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Imágenes de la cultura de la cancelación: sujetos peligrosos, expresiones problemáticas

y espacios indolentes en las nuevas geografías del securitismo sexo-racializado.

Nicolás Cuello y Lucas Disalvo

Culturas punitivas y deseos de control

Se entiende por cultura de la cancelación, a una práctica popularizada de denuncia en


redes sociales que consiste en un señalamiento crítico y posterior boicot, realizado
especialmente sobre figuras mediáticas, pero también sobre toda persona pública, después de
hacer o decir algo considerado objetable u ofensivo. Cuando alguien o algo está cancelado
por haber infringido dolor sobre otros, se descarta o se deja de consumir hasta que,
posiblemente, desaparezca.
El reciente uso desproporcionado de esta herramienta ha despertado efectos adversos
en una sociedad cada vez más atravesada por la digitalización de sus economías de
intercambio afectivos, culturales, políticos y económicos. En este texto, nos dedicaremos a
pensar la cultura de la cancelación, no como un fenómeno aislado, sino como uno de los
lenguajes expresivos privilegiados del actual giro punitivo a escala global del capitalismo de
plataformas, instituyendo una forma de imaginación del mundo sin excesos que no sólo se
materializa a través de mecanismos jurídicos, legislativos y policiales que se arrogan la
capacidad de proteger la “vida en común” a través de la erradicación de la diferencia, sino
también se expresa bajo la forma, remota o renovada, de una molecularización 1 acelerada de
la lengua del castigo dentro del orden afectivo de la propia subjetividad y los modos de
sociabilidad en los paisajes digitales.

1 Contrariamente a las caracterizaciones que contraponen deseo y represión, Gilles Deleuze y Felix Guattari
(2002) observan que el fascismo y otras tendencias totalitarias encuentran su fuerza motora y capacidad de
regeneración a lo largo de las estructuras sociales y los tiempos históricos, a partir de su enorme potencial de
internalización y conjura libidinal. En este sentido, los filósofos franceses encuentran en los lenguajes del
fenómeno atómico, y particularmente en las figuras de lo molar y lo molecular, una posible explicación para
pensar críticamente este comportamiento. Para la química, la figura de la molaridad describe una concentración
de una serie de elementos al punto tal que generan una situación de consistencia, de sustancialidad, aquello que
coloquialmente tomamos por realidad cuando decimos “las cosas son lo que son son”. Por otra parte, la
molécula es el partícipe ínfimo y oculto de lo que reconocemos como lo molar. No vendría a ser lo menor,
aislado y excepcional, sino aquello que constituye de manera invisible pero de forma constante aquello que ya
está validado como materia existente. Lo molecular son las relaciones, las distintas posiciones de poder, saber,
sentir, desear, necesitar, usar, disponer, que hacen íntimamente a la materia del mundo.
Si la punición, como estructura de organización de la política pública, posiciona las
tramas de la prevención, la descartabilidad2, el aislamiento y el castigo como el pegamento de
lo social, generando deseos de control que son la condición de reproductibilidad del sistema
tal como lo conocemos, nos interesa pensar cómo la cultura de la cancelación, guiada por una
serie de imperativos morales como el respeto, el consenso, la moderación enmarcados bajo el
neoliberalismo, crea nuevas formas de inteligibilidad de los conflictos sociales que en su
despliegue significante, no sólo semantizan y renuevan aquellos ya históricos cuerpos del
delito, sino también, promueven pautas de mérito productivo y decencia moral con las cuales
la incomodidad de la diferencia sexual, racial y corporal es representada, para luego ser
erradicada o reducida preventivamente, siguiendo las normativas de un principio cívico
neoconservador que denominamos securitismo sexo-racializado, que no admite la compleja
presencia del error, la desmesura, la confusión y el aprendizaje.

En este sentido, nos parece importante partir de una serie de definiciones que nos
permitan entender la complejidad de este fenómeno. ¿Qué entendemos por punición? La
criminología crítica ha denominado como razón punitiva a toda forma de gobierno que
impone su orden a través de la producción industrial de culturas del control, la
criminalización institucional y el encarcelamiento masivo. Desde los años setenta, podemos
reconocer, han tenido lugar una vasta cantidad de procesos de actualización y reconfiguración
del poder capitalista cuyos contornos se han perfeccionado a partir de la incorporación de
sistemas de vigilancia y técnicas de clasificación social de los sujetos que incorporan el
lenguaje numérico de la administración como contraseña, regulada por maquinarias globales
de información y represas empresariales que administran las energías libidinales de los
cuerpos en movimiento, yuxtaponiendo a la rigidez de las estructuras disciplinares del viejo
orden, modalidades renovadas de sujeción dispersa, punición preventiva y dominación total
de la experiencia sensible de la vida en común. Sumado a esta reconfiguración técnica, social
y económica, ha tenido lugar la emergencia de una moral securitista que imparte una alianza
2 Al hablar de descartabilidad aquí, nos estamos remitiendo a aquella expresión acuñada por el activismo
del abolicionismo penal y el activismo antirracista a la hora de pensar cómo la conjunción de la sociedad
capitalista y el supremacismo blanco colonial, promueven la idea de que hay vidas que no importan, que
sólo cumplen la función transitoria de insumos o que, incluso, sus pérdidas implican ganancias o sirven para
sostener un sistema socioeconómico basado en la explotación y concentración de riquezas (Stanley, Smith,
2011; Gossett, Spade, 2014; Spade, 2020). En una sociedad organizada bajo este principio de
descartabilidad, se extiende cada vez más en los individuos el impulso automático de anular toda posible
cercanía ante aquel otro que está marcado, que la sociedad presenta como menos humano. Bajo este
encuadre, las relaciones mutuas son un bien desechable, sujeto a movimientos variables de interés u
obsolescencia, que no tienen ninguna consideración por la historia, contexto o entramado de
interdependencia propio de la realidad multidimensional de las personas.
entre el poder que provee el castigo y la sociedad que lo necesita, lo desea y lo consume
como espectáculo. Las estructuras carcelarias se molecularizan al punto tal en que es
necesario estar cada vez más atrapados y vigilados para sentirnos a salvo

Como han señalado varios autores (Stanley, Smith, 2011; Spade, 2015; Davis, 2017;
Fassin, 2018), este llamado giro punitivista que el mundo ha presentado a escala global,
puede caracterizarse por fenómenos como el expansionismo penal en todo el mundo; el
recrudecimiento de políticas migratorias basadas en la expulsión, la degradación, la
encarcelación de personas arrojadas del orden cívico-nacional; el confinamiento e
incapacitación selectiva de grupos poblacionales considerados “problemáticos” (personas
pobres, migrantes racializados, adictos, gente sin hogar, sujetos con padecimientos mentales,
jóvenes sin redes de seguridad y personas implicadas en economías informales) en centros de
internación y sedes correccionales; el incremento tecnificado de las facultades represivas
estatales que deriva en el aumento del “gatillo fácil”; la extensión del espectro de prácticas y
comportamientos considerados punibles que se recrudecen cuando son ejercidas por grupos
socialmente estigmatizados; y ante todo, la reconfiguración de una nueva matriz securitista
impuesta en la agenda de la política pública por medio de la presión que articulan en una
alianza estratégica los fundamentalismos religiosos, el neoconservadurismo anti-comunista y
los movimientos sociales contra la mentada “ideología de género” (Corrêa, 2018).

Como podemos ver, decir punitivismo es hablar de espacios y protocolos en los cuales
el macropoder decide de qué forma separar, medir, exterminar y refuncionalizar a las
personas; es hablar de prisiones, fronteras, códigos de falta, antecedentes penales, facultades
policiales y, principalmente, marcos legislativos que apuestan a la criminalización sistemática
de los sujetos, tornando precario o directamente invivible el transcurso de múltiples formas
de existencia, economías, modos de expresión, sociabilidades y culturas alternativas
(incluyendo las eróticas). Estos mecanismos jurídicos, legislativos y policiales que se arrogan
la capacidad de proteger a lo que se considera como “ciudadano medio” promueven
abiertamente la erradicación de cuerpos que no encajan dentro de ciertos marcos de
admisibilidad cívica, junto a la reducción de los deseos a formas de permiso, haciendo que lo
vivo se subordine a una vía correcta, pacificada, legalizada, desafilando su peligrosa
complejidad.

Pero lo cierto es que no sólo hablamos de leyes e instituciones aquí, sino de sistemas
desiguales de representación corporeizados, potenciados por la reproductibilidad
aceleracionista de las imágenes digitales, sostenidos sobre el descarte poblacional,
conformando jerarquías de valoración económica, racial, sexual, genérica y funcional que se
reproducen en los modos de imaginación preventiva de la coexistencia. Formas de jerarquía
que a su vez, influyen en el funcionamiento diferencial de dichas leyes e instituciones que
organizan la redistribución inequitativa de la justicia y, por consiguiente, de la pena. Es así
como dichos dispositivos de control institucional y sus matrices culturales de legitimación no
pueden pensarse como meros instrumentos de organización represiva de lo social, sino que
también forman parte de una extensa red de tecnologías, en especial, las virtuales, que en su
despliegue significante, semantizan y producen sexopolíticamente aquellos cuerpos del
delito, promoviendo simultáneamente pautas de mérito productivo y decencia moral con las
cuales la diferencia incómoda es intelegibilizada, para luego ser erradicada o reducida,
siguiendo las normativas sexoconservadoras de dicho principio cívico-empresarial.

