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COCODRILO
SAGRADO
UNO
Detrás la ventana de una sala, en un departamento de la calle de los Jardines, una niña
observa el río Nervión. Desde el cristal, su mirada parda atestigua el trabajo de varios de
obreros del muelle descargando los últimos fletes de los barcos amarrados al andén. La ría
del Nervión reverbera con el viento mientras que el sol refleja sobre sus aguas escamas
doradas y plateadas. Es el despunte de un atardecer bilbaíno, en la España de 1935.
Desde el cuarto piso, en el número 4 de la calle Grúa Grande, la niña mira afuera el paso de
decenas de obreros que han terminado la jornada. Sus ojos saltan entre el hormiguero
callejero como si buscara a alguien final de las vías. Las aceras se abren como dos alfombras
de cemento a los costados de la pista y muestran una masa de hombres, de paso
paquidérmico, enfundados en monos empolvados. Entonces, ella tantea con la vista ambos
sentidos de la calle y observa, a lo lejos, a un hombre que lleva un sombrero elegante.
Este se aproxima rápido, dribleando el paso irregular del resto, en medio de la calle. La niña
se aparta de la ventana y corre hacia la puerta. Afuera, el hombre del sombrero elegante se
distingue con mayor nitidez. La niña sonríe sintiendo el taconeo de una subida enérgica
sobre los escalones. Una llave suena en el cerrojo y destraba la puerta. La niña, María
Concepción Quintana Echevarría o simplemente Conchita, corre para fundirse entre los
brazos de su padre, Matías Quintana.
Matías Quintana es el rostro más visible de la familia. Es un hombre espigado, delgado, de
rostro anguloso, marcado por expresiones risueñas y gestos elegantes. Junto a su esposa,
Concepción Echevarría, tiene, en ese momento, dos hijas, Conchita e Irene. Viven en un
departamento pequeño en medio del barrio obrero, en el muelle Evaristo Churruca, frente al
tramo final de la ría del Nervión, en Bilbao.
Después de la cena, Conchita e Irene esperan el espectáculo de la tarde. Su padre se acerca
al librero, extrae un clásico de relatos griegos e inicia la expedición con la lectura. Sin
saberlo, ni siquiera proponérselo, Matías Quintana está forjando, con el fuego de la
literatura, la pasión más importante de Conchita. La lectura encapsula a los tres en los
hechos y la trama. Sin embargo, algo más cautiva a Conchita. Goza de la musicalidad de las
palabras y la potencia del verso. Así se siembra la semilla de la trayectoria de una de las
declamadoras teatrales de poesía más relevantes de Iberoamérica del siglo XX.
Matías Quintana, sentado en un sillón de su sala, en su departamento de Bilbao, leía los
episodios de héroes rescatando a musas. Y activaba el relato clásico donde la tensión se
despliega por la fuerza de los hombres que luchan por la gloria y el amor. Pero, Matías
Quintana estaba leyéndole sin sospecharlo a una futura musa de la literatura universal. Con
el juego de las circunstancias, Conchita abrirá la imaginación de Blas de Otero y Gabriel
García Márquez. Se transformará en verso vivo de la poesía de la postguerra española y
matizará la piel de Fermina Daza, en la novela El amor en los tiempos del cólera, Amaranta
Úrsula, en Cien años de soledad y Nena Daconte, en el cuento El rastro de tu sangre sobre
la nieve.
UNO
EL POEMA, LA GUERRA, LA LITERATURA Y SU PADRE
DOS FOCALIZACIONES: INTERNA Y EXTERNA
La mañana en que Conchita descubrió un poema una carreta tirada por dos bueyes bajaba
por de los senderos del monte Bizkargi llevando los cadáveres mutilados de un pelotón
vasco. La tarde anterior una bandada de cazas italianos y alemanes había bombardeado el
Cinturón de Hierro para abrir paso a la infantería franquista hacia la toma de Bilbao. Esa
mañana, sentada en su taburete escolar, Conchita observaba cómo los versos asonantes
liberaban los latidos de las figuras y las palabras flotantes tejían la piel de las estrofas.
Conchita leía la vida de un poema animado por la música y las rimas.
Esa mañana, Bilbao se movilizaba bajo una tensión inasible ante la llegada de las tropas
golpistas. Mientras las guarniciones vascas reforzaban las trincheras en las puertas de la
ciudad, la gente trataba de aparentar una fría compostura: la elegancia y el sosiego
movilizaban a los vascos como si fueran sus últimos reductos. Hacía calor. La luminosidad
se esparcía en una corriente de claridad por las calles y el viento, expulsado desde el
Nervión, apenas arrastraba unas ráfagas frescas.
En ese instante, Conchita bajaba también por los senderos de los versos, arrastrada por la
musicalidad de las rimas. Las palabras le tomaban de las manos para arrastrarla entre los
juegos vocálicos y adentrarse en la trinchera de las figuras. La madre Saiz golpeó con una
regla de madera sobre el pupitre. La clase había terminado. Las niñas de la primaria del
Sagrado Corazón se alistaban para la salir. Conchita no se distrajo y continuó leyendo hasta
que su hermana Irene se paró a su lado. Las monjas despedían a las niñas antes de rezar el
ángelus. Dobló el poema en cuatro, alistó sus cosas y salió del colegio.
Conchita avanzaba por las calles tomando la mano de Irene.