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suspiros
Romance de Xena y Gabrielle
Trad. Gixane
Fuente: Xena en español
Ed. buxara, 2007
AVISOS
VERSION
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“Xena… espera… no puedo…” Mi voz cedió
mientras me detenía tambaleante, apoyándome
sobre mi bastón intenté recuperar el aliento.
Desde el momento que dejamos la ciudad Xena
había marcado un paso vivo que me llevó al lí-
mite de la resistencia, y no había signos de
compasión en su rostro cuando detuvo a Argo,
solo un impaciente ceño.
“Solo necesito… un breve descanso.”
“Alcánzame a tu ritmo,” dijo la señora de la
guerra. Con un talonazo, urgió a Argo hacia de-
lante al trote y me dejó sola en el camino.
“Al Hades contigo,” murmuré, entonces tragué
más aire. Cuando finalmente pude respirar sin
dolor, reanudé mi paso con una zancada uni-
forme que devoraría terreno sin dejarme sin re-
suello.
Normalmente disfruto mucho caminando, es-
pecialmente por un ondulado paraje como éste,
pero hoy mi furia y la necesidad de apresurar-
me me robaron ese placer. Debo haber pensado
muchas cosas en el curso de ese largo día, pero
todo lo que recuerdo son maldiciones murmu-
radas sobre la señora de la guerra que me había
abandonado tan fácilmente. Por supuesto, tam-
bién mi Xena estaba pronta a dejarme atrás en
nuestros viajes, y este desagradable paralelismo
emborronaba la frontera entre ella y la señora
de la guerra. A media tarde, cuando descubrí
que solo había un mendrugo de pan en mi zu-
rrón, estaba irracionalmente furiosa con ambas.
Seguí las huellas de Argo hasta que la luz co-
menzó a debilitarse y aún no había signos de
que Xena se hubiese parado en el camino. La
penumbra se oscureció en noche. Insegura de
mi rumbo, mis pasos vacilaron. Descansé bajo
el abrigo de un árbol hasta que la luna llena
iluminó el camino otra vez. Una hora más tar-
de, tiritando y muerta de hambre y sed, final-
mente entré tambaleándome en el campamento
de Xena.
Estaba estirada junto al fuego, cubierta por su
manta. Sin siquiera abrir los ojos, dijo, “Tardas-
te bastante.”
Estaba demasiado abatida para contestar. De-
jando caer mi bastón al suelo, agarré una cha-
muscada pata de conejo de una piedra del mo-
ribundo fuego y roí los trozos de carne que ro-
deaban el hueso. La carne estaba fría y sabía a
ceniza. Lo regué con media docena de tragos de
agua, entonces desplegué torpemente mi lecho
y me arrastré bajo la manta. Pareció que mi ca-
beza acababa de tocar el suelo cuando Xena es-
taba despertándome con un rápido puntapié en
las costillas. Mis ojos se abrieron ante la ruda
llamada. El amanecer iluminaba escasamente el
campamento.
“Levántate ahora o tendrás que llevar tu propio
lecho,” dijo secamente y se alejó a grandes zan-
cadas hacia el bosque.
Madrugar no era mi especialidad, pero estaba
lo suficientemente alarmada, por la brusca
amenaza de Xena, como para vacilantemente
ponerme en pie y doblar mi lecho. Renuncié a
toda esperanza de disfrutar nuestro habitual
desayuno caliente cuando noté que las frías ce-
nizas del fuego ya habían sido pateadas y que
Argo estaba completamente enjaezada.
Aprovechando la ausencia de Xena del campa-
mento, metí las enrolladas mantas en una alfor-
ja, entonces arriesgué una furtiva palmada al
cuello de Argo. Lanzando un suave relincho, se
giró y restregó su aterciopelado hocico contra
mi mano. Era un confortante momento para
ambas, este intento de tocar algo familiar entre
tanto desconocido, pero bajé la mano ante le
sonido de las botas de Xena viniendo detrás de
mí. Demasiado tarde, me di cuenta acababa de
desperdiciar mi única oportunidad de registrar
las alforjas por comida.
