce y madura le embriagaba. Los carozos de
fruta caídos parecían pequeños cráneos con los orificios perfectamente cavados
por los cuervos. Caminó esquivando las de cabezas, algunas sonreían, otras se
espantaban bajo sus pies. Instaló su caballete. Frenéticamente comenzó a
pintar. Otra vez los cuervos. Otra vez más cuervos invadían los campos y el
equilibrio de color que había concebido, se vio trastocado. Lanzó varios
disparos. La bandada se espantó, emprendiendo una loca huida en todas las
direcciones. En medio de aquel pandemónium, unos cuantos cuervos se le
introdujeron en el corazón. En los pulmones. Otros pretendían anidar dentro
suyo. Todos los cuervos se enredaban en un nudo en la boca del estómago.
Discurrían por su torrente sanguíneo. Había que desalojarlos. Pensó lo divertido
que sería lanzarse a esta cacería con Theo. Como los pilluelos inseparables que
fueron corriendo alegres y testarudos en los campos de Bramante, parodiando
comerse al mundo en la fruta que mordisqueaban. Pero en esa aventura no
podría acompañarlo. Solo era otro día más.
Se movia como el girasol. Recorrió pueblos buscando su intensidad y su pintura
se iluminaba ahora con el sol tan pleno de la provensa francesa. O solo era un
insecto nocturno deslumbrado acercanandose tanto al punto de luz que
chamuscaria sus alas. El sol habia sido su perdición
Dos pilluelos inseparables corriendo alegres y testarudos en los campos de
Bramante, parodiando comerse al mundo en la fruta que le metían diente.

También podría gustarte