Particularmente en nuestro abordaje, nos interesa pensar dicha razón punitiva no sólo
desde el proceder macropolítico de los poderes públicos que nos agreden y devastan, sino
como todo un sistema cultural que se expresa e internaliza en los sujetos clausurando por la
fuerza la capacidad de imaginar otra relación con el mundo. Tal como hemos señalado,
consideramos a la punición como aquella estructura diferencial de organización de lo social,
que apela a múltiples formas de disciplinamiento pedagógico en las cuales las tramas del
castigo, la prevención y el temor también funcionan desde la operativización de sus
efectos/afectos en los procesos de producción geopolítica de la subjetividad. Por esta razón,
insistimos en el reconocimiento de la dimensión cultural y micropolítica de este giro punitivo
al que asistimos en la actualidad, porque dicho paradigma de política represiva se encuentra
guiado por las modulaciones y encantamientos del neoliberalismo, dando pie a un modelo
continuo de autoafirmación securitista que se mantiene en movimiento gracias a los flujos
mercantilizados de oferta y demanda, deseo y satisfacción, sueño y realidad.

El punitivismo es, por lo tanto, una forma de imaginación del mundo sin excesos que
busca ser real a través de la moderación compulsiva, y que también se expresa en nosotros
bajo la forma de un apego sentimental por la lengua del castigo, la disciplina y la
humillación. Reconocemos su presencia cuando internalizamos el lenguaje criminológico y
psicopatológico para lidiar con el conflicto dentro de nuestras comunidades, en el recurso
preventivo al identikit como medida de verdad, que posiciona a la identidad como una
variable que se exige y se desmiente compulsivamente, implicando, por un lado, la
estigmatización de ciertas identidades como victimarias y, en su contracara, produciendo
otras identidades como modelos ejemplares de víctima. También cuando se procede a la
clasificación de las personas en “tendencias” e “historiales” problemáticos, replicando el
mecanismo de los antecedentes y agravantes penales a través de reducciones somáticas que
sustancializan de forma criminalizante el color de piel, la identidad de género, la genitalidad
y los repertorios afectivos desde los cuales los sujetos se expresan.

En efecto, la moral preventiva de nuestras culturas punitivistas se basa en la


estigmatización del conflicto y el riesgo, en la simplificación de la violencia y el
padecimiento como expresiones unívocas incapaces de ser interpeladas o complejizadas
desde su raíz histórica, y también es un modo de persuadirnos, de forma extorsiva, a través
del miedo e incluso haciendo uso de las heridas históricas de nuestras comunidades, de que la
diferencia, la incomodidad o la complejidad son indeseables y que su única forma de
abordaje es a través de instrumentos legales restrictivos y horizontes liberales de
incorporación asimilacionista que privatizan el problema, que nos blindan como individuos
temerosos y que cancelan nuestra agencia política en manos de la asistencia represiva estatal.
Es así como la punición y la represión se vuelven modos de subjetividad, cuando actuamos
desde la necesidad de aplacar, anestesiar, apaciguar lo que produce temblor, cuando hacemos
de las otras personas y de nosotros mismos, una fuente de desconfianza que sólo entiende el
lenguaje de la soledad y la amonestación. En este sentido, pensamos que oponerse a la
represión es también dejar de desearla y necesitarla, en lo más íntimo, todos nuestros días.

“Querer estar seguro”, “querer que nada pase”, “estar precavido y estar atento” entre
otros mecanismos defensivos de anticipación son reacciones viscerales de nuestras
subjetividades al percibir constantemente en el cotidiano la muy concreta amenaza de
desintegración material que el capitalismo produce. En ese sentido, la ubicuidad de la
promesa preventiva nos ofrece la posibilidad de asegurarnos nuestro futuro en el medio de un
presente desguazado por la desigualdad, la explotación, la especulación financiera, la
extracción, la desposesión y la naturalización del descarte humano. Este estado de profunda
precariedad, vivenciada como una suerte de tensión-ambiente que separa y extraña a las
personas entre sí, es instrumentalizada cínicamente por el propio sistema que la genera,
ofreciéndole a los sujetos un abanico de soluciones privadas para poder lidiar con sus
preocupaciones e incertidumbres. Como observa Tamar Pitch (2010), una de las
características más notables del capitalismo neoliberal es la coexistencia articulada del riesgo
en sus dos acepciones: una negativa, que nos conduce a identificar en todas partes las
imágenes pervasivas del peligro y el desamparo, y otra positiva, reproducida por aquellas
consignas de época que estimulan a los sujetos a ser proactivos, innovar, ser autosuficientes,
flexibles, pensar más allá, adaptarse al cambio y superar los desafíos. Es así como el
paradigma securitario que hemos caracterizado previamente se engrana con un modelo de
economía actual que depende necesariamente de la internalización de un tipo de subjetividad
en donde cada persona aspira a desenvolverse en el mundo exterior con eficacia, asertividad e
híper-especialización, en donde se asume no sólo que la existencia del otro constituye un
peligro potencial para mí, sino que pasa a competir directamente con mi propio valor, con mi
propia seguridad, poniendo en riesgo mi oportunidad de acceder a las escasas formas de
supervivencia que este sistema me ofrece.

