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Autoridades

presidenta de la nación
cristina fernández de kirchner

ministra de cultura
teresa parodi

jefa de gabinete
verónica fiorito

secretario de políticas socioculturales


franco vitali
Argentina. Ministerio de Cultura de la Nación
Héroes, la Historia la ganan los que escriben : antología de no ficción. 1a ed.
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura. Secretaría de Políticas
Socioculturales, 2015.
136 p. ; 22 x 16 cm.

ISBN 978-987-3772-41-2

1. Literatura Argentina. I. Título.


CDD A860

Fecha de catalogación: 15/07/2015

• Coordinación editorial: Inés Kreplak


• Asistencia editorial: Juliana Portilla
• Diseño gráfico y diagramación de tapa e interiores: Pablo Kozodij
• Ilustraciones de tapa y logo: Lula Urondo
• Ilustraciones color Crónicas: Ezequiel García

• Agradecimientos: A los prejurados del concurso Nina Jäger, Agustín Montenegro y Matías Raia. A Martín
Smoje, Gaby Comte y a todos los compañeros de la Secretaría de Políticas Socioculturales que colaboraron
con la realización del Concurso Federal de Relatos: Héroes "La Historia la ganan los que escriben".

• Coordinador Programa Letras Argentinas: Daniel Mapelli


Es una extraordinaria alegría impulsar desde el Ministerio de Cultura de
la Nación la edición de esta antología de relatos finalistas del concurso federal:
“Héroes, la Historia la ganan los que escriben”. Tres mil historias participaron y
hoy, a través de la Secretaría de Políticas Socioculturales, treinta de ellas se publi-
can por primera vez para llegar a nuevos lectores. Sin duda fue un desafío reali-
zar la selección entre relatos escritos por miles de argentinos y argentinas desde
tantos y tan distintos puntos del país. Historias intensas, imaginadas, soñadas,
susurradas, transitadas, historias que en todos los casos necesitan ser contadas y
merecen ser leídas. Por eso agradecemos el esfuerzo del jurado, compuesto por
Leonardo Oyola, María Pía López, Félix Bruzzone, Juan Diego Incardona, Marina
Mariasch, Damián Selci, Cristian Alarcón, Mariana Enríquez y Cecilia Palmeiro,
que tuvo a su cargo la responsabilidad de elegir entre extraordinarias historias,
narradas en forma de cuento, microrrelato o crónica, de acuerdo con las bases
del certamen. Y agradecemos de todo corazón el aporte de quienes nos honraron
con su participación; no todos ganaron esta vez el concurso pero ganamos todos
cuando los argentinos escriben sus historias.
Los relatos llegaron desde Alta Gracia, Laprida, Plottier, Resistencia, Be-
razategui, Martínez, San Fernando del Valle de Catamarca, San José del Rincón,
San Miguel de Tucumán, San Juan, Campana, La Plata, Mendoza, por nombrar
solo algunos de los lugares de donde provienen las voces que aquí se presentan.
Voces que se dieron permiso para dejar el ámbito de la intimidad y salieron a
circular. Voces que encuentran, como nunca antes, espacios colectivos donde
pueden completar su sentido toda vez que son leídas por un otro que vuelve a
recrearlas en cada lectura. Es maravilloso comprobar hasta qué punto ha vuelto a
tener valor la palabra: el valor de ser compartida, de ser sostenida y también de
ser discutida porque, sin dudas, esto es necesario para continuar construyendo la
Argentina que siempre hemos soñado ser: plural, inclusiva y solidaria. El acceso
cada vez más igualitario al ejercicio de la palabra y su difusión es un derecho
conquistado. El impulso y el fortalecimiento de voces antes excluidas de la esfera
social ha sido una política permanente del Estado nacional. Los presidentes Nés-
tor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner nunca dejaron de trabajar en esa
dirección por el país que hoy tenemos, implementando políticas socioculturales
con las que logramos sacar fuerzas de nuestras propias cenizas para recorrer el
camino de los héroes, que saben que el sentido es siempre colectivo.
Es imprescindible que la palabra sea de todos y cada uno de nosotros. Con
mucho esfuerzo volvimos a ser protagonistas de nuestra historia; sigamos escri-
biéndola para no dejar que unos pocos la escriban en nombre de todos. Sigamos
escribiéndola para continuar viviendo con paz, con crecimiento, y sobre todo
con el gran amor hacia el otro que significa construir la justicia social. Porque
solos somos muy poco, pero juntos podemos continuar escribiendo una historia
de la que podamos estar orgullosos cuando, dentro de muchos años, nuestros
nietos se la cuenten a sus hijos.

teresa parodi
ministra de cultura de la nación
kuchi' fest 14 laura san josé
de niña a mujer 26 rolando lópez
la biblioteca de waldemar 40 mariana liceaga
la bandera nacional 52 pablo josé torres
no te saluda
el traductor de mundos 60 fernando bustamante
los hombres del fuego 72 adrián camerano
se fue con el agua 86 patricia slukich
si hay justicia, 98 carlos mariano poó
que no se note
el tata 110 gustavo farabollini
los remontadores de 120 federico lorenz
barriletes sin cola
san isidro (1984). Obtuvo el primer premio
en la categoría crónica del Concurso Federal de Re-
latos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.
Es periodista y escritora. Está trabajando la
tesina para terminar la Licenciatura en Ciencias de
la Comunicación. Es directora del medio Las Co-
sas del Decir. Tiene una novela publicada El próxi-
mo que conozca (2013). Tiene en preparación una
antología de textos suyos sobre historias de vida.
Mantiene el blog: www.porcuriosa.com

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Me ofrece un vaso de agua, le digo que no, para no molestarlo. Me mira
aliviado desde la silla del living, una silla que traga su cuerpo. Sobre la mesa, el
grabador, no más. La televisión está encendida.
—¿La puedo dejar en mute? ¿Te molesta?— pregunta haciendo el gesto con
el control en la mano—. Es que en un rato saldrá su imagen, por una nota que le
hicieron en el canal de la zona donde vive.
Se acomoda en la silla y arranca con un recuerdo: techo blanco, luces frías.
Sábanas sin dibujos de autos ni aviones. Un caño que sale de la cama y que tiene
en lo alto un triángulo donde él puede ver cómo cuelgan sus dos piernas enyesa-
das mientras las balancea, para adelante y para atrás, para adelante y para atrás,
aburrido, con ganas de jugar con niños de tres años.
—La operación más dolorosa fue cuando tenía 15 años y me sacaron ocho
kilos de angioma del glúteo izquierdo porque ya no podía sentarme del dolor que
me producía.
Esa fue la última operación. Punto final, ya no puede más: sus pulmones no
aguantarían ni dos horas de anestesia.
La mente toma sus atajos para trasladar, a cualquiera que así lo quiera, hasta
el recuerdo. Al chico que operaron decenas de veces, a quien le dijeron que a los
quince años iba a tener retraso madurativo, que su expectativa de vida era hasta
los veinte y que el riesgo de muerte entre los dieciséis y los dieciocho era altísi-
mo, recuerda el aburrimiento.
Cada lunes, cada miércoles y cada viernes, va a diálisis. Martes y jueves hace
radio. Trabaja en Cáritas, donde cobra un sueldo básico. Ha dado charlas por to-
dos lados, está escribiendo un libro sobre su vida y prepara una obra de teatro.
Nació con un riñón que no le funcionaba, le amputaron todos los dedos de
los pies, para poder pisar mejor.

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—Para no parecer un payaso con los zapatos grandes —dice sentado en el
comedor de su casa en Victoria, en una silla que es igual a las otras, que no hace
diferencia con nadie. La casa en verdad es un departamento en planta baja, espa-
cioso; ahí vive con su mamá, los dos hermanos ya ni viven allí.
Me cuenta la historia de la mosca que dejó huevos dentro de una herida en
su pierna. Se enteró cuando, pincita de depilar en mano, sacó gusanos.
Christian juega con el celular que está sobre la mesa: lo mira a cada rato, lo
acaricia, se sonríe porque leyó algo que habla sobre él, lo vuelve a dejar.
Sigue hablando de sus operaciones. Su voz ha tomado un tinte de confi-
dencia, su rostro en este momento se endurece con seriedad, mira fijo a los ojos
como quien mira frente a una cámara en un momento de máxima tensión.
A pesar de las profecías médicas Christian Fritz ha traspasado el umbral
de su propia esperanza de vida: tiene 24 años y le habían dicho que viviría hasta
los veinte. Es periodista deportivo y da charlas religiosas en retiros espirituales.
Dice que ha visto a Dios a los siete años en un quirófano. Dice que fue una ráfaga
de viento la que abrió una puerta y apareció la sombra de una figura humana.
Alguien que ha visto a Dios y ha vivido aún más, puede hacerlo.
La imagen de la tele muestra a una rubia con el pelo tirado para atrás y ojos
gatunos, moviendo la boca ligero, sonriendo ancho. Él no perderá de vista esa
imagen, cada cinco palabras mirará para el costado.
Revolea su celular, lo da vueltas en las manos y lo deja apoyado en la mesa
para, al cabo de unos segundos, volver a agarrarlo. Mira la tele. Está ansioso.
Se levanta de la silla con dificultad, camina encorvado, apoyándose en los
marcos de las puertas; se agita, se cansa. “Ahí vengo”, suelta y se pierde tras una
puerta. Frente a mí: fotos. Él, solo. Él, con su mamá. Él, con sus dos hermanos que
lo abrazan sonrientes. Él, con la camiseta de rugby, deporte que practicó en algún
momento. La mesa del pequeño comedor está puesta contra la pared liberan-
do metros disponibles para andar desde el living, pegado a la ventana, hasta los
cuartos, de modo tal que no pueda chocarse con nada. Hay espacio, no porque

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el lugar sea grande sino porque fue creado especialmente. Le preguntaré cuando
vuelva si en su caso es como la gente que no ve, que tiene ubicados los muebles
así para poder moverse más libremente. Me mirará intrigado por la pregunta.
—No— contestará.
Christian vuelve del cuarto y me propone una pausa porque aparece en la
televisión, por la obra de teatro que estará presentando. Se sienta cómodo en el
sillón floreado, mira fijo su propia imagen en la tele, se ríe cuando se ríe allí, le
parecen ingeniosas sus propias respuestas, aunque muchas también las dice en
esta entrevista. Está encantado de la imagen que ha conseguido transmitir. Toma
el celular y avisa en Facebook que ya está en la tele. Que lo miren.
Christian escribió el guión de una obra de teatro que trata sobre su enfer-
medad, actúa y representa a Joseph Merrick, el Hombre Elefante, el primero con
el Síndrome de Proteus.

***

“Proteo, Dios griego, mitad humano, mitad protuberancias, con las que se
desliza en el agua”
“Proteo, pastor de las manadas de focas de Poseidón”.
“Proteo, cambia de forma todo su cuerpo”, dice en varios sitios de internet.

Sigo buceando en la red, escribo Síndrome de Proteus y aparece esta de-


finición: “es una enfermedad que causa un crecimiento excesivo de la piel y un
desarrollo anormal de los huesos, normalmente acompañados de tumores en
más de la mitad del cuerpo. Es progresivo, incurable hasta hoy. Su tratamiento: la
amputación de miembros que han crecido en forma exagerada”.
Clickeo en internet “Síndrome de Proteus, imágenes”. Aparecen, con el ros-
tro pixelado, dos fotos de un joven que podría ser Christian: una de frente; otra,
de espalda. Con manchas a la altura de la cintura, con un glúteo más grande que

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el otro, con la mitad de su espalda que se engruesa como un río que corre por
debajo de esa piel. Desnudo.
Hay muchas entrevistas que están en youtube donde Christian repite: “El
Síndrome de Proteus es el amor de mi vida. Si volviera a nacer volvería a elegir
esto. Me enseñó a valorarla”. Lo dice siempre. Tiene otra frase que desarma a los
cronistas y que ya me la dijo: “yo solo puse el cuerpo en los quirófanos, mi mamá
es la que cargó la cruz”.
Le dicen cariñosamente “Kuchi”, por el “cuchi-cuchi” que se le dice a
los bebés. Dentro de unas semanas es su cumpleaños y está organizando una
gran fiesta.
—¿Vas a venir, no?
—No sé.
—No podés no venir. Es la “Kuchi´Fest”. Vienen cerca de 300 personas y si
querés te puedo conseguir una entrada para que estés en el vip toda la noche. Ahí
estoy yo con mis más amigos.

***

En su muro de Facebook aparece un fans club de chicas que lo siguen, fotos


donde se lo ve internado, siempre sonriendo, una con una cofia en la cabeza, con
cintas y algodón pegados en su pecho, con el barbijo que le cubre la boca. Pero lo
que más me llama la atención son las #FrasesDeKuchi.

“Dejo cada segundo en manos de Dios porque ya estoy listo”.


“En el camino habrán miles de pruebas que si las pasas tendrás como re-
compensa la vida eterna”.
“Lo único que le pido a la gente es que rece por mí”.

En el país no hay ninguna institución que estudie y trate el Síndrome de

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Proteus y, sin embargo, a partir de su caso, el Hospital de Niños “Ricardo Gutié-
rrez” reunió a 37 médicos especializados en diferentes partes del cuerpo que hoy
se encargan de su tratamiento. En los Estados Unidos sí existe un lugar, la Foun-
dationSyndromProteus. Cada dos años todos los pacientes con Proteus del mundo
entero se reúnen en la sede para probar nuevas drogas y realizar más estudios.
¿Cuántos pueden ser? No más de 200.

—Son sesenta edificios en Washington y no entra cualquiera, solo casos


raros. Y como prestaba mi cuerpo ¡me pagaron todo!—. Eso fue en el 2001, mien-
tras las torres gemelas se caían, mientras la Argentina vivía una de las peores
crisis financieras, mientras se terminaba el primer Gran Hermano Argentina,
mientras se descifraba el genoma humano. Christian supo que no estaba solo.
Diez años después de esa reunión, encontraron, a partir de varios estudios, el
origen de la enfermedad, el conocimiento de cómo se produce y cuál es la causa
de tal “desprogramación” genética.
Christian tiene pensado volver para probar nuevas drogas en su cuerpo.
Como lo hizo el heroico Joseph Merrick en Inglaterra en 1886. Cuando murió, el
patólogo del hospital tomó sus órganos y los guardó en frascos con formol para in-
vestigarlos. Pero esos frascos fueron destruidos durante la Segunda Guerra Mun-
dial, como consecuencia de los bombardeos nazis. Si la guerra no hubiera llegado
hasta allí, los frascos se hubieran guardado en otro sitio, los médicos hubieran
encontrado el origen de la enfermedad y tal vez hoy, el síndrome, tendría cura.
Pero no fue así. Christian, en algún momento me dijo: “La cura para mí no
existe y si tengo que ser parte de mejorar la calidad de vida de otras personas
que tiene el Síndrome siento que es un orgullo y un placer hacerlo”. Quizás él
quiera ser Merrick y por eso escribió un guión donde junta las dos vidas y por un
instante, pueda tomar el lugar de ese hombre que le causa tal admiración.

