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La educación de las emociones

en la comunidad de indagación(*)

Ann Margaret Sharp

En el presente artículo presentaré un punto de vista acerca de las emociones en


que éstas son consideradas como juicios: juicios que guían nuestras percepciones y todo
lo que resulta de importancia en nuestra experiencia cotidiana. A partir de ello
retornaré sobre la idea de transformar las aulas tradicionales en comunidades de
indagación como uno de los medios a través de los cuales se pueden investigar las
creencias sobre las que reposan nuestras emociones y juicios.

Las emociones como juicios y percepciones

Es común hablar de las emociones como interferencias, inoportunas y


perturbadoras, del buen juicio. Tendemos a asociarlas con irracionalidad, con algo que
nos abruma. “Hablamos de que nuestros juicios han sido perturbados, deformados,
exagerados, avivados o empañados por la emoción, y de que las personas están […]
emocionalmente perturbadas, alteradas, enredadas, excitadas o exhaustas” (Peters,

(*)
Publicado en el libro de Carlos Miguel Gómez y Víctor A. Rojas (Coords.): Filosofía para niños. Ideas
fundamentales y perspectivas sociales, Bogotá, Corporación Universitaria Minuto de Dios, 2007, pp. 55-66.
Una versión reducida del presente texto fue publicada en la Revista Internacional Magisterio, Bogotá, Nº
21, Junio-Julio 2006, pp. 28-33.

La traducción, tanto del texto de la revista como de la versión aparecida en el libro arriba citado (que
incluye la versión completa del texto enviado por la autora al traductor), es de Diego Antonio Pineda R.,
Profesor Asociado Facultad de Filosofía Pontificia Universidad Javeriana. No se puede reproducir por
ningún motivo sin autorización, por escrito, de la autora y del traductor.

La autora, Ann Margarte Sharp, además de autora de múltiples textos sobre “Filosofía para niños”, y
pionera, junto con Lipman, del trabajo filosófico con los niños a nivel mundial, es, desde hace muchos años,
Directora de los Estudios de Postgrado del Institute for the Advancement of Philosophy for Children, en
Montclair State University, Montclair, New Jersey, U.S.A.