Apartándome a un lado sin comentarios, Xena
se puso sobre la silla. Un rápido y seco tirón de
las riendas giró el hocico de Argo y un golpe de
estribo puso al caballo en movimiento.
Si las lágrimas hubieran podido aliviar mi mor-
diente hambre o paliar el sordo dolor de mis
músculos, habría llorado. Pero las lágrimas eran
inútiles y necesitaba toda mi fuerza para cami-
nar; así, con los ojos secos y silenciosa, recuperé
mi bastón y empecé otro día de marcha.
Argo debe haber estado tan cansada como yo.
A través de la mañana encontré signos de que
Xena había parado con frecuencia para permitir
pastar a la yegua. De hecho, podría haber hecho
un tiempo mejor alcanzándolas si no hubiera
parado para forrajear yo misma. Todo lo que
logré encontrar fue un puñado de bayas de fin
de temporada y unos cuantos hongos insípidos.
Después de eso mastiqué una raíz amarga y
combatí la tentación de tumbarme en un mon-
tón de hierba seca y dormir. En el sueño podía
escapar al dolor de mis doloridos pies y mi pal-
pitante cabeza… y olvidar que Xena era res-
ponsable de mi desdicha.
Durante los pasados dos años habíamos llevado
una existencia espartana, una sin muchos lujos,
pero comparada con mi situación actual nuestra
vida diaria había estado llena de riqueza. Jamás
me había permitido marchar hambrienta y, pe-
se a sus malhumoradas quejas, estaba pronta a
consentirme dormir tarde o tomar desvíos pin-
torescos. Su reserva podía ser desconcertante a
veces, pero jamás había sido fría o indiferente o
cruel hacia mí. Pero ahora…
… ahora Xena tenía problemas. Me necesitaba.
Si la dejaba marcharse, no había garantías de
que encontrase su camino al oráculo o recobra-
se la memoria. Y entonces la perdería para
siempre.
Aceleré mi paso, determinada a que esta vez
atraparía al señor de la guerra antes del ano-
checer.
La penumbra había sólo comenzado a palidecer
el color del paisaje cuando capté un leve olor a
madera quemada y carne demasiado hecha. Si-
guiendo mi nariz, encontré mi camino al claro
donde Xena estaba removiendo una burbujean-
te olla de estofado que colgaba sobre el fuego.
Sabía que, probablemente, esta comida era en
todo punto tan calamitosa como todas las que
siempre había cocinado, pero estaba tan faméli-
ca que olía deliciosa.
“Te reservé algo,” dijo Xena y movió la cabeza
hacia un cuenco puesto junto al fuego.
“Gracias.” Estaba tan agradecida que olvidé ser
cautelosa ante cualquier favor hecho por un se-
ñor de la guerra.
Esperó hasta que hube cogido el cuenco y esta-
ba girándome para encontrar un lugar en que
sentarme. Con un movimiento repentino de su
bota en mi camino, me hizo la zancadilla. Mi
cena voló por el aire mientras yo caía al suelo,
aterrizando violentamente. Jadeando ante una
repentina punzada de dolor, intenté girar lejos
del hombro dislocado pero la bota de Xena se
estampó sobre mi muñeca derecha y me clavó
en el sitio.
“¡Por qué estás haciéndome esto!” chillé.
“¿Por qué me lo estás permitiendo?” exigió.
“¿Por qué simplemente no te vuelves?”
Casi me lo perdí: la entrada que había estado
esperando todo este tiempo. Cegada por mi ra-
bia y la fatiga oscile en el borde de la trampa
que la señora de la guerra me había prepara-
do… entonces retrocedí justo a tiempo para
arrojar sobre ella mi propia red. “El tesoro,” so-
llocé, permitiendo que lágrimas verdaderas cu-
brieran mi mentira. “Deseo… mi parte…”
Xena rió y alzó la bota. “Eso está mejor.”