***

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El segundo párrafo de la autobiografía de Joseph Merrick dice: “mis piernas
y pies, al igual que mi cuerpo, están cubiertos por una piel gruesa, muy parecida
a la de un elefante. De hecho, nadie que no me haya visto creería que una cosa
así pueda existir”. Creía que su deformidad en el cuerpo se debía al momento en
que alguien en un día de fiesta empujó a su madre bajo las patas de un elefante
cuando estaba embarazada, mientras los animales desfilaban por la calle. La cara
de asombro que había puesto la madre, el susto, la muchedumbre espantada por
esa mujer con gran barriga tirada en la tierra cerca de ese mamífero inmenso.
Joseph pensó que, como en un cuento fantástico, le había crecido una trompa
y la mano derecha había ido extendiéndose hasta lograr el tamaño y la forma
de la pata de un elefante. Su cráneo creció, se infló, se expandió hasta medir un
poco más de noventa centímetros. Recién ahí la trasformación paró. Él no tenía
a donde ir, ni qué comer y terminó exhibiéndose como fenómeno en una feria
de atrocidades, donde también podían encontrarse siamesas y mujeres barbudas.
Arriba del escenario, encorvado de vergüenza, con ojos poco piadosos que lo
miraban de cerca, con la música sonando fuerte, las carcajadas y la polvareda,
Joseph era el “Hombre Elefante”; así se llama también la obra de teatro que pro-
tagoniza Christian.
Hay una película estadounidense de 1980 que cuenta esta historia: The
Elephant Man. El guión fue tomado y adaptado del libro del médico de Merrick,
Sir Frederick Teves, El Hombre Elefante y Otras Reminiscencias (1923), y de El
Hombre Elefante: Un Estudio de la dignidad humana (1971), de Ashley Montagu.
Con imágenes en blanco y negro la película tuvo ocho candidaturas a los premios
Oscars en 1981, y su director, David Lynch, ganó el de mejor película.
En algún momento esa obra picó la curiosidad de la madre de Christian
y una noche, junto a su otro hijo, la miraron en VHS. Llegando al desenlace, la
boca se les secó de susto y eso pudo más que la compasión. Cuando llegó el final,
sacaron el video y lo escondieron en el lavadero de la casa, entre la ropa sucia,
jurando entre ellos que nunca pero nunca Christian lo vería. Joseph murió muy

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joven, a los 27 años: el cráneo venció su cuello y cayó hacia atrás, fracturándolo.
Pero Christian la vio, y desde ese día, dice que ama la vida.

***

Un hombre le dijo: “Jorobado de Notre Dame”. Otro: “camello”. Otro dijo:


“Dromedario”. “Cuasimodo”. En la calle. Otro: “aborto”. En la cara. Otro hom-
bre le gritó: “Mal formado”, “Animal”. En distintos momentos.
Christian tiene los codos apoyados sobre la mesa y está hablando de que
se ha agarrado a piñas varias veces. Sigue hablando, ya no de las piñas sino de
las mujeres, que ha tenido relaciones sexuales con las que fueron sus novias;
que todas las relaciones las terminó él y que siguen, todas, enamoradas. Que las
chicas le preguntan si puede tener hijos.
—¿Podés?
—Sí.
Me está contando que es un provocador de la sociedad. Que va a dar algu-
nas charlas descalzo para ver la reacción de la gente. Que va a seguir haciendo
obras de teatro, que ama el deporte y que grabó un cd de música con sus ami-
gos, hizo 500 copias y las vendió todas.
A través de la remera se escapa la cinta de la diálisis, que recubre las vías
por donde entra y sale la sangre cuando se enchufa a la máquina.
—Es para que no me lo estén poniendo todo el tiempo— dice.
En la próxima media hora hablará de que el dolor más grande que sufre
es el de su columna, que tiene una escoliosis del 73% de desviación; hablará de
la aceptación y que aquel que entra al quirófano pensando que es un shopping
para hacerse tetas le parece un pelotudo, de que lo pone mal escuchar a alguien
que se queja de que salió feo en una foto y pide borrarla, lo pone mal que las
amigas de su mamá digan que están cansadas y no quieran salir a caminar.
Hablará del espejo, de esa bendita imagen que nos devuelve, y que desde la

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primera vez que se vio, comprendió que era diferente.
Se acomoda en la silla, da la sensación de que algo le duele.
—¿En qué se parece tu vida a la de Joseph Merrik?
—En la creencia en Dios, en tener como ejemplo el amar a la mamá y en
sufrir la discriminación. Pero salir adelante, pase lo que pase.

***

Es sábado a la noche. Llueve torrencialmente pero la sala del teatro “Stella


Maris” de Olivos está llena y la obra “El joven elefante”, a punto de comenzar. La
madre de Christian está sentada en primera fila, con sus otros dos hijos y varios
amigos. Se para y le hace señas a un muchacho que acaba de entrar, le dice que
Christian pidió que él estuviera sentado junto a ella.
A mí me toca la cuarta fila. A mi lado un joven sostiene una galera en sus
manos. Cuando comience la obra deberá subir al escenario; “soy el médico”, aclara.
Se abre el telón. Christian ya está en escena, sentado en una silla de ruedas,
tapado con una frazada. La luz lo enfoca. “Yo soy Christian Fritz. Fritz, como el
barco alemán que se hundió”. Cuando vuelve a aparecer, es el hombre elefante,
tiene una bolsa de arpillera en la cabeza y cuando se la sacan pone su peor cara,
tuerce la boca, agranda los ojos y comienza a balbucear a los gritos palabras que
no se entienden. El médico me pide permiso porque está a punto de entrar. En
escena aparece a los gritos un muchacho rubio con una botella en la mano; en la
otra, un trapo. Christian-Joseph está sentado en su silla y no lo mira. El hombre
está borracho y comienza a pegarle con el trapo en la espalda, en su joroba. Debe
dolerle. Podría ser más cuidadoso. Miro al médico, él sube a escena y termina
con el sufrimiento.
Christian se luce en su rol. Cuando aparezca una mujer rubia y lo bese en la
boca, hará un guiño al público y provocará carcajadas cómplices. Tiene carisma.
Las escenas se suceden hasta una de las más fuertes de la obra: un muchacho

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le saca los zapatos y las medias dejando al desnudo los pies sin dedos. Lo paran,
lo giran, muestran una mancha morada que le recubre la cintura.
Antes de que la gente se retire, antes de que se apaguen las luces por com-
pleto, habrá una ovación de euforia y toda la sala aplaudirá a Christian de pie.
Recibe toda esa energía con una sonrisa enorme en su rostro.
Treves, el médico de Merrick escribió alguna vez: “Una cosa que siempre
me entristeció fue el hecho de que Merrick no podía sonreír. Podía llorar, pero
no podía sonreír”.
Ninguna historia es igual a otra. Más allá de las coincidencias y los legados
que pueda haber entre estas dos vidas, Christian sí sonríe.

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mendoza (1967). Obtuvo el segundo premio en
la categoría crónica en el Concurso Federal de Rela-
tos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.
Es editor de policiales en el diario Los Andes.
Publicó los libros Partes diarios (2000), Entrevista
con el bandido (2006); Textos de periodismo para no
morir en el bostezo, (2009); Hasta que vuelva a te-
nerte, diario de un padre separado de su hija (2011)
y Canelo, el perro que esperó a su dueño durante 12
años (2014). Y participó de la antología La otra
Argentina, las diez mejores crónicas del premio La
Voluntad (2014).

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Carolina Jacky nació el 25 de enero de 1952 bajo el calor mendocino de un
verano peronista. Lo hizo en el seno de una familia conservadora en la más aún
conservadora Mendoza de aquella época. Su padre, el ingeniero químico Jorge
Jacky; su madre, la ama de casa Ethel Neira, hija de un camarista renombrado. La
familia vivía en la exclusiva zona del centro, en una casa con prosapia ubicada en
Montevideo entre Mitre y Chile. En esos días, el lugar todavía era un barrio y no
estaba invadido de locales comerciales: la gente salía a las veredas por las noches
a charlar. Jorge fue el primer hijo del matrimonio; dos años más tarde nacería
Eduardo, su hermano menor.
Pero Carolina no era Carolina. El bebé tenía pene y sus padres lo bautizaron
con el nombre del papá. Carolina era Jorge. Tuvo que esperar 53 años para dejar
de serlo.
Los primeros recuerdos se remontan hacia sus cuatro o cinco años. Su ma-
dre tenía muchas amigas embarazadas y al niño le llamaba la atención ver a esas
mujeres con la panza hinchada. Entonces, su madre le explicaba lo de las cigüe-
ñas que venían de París. “Hay que recordar que por esas épocas no había televi-
sión. Con esto quiero decir que no había información más que la que nos daban
los mayores”.
Como todos los niños de familia acomodada de la década del ‘50, Caroli-
na, vestida y nombrada como Jorge, era obligada a rezar antes de ir a la cama,
algo que hacía junto con su hermano; ambos se entregaban a las oraciones que
incluían padrenuestros, ángeles de la guardia y avemarías. Luego, se les permitía
una suerte de bonus track: que pidieran deseos. Y estos podían no ser dados a
conocer.
Entonces el niño Jorge desnudaba su deseo más inquietante y por eso mis-
mo inconfesable.

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“Virgencita te ruego que mañana, cuando me despierte, tenga en mi panza
un bebé”.
Se metía en la cama y esperaba el beso de las buenas noches de su madre.
A la mañana siguiente Carolina se tocaba la panza y notaba que, una vez más, la
Virgen no había escuchado sus pedidos.

***

Ella prefiere que las entrevistas sean llevadas a cabo en un bar literario
evangelista, “porque son como más honestos, cobran más barato y no tienen
prejuicios”. Carolina saca de su cartera un DNI verde, algo ajado y lo coloca sobre
la mesa: “miralo”, pide.
Al abrirlo se ve la foto de un hombre mayor, semicalvo, que mira con un
dejo de cansancio hacia el costado. En la parte del nombre se lee Jorge Raúl
Jacky. Es un documento cuadruplicado, con fecha de emisión del 9 de enero de
2005. Es el último DNI que sacó como hombre.
—¿No ves nada extraño en esa foto? — pregunta.
Y es verdad: su gesto de agobio y cansancio es tan palpable que impresiona,
su mirada pesa al dirigirse al infinito del tres cuartos perfil.
—En ese entonces ya estaba cansada de ser un hombre. Mi psiquiatra ya me
lo había dicho: “Vos no podés seguir así; de hacerlo te queda un solo camino: el
suicidio”. Y te lo juro que era verdad.
La mujer que ahora luce con más pelo, producto de un implante capilar, y
con una tenue tonalidad rubia, hace un pequeño esfuerzo para no llorar.

***

Carolina, bajo el nombre de Jorge, ingresó a la escuela primaria ICEI de


Mendoza, una institución novedosa e innovadora para la década del ’50. Era

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privada y costosa, mixta y bilingüe. La principal preocupación de Jorgito, que
lo acompañaría durante casi toda su vida, era que nadie supiera su secreto. “Me
sentía rara, pero no sabía qué me pasaba”.
A los ocho años, fue víctima de una fuerte hepatitis y tuvo que pasar su
cuarentena en cama. Como el aburrimiento era total, su madre le compraba las
revistas para niños de esa época, historietas y la histórica Billiken. Justamente en
una de las Billiken, Jorgito dio con un juego en el que se enseñaba a bordar telas.
Y su cabeza de mujer le dio otra señal.
—Mamá, comprame telas y agujas, quiero bordar un pañuelo.
—No, ese es un juego para nenas —fue la respuesta.
Carolina se quedó sin juego y Jorgito no dijo nada. “Nunca me quejaba
cuando era chica”, afirma ahora.
En el amanecer de su adolescencia, Carolina, en la piel de Jorgito, recuerda
su costado femenino con confusión.
—No me sentía afeminada; al menos no lo notaba.
Jugaba con chicos y chicas por igual; “a los soldaditos; pero no al fútbol,
que nunca me gustó”. Lo que sí, cada vez que tenía la ocasión, se encerraba en su
habitación, sacaba algunas prendas del placard de su madre y se vestía de mujer
frente al espejo. El ritual duraba poco y, ventana mediante, Carolina veía a sus
amigos y a su hermano jugar en la calle. Luego regresaba la ropa al cuarto de su
mamá y se sacaba el poco maquillaje que se había colocado torpemente.
En su cabeza de chica una idea ganaba fuerza: “A mí me pasa algo y no me
lo quieren decir; algo me están ocultando. Y no tengo con quién hablarlo”. Sus
padres le contaron que cuando nació había tenido un problema: ‘Naciste como
ahogada, te faltaba el aire’. El Jorge bebé fue atendido por el médico Humberto
Notti y salió airoso de todo problema. Entonces pensó que aquel episodio tenía
que ver con lo que le pasaba con sus sentimientos.
A mediados de los ’60, un casi adolescente Jorge ingresó al colegio religioso
de los hermanos maristas, después de rechazar la sugerencia de sus padres para

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que se inscribiera en otra institución insignia de la Mendoza conservadora: el
Liceo Militar General Espejo, donde el cursado era de lunes a viernes y la ins-
trucción era de corte militar.
En el colegio de los maristas, la preocupación de Jacky se renovaba una vez
más: “No vaya a ser que se den cuenta de lo que siento”. Además ahí todos los
chicos jugaban al rugby.
—Yo fui solo una vez a un entrenamiento y el DT fue tajante: “Esto no es
para vos”, me dijo en la cara.
Carolina no registra haber sido víctima de discriminación en aquellos años.
En épocas en las que no se hablaba de género, cuando no existía la palabra ‘gay’,
ni nada parecido, recuerda a sus compañeros como amables y respetuosos.
—Lo que sí durante todos los años del secundario, para el Día de los Es-
tudiantes, se elegía en broma a uno de nosotros como Reina de la Primavera.
Bueno, todos los años yo fui la elegida.
Mientras, los cambios hormonales no se manifestaban en el cuerpo del jo-
ven Jorge Jacky. Sus padres habían advertido semejante extrañeza y actuaron en
consecuencia. El tiempo pasaba y el vello del varón adolescente se hacía esperar.
—No me crecía la barba y mi voz era suave y finita.
Para la medicina de entonces, lo que el joven padecía era una suerte de
enfermedad que desaparecería en la medida que siguiera los pasos que los profe-
sionales le indicaran y eso era que se aplicara hormonas masculinas.
Para que luciera como un varón, sus padres la llevaron a un endocrinólogo
que le inyectó hormonas de macho dos veces por semana. Carolina tuvo que vi-
sitar a una fonoaudióloga también para que su voz empezara a “parecerse a una
voz de hombre”.
El despertar sexual propio de la adolescencia, dormía la siesta en su cuerpo.
—No tenía deseos sexuales; ni para con hombres ni para con mujeres. La pa-
saba mal: después de gimnasia, nunca me bañaba en los baños del colegio y jamás
me desvestía delante de mis compañeros; sentía un profundo pudor femenino.

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“Las hormonas van a corregir el error que hay en tu cuerpo; porque no es
otra cosa que un error”, le decían los médicos.

***

En un intento cristiano, a fines del colegio secundario, un tímido Jorge se


acercó hasta un sacerdote para confesarse. El adolescente tomó aire y después de
dejar la vergüenza de lado, dijo:
—Padre, no sé muy bien qué pasa con mi cuerpo ni con mis sensaciones;
solo sé que muchas veces siento que hay una mujer adentro mío.
Del otro lado del cubículo hubo un silencio; luego un resoplo y por fin la
palabra de Dios por la boca del cura:
—Lo tuyo es apenas una fantasía que debes alejar de tu mente, aleja esos
malos pensamientos de tu cabeza.
Luego le dio a rezar padrenuestros y avemarías.

***

La llegada de la explosiva década del ’70, con una juventud nacional politi-
zada y combativa, sorprendió a un joven Jorge Jacky como estudiante de Dere-
cho de la Universidad de El Litoral, en Santa Fe. En aquella ciudad fue a parar a
una casa de estudiantes a vivir una vida excitante.
—Alquilábamos una casa con poco dinero; hacíamos peñas y usábamos pan-
talones Oxford, pelo largo y camisas bordadas color té, como decía la canción.
Su apellido, Jacky, le servía a Jorge como una suerte de atenuante de género.
Todos lo llamaban por él; y además era un apellido que mezclaba lo femenino y
lo masculino. Le gustaba. ‘Hola Jacky’, le decían. Y sonaba bien; mejor que Jorge.
Además su cuerpo, para ser de hombre, presentaba demasiadas curvas. Los
pantalones que usaba se adherían a su contorno del mismo modo que los Oxford

33
lo hacían con los de las mujeres de la época. Jorge continuamente tenía que es-
cuchar los comentarios de sus amigos acerca de su figura femenina. También, las
pocas veces que estaba a solas en la casa de estudiantes, Carolina llevaba adelante
aquel ritual de usar ropa de mujer: pero allí, donde no tenía cuarto para ella sola,
se encerraba en el baño para verse una vez más, como una chica. Lo que ya no
hacía era prestarse para disfrazarse de mujer cuando sus compañeros y compa-
ñeras se lo pedían para una broma.
Así y todo, el 14 de octubre de 1970 conoció a un amor y el 28 de ese mes
se pusieron de novios.
—Prefiero no involucrar a gente en mi historia personal —dice incómoda
Carolina—.
De ella solo se puede decir que era una chica de casi la misma edad de
Jorge, oriunda de Paraná, extremadamente católica. Ambos llevaron adelante
el dogma de llegar vírgenes al matrimonio. Y eso hicieron: unos años después,
sería su esposa.

