Está en la página 1de 131

El Pozo de los

suspiros
Romance de Xena y Gabrielle

Trad. Gixane
Fuente: Xena en español
Ed. buxara, 2007
AVISOS

Mea Culpa: Esta historia usa personajes registrados


que pertenecen a MCA/Universal y Renaissance Pic-
tures.
Contenido sexual adulto: Esta historia retrata Xena
y Gabrielle en un contexto romántico y sexual. Si es-
te tipo de escenario te inquieta, es ilegal donde vi-
ves, o si eres menor de edad, por favor no leas más.
Grado de violencia - Muy suave: Aunque hay alu-
siones ocasionales a violencia física, no figuran de
forma prominente en esta historia.

VERSION

Well of Sighs (El Pozo de los suspiros). Traducción


de Gixane, revisada por la autora, Ella Quince. Pu-
blicación autorizada por la autora. Toda su obra, en
inglés, puede ser encontrada en su propio website,
Altered Stories. También puedes leer las críticas de
Lunacy a sus fanfics.
PRÓLOGO

El sol estaba a medio camino de su viaje a tra-


vés del cielo cuando entré cabalgando en un
claro del aislado valle. Mi progreso a través del
escabroso terreno había sido retardado por el
sosegado ritmo que había impuesto a mi caba-
llo, uno que igualaba el paso de mi compañera
en el suelo. Gabrielle podría haber caminado
más rápido si hablase menos, pero estaba de
humor para escuchar la música en su voz y ob-
servar el juego de la luz en su cabello oro rojizo.
Mi paciente silencio parecía ser todo el ánimo
que precisaba para rezumar excitación.
“Sí,” dijo, “definitivamente este lugar tiene sen-
sación literaria.”
“¿De veras?” Estudié los dos escarpados talu-
des cubiertos de árboles doblados por la edad.
Cierto, arrojaban torturadas sombras sobre los
escuálidos hierbajos que cubrían el camino que
estábamos siguiendo, pero por lo demás la es-
cena no despertaba mi imaginación.
“‛Un bosquecillo de olivos a cada lado / Y aún uno
de mayor tamaño…’“ Se volvió en un lento círcu-
lo, contando las marchitas arboledas que nos
rodeaban. “Uno, dos, tres… ¡sí, de veras sabía
que éste es el lugar! He oído un poema acerca
de este mismo sitio. Si solo pudiese recordar el
resto de los versos.”
Perdida en contemplación de literatura clásica,
prestó poca atención mientras detuve a Argo
junto al pozo que estaba en el centro del claro.
Mi propia atención se centró en cuestiones más
prácticas, tales como los deshinchados odres de
agua atados a mi silla. Mientras desmontaba,
aún podía oír a Gabrielle murmurando para sí,
“'Ta dum, ta dum, el curvo camino…' entonces al-
go sobre un pozo rústico.”
“Rústico es una forma de expresarlo,” dije, con
una suspicaz mirada a la desmoronada cantería
y la podrida tapa de madera de encima. Mis
dedos trazaron el rastro de líneas excavadas
que habían sido incisas en el borde circular, pe-
ro las letras estaban demasiado revestidas de
moho y liquen para ser ahora legibles. Aga-
rrando un asidero de la alabeada tabla, tiré de
la tapa del pozo, encontrando una inesperada
resistencia, tiré entonces de nuevo con más
fuerza. La tapa cedió con un gemido y cayó en
pedazos de entre mis manos. “No creo que na-
die haya estado por aquí en años.”
“'Montan guardia junto al Pozo de los suspiros…'“
recitó Gabrielle, aún inmóvil en el sitio.
No había signo de cubo o cazo, ni tan siquiera
uno oxidado en desuso, así que me incliné so-
bre el borde y metí mi brazo en la fría oscuri-
dad hasta que mis dedos rozaron la superficie
de la aún más fría agua. Pese a la ajustada tapa
que había quitado, el pozo olía con el aroma de
la frescura del agua de manantial.
“‘Esperando a aquellos que perderían…'“ Su voz
vaciló. “… que perderían… ¿qué?”
Me erguí, mi mano goteando de su inmersión
en el pozo.
“¡Lo tengo!” gritó. “'¡Esperando a aquellos que
perderían sus penas!'“
Alcé la palma ahuecada a mi boca.
“Por supuesto, es la historia de…” Gabrielle se
giró, entonces se quedó helada en el sitio. “¡No,
Xena!”
Sobresaltada por su repentino grito, paré, ba-
jando el brazo. Mis labios aún húmedos del
agua que había sorbido…
CAPÍTULO 1

“¡No bebas el agua!”


Incluso mientras gritaba, una ola de vergüenza
me recorrió. Ésta no sería la primera vez que
una melodramática suposición me hacía quedar
como una tonta ante Xena. Pero entonces vi to-
do el color desvanecerse de su cara. Y peor que
la vista de su repentina palidez, fue la inexpre-
sividad en sus ojos azules.
“Oh, no…”
Mientras daba un apresurado paso hacia ella, la
inexpresividad fue suplantada por otra emo-
ción. Demasiado tarde reconocí su mirada de
rabia. Segundos más tarde me encontré de gol-
pe en el suelo, de espaldas, con Xena elevándo-
se sobre mí. Plantó una rodilla sobre mi pecho;
sus manos aplastaron mis hombros.
“¿Quién eres?” El gesto de su rostro era aterro-
rizante en su intensidad.
“Xena…” Luché por respirar contra la tritura-
dora presión de mi pecho. “Soy yo… Gabrie-
lle.”
No hubo reacción, ningún signo de reconoci-
miento. “¿De dónde viniste?” Lanzó una mira-
da sobre su hombro, sus ojos cautelosamente
escaneando el vacío claro. “¿Y qué lugar es és-
te?” murmuró como para sí. “¿Cómo llegué
aquí?”
“Nosotras seguíamos–” Sus dos manos envol-
vieron mi cuello, abruptamente ahogando mi
explicación.
“¿Qué es ese ‘nosotras’?” dijo Xena furiosamen-
te, zarandeándome. “Nunca antes te he visto.”
Luchando contra el mareo que amenazaba nu-
blar mis sentidos, articulé las desesperadas pa-
labras, “Déjame… respirar…”
Aflojó su presa justo lo suficiente para que co-
giese aliento y susurrase, “Puedo probar que
nos conocemos. Eres Xena de Amphipolis. Tu
hermano mayor es Toris; tu hermano menor era
Lyceus y deseas yacer en paz a su lado en el
panteón familiar.”
“¿Cómo supiste eso?” Había un escalofriante fi-
lo de amenaza en su voz y sus dedos comenza-
ron de nuevo a apretar.
“Porque… tú me lo dijiste,” jadeé. “Por favor…
lo explicaré.”
“Sigue hablando.”
“Fue un accidente… bebiste de ese pozo… el
Pozo de los suspiros.”
Xena frunció el ceño. “¿Qué es esto, un acerti-
jo?” No sonó como si le gustasen los acertijos.
“El Pozo de los suspiros… está alimentado
por… las aguas de Lete.”
“Lete, el agua del olvido.” Liberando su agarre
de mi garganta, Xena desplazó el peso a los ta-
lones de sus botas. “Supongo que eso podría
explicar esta situación.”
“Sí.” Tomé una larga y estremecida inspiración
de aire. “Y evidentemente has tragado suficien-
te agua para olvidarme, lo cual significa que
has perdido la memoria de los últimos dos
años… o más.”
“Cuánto más es la cuestión pendiente,” dijo,
haciendo eco a mi inexpresado pensamiento. Su
estoico comportamiento no mostraba nada más
profundo que un inexorable reconocimiento de
su situación, pero la conocía lo bastante bien
para detectar una vena de aprensión en su voz.
Xena conocía el miedo; simplemente era mejor
que la mayoría de la gente ocultando esa emo-
ción.
Me erguí a una posición sentada. El dolor en el
pecho estaba desapareciendo, pero mi garganta
aún estaba lastimada y magullada. “¿Qué es lo
último que recuerdas?” gruñí.
Frunció los labios, como si retuviese una res-
puesta. Sus ojos examinaron mi cuerpo, eva-
luándolo, midiéndolo. “Estás bastante en for-
ma, pero no vistes como un guerrero. ¿Quién
eres y por qué estamos viajando juntas?”
“Bueno, soy bardo y…”
“¡Bardo! ¿Por qué estaría yo viajando con una
bardo?”
“También soy tu amiga.”
Sus ojos se estrecharon con sospecha. “Menos
verosímil aún.”
“No me crees,” dije, desconcertada al darme
cuenta.
“¿Por qué debería?” Xena lanzó su mano en di-
rección al pozo de piedra. “Solo tengo tu pala-
bra por todo esto.” Se sobresaltó cuando una rá-
faga de frío viento de otoño sopló entre las
hojas del huerto. Alzando la vista, rastreó la po-
sición del sol, el cual estaba bajo en el cielo in-
cluso al mediodía. “Pero era mitad de verano
cuando yo…” Se interrumpió con un repentino
ceño fruncido y lanzó una mirada a su brazo. A
la brillante luz del día, podía solo distinguir
una fina cicatriz blanca corriendo desde su mu-
ñeca al codo. “Y fui herida esta mañana…”
“… en Atropis,” dije. Mi estómago se revolvió,
pero el instinto me urgió a retener cualquier
signo de mi alarma interna. “Fuiste acuchillada
justo después de la rendición de la ciudad.”
“¿Te conté eso?” preguntó con obvia perpleji-
dad. “Me pregunto por qué. La pelea solo duró
unos segundos.”
Con un despreocupado encogimiento de hom-
bros, miré directamente a los ojos azul hielo de
la señora de la guerra Xena y dije, “Olvidé co-
mo salió el tema.” Pero era mentira; recordaba
todo demasiado claramente. Había despertado
en mitad de la noche, sudando y temblando, ca-
si vomitando la cena por los recuerdos que
habían atormentado sus sueños. Recuerdos de
un anciano panadero que se había aproximado
a ella con una jarra de cerveza, entonces sacó un
cuchillo de pan y se las arregló para cortarle
una vez antes de que ella le matase. Había or-
denado que su cadáver colgase en el centro del
pueblo, como lección para cualquiera de la gen-
te del vencido pueblo que se sintiera tentado a
resistir el pillaje y saqueo de sus hogares y
tiendas.
“¿Cuánto hace de eso?” urgió Xena.
Tras un rápido cálculo, dije, “Casi tres años.”
Lo cual significa que esta Xena ya se había en-
contrado con Hércules una vez, pero faltaban
varios meses para el segundo encuentro, en el
cual la persuadió para buscar una nueva vida.
Esta Xena aún seguía a Ares, el dios de la gue-
rra.
Esta Xena era una mujer muy peligrosa.
“Tres años…” Tras un momento de considera-
ción, se encogió de hombros. “Oh, bueno, po-
dría haber sido peor. Un buen trago de ese po-
zo habría borrado toda habilidad de lucha que
jamás hubiese aprendido.” Se puso de pie y se
estiró. Entonces, en un movimiento tan rápido
que fue un borrón, alcanzó su chakram y lo
lanzó por el aire.
Instintivamente me agaché ante el estridente
sonido del metal saltando de las piedras del
pozo, después zumbando sobre mi cabeza. Si-
guieron una serie de sordos golpes y en mi
mente vi al disco rebotando entre los olivos.
Una vez que el agudo zumbido se desvaneció,
miré arriba y vi que la mano de Xena estaba de
nuevo agarrando con firmeza el chakram.
“Odio cuando haces eso.”
Sonrió y sus ojos chispearon como zafiros. “So-
lo comprobaba mis reflejos.” Aparentemente
satisfecha con la respuesta de su cuerpo, se giró
sobre los tobillos para encarar a Argo. “Bonito
caballo tienes allí.”
Hubo un filo especulativo en su voz que hizo
que mi espalda me hormiguease. “En realidad,
Argo es tu caballo.”
“¿Mío? ¿De veras?”
Xena se aproximó al caballo con ansia, pero sus
manos recorrieron los flancos de Argo con nada
característica brusquedad. La yegua se echó
atrás con una nerviosa patada de sus cascos. Me
recordó la reacción de Argo ante Callisto y
sombríamente consideré que la comparación
podía ser demasiado similar.
Con un ceño de decepción, Xena dijo, “Es un
poco nerviosa. Sin embargo, vendrá bien. Nece-
sito regresar con mi ejército lo antes posible.
¿Dónde estaban acampados la última vez?”
“¿Tu ejército?” rápidamente me erguí sobre mis
pies, sintiendo que en el suelo era por entero
demasiado vulnerable.
“Sí, mi… ¿Hay algún problema que debiera co-
nocer?”
“Eso podrías decir,” dijo cautelosamente. Como
bardo, estaba demasiado familiarizada con his-
torias acerca de mensajeros de malas noticias
muertos. Además juzgando por la impaciente
mirada en el rostro de Xena, sospeché que a un
mensajero lento le era igual de probable resul-
tar herido. “Verás, uno de tus lugartenientes re-
sultó ser un poco más… ambicioso de lo que
sospechabas.”
“¡Darphus!” espetó. “¡Tuvo que ser Darphus!”
“Sí, de hecho…”
“¡Esa escoria rastrera! ¡Le destriparé!”
“Uh, en realidad, ya lo has hecho. Y tu lucha
fue una historia tan genial,” dije, con lo que es-
peraba fuese una convincente exhibición de en-
tusiasmo. Rápidamente me lancé a un recuento
de cómo Xena había perdido el control de su
ejercito, aunque mi versión fue algo diferente
de la que le había sacado a Salmoneus, la seño-
ra de la guerra ante mí no parecía receptiva a la
idea de una alianza con Hércules. “Y entonces
hundiste tu espada en Darphus, acabando con
su viciosa y amotinada vida.”
“¿Y qué pasó con mis guerreros?” preguntó con
una resuelta persistencia. “Los que me hicieron
correr la baqueta.”
“Bueno,” dije, con expresivo encogimiento de
hombros, “para entonces la mayoría ya estaban
muertos o huyendo por sus vidas.”
“¿Les derroté yo misma a todos, dices?”
“Estabas muy furiosa.”
Rió. “Tienes razón. Es una buena historia…
¿Cuál dijiste que era tu nombre?”
“Gabrielle.”
“Bueno, Gabrielle, he perdido guerreros antes.”
Agarró las riendas de Argo y llevó al caballo
hasta el camino atestado de malas hierbas. “Es
un contratiempo, pero puedo superarlo. Verás
cuan rápidamente puedo levantar un nuevo
ejército.”
Me helé en el sitio.
Mirando sobre su hombro, Xena llamó, “¿No
vienes?”
“¿Qué? Oh, sí, voy.” Me obligué a moverme de
nuevo, corriendo para alcanzarla. “Pero, Xena,
¿no crees que primero debiéramos intentar re-
cuperar tu memoria?”
“¿Cómo?”
“No sé cómo, pero tiene que haber una forma
de– “
“No voy a desperdiciar tiempo persiguiendo un
milagro,” dijo vivamente. “Quizá más tarde,
después de que tenga asegurado mi ejército.”
“Pero y si– “
“Sabes, ésta será la primera vez que he tenido
un bardo como parte de mis fuerzas.” Rió ante
el pensamiento. “Pero me gusta la idea. Eres en-
tretenida y eso podría ser bueno para la moral.”
“¡Genial! Empleo fijo.” Suprimí un estremeci-
miento ante el pensamiento de encarar una
hueste de guerreros reunida bajo la ondulante
bandera púrpura de la Princesa guerrera. Pero
al menos era una conveniente excusa para que-
darme con Xena. “Conozco montones de histo-
rias. De hecho, hay una historia sobre…”
“Más tarde,” dijo Xena bruscamente. Su buen
humor desvaneciéndose como el humo es ba-
rrido por un fuerte viento. “Necesito empezar a
hacer planes.”
Como yo, pensé ansiosamente. Como yo.

~~~~~~

Evidentemente los señores de la guerra estaban


acostumbrados a ser servidos. A diferencia de
nuestra usual rutina de deberes compartidos,
esa tarde Xena se sentó con la espalda apoyada
en un árbol y se echó un sueñecito mientras yo
establecía el campamento y cocinaba nuestra
cena.
Después, tras que hubiese comido, me estudió
abiertamente, rastreando cada movimiento mío
mientras recorría el campamento arreglando
nuestros lechos.
“¿Cuánto tiempo afirmas que hemos estado
viajando juntas?”
Sorprendida por el duro filo de escepticismo de
su voz, dije “Ahora hace casi dos años.” Me
asenté en el suelo, lo bastante cerca del fuego
para sentir su calidez, pero no tan cerca que mi
cara se viese claramente. Había sido un largo
día y no tenía la energía para disfrazar cada ex-
presión. “Me salvaste la vida,” dijo y cubrí mi
creciente nerviosismo relatando las circunstan-
cias de nuestro primer encuentro, de nuevo re-
montando cuidadosamente los aspectos altruis-
tas que podrían no impresionar a esta arrogante
señora de la guerra sentada al otro lado del
fuego.
Escuchó impasiblemente mientras componía mi
narración. A su conclusión, dijo, “¿Y desde en-
tonces?”
“Oh, bueno…” había pasado el día preparán-
dome para esta pregunta. Con suerte, mi res-
puesta lanzaría la primera fase de mi plan para
devolver Xena a sí misma. Por otra parte, po-
dría acabar matándome. “Hemos estado via-
jando de provincia en…”
“¿Haciendo qué?”
“Algo de trabajo mercenario cuando el dinero
escasea. De otra manera, simplemente atrave-
samos cada aldea de Grecia.”
“¿Por qué?”
“No estoy realmente segura de por qué. Quizá
solo decidiste tomarte un descanso del asunto
de señor de la guerra,” la sequedad de mi boca
amenazaba con ahogarme, “o quizá simplemen-
te tenías planes que deseabas mantener para ti
misma.” No había forma de juzgar si su silencio
era ominoso o simplemente signo de que su in-
quisición había acabado. Mi esperanza de un
respiro duró poco.
“¿Y siempre acampamos así?” preguntó.
Capté el expresivo arqueamiento de ceja, pero
me desconcertó su significado. “¿Así cómo?”
Xena apuntó al lecho. “Yo aquí… tú por allí.”
“Oh, eso… Bueno, sí.” Aturdida por el inespe-
rado giro en nuestra conversación, intenté ex-
plicar lo que apenas yo misma comprendía.
“Yo… tú… así es cómo siempre lo hemos
hecho.”
“Si tú lo dices,” dijo con un encogimiento de
hombros. “Pero después de dos años me parece
bastante raro.”
A mí también me lo parece, admití por primera
vez. Y me estremecí internamente ante el re-
cuerdo de la única vez que había intentado po-
ner nuestras mantas lado a lado. Xena le había
echado un vistazo a la nueva disposición y se
marchó airada del campamento. Para cuando
regresó, tarde a la mañana siguiente, yo había
recogido nuestros lechos y los había empaque-
tado en las alforjas de Argo. Jamás habíamos in-
tercambiado una palabra acerca de su reacción
y jamás me había atrevido a repetir mi error.
Sin embargo, juzgando por los comentarios de
esta Xena, evidentemente había habido un
tiempo en el que habría reaccionado… diferen-
te. Exactamente qué forma podría tomar esa di-
ferencia era demasiado perturbador de con-
templar.
Intenté mantener mi mirada fija en el fuego
cuando la señora de la guerra se estiró y co-
menzó a deshebillar su armadura, pero fui irre-
sistiblemente atraída por el movimiento de los
largos miembros mientras se quitaba el cuero.
Esta mujer poseía la misma gracia muscular
que la Xena que conocía, pero se movía de ma-
nera más fluida, como una danzarina. Y des-
pués de que se hubiese deslizado bajo las man-
tas de su lecho, esta Xena me miró sobre su
hombro, pescándome en el acto de observar.
Con una irónica sonrisa dijo, “Buenas noches…
amiga,” y entonces se volvió.
Cuando el martilleo de mi corazón al fin se re-
dujo a normal, busqué mi propio lecho. Pero la
luna había alcanzado su cenit en el cielo noc-
turno antes de caer dormida.
CAPÍTULO 2

“¿Cómo resulta que sabes tanto de mí?”


Me sobresalté ante la repentina pregunta de
Xena. El silencio entre nosotras se había pro-
longado durante más de una hora, desde que
habíamos levantado el campamento esa maña-
na y reasumido nuestra marcha a través del es-
trecho valle. La miré y dije, “Soy tu amiga; me
cuentas cosas.”
“Curioso. Nunca he sido tan habladora.” Había
un estudiado descuido en sus comentarios que
me avisó del peligro.
“Bueno, yo soy habladora. Así a veces creo que
me cuentas cosas simplemente para mantener-
me callada.” Sus labios se curvaron en una son-
risa. “Y llevamos tanto tiempo viajando juntas
que, aunque solo revelases algún detalle perso-
nal por semana, se acumulan.” Esta vez, para
mi alivio, Xena realmente rió en voz alta.
“Eres muy lista,” dijo. “Tendré que recordarlo.”
El comentario sonó más a amenaza que a cum-
plido, decidí infeliz. Sin embargo, ya que final-
mente había salido de su ensimismamiento, es-
ta era una buena oportunidad para proceder
con mi plan.
“Hablando de recordar,” dije apaciblemente.
“Tengo una idea… Hay un oráculo que podría
ser capaz de ayudarnos a restaurar tu memoria
y su templo está solo a unas cuantas jornadas
de aquí.”
“¿Un oráculo, huh?” Xena mantuvo sus ojos en
el camino, pareciendo indiferente a mi sugeren-
cia. “Nunca he tenido mucha fe en los orácu-
los.”
“Oh, pero éste es bueno, créeme. Es el por qué
fuiste antes a ella.”
Con un vistazo de reojo hacia mí, preguntó,
“¿Para qué?”
“Para salvar a la humanidad.”
“Tengo la sensación de que estás a punto de
contarme otra de tus historias.”
Sonreí. “Solo si sientes curiosidad acerca de
cómo liberaste a Prometeo de su esclavizamien-
to por los dioses.”
“Tienes una imaginación muy viva,” dijo Xena
irónicamente. “Pero delante de todas formas.
Ayudará a pasar el tiempo.”
“Bueno, todo empezó una perfecta mañana
cuando fuimos atacadas por una banda de mer-
cenarios. Uno de los hombres fue gravemente
herido cuando un cuchillo le lesionó la tráquea
y empezó a asfixiarse.”
“Hay un fácil remedio para eso. Todo lo que
requiere es una caña hueca y un cuchillo afila-
do.”
“Sí,” dije, “Y eso es exactamente lo que hiciste.
Hiciste que vendase la herida después de que
insertases la– “
“¡Espera un momento!” Su repentino ceño
fruncido me puso nerviosa. “¿Estás diciéndome
que le salvé la vida a un asesino que había in-
tentado matarme?”
“Bueno, sí,” Pensando rápido para construir
una excusa plausible, dije, “Supongo que tenía
información que deseabas y dado que no podía
hablar…”
“¿Supones?” dijo bruscamente. “¿Qué tipo de
información?”
“¡Xena!” levanté las manos con exasperación.
“Soy bardo, no lectora de mentes. Primero
montas un caso porque sé demasiado de ti,
después te irritas cuando no lo sé todo de ti. Yo
no sé por qué haces las cosas. ¡Cuernos, tengo
suerte si tan siquiera me dices a dónde nos diri-
gimos!”
“¿Entonces por qué viajas conmigo?” preguntó.
“Estoy empezando a preguntármelo,” dije tan
agriamente como pude. Como había esperado,
la suspicaz naturaleza de la señora de la guerra
estaba proporcionando las oportunidades que
necesitaba para colocar y cebar mi trampa.
“¿Ahora quieres oír esta historia o no?”
“No.”
“Muy bien.”
Ambas caímos en un hosco silencio.