Cancelar, descartar, pacificar

“Cancelado”. Así, tan sólo con esta pequeña y corta palabra, lentamente se ha
institucionalizado un nuevo tipo de lenguaje político, especialmente en redes sociales, que si
bien plantea diferencias con la cultura del escrache, forma parte de un extenso vocabulario
punitivo que hemos internalizado como un complejo conjunto de herramientas para ejercer o
practicar formas autónomas de “justicia”, que en el ascendente proceso de
bidimensionalización digital de la esfera pública al que somos forzosamente arrastrados, han
intensificado de manera exponencial sus usos y efectos problemáticos.
Tal como indica el Online Etymology Dictionary, el trayecto etimológico de la
palabra cancelar nos acerca a una variedad de imágenes que refieren en común al encierro,
por un lado, la idea de rejilla o entramado (cancelli en latín), así como también, de manera
más explícita, una forma de prisión (carcer en latín). Por otra parte, en el siglo XIV, la acción
de cancellare (“cubrir algo de rejas”) remitía al gesto producido por los escribanos al tachar
sobre lo escrito, generando un efecto de cuadrícula en donde las palabras quedan separadas
unas de otras, por el trazo impulsivo de quien presiona la pluma cargada de tinta para señalar
expresivamente la invalidez de su sentido. Sin embargo, no será hasta el siglo XV, en el
punto histórico de emergencia de lo que actualmente entendemos como burocracia, en su
momento cultura de papeles, cuando esta forma de marcación se popularizará como un acto
simbólico para dispensar o nulificar una obligación.
En una acepción un poco más actual, el diccionario Merriam Webster indica que la
idea de cancelación pasaría a aplicarse a cosas o acciones que se daban por terminadas, como
por ejemplo, programas televisivos que fracasaban por sus reducidas audiencias y
posteriormente debían ser retirados de la pantalla. Sin embargo, desde hace unos años, el
término está siendo empleado para declarar, en su lugar, la necesidad de trazar un límite,
tomar distancia y sentar una posición crítica ante una persona, “en particular, celebridades,
políticos o cualquiera que adopte un espacio en la conciencia pública” (2021).
Suele reconocerse que uno de los orígenes recientes del término cancelación como
una práctica política online, tuvo lugar en lo que se identifica como Black Twitter, es decir,
un contrapúblico o meta-red de hilos, hashtags, imágenes y discusiones impulsadas por
usuarios de la comunidad negra, que ante la sistemática producción y reproducción de
racismo por parte de la cultura política norteamericana pusieron en prácticas formas de
sabotaje, desfinanciamiento y señalamientos públicos a todos aquellos objetos de consumo,
lenguajes publicitarios, figuras del entretenimiento o personajes políticos cuyos discursos
estuvieran de alguna manera implicados con la perpetuación de estereotipos racistas o que
deliberadamente buscaran afectar la integridad, el respeto y el valor de las vidas negras.
Incluso, previo a su popularización online, el término “cancelar” como un modo de marcar
una distancia personal con alguien (McGrady, 2021; Ellis, 2021) ya formaba parte de la jerga
cultural de las comunidades negras en Estados Unidos. Uno de los antecedentes notables de
esta expresión, en el sentido coloquial ahora vigente, proviene de la canción de 1981, “Your
Love is Cancelled” de la banda disco Chic, cuya letra construía una analogía entre terminar
una relación con alguien y la cancelación de un programa de televisión. Como señala Clyde
McGrady, esta palabra, “cancelar”, adquirió un carácter icónico en distintas referencias de la
cultura negra urbana de Estados Unidos, entre ellas, el film New Jack City (1990) o las letras
de raperos como 50 Cent o Lil Wayne, pero así todo, se mantuvo de manera subrepticia a los
ojos del mainstream blanco.
Hacia el año 2013, esta estrategia vivió un momento de reactualización en redes
sociales en el marco de las resonancias sensibles que produjo el lanzamiento de la campaña
online #BlackLivesMatter y su encendida irrupción en las calles con multitudinarias
manifestaciones contra la absolución de George Zimmerman, el oficial que había asesinado al
adolescente Trayvon Martin, sumado a los numerosos actos de brutalidad policial que habían
sido normalizados hasta entonces y que continuaron ocurriendo a lo largo de los años
siguientes. Comenta McGrady que si bien la idea de “cancelar” era dar por terminado el
vínculo con aquellas personas que hacían la vista hacia un lado, señalando que la comunidad
ya había “tenido suficiente” con las expresiones de racismo naturalizadas en los medios,
“decir que alguien estaba ‘cancelado’ era como cambiar de canal – contándole a tus amigos y
seguidores – más que demandar que los ejecutivos de TV removieran el programa del aire”
(2021). La idea de cancelar implicaba más bien el ejercicio de un consenso comunitario
surgido de un hartazgo, pero pronto la denominación, así como tantas otras como cool o
woke, que alojaban un sentido específico dentro de la historia de los contrapúblicos negros,
fue removida de todo contexto e instrumentalizada por la mirada blanca como un catalizador
de polémicas online, remitiéndonos, una vez más, a aquella dinámica histórica de apropiación
de sus imaginarios culturales para ser capitalizados de manera redituable por la blanquitud.
Si bien se puede observar positivamente que hubo un proceso cada vez más agudo de
socialización digital de herramientas críticas para desmantelar formas de desigualdad
incrustadas en los lazos sociales, posibilitadas gracias a la proliferación de puntos de vista
antes no accesibles y, especialmente, por el trabajo titánico de tantos activistas que
objetivaron críticamente sus experiencias para trazar en común formas de pensamiento que
volvieran explícitos los mecanismos desde los cuales el poder ejercía dominio, podemos
considerar que la popularización demagógica y el uso amplificado de esta herramienta por
fuera de sus contextos colectivos de emergencia, despertó efectos adversos en una sociedad
atravesada por las pantallas como formas de encierro-trabajo-consumo, donde la
representación online se instituye como la nueva esfera pública, diagramada por un
imperativo felicista cuya moral nos obliga a trabajar ansiosamente por una vida sin
desacuerdos, sin errores y sin dolor, a como dé lugar.
Actualmente, se entiende por cultura de la cancelación a una práctica popular que
consiste en “quitarle apoyo”, no sólo a figuras públicas, sino también a compañías
multinacionales después de que hayan hecho o dicho algo considerado objetable u ofensivo.
Cuando alguien o algo está cancelado, se descarta, se deja de ver, se deja de escuchar, se
desclasifica, se aísla, se abandona, se niega, se deja de consumir, hasta que eventualmente
puede o no, desaparecer. Una de las caracterizaciones más completas sobre el fenómeno de la
cancelación ha sido producida por Natalie Wynn (2020), para quien el funcionamiento
técnico de dicha cultura puede explicarse a través de una serie recurrente de tropos, entre los
cuales se incluyen: la presunción de culpa, que apela a constituir como prueba suficiente el
acto de acusación; la abstracción del contexto situado en el que se ha originado el problema,
donde a través de la pérdida de especificidad de la situación conflictiva se incita a la
sobredimensionalización del daño; un desplazamiento esencialista donde los objetos
sometido a crítica dejan de ser las acciones y pasan a ser las personas; el uso intelectualizado
de la moralidad que enmascara como “justicia” sentimientos abrasivos que integran el
ecosistema social tales como el rencor, la envidia y el desprecio; la imposibilidad del perdón
en un marco de inteligibilidad unidimensional de los sujetos donde sus prácticas o aspectos
negativos se vuelven crónicos; el carácter asociativo o virósico de la acusación hacia una
persona que se hace extensible a quienes la sigan considerando legítima de interlocución; y
por último, un sistema de pensamiento binario en donde la existencia sólo puede ser
articulada en términos de buena o mala.
Entonces, ¿por qué hablamos de cultura de la cancelación? Si bien como hemos
mencionado anteriormente, la noción de razón punitiva ha sido acuñada por la criminología
crítica para referir aquella modalidad de gobierno basada en la lógica del control, el castigo y
el encarcelamiento de poblaciones, podemos reconocer que por lo menos desde los años '70
han habido una cantidad numerosa de procesos de actualización de estas formas de vigilancia
y clasificación social de los “sujetos problemáticos”. Se trata de nuevas modalidades de
control disperso, facilitadas por el acceso a la tecnología, que se especializan en la punición
preventiva y en la silenciosa dominación total tanto de la vida íntima como de la experiencia
común.
Por esta razón creemos que el punitivismo no puede seguir pensándose en un orden
meramente formal o institucional, sino que tenemos que ver su funcionalidad, es decir su
éxito como un sistema cultural (Cuello, Disalvo, 2018), un tipo de deseo de vigilancia,
control y sanción sobre la diferencia que se expresa e internaliza en los sujetos, clausurando
la capacidad de imaginar otras formas de relación con los conflictos. Un lenguaje íntimo en el
que reproducimos las mismas economías de dominación y castigo para abordar nuestras
relaciones más próximas, las interacciones despersonalizadas de internet, los problemas en
colectivos de pertenencia política o cultural, ejerciendo actitudes jerárquicas de autoridad,
prevención, temor, delación, censura, intemperie, disciplina, humillación, descartabilidad y
exilio, para a su vez obtener desesperadamente un tipo de autoafirmación securitista que nos
permita ser vistos por otros como “moralmente correctos”, construyendo pertenencia y
acumulando poder a partir de ello.
Así es cómo los mecanismos jurídicos, legislativos y policiales que promueven
abiertamente la erradicación de aquellos cuerpos basura y sujetos extraños que no encajan
dentro del deber cívico, se hacen presentes también en los modos en que comunitariamente
imaginamos un mundo sin excesos. Un mundo sin problemas. Un mundo sin diferencias por
las cuales trabajar. Un mundo sin conversaciones agotadoras que puedan ser compartidas, que
investiguen las posibilidades de articulación y no la erradicación deshumanizada de ese
“otro” que no sabe lo mismo que yo, que no aprendió lo mismo que yo, que no supo decir lo
justo, que no tomó posición de la manera en que yo esperaba que lo hiciera.
De esta manera, se promueven figuras estables o sustancializantes de víctimas-
victimarios, de buenas y malas personas, donde las relaciones entre cuerpos, contextos y
privilegios se convierten en un tabú culposo, en lugar de plataformas de conciencia desde las
cuales articular nuevos mecanismos de escucha, nuevas formas de participación política, que
en su mejor expresión puedan socializar la tarea de la educación en conjunto y el
desmantelamiento institucional de las injusticias históricas y sistémicas que enfrentan algunas
comunidades más que otras, y que son las condiciones de posibilidad para la continuidad de
las pedagogías del daño.
Cancelar, OK. Pero realmente, ¿para qué? Desde los comienzos de nuestra historia,
las culturas sistemáticamente oprimidas hemos sabido articular de manera habitada una
crítica revolucionaria frente a la brutalidad del dogma moral que nos ha reprimido, alienado y
administrado según categorías diferenciadas de “vidas válidas” y “vidas inadmisibles”. Ésta
ha sido, efectivamente, una estrategia muy extendida, por ejemplo, en la historia de las luchas
anticoloniales, antiespecistas, sexodisidentes, feministas, y especialmente en Argentina,
también llevadas adelante por el Movimiento de Derechos Humanos. Formas colectivas de
justicia que buscaron desbordar las maneras tradicionales de la política institucional a partir
de acciones transformadoras, en tanto éstas pudieron socializar el compromiso de construir en
conjunto nuevas formas de vida que se opusieron a la continuidad de aquellas políticas de
terror, desigualdad, violencia y discriminación que originalmente las motivaron.
Los efectos represivos del dogma moral a lo largo de las épocas han operado como un
régimen blindado de verdad y valor sobre la vida, que se adjudica la capacidad de sujetar,
disciplinar, encauzar o cercenar las posibles irradiaciones de nuestros coloridos cuerpos,
sexualidades, modos de existencia y sus escandalosas combinaciones. Es devastador
comprobar cómo parece haberse extendido un apego profundo, desde y entre nuestras
comunidades, frente a esa razón dogmática, estableciendo protocolos universales sobre cuáles
deberían ser las formas más apropiadas de tratar con el mundo y sus inconveniencias,
poniendo en práctica su aspiración a una visión única, cerrada y estática del mundo que no
admite vulnerabilidad, derrumbe o conmoción alguna. Un idealismo militarizado, un
pensamiento universal y forcluido que no tiene ninguna interlocución con el mundo
mezclado, local y dinámico de la experiencia, más allá del deseo de gobernarla desde una
torre sin escalera de accesos.
El lenguaje de la cultura de la cancelación es la ley del rigor: “así es como se hace, así
es cómo debe hacerse”, dejando atrás toda aproximación ética en donde el poder sea
entendido como la capacidad de generar transformaciones partiendo necesariamente desde el
lugar situado, vulnerable y contingente de la vida. Por el contrario, la ansiedad de estas
respuestas dogmáticas piensan el poder como la emanación de una voz única, una referencia
autorizada que ya sabe y que siempre vendrá de la mano de un programa de normalidad,
generando seguridades y sentidos de pertenencia. Así es como la exigencia ansiosa que se
produce en torno a la cultura del “estar despiertos”, empuja a nuestras generaciones a volver
transparentes sus opiniones, a reproducir sin cuestionamiento alguno lo que sus referentes
producen, a aceptar condicionamientos, autoridades y formas de micro jerarquías
emocionales que derivan en procesos complejos de deshumanización y postergación del
trabajo político comunitario. La privación del error, la demanda de control sobre las palabras,
la persecución de lo correcto y la homogeneización de cómo se puede expresar un deseo de
transformación social, vuelve cada vez más inhóspitas las posibilidades de reunión,
intercambio, reconocimiento mutuo y aprendizaje a partir de la escucha, el respeto y la
solidaridad ética ante la diferencia.
No obstante, estas formas de pulverización del desacuerdo extendidas bajo la premisa
de “hacer justicia” o “hacer política” no son en absoluto nuevas. En reflexiones como
“Trashing: The Dark Side of Sisterhood” (1976), Jo Freeman observa a partir de su propia
experiencia dolorosa de ruptura y soledad dentro del Movimiento de Liberación de Mujeres
de los años ‘60 y ‘70, cómo detrás de la idílica celebración colectiva de la sororidad entre
hermanas y el empoderamiento individual de las participantes, se escondía una serie de
prácticas sostenidas de crueldad, rumores maliciosos, proyecciones estigmatizantes, actos
pasivo-agresivos, humillaciones, desprecio, escarmientos silenciosos, entre otras formas
extendidas de “asesinato de carácter” entre pares que iban cultivando un fuerte estado de
sospecha, hostilidad, competencia entre sus integrantes y una profunda sensación de
disfuncionalidad y enajenamiento interior por parte de cada persona. Freeman considera que
estos modos normalizados de “basureo” perviven como “tendencias autodestructivas” en los
movimientos, especialmente en aquellos comprometidos con ideales de igualdad o liberación,
así como también producen formas enmascaradas de “control social” que por vía de la
pedagogía o de la hostilidad instalan dinámicas divisivas, alimentan gestos totalitarios y
territorializan ideas profundamente tradicionales acerca del lugar estático y subordinado que
las personas deberían ocupar en los espacios políticos.
Al hacer de la consigna lo personal es político una especie de dogma moral
incuestionable, estos comportamientos dirigidos a “aislar a una persona y atribuirle los
problemas grupales” han proliferado. Justamente, estas prácticas se caracterizan por una
sobre-individualización de los conflictos, haciendo de ciertos perfiles y de ciertas
personalidades un problema a corregir y a separar del mundo social que está queriendo ser
protegido: “aquellas personas que son basureadas no pueden hacer nada bien. Porque son
malas, sus motivos son malos, y por lo tanto sus acciones siempre son malas. No hay
posibilidad de reparar errores pasados, porque éstos son percibidos como síntomas y no como
errores”. Otra característica de estas prácticas es que resuenan correctivamente en todos los
individuos, no sólo en las personas que son objeto directo de escarmiento. Con cada condena,
el tejido grupal es inmediatamente reformulado: quienes no respondan a este llamado moral
con celeridad y de manera incondicional, quienes se nieguen a dejar atrás a las personas
marcadas o quienes planteen algún tipo de reparo hacia estos juicios enfáticos van a pasar a
ser tildadas de sospechosas por asociación. Como podemos ver, incluso en esta forma de
sentencia categórica sobre los individuos y su expulsión de la experiencia comunitaria, que
identificamos en el pasado reciente, existe un lugar para comprender cómo opera
transversalmente este sentido contemporáneo de la cancelación.
Por su parte, David Brooks, en el texto “The Cruelty of Call-Out Culture” (2019
caracteriza estas mismas dinámicas online de oposición y enfrentamientos binómicos que
posibilitan la tensión entre usuarios, como dos puntos de comunicación extraños entre sí: un
mecanismo despersonalizante que reduce la complejidad de los seres humanos a simples
antagonismos morales entre quienes concentran la bondad, la corrección y el apego
normativo por el deber ser, borrando toda marca de alteridad, y quienes concentran el mal,
acumulando el proceso que los reduce a sus errores, pero también las proyecciones
fantasmáticas de las frustraciones y temores ajenos. Brooks caracteriza este procedimiento de
la cultura de la cancelación como un ciclo de abuso y crueldad brutal ejercida de unos a otros,
un juego vengativo de moralidades en pugna, en donde la aniquilación social puede venir en
cualquier momento y de manera espeluznante se instituye como un horizonte en común.
Para el autor, uno de los principales problemas que puede explicar su efectividad
somática, es el pseudorealismo que performa. Una escenificación ingenua de realidad social
basada en parámetros transparentes de expectativas moralistas donde incluso la búsqueda de
justicia puede convertirse en barbarie si no se infunde de una cualidad de empatía, una
conciencia de la fragilidad humana y un camino hacia la redención. Un proceso que aparece
desensibilizado, gracias al simulacro cartográfico de las conexiones online, cuyas economías
performativas de proximidad alteran la complejidad real de los procesos colectivos de
producción de conocimiento, subestimando la delgada línea que separa la seguridad
comunitaria del control preventivo, el pedido de justicia de las demandas autoritarias, el
acuerdo asambleario de los consensos extorsivos y la transformación social de la
reterritorialización del poder tal cual lo conocemos.
A lo largo del presente apartado hemos podido ver de qué manera el paradigma
cancelatorio del presente nos revela en más de un sentido el estado actual de los lazos
sociales dentro del capitalismo contemporáneo. En particular, nos interesa poner en
consideración dos de estas dimensiones del fenómeno: por un lado, cómo la popularización
descontextualizada de dicha estrategia y su inscripción abrasiva a los tiempos de la industria
multicultural, forma parte de una extensa serie de saqueos y expolios coloniales de saberes
minoritarios situados, que desactivan su operatividad crítica al ver reducida la complejidad de
sus modos de hacer, a la temporalidad estratégica de la ansiedad irresponsable de la
blanquitud como imaginación política, es decir, un proyecto cotizable, universalizante y
profundamente individualizador donde los discursos sociales son traducidos a unidades de
verdad-opinión-mercancía, y por otro lado, donde la política comunitaria es convertida en
plataformas digitales corporativizadas de relaciones públicas entre individuos que pasan a ser
reducidos a una condición empresarial de marca, atomizados por la desigualdad de sus
capitales simbólicos, que se basan tanto en el imperativo civilizado de la respetabilidad, como
en la excomunión, amonestación y reducción del otro diferente que desafía la autoridad auto-
instituida del yo-progresista.