***

Jorge cumplió con los mandatos sociales: terminó la facultad: se recibió en


marzo de 1976. Formó una familia y a poco de regresar a su provincia, consiguió
un trabajo estable.
Jorge Jacky se casó con su novia de toda la vida. Los hijos, dos varones
que llegaron en 1981 y 1982, completaron una “familia tipo”. Era un abogado
del foro de Mendoza, con una esposa, dos hijos y con trabajo “decente”. Auto y
hasta mascotas.

***

A mediados de 1982, después de la hecatombe de Malvinas, el abogado

34
Jacky fue convocado para hacer política. Su padre era íntimo amigo del ingenie-
ro Álvaro Alsogaray, quien visitaba a los Jacky cada vez que iba a Mendoza. En
1983, después de las elecciones que consagraron a Raúl Alfonsín como presiden-
te, Jorge Jacky aceptó trabajar para la UCDé (el partido de Alsogaray). Y en 1987
se candidateó a gobernador de la provincia de Mendoza.
—Obviamente, no ganamos.
Dos años más tarde, con Carlos Menem como presidente, al abogado Jacky
lo convocaron a formar parte del Gobierno; “Mucha gente de la UCDé ocupó car-
gos en la era Menem”. Al que accedió Jacky fue el de Asesor de la Administración
General de Puertos, por el que recibiría un sueldo bien menemista, “por más que
yo era de Mendoza y no tenía experiencia en puertos”.
Vivía de lunes a viernes en Buenos Aires y los fines de semana regresaba a
Mendoza. Carolina, seguía en el sótano, bajo las cuatro llaves, y ya prácticamente
no hacía ningún ruido; era como un preso resignado.

***

Poco más de un año duró aquella fascinación por la política. El padre de Ja-
cky falleció y el abogado, con entonces casi 40 años, resolvió regresar a Mendoza.
—La política me había desilusionado mucho. No me gustó. Vi todo dema-
siado de cerca.
La vida continuaba anclada al mismo andarivel del desgaste. Hasta que una
revolución mundial llegaría para lograr una revolución interior en el abogado
Jacky: la instalación doméstica de internet.
Por las noches, después de cenar y cuando estaba seguro de que su familia
dormía, el abogado Jacky se sentaba frente a su PC e ingresaba al universo de in-
ternet en silencio. Posaba, suave, las yemas de sus dedos sobre el teclado, retenía
un poco su respiración y escribía un nombre para ingresar a los chats de la época:
ponía “Carolina”.

35
—No tardé en darme cuenta de que lo que me pasaba a mí también le pasa-
ba a miles de personas. Me enteré de que no estaba equivocada ni enferma.
Por esos años comenzó a leer a profesionales y a diferenciar términos que
no conocía.
—Me preguntaba, ¿soy homosexual?. Me respondía, no; ¿soy travesti?, no.
—. Y así accedía a cada vez más información en sitios donde se contaba qué era
ser trans, la disforia de género y el síndrome de Harry Benjamin.
— Los primeros años del llamado “Nuevo Milenio” fueron intensos y difíci-
les; cada vez me costaba más enfrentar esa realidad en soledad.
Su cuerpo empezó a pagar por todo: estrés, cólicos renales, hipertensión,
ansiedad, depresión se hicieron presentes; de manera tal que sus conocidos y has-
ta su familia comenzaron a darse cuenta de todo lo que ella ya no podía ocultar.
En 2002, a los cincuenta años Jorge decidió visitar a un psicólogo. En la pri-
mera entrevista no comentó el tema, pero en la segunda sesión no hubo escapa-
toria. Por primera vez en su vida, Carolina se desnudaba y hablaba de su mundo
femenino. Del niño que se vestía de mujer con ropa de su madre, del adolescente
que maquillaba su cara a escondidas, del marido que aguardaba un momento de
soledad para sentirse una mujer en su casa.
—El psicólogo, para mi sorpresa, me explicó de la disforia de género y de
sus implicancias. Terminó por decirme que la única salida era contar todo de
una vez.
Jorge Jacky ya había comenzado el camino que los especialistas llaman
“transición”, camino que le incluyó, por caso, aprender a caminar con tacos
por largos trechos. Un sendero lleno de peligros: el del que toma la decisión de
abandonar una piel para siempre, para irse de su sexo genital hacia su verda-
dera sexualidad.
La veta religiosa también fue consultada.
—Fui a ver a dos sacerdotes. Es increíble darse cuenta de lo que saben los
curas y uno cree que no. Uno de ellos me dijo: “No es un tema de elección de

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nacimiento, lo tuyo está dado por Dios, no te avergüences”.

***

Nadie muestra su cambio de sexualidad de un día para otro. Tampoco Ca-


rolina Jacky. Lo suyo fue paulatino, de a poco. Empezó a vestirse con prendas de
las llamadas unisex, con pequeñas dosis de maquillaje en su cara. Una especie de
andrógino que desorientaba a mucha gente. Los cuidacoches al principio le de-
cían señor, pero con el paso del tiempo, cada vez más gente empezaba a tratarla
de mujer, de doña, de señora.
Desde setiembre de 2010 tiene su DNI donde es Carolina, ese nombre
gracias a las nuevas leyes de género. Su cara de mujer luce radiante en la foto;
y hasta sonríe.
Ese año, en el Colegio de Abogados de Mendoza, hubo una reunión ex-
traordinaria convocada por su mandamás, Daniel Ostropolsky. En ella, el hom-
bre puso delante de muchos abogados a Jorge Jacky vestido de mujer y dijo:
“Señores, con ustedes, la doctora Carolina Jacky”.
El 23 de octubre de 2014, Carolina Jacky daba una charla sobre “violencia
de género” en la Universidad de Congreso de Mendoza, propiedad del empresa-
rio mediático local Daniel Vila. “Yo donde tengo la posibilidad de hablar de este
tema, hablo; no me importa dónde sea, yo milito esta causa”, aclara.
Hoy, con cuatro años como Carolina, la doctora Jacky es la abogada mejor
especializada en violencia de género en Mendoza. La llaman de todas las provin-
cias y desde el extranjero. “Me encanta lo que hago”, confiesa la mujer que ha
salido en los medios más importantes del país a partir de sus logros judiciales en
materia de género.
Se lleva bien con su ex esposa y sus dos hijos. Y vive con una mujer trans.
No está en pareja.
—No es fácil para mí a los 62 años. Mido 1.70, lo que me alcanza para

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presentarme para reina de la Vendimia —ríe.
Cuenta que se levanta todos los días con ganas de hacer cosas por quienes
sufren violencia por ser mujeres. Que tiene proyectos en mente y un espíritu
de lucha que no conocía en ella. Rindió exámenes para ser camarista federal de
Apelaciones de Mendoza y, en caso de ganar, sería la primera trans de América
en ese cargo. Y todos los días toma sus pastillas de hormonas femeninas y de
castración química.
En cuatro años como mujer abogada ha hecho mucho más que en los 34 que
hizo como hombre.
—Eso quiere decir que mi cerebro femenino funciona mucho mejor que mi
cerebro masculino.
Termina en el bar mientras la moza le pregunta:
—¿Va a querer algo más, doctora?

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39
buenos aires (1956). Obtuvo el tercer pues-
to en la categoría crónica del Concurso Fede-
ral de Relatos: “Héroes: la Historia la ganan los
que escriben”.
Es periodista y editora. Edita la revista digital
Tema (Uno) que publica la editorial de la Univer-
sidad Pedagógica (UNIPE) y escribe para medios
nacionales y de Latinoamérica. Dicta un taller de
crónica en el Centro Universitario San Martín
(CUSAM) que funciona dentro del Complejo Car-
celario Conurbano Norte ubicado en José León
Suárez, provincia de Buenos Aires.

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42
Empezó a delinquir cuando tenía catorce y a los dieciocho cayó preso. Den-
tro de un penal de máxima seguridad, comenzó a estudiar Sociología. Cuando re-
cuperó la libertad, tenía el mejor promedio entre los todos los alumnos, dentro y
fuera de la cárcel. Hace dos meses lo invitaron a Roma para reunirse con el Papa.
¿La razón? Waldemar Cubilla es un ex pibe chorro que fundó una biblioteca en
su villa para que los chicos —dice— además de drogas y pistolas, tengan libros.

Es un sábado caluroso y húmedo de enero. En la biblioteca de Waldemar


Cubilla, ubicada en La Cárcova, una villa en el noroeste del gran Buenos Aires,
diez estudiantes de arquitectura se mueven como si el día no les pesara en los
hombros. Están ayudando a reorganizar el espacio. Limpian libros, arreglan es-
tanterías, barren, sacan agua del baño y toman nota: van a crear un documento
para dejar constancia de todo lo que hace falta. Y falta mucho: el cielorraso, las
ventanas, más estanterías, la calefacción y el revestimiento del piso.
Waldemar está subido a una escalera y martilla una plancha de madera con
la que improvisa una pared.
—En un rato estoy libre, todavía me falta soldar el portón y después puedo
charlar —dice desde las alturas—; podés ir a ver a mi mamá, vive ahí en frente.
El cuerpo de Waldemar es fuerte, casi deportivo, de altura mediana, corona-
do por un par de ojos negros y brillantes que se mueven con ritmo enérgico. Su
pelo es oscuro y lo lleva cortado al ras. El tono de su tez hace brillar aún más sus
dientes blancos. Viste bermudas de jean y una musculosa que deja ver sus bíceps.
Hace dos días, en la mesa de un bar de una estación de servicio, a pocas cua-
dras de su biblioteca, Waldemar hablaba de este lugar y también de este cuerpo.
En la cárcel, contó, se había armado una rutina deportiva y educativa. Necesitaba
solo una baldosa. Saltaba, saltaba y saltaba. Y después le agregaba un poco de

43
elongación y unos abdominales. No necesitaba mucho espacio. Sí, voluntad.
—El ejercicio me hacía aguantar los palos de la policía, tener más fuerza
para cualquier conflicto, estar más atento. También me servía para dormir me-
jor —dijo.
Waldemar estuvo preso por robo. Empezó a delinquir a los catorce años
porque “quería lo ajeno”. Robó a mano armada, cayó tres veces y nunca mató
a nadie. Estuvo en total nueve años privado de su libertad. La primera vez que
lo detuvieron fue a un instituto de menores, pero salió al mes porque no tenía
antecedentes. La segunda vez que cayó fue un diciembre. Había robado un co-
che pero el asunto salió mal y terminó en la cárcel de General Alvear. Como no
consiguió el certificado que acreditaba que le faltaba un año para terminar la
secundaria, la empezó de nuevo. A los cinco años salió en libertad condicional y,
como nuevamente le faltaba un año para terminar, rindió todas las materias para
obtener el título de bachiller. En 2005 empezó Abogacía en la John F. Kennedy,
una universidad privada en San Isidro, zona de las más lujosas de la provincia
de Buenos Aires. Con un robo pagó la matrícula y un año por adelantado, y se
compró un auto.
—Me metí ahí, en esa zona, para vivir esa vida. Para nosotros de Victoria a
Capital es todo igual, mucho billete concentrado —dijo en el bar de la estación
de servicio.
En aquella época, los días de Waldemar Cubilla transcurrían en dos es-
cenarios muy diferentes: de día estudiaba en las casas de sus compañeros de la
facultad, de noche volvía a dormir a la villa, la misma donde años después abriría
su biblioteca.
La villa es “La Cárcova”, una de las que forman el cordón que recorre el Ca-
mino del Buen Ayre. El asentamiento fue alzado sobre un basural y está impreg-
nado por el olor agrio y rancio de los gases que largan los residuos.
—Nosotros la llamamos “La Carcova”, con artículo y sin tilde, en la villa
no tenemos acceso a la información para saber que es el apellido de un artista

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plástico —explicó Waldemar en el bar—. Yo nací ahí.
La madre de Waldemar llegó a Buenos Aires desde Paraguay y su padre, des-
de Formosa. Se fueron a vivir juntos cuando arrancó la dictadura militar de 1976
y se instalaron en el asentamiento que estaba cerca de la estación de trenes de
Colegiales, en la ciudad de Buenos Aires. Ahí estuvieron hasta que el intendente
Osvaldo Cacciatore pasó una topadora y echó a doscientas mil personas, entre
ellas el matrimonio Cubilla. De ese margen en Colegiales tomaron el tren hasta
José León Suárez y se instalaron en otro límite: “La Carcova”. Ahí vivieron nueve
años hasta que se separaron, pero antes tuvieron un hijo y una hija. El varón es
Waldemar: un muchacho de treinta y dos años.
—La vida de mis papás no fue fácil; la mía, tampoco. Acá nadie tiene las
cosas fáciles.
En la mesa del bar, Waldemar recorría su memoria. El pasado incluía las
palabras “desarmaderos”, “cajero”, “secuestro exprés”, “cárcel”, “pena”, “policía”,
“patrullero”, “legajo”, “libertad condicional”, “expediente” y “visita”. La charla
también incluía ideas tomadas de los siguientes libros: Vigilar y castigar de Fou-
cault, La distinción de Bourdieu, Internados de Erving Goffman y Las armas. Este
último es una complicación de textos de sus ex compañeros en el Centro Univer-
sitario San Martín, más conocido como el CUSAM, que está en la Unidad Penal
48 del Centro Carcelario del Conurbano Norte: el penal donde estuvo preso por
tercera vez por “pasear” a un hombre por cajeros automáticos. En ese lugar le
enseñó a leer a otros internos, empezó la carrera de Sociología —ahora está es-
cribiendo su tesis— y está su biblioteca de referencia. Porque cuando Waldemar
piensa en cómo armar la propia, piensa en aquella, donde pasaba horas cuando
estaba “adentro”.
—Esa biblioteca era una puerta abierta dentro de la cárcel. Ese lugar te for-
ma, te permite otro diálogo con el magistrado, da libertad hasta a los que tienen
perpetua —cuenta Waldemar en el bar.
El penal donde se aloja ese centro está frente a su villa. Cuando se inauguró,

45
lo presentaron como una cárcel modelo con escuela agraria, talleres de oficios
y servicio de catering. Pero cuando Waldemar llegó, la escuela agraria estaba
abandonada: las tierras no servían para cultivar. Junto a un grupo de internos pi-
dió autorización para armar una biblioteca en ese espacio. Y el director dijo que
sí. Ese “sí” fue la semilla de lo que vino después: un centro universitario donde,
antes de poder estudiar Sociología, los internos podían hacer talleres de informá-
tica, poesía, teatro, panadería, encuadernación y radio, entre otros.
—Ahí pasaba el día entero, era como estar afuera del pabellón —recordaba
Waldemar en el bar de la estación de servicio.
El nexo entre el penal, la villa y la universidad fue Ernesto Lalo Paret: un
exciruja del barrio Independencia, justo al lado de “La Carcova”, que tiene una
relación cotidiana con esa cárcel porque, aunque nunca robó, la frecuentaba
para visitar hermanos, tíos, sobrinos y amigos. Paret es un hombre de unos
cincuenta años, alto, delgado, estilizado y de andar sereno y firme. Es tercera
generación de cirujas, protagonizó La toma, un documental que filmó la cana-
diense Naomi Klein sobre fábricas recuperadas, viajó al Brasil y a los Estados
Unidos para hablar sobre el mundo cartonero y desarrolla proyectos para las
villas. Dentro del penal funcionó como gestor cultural: consiguió que el Cen-
tro Comunitario 8 de Mayo donara los primeros libros, que habían recuperado
los cirujas de la basura, para la biblioteca del penal hasta que la secretaría de
extensión universitaria de la Universidad de San Martín se ocupara de ofrecer
talleres para los internos.
—Lalo ayuda a prender mechas, ahora trabajamos juntos para que los pibes
vayan a estudiar —dice Waldemar en su biblioteca mientras hace un descanso
antes de volver a martillar.
Paret ya no vive más cerca de “La Carcova”: comparte una casa en el barrio
del Abasto con su pareja, la socióloga Anaïs Roig. Unos días después de la pri-
mera entrevista con Waldemar, nos juntamos con Roig y Paret para hablar de
quien ellos consideran un “generador de posibilidades”. Roig, además, trabaja

