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NOCTURNO
SEBASTIÁN BORKOSKI
Copyright © de la presente edición Editorial Beeme S.R.L., 2012.
Derechos reservados. Prohibida su reproducción. Publicado por
Editorial Beeme SRL, Av. Warnes 596 Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, Argentina.
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Libro de edición argentina. Impreso en
Buenos Aires, Argentina, en abril de
2012. Printed in Argentina.
www.editorialbeeme.com.ar ISBN:
978-987-669-188-8
Índice
Prólogo 9
El cruce 15
Último cajón 31
Los sordos 41
Cetrero Nocturno 47
Rescate 61
Los fabricantes 71
El barco 87
10 PRÓLOGO
mica de las historias de suspenso trágico, a lo que cabe agregar el
ingrediente de lo fantástico. Prodigioso pero siempre verosímil. Diría
que hay un cuestionamiento de la realidad-real, un intento por
penetrar ficcionalmente en el misterio del mundo y las cosas. Ya lo
decía Einstein: “Si perdemos el sentido del misterio, la vida no es
más que una vela apagada”.
Lo incomprensible a la razón se ofrece en sus diversas facetas. El
misterio obra de estímulo, de acicate para penetrar en las
aparentemente inexplicables cosas que nos rodean, por eso es motor
que dinamiza las ciencias y las artes.
Esto se hace más visible en “El barco” –entorno simbólico,
sugerente– y en lo que vendría a ser su continuación: “La revelación
de José Tomada”. La estructura de una nave-crucerolaberinto en sus
diferentes “pisos” se carga de reminiscencias dantescas y virgilianas,
de larga tradición en la literatura, pero al mismo tiempo tiene el
dinamismo caótico del video clip posmoderno; esta “geografía”
encubre “el otro mundo”, el de la “tras-vida” y su argumento, la
fuerza del destino trágico, que no es otra que el derrotero vital (y
mortal) de cada cual.
En cuanto al suspenso a que alude el autor, cuya principal
intención es mantener al lector a la expectativa, alerta ante el
desarrollo del conflicto, podemos decir que se cumple en mayor o
menor medida en todos los cuentos.
De entre la variedad de temas y estilos, señalamos:
La asombrosa amistad entre un hombre solitario y un pájaro de
raro comportamiento (“Cetrero nocturno”) entre los que se entabla
un diálogo de un solo lado, más bien monólogo del primero: “Con
vos acá tengo al menos alguien a quien hablarle”, dice el hombre.
Diálogos ágiles: en tanto uno transcurre entre los miembros de
una familia sentados a la mesa con tenedor en mano y pone al
desnudo el mundo infantil y sus sabias “ocurrencias” (“Antes de
PRÓLOGO 11
comer”), el otro, sin explicaciones, nos sumerge en la sensación de
una invasión de seres extraños (“Los sordos”).
El amor revivido desde el fondo de la muerte y el secreto de una
casa, que al final deviene en lección de vida (“Rescate”).
Notas de humor y de costumbrismo (“Testigo forzoso”) que
además es una muy auténtica pintura de personajes típicos que todos
conocemos. Y la sonrisa también se nos dibuja en “Antes de comer”,
con cuya lectura quizá vislumbremos imágenes de nuestra propia
niñez o la de nuestros hijos.
El cruce
PRÓLOGO 13
Si tan sólo hubiese contenido su furia ante aquella provocación,
ahora no estaría juntando sus pocas pertenencias frente a la mirada
acusadora de sus hermanos. Tampoco su brazo derecho estaría
vendado con unos trapos cuya suciedad se veía teñida de un tono
rosado. La sangre no paraba de brotar del profundo corte. No había
marcha atrás. Un momento, una sola furia, una acción derivada de los
sentimientos más sinceros y profundos habría de cambiar el destino
de los hermanos Grapell para siempre.
–Hay que irse, no queda otra –dijo el mayor mientras destapaba
un recipiente con queroseno.
Las cosas eran simples por aquellos días en el noroeste de Rio
Grande do Sul. Los colonizadores de distintas regiones de Europa
habían llegado al puerto en el cual desembarcaban antes de que todo
pudiera estar al menos un poco organizado en esos parajes tan
lejanos. Esto no era mayor problema. Debían buscar una vida nueva
y las mejores oportunidades para ellos estaban lejos de los centros
urbanos, muy lejos. Donde la tierra era vasta y fértil. Comida y un
poco de agua no habrían de faltar a los hombres que impávidamente
enfrentaban al trabajo. La serranía no era el problema, es más,
resultaba inclusive atractiva para evitar los calores que sofocaban
más abajo. Un buen puñado de personas había comenzado a
desarrollar sus vidas aún antes de que la ley estuviese cerca y este sí
era el principal problema. Quien tenía la mayor colección de armas
de fuego era el dueño de la última palabra ante cualquier conflicto.
Ni siquiera una bolsa de dinero tenía más poder que un arsenal de
pistolas y escopetas. Lo justo o injusto en estos lugares era, como
poco, relativo. A veces, las armas las portaban personas envenenadas
por la codicia cuya ambición hacía caso omiso a esas incómodas y
vagas nociones de justicia, canción que tocaban torpemente y de
oído. Si algún hombre o grupo de hombres tenía el infortunio de
cruzarse en el camino de los armados impíos, no había más remedio
SEBASTIÁN BORKOSKI 17
que soportar estoicamente las condiciones impuestas. Es así como en
cada cruce entre opresores y oprimidos estaba impuesta una conducta
de respeto, casi de sumisión de los últimos hacia los primeros. Claro
que las armas que atemorizaban eran pocas, y a veces no estaban a la
vista. Cuando esto ocurría, una delgada línea dividía la frontera entre
la conducta sincera y la conveniente. Algunos niveles de humillación
simplemente no eran tolerables para algunas personas y Francis
Grapell era una de ellas. Ese día la furia había llenado su corazón de
valor y apagado su cerebro por un instante, instante que fue
suficiente para cruzar esa frontera que les permitía vivir en paz.
–¿A dónde vamos a ir? –preguntó Paulo, el más joven de los
cuatro, con los ojos enormes y la voz suave y resignada. –Lejos de
estas tierras, donde no puedan encontrarnos. Vamos a cruzar el
Uruguay, por allá dicen que está la frontera.
Cuando terminó de hablar, Berger Grapell entró al pequeño
rancho y ante la mirada atónita de sus hermanos, comenzó a derramar
el combustible sobre los pocos muebles que tenían, luego de haberlos
cubierto con pajas. Francis, el segundo de los hermanos, se acercó a
decirle enérgicamente que no le parecía buena idea ir a tierras
totalmente desconocidas. El insoportable hedor que dejaba el
queroseno obligó a ambos a salir. Berger tomó un cascote y lo
reventó contra la cabaña, haciendo que una de las tablas se
desprendiera. Necesitaba de un acto de furia infantil antes de poder
hablar con cordura. Respiró profundamente dos veces.
–No estás en condiciones de cuestionar nada, Francis, ya está ya.
Hay que irse.–Yo prefiero que lo pienses un poco. Por ahí no se
enojan tanto y quizá no murió…–¿Qué lo piense un poco? ¿Me estás
tomando el pelo? Dime una cosa: ¿qué tan estúpido puedes llegar a
ser? No importa si murió o no murió, lo atacaste, lo heriste, no
pensaste y el más chico seguro ya le debe haber contado al viejo. A
la tarde van a estar acá para reventarnos a tiros antes de que puedas
18 EL CRUCE
intentar justificarte.–Yo no quise, te juro, el tipo me provocó,
siempre me aguanté, no pude más, fue un segundo, no quería, Berger,
te juro, no quería esto. Thomas lo vio, ¿cierto, Thomas? Ese mal
parido empezó, ¡mal parido! –gritó Francis alocadamente.
SEBASTIÁN BORKOSKI 19
Berger con la vieja escopeta colgada de sus hombros, seguro del
camino. Iba en búsqueda de tierras bajas rumbo al oeste. Allí
encontrarían ese río que los separaría definitivamente de sus
problemas. Lo seguían bien de cerca los adolescentes Thomas y
Paulo, muy juntos, muy asustados. Francis iba detrás, todavía
avergonzado por la falta de inteligencia de sus acciones; todo era su
culpa. Con mucha nobleza se quedaba en el último lugar para ser el
primero en recibir el disparo sorpresivo de sus perseguidores que, a
Dios gracias, todavía no aparecían. La agonía del joven al que había
dejado herido en ese estúpido enfrentamiento evidentemente les
había concedido tiempo para iniciar su escape. Al principio
caminaron muy rápido; quizá pensaron que el hecho de ir tierra abajo
habría de ayudarlos. Pero el calor, el cansancio y la preocupación se
encargaron de demostrarles lo contrario. Ya estaban cansados, con
hambre y el sol comenzaba a desaparecer en el horizonte, sin que el
viento cesara de soplar. Berger sin embargo seguía a paso firme. Tan
sólo miraba hacia atrás de vez en cuando para asegurarse de que
Paulo estuviera bien. Era el menor, el único nacido en este lado del
océano. Los tres se preocupaban mucho por él; todavía era flaco y
desgarbado pero sus ojos eran fuertes y espectacularmente parecidos
a los de su madre. Incluso Thomas lo notaba a pesar de que era
pequeño cuando ella partió. Paulo ya respiraba agitadamente y
Thomas le dio un poco de agua de la botella que llevaba.
–Tenemos que parar, Berger –gritó. –Paulo está cansado y yo
tengo hambre.
Berger frenó en seco para darse vuelta lentamente y observar a su
hermanito. Le hizo señas a Francis, que estaba muy atrás, para que se
acercara rápidamente. Éste sin embargo no corrió; a pesar de ser el
más fuerte de todos estaba agotado. Además de lo que traía en sus
manos, debía cargar con la pesada culpa sobre sus hombros.
Finalmente llegó.
20 EL CRUCE
–¿No escuchaste nada?
–No, Berger, seguro nos van a seguir a caballo, cuando salgan a
buscarnos no vamos a tener mucho tiempo.
Berger miró hacia el horizonte donde ya no se podía ver ni
siquiera el humo que habían dejado las cenizas de su rancho. Volteó
nuevamente; el sol comenzaba a ocultarse tímidamente entre las
nubes espesas y como un faro, indicaba hacia dónde debían seguir.
–Vamos a caminar un poco más hasta que oscurezca, no nos van
a buscar de noche. Hagan el esfuerzo y avancemos un poco más.
–¿No podemos cazar una perdiz o algo con la escopeta? –reclamó
Thomas, cuyo estómago ya empezaba a rugir.
–No, hermano, no podemos disparar y hacer ruido. Además acá el
imprudente de Francis perdió la paciencia con el hijo del viejo
maldito ese en vez de conseguir las municiones que necesitábamos.
Sólo tenemos dos disparos y será mejor guardarlos en caso de que
necesitemos darle un mejor uso, como salvar nuestras vidas.
En efecto, la necesidad de municiones había desencadenado todo
el problema. El viejo maldito al que se refería Berger era el único en
la zona con los contactos para conseguirlas, por lo tanto él y los
suyos decidían cantidad disponible y precio. Aunque la idea de este
último en aquel entonces, cuando el dinero no circulaba con tanta
facilidad, era bastante pastosa. Los cartuchos valían una buena
cantidad de lo que el viejo maldito necesitaba en ese momento. Un
negociante con todas las habilidades necesarias sacaba el jugo a su
situación para asegurar su bienestar y el de los suyos. Quizá no era
un “maldito” y tampoco era tan viejo. Sólo un poco mayor que el
padre de los hermanos Grapell.
Bajo un enorme árbol que no pudieron identificar por la
oscuridad, hicieron una fogata muy débil para poder ver al menos los
trozos de pan y grasa de cerdo que iban a comer. El menú resultaba
ridículamente escaso para llenar el enorme vacío que los hermanos
SEBASTIÁN BORKOSKI 21
sentían en ese momento. Estaban callados. Paulo y Thomas se
miraban mutuamente y después a su hermano-padre, tratando de
deducir qué tan grave era la situación. Pero no había expresión
alguna en su rostro. Estaba tranquilo y esa tranquilidad
paradójicamente ponía nerviosos a los dos.
–¿No nos siguen, Berger? –preguntó Thomas, mientras Paulo
apretaba con fuerzas una rama esperando ansioso la respuesta.
–Todavía no –respondié el hermano, y volvió a masticar un
pedazo de pan.
–Quizá ya no nos busquen, ¿no?
–Sí nos van a buscar, Thomas, solamente no lo van a hacer de
noche. Tu hermano mató a un sobrino del dueño del lugar, eso no
tiene arreglo.
–No estaba muerto, yo creo que si no nos buscaron hasta ahora ya
no lo van a hacer –corrigió Thomas mientras cambiaba el sucio
vendaje del brazo del hermano culpable de todo el asunto.