Este material está protegido por las leyes de derechos de autor. Dicha ley permite hacer uso de él
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fines de más amplia difusión (libros, revistas, manuales universitarios, etc.) debe hacerse con
autorización, por escrito, de los titulares de los derechos correspondientes.
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1972, pp. 79-80). Sin embargo, y aunque las emociones han sido tradicionalmente
pensadas como distractoras del buen pensamiento, como artimañas que nos extravían de
una toma de decisiones que sea razonable, algunos filósofos contemporáneos ven las
emociones como conceptualmente vinculadas con el buen pensamiento. Los filósofos que
suscriben el punto de vista de que las emociones son juicios (De Sousa, Solomon y
Nussbaum entre otros) argumentan absolutamente lo contrario: que cada emoción
implica una valoración cognitiva, que esas valoraciones son las características centrales
de las diversas emociones y que, por tanto, las emociones son un tipo de actividad
cognitiva.
Estar enojado implica hacer un juicio: el de que alguien ha hecho algo incorrecto;
estar alegre es juzgar que algo benéfico nos ha ocurrido. Dado que la emoción está
inextricablemente vinculada con el juicio, “las emociones son básicamente formas de
cognición” (Peters, p. 77). De ello se sigue que las emociones no deberían ser
despreciadas cuando se trata de hacer una buena indagación. Hay, por supuesto, una
diferencia significativa si yo respondo a la selección de un alumno para una posición de
liderazgo con molestia, tristeza o benevolencia. Aunque, con el tiempo, la intensidad de
alguna de estas emociones pueda disminuir, tanto las acciones que emprenda de forma
inmediata como aquellas que sean fruto de una más detenida consideración girarán en
torno al modo como juzgué, en relación conmigo misma, dicha selección de mi alumno. Si
lo que juzgué o vi en ese momento se me presenta como una evidencia de mi propio
descuido o desprecio, debo sentirme molesta. Si, por otra parte, lo veo como el
resultado de mi propia vulnerabilidad, podría estar triste, pero no molesta. Por supuesto,
ambas emociones pueden coexistir. Las considerables consecuencias que se siguen de
estas profundas decisiones emocionales dependen sobre todo del modo como juzgue la
situación en relación conmigo misma: de qué aspectos tienda a seleccionar para fijarme
en ellos, de en qué facetas del asunto me concentre; en otras palabras, de cómo me
sienta al respecto. Hablar del modo “como siento”, o “como veo”, una determinada
situación implica que, en parte, soy yo misma la que he determinado lo que, en dicha
situación, resulta relevante para mis propios intereses. De entre toda la información que
constantemente nos abruma, somos nosotros los que decidimos, en cada instante, qué es
aquello a lo que atenderemos.
La sola lógica, por ejemplo, no puede resolver lo que debemos decidir ante el dilema
que plantea una medida que, aunque fuera popular, resultaría perjudicial para el medio
ambiente. Se trata de un asunto sobre cómo la persona “percibe” la decisión inminente.
Podría estar encantada, e incluso eufórica, ante la oportunidad de ganarse el favor de
otros por haber decidido en pro de un punto de vista que es popular, puesto que, con ello,
podría aumentar su popularidad. O, si fuera un abogado ambientalista, podría verse a sí
misma desafiada a hablar en contra de un punto de vista popular, e incluso deseosa de
ayudarles a comprender a sus semejantes de qué forma una medida tan popular
resultaría dañina para el medio ambiente. Su elección de una cierta acción
probablemente estará determinada por su decisión sobre cuál es más fuerte entre dos
emociones distintas.
Incluso la adquisición de conocimiento científico reposa sobre juicios de
importancia, pues en múltiples áreas hay muchas ocas aún indeterminadas, y es preciso
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adoptar una posición respecto de los asuntos que deben ser investigados y las reglas
inductivas que se habrán de seguir. Ninguna lógica nos ayuda a determinar qué es lo
importante, es decir, aquello a lo que debemos atender, lo que debemos considerar
prioritario o lo que debemos elegir para investigar.
Con lo anterior no se pretende negar que las emociones puedan llevar a los niños y
jóvenes a extraviarse. Podríamos, desde luego, imaginarnos a una comunidad de niños o
jóvenes que tomaran una mala decisión, dado que se han visto obnubilados o por el
entusiasmo con un proyecto mayor o por el miedo o enojo que les ha causado una amenaza
que han percibido. Con el paso de las semanas y meses, sin embargo, llegará a ser
evidente que esa decisión fue un serio error. Si se mira en retrospectiva, lo que ocurrió
estará suficientemente claro: la atmósfera de la deliberación estaba demasiado cargada;
se hicieron afirmaciones entusiastas que no fueron sometidas a una indagación
cuidadosa; nadie se preguntó por los supuestos o las posibles consecuencias de lo que se
decía; nadie planteó contraejemplos que obligaran a reexaminar las tesis propuestas. En
síntesis, al dejarse llevar por el entusiasmo, dejaron pasar por alto consideraciones
importantes. Un ejercicio de deliberación como ése es un buen ejemplo del peligro que
ofrecen las emociones cuando operan al margen, y sin control, de la razón.