46
con Waldemar en un grupo de investigación de la UNSAM. Sentados en la mesa
del comedor, conversamos sobre la vida de Waldemar adentro y afuera del penal.
—El Negro se anotaba en todas; si había un curso de poesía, iba, de tratamien-
to de agua, iba. Le dabas harina y al día siguiente tenías el pan, al otro día fideos y
al siguiente panqueques —sostuvo Paret mientras se servía una taza de café.
—Waldemar tiene una avidez y curiosidad constantes, une teoría y práctica
todo el tiempo y no piensa solo en formarse como sociólogo sino en cómo puede
aplicar lo que aprende —dijo Roig y se levantó para buscar una revista.
Volvió con un mensuario que habían publicado hacía unos años los estu-
diantes de sociología de “adentro y afuera”. Al abrirlo apareció una nota firmada
por Waldemar Cubilla y cayó una foto donde se veían tres hombres parados en
la avenida Corrientes. Uno de ellos, el más bajo, vestido con pantalones de traje
negros y chomba blanca, era Waldemar: estaba erguido con una sonrisa triunfal,
lentes de sol a modo de vincha y ojos encendidos. Esa había sido una tarde me-
morable en 2010: habían presentado, a sala llena, la primera experiencia teatral
de alumnos del CUSAM en el Teatro Tornavías, dirigidos por Cristina Banegas.
Horas más tarde de esa foto, Waldemar volvería al penal en un camión celular,
esposado, y relataría la experiencia a sus compañeros en el centro universitario.
Para llegar hasta ese centro universitario hay que pasar por trece puertas.
Trece controles. El camino es largo, oloroso como lo es toda la zona, y humillante
por la espera caprichosa que imponen los guardias. Los internos saben que el
recorrido rinde: pueden pasar el resto del día ahí en vez de estar encerrados den-
tro de una celda. Estudiar es un camino que reduce las penas y mitiga las otras
penas, las emocionales.
La biblioteca —que es la referencia del Waldemar— ocupa una sala destaca-
da con una ventana que abre a un pedazo de cielo, tiene estanterías metálicas y
una mesa de lectura. Además, hay dos aulas, un centro de estudiantes, un estudio
de radio, una cocina industrial y la oficina administrativa. Gabriela Salvini, la
actual directora, ocupa esa oficina varias horas por semana. Salvini es una mujer

47
alta, de pelo negro largo y lacio. El día que la vi llevaba calzas debajo del vesti-
do: en el penal las mujeres no pueden entrar con las piernas descubiertas. Es
Licenciada en Letras y empezó dando talleres en una cárcel de la zona sur hasta
que fue convocada para dirigir este centro. Su trabajo se extiende más allá de lo
administrativo: contacta a los familiares de los estudiantes, se reúne con magis-
trados o genera actividades extracurriculares. Así recordó las circunstancias en
que conoció a Cubilla:
—Vino un grupo de estudiantes a decirme que Waldemar no quería com-
partir un espacio con otros que querían dictar un taller de Braille. Yo le mandé a
decir que él no tomaba decisiones y que yo estaba para gobernar. Al día siguiente
vino a presentarse. Él es un líder natural, aunque no le gusta que se lo digamos.
Entendió muy rápido que era un espacio de construcción colectiva y que no éra-
mos enemigos como lo creían otros internos.
Salvini, igual que Paret, dijo que Waldemar motorizaba todo el tiempo pro-
yectos y que siempre se lo veía con un grupo de compañeros que lo ayudaban
en lo que fuera. También recordó que apenas abrieron la carrera de Sociología
se anotó. En ella, los internos pueden estudiar el mismo programa que se da
en el campus de Migueletes de la Universidad de San Martín para que puedan
continuar sus estudios cuando quedan libres. Tal como hizo Waldemar. Cuando
salió en libertad fue noticia porque tenía el mejor promedio entre todos los es-
tudiantes de la carrera: 9.25. Esto fue a fines de 2011 y al año siguiente abrió la
biblioteca en la villa.
—Eso es lo fantástico —expresó Lalo Paret sentado en su comedor— él tomó
un pedazo de tierra y nos llevó a todos a patadas en el culo. Eso no lo había pen-
sado nadie antes. Es admirable porque es un pibe chorro que genera otra cosa.
Lo que genera Cubilla es un trabajo artesanal de “militar la educación”. Ese
es su objetivo principal en su biblioteca popular. No quiere sermonear en contra
de las drogas, ni demonizar a nadie: quiere que haya más densidad de libros.

48
***

La biblioteca de Waldemar está a la entrada de la villa, al lado de la cancha


de fútbol. Las paredes de afuera están pintadas de rojo, hay un mástil con una
bandera con el logo de la biblioteca y en un cartel se lee “La Carcova no es ba-
sura”. Aunque todavía el espacio no está abierto oficialmente, ofrece talleres de
fotografía, teatro, encuadernación y catalogación. Los tiempos y los laberintos
de la burocracia, sumados a que Waldemar no adhiere a ninguna organización
política, son dos factores que dificultan conseguir fondos para terminar la obra.
La tarde está soleada y Katty, la mamá de Waldemar, está en la vereda to-
mando mate bajo un sauce llorón. Su pelo es largo y negro y lo lleva atado en un
rodete; tiene puesto un vestido fucsia. Dice que ella siempre trabajó para darle
a sus hijos todo lo que estaba a su alcance, y que cuando Waldemar cayó por
primera vez no lo podía creer. También dice que cuando cayó por última vez no
le habló durante un mes.
—Siempre fue muy inteligente pero mucho no le sirvió para pasar lo que
pasamos —dice Katty.
Pero recompone rápido la imagen de su hijo y agrega con orgullo que es su
“hijo del alma”, que tiene una mujer que es “de fierro” y dos hijos hermosos y
que cuando fue “lo del Papa” sus compañeras de trabajo le dieron cartas para que
le entregase en mano.
El viaje a Roma para entrevistarse con el Papa es una de las últimas expe-
riencias de Waldemar. Ocurrió a fines del año pasado, cuando la SEDRONAR (el
organismo del Estado que coordina políticas antidrogas y trabaja en la villa) lo
invitó a viajar al Vaticano. La relación entre Waldemar y esa institución comen-
zó a partir de los encuentros que realizan para adictos y familiares, en su biblio-
teca. Las fotos de esa reunión muestran al Papa Francisco con los ojos húmedos
y atentos mirando a Waldemar, quien, además de regalarle una visera con el logo
de la biblioteca, le dijo que él era adicto a la delincuencia, que había crecido en

49
el neoliberalismo y que su labor ahora era generar espacios para que muchos
tengan la posibilidad de zafar de eso.
—Le trajo un rosario a una de mis compañeras de trabajo —dice Katty y se
le llenan los ojos de lágrimas.
La tarde avanza y la mateada sigue en lo que será el futuro patio de la biblio-
teca. Waldemar terminó de martillar y está sentado debajo de otro sauce llorón
con Johnny, su sobrino. Eros, el hijo de Waldemar, va y viene. No sospecha si-
quiera que su nacimiento impulsó a Waldemar —su padre— a dejar de delinquir.
Johnny, que tiene quince años y que acaba de retomar los estudios que había
dejado cuando lo internaron por adicciones, escucha atento a su tío.
—La cárcel es un asco, no quiero estar más preso. Pero sigo haciendo cárcel
porque voy una o dos veces al mes. Eso podría ser lo épico: voy en forma de tes-
timonio para mostrarle a los pibes que voy bien, que no estoy robando, que estoy
haciendo otra vida. Y siento que me miran así.
Así lo mira Johnny, en silencio, sentado en un banquito. Pero en otros mo-
mentos lo escucha en alguna esquina de la villa. Porque Waldemar dice que
“labura” mucho todas las noches cuando se junta con los chicos de dieciséis o
diecisiete para que le den “cabida”. El mensaje que quiere transmitirles es que
solo tienen que pensar que por tener una pistola en la cintura pueden llegar a
pasar cinco años en la cárcel. Cree que algunos lo escuchan y que se empiezan a
acercar a la biblioteca.
—Si preguntás dónde conseguir una pistola cualquiera te bate el lugar, pero
si preguntás dónde conseguir un libro de literatura para quinto grado nadie tiene
ni idea dónde buscarlo.
Johnny sigue atento la conversación y el hombre que terminó de soldar una
viga de hierro para hacer una jaula para que no roben las herramientas, también.
Waldemar dice que ahí sigue en el margen, que es marginal, que su sueldo no le
alcanza, que no puede planear sus vacaciones, que tiene que esperar tres meses
para que lo atiendan en un hospital, que no hay cloacas y que no tiene disyuntor.

50
—Pero la diferencia es que puedo escuchar mis palabras, empiezo a cons-
truir sentido y si escucho mis palabras puedo hacer que otro las escuche también.
El sol ya se está por poner y todavía hay muchos chicos que juegan a la pe-
lota. Aunque aún falte mucho para terminar la obra, ya hay estantes con algunos
libros. Sebastián, un nene de pelo negro y ojos grandes y oscuros, vestido con
shorts azules y musculosa naranja, entra corriendo con el sudor de haber jugado
toda la tarde al sol y agarra un libro de tapa dura: Mitos Griegos.
— ¿De qué es este libro? —pregunta.
Waldemar interrumpe la charla, mira cómo uno de los arquitectos le contes-
ta, y cuando retoma expresa:
—Lo que yo hago es tratar de prender una mecha y cuidar que no se apague.
Una brisa mueve las ramas del sauce llorón y abanican un poco la tarde
de verano.

51
*Crónica de un pequeño gesto heroico

laprida (1967). Es Trabajador Social. Publi-


có Votos, chapas y fideos: clientelismo político y ayu-
da social (2002) y De políticos, punteros y clientes.
Reflexiones sobre clientelismo político (2007).

52
54
Crónica de un pequeño gesto heroico

Era 1949. Nicanor Sosa, vestido con sus eternas prendas de Grafa azul, subió
el último bulto al carro. Lo aseguró con una soga para no perderlo en el vaivén.
Con algo de tristeza que en décimas de segundos mutó en alegría cerró el candado
del ranchito: ya no volvería a ser la morada de su familia. Rosa y las chicas vivirían
mucho mejor. Se sentó en el pescante, pasó la mano derecha por sus bigotes re-
negridos y dio rienda al matungo. Se mudaban. A la casa propia. La que con Rosa
habían soñado tanto. La que, como el horizonte, parecía alejarse a medida que
se avanzaba hacia ella. No era necesario soñar más. Faltaba trasladar esos pocos
paquetes e iniciar la nueva vida. Perdió una lágrima, no supo si por nostalgia o
alegría. Nicanor podía parecer algo duro y lejano, como casi todos los hombres de
la época, pero se permitía una sensibilidad aún infrecuente entre sus congéneres.
Al llegar al nuevo barrio, vio veinte casas blancas, inmaculadas con techos
de tejas rojas y a sus nuevos vecinos en labores similares a la suya. Rocha, que
había madrugado a causa de la mudanza, ya mateaba junto a su mujer en el par-
quecito. Al verlo, lo saludó con la mano. Se conocían: el ferroviario, Rocha, y
el vendedor de kerosene, Sosa. En realidad todos se conocían en ese pequeño
pueblo pampeano que lleva por nombre un apellido: el de quien había presidido
el Congreso de Tucumán durante la Declaración de la Independencia.
Nicanor era aún más conocido que el resto de sus coterráneos. Su trabajo
lo hacía una figura casi pública. Todos los días al mando de ese mismo matungo
negro trajinaba las calles polvorientas con el carrito de la YPF. Tranquilo, de
andar sereno y formas amables, Sosa no era de levantar su voz, ni tampoco de
hablar mucho. Las amas de casa escuchaban desde la cocina el repiquetear de
las patas del caballo contra la tierra compacta y advertían que era el momento

55
adecuado para la compra del kerosene. El kerosene, que hoy es un combustible
inexistente en las viviendas, en aquellos tiempos era imprescindible para cocinar
y calefaccionar las casas de las familias pobres. Por eso Nicanor, bigotes renegri-
dos y pocas palabras, era conocido en todas las casas pobres de un pueblo donde
de por sí ya todos se conocían.
Él también era pobre. Como los peones que venían una vez por mes del
campo en sus sulkys o chatas rusas a buscar “los vicios” o como el ferroviario
Rocha, su vecino en el Barrio Obrero.

***

Rosa escuchó el repique del matungo y supo que llegaba su marido con
los últimos bártulos. Abandonó la tarea de ordenar los utensilios de cocina y se
arrimó al carro para ayudar. No necesitó más que ver la cara de Nicanor para adi-
vinar la sensación de alegre nostalgia que embargaba a su esposo. “Viejo flojo”,
le dijo. Nicanor, que aún no llegaba a los 50, sonrió e instantáneamente perdió
toda nostalgia.

Así era Rosa: práctica, capaz de modificar un estado de ánimo con una frase
afectuosa o un reto. Su practicidad vino con su profesión o, tal vez, a la inversa:
era enfermera. Y peronista. Como Nicanor. Como casi todos los habitantes de
las dos hileras de diez casas cada una del Barrio Obrero. Peronistas sin estri-
dencias. Iban a la Unidad Básica. Acompañaban. Nadie los escucharía gritar en
las Asambleas del Partido. El Mono Gatica, retratado para el cine por Leonardo
Favio, diría algunas décadas después: “Yo nunca me metí en política, si siempre
fui peronista”. Rosa, Nicanor y sus vecinos eran como el Gatica de Favio: natu-
ralmente peronistas.
Frente al nuevo hogar de Rosa y Nicanor había una pequeña plaza. Frente a
la hilera opuesta de viviendas, otra. En épocas futuras recibirán nombre propio.

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“Eva Perón”, la que se ve desde la casa de los Sosa; “Arturo Jauretche”, la otra.
Para que les asignaran un nombre restaría mucho tiempo aún, cuando ellos se
mudaron eran solo placitas.
Dos placitas con juegos para que los chicos corrieran por el Barrio y ban-
cos de cemento para que los mayores matearan a la sombra de las acacias en las
tardes de domingo. Una de las plazas tuvo un mástil. Cuando las veinte familias
se acomodaron en sus casas blancas, iguales a las de los dibujos de los libros es-
colares de la época, y el barrio comenzara a tejer su vida propia, el mástil se hizo
evidente. Mejor dicho: fue evidente que el mástil reclamaba su bandera.
Algún comedido, del que la memoria no conserva nombre, se acercó a “la
Comuna”, como por entonces llamaban a lo que hoy diríamos el Municipio, para
pedir una bandera argentina. Ni bien la bandera llegó, los vecinos decidieron que
fuera Nicanor el encargado de izarla cada mañana a las 6 y arriarla cada tardecita
antes de que el sol se pusiera.
Rosa ejercía un temprano liderazgo barrial que influyó en la decisión, aun-
que también tuvieron en cuenta un aspecto de pragmatismo funcional, también
aportado por la enfermera: la casa de los Sosa era la más cercana al mástil.
Nicanor no manifestó su orgullo por la designación con palabras, solo pidió
a su esposa que le adelantara diez minutos sus despertares. A las seis en punto, la
Bandera Nacional llegaba al tope del mástil. Todos los días, desde aquel año ‘49,
del que Félix Luna diría: “La Argentina era una fiesta”.
Los días cálidos de enero y los muy fríos de julio, cuando caminaba hasta el
mástil pisando la escarcha, Nicanor, vestido con la ropa azul de laburante, izaba
la bandera y partía en su bicicleta negra hacia el trabajo. Ensillaba el matungo,
preparaba el kerosene, subía los embudos de lata y salía a recorrer las calles ofre-
ciendo el combustible que mitigaba el frío de los inviernos y permitía cocinar
los alimentos.
La izó en días de júbilo y también en los más tristes. Ninguno tan doloro-
so como la mañana del 27 de julio de 1952. Con lágrimas en los ojos, ropa de

57
domingo y una cinta negra en su brazo derecho, Nicanor subió la Bandera hasta
el tope e inmediatamente la bajó para dejarla a mitad del asta. No estuvo solo ese
día: sus vecinos, tan endomingados y llorosos como él, fueron parte de la cere-
monia. A pocos metros levantaron la capilla ardiente que homenajeó a la difunta.