–¡Maldito seas! –rugió Berger, dirigiendo sus ojos fuertes a
Francis. –Una puntada en el pecho le diste, era sólo cuestión de
tiempo, seguramente el más chico lo llevó a su casa donde habrán
tratado en vano de curarlo. Al menos eso nos dio tiempo para
escapar, la noche les ganó, por eso no nos buscaron todavía. Pero lo
van a hacer, ustedes eran muy chicos todavía pero me acuerdo
cuando algo así pasó. Mataron a don Housser tan sólo por hincharle
un poco la cara a golpes al hermano menor del viejo maldito en una
riña estúpida. ¡Claro que nos van a buscar! Tienen caballos, nos van
a alcanzar si no nos apuramos. Tomamos el camino más rápido al río,
saben que venimos por acá. El viejo maldito sabe todo, es el dueño
de la sierra y conoce gente en toda la zona. Sabe que nuestro único
escape es la frontera y también sabe muy bien cómo llegar a ella.
Francis continuaba callado, mientras soportaba el dolor en el
corte de su brazo que había logrado desgarrar un músculo. Recordaba
22 EL CRUCE
con vergüenza y arrepentimiento todo lo que había sucedido. Thomas
lo miraba apenado, miraba la herida que le habían hecho a su
hermano y sabía que a pesar de todo estaba sufriendo en partida
doble por la situación y el dolor de su brazo.
–¡Tú eres el maldito, Berger! ¿Cómo puedes culpar a Francis?
Solamente se defendió, mira el corte que le hizo el otro primero,
mira. Seguro nos iba a matar a los dos, ¿cómo puedes enojarte con
él? No hizo más que defenderse y defenderme a mí. Tú quemaste
nuestra casa, la casa que construyó nuestro padre.
–Será mejor que guardes silencio, no voy a ignorar el próximo
insulto que me digas –respondió Berger después de clavar con fuerza
su machete en la tierra y levantarse.
Francis no soportó más su propio silencio al ser el eje de una
discusión entre sus propios hermanos, quienes jamás peleaban. Vio
los ojos de Paulo brillar con el fuego, tristes, perdidos y sin rumbo.
Hizo retumbar su voz con un prolongado “Thomas”.
–Fue mi culpa, ¿es que no te acuerdas?, él me atacó con su
machete porque yo le di una bofetada y reventé sus labios.
–¡Él te escupió!
–Yo lo insulté, le dije ladrón de porquería.
–¿Una mísera caja de cartuchos por cuatro bolsas enteras de
maíz? Nuestro sudor, nuestros esfuerzos. ¿Cómo no ibas a llamarlo
así?
–Berger y yo sabemos cómo son ellos, Thomas, yo debería
haberme controlado. Lo siento mucho, hermano, tendrías que haber
ido tú a buscar las municiones.
–No te preocupes, –contestó Berger, ya un poco más calmado. –
Yo soy el responsable acá, quería tener más municiones en nuestra
escopeta sólo para defendernos, por si alguien venía a robarnos.
Ahora por querer tener cartuchos tenemos una escopeta vieja con dos
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disparos y nos acecha algo mucho más peligroso que los ladrones.
Salió todo para los mil diablos.
Los cuatro hermanos guardaron nuevamente silencio mientras las
últimas palabras de Berger, tan reales como duras, hacían eco en la
noche nublada. Intentaron descansar un poco. Todos salvo Berger
lograron dormirse en la oscuridad mientras oían cómo la brisa hacía
sonar las hojas del inmenso árbol bajo el que estaban. En la cabeza
del hermano mayor, la preocupación por un futuro incierto lograba
mantenerlo despierto y superaba el cansancio que sentía. No podía
demostrar debilidad ante sus hermanos menores, ¿quién iba si no a
guiarlos hacia nuevos horizontes? Ahora que esos tres pares de ojos
claros estaban cerrados, era el momento en el cual podía relajarse y
dejar que su rostro manifestara el miedo que realmente sentía.
Temblaba. Apretó su escopeta con fuerza recordando aquellas
hermosas tardes en las cuales su padre les había enseñado, a él y a
Francis, a disparar. El brazo firme y decidido, los ojos relajados y la
mente visualizando el impacto. Arrodillado con el brazo de su padre
sobre el hombro. Los recuerdos de la infancia alejaron su atención
del problema; el rostro de su madre se dibujaba erráticamente en ese
lugar extraño donde los recuerdos copulan con los sueños
mostrándonos un mundo que no entendemos. Cuando finalmente el
rostro apareció, claro y hermoso, el calor de su luz se hizo sentir en el
rostro de Berger, y los rayos de un sol más alto de lo conveniente se
filtraron intrépidos entre las nubes para despertarlo.
–¡Arriba! –Berger comenzó a levantar con urgencia a cada uno de
sus hermanos. –Hay que irse, nos quedamos dormidos, tenemos que
apurarnos, vamos, junten todo ya.
No se molestaron en desayunar porque habían devorado todo lo
que tenían durante esa noche y habían repuesto las energías del día
anterior. Siguieron su marcha en silencio y a buen ritmo.
Continuaron su marcado descenso por la ladera y al llegar a un
24 EL CRUCE
pequeño valle divisaron, a lo lejos, un árbol hermoso y oscuro que
reinaba sobre los demás, allá en el horizonte donde una extensa
llanura subía buscando el cielo. Todos miraron a Berger algo
desorientados porque éste había dicho que el río se encontraba en
tierras bajas; la prominente subida los confundió, pero no a Berger.
–Tenemos que seguir hacia el oeste, tranquilos, debemos estar
cerca. Desde ese árbol vamos a ver el camino –dijo con seguridad.
La confianza volvió a sus corazones y casi trotando subieron la
ladera con la mirada fija en el árbol. Ya estaban acariciando su
escape y todos sin excepción pensaban en cómo iban a arreglárselas
para construir una vida nueva, lejos de las tierras que conocían. Lejos
del viejo maldito, que tan injusto había sido. Francis sonrió por
dentro al imaginarse la cara de quien fuera que hubiera salido a
perseguirlos. ¡Qué inteligencia la de Berger!, pensó. Qué coraje para
sacarlos a todos de su choza y sin dudar abrirse paso en la sierra para
huir de los asesinos. Qué nobleza para olvidar inmediatamente su
error y sacar adelante a lo que quedaba de su familia.
–¡Es una palta! –exclamó Thomas, eufórico. –¡Tiene frutas,
puedo verlas, puedo verlas!
–Perfecto –contestó Berger, siempre tranquilo. –Voy a subir para
ver si el río anda cerca.
–¡No, hermano! –interrumpió Francis. –Tú dormiste menos y
estás cansado, deja que yo lo haga. Después de todo, esto es mi
culpa, ¿no? –Francis sonrió al recibir el consentimiento de su
hermano mayor y una palmada amistosa en el hombro.
–Tengo que subir yo –dijo Paulo, quien esperaba un reproche
inmediato que no llegó. –Soy el más liviano, puedo llegar más arriba.
Con la ayuda de sus hermanos logró sostenerse de la primera
rama, que estaba muy alta. Las demás la sucedían muy cerca, como
si fueran escalones hacia una copa llena de alimento de fácil acceso.
Paulo estiró la mano y apretó la fruta, con una blandura firme digna
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de frutos maduros. El hambre de las horas que llevaban de ayuno
durante esa mañana lo obligó a morder con vehemencia y, sin
siquiera reparar en el amargor y dureza de la cáscara, comenzó a
masticar y tragar alborotadamente. Arrojó unas cuantas paltas a
Francis y a Thomas, que las atrapaban riéndose como si se tratara de
un juego.
–Mira para adelante, Paulo –exclamó Berger. –Dime qué ves.
¿Qué se ve después de esta bajada?
Paulo trepó un poco más y se abrió paso entre las hojas, llegando
así al punto más elevado que el árbol le permitía alcanzar. La bajada
después del árbol parecía interminable, pero más allá, en el fondo,
podía verse un quiebre, como si el pasto terminara de un machetazo.
No podía distinguir qué había más abajo, pero parecía una línea
brillosa. Un poco más lejos comenzaba su ascenso el verde pasto
que, intrépido, se perdía entre una exuberante vegetación que trataba
de descender.
–¡Es el río! ¡El río! No lo puedo ver pero estoy seguro, puedo ver
cómo el sol se refleja en él. Estamos cerca, sólo unos diez minutos,
creo yo.
Comenzó su descenso por las ramas del árbol, no sin antes arrojar
algunas frutas más. A mitad de camino su cabeza sintió el suave
golpe de la palta más hermosa que había visto. La observó
detenidamente, disfrutando ya de su todavía inexplorado sabor.
Cuando la arrancó de su rama, el espacio vacío dejó un hueco entre el
follaje por el cual Paulo pudo ver el largo camino que habían hecho,
el horizonte que habían dejado atrás, la enorme ladera que habían
descendido. Muy pequeños y acercándose a gran velocidad, dos
jinetes apocalípticos. Paulo estaba seguro, los habían encontrado,
habían seguido sus rastros veloces sobre los cuadrúpedos
endiablados. Se quedó paralizado unos instantes sin saber cómo
26 EL CRUCE
reaccionar. Cuando volvió en sí, la sorpresa de la velocidad con la
que se acercaban lo paralizó nuevamente.
–¡Paulo, baja de una vez, por un demonio! –gritó Thomas.
El muchacho bajó a los saltos y se lastimó un brazo por su falta
de cuidado.
–¡Son ellos! ¡Son dos! ¡Nos encontraron, nos van a alcanzar,
están demasiado cerca y vienen a caballo!
Los tres se miraron y miraron al más joven, que estaba asustado;
la expresión que tenía cuando Berger quemaba el rancho se había
instalado en su rostro de manera macabra. Algunas lágrimas
comenzaron a mojar sus mejillas lampiñas. Berger miró hacia el
horizonte y pudo verlos, cada vez más cerca.
–Seguro son los sobrinos mayores del viejo, los más bravos. Nos
van a matar –dijo Thomas.
–¡Nadie te va a matar! ¡Corran! Vamos al río, no van a cruzar
rápido con los caballos. En el monte podemos perdernos. No se
detengan, salten al río y crucen nadando, yo voy a estar detrás de
ustedes.
Los cuatro se dejaron llevar desesperadamente por la bajada, sin
más que sus facas envainadas en la faja del pantalón. Berger esperó
unos segundos para evaluar la situación. Estaban perdidos. Los
caballos iban a alcanzarlos sin remedio. No había otra cosa que hacer
más que intentar seguir a sus hermanos. Corrió incansablemente; no
pensaba en sus músculos, que ya lo estaban quemando. Tampoco en
las exageradas inhalaciones que efectuaba tratando de retener el
aliento para seguir corriendo. El barranco todavía se encontraba
lejos, al igual que sus hermanos. Intentaba empujarlos con la vista
para que llegaran rápidamente al río inalcanzable. El hasta ahora
lejano galope ya podía sentirse y casi oírse. Volteó la cabeza sin
dejar de avanzar y pudo distinguir a los jinetes que venían con los
rifles en alto, como si fueran espadas. Eran los sobrinos mayores del
SEBASTIÁN BORKOSKI 27
viejo maldito, tal como Thomas lo había predicho; los
descorazonados, los francotiradores que no fallaban. Siguió
corriendo en esa dimensión extraña, con sus seres más queridos
adelante y los que lo odiaban por detrás. Thomas iba primero, frenó
un instante y de un salto desapareció de su vista. También lo hizo
Francis unos segundos después. A Paulo todavía le faltaba un poco
para llegar, lo observaba correr desgarbado, con la torpeza de un
adolescente en plena etapa de guerra con su cuerpo. Llegó al borde y
saltó, hundiendo su cuerpo en la frescura del Uruguay. Berger se
tranquilizó cuando su pequeño hermano desapareció de su vista, pero
sólo por un instante. Recordó el siniestro don que tenía para dar en el
blanco uno de los jinetes y se detuvo. Thomas movió sus piernas y
brazos en el agua tan rápido como los había estado moviendo antes
del salto. No había visto siquiera qué tan ancho era el río cuando
saltó y mucho menos había pensado si tenía la profundidad adecuada
para sobrevivir a la caída. Ya no importaba, la orilla estaba al alcance
de su mano. Subió a la costa resbalando en el barro y desesperado
buscó a sus hermanos. Francis estaba cerca, muy cerca de la orilla,
pero unos cuantos metros más río abajo. La corriente los había
alejado varios metros del peñón del cual habían saltado. Al entender
lo que había ocurrido, Thomas comenzó a buscar a su hermano más
pequeño y lo vio todavía lejos, pero avanzando con firmeza. Fue
corriendo por la costa para ayudar a Francis, ya que su brazo herido
le hacía intolerable la tarea de nadar. Escupiendo agua, Francis
preguntó por el pequeño.
–Ahí viene –dijo Francis, sonriendo. Pero sus labios se
contrajeron de golpe al oír el inconfundible sonido del disparo de la
escopeta.
A ese disparo le sucedió casi inmediatamente un segundo,
idéntico, que obtuvo como respuesta el elegante y agudo silbido de
28 EL CRUCE
un arma más moderna. No se oyó nada más. Los hermanos no dijeron
nada, tan sólo observaron a su pequeño hermano que se
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acercaba pero cada vez con mayor dificultad y lentitud.