En este sentido, Nick Srnicek (2018) comenta que el capitalismo contemporáneo


descansa en un sistema de infraestructura digital donde el protagonismo económico recae en
un nuevo tipo de materia prima, los datos: anteriormente concebidos como un aspecto
accesorio dentro del modelo empresarial tradicional, ahora éstos emergen como un elemento
central para la construcción del poder concentracionario que detentan las corporaciones. En el
marco de un régimen tecnológico-social-económico que el autor denomina capitalismo de
plataformas, los datos que le permiten a las compañías “optimizar procesos de producción,
informar sobre preferencias de consumidor, proveer la base de nuevos productos, servicios y
venta a otros publicistas”, son elaborados a partir de las interacciones registradas entre los
usuarios dentro de una interfaz digital específica, la plataforma. Capaz de extraer y controlar
inmensos caudales de datos, la plataforma es concebida como el prototipo de negocio del
siglo XXI, que ha permitido el ascenso de grandes agentes monopólicos, cuyas presencias
aparecen neutralizadas bajo el ocultamiento discreto del uso diario: es así como compañías
tecnológicas centradas en la interacción social (Google, Facebook y Amazon), proyectos de
emprendimiento dinámicos (Uber, Airbnb), líderes industriales (GE, Siemens) y poderosas
centrales agrícolas (John Deere, Monsanto) “lejos de ser meras dueñas de la información”,
nota el autor, “se están volviendo en dueñas de las infraestructuras de la sociedad” gracias a
las plataformas.

Para Srnicek, una de las características que poseen dichas plataformas digitales es que
éstas adoptan la apariencia de intermediarios neutrales que ponen en contacto los diversos
intereses de los grupos que interactúan a través de ellas. La plataforma no suele remitir al
modelo espacial lucrativo de un “mercado” sino a la de un sitio vacío accesible y atractivo
puesto a servicio y disposición del usuario. En la aparente configuración neutral de su diseño,
el autor advierte que éstas, de hecho, “encarnan una política”, regulando nuestros
comportamientos, afectando nuestras sensibilidades e instituyendo lenguajes comunes, modos
de percepción y sistemas de valor que se encuentran reflejados en el lugar privilegiado que
ocupan las redes sociales, plataformas específicamente orientadas a la constante
comunicación e interacción online.

Clementine Morrigan y Jay Manicom señalan el modo en que corporaciones como


Facebook, Twitter o Instagram han transformando radicalmente nuestra manera de percibir el
mundo y vincularnos desde hace más de una década, al punto en que es a partir de los
acotados archipiélagos sociales construidos vía redes que modulamos nuestra experiencia de
realidad, donde a partir de lo que vemos actualizado y repetido en nuestro feed, construimos
sintéticamente una impresión de “lo que está pasando” con nuestros contactos. Con cada
perfil creado, pasamos a convertirnos en generadores permanentes de contenido para la red
social, integrándonos a un régimen económico en donde nosotros “somos el producto y el
trabajador al mismo tiempo” (2020). Por otra parte, cabe destacar que el tipo de contenido
considerado más rentable es aquel capaz de suscitar el involucramiento más alto de la mayor
cantidad de usuarios (Ellis, 2021), por esto mismo, las plataformas buscan deliberadamente
orientar los modos de interacción social hacia formas abreviadas, sensacionalistas y semi-
automatizadas de comunicación que puedan retener la atención de usuarios cuyas
sensibilidades, de por sí, se encuentran profundamente trituradas por un régimen espectacular
basado en el principio neoliberal de la novedad permanente.

Así es como las redes sociales simulan el efecto tridimensional de una comunidad que
es confeccionada a medida de cada usuario mediante la opción de “hacer amigos/dejar de ser
amigos”, “seguir o no seguir”, dando continuidad al ritmo de los intereses tácticos, las
asociaciones prestigiosas, las opiniones interesantes y las controversias igualmente atractivas.
La racionalidad empresarial aplicada sobre la propia subjetividad transforma las complejas
economías afectivo-políticas del lazo social en relaciones públicas de carácter instrumental,
haciendo que el modo en el que nos vinculamos y con quienes lo hacemos se vuelva
significante, y hasta incluso determinante de quiénes somos, exponiendo nuestra calidad de
individuos frente a la mirada de los otros. Si bien, en este sentido, los perfiles individuales de
cada usuario terminan voluntaria o involuntariamente encauzándose hacia lógicas de
acumulación de capital social, la otra cara ominosa de aquella fantasía emprendedora en
“donde todo el mundo puede ser alguien” es la caída más absoluta en la obsolescencia social.