***

Los días 16 de septiembre suelen ser especiales para los lapridenses. Feste-
jan el Aniversario de su fundación. Día de fiesta, de encuentro en la plaza princi-
pal. Todos los años Nicanor, de traje y corbata, caminaba junto a Rosa y las nenas
hasta el veredón del Municipio para participar de los festejos.
En 1955 hizo lo mismo, pero con más preocupación que alegría. En la leja-
na Córdoba un grupo de militares golpistas había iniciado un movimiento para
derrocar a Perón. Se habían levantado en contra del poder democrático y cuatro
días después alcanzaron su objetivo: Perón renunció a la Presidencia.
El 20 de septiembre de 1955 la Revolución Libertadora destrozó el orden
constitucional y ya gobernaba. Nicanor sabía que los golpistas no encabezaban
una revolución ni venían a liberarlos. No habría que esperar ni siquiera un año
para que otros militares se sublevaran. Estos, para llamar a elecciones, pero se-
rían derrotados y fusilados. También fusilarán a una decena de civiles con cuya
historia Rodolfo Walsh escribirá “Operación Masacre”. Apenas un año faltaba
para que el pueblo le asignara un nombre más adecuado a esa “revolución”. Sería
la Fusiladora.

***

Pero eso todavía no había ocurrido aquel 20 de septiembre de 1955. Era


martes. Nicanor amaneció como todos los días, se vistió con la eterna ropa de
Grafa. En silencio, sospechando que la Argentina dejaba de ser una fiesta, apuró

58
dos mates, besó a Rosa y montó su bicicleta negra rumbo al trabajo.
No izó la Bandera.
No lo olvidó. En las plazas de muchas otras ciudades, señores mejor ves-
tidos que los vecinos de Nicanor festejaban la llegada de la Libertadora. Perón
partió hacia lo que sería su exilio de casi veinte años. Nadie vio flamear la Ban-
dera aquel día en Laprida. Tal vez no se advirtió la ausencia. Acaso un distraído
lo atribuyó al mero olvido.

***

¿Qué es un héroe? Un tipo que se anima. Uno que hace lo que correspon-
de. ¿Importa si es percibido el gesto político? Nicanor no se permitió esa duda.
Mientras ensillaba el matungo para iniciar el reparto sintió la tranquilidad del
deber cumplido. El General Rawson encabezaría el golpe por unos pocos días.
Aramburu también a él lo tumbará. El matungo del kerosene volvió a hacer sonar
sus patas cansinas contra la tierra compacta de las calles ese 20 de septiembre.
Las amas de casa se asomaron con las latas en sus manos. Nicanor, vestido de
ropa de trabajo azul, saludaba con cortesía y concretaba la venta. La Libertadora
imponía su orden de dictadura pero la Bandera del mástil del Barrio Obrero del
pequeño pueblo de Laprida no estaba allí para saludarla.

59
buenos aires (1971). Es Licenciado en Cien-
cias de la Comunicación (UBA) y doctor en Edu-
cación (Universidad de Málaga). Se desempeña
como docente en la Universidad Nacional de Salta.
Además, fue co-autor y guionista de la serie
televisiva de ficción El viaje. 9 días buscando nor-
te, ganadora del Plan de Fomento de Produccio-
nes Audiovisuales Federales para TDA, INCAA
(2011). Fue Coordinador de la Red de Comuni-
cación Indígena y miembro de la revista PAMPA,
editada por CTA.

60
62
En el grito al perro, que pretendía meter el hocico en la olla, me pareció
identificar una palabra conocida.
—¿Cómo se llama el perrito?
—Taynfwas, enemigo.
El nombre me causó una risa genuina y muy ruidosa para una comunidad
wichí del Chaco salteño. La olla de aluminio, ennegrecida por el tizne de la leña,
estaba fuera del fuego con el guiso listo y en el piso de tierra. Eduardo y yo está-
bamos en el patio de su casa. Buscábamos la sombra de grandes algarrobos para
sentarnos, aún en mayo. La gente también la busca para construir allí. Desde que
existen registros de la vida de estas comunidades, el patio es el lugar en donde
se hacen todas las tareas domésticas y las casas solo se usan para dormir. Desde
hace algunos años también para mirar televisión.
Eduardo había sido mi maestro de wichí ocho años atrás. Cuando él tenía
alrededor de veinte años, un proyecto educativo de una ONG me llevó a instalar-
me en la zona. Ahora, estaba allí por medios propios, para hacer entrevistas para
mi investigación. Los dos habíamos cambiado bastante. Yo había viajado un poco
-estaba haciendo una tesis en España- y había asentado algo más mi carácter; él
comenzaba a ganarse el respeto de los suyos, por su trabajo con la lengua wichí
y por su incipiente participación en el reclamo territorial de las comunidades de
la zona.
El nombre del perro hace referencia a los conflictos que surgen a menudo
entre los miembros de la comunidad. Uno de ellos se desató en torno a la acusa-
ción de que la familia de Eduardo es de otro grupo wichí, que vive río arriba, en el
Pilcomayo boliviano.

63
Estoy en la comunidad Santa María. Ayer domingo llegué a la casa de Eduar-
do en el auto del presidente de la Asociación de Comunidades. Había intentado
venir el sábado a la tarde, solo. Esperé en la salida de Santa Victoria, el pueblo
donde me hospedo, a que algún vehículo pasara y me llevara esos 15 kilómetros
hasta la comunidad. Estuve allí durante una hora y media hasta las 19, pero tuve
que volver cuando empezó a oscurecer, cayeron las primeras gotas y el cami-
no se puso resbaladizo. Ya empezó la temporada de sequía, sin embargo sigue
lloviendo y los caminos se interrumpen fácilmente, parece que voy a tener que
andar a espaldas de la lluvia.
Me decidí a venir a toda costa porque había conseguido la grabación que
buscaba, había entrevistado en wichí a un respetado anciano. Le pregunté al an-
ciano por la definición de “joven” para los wichí y sobre el papel del husek, es
decir, “buena voluntad, centro de la vida, alma”, etcétera. Habló del papel del
husek en el aprendizaje, en la formación del sujeto. Quiero hacer la traducción de
esa entrevista con Eduardo. Vamos a probar grabar la traducción oral.

Eduardo me saluda con una fluidez y cercanía nuevas. Me muestra su oficina,


una hermosa habitación de adobe con mesas, puertas y ventanas de carpintería,
biblioteca y notebook. Esta última, cubierta de bolsas; todo lo anterior, cubierto
de polvo. Todavía tengo una linterna sumergible que me regaló un experimenta-
do compañero de cuando vivía en la zona, para que resistiera el polvo que, aquí,
se hace parte íntima de todo y devasta lentamente cualquier tipo de tecnología.
Eduardo, su esposa Fany y sus cuatro hijas, están instalados en la casilla de
material. Hicieron una pieza de barro al lado, donde hay catres y un techo para
cocinar, tejer o fueguear. Sacamos para mí una cama de madera de la habitación
de la tía de Eduardo, también un colchón. Nada de catre artesanal de tientos. Lo
ponemos en la oficina.
Me siento contento por haber venido. Ayer me di permiso, por ser do-
mingo, para entrar en el ritmo de la familia. Consiguieron pescado. Hasta hace

64
pocos días, una obstrucción del río en Formosa no permitía que los peces llega-
ran hasta aquí.
Eduardo opina que todo sigue igual desde que me fui en 2007. La tierra no se
entrega, el libro sobre los encuentros de educación no se publica, en las escuelas
no se convoca a la Fundación Asociana para enseñar el alfabeto wichí. Ambos
trabajamos en aquellos encuentros y ambos pertenecimos a la Fundación, que
colabora con asistencia técnica en los reclamos y actividades de las comunidades.
Eduardo participa desde hace un tiempo en las reuniones por el reclamo
de tierras, porque le parece una injusticia que haya tantos alambrados y sabe que
ahora hay muchos más, llegan a la zona del monte donde habíamos ido juntos
hace años. Están muy cerca. Luego de que finalicé este trabajo de campo, se pu-
blicó el libro en cuestión y se entregó el título del territorio a las comunidades.
Los alambrados tendrán que ser levantados y el ganado que desplaza la fauna
autóctona debe ir a otras zonas.
A diferencia de otros hombres jóvenes, Eduardo no es pescador experto
porque en la edad crucial para aprender las actividades tradicionales, estaba yen-
do a la escuela. Él considera que tiene que aprender a hacer las varillas de la red
tijera, pero lo puede explicar. Las varillas, largas y flexibles, se unen por las pun-
tas con tiras de cámara de bicicleta. Una vez unidas, se las abre y cierra como los
párpados de un ojo. Se yapan con tiras de goma y, si no se hace bien, aunque lo
redees, el pescado se escapa, sale por la punta.
La comunidad no es un lugar tranquilo. Nunca lo fue por la contaminación
sonora. Pero ahora se agrega el nuevo fenómeno de los grupos musicales en los
cultos religiosos, que usan altoparlantes. El domingo a la noche no se puede char-
lar en lo de Eduardo, a 200 metros de la iglesia.
El lunes a la mañana, decidí visitar a algunos conocidos: un joven auxiliar
docente y un pescador y artesano. Todos me saludaron con afecto; noto que en la
comunidad se sabe de mi presencia. La mayoría de las familias puso empalizada
alrededor de sus ranchos, por los borrachos o por los perros que se comen a las

65
chivas. El aspecto del lugar ha cambiado y me cuesta ubicarme.
En la casa del pescador hay una mesa con tablas hechas a machete, de las
que ya casi no se ven. Tienen allí seis sábalos. La mujer me da los dos más gran-
des. Los sujeta metiendo el pulgar en el ojo del pez. Cuando Fany prepara los
pescados, que son escurridizos aún muertos, también los sujeta como la mujer
del pescador, por los ojos. El precio me parece poco pero insisten. Es lo que se
paga a los pescadores. Son quince pesos por dos piezas medianas, de dos kilos y
medio cada uno. Recuerdo que en 2004 se pagaba dos pesos. Como varias veces
en este viaje, pienso que tendría que volver con algún proyecto, mantener la rela-
ción con la gente. Todas cosas que antes veía inalcanzables. Será esta experiencia
de estudiar en España. Me pregunto si no estará alterando mi perspectiva.

En la casa de Eduardo, entrego los pescados a Fany. Hay que ponerlos al


fuego enseguida. Fany me sirve arroz de una olla y salsa de tomate con carne
de otra. Hace algunos años, la costumbre era guisar todo junto y menos nutrido
de ingredientes, se mezclaba polenta, arroz y a veces también fideos, todo en el
mismo guiso.
Ya habían conseguido pescado de un sobrino de Eduardo, que vive en la ca-
sita al otro lado de la empalizada. Saber quién salió a pescar a la noche es muy im-
portante en la comunidad. Permite obtener pescado fresco al mediodía siguiente.
En otro momento vimos a otro familiar, un primo de Eduardo, en la casa de
al lado, subió a su moto. Eduardo dijo que seguramente iría a D'orbigny, el pueblo
boliviano más cercano, donde se consigue a mejor precio ropa, pilas, elementos
de bazar y repuestos de bicicleta. “Cualquiera que tiene un poquito de plata va a
D'orbigny y como trajo pescado, seguro que alguno vendió”.
En los patios de sus casas, las personas están a la vista de otros, ahora un
poco menos que antes, por las empalizadas. Allí donde no llega la vista, a veces
llega el oído. La comunidad es un espacio colectivo, en el que es importante estar
al tanto de los pescadores y de los movimientos en general. Cualquier sonido de

66
motor es comentado por Eduardo y Fany desde donde estén sentados. Por el tipo
de motor de los vehículos, la hora del día, el recorrido y dónde se detienen, se
sabe si se trata de las motos de las familias, los técnicos de la Fundación Asocia-
na, la ambulancia, el criollo que lleva gente a Tartagal, el líder de la Asociación
de comunidades o el comerciante de la zona.
Finalmente, hay novedades en la forma de comer. Nos sentamos seis perso-
nas alrededor de una mesa donde hay lugar para todos. Antes, y todavía hoy, en
otras familias se usan mesas pequeñas, más bajas, solo para apoyar algunas cosas,
y se come con el plato sobre la falda. Hoy hay una fuente de plástico con dos pes-
cados, uno con batatas hervidas con piel y otro vacío para los restos, además de
los paquetes de sal. Cuando terminamos, Fany enjuaga la misma fuente que tenía
pescado y la llena con agua y detergente. Otra con agua más limpia para terminar
de lavarse las manos. Recién después de eso traen una jarra con agua para beber,
que se hace circular.
Durante la comida le pido a García, familiar de Eduardo, que cuente una
historia. Es un hombre mayor y ha perdido la vista casi por completo. Cuenta
sobre cómo se pesca el surubí, Eduardo me traduce y desarrolla. El surubí es
más difícil de pescar porque va más adelante de lo que parece por el movimiento
del agua. Hay un truco, dice García, levantar la red cuando se redea en un lugar
pampito, que no haga panza, para hacer más corto y más rápido el movimiento.
Me preparo para volver a Santa Victoria, con la traducción grabada. Eduar-
do me llevará en su moto. Se disculpa por no poder ayudarme más. Ahora que
García está ciego, le toca a él buscar leña buena, que está más lejos, y siempre
tiene que hacer algo en la casa. Es el comienzo de la despedida. Nos volveremos
a ver, pero seguramente será en algún que otro encuentro fugaz.
Estoy un poco cansado. Ya comienzo a ver el final de mi viaje. Falta casi
una semana para volver a España. Fany me pregunta, a través de Eduardo que
traduce, si ya no volvería a Santa María, porque está tejiendo una yica, una bolsa
artesanal, para mí. Para ella es más cómodo y más respetuoso hablarme así. Pero

67
cuando no estuvo él, Fany me hizo preguntas directas en wichí. Eduardo me dice
que vayamos a anzuelear mañana, en tono de broma. Sabe que planeo volver hoy
al pueblo. Seguro que ellos irán. Tendrían que ir al monte a buscar la carnada que
usan, “bala”, una variedad de avispa. Eduardo cuenta que vio un panal grande
en el monte. Para ir con ellos, tendría que atrasar las entrevistas de otra zona.
Ya tuve que descartar las comunidades más alejadas de la costa, de la ruta a la
ciudad, porque la lluvia no deja secar los caminos. Hay riesgo de que el agua me
acorrale allí varios días y, entonces, podría perder el avión de regreso.