–¡Vamos, Paulo, vamos que falta poco! ¡Fuerza que ya llegas! ¡Ya
llegas! –Los hermanos se alternaban para animarlo. Finalmente fueron
a buscarlo unos metros adentro, donde todavía podían hacer pie, y
decidieron arrastrarlo hasta la orilla. Paulo estaba exhausto, no podía
hablar. Cuando lo sentaron, el pequeño señaló el peñón desde el cual
habían saltado sin poder articular ninguna palabra. Vieron la
inconfundible figura de Berger, a lo lejos. No lo distinguían con
nitidez pero podían verlo de pie, observándolos a lo lejos y desde
arriba, como si fuera un príncipe. Thomas, el primero en cruzar el río,
subió a la parte más alta de la costa. Tenía ya suficiente aliento como
para lanzar un grito que raspó dolorosamente su garganta.
EL CRUCE
30
Último cajón
Una fuerza extraña, no necesariamente maligna pero sí tenebrosa y
oscura me impulsa a escribir estas líneas sin detenerme un solo
segundo. Perdón, no quiero comenzar este relato con mentiras. Me
juré a mí mismo por primera vez en mucho tiempo no exagerar y
escribir la pura verdad. Si me detengo, lo hago para respirar
profundamente evocando un falso estado de relajación, así evito que
mis temblorosas manos dificulten la tarea de presionar la letra
adecuada. Jamás pensé que la tranquilidad que nos da recostarnos con
el cuerpo muerto de cansancio para desfallecer por unas horas en
nuestras blandas camas podría ser arrebatada cruelmente por un acto
de estúpida curiosidad. Sí, hay curiosidades estúpidas, porque hay
cosas que sería mejor no saberlas nunca. Nunca había pensado en esto.
Hasta creía que la curiosidad era una forma de inteligencia. Qué
ingenuo. Apremiado por la necesidad de estirar las piernas detuve el
auto al costado del camino después de pasar un puente sobre un río
cuyo nombre aún desconozco. Llevaba con tranquilidad sus
transparentes aguas a morir en la inmensidad del Alto Paraná. Por
vergüenza de que algún otro conductor me viera, entré a orinar en el
monte para que el follaje ocultara esta necesidad tan natural. Los
cantos de los pájaros me hipnotizaban. Era extraño, los sentía como si
nunca antes los hubiera oído. Oculta entre lapachos y nísperos vi más
de
SEBASTIÁN BORKOSKI 32
cerca una casa de madera que siempre me había llamado la atención.
La había visto antes desde la velocidad de la carretera, mucho más
pequeña, sin reparar en ningún detalle más allá de sus tablas
despintadas y cubiertas con algo que parecía ser de un color naranja,
hongos quizás. Sin embargo, siempre me fascinó el lugar en el que se
encontraba, escondida, casi sobre el río pero sin mostrarse
demasiado. Su ventana cuadrada parecía un ojo que espiaba desde la
oscuridad del monte. Ahora la tenía más cerca, más a mano y sobre
todo sin ser preso de la velocidad de mi propio automóvil. Como
algunas líneas más arriba me referí a la curiosidad, de más está decir
que entré a ver qué había allí. Bueno, no había nada más que muebles
viejos y un aire saturado de humedad y abandono. Anduve sin
embargo con total naturalidad sin que nada ni nadie interrumpiera ese
momento de satisfacción y grandeza al sentirme un explorador de
tierras antiguas. Había un escritorio viejo, ya estaba inclinado hacia
adelante y el último de sus cajones medio abierto se extendía como si
fuera una lengua que intentaba decirme algo. Sin dudar metí la mano
hasta el fondo para encontrar solamente un cuaderno de tapas negras
blanduzcas y hojas amarillas. Estaban todas escritas. Manejé
incansablemente hasta mi casa imaginando qué clase de mundos
encontraría en esta literatura improvisada directamente de la mano de
un desconocido autor. No tengo palabras para describir lo que
encontré en las páginas de ese cuaderno. Esas sobre las cuales el
lápiz parecía haber hecho presión hasta casi cortar el papel a medida
que eran escritas. Siendo fiel a mi juramento me parece mejor
transcribirlas textualmente para que juzguen ustedes mismos y traten
de entender mis oraciones alocadas y desprolijas.
34 ÚLTIMO CAJÓN
que agobia en estas tierras tan lejanas a mi cuna. No logro recordar
nada más que oscuridad casi absoluta, como si la capacidad de
soñar me hubiese sido arrebatada. Hace días que no sueño con mis
pagos, con mi gente y con los resultados que espero de este exilio de
autodescubrimiento en la pureza de la selva. Me despierto de
repente, el frío se siente solamente en la columna. Como un hilo de
agua helada que circula infinitamente por cada vértebra. El
despertar es único e inevitable, el reloj marca las dos de la mañana.
Siempre. No hay forma de que pueda volver a dormir con esa estaca
fría en la espalda. Sólo el calor del sol logra derretirla para poder
recuperar un poco de sueño durante la siesta. No puedo recordar
qué clase de sueño macabro me deja esa sensación. Sólo veo
oscuridad brillante, como cuando uno cierra los ojos al sol. Es
diferente de no soñar o no recordar lo que sueño. Es soñar en negro.
Pasan los días y ya no quiero saber de qué se trata. Ya no exijo que
mi capacidad de soñar me sea devuelta, sólo quiero dormir como
Dios manda. Descansar para poder retratar esta hermosa tierra.
Pero no, no puedo, lamentablemente lo único que logro escribir son
estas sensaciones nefastas que me siguen agobiando durante la
noche, cuando todos duermen, cuando nadie se hace preguntas. En
realidad yo tampoco me hago preguntas, sólo estoy con la mente
paralizada y el alma en quebranto. No hay nada peor que estar
vagando por este inexplicable limbo de ausencias y ser consciente de
ello. Hasta llegué a considerar la posibilidad de regresar, pero no
soy de los que se rinden fácilmente ante un problema por más
extraño que sea. Hoy voy a intentar purificar mi cuerpo en el río
cuando vuelva a ocurrir, debe ser solamente una acumulación de
cansancio manifestada de esta forma cruel. Un baño nocturno me
hará bien. Los baños nocturnos no me dejaron más que una
sensación de exagerada frescura en el cuerpo. Decidí dejar de
hacerlo ante la falta de buenos resultados y la posibilidad de caer
víctima de un resfrío. Sigo sin poder permanecer dormido más allá
SEBASTIÁN BORKOSKI 35
de las dos de la madrugada. Todo empeora. En la oscuridad de los
sueños aparecen ahora figuras extrañas de hombres que desconozco,
hombres rústicos mal vestidos y con cuerpos fuertes y maltratados.
Sobre los brazos surcados por venas gordas corre sudor. Solamente
me miran a lo lejos sin decir nada, esperando que me acerque. Yo
me quedo allí paralizado sin tener el coraje de dar siquiera un solo
paso. Mientras los miro en la oscuridad que los rodea, comienza a
dibujarse ese monte desconocido que descansa cerca de mi morada.
Permanezco así un tiempo indefinido hasta que siento el ardor en los
ojos de sus miradas y me despierto para no volver a dormirme y
seguir en este estado repugnante en el que apenas puedo escribir
esto mientras los párpados me tiemblan erráticamente. Ayer pude
acercarme más a ellos, quería mirarlos con valentía pero sus
expresiones me decían que mis ojos revelaban a gritos el miedo que
sentía. La situación ya estaba muy lejos de mi comprensión, sólo
quería recuperar el sueño. Dormir. La demanda me pareció más que
justa así que decidí hablar con autoridad pero nada salió de mi boca
más que un aliento débil de garganta atorada. Quizás algunos
gemidos prácticamente inaudibles mientras mis ojos se abrían
inmensamente. “No intentes hablar”, dijo uno de los tres hombres
expresándose con poca elegancia. “Nadie puede hablar cuando se
encuentra con nosotros. Antes nadie podía escuchar nuestros gritos
desesperados por ayuda, ahora los que nos encuentran no pueden
hacer más que escucharnos”. Cuando desperté quise gritar pero no
pude. Estaba ahogado, con la tráquea comprimida sin poder hacer
nada más que respirar agitadamente. Las sensaciones del sueño se
apoderaban ahora del mundo en el cual yo podía reinar. El mundo
al cual estos personajes supuestamente no pertenecían. No existe
trampa alguna que funcione para que no aparezcan. Probé
cansarme haciendo tareas pesadas sin sentido, también probé
ingerir mis reservas de ron y whisky hasta lograr un estado de
inconciencia y total envenenamiento que me tumbaba en cualquier
36 ÚLTIMO CAJÓN
rincón de la casa. También probé mantenerme despierto hasta la
hora señalada pero jamás lo logré. No importaba lo que hiciera, allí
estaban para despertarme siempre cerca de las dos de la mañana.
En su mundo las cosas progresaban un poco. No hablaron más, sólo
me hacían señas para que los acompañara monte adentro. Ellos
macheteaban, yo intentaba decirles que se detuvieran para que me
explicaran pero no había forma. La capacidad de hablar
desaparecía y despertaba bruscamente con ganas de gritar hasta que
mis pulmones reventaran, pero estaba imposibilitado a hacerlo. No
podía emitir sonido, solamente podía hacerlo cuando el sol salía
para calmar el frío que recorría mi espalda. “Nadie puede
hablar…”. La frase resonaba en mi cabeza constantemente junto con
un llamado que emergía de los gritos de dolor que escuchaba de
fondo. Quise atrapar algún pájaro para que hiciera ruido en la casa
durante el día, ya que mi perro huyó inexplicablemente. No pude.
Ahora el miedo se apodera de mí durante todo el día. No importa
cuántas veces vaya al pueblo con algún pretexto tonto. Cuando
vuelvo, estoy solo. Solo con ellos, o al menos eso siento. Ya lograron
apoderarse de mi mundo o quizá soy yo el que, preso del pánico, no
puedo distinguir entre los dos mundos. “Seguinos hasta el final,
miedoso”, dicen, pero cobardemente despierto antes. Como si el
miedo a que me lastimaran me sacara de ese lugar. No es mi culpa,
no puedo hacérselos saber. Pero sus voces están tan presentes
mientras no duermo, que es lógico suponer que pueden hacerme
daño aún en su mundo. Siempre monte adentro, siempre avanzando
por una picada que ellos mismos abren entre los isipós, helechos y
enredaderas que parecen abrazarse para evitar inútilmente que
alguien penetre en el denso verde. Logré seguirlos hasta el final, o
hasta donde ellos querían. Se tendieron en el suelo y mágicamente
aparecieron estaqueados. De sus vientres brotaba sangre, fruto de
innumerables latigazos. Sus cuerpos pasaron de fuertes a marchitos
ante mis ojos. Sus bocas se movían tratando de decir algo pero
SEBASTIÁN BORKOSKI 37
solamente salía un gemido seco como el de una serpiente con pocas
fuerzas para enojarse. No podían decir nada, no necesitaban
hacerlo, pude ver la fuente misma de todos los gritos que me
atormentaron durante las últimas noches dejando que mi cuerpo se
consumiera de flacura ante la falta de apetito. Los miré ya con
menos miedo y deduje que sentía pena al advertir que las lágrimas
bañaban mi rostro. Así desperté, con el rostro húmedo, los ojos
ardientes y la boca entumecida. Esperé hasta el mediodía para ir al
monte y gritar desesperadamente: “¿Qué quieren?, ya sé qué les
pasó”, pero nadie respondió. Tenía que sacarme la duda, tenía que
saber si todo esto era fruto de una demencia quijotesca derivada de
la absorción sin descanso de historias funestas de los obrajes. Con
locura ciega destrocé el monte, tenebrosamente parecido al de los
sueños, para abrirme paso. Ahí las vi, las doce estacas
perfectamente espaciadas en un claro bajo una enorme araucaria.
Salí corriendo del lugar. Las ramas que habían sobrevivido a mi
herramienta se vengaron cortando mi cara. El ron sirvió para
desinfectar los cortes pero no para lograr que me calmara, a pesar
de que bebí y bebí. Siguen apareciendo a las dos de la mañana, sin
remedio. No dicen nada y yo no puedo hablar. No puedo gritarles ni
explicarles a estos tres hombres lo frustrado que me siento. No me
dejan en paz. Cuando el sol cae y no hay más iluminación que la
raquítica lámpara de queroseno, ellos se apoderan de mi mundo, a
veces deambulando por el monte, a veces con sus voces. Traté de
volver, pero cuando me lo propongo me dicen claramente que
piensan seguirme hasta que pueda darles la paz que jamás
tuvieron…
38 ÚLTIMO CAJÓN
muerto a esta altura, de vejez o de cualquier otra cosa. Lo que sí
habrá de importarles es que la misma noche en que leí el cuaderno,
empecé a tener dificultades para dormir como nunca las había tenido.