La comunidad de indagación en el aula y el pensamiento cuidadoso

En un buen trabajo de indagación en comunidad debemos contar con el apoyo de


nuestras emociones para llevar a la conciencia las facetas significativas de lo que ocurre
en nuestros entornos cotidianos y para señalar su importancia. Este tipo de investigación
debe, entonces, tomar la forma de un pensamiento cuidadoso (caring thinking). Éste se
expresa a través de actividades como la apreciación, la estimación, la valoración, la
celebración, la evaluación; o la preocupación, el consuelo y el cuidado de, o la empatía y
simpatía con, otros; en tal sentido, el pensamiento cuidadoso –una fusión de
competencias tanto cognitivas como emocionales- hace que se lleven a la conciencia los
aspectos morales de la vida. Tanto Lipman como yo hemos escrito en diversas partes
sobre la importancia de cultivar el pensamiento crítico, creativo y cuidadoso en el ámbito
de una comunidad de indagación que se conforma en el aula. Quiero insistir ahora en esta
idea de pensamiento cuidadoso y la importancia que tiene para la conformación de tal
comunidad.
El pensamiento cuidadoso es el que nos hace capaces de elegir lo que creemos que
es importante en un contexto particular (ético, estético, científico, etc.), y el que
determina aquellos aspectos sobre los que nos debemos concentrar. Por ello, y de
muchas formas distintas, es este tipo de pensamiento el que determina nuestras
percepciones morales y estéticas, así como muchos otros de nuestros juicios. Es por ello
que deberíamos encontrar justificaciones para nuestras expresiones de cuidado tanto
con nosotros mismos como, si se nos exige, con las demás personas. Es a través de este
tipo de pensamiento que tendemos a enfocarnos hacia “lo otro” (las otras personas, los
objetos y la propia naturaleza: los ríos, los animales, etc.) para percibirlo “desde
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adentro” (al modo como Rodin construía sus esculturas intentando percibirlas “desde
adentro”) en orden a desarrollar una comprensión empática.
Es el pensamiento cuidadoso el encargado de cultivar en los niños y jóvenes una
“conciencia relacional”, que habrá de conducirlos a que perciban las cosas de una forma
que no sea atomística; pues el pensador cuidadoso es precisamente aquel que tiende a
enfocarse, al percibir, sobre las relaciones existentes entre las cosas. El pensamiento
cuidadoso, que tiene como resultado básico la comprensión profunda, se va forjando en
el decurso de nuestra vida perceptiva, sensitiva y emocional y nos ayuda a determinar
cómo actuar en las diversas situaciones.