La plaza de Santa Victoria tiene el pasto muy verde y corto, algo que no se
ve en otro lugar de este Chaco semiárido. A un lado está la Municipalidad y el ca-
jero automático. La mayoría de los grupos de personas que andan alrededor del
edificio son indígenas. Hacen fila para realizar algún trámite y, en algunas fechas
precisas de cada mes, familias enteras esperan echadas en el pasto a que vengan
de la ciudad a cargar el cajero automático. Hombres de distintas comunidades
rodean, a la sombra, a algún dirigente, al que le presentan su visión del trato del
hospital local a los indígenas, su enfrentamiento con otro grupo de su comunidad
o el último conflicto con la escuela o el criollo vecino. También pueden escuchar
las novedades del proceso de reclamo territorial.
Los vehículos de algún maestro o puestero criollo, que también tiene casa
en el pueblo, rodean la plaza. Los locales saben a quién pertenece cada uno. To-
dos se conocen.
Del lado opuesto de la plaza, está la escuela primaria. Allí funciona tam-
bién el terciario en educación intercultural bilingüe. Cuando comenzó a dictarse
el terciario, Eduardo, junto con el coordinador de educación de la Fundación
Asociana, todas las tardes venían a enseñar el alfabeto wichí por invitación del
profesor indígena a cargo. A veces, iba solo Eduardo. Ahora que él es estudiante
allí, el profesor lo sigue invitando a enseñar “porque él no sabe”.
Tres estudiantes indígenas se refugian en el fondo del aula. Tienen miedo a

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las preguntas de los docentes. Eduardo se sienta en el medio, intenta responder.
Se alegra cuando su respuesta es aceptada. Los estudiantes criollos son jóvenes y
maestros, hacen alguna broma y se ríen. Los indígenas, no. En otro momento, se
escucha una frase en wichí dirigida a Eduardo. Se ríen. Los estudiantes criollos
no entienden.
La desigualdad en las aulas es sistemática y en el terciario no es la excep-
ción. Por los temas tratados, los conflictos emergen de forma recurrente.
Eduardo cree que está bien que se discuta, que los maestros que cursan con
él digan lo que piensan, que muestren esos prejuicios que tienen:
—Los chicos criollos tienen prejuicios hacia nosotros, los aborígenes. Es
bueno que por ahí nosotros le demos una explicación de algunas cosas. Capaz
que es porque escucharon eso de sus padres, de sus abuelos. Y porque ellos ja-
más tuvieron un contacto directo con las comunidades. Sí, nos cruzamos cuando
andamos pero… Es chocante para algunos, pero tiene que haber también opinión
de nosotros sobre lo que dicen.
El ingreso a los profesorados en Educación Intercultural Bilingüe, en toda
la provincia de Salta, es coordinado por un joven wichí, auxiliar bilingüe muy
respetado de la comunidad de Carboncito. Estos profesorados, que se crearon
hace pocos años en algunas zonas con población indígena, fueron buscados y
demandados por muchos años. Tienen el objetivo de formar maestros indígenas.
Sin embargo, en Santa Victoria, donde están cursando veinticinco personas, solo
cuatro son indígenas. El resto, criollos.
Ya voy cerrando el trabajo de campo. Eduardo viene al pueblo para traducir
alguna grabación más, que conseguí con dificultad. Con la lluvia, la gente no tie-
ne dónde recibirme, se moja el grabador. Me caí dos veces con la bicicleta en el
lodazal del camino. No es fácil traducir con precisión entre wichí y castellano u
otra lengua europea. Es muy grande el salto que tiene que dar el traductor entre
una cultura oral y nosotros, porque no tiene que traducir palabras sino mundos.
Hay muy pocos como Eduardo en esta zona. Ahora tomamos mate en el

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albergue donde me hospedo. Nos sentamos en el patio común, que se transforma
alternativamente en garage, matadero de cabras y patio de juegos.
—¿Qué pensás de las pensiones? En parte es bueno, porque la gente no pue-
de pescar ni cazar. Hay criollos que están haciendo alambrados para criar ganado
y no dejan pasar a la gente a cazar.
En el año 2008, cuando en el resto del país se implementó la Asignación
Universal por Hijo, aquí los niños y jóvenes no cumplían con los requisitos que
se exigen cada año para renovar la Asignación. Sin embargo, se adjudicaron de
forma masiva pensiones por discapacidad a jóvenes que sí califican. Esto hizo vi-
sible las condiciones de salud de los indígenas. Chagas, enfermedades respirato-
rias e infecciosas relacionadas con los animales. Pero, también generó un cambio
importante: la gente de las comunidades comenzó a comprar por primera vez
motos y televisores, y regularmente alimentos y vestimenta.
Eduardo me explicó que no había pescado porque hubo un acuerdo entre
Paraguay y Argentina para hacer una obra río abajo, a la altura de la localidad de
María Cristina, Formosa: “El pantalón”, no sé si se trata del nombre de un lugar
o un tipo de obra. Son dos canales, uno para llevar el curso de agua a Paraguay y
otro a Argentina. Argentina no cumplió y, por la desviación del río, los peces no
podían subir. Es común escuchar de los wichí que hay poco pescado, pero esta
vez no había nada.
Pantalón parece haberse sumado a una lista de palabras castellanas que so-
bresalen, muy distinguibles, como tatuajes obligados y cambiantes en la piel de la
lengua wichí, cuando la gente de estas comunidades habla. Ingenio, Dios, escuela,
radio, políticos, comida, pensión son algunas de las marcas de la memoria históri-
ca, en relación con criollos y europeos, en este habla indígena.
El mate lo preparo muy dulce, como para retener todo lo posible un sabor
compartido con Eduardo. Le cuento cómo me fue, jugando a las escondidas con
la lluvia. Leo algunas ideas de mi cuaderno de hojas lisas, manchadas de barro.
Las anotaciones crecieron con mi ansiedad, cuando no conseguía las entrevistas.

70
Le comento algunas conclusiones provisorias que voy sacando. Hablamos
de los jóvenes, de las relaciones entre lo tradicional y lo nuevo en su educación.
Del husek del que me hablaba el anciano, como el fin de la formación wichí,
que parte del interés personal, de la autonomía. Eduardo me comenta cómo su
hermano, que es un hombre joven orgulloso de su formación tradicional wichí,
le ayudó, sin embargo, a estudiar, le compró útiles y zapatos con la venta de la
pesca artesanal. En estas comunidades no se da por natural que todos los chicos
deban ir a la escuela sino aquellos que demuestran interés.
Le pregunto a Eduardo por qué su tía lo mandó a la primaria y me respon-
de que en la familia no quería que fuera a la escuela; no sabe la razón, quizás
porque no quería que los maestros le pegaran, porque así era entonces, hace
unos veinte años atrás. Pero me cuenta que él se escapó a la escuela con un
grupo de amigos suyos.
—Ellos me invitaban, me decían “está lindo”. Yo me inscribí solito. En la es-
cuela me preguntaron mi nombre y ni siquiera sabía yo mi nombre en castellano.
Decía en idioma, nomás, y la maestra intentaba escribir. Pasó un tiempo en que
iba así, sin nombre a la escuela.

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alta gracia, córdoba (1975). Es perio-
dista y dirige la edición local del diario gratuito
El Argentino. De 2007 a 2009 fue Secretario de
Derechos Humanos de la provincia de Tierra del
Fuego. Ganó el Concurso Provincial de Periodismo
“Rodolfo Walsh” (2014) en la categoría Notas de
Investigación y fue finalista del certamen Crónicas
Interiores. Administra los blogs:
> surprofundoperiodismodeautor.blogspot.com
> adriancamerano.blogspot.com

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74
Todos somos héroes anónimos
Guerreros en este lugar
Peleando con el corazón
Combatiendo tanta soledad
“Héroes Anónimos”, metrópoli

La noche es cerrada, y desde la ruta, Alta Gracia se asoma iluminada como


arbolito navideño. Pero no hay fiesta, ni mucho menos: en el filo de las sierras,
lenguas de fuego forman aros anaranjados que amagan con bajar y arrasar con
todo. Es el incendio más feroz de la década, que aprovecha el clima ventoso y
seco para cenar miles de hectáreas de bosque nativo, poner en riesgo vidas y
amenazar a viviendas y animales.
Las llamas devastaron más de cien mil hectáreas, dos veces la superficie
de la capital provincial. No fue casualidad que se iniciara en Calamuchita, don-
de miles de coníferas fueron introducidas para crear paisaje donde ya lo había.
Empujado por el viento, el fuego se hizo un banquete de madera resinosa y hasta
pasó por encima de los arroyos. Así, la primera chispa en Sol de Mayo tardó un
rato en ser foco y apenas horas en sitiar a una docena de localidades asentadas
sobre los cerros.
De repente, había alerta en todos lados: la provincia se incendiaba.

***

De héroes anónimos trata esta crónica: bomberos que faltaron días ente-
ros de sus casas, gente de campo que peleó para salvar al ganado, pobladores

75
conscientes y organizados. Decenas de voluntarios que combatieron en las sie-
rras a pala, chicote y manguera; hombres y mujeres que se jugaron la vida en la
lucha contra el fuego.

***

Todos le llaman valle pero Paravachasca no lo es. Al menos en estricto sen-


tido geográfico: se trata de una región, conformada por hondonadas y llanuras
y rodeada de sierras bajas. En Alta Gracia, su población más importante, la Co-
misión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) relevó 11.800 hectáreas
arrasadas por los incendios. Algo así como quince mil canchas reglamentarias
de fútbol.
De origen comechingón, Paravachasca significa “montes enmarañados”.

***

Duró poco el interés periodístico por saber cómo se habían prendido esos
fuegos y quiénes eran los supuestos responsables. Las versiones asignaban la
responsabilidad a acampantes negligentes, a piromaníacos incurables, pasando
por personas con bidones nafteros, que encendían llamas mientras caminaban
los cerros. De todo eso, poco o nada se pudo comprobar.
“Algunos creen que quemar las pasturas mejora la tierra. Otros son piro-
maníacos, cuando ven fuego se tientan", se apuró a decirle el gobernador De la
Sota al diario porteño Perfil. Hubo doce detenidos, casi todos liberados en poco
tiempo, por falta de pruebas. Dos quedaron imputados. A Antonio “Ceferino”
Arrieta, de Alpa Corral, lo acusaron de burlarse de quienes combatían las llamas
y de decirles “¿Quieren fuego? Ahí tienen, hijos de puta”. Estuvo 9 meses preso
y, en 2014, fue absuelto. Al chileno Alberto Hernández Mellado lo señalaron sus
propios compañeros de trabajo en un aserradero de Sol de Mayo. “Estábamos

76
cargando troncos y vemos que Alberto se va con un tractor. Al rato vimos humo,
y al llegar ya había tomado los pinares. No puedo decir que haya sido él, pero es
un camino en el que no entraba nadie”, dijo el chofer Alejandro Gatica. Aunque
una versión ubica a Mellado prendiendo el fuego, como reacción por su despido,
para la instrucción judicial fue una chispa del tractor lo que originó el foco. El
obrero irá a juicio oral este año.
Arrieta y Mellado dan el “tipo”: uno, con condena previa por un hecho pa-
recido; el otro, trabajador e inmigrante.
Si das el “tipo”, en la Córdoba del Código de Faltas son muy altas las chan-
ces de ir preso.

***

Ya de chiquito el Chelo Liendo quería ser bombero, pero su mamá descon-


fiaba. Era moquero, inquieto. “Peligroso”, decía la vieja. Los Liendo disfrutaban
de una vida apacible en Río Tercero hasta que, en 1995, la Fábrica Militar explo-
tó. La familia malvendió su casa averiada, vecina al polvorín, y todos se muda-
ron a Alta Gracia, cerca del cuartel local. En el barrio, Marcelo tenía dos amigos
bomberos y escuchaba la sirena todos los días. Dos circunstancias que definirían
su vocación.
—Me picó el bichito, vine y ya no me fui más— dice ahora, quince años más
tarde, mientras se repantiga en un sillón del Casino de Oficiales.
En 2013, Chelo estuvo una semana casi sin dormir ni ver a su familia, a los
saltos de foco en foco, con responsabilidad sobre vidas ajenas. Él y sus 119 com-
pañeros jamás olvidarán esos fuegos.

***

77
El sábado 7 de septiembre de 2013 falló una prueba en un galpón de la
CONAE y se generó un foco grande, que los bomberos apagaron en dos días. El
lunes combatieron llamas en el monumento a Myriam Stefford, más conocida
como torre de Barón Biza, y luego en el campo donde está asentada la enigmática
comunidad Amatreya. Liendo estuvo en esos incendios y en todos los otros de
esa semana intensa.
—Llegamos a Amatreya para evacuarlos y no se querían ir— revive. Eran
unos 45, había adultos, bebés, niños. Pero se convencieron solos, y empezaron
a bajar.
Cuenta el Chelo que, a chorro de agua y chicote limpio, pararon las llamas,
pero que el viento descontroló el foco. A la medianoche, cuando ya estaba en
riesgo el country Potrerillo de Larreta, a Marcelo le ordenaron regresar al cuar-
tel, para reorganizarse. Descansar, no pudo; al rato lo destacaron a La Paisanita,
con una autobomba chica y dos bomberos.
—Estuvimos toda la noche apagando un foco y, cuando nos dimos cuenta,
amanecía; eran las seis —relata—. Volví a Alta Gracia, fui a casa, me bañé, dormí
un rato y de nuevo, al campo, a evacuar gente.
Ese martes 10, el oficial inspector Marcelo Liendo también combatió el
foco más cercano a la ciudad, detrás del club Deportivo Norte, y un incendio
de rastrojos en La Quintana. Aunque el cansancio se hacía sentir, recién podría
descansar en la madrugada del miércoles, en el cuartel. El reposo sería breve: un
estallido conmovió el edificio hasta los cimientos y, de golpe, al Chelo le vino el
recuerdo de Río Tercero.
Pero otra era la causa: un sismo.
—Era lo único que nos faltaba —ríe ahora, relajado.
Cuando pasó el temblor de 4.7 en la escala de Richter, que no ocasionó ma-
yores daños, pudo volver a su casa. Pero un puñado de horas después, el jueves a
la mañana, ya andaba otra vez en el cuartel, acomodando cosas.
Esa noche viviría el momento más emocionante de su vida como bombero.

78
***

Ese jueves 11, en el cuartel hubo gente como nunca antes. Atrás los vo-
luntarios apilaban donaciones; adelante, una virgen miraba a todos desde una
vitrina. “Protégenos” escribió alguien sobre la madera. Debajo de la imagen, los
jefes recibían al intendente Walter Saieg, que había llegado a saludar. “Lo peor ya
pasó”, se escuchó, antes de que un grupo de bomberos saliera a combatir uno de
los focos. El “ya pasó” rondó en la cabeza de los ocupantes de una chata oficial.
Alta Gracia llevaba meses marrón y seca como papa deshidratada, y el pai-
saje era el mismo a los cuatro costados. Humo, cenizas, tierra devastada.

***

Los cerros quemados son los mismos en los que jugaba Ernesto Guevara
antes de ser el Che, cuando su familia creyó que el aire puro de las sierras le
curaría el asma. Aunque está soleado, no es un día guevarista: el humo viscoso
gana por goleada y las dos docenas de brigadistas que bajaron de los vehículos, la
desvencijada chata entre ellos, tosen como tuberculoso en el Delta.
En fila india rodearon la sierra para sofocar llamas, cuerpo a cuerpo. Como
hormigas, pero naranjas y verdes: unos, bomberos voluntarios; otros, gendarmes
de rostro curtido. El fuego une, hermana.

***

¿Dónde está la plata del Impuesto al Fuego? Fue grande la polémica acerca
del destino del dinero que, a través del pago por el servicio eléctrico, se recauda
para nutrir al Plan Provincial de Manejo del Fuego. La emergencia desnudó la

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carencia de equipamiento y disparó la colecta de bebidas, bidones y fruta. De la
Sota salió al cruce, dijo que a los cuarteles “no les falta nada”, los acusó de desvío
de recursos y denunció que “se está gastando mucho en sueldos de bomberos”.
En 2012 el Fondo había juntado 60 millones de pesos, pero no se había
gastado siquiera la mitad. Para 2013, el presupuesto preveía 54 millones, pero
cuando sucedieron los incendios, a algunos cuarteles llegó poco y nada.

***

Son quinientos, mil, dos mil. El cálculo varía según quién lo haga. Pero qué
importa: es el pueblo de Alta Gracia el que se autoconvoca en la puerta del cuar-
tel. El mismo pueblo que colaboró con lo que tuvo a mano, ahora que el peligro
pasó aplaude, grita, llora, agradece.
De fondo, la sirena aturde.
—No paraban de aplaudirnos y no se querían ir. Me tocó hablar, y les agra-
decí todo lo que nos habían apoyado— rememora el Chelo, y la piel se eriza.
Fue ese mismo jueves a la noche. Un pueblo entero reconociendo a sus
héroes, herederos de aquellos tanos que habían fundado la “Sociedad Pompieri
Voluntari Della Boca”, el primer cuartel voluntario del país.
“Los bomberos son héroes, porque sin recursos, sin equipos y con pura
voluntad, son los que combaten las llamas. Los funcionarios se dedican a apa-
recerse en la zona del desastre como emperadores que regalan limosnas a la
gente", dijo el biólogo Raúl Montenegro, de la Fundación para la Defensa del
Ambiente (FUNAM).

***

Los sembradores de pinos y quienes controlaron poco o nada, ¿serán tan


responsables como quienes iniciaron las quemas?

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¿Quién responde por los 600 millones de pesos en daños, la contamina-
ción hídrica, los animales muertos, la sierra hecha desierto?