~~~~~~

Tarde por la mañana el antiguo valle se había


estrechado en un cañón de altas paredes que
apenas me dejaba espacio suficiente para cami-
nar junto a Argo. El desvaído camino que
habíamos seguido se había deslizado en el olvi-
do, convirtiéndose en nada más que una raya
polvorienta sobre el suelo rocoso. Estudiando la
senda ante mí, noté con creciente intranquili-
dad que las paredes del cañón continuaban
convergiendo y entonces tomaban un pronun-
ciado giro a la derecha. Mis pasos se enlentecie-
ron ante el pensamiento de qué podría estar es-
perando al otro lado de la cerrada curva. Instin-
tivamente, miré a Xena por consejo, solo para
encontrar que ya había refrenado a Argo… de-
trás de mí.
“Sigue adelante,” dijo calmadamente. “Te se-
guiré.”
“¿Perdona? ¿Es esa una manera educada de de-
cir que soy sacrificable?”
Se encogió de hombros. “Nada personal. Con-
sidéralo una promoción de campo a explora-
dor.”
“Era más feliz como bardo,” dije secamente. No
obstante apreté el agarre de mi bastón y avancé.
Juzgando por el plácido comportamiento de
Argo, el camino era probablemente completa-
mente seguro; incluso si no lo fuese, era dema-
siado orgullosa para dar a la señora de la gue-
rra razón para cuestionar mi valor. Para mi ali-
vio, pasamos imperturbadas a través del mori-
bundo final del cañón y fuimos saludadas por
una pacífica vista de onduladas praderas.
Mirando atrás a la ladera montañosa, me asom-
bré de cómo la salida del valle era casi indetec-
table. Si no hubiese sabido exactamente donde
mirar, mi ojo hubiera pasado sobre la estrecha
hendidura, confundiéndola con una sombra en
la estribación rocosa. No era sorprendente que
el valle hubiese permanecido intransitado du-
rante tanto tiempo. La entrada que Xena y yo
habíamos descubierto días atrás estaba oculta
por una crecida maraña de árboles y parras; en
una caza por comida, Xena había perseguido a
una liebre y accidentalmente tropezó con la de-
sierta senda que eventualmente nos había lle-
vado al Pozo de…
¡Oh! Repentinamente se me ocurrió que nuestro
pasaje a través del valle no era el suceso fortuito
que ambas habíamos asumido. Alzando la mi-
rada a la princesa guerrera, restaurada a su an-
tigua ferocidad, susurré, “Ares…”
“¿Qué?” preguntó Xena, girándose en la silla.
Me mordí el labio, entonces dije sin convicción,
“El aire es aquí más frío que en el valle.”
Con obvio desinterés por mi comodidad, volvió
a su estudio del panorama. Sus ojos repasaron
el horizonte, entonces se fijaron en una mancha
en el noroeste. “Hay humo, probablemente un
asentamiento de buen tamaño con taberna.
Empezaré allí,” dijo mientras taloneaba a Argo
para que se moviera.
Empezar allí… a levantar un ejército, pensé tris-
temente mientras rompía a correr para mante-
ner el paso de su montura. Y de alguna manera
tengo que pararte.
Por primera vez en dos años, me sentí completa
y absolutamente sola.

~~~~~~

Con infalible instinto, Xena devanó su camino a


través de las estrechas calles hacia la más sór-
dida y ominosa de las tabernas. La última mo-
neda de mi bolsa fue al tullido viejo que se llevó
a Argo a los establos, y entonces seguí a Xena a
través del umbral de La pata hendida, tosiendo
ante el abrumador olor a humo, vino agriado y
cuerpos sudados. Para mi vergüenza, recordé
que eran exactamente este tipo de estableci-
mientos los que me deleitaba visitar durante los
primeros días de nuestra amistad. En mi joven
entusiasmo había pensado que tales lugares
eran emocionantes y exóticos. Eventualmente,
sin embargo, la novedad se había desvanecido
y, mientras la confianza de Xena en su nueva
vida se incrementaba, habíamos gravitado
hacia alojamientos menos animados. Ahora,
mientras las suelas de mis botas raspaban los
arenosos tablones, ansié el cielo de una aburri-
da y respetable posada. Al menos habría estado
limpia.
Nuestra entrada fue marcada por una caída en
el nivel de las roncas risotadas y las broncas vo-
ces. Solo unas cuantas cabezas se volvieron pa-
ra mirar abiertamente, aunque podía decir que
todos los ojos estaban fijos en nosotras. Un
murmullo de reconocimiento recorrió la habita-
ción, entonces una figura se destacó de la multi-
tud del bar y se pavoneó para confrontar a
Xena. La gruesa cara del hombre tenía el color
gris de la piel no lavada y su túnica de cuero es-
taba llena de grasientas manchas.
“He oído hablar de ti,” dijo con mofa. “Eres
Xena, la princesa guerrera. O al menos, solías
ser guerrera.”
Cogí aliento y me obligué a permanecer en si-
lencio.
“¿Solía ser?” dijo Xena con curiosidad.
“Sí, como en tiempo pasado. El rumor es que la
princesa guerrera se ha ablandado.” Ojeó el
amplio busto con lujuria. Sus curvos labios bri-
llaron húmedos. “Pero no te preocupes, lo
blando es bueno.” Adelantando su vacuno pe-
cho contra el peto de Xena, dijo “¿Por qué no te
quitas esa armadura para que pueda ver cuan
blanda–”
Emitió un grave gruñido y sus ojos se dilataron
con sorpresa.
“¿Qué fue eso?” preguntó Xena con mirada de
preocupación. “No te oí.”
El hombre dio un paso atrás. En el silencio que
repentinamente invadió la taberna, pude oír el
sonido de líquido burbujeando saliendo de su
garganta. Una espuma rosa brotó de sus labios.
“No seas tan tímido.” Sonrió Xena mientras se
inclinaba y tiraba del mango del cuchillo que
sobresalía de su pecho. “Soy una persona real-
mente encantadora una vez que me conoces. Si
vives lo suficiente para conocerme.”
El hombre osciló sobre sus pies, entonces se de-
rrumbó sobre el suelo con un quejido. Xena
limpió la hoja en su espalda antes de devolver
el cuchillo a la vaina del cinturón. Pasando so-
bre el caído cuerpo, caminó hasta el hombre
más grande y rudo de la sala y, con su voz en-
tonada sugestivamente grave, dijo, “Tú eres
más mi tipo. Invítame a una bebida.”
El bramido de risa que recorrió la sala, señaló la
aprobadora aceptación. Una jarra de vino fue
rápidamente colocada en la mano de Xena y la
ingirió con obvio gusto.
Tomando refugio en una sombría esquina de la
sala, me apoyé contra el muro y tragué con difi-
cultad para calmar mi revuelto estómago.
Había visto a Xena herir a oponentes antes, in-
cluso matarles, pero siempre en autodefensa y
siempre como último recurso, este despreocu-
pado acuchillamiento no era más que una ven-
ganza por un pequeño insulto. Quizá no tan
despreocupado, pensé. Era el recuerdo de
crueldades como esta las que alimentaban sus
pesadillas, así que a algún nivel la señora de la
guerra debe haber conocido el alto precio que
estaba pagando por su orgullo.
Mientras el tabernero sacaba arrastrando al
herido de la sala, susurré una plegaria a Ascle-
pio por su recuperación. Un tenue rastro de rojo
marcaba por donde estaba pasando el cuerpo,
pero fue pronto pisado y borrado por la multi-
tud de hombres que estaban acumulándose al-
rededor de Xena, todos reclamando el honor de
pagar su siguiente bebida. Juzgando por su es-
tímulo a tales atenciones, la tarde prometía ser
larga y tediosa. Pero podía sufrirla, decidí, en
tanto escapase a la atención de esos–
“¿Y quién es tu amiguita?” gritó un cara-rata y
huesudo individuo, sacudiendo el pulgar en mi
dirección. Evidentemente no había sido capaz
de forzar su aproximación a Xena, así que volcó
su atención en otro lugar. “¿Es una seguidora
del campamento… o uno de tus guerreros?”
Me encogí ante las risotadas que corearon su
ingeniosidad.
“Equivocado en ambos puntos,” dijo Xena,
aunque también ella había reído ante la cruda
broma. “Mi amiguita es bardo. De hecho, va a
proveernos el entretenimiento esta noche.” La
princesa guerrera me dirigió una burlona sonri-
sa. “Dijiste que eras bardo, ¿verdad?”
“Sí, lo hice,” repliqué enfrentando su retadora
mirada sin parpadear. Podía sentir sus ojos si-
guiéndome mientras me abría camino hasta el
improvisado escenario, nada más que una vieja
mesa cuyas patas habían sido acortadas. Me de-
tuve a reflexionar sobre la naturaleza de mi au-
diencia y la clase de narración que capturaría la
atención de estos pendencieros. Entonces sin
hacer una elección consciente, abrí la boca para
hablar y las palabras se formaron como por ins-
tinto. “La Muerte viene para todos nosotros,
pero cuando la Muerte vino a reclamar al rey
Sísifo, él se imaginó una forma de engañarla.”
Mientras entraba en el ritmo y la cadencia de
mi narrativa, noté el leve alzamiento de la ceja
de Xena. El sutil gesto era una abierta admisión
de sorpresa, quizá incluso de admiración de
mala gana. Y la historia –en la cual la princesa
guerrera figuraba prominentemente– la mantu-
vo absorta. A la conclusión de la desgarradora
aventura de la Muerte, mientras me calentaba
en el entusiasta aplauso de la sala, Xena se des-
lizó hacia la plataforma.
“Prometeo esclavizado, la Muerte encadena-
da… ¿de dónde sales con esas cosas?”
Reí ante su consternación. “Sabes que esa es
una historia verdadera.”
“Si tú lo dices, Bardo,” dijo con escéptico ceño.
“Aunque no hay beneficio en hacer buenas
obras. No me sorprende que estemos arruina-
das.”
“Bueno, no por mucho. Permíteme volver a tra-
bajar para ganar algunos dinares.” Despidién-
dola, rápidamente me lancé a otra historia y
después a otra. Mantuve un constante fluir de
palabras, gradualmente alzando el volumen de
mi voz para competir con el creciente volumen
de ruido de la sala. Desgrané historia tras histo-
ria hasta que mis labios estuvieron secos y mi
garganta empezó a tensarse, amenazando enre-
dar la lengua con secas toses. Para mi alivio,
mientras otra narración llegaba a su fin, vi a
Xena abriéndose camino entre la multitud, una
gran jarra en su mano. “Oh, genial, realmente
estaba sedi–”
“Basta de esas historias de amor. Limítate a las
batallas épicas.” Se tragó su bebida, entonces
añadió. “De hecho, oigamos alguna de mis ba-
tallas épicas. Cuéntales a todos cómo conquisté
la ciudad de Thermae.”
“¿Thermae? Claro, lo haré,” dije, mi voz tensa
de indignación. La señora de la guerra estaba
arrogantemente destacando una de las más
sangrientas conquistas de Xena, una que la
había perseguido con amargo pesar. “Y ya que
estoy en ello, ¿puedo contarles también cómo
quemaste Cirra hasta los cimientos?”
El pálido color que cruzó el rostro de Xena po-
dría haber sido un efecto de la temblorosa luz
de antorcha, pero la súbita tensión de su man-
díbula no lo fue.
Eso fue estúpido, admití para mí mientras la ob-
servaba alejarse con paso airado. No puedo olvi-
dar con quien estoy tratando. Mi próximo error po-
dría ser fatal. No obstante encontré algún con-
suelo en el hecho de que, incluso como señor de
la guerra, Xena se había visto sacudida por la
tragedia de Cirra.
Demasiado cansada para permanecer de pie me
bajé hasta el borde del escenario y busqué en mi
memoria alguna historia nueva. Cuando nada
vino, suspiré y dije, “La Muerte viene para to-
dos nosotros, pero cuando la Muerte vino a re-
clamar al rey Sísifo, él se imaginó una forma de
engañarla.” Como había sospechado, los pocos
que aún escuchaban estaban demasiado borra-
chos para tan siquiera notar la repetición, así
que una vez la Muerte hubo escapado de sus
cadenas por segunda vez esa noche, agarré el
estropeado cuenco de las donaciones de mi la-
do y abandoné el escenario.