De este modo es cómo el principio securitista se manifiesta en redes sociales y en


espacios virtuales, en donde la posibilidad de ser visto, reconocido e interpretado como un
humano, pasa a ser un privilegio que debe ganarse a base de méritos, en donde la más mínima
asociación con sujetos conflictivos puede llegar a poner en peligro la estabilidad narrativa del
yo, o en donde la sola posibilidad de equivocarnos, de fracasar con los impuestos estándares
normativos del deber ser de la moral en curso, puede transformarnos en presencias
potencialmente adversas para la reputación de otros. La fulminante rapidez y virulencia con
la que proscriben las personas, tachadas de indeseables y confinadas al ostracismo, dentro de
sistemas tecnológicos-culturales presuntamente diseñados para mantener a los sujetos en
contacto, entretenidos e informados, nos remite una vez más a los ya históricos ciclos
continuos de retroalimentación entre vigilancia y espectáculo, descriptos originalmente por el
Situacionismo (Debord, 2010).

El problema son los otros

A partir de lo anteriormente expuesto, nos interesa reconocer el modo en que la


cultura de la cancelación forma parte de la proliferación actual de discursos e imágenes en
torno al conflicto social, los modos de reelaboración del trauma y las respuestas públicas ante
el daño, que diagraman, intensificadamente, un sistema moral totalizante en el que la
complejidad afectiva de la vida en común es leída (o reducida) a través de dos vectores
excluyentes de verdad sancionada, víctima y victimario. En este sentido, por un lado,
queremos recuperar las perspectivas producidas por los estudios críticos sobre el trauma
(Cvetkovich, 2003; Fassin, Rechtman, 2009), porque éstas han revisado el proceso global de
ascensión institucionalizante de la víctima como único locus de interlocución posible para
llamar la atención de los estados capitalistas y las organizaciones internacionales de derechos
humanos, resaltando los efectos adversos que proponen como único campo de visibilidad y
reconocimiento humanitario ante los efectos del daño.
Por otra parte, nos interesa poner en valor aquí los aportes críticos de los feminismos
antipunitivos y prosexo (Pitch, 1995, 2010; Lamas, 2018; Varela, Daich, 2020). A pesar del
estado alarmante de las relaciones que el movimiento de mujeres ha tejido con los
instrumentos penales y la justicia, reclamando formas de intervención desde ámbitos legales
que contradictoriamente han creado posiciones desiguales y desventajosas para las mujeres,
es importante pensar cómo el feminismo puede incluso, como una epistemología
transformadora, desnaturalizar posiciones maníqueas y desordenar la presentación
homogénea de un campo de problemas como lo son la violencia de género y la violencia
sexual (Daich y Varela, 2020). En esa dirección, comentan Cecilia Varela y Deborah Daich
(2020), los trabajos pioneros de Tamar Pitch (1995) han planteado de manera clave los
límites del lenguaje de la victimización para modelar actores en la escena política, y también
han introducido el cuestionamiento acerca de porqué formular ciertos problemas sociales
como problemas criminales. Si aquel que está articulando las demandas políticas es el
lenguaje del derecho, puede que se esté privilegiando una supuesta función simbólica y
pedagógica, pero también se está legitimando el poder coactivo estatal, al mismo tiempo que
se le delega la definición de los problemas a las instituciones tradicionales.
Particularmente, la manera notable en que la posición de víctima es especialmente
reclamada como una identidad institucionalizada para validar la propia experiencia ha
cobrado especial fuerza al interior de ciertos movimientos feministas en la actualidad.
Considerando que el feminismo tiene una historia profusa en intervenciones colectivas que
han enaltecido la autonomía, los placeres, la liberación del cuerpo, el uso político de la rabia
y el desmantelamiento de los mitos patriarcales, Marta Lamas (2018) se pregunta la razón por
la cual muchos de los discursos feministas que han cobrado mayor visibilidad este último
tiempo han elegido otro camino de reivindicaciones, y se han ocupado, en su lugar, de
reinscribir a las mujeres como un colectivo uniformado bajo una condición universal de
víctima, así como también de promover visiones profundamente puritanas en torno al sexo
que han terminado siendo utilizadas como instrumentos de pánico por las campañas morales
de la derecha y los fundamentalismos religiosos. Actualmente, Lamas nota que la
interlocución hegemónica en el campo de discusión sobre el acoso es detentado por una
corriente de la teoría y el activismo legal feminista denominada feministas de la dominación
o dominance feminists, surgida originalmente en Estados Unidos y representada por figuras
como Catharine McKinnon. Dicha corriente considera que la única manera de entender
políticamente la posición entre hombres y mujeres en la sociedad es recurrir a la imagen de
un sistema unilateral de dominación de género. Este marco conceptual afirma que la
expresión más cabal de este régimen de subyugación es justamente el sexo, y que las lógicas
que adopta la sexualidad en esta sociedad son inseparables de la violencia y el dolor. En este
sentido, los postulados de las feministas de la dominación abrevan en una mitología cultural
sobre la violencia sexual que se ha asentado tras siglos de patriarcado y moral judeocristiana,
en donde la sexualidad de los hombres es concebida como una irrefrenable fuerza de
destrucción desatada contra los cuerpos indefensos de las mujeres.
Al utilizar de manera persuasiva imágenes de explotación, asedio y degradación, estas
lecturas feministas victimizantes terminan alineándose con el mito patriarcal sobre la
inocencia constitutiva que define de manera virtuosa a las mujeres como grupo “en general”,
y contribuye, a su vez, a la expulsión de aquellas “malas mujeres” que se resisten a que la
totalidad de su vida sea interpretada bajo el signo del daño. Esto, indica Lamas (2018), hace
que muchas feministas no puedan “visualizar el conjunto de ventajas, gratificaciones y
privilegios” que se derivan de las mismas formas en las que esta sociedad patriarcal ha
entendido el lugar inapelable de ciertas mujeres. Al concebir a la sociedad como un campo
hostil basado en víctimas y victimarios, el feminismo de la dominación propondrá un enfoque
proteccionista y sancionador que buscará salvaguardar a las mujeres de la violencia de los
hombres y de todos esos sujetos “otros” (especialmente las personas trans), a través de la
introducción de nuevos agravantes penales y pedidos de criminalización. Los grados de
simplificación que promueven estos discursos contemporáneos sobre el acoso sexual en los
medios de comunicación, en los movimientos políticos y en la academia, pero
particularmente, en las redes sociales, harán que toda presencia o acción que se perciba por
fuera de ciertos marcos de control o transparencia social, inmediatamente despierte la
sospecha y el pánico de las personas, haciendo crecer nuevos cercos preventivos,
subjetividades securitistas y punitivas bajo el nombre del feminismo.
Es así como podemos ver que, al interior de contextos caracterizados por la
generalización de la ansiedad neoliberal sobre los cuerpos, su inherente fragilidad o su
capacidad potencial de producir daño, estos estigmas preventivos sobre la identidad de los
victimarios y estos mecanismos horizontales de vigilancia no son desplazamientos neutros o
derrames accidentales de la razón punitiva, sino que se han constituido lentamente en la
norma silenciosa de un lenguaje común, tanto jurídico como cultural, a través de la
insistencia simbólica de dispositivos visuales de racialización, sexualización, generización y
estratificación de clase que profundizan en la desigualdad de los sujetos. Estas imágenes de
alteridad elaboran los guiones de aquello socialmente caracterizado como “tendencia
problemática”, para suscitar, incluso bajo el amparo de la justicia social y la política
transformativa, protocolos de sospecha y vigilancia por portación de cuerpo, que han
demarcado una frontera entre aquello que se acepta como bueno, como socialmente
productivo, progresista en términos políticos, e incluso como humano, y aquello que se
expulsa por no adecuarse a estas condiciones de representación del nuevo deber ser moral que
imponen las culturas correctivas de la indolencia y la respetabilidad neoliberal.
En este marco, queremos introducir una crítica sobre lo que reconocemos como una
característica constitutiva de la cultura de la cancelación: su inscripción como una nueva
antropometría digital, es decir, un modo de hacer funcionar a las pantallas y las plataformas
de interacción social online como tecnologías represivas, prejuiciosas y discriminatorias que
replican con ansiedad los efectos persecutorios de estandarización criminal y estigmatización
cultural sobre quienes “producen daño”, un grupo siempre difuso, ambivalente y relacional,
pero así mismo fácilmente sistematizable, de sujetos cuyas diferencias raciales, sexogénericas
y de clase se utilizan como excusas para profundizar antagonismos morales que, de forma
inconsciente o premeditada en otros casos, buscan finalmente construir reservorios de pureza
ideológica a través de la hiperbolización de la fragilidad de aquellos sujetos preconcebidos
estratégicamente como víctimas.
A partir de los sentidos sociales que se les ha dado históricamente a algunos cuerpos,
las imágenes de inocencia y culpabilidad puestas en circulación por la cultura de la
cancelación fundan un formato de política preventiva, que se remonta de manera actualizada
a un modelo de imaginación represiva que históricamente ha instrumentalizado el dolor de
los individuos para capitalizar dicha violencia en formas de control, buscando tanto la
identificación sistemática de la diferencia problemática como también su neutralización,
“borrando del mapa” voluntariamente aquellas presencias que desbordan los cauces
admitidos para “la vida en sociedad” tal como pretenden los pactos contemporáneos entre el
poder colonial, el mercado global y la subjetividad neoliberal. Lo interesante, es que en este
sistema moral de clasificaciones y segregaciones al que apunta el modelo diagnóstico de
política preventiva de la cultura de la cancelación, el deseo represivo se expresa no sólo como
un modo explícito de confrontación con el conflicto social, individualizado en la figura de
esos otros-extraños del pacto moral autopercibido como norma, como deber ser y finalmente,
como justicia, sino también como una modalidad silenciosa de profilaxis, detección y
desactivación a priori de “los potenciales sujetos indeseables” de la vida social, amparado en
el deseo por un cuerpo colectivo sano, ordenado, funcional, y sobre todo seguro, sin marcas
ni rastros de dolencia, dentro de un paradójico escenario de agudizada precarización
económica y desigualdad social.
A continuación, nos interesa interrogar en profundidad el modo en el que operan
