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The Beatles
Conozco el rastro y las huellas que dejan los animales y puedo leer
los signos del cielo de día y de noche. Tengo una danza que provoca
lluvias sorpresivas y un canto que atrae a las abejas. Soy un Apache en
los días de vacaciones en lo más alto del Cerrito Rajado: mi territorio
conquistado antes de las tres de la tarde. Marcelo (un chaleco de
vaquero y un sombrero negro que parece un murciélago y pistolas
plateadas) y Elka (un estridente pañolón púrpura con un rifle y una
fila de balas en bandolera) están abajo, cerca de los pequeños árboles
enredados de kantutas, y son dueños del ojo de agua mineral. Pienso,
como todas las tardes, en una celada para evitar que los dos se separen
para rodear el Cerrito Rajado y atraparme. Pero como siempre
(también como todas las tardes), prefiero quedarme echado tratando
de mirar directamente el sol antes de que sea cubierto por densas
nubes de lluvia, hasta sentir que mis ojos ya no resisten y sólo me
queda un resplandor naranja cuando los cierro: (uno muere y su
espíritu se convierte en un pájaro que vuela lentamente hacia el sol,
pero imagino que debe ser extraordinario hacer ese viaje en una
bicicleta roja pedaleando-imaginando). Vuelvo a mirar hacia abajo, y
es seguro que Marcelo y Elka han rodeado el Cerrito Rajado: una vez
más no tengo la voluntad de escapatoria. Mientras espero que
aparezcan con una resignación apacible, reviso las hendiduras
puntiagudas del Cerrito Rajado y encuentro diminutos fósiles de
caracoles de agua. ¿Es posible que el lago estuviera hasta aquí? Vuelvo
a cerrar los ojos e imagino el número más largo de años, y pienso que
esa debe ser la edad que tienen los diminutos caracoles. Guardo
algunos en mi bolsillo secreto del chaleco de apache, mientras imagino
que en el preciso momento en que aparezcan Marcelo y Elka, también
aparecerán en el pálido horizonte la fila de apaches que vendrán a
rescatarme. Levanto la cabeza para ubicarlos: la pluma apuntando al
sol adormecido, y el esperado y vocal disparo de Marcelo en el costado
del pecho, seguido inmediatamente del disparo de Elka por la espalda.
Me dejo caer al suelo, pero imagino que estoy cayendo desde la altura
enconada del Cerrito Rajado: una mancha marrón girando en el aire, la
pluma solitaria, suspendida en su balanceo. Estoy cayendo muerto otra
vez a las tres en punto, como todas las tardes de las vacaciones, porque
los apaches (eso dice Marcelo) siempre tienen que morir. Y mientras
regresamos a la urbanización (el que llega último es una rana) por los
sembríos de abiertas y abigarradas flores violetas, todo parece de
pronto haber envejecido: los techos rojos desteñidos de las casas, las
paredes con pergaminos de pintura descascarada, y los jardines donde
se desbordan el cesped y las hierbas enmarañadas. Un aire pesado y
frio envuelve la casa vacía en su abandono, en el desorden y el polvo
por todas partes, y la sensación ausente como alguien invisible que
trajina por la sala y el comedor. La puerta del cuarto de víveres
ligeramente entreabierta: apenas una línea donde alcanzo a ver,
envuelto en la oxidada luz de la tarde, a mi padre sentado en la silla
con todo el cuerpo doblado hacia adelante. ¿Está llorando? ¿Qué tiene
en una de las manos?. Pienso en una marioneta a quién le han cortado
los hilos. Por primera vez observo desanudada la corbata gruesa y
torcida, mientras de alguna parte parece surgir un lejanísimo perfume
agudo y flotante. Contengo la respiración, y como si estuviera sin
zapatillas, subo las escaleras infinitas hacia mi cuarto, pensando en que
mañana volveremos al Cerrito Rajado con Marcelo y Elka, y que
volveré a esperar reiteradamente ese disparo puntual a las tres de la
tarde hasta el fin de las vacaciones, para imaginar que mi alma
convertida en pájaro una vez más está volando, o pedaleando-
imaginando en una bicicleta roja, directamente hacia el sol.