La educación de las emociones en la comunidad de indagación

La educación moral ha sido por mucho tiempo sustituida por la enseñanza de las
virtudes o la formación del “carácter”, aunque en el último tiempo se le hayan añadido
algunos elementos de aquellas actividades propias del razonamiento moral al estilo
Kohlberg que aún reconocemos como valiosas. Con ello casi se ha llegado a perder la
conciencia de que la educación moral reposa sobre tres pilares básicos: el conocimiento
moral, la investigación moral y el sentimiento moral. No es suficiente con que los niños y
jóvenes conozcan las reglas y normas, y las expectativas que los adultos tienen sobre
ellos. Tampoco lo es que aprendan a combinar eso con la confrontación, mediante un
ejercicio de razonamiento riguroso, con los llamados “conflictos de valores” que se
presentan en su vida cotidiana. También las emociones morales necesitan ser
examinadas, puesto que ni el razonamiento ni la acción moral trabajan aisladas de ellas.
En la experiencia moral, una falla en el plano de la emoción implica, casi de forma
inevitable, una falla en el modo de “ver” la faceta moral de la realidad. Intentar cimentar
la educación moral exclusivamente sobre el conocimiento o el razonamiento es, de forma
bastante obvia, perder el rumbo. La adecuada percepción de las situaciones morales es
una cuestión tanto emocional como cognitiva, y constituye una de las instancias básicas
del pensamiento cuidadoso.
Es desilusionante darse cuenta de que todo aquel movimiento para el desarrollo de
la “inteligencia emocional” en las escuelas, en vez de promover una rica fusión entre la
experiencia cognitiva y la emocional, ha estado más interesado en el control de las
emociones. Si uno estudia La inteligencia emocional, el libro de Daniel Goleman, no deja
de notar que su tema dominante es el del dominio (management) de las emociones. Desde
un enfoque como ése se pierden de vista objetivos educativos tan importantes como la
identificación de las emociones, el aprendizaje sobre cómo justificar las emociones
tanto para uno mismo como para los demás, el dar una expresión personal a las emociones
por medio del pensamiento cuidadoso, la conexión de la comprensión emocional con las
diversas disciplinas académicas, o la indagación en torno a la importancia filosófica de
emociones como la compasión, la indignación, la tristeza, la desesperación o el amor, y el
lugar que éstas tienen en la construcción de una perspectiva de mundo coherente.
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Cuando los niños llegan a la escuela ya son personas, es decir, seres que pueden
pensar y sentir. Algunos traen ya un repertorio de habilidades cognitivas ganadas en el
ámbito de la familia; otros emociones positivas hacia el mundo de los otros, como
resultado de un sentido de confianza adquirido en el hogar. Hay, sin embargo, otros que
llegan con habilidades cognitivas poco desarrolladas y con un caudal de emociones que
sugiere que han desarrollado una cierta desconfianza hacia el mundo que los rodea. Es a
partir de un grupo así, heterogéneo, que tiene uno que proponerse crear una comunidad
de indagación en el aula, es decir, un grupo de personas que están deseosas de deliberar
juntas acerca de asuntos que les resultan de importancia, de construir los unos sobre las
ideas de los otros, de ayudarse entre sí a detectar supuestos y anticipar consecuencias,
al tiempo que se van identificando con lo que se hace en el grupo, aprendiendo y
practicando el arte de la autorreflexión y aprendiendo también cómo poner su propio ego
en perspectiva. Todas estas características suponen un dominio gradual de las
habilidades propias del pensamiento crítico, creativo y cuidadoso.
Quiero ofrecer a continuación lo que, según creo, y además de la práctica
permanente en el pensamiento crítico y creativo, debería ofrecer a los niños y jóvenes la
comunidad de indagación en el aula en orden a la educación de sus emociones. Tal
comunidad debería proporcionarle a los niños y jóvenes la oportunidad para:

(1) Identificar sus propias emociones

Supongamos que estamos experimentando cierta sensación (por ejemplo, un dolor


de estómago), pero que, sin embargo, no podemos encontrar la palabra adecuada para esa
sensación, y las que nos han venido a la mente (por ejemplo, celos o envidia) nos parecen
totalmente inadecuadas. En cierto sentido, podemos decir que no podemos reflexionar
claramente sobre lo que nos está ocurriendo. Ello se debe a que, así como hay un
vocabulario específico que nos permite identificar lo que ocurre en la vida cognitiva, así
también hay un vocabulario propio de la vida emotiva. Este vocabulario emotivo es algo
que, de una u otra manera, los niños y jóvenes deberían dominar. En esto el mundo de la
literatura puede prestar una inmensa ayuda si los maestros y sus alumnos prestan
atención a las características o rasgos emocionales presentes en los textos literarios.
Como se ha indicado con mucha frecuencia, la experiencia de las emociones más
complejas no resulta posible sin el lenguaje adecuado. A este respecto, señala Nussbaum
que la función de la literatura no es sólo la de expresar nuestra experiencia emocional,
sino también la de ampliarla proveyéndole un lenguaje.
Los niños y jóvenes, por supuesto, necesitan bastante ayuda para desarrollar esta
habilidad para identificar sus propias emociones. Sin embargo, hay cosas que se pueden
hacer. Por ejemplo, cuando están examinando y discutiendo una historia, pueden
aprender a poner atención en el lenguaje que se utiliza para describir las emociones de
los personajes; y pueden también estimularse entre sí para identificar los sustantivos,
verbos y adjetivos que identifican emociones. Al asumir el rol de provocador y
facilitador, el profesor puede ayudarle a sus estudiantes a refinar su comprensión de los
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matices, y a darse cuenta de las diferencias que existen entre, por ejemplo, estar bravo
con un amigo y estar desilusionado con él, o entre estar triste y estar deprimido, o entre
sentirse alegre y estar entusiasmado.