La maldita culebra helada recorre mi espalda desde que metí la mano
en ese último cajón. Cuando me despierto, no existe brebaje que me
devuelva el sueño. Antes de que el miedo me lleve inevitablemente a
la locura, decido releer el testimonio una y otra vez de manera casi
académica. Es mejor entender el problema antes de que una fuerza
diabólica me obligue a adentrarme en ese tenebroso monte infestado
de ánimas malditas. Las pocas palabras que dijeron los estaqueados
me llevan a buscar explicaciones para su sed de paz. Sus
inexplicables deseos de no abandonar del todo este mundo que
dejaron de manera tan cruel. Todavía no los veo en mis sueños, pero
sé que son ellos los que me despiertan. No quieren justicia, no la
consiguieron ni la conseguirán jamás. Al menos no para ellos. Quizá
sólo persiguen al infeliz que conoce su historia para así lograr que
otros como yo entiendan las cosas que existen o existieron. Ahora
comprenden por qué escribo esto. Es lo único que puedo hacer para
intentar dormir en paz. Supongo yo que si uno les ve la cara no hay
marcha atrás. No quiero verlos sufrir. Tengo que lograr que ustedes
también lo lean, espero que hayan llegado hasta acá. Si lo hicieron,
por ahora no teman. Ellos todavía están conmigo.
SEBASTIÁN BORKOSKI 39
Los sordos
BORKOSKI
–Hace unos días ya que no siento su presencia, che, te juro.
Tampoco puedo verlo. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.
Siempre pude olerlo, sentirlo. Estuvo por aquí mucho antes que yo.
¿Viste lo que era su porte, no? Tan imponente. Lo extraño. Y lo peor
es que no se qué pasó. Porque no murió así de viejo, nomás, me
hubiese dado cuenta.
–Vos sólo pensás en él. ¿Qué hay de los demás? Todos los que
estaban cerca de él y lo rodeaban tampoco se pueden sentir. Somos
todos parte de lo mismo, todos juntos hasta donde alcanza nuestro
sentir. Cuando falta uno es como si nos faltara algo a nosotros
mismos. Sabés que es así.
–Bueno, es que los demás están más abajo. Son más nuevos, qué
sé yo. Yo estaba acá mucho antes que ellos. Nosotros somos los que
nos hacemos notar, los que sobresalimos, por eso aunque estemos
lejos podemos vernos. Ellos se apretujan más abajo, uno al lado del
otro. Como si no hubiese suficiente espacio para todos.
–No todos pueden estar a nuestra altura, por más que la peleen
durante muchos años ahí se quedan. Ese no es el tema importante acá.
Decime, ¿no te preocupa que de repente hayamos dejado de sentir la
presencia de todo el grupo que está allá, al otro lado del arroyo? Así
como así y sin saber por qué.
SABASTIÁN 43
–Yo sentí algunos ruidos hace algunos días, justo antes de que él
desapareciera. Bueno, él y los demás, para que no te enojes. Unos
ruidos raros. Como si fuesen muchos animales, de los grandes. Todos
juntos. Seguro tiene que ver con eso.
–Yo oí esos ruidos también, y vi cómo desaparecían después. Pero
los animales no pueden matarlos, ni a él ni a ninguno de los más
débiles siquiera. Una piara de tatetos podrá lastimarlos si querés, o un
jaguar o algún puma podrán dejarles alguna hermosa cicatriz de un
zarpazo, pero no mucho más que eso. No pueden matarlos. Es
imposible. Otra cosa debe haber pasado.
–No sé, no sé en qué pensar. Él era mi amigo, así como vos. Sólo
que estaba más lejos, nos comunicábamos menos, a la distancia.
Cuando las condiciones se daban. Quizá fue alguna enfermedad, de las
fuertes, de esas que matan justamente.
–Vos seguís pensando solamente en él como si los demás también
estuviesen con vida. Una enfermedad no los va a matar de un día para
el otro. Yo estoy preocupado. Quizá nosotros también corremos
peligro.
–¡Vos sos un egoísta! Un embustero. Me querés hacer sentir mal
porque no lamento la pérdida de los demás pero en el fondo sólo te
preocupa tu integridad. Además, ¿qué podemos hacer si corremos
peligro? ¿Qué? Nada, porque no corremos ningún peligro, acá
nacemos, acá crecemos, acá nos quedamos y acá morimos. Siempre
fue así y siempre lo será.
–Nunca desaparecieron tantos al mismo tiempo. ¿Cómo puede ser
que no te des cuenta de que esta vez es diferente?
–¡No me importa! Mi amigo se fue y los demás también, no hay
nada que podamos hacer. Dejáme tranquilo con mi dolor y vos
preocupate todo lo que quieras, pero tené muy en cuenta que es en
vano.
–¡Shh! ¡Silencio! Estoy escuchando los mismos ruidos, pare-
44 LOS SORDOS
cen venir hacia acá. ¿Podés ver algo, vos que tenés ahí un hueco entre
los más chicos?
–Son varios, como ocho, se comunican entre ellos. Nunca vi esos
animales. Se mueven medio parecido a los monos. ¡Vienen para acá!
BORKOSKI
–Sí, los puedo sentir, están acá cerquita, los escucho, puedo oír sus
pasos y cómo se comunican.
–¡Tienen algo en sus manos! Algo brillante.
–¡No puedo ver nada, me tapan los demás! Los siento cerca, están
muy cerca, hermano.
–¡No! ¡No! ¡Paren, por favor!
–¿Qué pasa?
–¡Dos de ellos están matando a los más chicos con esas cosas
brillantes y otros tres a todo lo que encuentran a su paso! ¡No puedo
ver a los demás, los perdí de vista! ¡Paren, por favor, paren!
¡No me oyen! ¡Estos animales son sordos, no pueden oírnos!
–¡Están acá! ¡Los siento sobre mí! ¡Ahhhhh! ¡Ahhhh!
–¡¿Qué te pasa, hermano?!
–¡Me duele! ¡Ahhhh, no puedo más, me duele…! Me caigo, me
caigo…
–¡Hermano! ¡Hermanoooo!
SABASTIÁN 45
Cetrero nocturno
Después de intercambiar algunos saludos con los últimos obreros
que dejaban el campamento, el hombre se quedó solo. Y, como en
los últimos días, comenzó casi sin darse cuenta a esperar ansioso su
llegada. Miraba las pequeñas piedras que acababan de ser niveladas
por la máquina. Escuchaba el monte y golpeaba una roca despacito
con su palo de madera. Un palo duro y firme que le servía de arma.
No confiaba demasiado en el alcance de su faca. Una pistola hubiese
estado bien, pero no se la dieron. A ver si por miedo o descuido
mataba alguno de esos bichos que no se pueden tocar. Tenía que
correr el riesgo él solo. La paga bien valía la pena. La naturaleza del
trabajo de vigilante le quitaba la posibilidad de interactuar
amigablemente con los que construían el camino. Él sólo iba hasta
donde había avanzado el campamento y ahí esperaba, hasta que los
obreros aparecieran nuevamente con los rayos del amanecer. Para
que las noches no fueran tan largas intentaba cocinar su cena lo más
tarde posible. Ese era su desafío. Para lograrlo, engañaba el estómago
con diferentes bocados cuando el sol comenzaba a ocultarse para dar
vida a la noche.
–¡Apareciste! Sos bastante inteligente, parece, mirá que tenés que
encontrarme acá en el medio del monte. Debe ser por el bochinche
que hacen las máquinas. Hoy tengo rapadura. Vamos a ver si te
gusta… ¡Pero vos no le hacés asco a nada, che!
Algún nombre tengo que ponerte si vas a andar por acá todas las
tardes. Es como la quinta vez que venís ya. Raro, porque ustedes
siempre suelen andar de a muchos. Quedate ahí sin hacer ruido, así
puedo leer tranquilo. Es lo único que puedo hacer acá. Me dijeron
que leyera para no quedar loco, cuidando estas cosas en el medio del
monte. Por suerte conseguí una luz para la noche. Hace mucho calor
para leer cerca del fuego.
SEBASTIÁN BORKOSKI 49
El pájaro lo observaba leer desde lejos. Sin entrometerse
demasiado, esperando poder picotear algo de la cena que vendría en
un rato. Sólo volvía a la oscuridad de la selva cuando tenía su
estómago lleno. Mientras tanto esperaba. Paciente, inmóvil. Aunque
sus ojos amarillos y eléctricos parecían denotar un nerviosismo que
el hombre no lograba entender.
–Mirá, urraca, acá en este cuento que estoy leyendo hay un perro
que se llama Marconi, me gusta el nombre. ¿Te puedo decir
Marconi? Como si pudieras elegir vos, ¿no? Quedate ahí, Marconi,
que termino tu cuento y cenamos.
50 CETRERO NOCTURNO
calentar en la olla de los obreros. El pájaro parecía escucharlo con
atención, o al menos el hombre sentía eso. A tal punto que la lectura
de cuentos se vio gradualmente interrumpida por monólogos cada
vez más extensos.
SEBASTIÁN BORKOSKI 51
acortar la noche, como era su objetivo original, sino más bien por
retrasar la inevitable partida de Marconi una vez que tuviera el
estómago lleno. En ese momento el hombre volvía a sentirse solo y
con miedo. La oscuridad nuevamente se hacía larga y difícil de pasar.
52 CETRERO NOCTURNO
–¡Tranquilo, ya comemos, che! Esperá un poco. No quiero que te
vayas todavía. Con vos acá al menos tengo a quién hablarle.
Escuchás todos mis problemas y a veces hasta respondés. Tengo
suerte de tenerte acá, porque no es fácil encontrar a uno para que
escuche pálidas. Te falta ser más educado, nomás y no levantar vuelo
cada vez que te inflo el estómago.
SEBASTIÁN BORKOSKI 53
de unos segundos, oyó a su compañero pronunciar con claridad
“Marconi”.
–Muy lindo, sí, ese es tu nombre, pero dame lo que es mío, te
digo. Mirá, Marconi, lo que te gusta, rapadura bien dulce. Mirá, es
mucho más de lo que te suelo dar. Todo para vos si me das la
pulsera, ¿sí? Sólo tenés que tirarla nomás acá abajo, así la agarro.
Dale, Marconi, eso… tomá. ¡Gracias! Qué susto me hiciste pasar,
chamigo, qué le digo a mi esposa si pierdo esto, con lo mal que la
tiene su enfermedad, encima. No le puedo dar estos disgustos,
Marconi. No vuelvas a hacer esto, no te doy más de comer,
¿entendiste?
54 CETRERO NOCTURNO
cualquiera va a decir que es suyo. ¿Qué hago con esto, Marconi?
¿Qué hago? Me lo quedo yo. Lo vendo, la platita me viene bien para
los remedios. Después de todo por ahí lo encontraste tirado por ahí.
–Tenés que dejar de traer estas cosas, Marconi, no está bien esto.
Las estás robando, ¿cierto? –El pájaro intercalaba silbidos con su
nombre, reclamando lo que le correspondía
–¿No entendés, chamigo? Los obreros me dijeron hoy que en
los hoteles ofrecieron guita por tu cabeza. –¡Marconi! ¡Marconi! –
Encima te llevás las joyas diciendo tu nombre, ¡qué tipo, che! Los
muchachos me dijeron hoy que todo el obraje está desesperado
mirando el monte, buscando una urraca de cresta alta que dice
Marconi. Vos ya te acercás demasiado a la gente, siempre te dije que
eso era peligroso, che. Entrás a los cuartos y todo. Si yo sé, Marconi,
me enteré de todo lo que andás haciendo. Yo me hago el boludo
nomás cuando me preguntan y no te agarro yo porque todo esto en
definitiva es mi culpa. ¡Pará ya de traerme estas cosas caras de los
ricachones! Te van a lastimar. ¿Vas a parar? Ya ni para los remedios
necesito esto, porque mi señora está mejor. Ya me ayudaste, ya está.
Gracias, Marconi, por tu ayuda, pero tenés que dejar ya de hacerlo.
Estás robando, chamigo, y yo soy tu cómplice, encima. No está bien
esto. Lo que no entiendo es cómo desaparecen tantas joyas. No le
SEBASTIÁN BORKOSKI 55
habrás enseñado esto a tus compinches, ¿no? Para mí que algunos
ladronzuelos se están aprovechando de tu fama, Marconi. Tenés que
parar, chamigo.
56 CETRERO NOCTURNO
lo que es eso, Marconi? ¿Sabés lo feo que es estar encerrado teniendo
la capacidad de volar por los cielos? Eso si tenés suerte y no te ponen
un piedrazo o un balazo. En mi casa no puedo tenerte, me van a hacer
pagar todas las cosas que me trajiste a mí si te encuentran conmigo.
–¡Marconi! ¡Marconi! –dijo nuevamente el pájaro con suavidad,
agachando su cabeza. Parecía estar lamentando el hecho de no traer
nada en su pico. Se movía muy lentamente. Uno de los dedos de su
pata izquierda estaba aplastado y rojo de sangre.
–No vas a entender, ¿no? Maldita sea, pájaro del demonio, cómo
me metiste en esta situación de mierda. No me va a quedar otra que
hacértelo entender por más que no me guste. No me gusta hacerle
daño a nadie che, no sabés lo mal que me hacés sentir.