Volcando el contenido del cuenco sobre una
mesa vacía en una alejada esquina de la entrada
de la taberna, rápidamente clasifiqué y conté el
valor de las monedas. Hice una mueca ante el
total. Por una noche de trabajo en una posada
decente habría obtenido dos veces esta canti-
dad. Evidentemente viajantes fatigados y prós-
peros mercaderes eran una audiencia más ge-
nerosa que mercenarios borrachos.
Una mano cubrió el montón de dinares. “¿Es
eso todo?” preguntó Xena, recogiendo mis ga-
nancias.
“Es más que suficiente para una noche de alo-
jamiento y un buen desayuno,” dije a la defen-
siva.
“Sí, supongo que lo sería.” Se volvió llevándose
las monedas.
“¡Hey!” Fruncí el ceño mientras me llegaban las
palabras de Xena. “¿Qué quieres decir con–”
“¡La próxima ronda es mía, chicos!” gritó. Los
vítores en respuesta de la asamblea ahogaron
mi protesta. Xena arrojó las monedas sobre la
barra de la taberna y segundos después yo no
tenía nada que mostrar por mi noche de trabajo,
excepto una docena de tanques de cerveza que
eran vaciados casi tan rápido como habían sido
llenados.
Con un fatigado suspiro, me dejé caer sobre un
bajo taburete y consideré mi situación. Gracias
a Xena, esta noche no teníamos sitio donde
dormir. Si bien, por lo que había observado de
su incesante merodeo por la abarrotada sala, no
tenía en absoluto intención de dormir. Breve-
mente consideré pasar la noche con Argo pero,
a juzgar por las inmundas condiciones de la
propia taberna, lo probable era que los establos
de la taberna fueran incluso menos atrayentes.
No, parecía que tendría que permanecer aquí
en el salón observando a Xena hechizar a los
mercenarios.
Y hechizarlos es lo que hacía. Incluso cuando
los hombres se borrachaban y alborotaban ella
mantenía el centro de atención de la juerga.
Con una afilada lengua y una espada aún más
afilada derrotaba a los pocos guerreros que
eran lo bastante tontos para desafiarla o insul-
tarla. Una vez derrotado cada hombre por tur-
no exhibía sus heridas –cortes superficiales más
de aviso que incapacitantes– como insignias de
honor, y era el que reía más fuerte cuando el
próximo oponente era abatido por su mano.
Considerando que la Xena que yo había cono-
cido brillaba con reprimido poder, esta Xena
ofrecía una imagen de sí misma que era más
grande que la vida, mercurial y carismática. Es-
ta Xena, reconocí, era la Princesa Guerrera que
podía liderar hombres a la batalla, cantando su
nombre incluso mientras morían.
“Hora de que te unas a la fiesta,” susurró una
voz nasal en mi oreja.
Giré rápidamente para encontrar a Cara–rata
apareciendo sobre mí. Retrocediendo instinti-
vamente, me estremecí cuando mi espalda cho-
có contra el afilado canto de una mesa. Estaba
acorralada.
“¡Vete a paseo!” dije, pero solo se rió.
“Vaya, eso no es muy amistoso.”
“No estoy de humor amistoso.” Mi enojo se
volvió indignación cuando alargó la mano para
acariciar mi pecho. Alejando su sobona mano
de un golpe, siseé, “¿Estás dispuesto a morir
por un despreciable manoseo? ¡Porque Xena te
matará por lo que acabas de hacer!”
Vaciló, su mano suspendida en mitad del aire
mientras lanzaba una cauta mirada a través de
la sala. “Oh, ¿sí? ¿Por qué habría de importarle
lo que hacemos?” A pesar de su bravata, había
un temblor de miedo bajo su risa burlona y pa-
lideció ligeramente cuando Xena miró directa-
mente a nuestra esquina de la sala, sus ojos es-
trechándose mientras taladraban las sombras…
… y entonces se dio la vuelta.
Cara–rata se rió a carcajadas y giró para enca-
rarme. “Me lo creí por un instante.” Entonces
intentó meter su mano bajo la delantera de mi
top.
“¡Aleja tus manos de mí, cretino!” Eché atrás mi
puño para golpearle en el estómago, solo para
sentir mi codo cogido en una fuerte presa.
“Es lo bastante fogosa para los dos,” dijo un se-
gundo hombre mientras atrapaba mis brazos
detrás de mí.
“En tanto yo vaya primero,” dijo Cara–rata. Sus
dedos habían bajado lo suficiente para pellizcar
uno de mis pezones.
Hincando mi rodilla en su pecho, le saqué un
soplo de rancio aliento a mi atacante, pero el
hombre detrás de mí rápidamente tiró de mis
brazos y rió entre dientes cuando jadeé por el
agudo dolor. “No más,” dijo suavemente, “o
tendrás algo roto.”
Cara–rata siseó, “Yo iba a pagarte por un buen
rato, pero ahora tú me debes a mí.” Agarró fuer-
temente mis piernas. “Vamos, Dolus, hagamos
esta pequeña transacción fuera.”
Mi enojo se transformó en auténtica alarma
cuando sentí a Dolus alzarme de mi taburete.
Sin mi bastón no era rival para estos dos hom-
bres. No obstante, tomé una profunda inspira-
ción y me preparé para una lucha que bien po-
día costarme un hueso roto o dos. Acababa de
tensar los músculos de mi pierna para una sal-
vaje patada cuando los dos hombres se detuvie-
ron abruptamente.
Xena estaba en su camino.
“¿Adónde crees que vas?” estalló la señora de
la guerra, pero mi alivio se evaporó cuando
comprendí que el comentario se dirigía a mí.
“Perdón, chicos, pero mi bardo está aún de ser-
vicio. Así que tendrá que esperar hasta más
tarde para divertirse.”
Tras un instante de vacilación, los dos hombres
intercambiaron una mirada de resignación y
soltaron su presa sobre mí. Tropecé y hubiese
caído si no es por la firme mano de Xena, pero
una vez recobré el equilibrio me sacó de las
sombras y me devolvió al centro de la sala. Po-
día sentir mi cuerpo comenzando a temblar en
tardía reacción de miedo –y una sensación de
traición– pero antes de que pudiera expresar mi
ira, Xena dijo, “¿Te lastimaron?”
Cuando pude confiar en mí misma para hablar
con calma, dije, “No.”
Estudió mi rostro, entonces asintió. “No eres
cobarde.” Cogiendo una jarra de un sirviente
que pasaba, la presionó en mis manos. “Bebe
esto.” El vino bajó calentando mi garganta y
desató el nudo de tensión de mi estómago. Pero
entonces Xena levantó su cabeza hacia el esce-
nario para el narrador de historias y dijo, “Aho-
ra vuelve a trabajar.”
“¡No! No, yo–”
“¡Hazlo!” ordenó. “No puedes permitirte pare-
cer débil ante esta multitud o serás de nuevo su
objetivo. Y no tiene sentido nuestro viajar jun-
tas si te vas a meter en problemas cada vez que
me dé la vuelta.”
Asentí, entonces fui tropezando hasta el escena-
rio. Cuando comencé la historia mi voz tembla-
ba y estaba demasiado exhausta para adornar
los desnudos huesos del argumento, pero real-
mente no importaba. De la borracha fiesta, ya
nadie me escuchaba.
CAPÍTULO 3

Desperté sobre un jergón de paja, con rendijas


de la fuerte luz matinal filtrándose a través de
la medio cerrada contraventana y el confortante
sonido de la regular y dormida respiración de
Xena junto a mí. Unas cuantas horas antes del
amanecer Xena había ganado la habitación y
una pequeña bolsa de dinares en una competi-
ción de lanzamiento de cuchillos. Vagamente la
recordé metiéndome prisa para subir el tramo
de escalones de madera hasta la segunda planta
de la taberna, para reclamar nuestro premio… y
entonces recordé alguna de las obscenidades
gritadas desde la multitud cuando nos vieron
irnos juntas. Las palabras habían significado
poco para mí en mi estado de somnolencia, pe-
ro ahora las reconocí como crudas y vulgares
predicciones de lo que Xena me haría cuando
llegásemos a nuestras habitaciones.
Nada de eso había ocurrido. Las dos habíamos
caído en la única cama y después, casi instantá-
neamente, en la inconsciencia.
Pero, ¿y si Xena hubiera hecho esas cosas? me
pregunté. De lo poco que había revelado de sus
días como señor de la guerra, Xena había tenido
pocos escrúpulos respecto a la extorsión o el
asesinato. ¿Por qué iba a evitar imponerse a una
reacia compañera de cama? Traté de imaginar
la boca de Xena presionando con fuerza contra
la mía, sus manos sobando mis desnudos pe-
chos, un musculoso muslo abriéndose camino
entre…
Detuve el desfile de imágenes mientras consi-
deraba una cuestión aún más perturbadora.
¿Exactamente cuán reacia habría sido? El rápi-
do latido de mi pulso ofreció una ambigua res-
puesta. ¿Estaba reaccionado con miedo o con
esa otra fuerte emoción que había brotado de-
ntro de mí la primera vez que había puesto los
ojos sobre la princesa guerrera? Después de to-
do, este señor de la guerra se había transforma-
do en la mujer que me había salvado de los sa-
queadores de Draco. ¿Cuán diferentes podían
ser esas dos personas?
Echándole un vistazo a Xena, casi grité su nom-
bre. Con el sueño, su rostro se había suavizado.
La cautela acechante en sus ojos estaba oculta
tras los cerrados párpados; la severa curva de
sus labios estaba suavizada en una medio son-
risa. Parecía exactamente igual que la Xena que
amaba. Y el conocimiento de que una honorable
y compasiva mujer estaba allí, en algún lado–
enterrada hondo bajo capas de amargura y ra-
bia– me llenó con una dolorosa necesidad de al-
canzarla, de alguna manera tocar el familiar…
Mi mano estaba justamente apartando unos ca-
bellos de su mejilla cuando se movió. Me retiré,
pero no lo suficientemente rápido para escapar
al aviso de los ojos azul acero.
“Buenos días,” dije, confiando que mi voz so-
nase menos estridente a los oídos de Xena que a
los míos. Me ruboricé bajo su silencioso escruti-
nio, demasiado consciente de que su estructura
muscular estaba acumulando tensión como un
enroscado muelle.
Entonces, con un gruñido, saltó de la cama y al-
canzó su armadura. “Esto no va a funcionar,”
dijo mientras abrochaba el peto en su sitio.
Reprimí una oleada de aprensión. “¿Qué quie-
res decir?”
“Necesito dinero, dinero de verdad, no ese pu-
ñado de dinares que ganas contando historias.”
Abrochó las guardas alrededor de sus muñecas
mientras hablaba. “Requiere oro comprar gue-
rreros, oro comprar provisiones.”
“Sí, bueno, esas no son exactamente noticias
frescas.”
“¿Qué se supone significa esa salida?”
Me encogí de hombros y guardé silencio, en-
tonces jadeé cuando se abalanzó y me sacudió
por los hombros.
“No estoy de humor para juegos, pequeña bar-
do,” siseó Xena en mi cara. “Así que si tienes
algo que decir, ¡suéltalo!”
Alejé sus manos. “Si necesitas dinero ahora, ya
lo sabías cuando partimos juntas.”
“¿Y?”
Ahora resistí la tentación de desplegar mi plan
completo. Si mis respuestas llegaban demasia-
do fácilmente, Xena se volvería desconfiada. “Y
supongo que has estado trabajando en ello.”
“¿Supones?”
“Si te hubieses molestado en decirme qué estás
haciendo, ahora podría ayudarte,” dije furio-
samente. “Pero ya que no lo–”
“Todo ese viajar…” Xena se giró alejándose, en-
tonces estampó el puño contra la pared. “¡Sí!
Por los dioses, ha de haber una buena razón pa-
ra todo ese vagabundeo sin sentido. De otra
forma, son años malgastados.” Contuve mi res-
piración mientras Xena recorría el largo de la
estrecha habitación. Girando sobre sus talones,
exigió, “Vamos. Nos marchamos.”
Salí precipitadamente de la cama, tragándome
algunos comentarios que harían estallar su in-
flamable temperamento. Estaba a punto de al-
canzar mi fardo cuando se colocó frente a mí.
“Gabrielle…” pronunció mi nombre como un
sordo gruñido. “Mejor que estés en lo cierto so-
bre este oráculo.”
Asentí, quedándome muda por la amenaza en
su voz. Esta vez no había duda sobre qué emo-
ción había acelerado mi corazón.
Era miedo.