(2) Ayudarle a los niños y jóvenes a encontrar un procedimiento por medio del cual
justificar sus emociones

Si un niño o joven está enojado, podría o no podría tener una buena razón para ello;
y, si está triste, también podría tener o no tener una buena razón para ello. Los niños y
jóvenes deberían ser estimulados para que exploraran las razones que sirven de soporte
a sus emociones. Si las razones no se consideran suficientemente fuertes o relevantes,
deberían ser estimulados a reflexionar sobre la razonabilidad de una determinada
emoción en un contexto dado. Este proceso de autocorrección, basado en una
comprensión amplia de la situación, podría tomar la forma de sustituir una emoción por
otra, o por aprender a organizar las propias emociones en orden a usarlas de un modo
que sea más constructivo que destructivo. Así, por ejemplo, una competitividad fuerte
podría dañar las relaciones que uno tiene con otras personas, o podría, también,
transformarse en el deseo de perfeccionar la propia práctica, como ocurre cuando se
participa en un concurso de violinistas.

(3) Investigar las creencias en que están basadas las propias emociones

Si un niño o joven está enojado, podría ser porque cree que un amigo suyo lo ha
traicionado. Si se da cuenta de que no es así, es probable que le pase el enojo. Al igual
que los adultos, los niños y jóvenes tienen y expresan emociones que están relacionadas
con sus creencias. Están felices cuando creen que algo bueno va a ocurrirles, y tristes
cuando creen que van a ser castigados. A menudo, sin embargo, descubrimos que
nuestras creencias subyacentes son miopes o incorrectas. El papel de la investigación
comunitaria es el de examinar las creencias en un ambiente seguro. La investigación
compartida puede ayudar no sólo a descubrir otras perspectivas, sino también, y al
mismo tiempo, a ver qué es lo que ha quedado mal construido en nuestra comprensión de
la situación. Supongamos, por ejemplo, que un niño se siente triste durante varios días, y
luego nos cuenta que se siente infeliz porque otro niño, amigo suyo, tiene más juguetes
que él. Mediante un pequeño proceso de investigación se podría examinar con él, por
medio de preguntas muy sencillas, por qué cree que (a) más juguetes lo harían feliz, (b)
si su personalidad, y sus amistades, están de algún modo relacionadas con el número de
juguetes que posee, y (c) si hay muchas otras actividades en las que se podría
comprometer y en la cual no fueran necesarios esos juguetes. En síntesis, su tristeza
podría estar basada en una creencia errónea.
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(4) Construir con base en la curiosidad de los niños y jóvenes respecto de la vida
emocional

Al interior de la comunidad de indagación, los profesores pueden crear


oportunidades para que los niños y jóvenes exploren sus propias respuestas ante las
situaciones que les generan sorpresa, asombro, maravilla y sobrecogimiento. Reconocer
en el aula las emociones “negativas” puede resultar tan valioso como reconocer las
“positivas”. Parece que los niños y jóvenes, primero que todo, están deseosos de explorar
las emociones “negativas”. Pero, en una segunda instancia, la investigación en comunidad
sobre una emoción como la indignación bien podría conducirlos a que comprendieran, y
llegaran a identificar, su indignación como un resultado de los rastros de animalidad que
aún quedan en sus cuerpos. Como señala Nussbaum, este reconocimiento podría dar lugar
a que los niños y jóvenes indagaran por el papel de la indignación (o de la lástima) en el
prejuicio, la discriminación y el odio hacia otras personas.
Una buena investigación en comunidad fusiona la educación de las emociones con la
educación en el buen pensamiento en orden a cultivar una atmósfera dialógica y de
confianza, en la cual los niños y jóvenes puedan aprender a pensar bien, a pensar por sí
mismos y a hacer mejores juicios en su vida cotidiana. La emoción es la otra cara de la
razón; por ello, la educación en conjunto de las emociones y el pensamiento es esencial
cuando se pretende lograr un mundo más razonable y bello.