analógicamente estos procesos de demarcación social tanto dentro como por fuera de la
pantalla, y advertir la manera y la rápidez con la que se internalizan los motivos para
distanciarse corporalmente de aquellos que no son percibidos como humanos. Cuando las
lógicas de distinción moral definen la admisión de unos y la inviabilidad de otros a través de
redes y plataformas online como mencionamos anteriormente, la mirada del “buen” usuario
pasa a adoptar la función de árbitro dentro de cada vecindario virtual, reconociendo
activamente aquello que no puede formar parte, qué es lo que no está funcionando y sobre
todo, quién no debería tener lugar. Para eso, se invierten presupuestos deshumanizantes que
sustraen de la condición de sujeto a esos perfiles peligrosos, sentenciando con actos
acelerados de justicia express, anónima y colectiva la disciplina sobre el enemigo, ese otro
que no se ajusta productivamente a lo que debemos ser, al que no le reconocemos derecho
alguno de respuesta, en un gesto, que en palabras de Achille Mbembe (2016), nos remite a la
manera en la que se da continuidad al ideario moderno de la guerra colonial: a partir de la
deshumanización racializada del enemigo y la transformación de su ajusticiamiento en una
excepción pacífica para la continuidad del proyecto civilizatorio de lo humano.
Actualmente, frente al caos dinámico y promiscuo de la vida en común, la promesa de
un espacio seguro y de pertenencia exclusiva, que históricamente ha legitimado a unidades
sociales cerradas como los vecindarios o la familia, aparece dramáticamente romantizada en
estos escenarios digitales híper-regulados que componen la esfera de lo público. En ese
sentido, nos interesa recuperar el aporte que realiza Sara Ahmed en su libro Strange
Encounters. Embodied Others in Post-Coloniality (2000), para pensar sobre los mecanismos
con los cuales nuestra sociedad ha producido la imagen del sujeto extraño como una figura
central en la organización de una compleja multiplicidad de discursos culturales en torno al
buen vivir, entre ellos particularmente, el de la prevención del delito, la supervisión
migratoria, la seguridad personal en los barrios, pero también el de la sospechosa inclusión
multiculturalista de las diferencias como modos paralelos de control y administración de su
significación global.
Siguiendo la lectura de Ahmed, el extraño aparece como una figura necesaria en el
mapa imaginario de la coexistencia para construir por oposición “lo que tenemos en común”,
la reafirmación de un “nosotros” humano. La demarcación de los extraños es central a la
constitución del sujeto, por ejemplo, del vecino que “sabe” quiénes son “los suyos”, del
usuario que delimita su campo de amigos o que se asegura de moderar cada contenido que
entra en su red; sin embargo, la autora subraya que la producción de la figura liminal del
“extraño” no lo sitúa como un desconocido absoluto, sino que, por el contrario, apela a una
lógica de sobrerrepresentación que permite detectarlo y protocolizar adecuadamente su
presencia en el espacio común. Pero, entonces, ¿cómo reconocemos a un extraño? Para
Ahmed, esta pregunta reproduce la idea de que un extraño es alguien a quien fallamos en
reconocer, una categoría que aplicamos a aquellas personas que no sabemos quiénes son, de
dónde han venido, de qué hablan o qué hacen cerca nuestro. Por su parte, la autora considera
que la figura del extraño, por el contrario, es una figura familiar, cercana y común. El extraño
no es ese sujeto al que todavía no le hemos podido asignar un sentido, sino que, en todo caso,
es un sujeto que ya hemos visto de alguna manera, un cuerpo que ya ha sido previamente
sistematizado como tal, un modo de inteligibilidad social de los cuerpos preconcebido al que
nosotros suscribimos a través de la complicidad silenciosa de nuestro consenso acrítico.
En esa dirección, Ahmed sostiene que el extraño es una clase especial de “otro” que
encaja en el mapa cognitivo, moral o estético del mundo al ser identificado como aquello que
no pertenece al sistema legitimado del “aquí”. El discurso del extraño peligroso, para la
autora, es una tecnología de reconocimiento de aquellos cuerpos que simbolizan, encarnan o
acercan la amenaza de lo impuro o lo contaminante, lo que puede arruinar un espacio,
desordenar el consenso o sembrar incertidumbre allí donde se garantiza el orden, que parte
necesariamente de una política de visualización – un modo de ver o ser vistos, pero también
de ser imaginados- donde la diferencia sexogenérica, de clase y racial se constituye en la
justificación que diseña los márgenes de inclusión y exclusión no sólo de un espacio o una
cultura, sino también de cómo se piensa la vida en común. El modo particular a través del
cual este reconocimiento de lo extraño sucede implica a una pasión cargada de una paranoica
ansiedad preventiva, la sospecha: una sensación desordenada de anticipación que proyecta
exigencias de transparencia y confesión sobre aquellos cuerpos potencialmente
problemáticos, de contornos ambiguos o de voluntades opacas, que parte de una desposesión
esencial de inocencia y la reemplaza por una forma ontológica de deuda en la que estos
cuerpos otros siempre se encuentran en la obligación de dar explicaciones, presentar pruebas
y remediar con culpa la ingobernable alteridad de su diferencia convertida automáticamente
en un miedo cultural.
Determinar qué cuerpo es extraño, remarca, refuerza y solidifica los
condicionamientos productivos que precodificadamente instituyen la orientación de dicho
proceso, por tanto, puede ser entendido, según Ahmed, como modo de endurecer los límites.
Este endurecimiento es un mecanismo a través del cual se intensifican las economías de
vulnerabilidad: tanto las de aquellos cuerpos que se identifican en peligro ante la presencia
amenazadora de lo otro-extraño, como aquellos cuerpos que son culturalmente entendidos
como tales, no importa lo que hagan, lo que digan, o a donde vayan, dado que siempre, su
diferencia, su proximidad a lo diferente, o su exceso de autonomía, los volverá inadecuados,
es decir, un problema, un peligro a erradicar, prevenir y desterrar.
Para Ahmed, la figura del extraño, como dijimos anteriormente, no sólo es un
producto de las economías de exclusión sino también de las fantasías de inclusión para el
sistema de representación-extracción del multiculturalismo. Es decir, no sólo se sirven de la
esencialización de esta figura aquellos discursos punitivos que nos alarman del “peligro de
los extraños”, sino también los discursos etnográficos a través de los cuales los extraños se
transforman en objeto de conocimiento para el complejo académico; las industrias
multiculturales que invitan al consumidor a convertirse performáticamente en el extraño a
través del consumo descontextualizado de productos asociados a su origen otro; pero también
los discursos progresistas centrados en la protección victimizante y el consumo fetichista de
esos buenos otros, cuya vulnerabilidad se vuelve condición de posibilidad para la continuidad
de formas históricas de concentración del poder.
La bidimensionalidad de los intercambios, los usos absolutistas de los marcadores
identitarios y la aspiración autoritaria a la posesión de una verdad respetable son todas
características de la cultura de la cancelación, como sistema de interacción virtual en donde la
legitimidad del usuario (la víctima potencial) y la inviabilidad de la persona cancelada (el
extraño) son dos posiciones adquiridas, cuya autoridad transitiva, producida a partir de un
tipo de fragmentación meritocrática entre los sujetos, oblitera cualquier posibilidad de
transformación y oculta la historia temporal de nuestros aprendizajes, sin dejarnos
comprender cómo nosotros también fuimos otros, extraños o diferentes de quien somos
ahora, mientras que nos obliga a desear la mismidad como un horizonte de seguridad
personal. Así es como la política de la cultura de la cancelación concibe toda forma de
conflicto y resolución: a través de un modelo estandarizado de transparencia comunicacional,
cuyos orígenes se remontan al imperativo racional del proyecto moderno colonial, que
postula por encima de todo la fragilidad performativa de lo “propio”, lo “bueno” o lo
“nuestro” como aquello que debe protegerse, por encima de la propensión ominosa de “lo
ajeno”, su perversa proximidad o su agenda oculta.
Para nosotros, recuperar lecturas críticas sobre la conflictiva historia de figuras como
la de la víctima y el extraño, nos permite desarmar la extorsión afectiva que envuelve la
condición naturalizada de su productividad social, pero particularmente, nos acerca hacia una
reflexión compleja sobre cómo movimientos sociales, asociados tanto a la erradicación de
toda forma de discriminación, abuso y violencia como a la producción colectiva de justicia,
pueden terminar no sólo reproduciendo, sino tambien actualizando, los modos en que el
poder punitivo históricamente ha posicionado a la identidad como un principio de orden y
valor para regular la vida productiva de los cuerpos y sus relaciones. En este sentido, no es
nuestra intención desacreditar en sí las estrategias que han sido denominadas por las
industrias culturales y los medios de comunicación como “cultura de la cancelación”, si no
dar cuenta de cómo las economías afectivas que ésta implica hacen proliferar, por un lado, un
estado anímico de permanente alarma ante la posibilidad de “infringir” los límites de la
corrección moral que se impone sobre los comportamientos sociales, al instituir la
desagenciación victimizante como un mecanismo de inteligibilidad de los sujetos, y por otro,
cómo ésta reproduce, voluntaria e involuntariamente, economías estigmatizantes y formas de
criminalización anticipatoria sobre cuerpos que históricamente han sido explotados
productivamente a partir de su abyección sistémica.
Por esta razón, hablamos de la cultura de la cancelación como una práctica de
securitismo sexo-racializado, en tanto vemos que la popularización de sus usos acríticos,
además de instalar un autoritarismo social que no admite la presencia del error, la desmesura,
la confusión, y en particular, el aprendizaje, promueve pautas de mérito productivo y
decencia moral que extienden formas de control paranoico sobre la presencia conflictiva de la
diferencia, cuyos efectos ansiosos se traducen en la ampliación de los históricamente
definidos cuerpos del delito. Si bien reconocemos la importancia social y la oportunidad
política que existe en prácticas colectivas de señalamiento crítico, que determinada su
urgencia o necesidad puedan devenir en formas expresas de boicot o desfinanciación, el
derrame individualizante y la correspondiente interiorización molecular de estos mecanismos
de imaginación del conflicto y la justicia, terminan promoviendo un principio cívico
neoconservador que enmascara su potencia destructiva del lazo social detrás de un imperativo
por administrar de forma transparente las complejas relaciones entre privilegios, desacuerdos
y violencia.