~~~~~~
“Xena… espera… no puedo…” Mi voz cedió
mientras me detenía tambaleante, apoyándome
sobre mi bastón intenté recuperar el aliento.
Desde el momento que dejamos la ciudad Xena
había marcado un paso vivo que me llevó al lí-
mite de la resistencia, y no había signos de
compasión en su rostro cuando detuvo a Argo,
solo un impaciente ceño.
“Solo necesito… un breve descanso.”
“Alcánzame a tu ritmo,” dijo la señora de la
guerra. Con un talonazo, urgió a Argo hacia de-
lante al trote y me dejó sola en el camino.
“Al Hades contigo,” murmuré, entonces tragué
más aire. Cuando finalmente pude respirar sin
dolor, reanudé mi paso con una zancada uni-
forme que devoraría terreno sin dejarme sin re-
suello.
Normalmente disfruto mucho caminando, es-
pecialmente por un ondulado paraje como éste,
pero hoy mi furia y la necesidad de apresurar-
me me robaron ese placer. Debo haber pensado
muchas cosas en el curso de ese largo día, pero
todo lo que recuerdo son maldiciones murmu-
radas sobre la señora de la guerra que me había
abandonado tan fácilmente. Por supuesto, tam-
bién mi Xena estaba pronta a dejarme atrás en
nuestros viajes, y este desagradable paralelismo
emborronaba la frontera entre ella y la señora
de la guerra. A media tarde, cuando descubrí
que solo había un mendrugo de pan en mi zu-
rrón, estaba irracionalmente furiosa con ambas.
Seguí las huellas de Argo hasta que la luz co-
menzó a debilitarse y aún no había signos de
que Xena se hubiese parado en el camino. La
penumbra se oscureció en noche. Insegura de
mi rumbo, mis pasos vacilaron. Descansé bajo
el abrigo de un árbol hasta que la luna llena
iluminó el camino otra vez. Una hora más tar-
de, tiritando y muerta de hambre y sed, final-
mente entré tambaleándome en el campamento
de Xena.
Estaba estirada junto al fuego, cubierta por su
manta. Sin siquiera abrir los ojos, dijo, “Tardas-
te bastante.”
Estaba demasiado abatida para contestar. De-
jando caer mi bastón al suelo, agarré una cha-
muscada pata de conejo de una piedra del mo-
ribundo fuego y roí los trozos de carne que ro-
deaban el hueso. La carne estaba fría y sabía a
ceniza. Lo regué con media docena de tragos de
agua, entonces desplegué torpemente mi lecho
y me arrastré bajo la manta. Pareció que mi ca-
beza acababa de tocar el suelo cuando Xena es-
taba despertándome con un rápido puntapié en
las costillas. Mis ojos se abrieron ante la ruda
llamada. El amanecer iluminaba escasamente el
campamento.
“Levántate ahora o tendrás que llevar tu propio
lecho,” dijo secamente y se alejó a grandes zan-
cadas hacia el bosque.
Madrugar no era mi especialidad, pero estaba
lo suficientemente alarmada, por la brusca
amenaza de Xena, como para vacilantemente
ponerme en pie y doblar mi lecho. Renuncié a
toda esperanza de disfrutar nuestro habitual
desayuno caliente cuando noté que las frías ce-
nizas del fuego ya habían sido pateadas y que
Argo estaba completamente enjaezada.
Aprovechando la ausencia de Xena del campa-
mento, metí las enrolladas mantas en una alfor-
ja, entonces arriesgué una furtiva palmada al
cuello de Argo. Lanzando un suave relincho, se
giró y restregó su aterciopelado hocico contra
mi mano. Era un confortante momento para
ambas, este intento de tocar algo familiar entre
tanto desconocido, pero bajé la mano ante le
sonido de las botas de Xena viniendo detrás de
mí. Demasiado tarde, me di cuenta acababa de
desperdiciar mi única oportunidad de registrar
las alforjas por comida.
Apartándome a un lado sin comentarios, Xena
se puso sobre la silla. Un rápido y seco tirón de
las riendas giró el hocico de Argo y un golpe de
estribo puso al caballo en movimiento.
Si las lágrimas hubieran podido aliviar mi mor-
diente hambre o paliar el sordo dolor de mis
músculos, habría llorado. Pero las lágrimas eran
inútiles y necesitaba toda mi fuerza para cami-
nar; así, con los ojos secos y silenciosa, recuperé
mi bastón y empecé otro día de marcha.
Argo debe haber estado tan cansada como yo.
A través de la mañana encontré signos de que
Xena había parado con frecuencia para permitir
pastar a la yegua. De hecho, podría haber hecho
un tiempo mejor alcanzándolas si no hubiera
parado para forrajear yo misma. Todo lo que
logré encontrar fue un puñado de bayas de fin
de temporada y unos cuantos hongos insípidos.
Después de eso mastiqué una raíz amarga y
combatí la tentación de tumbarme en un mon-
tón de hierba seca y dormir. En el sueño podía
escapar al dolor de mis doloridos pies y mi pal-
pitante cabeza… y olvidar que Xena era res-
ponsable de mi desdicha.
Durante los pasados dos años habíamos llevado
una existencia espartana, una sin muchos lujos,
pero comparada con mi situación actual nuestra
vida diaria había estado llena de riqueza. Jamás
me había permitido marchar hambrienta y, pe-
se a sus malhumoradas quejas, estaba pronta a
consentirme dormir tarde o tomar desvíos pin-
torescos. Su reserva podía ser desconcertante a
veces, pero jamás había sido fría o indiferente o
cruel hacia mí. Pero ahora…
… ahora Xena tenía problemas. Me necesitaba.
Si la dejaba marcharse, no había garantías de
que encontrase su camino al oráculo o recobra-
se la memoria. Y entonces la perdería para
siempre.
Aceleré mi paso, determinada a que esta vez
atraparía al señor de la guerra antes del ano-
checer.
La penumbra había sólo comenzado a palidecer
el color del paisaje cuando capté un leve olor a
madera quemada y carne demasiado hecha. Si-
guiendo mi nariz, encontré mi camino al claro
donde Xena estaba removiendo una burbujean-
te olla de estofado que colgaba sobre el fuego.
Sabía que, probablemente, esta comida era en
todo punto tan calamitosa como todas las que
siempre había cocinado, pero estaba tan faméli-
ca que olía deliciosa.
“Te reservé algo,” dijo Xena y movió la cabeza
hacia un cuenco puesto junto al fuego.
“Gracias.” Estaba tan agradecida que olvidé ser
cautelosa ante cualquier favor hecho por un se-
ñor de la guerra.
Esperó hasta que hube cogido el cuenco y esta-
ba girándome para encontrar un lugar en que
sentarme. Con un movimiento repentino de su
bota en mi camino, me hizo la zancadilla. Mi
cena voló por el aire mientras yo caía al suelo,
aterrizando violentamente. Jadeando ante una
repentina punzada de dolor, intenté girar lejos
del hombro dislocado pero la bota de Xena se
estampó sobre mi muñeca derecha y me clavó
en el sitio.
“¡Por qué estás haciéndome esto!” chillé.
“¿Por qué me lo estás permitiendo?” exigió.
“¿Por qué simplemente no te vuelves?”
Casi me lo perdí: la entrada que había estado
esperando todo este tiempo. Cegada por mi ra-
bia y la fatiga oscile en el borde de la trampa
que la señora de la guerra me había prepara-
do… entonces retrocedí justo a tiempo para
arrojar sobre ella mi propia red. “El tesoro,” so-
llocé, permitiendo que lágrimas verdaderas cu-
brieran mi mentira. “Deseo… mi parte…”
Xena rió y alzó la bota. “Eso está mejor.”
Mientras me frotaba mi muñeca lastimada, dije,
“¿Lo sabías?”
“Sabía que había una razón para que estuvieses
tan decidida a recobrar mi memoria y sabía que
no estabas contándome el por qué.”
Se inclinó y me ayudó a ponerme en pie, alzán-
dome tan fácilmente como a una pluma. Para
cuando hube tomado asiento junto a un tronco
caído, me había servido otra ración de estofado.
Codiciosamente lo engullí mientras Xena des-
plegaba nuestros lechos. Después, cuando esta-
ba rebañando lo último de la salsa del cuenco y
lamiéndome los dedos, se sentó sobre su manta
y me encaró.
Con sonrisa cruel, Xena dijo, “Háblame de este
tesoro.”
“No cualquier tesoro,” dije. “El tesoro sume-
rio.” Rápidamente esbocé la historia de Xena
rastreando pistas para la localización del perdi-
do tesoro sumerio, un relato que era muy con-
vincente porque mucho del mismo era cierto.
Afortunadamente la señora de la guerra no re-
cordaba que ya habíamos encontrado nuestro
camino hasta la caverna llena con oro y joyas.
“No se supone que debiera saberlo,” dije tris-
temente, “pero he acertado a oír suficiente de
tus conversaciones para figurarme qué estabas
haciendo. ¡Y estabas realmente cerca de encon-
trar la última pista, así que tan pronto como re-
cobres la memoria seremos ricas!”
“¿Seremos?”
“Soy tu socia, ¿verdad?” Con una simpática
sonrisa, añadí, “Además, no costaría mucho oro
hacerme feliz. ¡De veras!”
Con una risa alegre, Xena dijo, “Ni costaría mu-
cho esfuerzo matarte. De veras.”
“¡Eh! ¡Soy tu amiga!”
Encogiéndose de hombros, dijo, “La amistad es
un lujo para el pobre y el indefenso; el rico y
poderoso no puede permitírselo.”
“Oh.” Suspiré profundamente. “Supongo que
por eso tú eres señor de la guerra y yo soy bar-
do. Una bardo fatalmente inocente.”
“Existen ventajas en ser inocente, Gabrielle,” di-
jo Xena. “Si fueses menos inocente, probable-
mente no te hubiera mantenido cerca. Como así
es,” bostezó y se estiró en su lecho, “has durado
en mi compañía más que cualquiera de mis lu-
gartenientes.”
“¿Dos años es un récord?”
“Sí,” dijo secamente. “En mi negocio, dos años
pueden ser toda una vida…” Miró fijamente el
fuego un largo rato, entonces me preguntó con
voz grave, “Durante todo el tiempo que hemos
estado viajando juntas, ¿qué dije acerca de per-
der mi ejército?”
“No mucho, en realidad.” Entonces, contra toda
razón, me rendí al repentino impulso de contar-
le a Xena algo de esencial importancia acerca de
ella misma. “No creo que les echases de menos,
en absoluto.”
Vi la sutil rigidez de su muscular cuerpo, una
involuntaria confesión de tensión, pero no pro-
testó mi declaración.
Adentrándome un poco más en terreno peligro-
so, dije, “Era como si te hubieses… aburrido…
de esa parte de tu vida.” Y esto era tanto como
me atreví a revelar sobre el punto de inflexión
de su oscuro pasado.
El silencio se estiró sobre nosotras de nuevo
mientras miraba sin pestañear las danzarinas
llamas, su cara una máscara de impasibilidad.
Al final volvió la cabeza y dijo, “Ve a dormir.
Mañana tenemos otro comienzo madrugador.”
Y cerró los ojos.
CAPÍTULO 4