***

El perro se llama Chocolate y hace honor a su nombre. Marrón y pegote, se


refugia en el tinglado a medio terminar, hasta que Ángel Bustos lo saca carpien-
do. Desde 1973 los Bustos viven en este campo metido en la sierra, en el Valle
Buena Esperanza. Exactas cuatro décadas después, cuando el fuego asediaba,
les tocó defender lo suyo con lo que tenían a mano. Mientras mira unas nubes
negras que no se animan a ser lluvia, Ángel ceba un almibarado, y con un repa-
sador impoluto limpia la bombilla luego de cada chupada. En la sierra el mate
dulce es ley.
—Era lunes y había mucho viento, casi nos aplasta un molle —cuenta—. Se
veía azul, el inicio del fuego.
Su hijo José está por carnear un ternero, pero se suma a la conversa.
—Subí caminando al cerro y bajé una yegua y su potrillo, que no podía
caminar—repasa el joven, de curtidos 27 años—. Después vino mi primo y, con
la motosierra cortamos gomas para hacer chicotes. Las llamas pasaban de Norte
a Sur en un segundo.
—¿Cuánto tiempo estuvieron arriba?
—La tarde y toda la noche. Bajamos cerca de las 5, por el humo. No se que-
mó más porque no había qué quemarse.
—¿Y usaron agua del arroyo?
—No, si no teníamos mochilas. A chicotazos nomás le dimos.
Con las primeras llamaradas apareció, llorando, un puestero vecino. “Mi
mujer y los chicos están en la casa, del otro lado. Se van a quemar”, les dijo. El
otro hijo de Ángel, Lucas, lo subió en la moto y cruzaron, justo cuando el fuego
pasaba por ahí. Tuvieron suerte.

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—A los Barrandeguy se les murieron 19 caballos, diez en fila —comenta
José, orgulloso de no haber perdido a ninguno de sus cien animales—. A otros, no
los encontraron más, ni siquiera quemados. A nosotros nos faltaban cinco y los
encontramos esa tarde, en una hondonada donde el fuego no había entrado. Pero
se quemaron las pasturas, y la comida que repartieron no alcanzó. Nos tuvimos
que arreglar solos.
—Y los bomberos, ¿vinieron?
—Ellos estaban en los focos más grandes y en las zonas de la gente con
plata. Vinieron muchos a ayudar, pero los bomberos recién llegaron a la maña-
na siguiente.
Los Bustos, que se negaron a ser evacuados, comparten la misma hipótesis
sobre el inicio del foco. Miran hacia arriba, a Amatreya.
—Estaban desmontando y quemando, y se les escapó el fuego —dice José.
A sus casi setenta años, el padre no anda con vueltas.
—Fueron los de la secta.

***

Lo de Amatreya merece otra crónica: aquí apenas se dirá que, en un predio


alquilado, el grupo promociona “procesos de liberación del karma, sanaciones
espirituales, terapias de constelaciones familiares y del alma”. Más terrenal, José
posa la vista en los cerros agrisados y se lamenta.
—En los árboles, el daño es para toda la vida; y los pajaritos desaparecieron.
Vecinos del exclusivo country Potrerillo de Larreta, donde el fuego sí se
combatió con cantidad de recursos materiales y humanos, los Bustos la remon-
taron con tesón y trabajo. Hoy su emprendimiento productivo está en vías de
reconocimiento por parte del Estado Nacional.

***

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A Pablo “Pelado” Rodríguez ese lunes 9 lo agarró cansado. Pasado el medio-
día volvió de trabajar en la radio local y se acostó a hacer la siesta en su casa de
barrio Cerritos, Villa La Bolsa, corazón del Valle de Paravachasca. Lo despertó el
llamado de una amiga, periodista como él, que le preguntaba por los incendios.
—Yo no sabía nada. Dejé durmiendo a mi hijo, me asomé a la calle y vi un
incendio que se alejaba para el este. Esa misma noche, una lengua de fuego cami-
naba las sierras al oeste, acechante. Muchos no dormimos.
Al día siguiente ayudó a extinguir un foco entre la zona de Los Aromos y
La Paisanita y vio que los bomberos estaban desbordados. Todo le parecía insufi-
ciente y tenía razón: en pocas horas reinaban las cenizas en el lugar.
—¿Ahí comenzaron a organizarse?
—Esa noche intentamos que el fuego no avanzara. Con chicotes fabricados
con cubiertas, pedazos de jean, maderas y baldes con agua tratábamos de apa-
gar pequeños focos. También desalojamos algunas viviendas. Había mujeres y
hombres; algunos pretendían cuidar sus hogares; otros, el monte. Aprendimos
que debajo de cada brasa había un posible foco y que a la negligencia de los pi-
rómanos y a la desidia organizada del desmonte se la combate con la gente en la
primera fila.
Aunque los incendios de 2013 hoy son recuerdo, los pobladores siguen ac-
tivos. Hacen charlas, talleres y arman mochilas extintoras, que resuelven con
escasos 150 pesos.
La provincia, cuando compra, las paga 30 veces más.

***

De no creer: a la secuencia calor, vientos fuertes, incendios y sismo, el sép-


timo día se sumó la nieve. Los incendios que habían comenzado el 9 ya estaban
extinguidos, pero terminaron de morir el 16, cuando las sierras amanecieron
blancas. Los copos anularon el posible renacer de las cenizas, pero su mayor

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efecto fue tranquilizar a los muchos que seguían conmovidos.

***

Córdoba, donde mandan el monocultivo y el “desarrollismo inmobiliario”,


es un caso testigo de pérdida de la biodiversidad. Si tres cuartas partes de su su-
perficie eran de bosque nativo, hoy apenas queda el tres o cuatro por ciento. La
provincia con mayor tasa de deforestación del país.
Hay esperanza, sin embargo, mientras sigan estando ahí nuestros hé-
roes anónimos.

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mendoza (1964). Es Licenciada en Comuni-
cación Social, periodista y docente. Se especializa
en periodismo cultural, cine y teatro. Actualmen-
te es jefa de espectáculos y cultura en el diario
Los Andes. Fue conductora de radio y televisión
en programas como "El seguidor" o "Hilar fino"
en Mendoza.

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—Nos vamos a morir jóvenes —le decía Mariú a Rubén Bravo. Ella quería
un hijo.
—No tenemos nada —contestaba él cuando volvían caminando por las calles
mudas de miedo, luego de las discusiones en la filial mendocina de la Asociación
Argentina de Actores. Ella insistía porque pensaba que no había tiempo. En 1975
tenían 20 años y eran dos actores intentando decir, en el escenario, lo que otros
no se atrevían ni en voz baja.

***

—Y sucedió. A los ocho meses de que naciera Nazareno, ya habíamos muerto.

Me lo cuenta aquí y ahora, 38 años después, sentada en medio de su sala de


ensayo: inmensa, con su mesa y desayunador, muebles de madera, mantas en
telar, máscaras y vasijas. Está construida en un parque, justo atrás de la cabaña
de troncos donde vive con Pablo Seydell, su actual marido. La casa de Mariú es
una de las tantas que hay en El Bermejo, lugar de un verde inexplicable entre el
desierto mendocino. Mientras habla y me pasa el mate que es parte del paisaje,
agita el aire suavemente con las manos. Rulos indómitos, sonrisa tranquila en su
rostro de Atenea, cuerpo flexible y menudo. Parece un pajarito, de esos que uno
sueña con posarse en un dedo para oírlo cantar.

***

María Rosario Carrera, “la Mariú”, nació el 4 de octubre del ‘49, en una
Mendoza que no volverá. Hija mayor de Guillermo Carrera y Ester Jáuregui

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recibió, cinco años después, a su hermano Marcelo. En la casa alquilada de Paso
de los Andes al 520, con patio y parral, su mamá preparaba la leche para los pibes
del barrio. La Mariú, el Marcelo y sus amigos hacían de vaqueros. Allí fue que
intuyó su oficio.
—Íbamos al cine Astral que era de mi tío Aníbal Gutiérrez. Veíamos, ¡qué
sé yo cuántas películas! Después armábamos la historia. La mesa era la carreta
donde nos subíamos todos. ¡Si habremos matado indios y cowboys en esa mesa!
Con la caída de Perón, en el ’55, Mariú tuvo una nueva certeza: comenzaba
una agitación que sería constante. Mendoza estaba lejos de Plaza de Mayo pero
sentía la zozobra nacional. La sensación se le instaló aquel 16 de junio, cuando
su papá fue a buscarla a la casa. La tomó de la mano y la llevó al centro, a la
puerta del diario Los Andes, que siempre hacía sonar una sirena para anunciar
los grandes acontecimientos. Corridas, ojos desencajados, la mano de su padre
apretando la suya; ella, aturdida, con el corazón a los saltos sin entender por qué.
Años después esa sirena anunciaría su propia catástrofe.
Aún con los giros políticos la vida corría en su rutina de hogar mendoci-
no. Con facha mansa, Mariú transitó la primaria en la Escuela Videla Correa y
cumplió los ritos católicos. Sus padres la soñaban perito mercantil y maestra,
por eso atravesó después la disciplina del Colegio Martín Zapata. Los domingos
se fugaba: iba a la radio para interpretar a Blancanieves y jugar a meterse en el
cuerpo de otra.
Ella compartía con su hermano la necesidad de rebelarse a los mandatos
familiares, pero cada uno lo hacía a su modo. Marcelo era evidente; Mariú, en
cambio, discrepaba sin confrontar. Obtuvo el título que sus padres pedían; con-
seguió una beca en Canby, Minesotta, para dejar su casa y estudiar inglés. Allá
comenzó su carrera como actriz, haciendo teatro popular.
—Las cosas se aprenden en el cuerpo. Primero me llega el corazón, después
llego yo. Subo al escenario a estar con el otro.
En el ’69 volvió. El norte olía a pólvora: había estallado Vietnam. Acá, en

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Mendoza, donde ‘”nunca pasa nada”, los jóvenes anhelaban los sueños que Cuba
iluminaba posibles. Algunos creían que los fusiles de la Sierra Maestra serían
arsenal para todo el sur. Otros eligieron gatillar con la palabra. En estas últimas
filas se enroló Mariú. Probó los escenarios mendocinos, se sumó a varios elen-
cos, entrenó y decidió partir esta vez hacia Buenos Aires, para trabajar en el
Teatro Payró.
Como en su casa la idea de que fuese actriz era inconcebible dijo que había
ganado otra beca de estudio y se fue con lo puesto. No viajó sola. Con ella iba
Osvaldo Zuin, su compañero de grupo, que unos años después sería herido y de-
tenido en La Perla, Córdoba, para luego engrosar la lista de desaparecidos.
Era 1973 y la Argentina bullía en consignas políticas. Fue en el laboratorio
del Payró donde empezó el agite para Mariú.
Y llegó Ezeiza, los tiros, el desconcierto. Mariú blanqueó, junto a Osvaldo,
su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y se fue a
la Villa Itatí, en Quilmes, a vivir entre el barro de los ranchos. Marcelo llegó para
militar con ellos un tiempo.
Trabajaban con el cura Pepe, José Tedeschi, un salesiano que había abando-
nado el sacerdocio, se había enamorado y tenía una hija y entonces dedicaba sus
días a curar, educar, caminar la villa y escuchar el lamento de los pobres, hasta
que fue detenido en el ’76.
Talleres de escritura y actuación, horas de desandar las miserias ajenas y
enseñar cómo llevarlas al cuerpo y compartirlas con los vecinos: para compren-
derlos, para comprenderse, para hacer del dolor un exorcismo. En eso estuvie-
ron Mariú y Osvaldo durante muchos meses.
Villa Itatí fue su escuela. En vez de baño, un agujero en la tierra para mu-
chos. Los días de lluvia no había más que el colchón mugriento de un vecino y
su familia para guarecerse del barro y la inundación. Allí se acostaban todos,
comían, charlaban, esperando que bajara el agua.
—En la villa se me olvidó lo que sabía y empecé a hacer teatro con lo que

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ellos me entregaban. Allí encontré la clave de lo colectivo.

Mariú volvió a Mendoza a fines del ’73, con Marcelo y Osvaldo. No es que
hubiese deseado el regreso, pero su padre estaba enfermo. La relación con él se
había vuelto áspera y sintió que debía restaurarla.

Por esa época conoció a Rubén: pelo castaño, ojos brillantes, buen mozo.
“Comunistas, guerrilleros, anticristianos”, les decían. Así decidieron, Mariú y
Rubén, transitar juntos la vida cotidiana. “Comunistas”, porque la necesidad de
los otros los movilizaba; “guerrilleros”, porque querían cambiar el mundo a pun-
ta de palabra sobre el escenario; “anticristianos”, porque nunca juraron ante Dios
que se amaban. No lo precisaron: lo hicieron hasta el último minuto, mirándose
a los ojos.
En un salón de Dorrego, el primer hogar, formaron el elenco La Pulga. Al-
ternaban funciones en el teatro y en los barrios. La actividad sindical, en la Aso-
ciación de Actores, llevó a Rubén a ser Secretario General. Mientras, subían a las
tablas “La maldición de Matilde Ducó”, para contar lo que había pasado en el país
después de Eva.
—Era evidente que podía pasarnos.

***

Fue el 21 de octubre de 1976, a las diez de la noche. La calle vacía, oscu-


ra; en un silencio raro. Volvían de una reunión en Actores a su casa de la calle
Corrientes al 446, en la Cuarta Sección de la capital mendocina. Los esperaba la
madre de Rubén, que había estado cuidando al bebé. Entonces Nazareno tenía
ocho meses.
Estalló un vidrio en la ventana, por la que saltó un tipo oscuro. De un
tranco llegó a la puerta y la abrió a patadas. Entraron ocho más: de civil, a cara

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descubierta, con fusiles. Mariú y Rubén, azorados. Uno de ellos preguntó por el
actor a los gritos. Rubén estaba ahí. Los agarraron a los dos y los tiraron en el
sofá del living. En la pieza dormía Nazareno con su abuela. Un hombre rubio los
encañonaba contra el sillón; pelo ondulado, ojos claros. Mariú supo después, que
ese hombre se llamaba Eduardo Smaha y era policía del D2, uno de los centros
de detención clandestinos más famosos de Mendoza.
Hurgaban como chacales. El rubio los apuntó para inmovilizarlos.
Yo les gritaba: “¿Por qué nos hacen esto, somos actores?”.
Rubén, callaba.
—Yo hablaba y mientras pensaba: “¿Por qué Rubén no reacciona?”.
El rubio seguía con él, apuntándole. Otros agarraron a Mariú, la metieron
en la habitación con su suegra y Nazareno. Por la puerta entreabierta ella pudo
ver cómo metían en bolsos los pañales de su bebé y su máquina de escribir. Tam-
bién a Rubén se lo llevaron.
—No lo vi más. Cuando nos soltamos, Nazareno estaba paradito en la cuna.
Tenía los ojos de un anciano.
Llamó temblando a sus compañeros actores y salieron a buscarlo esa mis-
ma noche.
—Cuando nos íbamos, lo dije: “No lo van a matar, está detenido”. Esa cer-
teza me duró siete años.

Casi un mes después de aquella noche, el 24 de noviembre del ’76 secues-


traron a Marcelo. Era empleado de YPF, tenía 22 años y hacía quince días que se
había casado con Adriana Bonoldi. Ella estaba embarazada de dos meses.
Fueron cuatro hombres armados, con capuchas blancas. Golpearon a la
puerta de la calle Democracia 34 de Godoy Cruz. Cuando Marcelo abrió, en-
traron. Lo sujetaron a él y a Adriana, abusaron de ella y luego la encerraron en
el baño.
—Ahora vas a cantar lo que no quiere decir tu cuñado— le gritaban a

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Marcelo mientras se lo llevaban.
Poco después, el 1 de diciembre, la agarraron a Adriana. La chica vol-
vía de una confitería, donde había estado con sus compañeras festejando el
fin de las clases: era maestra jardinera. La agarraron en el Carril Cervantes,
mientras caminaba.