Las emociones como formas de percepción moral

Si la función de las emociones es la de determinar lo que es importante, y


comunicarlo, entonces las emociones son de particular relevancia para aquellos que estén
interesados en la educación moral, puesto que es una emoción lo que en primer lugar nos
permite “ver” un problema moral como problema. Una persona pobre en emociones
morales es improbable que se dé cuenta, y mucho menos que se muestre “preocupada”,
por la faceta moral de un acontecimiento o fenómeno. Ante la vista de un menesteroso
pidiendo plata en una esquina, una persona puede mirarla con desdén por su apariencia y
“falta de oficio”, una segunda sentir compasión y una tercera sentirse indignada de que
una situación como esa exista en un país como el suyo, que se dice progresista y
democrático. Las tres emociones –el desprecio, la compasión y la indignación- reposan
sobre un juicio común del estilo “Esa persona vive en una condición miserable. Yo no
estoy así, pero podría estarlo algún día”. La primera persona se siente amenazada ante el
crudo reconocimiento de que una condición tal podría sobrevenirle a cualquiera de
nosotros, y el desprecio que experimenta es su manera de enfrentar ese pensamiento
que le aterra. La segunda persona, que a lo mejor tiene la sensación de una amenaza
semejante, experimenta compasión y, a través de su ayuda al menesteroso, intenta
combatir la amenaza que siente. La tercera persona podría muy bien sentirse movida a
atraer la atención de otros hacia la injusticia que hay en dicha situación.
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Las emociones son, en realidad, juicios: juicios de una naturaleza particular que
indican la importancia que atribuimos a algo, y lo comunican dándole una tonalidad, una
impronta y un timbre característicos. No es, entonces, ni el conocimiento de las normas
morales ni su capacidad para razonar moralmente lo que hace que una persona
identifique la existencia de un problema moral. Son únicamente las emociones las que nos
permiten reconocer y nos dicen lo que es significativo, y las que, simultáneamente, nos
sugieren el tipo de acción que deberíamos emprender. La percepción de una exigencia
moral se basa, en consecuencia, en alguna emoción. En tal sentido es que podemos hablar
de las emociones como formas de percepción moral.
La percepción moral, comprendida de esta manera, adquiere la forma de
preocupación: un tipo de cuidado (caring) que actúa “desde adentro”. Con la
“preocupación”, se da invariablemente “un desplazamiento del interés desde mi realidad
personal hacia la realidad del otro” (Noddings, 1984, p. 14). Noddings, siguiendo en esto
a Simone Weil e Iris Murdoch, describe la preocupación como una cualidad consistente
en una atención activa y receptiva hacia el otro; plantea, además, que, dado que todos
conservamos la memoria del cuidado, tanto del que hemos recibido como del que damos
(por ejemplo, el cariño que se da mutuamente entre una madre y un bebé), ello es lo que
nos conduce, de una forma absolutamente natural, a extender nuestro cuidado a todos
aquellos que nos son cercanos. Ello no niega, sin embargo, que podamos interesarnos, y
estar atentos, a las necesidades de aquellos otros con los que no tenemos una relación
cercana. En la medida en que nos acordamos de nuestros “mejores” momentos, es decir,
de aquellos momentos en que nos hemos sentido cuidados por otros, el sentimiento de “lo
que debemos” sale a flote. Si, por otra parte, nos ocurre que nuestra obligación de
cuidado entra en conflicto con la satisfacción de nuestras necesidades personales,
entonces, como personas cuidadosas, tendríamos que reflexionar sobre la imagen que nos
hemos formado de nuestros ideales. Reflexionar sobre dicha imagen es algo que resulta
prioritario antes de tomar una decisión y emprender una acción. Es de esta forma que lo
sustantivo del cuidado que hemos recibido llega a convertirse en una forma de cuidado
propiamente ética.
Lo que Noddings llama cuidado es un cierto tipo de juicio emocional, es decir, un
cierto tipo de evaluación de la importancia que damos a algo y que comunicamos por
medio de nuestros sentimientos. Esto, a su vez, es lo que da lugar a lo que Lipman llama,
en Thinking in Education (2º Ed.), pensamiento cuidadoso: una particular fusión de lo
cognitivo y lo emocional que toma forma a través de actividades como la apreciación, el
cuidado, la generación de empatía, la evaluación, la valoración, etc. Si no fuera así, sería
difícil explicar por qué hay personas que se permiten ser atentas y cuidadosas, consigo
mismas y con otros, mientras hay otras que no; pues esto sólo se explica precisamente
por la valoración que hacen de la importancia de algo. Y es también el juicio de que esa
persona es valiosa, y por ello merecedora de cuidado, lo que me induce a actuar en su
favor. Reconocer un determinado asunto como un problema moral es hacer un juicio, y
reconocer los problemas morales es también una de las tareas claves del pensamiento
cuidadoso. Si dejáramos de lado la emoción, quedaríamos en deuda con la propia
cognición, pues a ésta le resultaría prácticamente imposible darse cuenta de la presencia
de una necesidad moral y, aún más, llevarla al plano de la conciencia y de la acción.
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Emociones, acción y cognición