El templo del oráculo era justo como lo recor-


daba; un masivo monumento de piedra asenta-
do en un plácido valle. Ansiosa por averiguar
las respuestas, dirigí la marcha bajando el tra-
mo de escaleras que cortaba el corazón del mo-
nolito. El más tenue olor a incienso se alzó para
saludarnos y oí el salvaje batir de un tambor en
algún lugar tras gruesos muros.
“Vale,” dijo Xena, mientras me seguía, “así que
este oráculo me dijo dónde encontrar la espada
que liberaría a Prometeo, pero ¿qué era exacta-
mente esa prueba que pasé para averiguar ese
secreto?”
“Bueno…” Mi pie vació por un instante, trai-
cionando mi aprensión. “Realmente no lo sé.”
Xena me agarró el brazo, girándome brusca-
mente para encararla. “¿Qué quieres decir que
no lo sabes? ¿Creí que ésta era una de tus histo-
rias más populares?”
“Lo es. Pero no me contaste lo que pasó aquí,
así que siempre he tenido que poner los detalles
yo misma.”
“¡Estupendo!”
“¿Cómo de malo puede ser?” pregunté. El bra-
zo estaba empezando a dolerme en su tenaza.
“Saliste del templo sin un rasguño.”
“Nunca es tan fácil,” dijo torvamente. “Siempre
hay un precio.” Me dio un fuerte empujón que
me hizo bajar los últimos escalones y entrar
tambaleándome en una cámara iluminada con
antorchas.
El oráculo estaba aguardándonos.
Había esperado una apergaminada arpía con
ojos obsesionados, pero era una vibrante mujer
con un exuberante y flexible cuerpo drapeado
con cintas de tela de un puro naranja. Sus ayu-
dantes, una vestida de azul oscuro y otra de
verde, estaban una a cada lado. Cuando el orá-
culo me miró vi una conocedora risa apenas
enmascarada bajo sus provocativos párpados
coloreados de ocre. Su mirada parecía prome-
terme la respuesta a cada pregunta que jamás
hubiese pronunciado y a algunas que aún no
había pensado preguntar.
Con un sensual contoneo de caderas, el oráculo
nos circundó a ambas como invitándonos a bai-
lar, entonces se detuvo frente a Xena. “Has es-
tado aquí antes…” una maliciosa sonrisa se
formó en sus labios, “… o quizá no.” Entonces,
tendiendo su palma, dijo, “¿Qué darás?”
Xena frunció el ceño. “Explica.”
“¿Qué darás para recobrar lo que has perdido?”
Con un suspiro, Xena dijo, “Veinte dinares. Es
todo lo que tengo.”
“No es bastante bueno. No acepto dinares.”
“¿Qué aceptas?”
“Una uña, un mechón de cabello… un dedo.”
Con una mueca de hastío, Xena dijo, “Tienes
razón, hoy no vamos a hacer negocios.” Me
hizo señas. “Vámonos, Gabrielle.”
“No.” Avancé para enfrentar yo misma al orá-
culo. “Dime cómo recobrar los recuerdos de
Xena.”
“¿Y qué darás tú por su respuesta?”
“Cualquier cosa que tenga. Todo lo que tengo.”
El oráculo sonrió satisfecha y dijo, “Lo vere-
mos.”
“Creí que sabías llevar una negociación difícil,”
murmuró Xena por lo bajo.
“No es exactamente el momento, o lugar, para
regatear,” le solté. Estaba obviamente perpleja
por mi acción y vi la sombra de una emoción
más oscura –sospecha– cruzar su rostro.
A una señal del oráculo, sus ayudantes se reti-
raron para revelar una horrenda escultura que
había estado escondida tras ellas. Una enorme
cabeza de serpiente, más grande que el cuerpo
de un hombre y tachonada con dientes del ta-
maño de mi mano, sobresalía del muro. El orá-
culo tiró de una palanca y las mandíbulas se
abrieron revelando un esófago acostillado que
se adentraba en las sombras.
A continuación el oráculo encendió una vela y
la vacilante luz reveló una larga cadena reco-
rriendo el espinazo del cuerpo de la serpiente,
terminaba en una tableta de arcilla. El oráculo
emplazó la vela en la mesa, con la llama la-
miendo una tensa cuerda. “No tienes mucho
tiempo,” dijo, y supe sin preguntar que, cuando
la cuerda se quemase, las mandíbulas se cerra-
rían.
Tuve que trepar a la boca de la serpiente para
agarrar la cadena. Reprimiendo mi pánico, to-
mé una profunda inspiración y tiré. No pasó
nada. Tiré con más fuerza y sentí un leve tem-
blor. Llamando toda mi fuerza, me esforcé una
vez más y me las arreglé para poner la tableta
en movimiento. Concentrada intensamente en
mi tarea, arrastré hacia delante la tabla una tor-
turante pulgada cada vez.
Mi nariz me avisó cuando la cuerda comenzó
chamuscarse y por el rabillo del ojo pude ver a
Xena paseando intranquila. “Gabrielle…” Dio
un paso hacia mí, pero la sacerdotisa bloqueó
su paso. “Déjalo, Gabrielle.”
“Aún no,” jadeé y tiré aún más fuerte. “Aún…
está… demasiado… lejos.”
El acre humo de cuerda quemada se hizo más
fuerte. Un último esfuerzo y liberé la cadena.
Mis dedos rozaron la superficie de arcilla y…
Unas manos agarraron mi cintura y fui lanzada
atrás segundos antes de que la mandíbula de
piedra se desplomase. La tableta aún alojada en
la boca de la escultura, echa añicos en una nube
de polvo.
“¡Casi lo tenía!” grité furiosamente, retorcién-
dome en la presa de Xena.
“¡Casi moriste!”
“No importa.” El oráculo nos sonrió con sufi-
ciencia. “No había nada escrito en la tableta.”
Xena empezó a abalanzarse hacia delante, pero
la retuve. Gruñó “¿Qué clase de engaño–”
“Ningún engaño,” dijo el oráculo, “una prueba.
Pasaste la misma prueba una vez y estuviste
dispuesta a arriesgar una mano para salvar a la
Humanidad. Tu joven amiga estaba dispuesta a
rendir su vida por recobrar tu pasado.”
“Era un mal trato,” dijo fríamente la señora de
la guerra.
“No me corresponde a mí decirlo.” Entonces,
con un juguetón dedo curvado, el oráculo me
indicó que la siguiera a una pequeña cámara
donde no podíamos ser ni vistas ni oídas. Bus-
cando en los pliegues de su túnica me obsequió
una botellita con tapón.
“Esto es lo que debes hacer,” dijo el oráculo, “y
dónde debes ir.”
Escuché atentamente sus instrucciones y asentí
severamente ante sus avisos.

~~~~~~

Fijé la dirección noroeste para nuestro viaje


después de que dejáramos el templo y Xena no
discutió, ni tan siquiera exigió una explicación.
“¿No quieres saber dónde nos dirigimos?” pre-
gunté.
“Tú pagaste por la profecía, no yo.” Le dio un
ligero tirón a las riendas de Argo y cayó de pié
junto a mí. Entonces, para mi sorpresa, dijo,
“Cuéntame una de tus historias.”
“Oh, claro,” elegí una narración épica que
siempre había sido una de las favoritas de
Xena; evidentemente sus gustos no habían
cambiado demasiado porque a la señora de la
guerra pareció gustarle también. Ya que no
mostraba signo de aburrimiento o impaciencia,
me lancé a otra historia, y después a otra, y así
pasamos el resto de ese día con ella escuchán-
dome hablar. Para cuando acampamos esa no-
che, en la base de la montaña que el oráculo
había mencionado, casi podía creer que Xena y
yo habíamos regresado a nuestros familiares
días de viaje. Incluso recogió una brazada de
leña y alimentó el fuego, una tarea que me
había dejado desde que perdió la memoria.
Entonces, mientras nos preparábamos para
acostarnos, se desnudó hasta el jubón. Oscuro
cabello cayendo en cascada por su espalda y su
piel resplandeciendo dorada a la luz del fuego.
Con la gracia del leopardo, Xena se movió fren-
te a mí y dijo, “Casi moriste allí en el templo.
¿Por qué?”
Me encogí de hombros. “Te lo dije – hay un in-
creíble tesoro para ser encontrado.”
“Eres muy codiciosa para alguien tan joven,”
dijo con burlona sonrisa.
“Sí, bueno, significa también un montón para
ti,” dije inquieta, “y somos amigas, después de
todo.”
“¿Sólo amigas?”
Cuando no respondí, se acercó para acariciar mi
mejilla. Su mano se curvó bajo mi barbilla y al-
zó mi rostro para un breve encuentro de labios.
“¡Oh!”
Xena frunció el ceño, evidentemente perpleja
por la confusión que pudo ver en mi rostro.
“¿Tanto han cambiado mis besos?”
Sentí una oleada de calidez cruzar mis mejillas.
“Yo… yo… no lo sé.” Necesitaba más aire por-
que de repente era difícil coger aliento, pero
cuando intenté dar un paso atrás, enroscó un
brazo alrededor de mi espalda y me retuvo en
el sitio.
Movió la cabeza con incredulidad. “¿No me di-
gas que ni tan siquiera nos hemos besado an-
tes?”
“Por supuesto que n–” me detuve, sonrojada
por el recuerdo de la única vez que Xena me
había besado, el día de mi boda con Perdicus.
“Al menos no como… no…”
“No como éste,” dijo con ronca voz mientras se
inclinaba sobre mí una vez más.
Mucho más tarde, susurré, “No, no como ese.”
Oh, había soñado con ser besada por ella, pero
ni tan siquiera mis sueños me habían preparado
para el hambre creada por el contacto de ver-
dad de sus labios y lengua. Con un movimiento
de cabeza me recordé que estos deseos estaban
siendo usados contra mí por una señora de la
guerra en quien no se podía confiar. Me alejé
del círculo de los brazos de Xena y esta vez no
intentó detenerme. En su lugar, me dirigió un
curioso movimiento de su ceja y dijo, “Lo de-
seas.”
“No,” dije, pero incluso yo pude oír la mentira
en mi voz.
Con una maliciosa sonrisa, se movió y deslizó
su jubón de lino de uno de sus hombros, des-
nudando un pecho completo. “Lo deseas,” dijo
una vez más y no pude confiar en mí misma
para replicar, ni tan siquiera podía alejar mis
ojos de la ondulante curva de carne. Sus dedos
buscaron los míos. Con un agarre tan leve co-
ntra el que parecía ridículo luchar, guió mi ma-
no justo hasta encima de su pecho desnudo.
“Adelante,” urgió con voz gutural, “Tócame.”
Podría haber resistido mi propio deseo de ser
tocada, pero el deseo de tocarla estaba más allá
de la tentación. La boca seca, sin aliento, rocé
mis dedos contra la oscura aureola de su pezón.
“Oh, sí,” susurró, sus ojos cerrándose en un
lánguido movimiento. Encogió los hombros y el
suelto jubón cayó al suelo, desnudando su
cuerpo entero. “Hazlo de nuevo.”
Con creciente osadía, rocé y acaricié sus increí-
blemente suaves senos. Xena arqueó la espalda,
empujándose contra las palmas de mis manos,
y gimió. Fue un sonido intoxicante y ansié ob-
tener más reacciones como esa de ella. “Xena…
no sé qué hacer.”
“¿No sabes?” Se acercó, enredando sus dedos
en mi cabello y bajó mi cabeza hasta que mis
labios tocaron la fruncida piel. “Empieza aquí.”
Mis primeros besos fueron tentativos, gentiles,
hasta que murmuró, “Más fuerte.” Esas pala-
bras desataron mi hambre de lamer y chupar
con entrega, de llenar mi boca con el sabor de
su piel.
Cuando empezó a soltar los nudos de mi ropa,
me admití derrotada. Permití que la señora de
la guerra me desvistiera, incluso me quitase las
botas. Lo que fuese que esta auto indulgencia
pudiera más tarde costarme, simplemente ten-
dría que pagar el precio. Había límites a mi au-
tocontrol. Y ya los había más que sobrepasado.
“Así que nunca hemos hecho el amor antes,”
murmuró Xena mientras me bajaba sobre la
manta junto al fuego y después se estiraba a mi
lado. “Pero te gusta lo que estamos haciendo,
¿verdad?”
Jadeé un suave, “Sí,” mientras nuestros cuerpos
se amoldaban uno contra el otro, piel desnuda
contar piel desnuda.
“Te gustará esto, también…”
Inclinó su cabeza a mi pecho. El cálido beso de
sus labios fue seguido por el roce de su lengua
sobre mis pezones. Entonces un gentil mordisco
de sus dientes liberó una oleada de calor que
surcó mis miembros y gruñí una informe súpli-
ca por algo más, algo que ni tan siquiera podía
definir.
“Tan ansiosa,” dijo con una sofocada risa gutu-
ral mientras sus dedos trazaban dibujos en mi
espalda. “Estarías mucho más ansiosa si supie-
ses lo que voy a hacer a continuación.”
Xena susurró palabras en mi oreja que me hicie-
ron estremecer con anticipación. Esos estreme-
cimientos se acentuaron cuando sus manos len-
tamente se deslizaron hacia abajo para cumplir
su promesa.
“Así que, ¿por qué recobrar mi memoria es tan
importante para ti?”
“¿Qué?” La pregunta me cogió por sorpresa,
sobresaltándome con la conciencia del peligro.
Mi mente buscó aclararse, pero era tan difícil
concentrarse en nada excepto en las manos aca-
riciando el interior de mis muslos. “Te l–lo di-
je… el tesoro…”
Pero se rió ante mi tartamudeada respuesta.
“No te creo,” dijo con sus dedos encrespándose
en el suave vello, entonces bajaron más,
aproximándose al único lugar donde eran más
deseados. “No estás interesada en la riqueza,
ciertamente no lo bastante para morir por ella.
No, tú estabas deseando morir por mí.” Su voz
era ronca, melódica, atormentadora. “Puedo
verlo en tus ojos cada vez que te toco aquí… y
aquí…” más cerca, circundando más cerca in-
cluso, “… y aquí.”
“¡Oh, dioses!” El instinto estableció el impetuo-
so ritmo de mis caderas mientras se alzaban y
caían, buscando un placer casi más allá de lo
soportable. Mis manos agarraron los hombros
de Xena, buscando un ancla contra la tormenta
desatada en mí.
“Estás enamorada de mí, ¿verdad?”
“¡Sí!” No supe si grité la respuesta a su pregun-
ta o simplemente grité ante el aterciopelado y
suave toque resbalando por el lugar más dulce
de mi cuerpo. Ya no me importó. Nada impor-
taba excepto los exquisitos estremecimientos
surgiendo de entre mis piernas. Parecía no
haber fin para las olas que me sacudían, acu-
mulando más y más fuerza hasta consumirme.
Y cuando las sensaciones finalmente mengua-
ron, quedé aturdida en la estela de su fiero
tránsito.
La señora de la guerra recogió mi tembloroso
cuerpo en sus brazos, acercándome. Arrimán-
dose a mi nuca, su cálido aliento cosquilleando
la sensitiva piel. “¿Qué me ha sucedido estos
últimos años, Gabrielle?” preguntó con voz su-
surrante. Sus manos vagando de nuevo, encen-
diendo una nueva senda de sensaciones a tra-
vés de mi piel, prometiéndome otro ascenso al
éxtasis. “¿No es hora de que me cuentes la ver-
dad?”
CAPÍTULO 5

“¡Por favor, Xena, no le mates!”


Vi un destello de alivio iluminar los ojos del
hombre. Atrapado contra un árbol, con la punta
de una espada presionada contra su yugular,
aún se atrevió a esperar que sobreviviría a este
día. Si merecía vivir no me correspondía juzgar-
lo. Pese a su talle grande y muscular, su rostro
sin afeitar estaba chupado, grabado con líneas
de hambre, quizá la desesperación le había
conducido a hacer presa en los viajeros.
“¿Es éste uno de los cambios de los que estabas
hablando?” preguntó Xena, más curiosa que
indignada. “¿Permitir que escoria como éste,
viva?”
No la vi mover un músculo, pero una gota de
sangre brotó bajo la punta de la espada y em-
pezó a deslizarse por el cuello del hombre. Si no
hubiese estado tan aterrorizado de hacer el me-
nor movimiento, creo que habría estallado en
lágrimas.
“No es peligroso, solo patético.” Por no men-
cionar estúpido e inepto. Manejaba la espada
como un granjero empuña una horca, aunque
nos había atacado sin pensárselo dos veces. Yo
podría haber parecido un objetivo fácil mien-
tras buscaba plantas en el bosque, pero no
había forma que pudiese haberse equivocado
en ver que Xena era una guerrera. Supongo que
pensó que era más que rival para una mujer; in-
tenté lo mejor para darle una oportunidad de
aprender de su error. “Sólo déjale ir. No lo la-
mentarás.”
“No lo lamento ahora.” Pero no obstante alzó la
espada de la garganta del hombre y gruñó,
“Largo de aquí antes que cambie de idea.”
Mientras observaba al matón atravesar el bos-
que, forzó un suspiro de frustración. “No le veo
el sentido.”
“Menos pesadillas, para empezar,” murmuré.
Se revolvió, una mirada de atronadora furia en
su rostro. Entonces, sin aviso, lanzó su espada
en un amplio y letal arco.
Tirándome al suelo, oí el silbido de la hoja
mientras pasaba sobre mi cabeza. Con ojos muy
abiertos, helada en el sitio, alcé la mirada.
“Nunca…” Su mandíbula se cerró, cortando las
palabras. Sus ojos ardían y su pecho se esforza-
ba como tras una larga carrera. Finalmente,
cuando su respiración hubo menguado, me
habló con voz grave aún teñida de amenaza.
“Sabes realmente demasiado de mí.”
No atreviéndome a hablar, esperé ver si ese co-
nocimiento garantizaba una pena de muerte.
“Termina lo que estabas haciendo,” dijo monó-
tonamente. “Te encontraré en el campamento.”
Envainando su espada, giró y se alejó con paso
airado.
~~~~~~