Giro antipunitivo, desmoralización política y justicia transformativa

Hasta el momento hemos considerado cómo, en los últimos años, la emergente cultura
de la cancelación, con sus intrincadas lógicas de meta vigilancia y auto-monitoreo discursivo
en redes, ha afectado profundamente las formas políticas de habitar los intercambios sociales,
la acción crítica, la experiencia comunitaria, la noción de justicia, y las ha trasladado a un
espacio profundamente personal y fuertemente competitivo, a una economía de valor sobre
los sujetos que continuamente instrumentaliza las relaciones, a partir del costo y el beneficio
que éstas posean para la posición simbólica del usuario. El sentido insurgente y
profundamente erótico que tenía la fuerza de estar juntos para comunidades históricamente
comprometidas con la lucha y la liberación antirrepresiva ha sido traducido a través del cristal
frío y eternamente encendido de la pantalla a un estado privado de terror profundo, confusión
e inseguridad que atraviesa a los sujetos. Resultan tan intensas las presiones en la
subjetividad generadas por un sistema de interacción online en donde la posición del sujeto
está siendo sometida a permanentes evaluaciones tanto por usuarios anónimos como por
personas allegadas al propio círculo, que no resulta extraño, que del otro lado de la cultura de
la cancelación, emerja casi espejadamente, un fenómeno proporcionalmente conflictivo: las
alianzas performativas o performative wokeness (despertar performativo). ¿Quiénes reciben
estas denominaciones? Los así llamados “falsos aliados”, “los especuladores”, básicamente,
aquellas personas sospechadas de ser “simuladores” ideológicos que toman posición pública,
ocupan la palabra y producen “contenido” activista online, perseguidos por el imperativo de
ser reconocidos visiblemente por fuera del conflicto de turno, con tal de no ser cancelados. Si
bien woke es una palabra que las comunidades negras han utilizado para reconocer, honrar y
agradecer el trabajo de aquellas personas esclarecedoras, despiertas y activas en el
desmantelamiento de la discriminación y la opresión racial, la apropiación de este término,
así como el de cancelación, ha desplazado su sentido y, en su popularización mediática, que
tambien podríamos llamar blanqueamiento, ha perdido la especificidad de su origen para dar
lugar a consumos frágiles, competencias morales y nuevas formas de vigilancia en las vidas
públicas online que buscan reconocer, jerarquizar, vigilar y administrar la credibilidad de la
conciencia crítica de los otros que mediáticamente toman, o no, posiciones públicas en
relación a los conflictos sociales urgentes. La privación del error, la demanda de control sobre
las palabras, la persecución de lo correcto y la homogeneización de cómo se puede expresar
un deseo de transformación social vuelve cada vez más inhóspitas las posibilidades de
reunión, intercambio, reconocimiento mutuo y aprendizaje a partir de la escucha, el respeto y
la solidaridad ética ante la diferencia.
En su texto “I’m a Black Feminist. I think call-out culture is toxic” (2019), Loretta
Ross describe que la cultura del escrache y la cancelación comparten una dimensión libidinal
que es constitutiva de su éxito: su poder de seducción y su inmediata influencia. Frente a la
necesidad de tomar posición ante todo, las culturas activistas online proveen una ilusión
eficaz y acelerada de justicia, que sólo ocurre en el plano de las interacciones públicas en
plataformas virtuales de comunicación. La autora describe este fenómeno como
“clicktivismo” que, mayoritariamente, funciona como un resorte para que las personas
puedan ejercer desde el anonimato formas de castigo amparados por un supuesto deseo de
transformación social.
Ante semejante trampa, la autora se pregunta cómo evitar la individualización de las
opresiones que presupone el apego de una política de la denuncia centrada únicamente en la
seguridad de la identidad, y cómo dejar de usar los espacios de organización colectiva en
sesiones terapéuticas donde se reelaboran acríticamente las resonancias de nuestras
experiencias traumáticas y nuestras limitaciones personales a partir de los remanentes
conflictivos de nuestras interacciones humanas. Desindividualizar las opresiones y traspasar
la limitación que impone la rigidez de estos nuevos estándares de conciencia política de la
mentada cultura de la cancelación, asume la autora, pueden abrirnos a la posibilidad de otras
formas de trabajo social y nuevos caminos aún por descubrir en torno a lo que denomina
justicia transformativa, donde relacionarnos con el conflicto parte de la escucha ética tanto de
la persona que ha atravesado una situación problemática, como de quien ha promovido el
problema, dado que, desde su punto de vista, reclamar por la humanidad de las personas que
han cometido errores, o que han demostrado falencias, no sólo es hacernos responsables por
otros, sin justificar el abuso, sino también, es una herramienta a través de la cual podemos
evitar la instrumentalización del sufrimiento que nos aleja de una construcción social del
alivio.
Como señala el manifiesto escrito por el colectivo Generation FIVE (2007), el
encuadre político de la justicia transformativa apela a desarmar aquellos jerarquías morales
extorsivas que plantean una dicotomía excluyente entre la justicia individual y la liberación
colectiva, formulando en su lugar un paradigma que opera “tanto como una práctica política
de liberación como un abordaje para garantizar justicia”. Este modelo se ha inspirado en un
conjunto de prácticas comunitarias basadas en la creación de redes, formas de acceso,
experiencias de reparación colectiva y políticas de reducción de daños, a través de las cuales
colectivos directamente criminalizados por los órganos securitistas de este sistema, como
personas indígenas, negras, migrantes, pobres, usuarios de sustancias, personas con
discapacidades, trabajadoras sexuales, personas queer y trans, asumen el trabajo de pensar y
transformar la violencia.
En esta misma dirección, Mia Mingus (2019) plantea que “la violencia no ocurre en
un vacío”, por eso la justicia transformativa, como contraparte, opera conectando los
incidentes violentos con las condiciones que los crean y los perpetúan, no sólo
posibilitándonos intervenir en un presente, sino garantizando que aquella violencia no vuelva
ocurrir. Por otra parte, la autora oportunamente señala que si bien la justicia transformativa se
basa en la agencia comunitaria, es necesario no idealizar sus lenguajes expresivos, dado que
muchas veces sus motivos, sus mecanismos y sus llamados de agencia, como lo es en el caso
de la cultura de la cancelación, pueden ser extremadamente dañinos y emocionalmente
devastadores debido a las pérdidas y fracturas vinculares que éstos pueden llegar a implicar.
Una observación importante, dado que no se trata de reemplazar un modelo punitivo estatal
por uno comunitario de forma acrítica, sino crear marcos colectivos de reelaboración y
trabajo social sobre el daño a partir de la “presencia de aquellos valores, prácticas, relaciones
y mundos que deseamos”. Esto no implica excusar formas de violencia o desresponsabilizar a
sus agentes, sino que supone comprender el contexto en el que el daño y la violencia ocurren,
para responder materializando de forma diferencial este nuevo horizonte de justicia que
piensa la transformación de las condiciones de vida por fuera de la reducción punitiva de las
personas a una marca criminal, sin historia ni contexto.
En esta misma dirección, la profusa serie de aportes teórico-prácticos, elaborados al
calor de la organización de movimientos activistas feministas, queer y trans abolicionistas del
complejo industrial carcelario, también nos puede ayudar a pensar cómo abordar la violencia
sistémica, a partir de horizontes políticos que no se estructuren en un modelo selectivo de
inclusión/exclusión, sino en uno de cooperación y liberación horizontal que contemple la
necesidad de la diferencia, a partir de una noción de justicia que no se sirva del mecanismo
punitivo del castigo, la privación y la estigmatización, sino que activamente se centre en ejes
como la descriminalización, la distribución, la autonomía y la reparación de las comunidades.
Frente a aquel paradigma individual de competencia y escasez (de dinero, tiempo, atención,
trabajo) molecularizado bajo el capitalismo, algunos activistas de estos movimientos, como
Dean Spade, han reivindicado el principio ético de la ayuda mutua como un modo de
recuperar la dimensión social, procesual y empírica de la política, desplazando la idea de
rivalidad por la de cooperación entre personas, a partir de una serie de actos espontáneos de
sostenimiento recíproco frente a la adversidad producida o profundizada por el propio sistema
(2020).
En una época de tecnificada clausura individual, nociones como la ayuda mutua
propuesta por este autor, permiten abrir un horizonte colectivo para pensar el acceso, la
humanidad y la abundancia sin condiciones ni jerarquías. En lugar de una moral de lo político
basada en el señalamiento diferencial de personas e identidades, la ayuda mutua nos
aproxima hacia una ética práctica basada en el encuentro colectivo y la colaboración para
facilitar las necesidades elementales de supervivencia (acceso a la salud, al techo, defensa
contra el desalojo, redes de seguridad, obtención de garantías sociales), una puesta en común
que a su vez genera las bases para un análisis y un entendimiento compartido sobre las
razones sistémicas que estructuraron las condiciones de precariedad, violencia y desigualdad
en primer lugar. Sostenida a través de diferentes épocas, la ayuda mutua ha formado parte de
una compleja tradición política elaborada en la primera línea de muchas de las comunidades
afectadas a lo largo de distintos ciclos del expolio colonial y capitalista.
En tiempos donde la idea de lo “político” promovida, especialmente, por la cultura de
la cancelación, consiste en el juego moralista de construcción de personalidades dignificadas
y en la captura de la forma más novedosa y actualizada de “verdad”, los modelos de
resolución de conflictos y los complejos abordajes de la diferencia constitutiva entre las
personas, deben ayudarnos a desarmar desde adentro las escala de méritos y estigmas que
llevamos internalizadas por vía de la capilarización de la lógica punitiva (Daich y Varela,
2020), anteponiendo el encuentro y la humanización con aquella experiencia que no es la
propia como motor para articular de forma multidimensional modos de conciencia colectiva y
estrategias de acción. Sin aquella conexión diagonal generada entre personas y colectivos,
nos quedamos, como también observa Dean Spade, con una arena política disgregada, donde
cada quien se encuentra trabajando en sus propias cuestiones, socavándose los unos a los
otros en una carrera por atención mediática y financiamiento internacional. Algo que resulta
propicio para el tipo de racionalidad política que promueve el capitalismo actual, en donde
“los problemas sociales que provienen de la explotación y la mala distribución de recursos
son comprendidos como fracasos morales individuales”.
Al definir como “irrecuperables” a las personas que se encuentran por fuera de los
“tropos culturales de inocencia y mérito”, la cultura de la cancelación normaliza en nuestros
círculos políticos la noción que el descarte y el desamparo son un destino razonable para
ciertas vidas disfuncionale. En una dirección opuesta, las experiencias colectivas de
solidaridad, participación y concientización producidas por los sistemas de ayuda mutua
requieren no sujetarse a ningún tipo de regulación moral o condición identitaria: en ese
sentido, como dice Spade, “obtener ayuda en un espacio que concibe como problema a los
sistemas y no a la gente que sufre en ellos, puede contribuir a que las personas puedan
desplazarse de la vergüenza a la rabia y a la oposición” (2020).
La idea de justicia promovida por la cultura de la cancelación impone una idea de
“responsabilidad” sobre los acusados basada en que éstos depongan culposamente su propia
autonomía (y humanidad) dentro de los espacios virtuales, sometiéndose de este modo al
escrutinio público guionado por el apasionado sentimiento de la sospecha permanente, la
exigencia moral de conciencias políticas organizadas bajo el imperativo productivo de la
prevención y el fetichismo multicultural del progresismo fragilizante, haciendo que nada de
lo que los sujetos puedan decir sobre sí mismos, y sus errores, sea legítimo o plausible de ser
remendado. Estas economías de endurecimiento emocional y rectitud subjetiva que
estructuran la dimensión cultural del actual giro punitivo que este trabajo se propuso
subrayar, fundan la dinámica inmunológica (Cano, 2020) del punitivismo progresista,
fenómeno en el que podemos inscribir a la cultura de la cancelación, y por el cual se entiende
a aquellas formas de justicia que replican acríticamente la ilusión de que es posible revertir la
maquinaria punitiva existente y conducirla hacia “los poderosos”, formas enfocadas en la
promesa cruel de la identidad y la seguridad performática de las políticas de grupo como
recursos epistemológicos para identificar abusadores, elevar sentencias y producir víctimas,
empleando siempre el castigo como el catalizador ejemplar del cambio social (Aviram,
2019).
A pesar de ser testigos de formas cada vez más inteligentes de reterritorialización e
interiorización inconsciente de estos deseos de control, nos resulta igualmente importante
prestar atención a los modos en que ocurren ciertas críticas hacia estas formas de
reproducción del poder totalizante del punitivismo. En primer lugar, porque es importante
para nosotros discontinuar el modo en que la crítica político-cultural enmarca sus objetivos a
partir de una nueva polarización proporcionalmente moral que intenta desactivar las
estrategias históricas de boicot, desfinanciación y señalamiento público, generalizando y
unidimensionalizando su genealogía de origen, al reducirlas precodificamente bajo el adjetivo
“punitivista” que lentamente pasa a ser un sinónimo instrumentalizado para referir a modos
de censura e imaginación política de carácter conservador, desde los cuales, sujetos
históricamente privilegiados vuelven a organizar modos invisibles, silenciosos de extensión
de su impunidad, violencia, abuso y maltrato, o también, desde los cuales, estos mismos
sujetos, instan extorsivamente a corregir el curso de las pasiones políticas bajo la temperatura
de la pacificación neoliberal, la higienización de la blanquitud y la comodidad de los
privilegios heteropatriarcales. Y por otro lado, porque también observamos la rentabilidad
sensacionalista que se produce a escala global sobre la representación de los extendidos
efectos negativos de la cultura de la cancelación, que alimenta en proporciones igualmente
tóxicas las maquinarias de la opinión, la descartabilidad y la supremacía moral.
En ese sentido, nos interesa concentrarnos en la dimensión más compleja que la
crítica urgente a la cultura de la cancelación nos ofrece: el arduo e indeterminado trabajo por
acercarnos a una definición pragmática de lo que puede ser llamado contraproductivamente
un giro antipunitivo. Cuando ésta se transforma en una crítica excesivamente racionalista que
condena la híper-sensibilidad en otros y se burla de la vulnerabilidad ajena para esconder los
propios miedos a estar equivocado, no queda exento de volverse una traducción enmascarada
de nuevas formas de misoginia, homofobia, arrogancia intelectual y principios androcéntricos
coloniales de verdades morales blindadas que operan contra la contingencia que funda la
precaria experiencia humana en su encuentro con los otros. Cuando el foco del
antipunitivismo está puesto en la necesidad de la libertad de expresión y no en la necesidad
transformadora de la escucha comunitaria vuelve a replicar aquella imagen liberal de “la
iluminación intelectual privada” de unos pocos vs. “la barbarie emocional de las
comunidades”. De hecho, la diferencia y la contradicción no son “obstáculos a superar” por
vía de la moral o los consensos normalizantes de turno. Es con este reconocimiento que el
pensamiento crítico puede transformarse en una parte integrada de nuestra sensibilidad, y no
en una voz autoritaria que nos disciplina, persigue o castiga con soledad.
En este sentido, urge detenerse y volver a pensar, todo lo que hemos podido aprender,
cambiar, reelaborar a lo largo de nuestras vidas, todos los lugares de los que nos fuimos, las
cosas que hemos encontrado, y la complejidad que llevan esos procesos. ¿Queremos seguir
manteniendo abierto el acceso a esa posibilidad de aprendizaje y cambio? Sí, porque en esa
posibilidad reside la esperanza misma de un futuro. Esto en absoluto quiere decir que el
horizonte deba pasar necesariamente por el perdón y la conciliación. No se trata de caer en
una ingenuidad divina que nos haga sentir mejores versiones deconstruidas de nuestras
individualidades. El antipunitivismo, creemos, no pasa aquí por conquistar la razón y
exhibirla en un pedestal, por ver quién la acumula más, quién tiene la última palabra, quien
denuncia de mejor manera, qué causas son más importantes. El antipunitivismo que
imaginamos es una pregunta por cómo recibir una crítica, cómo escuchar el dolor, cómo
hacer cuerpo el conflicto, cómo proceder a partir de quiénes somos, de lo que hemos sido, del
deseo de mover, de cambiar, de cómo producir ese cambio y cómo hacer de ese cambio una
experiencia accesible. No hay muchas certezas en ese camino. Pero sin dudas, no hay manera
de hacerlo prohibiéndonos de la diferencia o el conflicto, y menos aún, si lo hacemos
exigiéndonos una perfección que sólo existe en el reflejo engañoso de nuestras pantallas e
interacciones virtuales.