Con un rápido movimiento, el hombre tomó todo el cuerpo de
Marconi con su mano robusta. Podía sentir la fuerza que el pájaro
hacía para liberarse. Movía sus patas de manera alocada mientras
dejaba escapar un lamento ensordecedor. Cualquiera que hubiese
estado lo suficientemente cerca, habría pensado que se trataba de una
mujer sufriendo dolores insoportables. Sujetó después su cabeza con
una cinta al palo de escoba para evitar los picotazos con los que
Marconi intentaba defenderse inútilmente. El hombre le hablaba con
la misma suavidad con la que solía hablarle a su hija cuando era
pequeña.
–No hagas escándalo, chamigo, te dije que si no parabas iba a
hacer algo yo. Esto tiene que terminar, Marconi. –Comenzó a sentir
la frescura de una lágrima que dibujaba curvas en su mejilla
mientras, con su brazo libre, afilaba su cuchillo contra una piedra. –
Perdoname, amigazo, pero te pasaste de vuelta. –Antes de tomar el
cuchillo nuevamente, secó sus ojos para poder ver con claridad.
Con la respiración entrecortada y el pecho tibio y aturdido por los
latidos desprolijos de su corazón, cortó el dedo aplastado de la pata
intentando sin éxito que los gritos de Marconi no lo conmoviesen.
SEBASTIÁN BORKOSKI 57
Bañó el pequeño muñón con alcohol y lo secó con cuidado. El
pájaro, cansado y aturdido, había dejado de luchar.
58 CETRERO NOCTURNO
–¡Rajá de acá, bicho de mierda! ¡Andateeeee! Buscá vos tu
propia comida como hacías antes, nadie más te va a dar nada por acá.
¡Rajá! ¡Y no vuelvas!
SEBASTIÁN BORKOSKI 59
60 CETRERO NOCTURNO
Rescate
A Victoria
Es imposible encontrar alguna palabra que describa con exactitud
mis sentimientos al recordar el tiempo vivido en aquel lugar tan
alejado. Ese tiempo en el que había decidido, una vez más, apartarme
de todo para alcanzar una perfección imposible en mi expresión
artística. Tiempo en el que creí estar conociendo a Morelia, cuando en
realidad me estaba conociendo a mí mismo.
SEBASTIÁN BORKOSKI 63
lógicamente, jamás entenderían la necesidad de privacidad que tiene
un artista. Estos aislamientos no me resultaban para nada difíciles,
estaba muy cómodo como dueño y señor de mi soledad. Me
ayudaban a crear, libre de todo tipo de distracciones. Los amigos, los
colegas y las mujeres. Ellas a veces funcionaban como un pequeño
aporte de inspiración, pero no más que eso. Todo terminaba saliendo
de mi corazón y de mis dedos. La capacidad de sentir las cosas de
otra manera no me permitía distraerme en sentimientos básicos de
pareja. Pero la conquista y la admiración que despertaba muchas
veces impregnaban mi ser con visiones de la inmensa potencialidad
que poseemos, o que creemos poseer. Morelia permaneció ajena a
todas mis cavilaciones. Su sencillez y su capacidad para escucharme
no conocían límites. Yo necesitaba de eso. No me hacía falta hacerla
mía, porque ya la sentía así. La primera vez que se animó a atravesar
el muro lo hizo mientras sonaba desde la cocina de mi casa “El vals
de las flores”, y no resistí las ganas de pedirle que bailara conmigo.
No recuerdo si realmente lo hicimos, creo que solamente nos
abrazamos y nos movimos dejando que nuestras almas fueran las que
danzaran al compás de la melodía y los latidos de mi corazón. Una
sensación de calidez se apoderó de mí y jamás volví a ser el mismo.
No entendía cómo una persona, una simple mujer, podía dejarme en
semejante estado de paz. Observaba en mí cosas que nadie había
observado, virtudes simples y escondidas que yo mismo había
olvidado que poseía. Virtudes que antes de conocerla no me
importaban o que ni siquiera las consideraba como tales. Era dueña
de la manera más sencilla de verme hermoso. De ese modo me hizo
notar que yo también era capaz de verla así, sencillamente perfecta.
Ya no necesitábamos bailar. Solamente iba a su casa y me entregaba
a su reconfortante compañía. Sus ojos eran una bella mezcla de
colores de otra dimensión. Ellos me transportaban a un mundo
mágico en el que no existía ninguna razón para no ser feliz. Un
64 RESCATE
mundo irreal y desconocido en el cual me sentía libre de todos y de
mí mismo. Paradójicamente me volví esclavo de la libertad que
Morelia me regalaba.
SEBASTIÁN BORKOSKI 65
de no hacerlo. Mi lugar está en tu corazón, pero no en tu vida y en las
cosas que hacés. Cuando logres verlo podés volver a buscarme.
66 RESCATE
de ella, pero me observó con desprecio y me dijo: “¿Otra vez usted
por acá? Váyase por donde vino y no moleste más en este pueblo”.
Decidí irme, pero no sin antes corroborar con mis propios ojos lo
que este hombre me decía. Abrí la puerta de su casa de una patada. El
olor a abandono y humedad me estremecieron, al convencerme de
que no se debía a una ausencia de meses sino de años. Atravesé el
living y la cocina, llenándome de telarañas, para intentar, en vano,
ver el huerto y las orquídeas que ya no estaban. A juzgar por la
cantidad y la altura de los yuyos y algunas plantas, resultaba evidente
que el huerto y las orquídeas jamás habían estado. No puedo explicar
la pesadilla que resultó de un momento a otro no saber qué había sido
real y qué no. Para mí ella lo era, no estaba loco. Estaba seguro de
haberla tocado, de haberla sentido con todo mí ser. No podía
entregarme a la idea de que Morelia no existía, de que mi necesidad
de buscar la perfección artística me había llevado a crear un ser
imaginario del cual enamorarme.
SEBASTIÁN BORKOSKI 67
Me senté derrotado, mientras intentaba visualizarla, y llorando
me di cuenta de que todavía tenía las cartas en la mano. Observaba la
fecha de cada carta y recordaba perfectamente su contenido, mi
amor, sin necesidad de abrir el sobre. Entre ellos había uno que
sorprendentemente llevaba mi nombre. Dentro de él, en un papel
amarillo, viejo, estaba escrito: “Si tenés esto en tus manos es porque
finalmente pudiste verlo. Ahora estás listo para amar de verdad.
Morelia”
Aún hoy sigo sin estar seguro de lo que fue o lo que no fue
Morelia. Lo que verdaderamente importa es lo que soy después de
haberla conocido.
68 RESCATE
Los fabricantes
Verlo llegar así, sin nada más que su machete brillante atado a la
cintura, llenó mi pecho de nuevas sensaciones. En su mano derecha
traía una bolsa de las de harina con algunas cosas, ropa seguramente.
Había visto pasar a muchos peones por las propiedades de mi padre,
pero ninguno como él. Cansado en sus ojos, parecía que nada ni nadie
le importaba. Sus alpargatas rotosas y las manos callosas me causaron
algo de injusta repulsión, probablemente porque mi mamá insistía
mucho en el aseo personal, cosa que es muy difícil de mantener
cuando se es pequeño y curioso en un mundo en el cual la naturaleza
pareciera comerte vivo. La cosecha había terminado. Abundante, había
dejado los bolsillos de los tareferos inflados de jornales bien
merecidos. Así también los había llevado a otra parte, a descansar, a
hacer uso y abuso del dinero conseguido. Ninguno quiso quedarse con
mi padre y él necesitaba de alguien para que durmiera en el galpón y
cuidara nuestras pocas pertenencias. Lo observaba con estupor, parado
un poco detrás de las anchas espaldas de papá. Me gustaba escuchar
cómo dialogaba con los peones que llegaban en busca de trabajo.
Pensaba que en algún futuro, todavía lejano, esas pasarían a ser mis
obligaciones.
–Lo que haya para hacer, hago.
Su voz salió seca y gastada, lo cual me resultaba extraño en
un hombre que parecía ser de muy pocas palabras. Había escuchado
pacientemente el monólogo de su nuevo patrón en el que le daba
precisas instrucciones y resaltaba la diversidad de las tareas a realizar
en la chacra. No podía determinar su edad, pero seguro era un poco
menor que papá; al menos la ausencia de una frondosa barba me daba
esa impresión. Se limitó a agachar su cabeza y tocar el ala de su
sombrero de paja en señal de respeto. Se fue caminando despacio,
como había llegado, hacia el galpón del fondo. Lo seguimos.
Acomodó sus cosas en una mesita de madera sobre la cama, que tenía
las patas hundidas en el suelo colorado. Yo me acordaba la razón. El
SEBASTIÁN BORKOSKI 73
último peón que había dormido allí había sido el jefe de la cuadrilla de
tareferos. Era enorme de tamaño, inclusive gordo, diría yo. Éste de
ahora, sin embargo, era flaco y de baja estatura. A juzgar por su facha,
era incapaz de hacer otra cosa que no fuera agachar la cabeza,
obedecer y trabajar. En el piso duro clavó con fuerza su machete y
sobre un montón de cenizas puso unos tacos de madera para reavivar
el extinguido fuego. Volví a casa con papá y después de cenar me
ofrecí con insólita voluntad a llevarle algo de comida al nuevo
ayudante. El camino hasta allá me resultaba largo, sobre todo de
noche, cuando no tenía más luz que la de mi linterna. Cuando la
tomaba, me daba la sensación de estar llevando una pesada antorcha
de esas que veía en algunas ilustraciones de las láminas de la escuela.
Sin embargo, su tímido foquito apenas alcanzaba a alumbrar el camino
para que yo no tropezara con algún tronco, algún sapo y sobre todo,
para cuidarme de las yararás. De hecho, mi luz artificial no era
competencia para el intenso fuego que el peón había logrado encender.
A considerable distancia podía sentir el fuerte aroma a madera
quemada y casi encandilarme con su fulgor. Espié un poco por las
grandes puertas mal cerradas y ahí lo vi, sentado sobre un grueso
tronco, con los ojos lánguidos hipnotizados por los crujidos y chispas
que salían de la sufrida madera que se extinguía. Me acerqué con la
timidez que me caracterizaba y aunque no hizo ningún gesto, supe que
había notado mi presencia.
–Vine a traerle algo de comer, don –dije claramente, aunque mi
voz salió más suave de lo que me hubiese gustado. Quería que sonara
fuerte y con presencia, como la de papá, pero no me salió. El peón se
levantó y con sus arrugadas manos tomó el plato rebosante de guiso.
Se sentó nuevamente en el tronco.
–Gracias, patroncito –fue todo lo que dijo. Me quedé observando
un instante cómo comía de esa forma tan simple. Su flacura me hacía
pensar en ese tipo de hambre que describía papá y que yo desconocía.
74 LOS FABRICANTES
No obstante comía lentamente. Mientras saboreaba cada cucharada,
mantenía sus tristes ojos fijos en algún lugar. Vaya a saber uno en qué
pensaba. Me hubiese gustado que me dijera algo más de sí mismo. Su
apariencia y su silencio no hacían más que despertar mi curiosidad
hasta límites insospechados.
–¿Cuál es su nombre, don? –Esta vez mi voz había sonado con
más firmeza. Casi se me escapó una sonrisa de satisfacción y orgullo,
pero logré ocultarla a tiempo para no parecer un idiota.
–Fabiano Reyes. –Seco, otra vez, y volvió a su plato. En ese
momento me di cuenta de que hubiese sido mejor esperar a que
terminara de comer. Pero mamá iba a preocuparse. Además, me había
aclarado que no era necesario llevarle de nuevo ese plato de loza
gastado por los años. Creo que era más viejo que yo. Decidí dejarlo
cenar solo, no quería seguir indagando con preguntas tontas cuyas
respuestas seguramente iba a conocer con el correr del tiempo y en la
medida que siguiera trabajando con nosotros.
–Que descanse, patroncito.
Como no esperaba el saludo, su voz me hizo un poco de
cosquillas.
–Hasta mañana, Reyes.
Llamarlo por su apellido, como hacía papá con todos los peones,
me daba una absurda sensación de poder y madurez, virtudes de las
cuales estaba lejos de ser dueño. Cuando me acosté en la cama, la
imagen de su cara huesuda invadió mis sentidos. Algo en su profundo
y enigmático silencio me recordaba a esos perros de las chacras
vecinas que se acercaban sin ladrar buscando con su boca espumosa
los tobillos de los intrusos. Eran los perros más peligrosos. No me
acuerdo cuánto tiempo pasó sin que yo supiese mucho más del tal
Reyes. Pero allí seguía, evidentemente era tan eficiente como callado.