Las hojas que había recolectado se secaron rá-


pidamente sobre las calientes piedras planas
que rodeaban el fuego, pero no estarían com-
pletamente secas y quebradizas hasta mañana
por la mañana. Ya había explorado la amplia fi-
sura en la cara sur de la montaña y confirmado
que era la entrada que buscaba. Así que ahora
no quedaba nada por hacer durante el resto del
día excepto esperar.
Inquieta, rebusqué en mi alforja hasta encontrar
el fardo cuidadosamente envuelto que me había
llevado del templo. Tras desliar capas de tela,
alcé a la luz la botella del oráculo. El cristal es-
taba tintado con un azul pálido que me recor-
daba el raro color de los ojos de Xena cuando
estaba calmada y en paz. La redondeada base
de la botella se ajustaba perfectamente al hueco
de mi mano y el delgado cuello descansaba so-
bre mi pulgar como la cabeza de una paloma
dormida.
Toqué el tapón de cristal que estaba encadena-
do al borde y me maravillé de que esta botellita
pronto contendría los perdidos recuerdos de
Xena. Si todo iba de acuerdo al plan, mañana
noche estaría sentada junto al fuego del cam-
pamento con mi amiga, riendo y contando his-
torias, y la princesa guerrera habría regresado a
su lugar en el pasado. Era una escena familiar y
confortante de imaginar pero, ¿realmente sería
así? Añoraba a Xena terriblemente y deseaba su
regreso a cualquier coste, pero tras la pasada
noche…
¿Qué seríamos la una para la otra cuando Xena
regresase? A propósito, ¿qué habíamos sido la
una para la otra antes de ahora?
Me quería, de eso estaba segura, y había veces
que había atisbado un fuego en su amor que re-
flejaba mi propio anhelo. Así cuando Perdicus
me había pedido que me casara con él, dije no y
esperé que Xena diese un paso adelante, dán-
dome algún signo que, eventualmente, nos lle-
vara a empezar a explorar nuevo territorio. Pe-
ro había permanecido silenciosa; mis esperan-
zas se desvanecieron… y Perdicus me ofreció
su amor una segunda vez.
Pobre Perdicus, tan dulce, tan tierno. Mi noche
de bodas había terminado con un vibrante
murmullo de placer que, había pensado, sería
suficiente para sofocar mi ansia por el contacto
de Xena. Pero si hubiese sabido entonces cómo
era el verdadero deseo, si hubiese sabido cuán
fieramente podía arder mi pasión por ella, no
creo que me hubiese podido conformar con el
gentil regalo que me ofrecía.
Mis agridulces reflexiones fueron interrumpi-
das por el regreso de la señora de la guerra de
su baño en un cercano arroyo. Una manta esta-
ba colocada descuidadamente sobre sus hom-
bros, pero hacía poco para ocultar su resplan-
deciente cuerpo. No era menos pasmosa a plena
luz del día que lo había sido la pasada noche a
la luz de nuestro fuego, e incluso medio desnu-
da atravesó el campamento con toda la arro-
gancia y autoconfianza de un guerrero revesti-
do de armadura.
“¿Ya tienes todo lo que necesitas?” preguntó,
con una mirada curiosa a la botella en mi mano.
Coloqué el regalo del oráculo a un lado y con
reticencia dije, “Sí.”
Se rió ante mi obvia aprensión. “Relájate. No es-
toy interesada en los detalles, en tanto sepas
qué hacer. Un buen señor de la guerra sabe
cuándo delegar y cuando tomar los asuntos en
sus propias manos.”
Descartando la tela en la que se había envuelto,
Xena se arrodilló ante mí. “Y hablando de ma-
nos…” Descansó la punta de sus dedos sobre
mis rodillas y sonrió sugestivamente.
“¿Por qué?” pregunté con curiosidad. “Ya has
obtenido de mí lo que deseabas.”
Se encogió de hombros. “No es como si no lo
hubiese disfrutado también.”
“En realidad, no creo que lo hicieras.” Presio-
nando levemente la palma de una mano contra
su pecho, dije, “Todo el tiempo que me hiciste
el amor, pude sentir tu corazón latiendo despa-
cio y regular. No estabas excitada en lo más
mínimo.”
Mi observación se encontró con un ceño frunci-
do. “Lo notaste, ¿verdad?”
“Sí, porque deseaba… complacerte. Y no tuve
éxito.”
“Estaba concentrada,” admitió Xena secamente.
“Los interrogatorios requieren una mente cla-
ra.”
“Ya veo.” Alcé la mano para apartar un húme-
do mechón de cabello de su frente. Esta mujer
no retrocedía ante la intimidad. Me di cuenta,
quizá porque estos gestos no significan nada
para ella. Aunque la Xena que conocía, con fre-
cuencia, se tensaba bajo los mismos contactos…
Con una sonrisa afectada, la señora de la guerra
dijo, “Además, no estarías interesada en lo que
realmente me complace.”
“¿Y qué sería eso?”
Se acercó para susurrar una explicación en mi
oreja, entonces retrocedió para estudiar mi ros-
tro. Casi pareció decepcionada por mi falta de
reacción. Si había estado intentando escandali-
zarme, no había tenido éxito.”
“Puedo ser inexperta,” dije apaciblemente, “pe-
ro no ignorante. He oído hablar de eso antes.”
Con todo, tenía que admitir, ninguna de la poe-
sía erótica que había leído incluía tan concretos
y vívidos detalles como su descripción. “Y si
eso es lo que te gusta, lo haré.” Casi me reí en
voz alta ante la sobresaltada expresión que cru-
zó su cara. Fue la primera vez que había visto a
la señora de la guerra desconcertada. “¿Así que
esa no era una petición en serio?”
Sonrió tímidamente. “No, en realidad no.”
Mi corazón perdió un latido ante este atisbo de
una Xena gentil y embromadora. Si solo pudie-
se retenerla un poco más… Inclinándome, su-
surré mis propias palabras seductoras en su
oreja. “Tú puedes haber estado bromeando, pe-
ro yo no.”
Escuché la suave detención de su respiración,
así que antes de que pudiese poner alguna ex-
cusa, empujé sus hombros hacia el suelo. Mien-
tras sus largas piernas se estiraban a ambos la-
dos de mi cuerpo, me di cuenta que lo que aca-
baba de prometer me era, incluso, más nuevo
que lo que habíamos hecho la noche antes. Ni
tampoco estaba completamente segura de que,
esta vez, pudiese darle placer, pero solo había
una forma de averiguarlo. Así que tracé un ras-
tro de besos desde entre sus pechos a lo largo
de su estómago, entonces más bajo aún.
“La mayoría de la gente me encuentra intimi-
dante.” Su voz estaba ya ronca de anticipación.
“Pero eso no parece ser problema para ti.”
“Soy impulsiva por naturaleza.”
“Suerte para mí,” murmuró.
Reí y el cálido toque de mi aliento me abrió el
camino.
Deteniéndome por un instante, inhalé la almiz-
cleña fragancia de la excitación de Xena, enton-
ces me incliné en un reino que me sobrecogió
con desconocidas sensaciones. Encontré textu-
ras más suaves que la más fina de las sedas y
una inesperada dulzura. Encontré placer, sufi-
ciente para ambas. Aquí no podía haber menti-
ras, ni inteligente imitación de pasión. Su cuer-
po gritaba su necesidad con tensos músculos y
preparados pliegues de carne y, mientras el de-
seo tomaba forma líquida, sus practicados y
sensuales gemidos dieron paso a crudos y gu-
turales sonidos. El impetuoso pulso de Xena la-
tía contra mis labios, contra mi lengua. Dismi-
nuí mi paso –reacia a terminar demasiado pron-
to este festín de los sentidos– e ignoré sus tor-
pes, urgentes súplicas de liberación. Mi propio
cuerpo temblaba en empatía, pero con despia-
dado egoísmo nos retuve tanto como fue posi-
ble. Finalmente, cuando sentí mi control empe-
zar a hacerse añicos, la liberé con un último
hambriento beso.
Su grito me desgarró, sacudiéndome con más
fuerza que unas manos, cortando los cordones
que me vinculaban al pensamiento, elevándo-
me tan alto que toqué el flamígero faldón de
Apolo. Ésta fue mi verdadera desfloración, la
abrasadora destrucción de mi inocencia. Ahora
comprendía por qué palabras como pasión y de-
seo eran invocaciones de tal poder que incluso
los dioses eran conmovidos por ellas. Y me
pregunté si alguna vez podría volver a hablar
de amor sin estremecerme ante el recuerdo de
este momento.
Estaba contenta de yacer quieta, recobrando el
aliento, hasta que oí un suavemente pronuncia-
do, “Gabrielle…”
Alcé la cabeza del suave cojín de los muslos de
Xena. Estaba apoyada sobre sus codos, estu-
diándome con una expresión de sombría espe-
culación. En un instante supe que me había
traicionado a mí misma y revelado una profun-
didad en mi amor que la perturbó. Me pregun-
té, inquieta, qué haría con este conocimiento.
Con alguna inseguridad, me senté y empecé a
alisar mi arrugada ropa.
“¿Y qué si esta idea no funciona?” me preguntó
mientras se sentaba también. Parecía más com-
puesta en su desnudez que yo vestida y, pese a
que su rostro estaba aún sonrojado, su voz era
fría y sin inflexión. “¿Y qué si no podemos res-
taurar mi memoria?”
Agité la cabeza. “Lo haremos. El oráculo dijo–”
“¿Pero si no podemos?” insistió. “¿Qué vas a
hacer?”
“Me quedaré contigo,” dije quedamente.
“¿Cómo bardo de mi ejército? ¿O como mi pu-
ta?”
Respingué, pero permanecí silenciosa.
“Regresa a Poteidaia, Gabrielle. Ahí es donde–”
“¡Basta!” grité. “Eso no es opción. Intenté hacer-
lo una vez. Creí que podría superar lo que esta-
ba sintiendo regresando a casa, pero solo em-
peoró las cosas. Incluso tras mi matrimonio,
aún te amaba, aún deseaba…” Me detuve. Mi
necesidad era demasiado descarnada para ser
expresada en voz alta.
“¿Así que si tu Xena no regresa, te conformarás
con una asesina señora de la guerra?”
“No eres dos personas diferentes, Xena. Quien
eres… quien serás… todo eso es parte de ti aho-
ra mismo. Con el tiempo…”
“¡No!” Sus fuertes manos cogieron mi cara y me
obligaron a mirarla. “No te engañes.” La severa
línea de su boca se retorció en una sonrisa in-
exorable. “Y no te entretengas esperando que
cambie de nuevo. La historia no se repite a sí
misma de esa forma.”
“Quizá no,” dije con reticencia. “Pero no impor-
ta, porque el plan del oráculo funcionará.”
Entonces me acerqué a ella, tirando de su cuer-
po hacia el mío, mis labios buscando los suyos.
Por cualquiera de sus propias razones, me per-
mitió hacerle el amor de nuevo.
CAPÍTULO 6