Mientras me frotaba mi muñeca lastimada, dije,
“¿Lo sabías?”
“Sabía que había una razón para que estuvieses
tan decidida a recobrar mi memoria y sabía que
no estabas contándome el por qué.”
Se inclinó y me ayudó a ponerme en pie, alzán-
dome tan fácilmente como a una pluma. Para
cuando hube tomado asiento junto a un tronco
caído, me había servido otra ración de estofado.
Codiciosamente lo engullí mientras Xena des-
plegaba nuestros lechos. Después, cuando esta-
ba rebañando lo último de la salsa del cuenco y
lamiéndome los dedos, se sentó sobre su manta
y me encaró.
Con sonrisa cruel, Xena dijo, “Háblame de este
tesoro.”
“No cualquier tesoro,” dije. “El tesoro sume-
rio.” Rápidamente esbocé la historia de Xena
rastreando pistas para la localización del perdi-
do tesoro sumerio, un relato que era muy con-
vincente porque mucho del mismo era cierto.
Afortunadamente la señora de la guerra no re-
cordaba que ya habíamos encontrado nuestro
camino hasta la caverna llena con oro y joyas.
“No se supone que debiera saberlo,” dije tris-
temente, “pero he acertado a oír suficiente de
tus conversaciones para figurarme qué estabas
haciendo. ¡Y estabas realmente cerca de encon-
trar la última pista, así que tan pronto como re-
cobres la memoria seremos ricas!”
“¿Seremos?”
“Soy tu socia, ¿verdad?” Con una simpática
sonrisa, añadí, “Además, no costaría mucho oro
hacerme feliz. ¡De veras!”
Con una risa alegre, Xena dijo, “Ni costaría mu-
cho esfuerzo matarte. De veras.”
“¡Eh! ¡Soy tu amiga!”
Encogiéndose de hombros, dijo, “La amistad es
un lujo para el pobre y el indefenso; el rico y
poderoso no puede permitírselo.”
“Oh.” Suspiré profundamente. “Supongo que
por eso tú eres señor de la guerra y yo soy bar-
do. Una bardo fatalmente inocente.”
“Existen ventajas en ser inocente, Gabrielle,” di-
jo Xena. “Si fueses menos inocente, probable-
mente no te hubiera mantenido cerca. Como así
es,” bostezó y se estiró en su lecho, “has durado
en mi compañía más que cualquiera de mis lu-
gartenientes.”
“¿Dos años es un récord?”
“Sí,” dijo secamente. “En mi negocio, dos años
pueden ser toda una vida…” Miró fijamente el
fuego un largo rato, entonces me preguntó con
voz grave, “Durante todo el tiempo que hemos
estado viajando juntas, ¿qué dije acerca de per-
der mi ejército?”
“No mucho, en realidad.” Entonces, contra toda
razón, me rendí al repentino impulso de contar-
le a Xena algo de esencial importancia acerca de
ella misma. “No creo que les echases de menos,
en absoluto.”
Vi la sutil rigidez de su muscular cuerpo, una
involuntaria confesión de tensión, pero no pro-
testó mi declaración.
Adentrándome un poco más en terreno peligro-
so, dije, “Era como si te hubieses… aburrido…
de esa parte de tu vida.” Y esto era tanto como
me atreví a revelar sobre el punto de inflexión
de su oscuro pasado.
El silencio se estiró sobre nosotras de nuevo
mientras miraba sin pestañear las danzarinas
llamas, su cara una máscara de impasibilidad.
Al final volvió la cabeza y dijo, “Ve a dormir.
Mañana tenemos otro comienzo madrugador.”
Y cerró los ojos.
CAPÍTULO 4
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FIN
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