Cuando el sol del sábado dejaba de calentar con fuerza, comenzaba su
día de descanso. Por eso, por las noches, no dudaba un minuto en salir
SEBASTIÁN BORKOSKI 75
a pegar una vuelta por las bailantas de la zona para entregarse a los
placeres de la caña. Durante el domingo jamás salía del galpón. A mí
no me dejaban ir ese día, lo cual me molestaba mucho porque era mi
único día libre (el sábado, además de dormir un poco más, tenía que
dedicarme a hacer las tareas de la escuela). Nosotros el domingo lo
utilizábamos para visitar a la hermana de mamá, cosa que me
desagradaba profundamente: no sólo había que madrugar y caminar
leguas de monte, sino que también tenía que soportar primas
malcriadas. Volviendo a Reyes, papá me decía que probablemente
estaba acompañado y que había que respetar su privacidad. Claro, ese
era su día, el domingo. A nadie de mi casa le importaba lo que hiciera
siempre y cuando estuviese firme el lunes siguiente con la azada en
mano al despuntar el alba. A casi nadie, porque a mí sí me importaba;
sin embargo eso no tenía ni siquiera un poco de relevancia. El buen
Reyes (así le decía mi padre) siguió trabajando en casa hasta que
llegaron mis merecidas vacaciones. Por fin podría ayudar al peón con
ganas propias de temprana pubertad. Iban a estar orgullosos de mí.
Además me había cansado ya de sacarles el yuyo a las papas y
cosechar verduras. Hacía tiempo que quería hacer las cosas que hacían
los hombres. Con el permiso de papá, iba a convertirme en el ayudante
principal de Reyes hasta que comenzaran las clases. No tuve que
insistirle mucho, era mejor andar por la chacra trabajando que estar de
vago por el pueblo. Cada tanto le acercaba la cena, pero tenía que ir
temprano, porque si no lo hacía ya estaba preparando algo en la olla de
hierro negra. Pude observar que a fuerza de golpes y maña había
improvisado unos parantes de hierro con un alambre sobre el cual
suspendía la olla para dejar que el fuego la abrasara. Ese trípode mal
hecho pasaba a ser un miembro más, junto con la cama, una mesita
enferma y el tronco seco, de la miserable familia de muebles que tenía.
A veces me daban ganas de que durmiera en algún rincón de la casa,
pero estoy seguro de que esa idea no cruzó por su cabeza. Lo sé
76 LOS FABRICANTES
porque jamás había entrado siquiera. Cuando necesitaba algo,
estrellaba sus palmas para que alguien saliera. Él nunca entraba, ni
siquiera cuando los fuertes vientos de alguna tormenta fantástica
parecían destrozar nuestro galpón, que era su casa. La idea no estaba
en su cabeza. Después de todo, según sus propias y pocas palabras,
estaba mejor ahí que en el trabajo anterior.
–Tiene que dejar de robar huevos del gallinero de su padre,
patroncito.
–Es que el reviro que desayuna me da lástima, sin huevo no es
rico.
–No quiero tener problemas con su padre o que usted los tenga.
Reyes me había contado que jamás robaba, porque eso no era
digno de una persona de honor. Un hombre debe ganarse por sí mismo
todo lo que precise. Pero le hice entender que jamás iban a retarme por
robar un huevo para compartir un desayuno. Me gustaba desayunar
con él porque no tenía que lavar tazas ni hacer nada. Sólo comer y
tomar algo caliente a la espera del sol para comenzar a darle hacha a
los troncos. Estábamos armando un alambrado para evitar que los
terneros del vecino pisotearan nuestras plantaciones de té.Trabajaba
incansablemente siempre, sin quejarse, siempre obedeciendo. Por las
tardes mateaba, solitario, en ese galpón mugroso y su presencia pasaba
inadvertida para todos. Bueno, casi todos, yo sabía que estaba ahí. Con
la mirada clavada en algún lugar perdido. Quizás en la tranquilidad de
la noche sentía algo de paz. Yo quería creer eso, me había contado las
condiciones en las cuales había vivido y si todo eso era verdad tenía
sobradas razones para estar tranquilo en la precariedad y pobreza de
nuestro galpón infestado de cosas viejas. Yo me quedaba
compartiendo ese rato con él, y sus prolongados silencios junto con su
triste expresión me hacían pensar generosamente en mí mismo. En él
veía el espejo de una adultez indeseada. Yo estudiaba porque era la
mejor forma, según papá, de salir adelante. En el tranquilo andar de
SEBASTIÁN BORKOSKI 77
Reyes por la chacra, sin embargo, no parecía haber una búsqueda de
algo mejor. Quizá no conocía nada mejor o se había cansado de
luchar, la verdad no lo sé. Pero lo que sí es seguro es que no parecía
necesitar de nada más que las pocas cosas que tenía. Sorbía el mate
mirando el fuego que lo condenaba. Es posible que en esas salidas
nocturnas de bailes y alcohol encontrara las pocas emociones que su
mezquina vida le ofrecía. Digo esto porque un lunes lo encontré con
una marca en la cara que parecía un arañazo y cuando le pregunté si se
había encontrado con algún tirica, me dijo: “La mujer enojada es uno
de los bichos más bravos, patroncito”. En aquel momento no entendí
bien a qué se refería, pero no me importó. Sus respuestas eran siempre
breves, así como sus indicaciones o comentarios sobre mis deficientes
hachazos o machetazos (en el desmonte no me fue muy bien). De
todas formas, yo podía presumir en mi casa de que era la persona con
quien Reyes más hablaba, cosa que sólo tenía trascendencia para mí.
Una de esas tardes lúgubres llenas de humedad lo encontré en el
galpón y, curiosamente, su mirada no estaba clavada en el fuego. Se
había desviado hacia un montón de fierros viejos que estaban
amontonados en un rincón aguardando su lugar en la basura. Me senté
a su lado esperando inútilmente entender algo. El buen Reyes ya se
había acostumbrado a mi compañía y a mis preguntas, que no recibían
jamás una respuesta suficiente de su parte. Era muy raro que él me
hablara primero. Esas esperas solían a veces ser tan largas que
terminaban por acabar con mi paciencia y salía de ahí bastante
malhumorado. No era amigo del silencio como ese peón, me gustaba
dialogar con todo el mundo una vez que me sentía en confianza. A
veces ni siquiera entiendo por qué llegué a sentir simpatía por ese
hombre. Probablemente en aquel momento pensaba que me estimaba
al compartir conmigo esos desayunos y mates de tardecita.
–Nada de eso sirve, patroncito, –dijo en voz baja, como si quisiera
asegurarse de que apenas lo escuchaba.
78 LOS FABRICANTES
–¿Para qué? No entiendo, –reclamé impaciente.
–Aluminio, eso es lo que sirve, aluminio. El fierro no se derrite en
mi olla. Demasiado fuego se precisa –concluyó, mirando con desgano
los leños que tenía agrupados en otro sector.
Mi paciencia se agotaba y tenía ganas de gritar, pero su mirada
seca y su ceño fruncido me atemorizaban un poco. Su cuerpo huesudo
me daba a veces la impresión de que era un fantasma crepuscular que
deambulaba por el monte. Sobre todo, cuando se ponía esa vieja
camisa blanca que le había dado papá, cuyos últimos botones prendían
a media altura entre su cintura y sus rodillas. Las mangas, aún
remangadas, le cubrían casi todo el brazo. Cuando volvió sus ojos
sobre mí, notó los míos fijos estúpidamente en sus manos venosas, que
hacían girar una y otra vez el machete apoyado en su punta sobre la
tierra dura.
–Si me consigue aluminio, le muestro lo que sé hacer, patroncito,
quizás hasta aprende, pero tiene que guardar el secreto, no quiero que
su padre se enoje. La mañana siguiente me desperté con un renovado
entusiasmo que no sentía desde que había comenzado a trabajar con el
peón. Conseguir algo de aluminio para dárselo a Reyes sin que mis
padres me molieran a golpes constituía toda una aventura en mis ya
aburridos días de verano. Como contadas veces hacía alguna cosa a
escondidas, la sangre comenzó a fluir tibiamente por mi cuerpo desde
el momento en que empecé a mirar con cariño todas las cosas que
había en la cocina. Fui a carpir como cualquier día, pero cuando tuve
una oportunidad y vi que mamá se alejaba, fui corriendo a la casa a
intentar encontrar algo que le fuera útil a nuestro peón que, a lo lejos,
me hacía de campana. La tarea no resultó nada sencilla; necesitaba
algo de aluminio lo suficientemente viejo e inservible como para que
nadie notara su ausencia. Solamente cuidando ese detalle, mis nalgas
estarían a salvo. Imaginarme la flexible y envolvente rama de durazno
sobre mis piernas me hacía temblar. Después de revolver con cuidado
SEBASTIÁN BORKOSKI 79
las cosas de la cocina, salí derrotado a la galería. Me apoyé sobre el
portoncito de alambre que separaba la casa del resto de la chacra, con
un sentimiento horrible. Mi falta de astucia acabaría por dejar que la
curiosidad desgarrara mis entrañas durante meses. Allá lejos podía ver
a Reyes y me resultó inevitable pensar que si conseguía el aluminio
por sus propios medios jamás habría de enterarme de la secreta
habilidad que poseía, de la cual podría yo ser entusiasta aprendiz.
Forzando un poco la vista pude notar el ademán de resignación que
hizo con sus brazos ante mi fracaso. Mi bronca y humillación hicieron
brotar una gruesa lágrima, cuyo peso direccionó mis ojos hacia el
suelo. Otras, más pequeñas, acompañaron la primera, y luego de
recorrer parcialmente mi cara se estrellaron en la tierra, justo al lado
de una garrapata infeliz que boca arriba luchaba por dar vuelta su
cuerpo inflamado de gula desmedida. La vieja bataraza desterrada del
gallinero no perdió la oportunidad y de un picotazo puso punto final a
la agónica existencia del goloso bicho, incapaz de soltar el lomo de mi
perra a tiempo como para poder moverse con agilidad. Fue en ese
preciso momento, cuando vi al pájaro que se alimentaba de porquerías
del suelo, que recordé el plato deforme y aplastado en el cual ponía el
alimento para los pollos. Precioso y gastado aluminio. No era muy
grande, pero suponía yo que iba a servir. Me fue sumamente sencillo
encontrar un reemplazante de loza, tan viejo que ni siquiera a Reyes se
lo dimos. Es muy difícil describir lo que sentía esa tarde cuando fui
corriendo a llevarle al peón mi hallazgo después de haberlo limpiado
cuidadosamente. Con mucho esfuerzo, trapo y limón pude darle un
poquito de brillo.
–Gracias, patroncito, –dijo, y me lastimó por dentro verlo arrojar
el plato al suelo sucio, como si fuese basura.
–Mire cómo arde mi fuego, así tiene que estar para dejar la olla así,
caliente que pela–.
80 LOS FABRICANTES
En ese momento recordé que había hablado de derretir el aluminio
y no sabía dónde meter la vergüenza por haber fregado el plato de
manera tan zonza. Él seguramente lo notó pero no dijo nada. El fuego
ardía infinitamente, dibujando una aureola de transpiración sobre la
camisa del peón. Jamás había imaginado que los troncos podían
transformarse de esa forma en brasas vivas tan naranjas y brillantes,
como nada que hubiera visto. Estaba tan fascinado que ni siquiera
sentía el calor. Solamente salí de ese trance al oír el ruido del plato
machucado que caía dentro de la olla.
–¿Para qué quiere derretir eso, Reyes?, –pregunté después de
ponerme de pie para ver cómo el plato perdía lentamente su dureza y
forma.
–Saque eso ahí. –El peón señaló una parte del suelo cubierta con
hojas de banano (creo) y otras plantas. Cuando las moví, vi que,
enterrada, escondida en el suelo, había una generosa porción de barro
grisáceo bien apretado y en el centro distinguí perfectamente el dibujo
de una de esas facas que aparecen en los mazos de truco. El molde no
era muy grande, quizá del tamaño de su mano. –¿Para qué quiere una
faquita tan chica si tiene un machete?
–Esta se puede llevar más fácil, patroncito, en el bolsillo. A veces
se precisa. Si bien estuve de acuerdo con su comentario, seguía sin
comprender del todo, en aquel momento, para qué estaba fabricando
algo tan inútil e insignificante. No le di gran importancia a la cuestión.
Me divertía mucho más ver cómo Reyes iba revolviendo el caldo
metálico que lentamente había comenzado a formarse con su machete.
Le pregunté con insistencia cuánto faltaba para verter esa sopa
plateada en su molde. La noche seguía cubriendo todo el monte y
pronto mis padres iban a pegar gritos para que volviera a casa.
–Creo que ya da, ya, –dijo tranquilo, y se puso de pie mientras
levantaba la olla con sumo cuidado. Me pidió que me alejara. Manejó
el metal líquido con una suavidad que le desconocía al rústico peón.
SEBASTIÁN BORKOSKI 81
De a poquito fue llenando esa faca moldeada en el barro duro y
grisáceo mientras yo seguía de cerca todos sus movimientos con
enfermo detallismo. Imaginaba que cuando me dejaran jugar con
fuego iba a poder fabricar yo también las cosas que se me diera la
gana. Después de vaciar la olla, Reyes comenzó a abanicar las hojas
de banano para refrescar ese líquido caliente. Con el aire que hizo, las
cenizas del fuego se abrieron paso entre la humedad del galpón para
llegar a mi nariz y estornudé con fuerza.
–Mejor que vuelva a su casa, patroncito, esto tiene que esperar acá
un buen tiempo hasta desmoldarlo.