Lentamente, muy lentamente, alcancé la bolsa


atada a mi cinturón. Aún así, ese mesurado
movimiento fue suficiente para levantar otro
ominoso siseo de los Guardianes. Había tres de
ellos, tres cuerpos serpentinos irguiéndose so-
bre el suelo y deslizándose hacia mí sobre cor-
tas patas. Incluso a la débil luz de la estrecha
caverna, sus escamas iridiscentes brillaban co-
mo joyas recién pulidas y sus garras, similares a
cimitarras, tintineaban como campanas sobre el
suelo de losas de piedra.
Mi mano se cerró sobre la suave bolsa de cuero
y los Guardianes sisearon más fuerte aún. Pese
a su constante avance, mantuve mi terreno. Un
rápido tirón de las tiras de cuero abrió el cuello
de la bolsa y liberó al aire un acre olor a hojas
quemadas. Todas las plantas que recogí ayer
habían sido reducidas a este pequeño montón
de ceniza.
“Venid,” urgí a los monstruos. “Venid un poco
más cerca.”
Sopesé el peso de la bolsa en mi palma e intenté
juzgar cuanto del polvo podía permitirme lan-
zar a cada Guardián sin quedarme corta. El
movimiento de mi brazo provocó otra ronda de
siseos, otro serpenteante avance y el tintineante
sonido de rechinar cristalinos dientes. Estaba
sorprendida por la fragancia de su aliento: péta-
los de rosa machacados y un toque de menta.
Eran unos monstruos muy decorativos aunque,
pese a toda su belleza, no menos letales.
“Creo que es lo bastante lejos,” dije y lancé el
primer puñado de cenizas al Guardián más cer-
cano. No había tiempo de ver si le afectaba. Las
restantes dos criaturas inmediatamente se lan-
zaron hacia mí y esquivé sus abiertas fauces sin
alejarme demasiado. No podía permitirme fa-
llar. Arrojé una segunda nube de cenizas, des-
pués una tercera… y observé como el trío de
Guardianes se tambaleaban en sus sitios, enton-
ces se desplomaron sobre sus vientres. Sus ojos
facetados se apagaron con sueño, después se
cerraron.
Lancé un suspiro de alivio. La bolsa de mi ma-
no estaba vacía, las cenizas estaban completa-
mente esparcidas. Había habido lo suficiente.
Un suave estornudo explotó detrás de mí.
¿Cuatro Guardianes? Horrorizada ante mi
erróneo cálculo, giré para encarar desarmada al
monstruo…
“¡Xena!”
“Me cansé de esperar,” dijo ásperamente la se-
ñora de la guerra. Su mano derecha se curvaba
sobre su chakram; la izquierda agarraba mi bas-
tón. Lanzó una mirada a los durmientes guar-
dianes y sonrió tristemente. “Bonito trabajo.”
“Gracias.”
Me arrojó el bastón, entonces sujetó el chakram
a su cinturón.
“¿Ahora qué?”
“Solo sígueme,” dije y la guié a la fuente oculta
en el extremo de la caverna. El delicado sonido
de agua cayendo fue música a mis oídos. Había
seguido fielmente las instrucciones del oráculo
y cada paso de nuestro viaje se había ajustado a
su descripción, lo cual significaba que estába-
mos tan solo a minutos de completar nuestra
búsqueda.
Un caño de piedra había sido colocado en el
muro posterior de la caverna y el agua de algún
arroyo subterráneo salía del caño y era recogida
debajo en una alberca semicircular. El muro
contenedor estaba sin adornar y construido con
el mismo enladrillado que el Pozo de los Suspi-
ros. Dejando a un lado mi bastón, saqué la bote-
lla del oráculo y la hundí en la alberca. Se llenó
en un instante y cuidadosamente limpié el ex-
ceso de agua que perlaba el exterior del cristal.
“¿Así que bebo esto y tengo mi memoria de re-
greso?” dijo Xena con obvio escepticismo.
“¿Tan simple como eso?”
“Uh, no tanto,” admití. “De acuerdo con el orá-
culo, el agua ha de estar mezclada con unas
cuantas gotas de tu sangre.”
“Debería haberlo sabido,” dijo con disgusto. Ex-
trajo su daga pectoral y sostuvo la punta sobre
la yema de uno de sus dedos. Tomando una
profunda inspiración, respingó en anticipación
ante el corte, entonces se heló.
“¿Qué pasa?”
“Odio esto,” pronunció Xena. Miraba fijamente
el dedo sacrificial.
“Xena, tienes cicatrices de una docena de heri-
das de batalla, ¿pero eres incapaz de cortarte tu
propio dedo?”
Frunció el ceño con fiereza, pero todavía no
perforó su piel. “Eso es diferente. Cuando estoy
en mitad de una lucha no siento nada. Esto es
tan… premeditado.”
“Quejica.”
Bufó. “Sí, bueno, es fácil para ti decirlo. ¿Por
qué no usamos tu sangre en su lugar?”
“No es buena idea,” dije. “Acabarías con re-
cuerdos que ni tan siquiera he tenido aún–” me
interrumpí, alarmada por mi inadvertida reve-
lación del severo aviso del oráculo.
“Acabemos con esto.” Xena se pinchó con la
punta del cuchillo y gruñó ante la vista de san-
gre manando. “Toma, eso debiera hacer el tra-
bajo. Date prisa antes de que muera desangra-
da.”
Con una risa de alivio, dije, “Llámame optimis-
ta, pero creo que vivirás.” Avancé, alcé la bote-
lla para atrapar las gotas de sangre danzando al
final de su dedo…
… y la otra mano de la señora de la guerra ate-
nazó mi muñeca con una aplastante presa. Gri-
tando ante el repentino dolor, observé con
horror cómo mis entumecidos dedos se afloja-
ban. Con relampagueantes reflejos, Xena me
empujó a un lado y atrapó la cayente botella.
Solo unas gotas de líquido se vertieron antes de
que pusiese el tapón en su lugar.
“¿Xena?”
Xena sonrió ampliamente ante el agua pura en
su mano. “Memorias aún no ocurridas, ¿eh? So-
lo piensa, Gabrielle, esta botellita contiene tres
años de futuro… para alguien.”
“Ese alguien eres tú,” dije.
Pasó la lengua sobre el corte de su dedo, enton-
ces rió entre dientes. “¿Realmente creíste que
seguiría este plan? ¿Por qué clase de tonta me
tomas? Sospechaba que este agua era demasia-
do valiosa para desperdiciarla reclamando mis
recuerdos. Ahora sé que podría pedir el rescate
de un rey en oro por el conocimiento que pro-
porciona. Y el oro me comprará un ejército.”
“¡No, Xena!” Agarré mi bastón y lo moví para
bloquear su salida de la caverna. Encarándola
declaré, “Lo que estás planeando está mal. Y
algún día te odiarías por convertirte de nuevo
en señora de la guerra. Así que no puedes irte
de aquí antes de beber de esa botella.”
“¿Quién va a pararme?” preguntó con una ceja
alzada. “¿Tú?”
Pese a mi seca garganta, me las arreglé para de-
cir, “Sí.”
“No me hagas matarte, Gabrielle,” dijo con un
exasperado suspiro. “Te he cogido algo de
aprecio.”
Mis manos se cerraron reflexivamente sobre el
bastón. Con esfuerzo, relajé mi agarre y concen-
tré mi mente. Necesitaría cada onza de fuerza y
toda mi concentración para aguantar incluso
unos cuantos asaltos contra ella. “No voy a
permitirte salir de aquí.”
“Que irritante.” Sus ojos relucieron como pie-
dras pulidas mientras sacaba la espada de su
vaina. Ya que la hoja era larga y pesada, nor-
malmente empuñaba el arma con dos manos
para un control máximo. Pero incluso luchando
con una mano, con la botella atrapada en su
puño izquierdo, haría poco ejercicio con esta
pelea.
Sus primeros ataques fueron lentos y fácilmente
bloqueados, un plan deliberado para apagar mi
tiempo de reacción obligándome a ajustarme a
un ritmo pausado. Estallé en su sudor frío
mientras esperaba la inevitable escalada hasta
un combate de verdad.
Cuando finalmente llegó, su ataque era tan rá-
pido y furioso que mis dientes repiqueteaban
de la colisión de bastón y hoja. Aunque Xena
aún estaba jugando conmigo, porque podía fá-
cilmente haber esquivado mi defensa y descar-
gar el golpe fatal. En su lugar atacaba el centro
del bastón, golpeando con el lado plano de la
hoja en vez de con el borde afilado. Pero solo en
caso de que estuviese tentada de subestimar la
letal naturaleza de nuestro juego, me pinchó el
brazo mientras nos retirábamos.
Su siguiente táctica fue un bailarín diseño de
acometidas y fintas que me hizo tropezar con
mis propios pies, enviándome desmadejada al
suelo. El golpe de su hoja contra mi trasero
añadió mayor indignidad a mi caída y una risa
burlona sonó en mis oídos mientras volvía a
una postura combativa.
De nuevo, una y otra vez fui cortada y golpea-
da, me tropecé y fui tirada, pero aún peleaba
por desviar cada uno de los golpes de espada
de Xena.
“¿Aún no estás cansada de esto?” me preguntó
mientras de nuevo su hoja rebotaba de la puli-
da madera amazona.
Negué con la cabeza, demasiado sin aliento pa-
ra desperdiciarlo hablando.
“Bueno, yo sí.” Retrocediendo fuera del alcance
del bastón, levantó su mano izquierda, entonces
arrojó la botella por el aire.
“Uups,” dijo suavemente.
“¡¡No!!” Soltando mi arma, me lancé arriba. Mis
estiradas manos cogieron la frágil vasija y la
envolvieron, absorbiendo el impacto de mi
cuerpo cayendo al suelo. Pero el salto me había
dejado expuesta al ataque. Demasiado tarde vi
la bota de Xena descargarse y sentí un golpe en
el torso que me levantó sobre mis pies y me es-
tampó contra el muro de la caverna. Estaba tan
conmocionada por el impacto que no podía
respirar. Indefensa, paralizada, me deslicé al
suelo en un desplomado montón.
Demasiado aturdida para moverme, solo pude
contemplar como Xena se acercaba tranquila-
mente a mí, la espada oscilando adelante y
atrás en mortal arco.
Siempre había deseado encarar la muerte con
coraje, pero no pude evitarlo. Cerré los ojos
cuando oí el agudo silbido de la aproximación
de la espada.
Debiera haber sido el último sonido que oyera,
pero el tiempo se alargaba y aún estaba viva,
aún jadeando por aliento. Abrí los ojos. La pun-
ta de la destellante hoja se cernía solo a pulga-
das de mi nariz. Era hipnótico, como la cabeza
de una víbora levantada justo antes de atacar.
Me obligué a mirar arriba, a lo largo de toda la
extensión de la espada, al rostro de la señora de
la guerra que la empuñaba.
Las comisuras de la boca de Xena estaban cur-
vadas hacia arriba, pero no había bienestar en
su diversión. Era la sonrisa fría y calculadora de
un depredador jugando con su presa. Sus ojos
azules eran trozos de pedernal, exentos de
compasión.
Entonces, como por capricho, batió la espada
sobre su cabeza y la introdujo en la vaina sujeta
a su espalda. Se agachó, una despreciativa son-
risa en su cara. “Bonita captura, Gabrielle.”
Arrancó la botella de mi debilitado agarre, en-
tonces se inclinó y me besó ligeramente en los
labios. “Gracias.”
Intenté sacudirme mi estupor mientras se ponía
en pie y se alejaba. Todo lo que pude lograr fue
un susurro, “Xena… no…”
Con una incrédula risa se giró y dijo, “Nunca te
rindes, ¿verdad?”
“Yo no… tú.” Solté un estremecido jadeo.
“Nunca te rindes… nunca has tenido… miedo
de la verdad… nunca has sido cobarde.”
“¿Cobarde?” Sus labios se fruncieron en un
gruñido. “Vigila tu lengua, bardo, o te destripa-
ré después de todo.”
“No te creo… No quieres matarme.” Logré le-
vantarme a una posición sentada. Probable-
mente aún no podría ponerme en pie, pero al
menos mi voz era más fuerte. “Y no quieres ser
más una señora de la guerra.”
Se tensó en el sitio.
“No fue solo Hércules quien te convenció para
reformarte,” dije con acumulada confianza. “Ya
tenías dudas sobre quién eras y qué estabas
haciendo. Estabas al borde de encarar la verdad
sobre ti misma. Bueno, eso es lo que sostienes
ahora mismo en tu mano derecha –la verdad. Y
si fuiste lo bastante valiente para hacerle frente
antes, puedes hacerlo de nuevo. Bebe la poción,
Xena.”
Sus dedos se apretaron alrededor del cristal,
como si lo triturara. “Soy guerrera, Gabrielle. Si
trago este veneno esa guerrera morirá y una ex-
traña ocupará mi lugar.”
“No es veneno,” dije. “Es tu salvación.”
Guardó silencio, pero su agarre sobre la botella
no se aflojó. Cuando finalmente habló, su voz
era lenta y burlona. “¿Y por qué estás tan ansio-
sa por abrazar mi verdad, Gabrielle? ¿La ver-
dad te mantendrá caliente por la noche? ¿La
verdad recorrerá sus dedos sobre tu piel y entre
tu cabello?
“¿Qué quieres decir?” pregunté, mientras la
aprensión estremecía mi espina dorsal.
“Piensa, Gabrielle. Esta noble Xena que quieres
de vuelta nunca te ha besado, ¿verdad?” Alzó
la botella por encima de su cabeza. “¿Qué ver-
dad hay aquí que la retiene de envolverte en
sus brazos y atraerte a su pecho? Si bebo esta
agua, recordaré por qué nunca te he hecho el
amor...”
Sus palabras me cortaron como un cuchillo.
“… y puedo elegir no volver a hacerte el amor
jamás.”
El cuchillo se retorció dentro de mí.
“¿Es eso lo que quieres, Gabrielle?” exigió la
voz, “volver a una simple amistad sin el toque
de mi mano sobre–”
“¡No!” grité. “No… esto no es sobre mí…” Esas
palabras habían sido las de Xena, pronunciadas
a punto de morir, un recordatorio del bien su-
premo. Tomando una profunda inspiración, re-
petí, “Bebe la poción, Xena”
Vaciló y los músculos de su largo cuerpo se
tensaron como para la batalla. “No puedes
obligarme a hacer esto.”
“No, no puedo.” No hice movimiento para lim-
piar las lágrimas que bajaban mis mejillas.
“Tienes que confiar en mí que eso es lo correcto
a hacer. Que eso es lo que tú querrías hacer.”
Su cara se retorció con un dolor que reflejaba el
mío. Su puño apretó y oí el brusco estallido de
cristal roto. Alzando su cara, capturó la lluvia
de líquido teñido de sangre con su lengua. En-
tonces, cuando la última gota había caído, bajó
su brazo y sacudió las esquirlas de cristal de su
sangrante palma.
“Quién habría imaginado que sería derrota-
da…” titubeó, comenzó a tambalearse sobre sus
pies, “… por una bardo.”
“¡Xena!” Salté sobre mis pies a tiempo de coger-
la cuando se inclinó hacia delante. El peso de su
cuerpo llenó mis brazos y me hizo caer de rodi-
llas. Podía sentir los espasmos torturando sus
miembros, entonces su cabeza cayó en la curva
de mi brazo. Los ojos azules se cerraron.
“¿Xena? ¿Xena?” La llamé una y otra vez mien-
tras apretaba su cuerpo, rogando que recobrara
la consciencia.
Desde detrás de mí oí el lento siseo de un guar-
dián saliendo de su sueño…
EPÍLOGO