La emoción está esencialmente vinculada con la acción. Cuando estamos enojados,


arremetemos contra los otros de forma verbal, o incluso física; cuando sentimos celos,
planeamos intrigas y hasta conspiraciones; cuando nos sentimos felices tras haber
encontrado a un viejo amigo, lo abrazamos. Si encuentro rechazo para mis acciones,
probablemente emprenderé una actividad compensatoria, o, al menos, actuaré de forma
diferente en el futuro. En realidad, es la posibilidad de prever por anticipado algún tipo
de rechazo lo que nos conduce a discernir cuidadosamente entre nuestras opciones antes
de lanzarnos a actuar de forma precipitada (Landman, 1993, p. 22).
Ninguno de los argumentos ofrecidos hasta este momento niega el papel
fundamental de la cognición. Por ejemplo, lo que antes he llamado “la posibilidad de
prever por anticipado algún tipo de rechazo” es un tipo de cognición que nos exige
revisar las diversas opciones que tenemos a la hora de actuar ayudándonos a pensar en
las posibles consecuencias que se seguirían de actuar de una determinada forma (es
decir, a imaginar diversos escenarios posibles) así como a buscar, e inventar, de forma
creativa modos alternativos de acción. De hecho, confiamos en nuestra cognición para
recopilar los datos, para ayudarnos a ver las distintas formas en que ellos podrían estar
relacionados y para darles una organización. La acción es el resultado de una combinación
entre consideraciones racionales, nuestras emociones y nuestros valores subyacentes.

Conclusión

Desde edades muy tempranas, los niños experimentan emociones moralmente


significativas, como la vergüenza, la indignación, la empatía, la compasión o la culpa; y se
ven comprometidos con el cumplimiento de ciertos patrones sociales que, sin embargo,
ven que son violados por otros. Un núcleo fundamental de la vida moral de los niños es el
del desarrollo en ellos de una conciencia relacional. Este tipo de conciencia, sin embargo,
sólo sale a flote en el contexto de una comunidad de indagación en el aula, y sólo se
expresa en la medida en que efectivamente en dicha comunidad se cultive un
pensamiento cuidadoso.
Si bien es cierto que nuestras emociones podrían conducirnos al extravío, la
historia de las ideas sugiere, sin embargo, que con frecuencia una idea del pensamiento
que pone todo el énfasis sobre lo cognitivo, y que carece de conciencia relacional y de
inteligencia emocional, ha tenido terribles consecuencias.
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