Hice caso de mala gana y me fui pateando tierra. El peón no podía
arriesgarse a que papá me fuera a buscar y descubriera nuestro secreto
de fabricantes. El sábado siguiente terminé de copiar un párrafo del
libro de lectura lo más rápido que pude. Las letras me salieron medio
desgarbadas y algunas palabras hasta saltaban del renglón, así que
probablemente la maestra me mandaría rehacer la tarea entera otra
vez, pero me urgía ver si Reyes había terminado de trabajar en
“nuestro secreto”. Entré al galpón desesperado, con el pecho en fuego,
como si la tierra se abriera detrás de mí. Era tarde. Reyes ya tenía el
pequeño cuchillo en sus manos y lo estaba afilando con una piedra
muy lisa.
–¿Vio qué lindo quedó? –me dijo, moviéndolo despacio de un
lado a otro mientras yo veía cómo la luz del fuego rebotaba contra la
hoja.
–Ahora sólo falta forrar el mango con eso ahí –y señaló algo que
estaba cerca de mis pies. Al agachar la cabeza vi sorprendido que
había transformado en tiras un pedazo viejo de cuero que había estado
en un rincón quién sabe cuánto tiempo.
–¿Y para qué lo va a forrar con cuero? Así queda más lindo, todo
brillante el mango.
82 LOS FABRICANTES
–El mango tiene que tener cuero, patroncito, si no se le resbala a
uno.
Con paciencia me mostró cómo cubría la pequeña empuñadura con
las cintas de cuero finitas, de abajo hacia arriba. Cuando terminó,
cortó los pedazos sobrantes y apretó la punta del mango con un
pequeño alambre, bien fuerte para que el cuero no saliera.
–Ya está, patroncito, ahora no resbala, –y se puso a rasparlo
nuevamente con la piedra, con movimientos breves y veloces. Algunas
chispas saltaban graciosamente para unirse a las llamas que calentaban
la pava del mate.
–¿No estaba afilado ya? –pregunté al verlo raspar con vehemencia.
–Nooo –dijo con voz larga y cansada. –Tiene que estar bien
puntudo, sólo así sirve.
–Yo quiero hacerme una también algún día. El próximo aluminio
que consiga me toca a mí.
–Seguro, usted es el patroncito, pero tiene que seguir siendo
secreto, no se olvide.
–¿Y para qué lo va a usar, Reyes? Yo con esa faquita no me animo
a pelearle a nadie. Se le van a reír en la cara.
Fue muy curioso que hubiera dicho eso, porque justo cuando
terminé la última palabra de mi frase, Reyes me mostró por primera
vez su funesta sonrisa.
–A mí, nadie me ve llegar. Yo no aviso, –dijo, y sus ojos quedaron
otra vez paralizados y brillantes, mientras seguía afilando su nuevo
elemento. Pero esta vez, esa mirada era diferente. Ese gesto de
satisfacción no había abandonado su rostro. Quizá se sentía orgulloso
de lo que había logrado. No lo sé. Pero recuerdo vívidamente esa
sonrisa que exhibía dientes verdosos e incompletos y una pequeña
cantidad de saliva espumosa, ahí atrás, donde uno se corta si no lame
con cuidado la lata de picadillo. Me acordé nuevamente de los perros.
SEBASTIÁN BORKOSKI 83
Minutos después, un grito de papá me llevó directamente a casa. A
cenar, a dormir y la mañana siguiente, caminar rumbo a la casa de la
tía. No me acuerdo cuánta gente había alrededor de aquel cuerpo
grande tapado con una sábana que se elevaba en la zona de la nuca
como si reposara sobre una pequeña estaca. Ahí estaba tirado al
costado del camino, rodeado de curiosos. No se podía ver esa cosa que
estaba clavada en la nuca del desgraciado pero yo no necesitaba verla,
ya sabía. Cuando volvimos a casa, Reyes ya no estaba, nadie más de la
zona supo de él y yo jamás pude fabricar el juguete que quería con su
ayuda. Sin embargo, todavía hoy puedo ver claramente el molde de
barro y me pregunto en cuántas chacras más podría encontrar ese gris
y tenebroso dibujo grabado en la tierra.
84 LOS FABRICANTES
El barco
José Tomada no sabía qué le incomodaba más, si los burgueses sin
alma que daban gracias a ese presunto Dios por el éxito alcanzado o su
vejiga a punto de estallar: no sentía confianza para interrumpir la
protocolar cena. El dolor era muy profundo, los comentarios de la
mesa no.
–Uno se queja a veces de que los números no andan bien pero…
hay otros que sí tienen motivo para quejarse, ¿no? –dijo un hombre
prolijamente peinado, ajustándose la corbata.
–Ni que lo digas, de hecho antes de subir al barco tuve que decirle
a mi criado que le diera una frazada a la señora flaca y sucia que
estaba afuera. ¿Vieron que hacía frío esa mañana?
–agregó una señora de mediana edad.
–Ay, lo bien que hiciste. ¿No te hace sentir mejor eso? A veces
pareciera que Dios no le sonriera a todos de la misma forma, ¿no? –
comentó una mujer un poco más joven.
–A algunos apenas le muestra un hoyuelo de compasión, te diría –
respondió el primer hombre.
Para él ya no era importante saber cuál de los engreídos hablaba.
Todos eran igualmente ciegos, igualmente estúpidos, pensando en un
par de ojos gigantes cuya divinidad se posaba con más o menos
intensidad sobre unos que sobre otros. A esta altura estaba cansado de
discutir, simplemente optaba por sacudir la cabeza hacia arriba o hacia
los lados según correspondiera sin generar mayores conflictos. Para él,
las cosas eran claras: sus negocios iban bien porque a otros les iba
mal, a ellos les sobraba lo que a otros les faltaba, la vida era simple.
Sin más vueltas. Los más rápidos, los más audaces e inteligentes, esos
sacaban la vara más larga o la carta más alta de la baraja. Se le
revolvían las tripas de sólo pensar que tenía que dar las gracias a cierta
figura extraña del más allá después de haber trabajado duro. Después
de haber vencido a tantos enemigos y dejado en la ruina a los que
pretendían arruinarlo. Nuevamente se acordó del dolor de su vejiga.
SEBASTIÁN BORKOSKI 89
Jamás había sido tan intenso y pensó que no podía haber sido
ocasionado solamente por aguantarse las ganas de ir al baño. Era
evidente que algo no andaba bien en sus entrañas. Cerró los ojos por
un momento, pensó en el dolor, en su mujer y decidió que, cuando
comenzara el baile, definitivamente iría al baño. Su esposa dormía en
el camarote, no se sentía del todo bien. Lamentó profundamente el
hecho, no tanto por la temperatura de la frente de su compañera sino
porque lo había dejado solo soportando la primera cena del viaje.
Entre idas y vueltas de más frases vacías, la música comenzó a
animarse y las parejas poco a poco fueron despegando sus cuerpos de
las sillas para estirar un poco las piernas y de paso, saludar a algún que
otro conocido rumbo a Europa. Toda una mise en scéne que se repetía
viaje tras viaje. Él ya sentía algo más allá del hastío. Sin embargo, no
todo era malo, ahora podía ir al baño en paz. Llegó con urgencia pero
sin apurarse. De los tres urinales, solamente el del medio estaba
ocupado, cosa que no le placía, ya que al estar ambos inodoros con las
puertas cerradas no le quedaba más remedio que orinar hombro con
hombro con un desconocido. “¿Por qué habrá ido al del medio?”,
gruñó por dentro. Procedió de todas formas porque su necesidad
superaba ampliamente su vergüenza. Saludó y de inmediato se puso a
contemplar una pequeña flor que estaba perfectamente dibujada en el
azulejo frente a su nariz. Jamás había visto al hombre que estaba a su
derecha. Raro. Porque él conocía a casi todos gracias a sus frecuentes
viajes. Dejó de pensar en eso cuando sintió unos pasos detrás de él.
Justo cuando el hombre que orinaba a su lado se retiraba. “Perfecto”,
pensó. “Voy a quedarme solo. Espero que este otro vaya a la otra
punta”. Pero de repente oyó el disparo, leve gracias al silenciador.
Sintió algo que le salpicó en la cara. Dirigió su mirada, aún fija en la
cerámica de la pared, sólo unos centímetros hacia la izquierda y pudo
ver el horrible manchón rojo, sangre y alguna cosa más que había
salido de la cabeza de su compañero de baño. Se dio vuelta muy
90 EL BARCO
lentamente. El asesino estaba lejos, con ambos brazos a sus costados,
mirando el cuerpo tendido sobre el elegante piso del baño. Él también
lo miró y, cuando volvió la vista, contempló con horror cómo el arma
se levantaba y lo apuntaba. El hombre estaba vestido de forma
impecable, de pies a cabeza, con un traje muy oscuro. Pensó en correr:
la puerta de salida estaba a igual distancia de ambos. No iban a
matarlo en medio del gentío, pero no podía arriesgarse. “Señor
Tomada”, dijo el hombre. Y justo en el momento en que su nombre
fue pronunciado hubo un horrible estruendo y las luces se fueron.
Alguna falla del motor, se le ocurrió. Conocía tan bien ese baño y sus
inmediaciones que no dudó en correr hacia la puerta, y de ahí al salón.
La oscuridad duró sólo unos segundos; el fulgor de la abundante
iluminación lo encontró corriendo y esquivando gente en dirección a
las escaleras; mirando hacia atrás y viendo espantado a este hombre de
traje azul muy oscuro que cogoteaba para intentar ubicarlo. Por
primera vez en su vida consideró seriamente la teoría sobre la sonrisa
de Dios. Quizá le había mostrado un hoyuelo, al menos. Corrió como
un loco buscando la escalera. Notó que muchas caras desconocidas en
el salón lo observaban con tristeza, como si estuviese haciendo el
ridículo ante un grupo de notables. No parecía importarles su
desesperación. “Egoístas malditos”, se dijo. Y atravesó ese limbo de
almas trastornadas para lograr su escape. Logró bajar los escalones a
los saltos. Ni siquiera sabía que podía moverse tan rápido en tan
obstaculizado terreno. En uno de los tres saltos que dio para descender
se dobló un tobillo, pero no sintió dolor. El miedo no se lo permitía,
pensó.Retomó su carrera poco elegante por el pasillo largo de lo que él
pensaba eran los camarotes de segunda clase. O alguna clase más baja.
Estaba seguro de que el hombre de traje oscuro seguía tras sus pasos.
Cuando se volteó no lo vio, pero de todas formas decidió meterse en la
primera puerta que su vista, nublada por la velocidad, le permitió
distinguir. Con una fuerza monumental golpeó la puerta con su
SEBASTIÁN BORKOSKI 91
hombro izquierdo y la abrió. Una vez adentro, la cerró con la misma
fuerza. Encontró allí a dos jóvenes, quienes, tomados de las manos,
lloraban y se miraban. Increíblemente, parecía no importarles su
presencia. El sufrimiento o la felicidad de estos jóvenes era de una
magnitud que él no comprendía.
–¡Ayúdenme, me quieren matar, me persiguen! ¡Tienen que
ayudarme, tengo que esconderme!
Los jóvenes secaron sus lágrimas y lo miraron. Sintió los dos pares
de ojos penetrantes en sus pupilas, al mismo tiempo que notaba que
sus propios párpados temblaban.
–No hay dónde esconderse, esconderse no es la solución –dijo la
joven. –Nosotros nos estuvimos escondiendo toda la vida. Y jamás
podremos disfrutar del amor que nos tenemos. El amor que nos
tenemos es tan grande como la desesperación que sentimos al no poder
manifestarlo.
–¿A mí qué carajo me importa? Me quieren matar, ¿no escuchaste?
Ustedes hagan lo que quieran, ahí tienen la cama.
–No podemos hacer lo que queremos –dijo ahora el joven, – jamás
podremos. Aquí, en este cuarto, sólo podemos mirarnos, desearnos,
pero jamás tocarnos.
92 EL BARCO
para qué había esa conexión secreta entre distintos niveles del barco,
pero no le importó mucho. Empezó a bajar la escalera
dificultosamente y cuando volteó para agradecer a los jóvenes, se dio
cuenta de que seguían presos de su aparente locura. No iban a
ayudarlo más, tampoco iban a detener al hombre que lo buscaba.
Había que moverse rápido.
La escalera terminó en otro cuarto, pequeño. Vio camas muy
cercanas y a un hombre que bebía agua desesperadamente del lavabo
que estaba junto a un pequeño espejo. No había baño. Lo vio beber
con tal vehemencia que recordó que además de miedo tenía sed.
Cuando el sujeto se detuvo, se arrojó sobre la cama y se quedó
boquiabierto, con la mirada perdida en el techo. Ni siquiera había
cerrado el grifo. El hombre aprovechó para beber un trago, pero
solamente pudo hacerlo por unos segundos.
–¡Dejame tomar agua, me muero de sed! –le gritó el sujeto. –Pero…
¡si recién tomaste!