Retuve a Argo para parar, calmando su nervio-


so patear con una palmada tranquilizadora y
una murmurada ternura. El claro parecía jus-
tamente como Gabrielle lo había descrito, si
bien algo más desolado esta encapotada maña-
na de otoño que lo habría estado varias sema-
nas antes.
“Gracias a los dioses,” dijo Gabrielle mientras
examinaba la polvorienta tierra en busca de
huellas. “Nadie más parece haber estado por
aquí desde que nos marchamos.”
Bajando de un salto del lomo de Argo, me
arrodillé al lado del pozo. Mis manos examina-
ron los caídos trozos de la tapa del pozo.
“¿Recuerdas algo de esto?” preguntó Gabrielle
suavemente.
Retuve el aliento, aquieté mi mente y esperé…
“No,” dije al fin y me puse en pie. “Lo último
que recuerdo claramente es a ambas entrando
en este valle. Después de eso…” Después de
eso un violento sentido de desorientación mien-
tras combatía mi regreso a la consciencia y me
encontraba en los brazos de Gabrielle. Había
habido una mirada de tan increíble dolor y de-
sesperación en su rostro que mi primer pensa-
miento fue consolarla… pero no había habido
tiempo para tal lujo.
“Empecemos a trabajar,” dijo Gabrielle, inte-
rrumpiendo mi ensoñación con nada caracterís-
tica energía. “No quiero permanecer aquí más
tiempo del que precisemos.”
Emprendimos nuestra tarea sin más discusión.
Descargando las herramientas y tablas que
habían estado atadas a la silla de Argo, comen-
cé a unirlas en una nueva tapa de pozo mien-
tras Gabrielle tallaba la deteriorada inscripción
sobre la antigua cantería.
Mientras trabajábamos en amigable silencio, re-
flexioné sobre nuestro viaje de regreso a este
oculto valle y mis propias reacciones crecien-
temente inquietas hacia mi compañera. Quizá
fue mi “ausencia” lo que me había hecho ver a
Gabrielle bajo una nueva luz al recobrar mi
memoria… o quizá los sucesos de mi olvidada
semana la habían cambiado. De cualquier for-
ma, las diferencias eran sutiles, difíciles de des-
cribir. Parecía caminar con una insinuación de
nueva gracia, como si los trazos restantes de la
torpeza adolescente finalmente hubieran des-
aparecido de su cuerpo. Su deleite ante el mun-
do era tan fuerte como siempre… chispeaba en
sus ojos verdeazulados – aunque hablaba me-
nos sobre ello. En formas demasiado variadas
para clasificarlas, sus modales eran un punto
más controlados y confiados que cuando en-
tramos por primera vez en este valle. De alguna
manera, en el transcurso de un puñado de días,
Gabrielle había florecido a la plena madurez.
Antes había sido bonita; ahora, para mi cons-
ternación, estaba al borde de ser hermosa. Y
aún así, ella misma parecía inconsciente de los
cambios, o era reacia a actuar respecto a ellos.
En la taberna donde habíamos parado la noche
antes, el hijo del tabernero se había tímidamen-
te aproximado a nuestra mesa y metido a Ga-
brielle en conversación. Tuve que hacer un es-
fuerzo consciente para reprimir mi ceño frunci-
do, severamente recordándome que no tenía
derecho a ofenderme por su presencia. De
hecho, de mala gana reconocí que era un joven
atractivo… si te gustan de ese tipo –el cual a
Gabrielle ciertamente le había gustado hasta en-
tonces. Pero esa noche había sido educada, in-
cluso amable, aunque resueltamente insensible
a sus leves flirteos. Y después de eso…
“¿Estás segura de que no te gustaría ir?” dije.
“¿Ir dónde?” preguntó Gabrielle con una mira-
da de perplejidad, mientras metía la cuchara en
el tazón de pudin de albaricoque.
“Al baile del festival. El baile al que acabas de
ser invitada por ese joven.” El que había pare-
cido un cachorro enfermo de amor para cuando
se excusó de nuestra mesa.
“Oh, eso.” Gabrielle se encogió de hombros.
“No creía que te gustasen los bailes de los festi-
vales.”
“A mí no, pero no me lo pidió a mí. Así que por
qué no te lo pasas bien. Te lo has ganado des-
pués de lo que te he hecho pasar esta semana.”
“¿Dejaras de parecer tan ceñuda?” regañó. “Te
he dicho una y otra vez que no me hiciste da-
ño.”
“Vale.” Mis ojos automáticamente ojearon los
cortes sanando y las contusiones desvanecién-
dose de sus brazos.
Lanzando un exagerado suspiro de exaspera-
ción, dijo, “Mira, desafié a luchar a una señora
de la guerra, lo cual fue bastante temerario in-
cluso para mí. Pero solo he resultado tan lasti-
mada como en algunas de nuestras sesiones de
práctica.”
Con esfuerzo, mantuve mi voz ecuánime cuan-
do repliqué, “Pude haberte matado.”
“Sí, pudiste,” dijo gentilmente, “pero no lo
hiciste. Elegiste no hacerlo. E incluso me permi-
tiste convencerte para beber la poción.” Hubo
una insinuación de risa en su voz cuando aña-
dió, “Lo cual prueba que ni tan siquiera una se-
ñora de la guerra es rival para una bardo.”
“Gracias a los dioses por eso,” dije con una son-
risa en respuesta, entonces regresé al tema que
Gabrielle estaba tan diestramente evitando. “Si
recuerdo correctamente, exactamente el mes
pasado estabas muriéndote por una invitación a
bailar.”
Otro encogimiento de hombros de mi joven
compañera. “El mes pasado sentía... curiosi-
dad.”
“¿Y este mes?”
“Este mes... no,” dijo despreocupadamente.
Demasiado despreocupadamente, decidí con
intranquilidad.
Con una sonrisa radiante nacida de una súbita
inspiración, dijo, “En su lugar vamos a pasear
por el pueblo.”
Gabrielle lamió el resto de pudin de la cuchara
con una pausada curva de su lengua, un gesto
que fue por completo demasiado perturbador
para mi bien, y pasé el resto de la tarde resuel-
tamente apartando mi mirada de la vista que
más me complacía: su rostro.
Como si estuviésemos cada una en armonía con
los movimientos de la otra, Gabrielle despejó la
última incisión de musgo y mugre del borde
del pozo justo cuando yo hundía la última cla-
vija de hierro de la nueva tapa.
“¿Qué dice?” Pregunté con curiosidad, mien-
tras estudiaba las letras recientemente talladas.
El lenguaje no era uno que reconociera.
Los dedos de Gabrielle trazaron la frase mien-
tras leía en voz alta, “Vosotros que perderíais
vuestras penas, bebed de este pozo.” Inclinán-
dose sobre el borde, atisbó la oscuridad de aba-
jo. “Considerando las calamitosas consecuen-
cias, ese no es mucho aviso a los sedientos via-
jeros. Dejemos a los antiguos perfeccionar el ar-
te de la descripción.”
“Razón de más para que estemos aquí,” dije,
levantando la nueva tapa al borde de la sillería.
Posicioné el disco de madera sobre la abertura,
entonces martilleé la tapa en el sitio hasta que
encajó tan ajustadamente que solo un golpe de
hacha podría quitarla. “Acabado, eso es lo me-
jor que puedo hacer.” Sin embargo, mientras
recogía nuestras herramientas noté que aún es-
taba mirando fijamente el pozo recientemente
taponado. “¿Qué pasa?”
“No durará para siempre.”
“Nada dura siempre.”
“No, supongo que no.”
Oyendo una inesperada nota de pena en su
voz, me acerqué tocando su hombro, y sentí un
súbito nudo de músculos bajo mi mano. Esta
tensión también era nueva. Alejando mi mano,
dije, “Gabrielle, me has contado todo lo que pa-
só… ¿verdad?”
Se volvió para encararme y la pausa antes de
responder presagió su respuesta.
“No,” dijo. “No lo hice.”
Un zarcillo de temor se enroscó en mi garganta,
amenazando ahogarme. “¿Por qué no?”
Tomó una profunda inspiración, como si re-
uniese el coraje. “Porque sabía que cambiaría
las cosas entre nosotras.”
“Ya lo ha hecho.”
“Sí, supongo que sí,” dijo pensativamente.
“Creí que quizá, ya que tú no lo recordabas…
pero supongo que no hay vuelta atrás… porque
yo lo recuerdo.”
“Dime qué pasó.” Me preparé para una nueva
revelación de violencia y una nueva carga de
culpa. No estaba en absoluto preparada para lo
que oí en su lugar.
“Me besaste.”
“¿Yo qué?” Luché por sacarle sentido a esta
flemática declaración buscando en el rostro de
Gabrielle alguna pista de sus emociones. Vi una
expresión de cautelosa diversión… más una in-
sinuación de algo más profundo que no se mos-
tró.
Continuó. “Deseabas información de mí y pare-
cías creer que besar era una efectiva técnica de
interrogatorio.”
Con estrangulada risa, dije, “Puede serlo… bajo
las circunstancias adecuadas.”
Gabrielle me miró directamente a los ojos.
“Bueno, ciertamente funcionó conmigo.”
Mi mundo se puso patas arriba.
Luchando por recobrar mi equilibrio, intenté
rivalizar su tono de chanza. “¿Un beso y hablas-
te?”
“Oh, estoy hecha de una materia más dura que
eso.” Su mirada no vaciló. “Costó más de uno.”
Una repentina ola de calor hizo arder mis meji-
llas. Resueltamente ignorando la traición de mi
cuerpo, dije, “¿Tras qué clase de información
iba yo?”
“No estoy segura de querer responder a esa
pregunta.”
Casi me perdí la entrada, pero cuando cogí el
significado, aún vacilé. Mi vida había estado lo
suficientemente empañada de excesos, y había
jurado escudar a Gabrielle de esa parte de mí
misma, pero la creciente impaciencia en sus
ojos verdes debilitó mi resolución. ¿Cuanto da-
ño podía haber en esta pequeña intimidad? In-
cluso así, solo me permití un fugaz roce de la-
bios. “¿Ahora estás preparada para hablar?”
“No,” dijo con un obstinado ceño. “Me temo
que has seriamente subestimado mi resisten-
cia.”
Más de un beso…
Cedí a la tentación, agarré a Gabrielle levísi-
mamente por su delgada cintura, la acerqué,
entonces me incliné de nuevo. Esta vez nuestro
beso fue completo y minucioso… y duró mucho
más de lo que había pretendido. Sobre todo lo
demás, siempre había temido que la adoración
al héroe de Gabrielle la hiciera demasiado vul-
nerable a mis exigencias, y que, si alguna vez
me aproximaba a ella, se sometiese a deseos
que no le eran propios. Pero no hubo forma de
confundir su maliciosa respuesta con inocente
sometimiento. Eran sus labios, su lengua, las
que llevaban esta danza.
Cuando finalmente nos separamos, presionó
levemente sus dedos contra la base de mi cue-
llo. “Puedo sentir tu corazón latiendo…” sonrió
como para sí misma, “… muy rápido.”
Entonces, saliendo del flojo círculo de mis bra-
zos, dijo, “Mejor que regresemos al camino.
Cuanto antes salgamos de este valle, antes po-
dremos acampar y continuar este interrogato-
rio.”
“Continuar…” la miré fijamente, mientras ab-
sorbía las implicaciones de su declaración. Tra-
gando con dificultad, pregunté, “Gabrielle,
exactamente cuán lejos yo… nosotras…” Las
palabras me fallaron.
Con un guasón destello en sus ojos, dijo, “Pue-
des ser muy persuasiva, pero yo puedo ser muy
tozuda. Formó una interesante combinación.”
Y al anochecer aprendí, exactamente cuán bien,
Gabrielle misma había dominado el arte de la
descripción.

FIN
Puedes mandar tus comentarios, en español, a
Ella Quince: ellaquince@gabwhacker.com

Xena:Warrior Princess
es copyright de 1997 de MCA Television.

También podría gustarte