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Autores

Nicolás Cuello, es profesor de Historia de las Artes por la Universidad Nacional de la Plata.
Allí mismo cursó la Maestría en Estética y Teoría de las Artes. Actualmente se desempeña
como Becario Doctoral del CONICET y como docente en la Universidad Nacional de las
Artes. Es miembro asesor del Programa de Memorias Políticas Feministas y Sexogenéricas
del Cedinci/Unsam. Sus investigaciones se centran en la intersección de prácticas artísticas,
políticas sexuales, representaciones críticas de las emociones y culturas gráficas alternativas
desde la posdictadura hasta la actualidad.

Lucas Morgan Disalvo, es Licenciado en Artes Audiovisuales y docente en la Facultad de


Artes de la Universidad Nacional de La Plata, donde actualmente se desempeña como
Becario Doctoral. Sus intereses teóricos incluyen el cruce entre prácticas artísticas y políticas
sexuales, estudios sobre pornografía, culturas fandom, espectatoriales perversas y prácticas
textuales transformativas.

En conjunto, además de haber realizado numerosas traducciones de textos que recuperan las
perspectivas del abolicionismo penal, la historia antirrepresiva de los activismos pro-sexo,
argumentos contra la legislación por crímenes de odio y los aportes de los movimientos
queer/trans para pensar la resolución de conflictos comunitarios, han compilado el libro
Críticas sexuales a la razón punitiva. Insumos para seguir imaginando una vida junt*s
(Ediciones Precarias y Tren en Movimiento, 2018).

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