–Yo siempre tengo sed, mi boca siempre está seca porque…
–¡Disculpame pero no me interesa! Tengo que esconderme, un tipo
me viene siguiendo, me quiere matar, estoy seguro.
El hombre lo miró y sonrió agachando la cabeza. Luego habló con
voz cascada y muy entrecortada. Parecía costarle mucho trabajo hilar
una frase, como si estuviera bajo los influjos de la bebida.
–Todos tenemos problemas. No tenés idea de lo feo que se siente
tener la boca así, como si anoche me hubiese tomado todo el alcohol
del mundo. La cabeza también me duele… y el estómago. Yo qué
culpa tengo de que vos creas que el tipo de azul te quiere matar.
–Bueno, ¿hay alguien en algún cuarto de este piso que me pueda
ayudar?
–Lo dudo, todos tenemos nuestros problemas, así como vos tenés
el tuyo. Vas a encontrar a otro sediento, quizás a alguien vomitando, a
otro mareado sin poder levantarse de la cama…
SEBASTIÁN BORKOSKI 93
–¡Pero el mío es de vida o muerte, hermano! ¡Tenés que
ayudarme!
El hombre agachó la cabeza nuevamente y sonrió con algo de
compasión. Después comenzó a soltar una risa nerviosa con su voz
horrible. Mientras, el perseguido comenzó a oír pasos que venían de la
escalera por la que había descendido.
–¡Gracias por nada borracho, infeliz! –dijo con tanta bronca que
dejó que su saliva lloviera sobre la cabeza calva del sujeto.
–¡Corré que te matan! Ja, ja, ja –su risa burlona se hacía cada vez
más intensa.
El pasillo era interminable y estaba seguro de que el hombre de
traje azul ya estaba detrás de él, podía sentir sus pasos. No quiso mirar
atrás, no quería que el miedo lo paralizara. Solamente siguió
avanzando por el corredor. Jamás pensó que el barco fuera tan grande.
Nunca había ido a los niveles inferiores. Pudo divisar una nueva
escalera, su única escapatoria. Donde arribó no había cuartos, y todas
las camas estaban juntas, hombres y mujeres todos mezclados. Las
camas estaban dispuestas como en las guarniciones militares, pero el
caos que reinaba era total. Todos parecían discutir a los gritos, hasta se
agredían y peleaban por las cosas más simples, como una bolsa de
galletas. Le pareció horrible, pero al menos en esa confusión le sería
más fácil eludir a su persecutor. Jamás pensó que la gente podría viajar
en semejantes condiciones. No podía creer cómo dentro de un mismo
barco podría haber tanta diferencia. Ya los diminutos cuartos del piso
superior le parecieron de cuarta clase, pero para esto no había
descripción posible, aún en su generoso vocabulario. Se sintió aliviado
por un momento. Nadie parecía seguirlo. Quizá se había cansado el del
traje azul oscuro. Vio un pedazo de pan viejo en una cama que parecía
abandonada y cuando se dispuso a tomarlo una mujer golpeó su mano.
–¡No toques, es mío! –espetó.
–Disculpe, señora, es que tengo hambre, nada más un pedazo.
94 EL BARCO
La mujer tomó el pan y lo guardó en el bolsillo de su delantal. Un
joven apareció por detrás y le arrojó una galleta dura. Cuando Tomada
comenzó a morderla, el joven se dirigió a la mujer sin miramientos.
–Recién vi que comiste, ¿por qué no le das?
–Porque puedo tener hambre después. Y ustedes que regalan todo
lo que tienen, se quedan sin nada y después nos roban.
–¡Maldita tacaña! Creés que todo tiene que ser para vos, ¿no? ¿Por
qué tienen que guardar todo?
–Vos seguí así, derrochando lo poco que hay, como tus amigos,
que cuando tengas hambre y aparezcas por acá intentando agarrar lo
que es mío, te voy a arrancar los dedos con mis dientes.
La discusión comenzó a subir de tono y fue entonces cuando
Tomada se dio cuenta de que todos los que estaban alrededor
protagonizaban discusiones similares. Pobres, pensó. En el sentido
literal de la palabra. No tienen nada y encima pelean por lo poco que
hay. Era evidente que en ese pandemonio tampoco encontraría a
ningún interesado en ayudarlo. El salón era enorme, lo recorrió de
punta a punta y se perdió en ese mar de discusiones y peleas. De
pronto divisó esa cabeza alta, la del hombre del cual huía. La
distinguió de inmediato porque se movía con delicadeza y seguridad
hacia donde él estaba. Entre medio de las demás, todas inquietas.
Alcanzó a ver la escalera pero estaba allá, lejos, no iba a poder subir
sin que este maldito lo interceptara. Se agachó para no ser visto y
arrastró su cuerpo entre las camas. Vio una pequeña puerta en el
medio de la pared. Al abrirla, contempló desconcertado una escalera
en caracol que solamente descendía. A dónde, no lo sabía.
Probablemente a la sala de máquinas. No podía haber más barco hacia
abajo que la sala de máquinas, pensó. Estaba todo oscuro, pero se
arriesgó de todas formas. Quería salvar su vida. Sorprendido, Tomada
descubrió una escena que no esperaba ver. El barullo era
ensordecedor, pero no eran ruidos de máquinas, como él creía. Eran
SEBASTIÁN BORKOSKI 95
personas, nuevamente. Todavía más personas viajaban en ese barco.
Era espantoso. La sala era mucho más grande que la anterior. El piso
parecía ser de madera podrida, unos tablones asquerosos, blandos de
humedad y moho. Las camas consistían solamente en planchas de
metal adosadas a la pared, como en las cárceles. Y era más que obvio
que no había suficiente para todos. De ahí los gritos salvajes y las
feroces peleas. Estuvo escondido cerca de la escalera sin animarse a
penetrar ese submundo que juzgaba muy inferior a su nivel. Por un
momento se olvidó del hombre de traje azul. Mientras, observaba muy
cerca de sí a cuatro hombres que se disputaban a golpes una de las
camas. Eran todos contra todos. Hasta que finalmente dos quedaron
inconscientes. De los dos que quedaban, uno durmió al otro con un
garrote de madera y después de hacerlo, exclamó: “¡Ja! ¡Hoy yo
duermo en la cama, inútiles, hacía tiempo que me tocaba!”. Tomada
no podía siquiera dialogar con estas pseudopersonas de brazos anchos
por cuyas venas saltonas corría sangre infestada con el virus del
salvajismo y la torpeza. Parecían ser más violentos y peligrosos que
los del nivel anterior. En los ojos de esta gente solamente podía ver
furia desmedida y sintió que permanecer allí podría ser tan perjudicial
como dejarse atrapar por el hombre de traje. Caminó asustado entre
todos estos hombres, esquivando puñetazos y palazos que no iban
necesariamente dirigidos hacia él. Sin embargo, no pudo evitar una
patada que impactó directamente en su estómago. Sin aire, cayó al
suelo y se arrastró buscando alejarse de allí con desesperación. Pero
mientras se arrastraba el piso pareció abrirse, un grupo de tablones se
elevó y debajo de ellos apareció un rostro lacrimoso que lo sumergió
en una especie de subsuelo incierto. Ahora podía escuchar las peleas y
sentir el crujir de los tablones, pero desde abajo. Los que estaban ahí
ocultos, bajo los tablones, resultaron ser muchos. Sus rostros estaban
colmados de tristeza, como si jamás hubiesen sonreído, como si la
felicidad no les hubiese pasado nunca cerca del corazón. Todos
96 EL BARCO
estaban agachados, parecían estar pidiendo disculpas a una persona
que no existía. No podían erguirse debido a la baja altura del techo,
que para Tomada hasta hacía segundos había sido el piso de ese
escenario cruento del que salió lastimado. El sujeto de ese rostro
lacrimoso era el primer hombre que finalmente lo había ayudado y sin
embargo no parecía sentirse bien por haberlo hecho. Solamente
suspiraba con angustia y melancolía. Tomada le dio las gracias de
todas formas.
–No hay nada que agradecer, acá estamos los que somos incapaces
de sentir felicidad. No soportamos la violencia de arriba, pero tampoco
nos gusta acá abajo. Nada parece conformar nuestro triste espíritu,
nuestras almas marchitas. Por eso debemos estar sumergidos en esta
oscuridad. Muy en el fondo lo que queremos es apagarnos por propia
voluntad.
Tomada entendía cada vez menos las palabras que le decían, no
sabía si eran los nervios o el miedo. Pero en los minutos que duró su
escape parecía haber perdido la capacidad de entender a las personas a
medida que iba bajando cada escalera. Al principio pensó que todos
eran víctimas de la locura, por viajar en condiciones tan inferiores a
las que él estaba acostumbrado. Sin embargo, este hombre no parecía
ser un bruto, tampoco los que lo rodeaban. Estaba confundido. Aún así
se sintió más tranquilo.
–No me importa –dijo respirando hondo. –Acá por lo menos voy a
estar bien escondido de ese hombre de traje azul que está intentando
matarme. No sé por qué quiere hacerlo. Me han amenazado algunas
veces porque dejé en la ruina a varios, con mis negocios. Pero bueno,
así es la vida. Están los que ganan y están los que pierden, ¿no? Nunca
pensé que alguien intentaría matarme en este barco.
El sujeto lo miró con extrema compasión. Apoyó su mano sobre el
hombro izquierdo de Tomada y lo apretó.
SEBASTIÁN BORKOSKI 97
–Entonces, mi amigo, este no es tu lugar. Ese hombre de azul,
como vos decís, te va a buscar acá también.
Resultó extremadamente curioso, pero cuando el sujeto terminó de
pronunciar la última palabra, comenzó a oír golpes increíblemente
fuertes en los tablones que estaban sobre su cabeza, interrumpidos por
esa horrible voz: “Tomada, señor Tomada”. Los golpes siguieron sin
cesar hasta que una pierna atravesó la madera y pudo así reconocer los
zapatos y el pantalón de esa inconfundible tela azul oscuro.
–¡Es él, es él! –gritó desesperado. –¿Dónde voy? Ayudame.
–Caminá hasta la pared de la derecha. Ahí hay una puerta, bajá la
escalera y ahí te van a ayudar. Te puedo asegurar que el hombre de
azul, ese que decís, te va a dejar tranquilo.
Hizo caso de inmediato. No dudó ni un solo segundo. Luego de
descender otra vez una escalera, siguió corriendo hasta que alguien lo
detuvo con sus brazos. Tomada intentó librarse en vano. Estaba
agotado.
98 EL BARCO
–¿Cómo sabés? ¿Cómo podés estar tan seguro? –dijo Tomada con
un hilo de voz ensuciada por el miedo.
–Lo sé porque dijiste barco y porque dijiste matar. Este es tu lugar.
SEBASTIÁN BORKOSKI 99
Testigo forzoso
–¿Que si quiero ser testigo de casamiento de su hermano, dice? Ja,
¡claro que no! ¿Cómo voy a querer? Jamás lo sería, ni de él ni de nadie
que camine por esta tierra olvidada de Dios. Jamás voy a volver a un
registro civil. No importa cuánto los aprecie a ustedes. La razón es una
sola y se la voy a contar. Cuando era gurisote, recién hecho hombre,
fui testigo de uno y juré que jamás volvería a serlo. Sí, ya sé que ahora
estoy viejo y con la voz pelada a causa del tabaco, pero qué… ¿Usted
cree que no me voy a acordar? ¿Cómo no me voy a acordar? Siéntese
y escuche ahora. Su pregunta descuidada hizo que esos recuerdos
ocultos y dormidos, que no le conté siquiera a mi patrona, despierten.
Y ahora voy a tener que sacármelos de encima, porque se sienten
pesados como un raído, como esos que cargaba en aquella época,
cuando tenía fuerza para regalar. Jódase y escuche ahora, por
preguntón. Mucho tiempo ya hace de esto, pero con mi amigo
Lorencito habíamos empezado a descubrir el guainerío desde hacía
unos años, cuando esto pasó. Las mujeres… ¡qué lindas son cuando
uno comienza a descubrirlas!, ¿vio? Pero hay que tener cuidado,
porque pueden traer desgracias muchas veces. Deje, deje que le
cuente, che. Allá por la zona de Bonpland andábamos. Me gustaba
mucho ese lugar, estaba contento por allá. No teníamos familia que
mantener, vagábamos de plantación en plantación buscando algún
lugar donde poner nuestros jóvenes cuerpos a trabajar a cambio de
esos billetes que tan bien nos venían para divertirnos después. Porque
eso era lo que importaba en los tiempos de joven. Divertirse. Así como
usted se divierte, ¿no? En ese entonces nos pagaban por semana y lo
único que hacíamos durante esos días, además de trabajar duro, era
intentar descubrir en qué lugar o en qué pueblo iba a haber baile.
Siempre íbamos juntos a los bailes de la zona, Lorencito y yo, sí señor.
Él era el menor de cuatro hermanos sin padres. Los hermanos
Lorenzo, por eso le decían Lorencito. Él era bueno con el mujererío,
che. Siempre se llevaba bien con ellas, de entrada nomás. Yo era más
pajarón, pero también tenía mis encantos, no se lo voy a negar. Por ahí