***

Durante un mes Mariú intentó la vida. Un compañero de elenco reemplazó


a Rubén en la obra de radioteatro que hacían. Pero cuando sucedió lo de su her-
mano y su cuñada, la rutina cambió para siempre.
El día se volvió un peregrinar entre una comisaría y la otra; un cuartel, el
otro; un cura, el otro. Y vuelta a empezar. Cada Navidad, cada cumpleaños de
Rubén, de Marcelo, de Adriana o de su sobrino, un regalo nuevo para reemplazar
al anterior. Esperándolos.
—La vida es como un chaleco: cada punto es imprescindible para comple-
tarlo. A veces es preciso que un punto se pierda para que notemos la falta.
Así comenzó su pesquisa. Llegó un dato: el hijo de su hermano estaba vivo.
Lo supo por una enfermera conocida. En septiembre del ’77 la mujer le contó al
papá de Mariú que, en una noche de ese invierno, vio un operativo militar en el
Hospital “Emilio Civit”. El médico que estaba de guardia había firmado el certi-
ficado de “nacido vivo” del bebé. Todos los datos llevaban a Adriana. Ella, con
un arma en su sien, desnuda y escoltada por fusiles, había parido a su sobrino.
El trabajo de Mariú pasó del teatro a las comisarías, buscando. Entre el ’77 y
el ’79 fueron armando el grupo de familiares de desaparecidos que, hasta hoy, no
se detiene. Sacaron una solicitada en el diario, reclamando a los 27 mendocinos
desaparecidos e hicieron una visita al Papa.
—Hacíamos las cosas como podíamos porque la pobreza era infinita.
Siete años pasaron buscando a Rubén. En cada lugar donde le decían que

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podía estar, Mariú iba con Nazareno de la mano y una valija de libros y ropa de
su esposo en la otra. Quería darle la alegría de que los viera cuando lo soltaran.
Al fin tomó coraje y enfrentó la certeza que los cuarteles le negaban.
—Para mí, lo que no pasa por mi cuerpo, no es verdad.
Una mañana, en su casa, hizo un ejercicio teatral sencillísimo, del que había
huido durante todo ese tiempo. Puso la mente en blanco, se relajó y dejó que
apareciera algo que su “alma supiera”.
—Lo vi a Rubén: vivo. Así supe que estaba muerto.
Cuando su hijo despertó, lo abrazó y lo miró a los ojos.
—Nazareno, papá no vuelve porque lo han matado. Ya no vamos a llevar la
valija— le dijo.
—Yo estaba esperando que te dieras cuenta. Él viene todas las noches a
taparme para que duerma.
La forma de buscar a Rubén, había cambiado.
De ahí en más fueron llegando todas las certezas: la muerte de Marcelo, la
de Adriana, su sobrino perdido.
Pasó días y noches llorando, lavándose del dolor.
—Sentía que el agua me iba a sanar, que se iba a llevar todo. Me pasaba ho-
ras en la bañera, horas.
Nazareno la escuchaba, la veía, la consolaba.

***

Se llama Pablo Seydell. Es alto, guapo y espigado. También es actor y estuvo


preso a fines de los ‘70.
Fue el último que vio a Rubén Bravo con vida.
Sucedió mientras lo interrogaban en la Comisaría 7° de Godoy Cruz. Lo
reconoció cuando lo traían dos policías, agarrándolo de los brazos. Venía de la
picana. Rubén cruzó con sus ojos a Pablo: se habían encontrado antes, en las salas

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de teatro. Él guardó esa mirada.
Ocho años después, esos ojos de Pablo se encontraron con los de Mariú.
—Me volví a enamorar —dice, mientras me pasa el mate que nos ha servido
de compañía durante el relato.
Lo que queda de su historia es presente.
Pablo es con quien ella comparte todo. Ambos han declarado en los jui-
cios por delitos de lesa humanidad en Mendoza, donde Mariú denunció a Eduar-
do Smaha; uno de los 34 imputados, entre otros policías, militares y ex jue-
ces federales.
Con Pablo tuvo a su hija, también actriz, y terminó de criar a Nazareno.
Pablo es quien la dirige cuando se sube al escenario a actuar sus propios tex-
tos y con quien fundó la Escuela Popular de Teatro, la única de Mendoza que
dejó semillas.
En esta sala de ensayo, en la que estamos, se perciben los recuerdos de sus
giras por Chile, España, Alemania, Bélgica, Estados Unidos, contando lo que la
dictadura hizo de ella.
Su rostro muestra las huellas de la búsqueda, que en este último tiempo la
llevó a la fiscalía y a una fosa común del Cementerio de la capital de Mendoza, el
Cuadro 33. Esos son los dos sitios a donde va cada semana. Llega, instala su silla,
trabaja y espera, para encontrar los huesos y la verdad.
Lanza un suspiro. Ya es mediodía y no hay más que decir. Salimos al sol,
atravesamos el parque de árboles añosos. Me abraza. Mientras abre el portón de
salida, Mariú me sonríe y afirma serena:
—Ellos, no ganaron.

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ayacucho, buenos aires (1973). Es profesor
de Historia y trabaja en la UNICEN. Obtuvo el 1°
premio en el género narrativa en el Certamen Na-
cional Literario “Universo Arlt” de Tandil (2009) y
el 1° premio en el Concurso de Narrativa “Mujeres
que hicieron patria” de Venado Tuerto (2009).

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100
segundo
La madrugada del 9 de enero de 2014 una erupción producida en un horno
de fundición dejó tres jóvenes obreros heridos en la Metalúrgica Tandil (MT),
empresa controlada por el grupo Renault Argentina. Intervino la Comisaría 2ª y
el fiscal Gustavo Morey de la UFI N° 8. La causa fue caratulada como "accidente
de trabajo".
Analía Donini y Soledad Bastarrica recibieron sendos llamados. Natalia Fio-
ri tuvo la inesperada visita del suegro. Las tres acudieron al Hospital Municipal
“Ramón Santamarina”. Los obreros de MT ingresados a la guardia eran sus ma-
ridos. Compañeros, policías, bomberos, enfermeros y médicos no disimularon
su conmoción: con más de 80 % de sus cuerpos quemados Lucas Serén, Luciano
Vargas y Juan Cruz Andrade luchaban por sus vidas.
El 10 de enero, pasado el mediodía, fallecía Luciano. La fiscalía ordenó el
allanamiento de la metalúrgica y cambió de carátula a "Muerte por accidente". La
policía retiró información del sector fundición. La mañana siguiente, Tandil des-
pertaría con otra dura noticia: había muerto Lucas. Juan Cruz Andrade seguiría
internado en terapia intensiva. Falleció en la tarde del 12 de enero.
Para muchos, la muerte de los tres jóvenes obreros estuvo salpicada de
hierro fundido pero también de inseguridad y precarización laboral. Familiares,
amigos y compañeros decidieron salir a la calle en su memoria. Las tres viudas
estuvieron de acuerdo. El descreimiento sobre la Metalúrgica Tandil y Renault
era generalizado. Con anterioridad, trabajadores, y hasta la Unión de Obreros
Metalúrgicos, habían denunciado la insegura situación en la que se encontraba la

101
planta. Incluso, en una oportunidad, el Ministerio de Trabajo constató el incum-
plimiento de 120 ítems en materia de seguridad e higiene. Cuentan que durante
la madrugada de la tragedia, un operario intentó auxiliar a sus compañeros con
un matafuegos pero no pudo usarlo porque estaba descargado. Y no hubo servi-
cio de enfermería, había sido “recortado” tiempo atrás.

El 17 de enero familiares, compañeros y amigos encabezaron una marcha.


Más de dos mil personas partieron de la Unión Obrera Metalúrgica. Un silencio
se apoderó del centro. Comerciantes y vecinos adhirieron. Hasta el Intenden-
te Miguel Ángel Lunghi se sumó. Con velas encendidas, llegaron a la parroquia
central. El padre Raúl Troncoso esperaba en la puerta. Una bandera expresaba
al pueblo: "Lucas, Luciano y Juan Cruz: por siempre en nuestros corazones. Pro-
hibido olvidar". Un grupo de manifestantes increpó al Intendente por no inter-
venir cuando trabajadores advirtieron sobre problemas de funcionamiento en la
Metalúrgica Tandil. Meses atrás, Lunghi declaraba: "Esta empresa es sinónimo
de trabajo". Cuando se transformó en equivalente a muerte cambió de opinión:
“Yo he visitado Metalúrgica y diría que la veo un poco detenida en el tiempo”.

decisiones cuestionables y un silencio incomprensible


Delegados de la Metalúrgica concluyeron en que las condiciones para re-
anudar la producción estaban garantizadas. Resolución que no reflejaba lo que
muchos obreros creían. Si Renault y Metalúrgica Tandil no habían realizado in-
versiones en seguridad e higiene durante años, ¿quién garantizaba que lo hubie-
ran hecho en dos semanas?
Tras diecinueve días de silencio Carlos Romano, secretario general de la
UOM, leyó un comunicado ante la prensa y responsabilizó a la Metalúgica Tandil
y Renault por las tres muertes. Ambas rechazaron las acusaciones y alegaron que
“las relaciones sindicales que mantienen con la UOM y todos los temas pertinen-
tes a esta área no se discuten en los medios masivos de comunicación”. También

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resaltaron que para volver a la producción se armó un equipo de trabajo, integra-
do por especialistas de la planta Santa Isabel (Córdoba), delegados de la UOM y
responsables de distintas áreas de Metalúrgica Tandil, y que un comité "validó
todas las acciones necesarias para la puesta en funcionamiento de cada uno de
los equipos afectados".
Días después, Soledad se presentó como particular damnificada, comen-
zando el recorrido que transitaría junto a Natalia y Analía.
El 10 de febrero, en la puerta de la metalúrgica, los familiares hicieron cir-
cular un petitorio para que casi doscientos manifestantes firmaran. Solicitaban
la renuncia de los que consideraron responsables directos: Mauro Iacovone,
gerente general; Andrés Andraca, jefe de producción; Fabián Pocatino, jefe de
mantenimiento; Carlos Álvarez, jefe de planta. Con fotos de Luciano, Lucas y
Juan Cruz, se sentaron en la puerta de acceso. Minutos después, unos treinta
obreros abandonaron sus puestos de trabajo sumándose al reclamo. Oscar Serén,
padre de Lucas, acusó públicamente a Romano de "no defender debidamente" a
los obreros, no acercarse a las familias de las víctimas y permitir que se volvie-
ra a producir cuando la seguridad de la planta seguía cuestionada. El secretario
general de la UOM volvió a elegir el silencio y algunos delegados no firmaron el
petitorio. Lunghi recibió críticas por no acompañar.
A la mochila cargada de dolor, las familias debían agregarle una nueva y
pesada piedra: la incomprensión de sus compañeros. Trabajadores del sector
fundición firmaron un comunicado y negaron presiones patronales para volver a
trabajar, con el argumento de que se hacía lo posible por mejorar la seguridad la-
boral y de que la planta debía continuar su actividad. Así como en el espectáculo,
el show debe continuar; en el incierto e inseguro universo de Metalúrgica Tandil
y Renault la producción no se puede detener. Lamentablemente, la versión de
este grupo reflejaba lo que algún delegado llegó a enrostrarle a una de las viudas:
"Ustedes quieren cerrar la fábrica". La división entre trabajadores y familiares
estaba cristalizada. Metalúrgica Tandil y Renault, agradecidas. Solo un puñado

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de obreros se negó a firmar el comunicado.
A principios de marzo las víctimas comenzarían a transformarse en victi-
marios. Se difundió que la investigación indicaría que la erupción del horno 6 se
produjo por "una mala utilización de los materiales por parte de los operarios, lo
que terminó con sus vidas". La teoría del tocho atascado comenzó a delinearse
con rasgos y sesgos típicos. Solo hacía falta el trazo infame que plasmara el vere-
dicto en un expediente judicial.
Unas doscientas personas marcharon al municipio. Colaboradores de Lun-
ghi comunicaron a familiares que "el Intendente estaba dispuesto a recibir a un
reducido grupo". Soledad, Analía y Natalia junto a Zulma Martínez y Oscar, pa-
dres de Lucas, ingresaron a la Municipalidad. Al salir manifestaron que Lunghi
había dicho que él no podía hacer nada. Embargada por un inmenso dolor Zulma
resumió la situación en una lacónica frase: "No tenemos Intendente".
En declaraciones radiales, Romano, que no había asistido a la marcha, dijo:
"Bajo ningún punto de vista voy a permitir que se diga que ha habido una negli-
gencia de los chicos. Es una barbaridad apresurarse a decir que hubo un error
humano". Y manifestó que una bobina había sido retirada de la metalúrgica y
llevada a un taller por lo cual la UOM concurrió al mismo con un escribano.
Como si fuera necesario domeñar la valiente actitud de familiares, al día si-
guiente se difundieron contradicciones del testigo principal y único sobrevivien-
te, Néstor Santiago Leguizamón. En principio, él había declarado que el cierre
del horno 6 se había realizado correctamente. Pero en una segunda declaración
reforzó sorpresivamente la hipótesis del error humano al sostener lo contrario.

prohibido olvidar
A principios de abril, Soledad, Analía y Natalia lanzaron una campaña en
algunas redes sociales. Con firmeza y claridad cuestionaron el desarrollo de la
investigación y organizaron una marcha a la parroquia en Semana Santa. El cura
las recibió y les brindó apoyo. Concurrieron cien personas. Ni la UOM, ni la

104
dirigencia política estuvieron presentes. Turistas arribados a Tandil por las festi-
vidades religiosas oían hablar por primera vez del caso. El silencio de los medios
nacionales dio una gran mano a Renault para ocultar lo sucedido en MT.
Luego de un mes volvieron a manifestar en la metalúrgica. Bajo un desme-
surado operativo policial, cincuenta personas repartieron volantes, levantaron
pancartas y colocaron un gran cartel pidiendo JUSTICIA. Una vez más, la UOM
y la dirigencia política no asistieron. Como en ocasiones anteriores, la única or-
ganización visible fue el Partido Obrero.
A principios de junio el presidente de Renault Latinoamérica, Thierry Kos-
kas, comunicó sorpresivamente al personal de Metalúrgica Tandil la renuncia de
Lacovone por motivos familiares y presentó al nuevo gerente general. En 2013,
Koskas había prometido un plan de inversión para la metalúrgica que nunca se
materializó. La UOM denunció que, desde 2007, Renault había "invertido" unos
70 millones de pesos en pago de indemnizaciones por despidos e incluso había
cerrado la planta de aluminio.
Una nueva manifestación llegó hasta la UOM. Reclamaban que Romano los
atendiera. Los familiares fueron recibidos. A la salida él dijo a los medios que "si
esa noche en el accidente hubiera habido un jefe, con el problema que estaba
ocurriendo en ese horno, hubiera parado la planta".
A seis meses de la tragedia, los familiares descubrieron un mosaico en las
puertas de Metalúrgica Tandil. Un centenar de personas los acompañaron y So-
ledad leyó un documento que los representaba. Reiteraron el pedido de justicia y
denunciaron que la causa estaba parada ya que "está claro que no había supervi-
sor, pero tienen que decir quién autorizó a que ese día no estuviera y eso lo están
negando". Romano estuvo presente.
Al mes siguiente la prensa también informó que la causa estaba estanca-
da, pero responsabilizó a los abogados de los particulares damnificados por su
oposición a realizar peritajes sobre el horno siniestrado. Inmediatamente, Reina
Fainberg y María Augusta Rubiales, patrocinantes de Analía, aclararon que nunca

105
se negaron a realizar el peritaje que buscaba determinar cómo funciona un hor-
no de fundición e indicaron que fue el perito Hugo Piazza quien lo descartó para
prevenir un posible pedido de nulidad. También rechazaron terminantemente el
error humano y volvieron a insistir que la noche de la erupción no había super-
visor en Metalúrgica Tandil.
A fines de agosto comenzó la pericia sobre el horno. Dicho peritaje sí sería
rechazado por los familiares, ya que las condiciones no eran similares a las de
la madrugada fatídica. El horno 6 había sido reparado para ponerlo en funcio-
namiento y las condiciones de operación se realizaron bajo supervisión y con
un obrero por horno; incluso había hasta turno de enfermería, elementos que
no estuvieron presentes en la madrugada del 9 de enero. Se reiteró el pedido al
fiscal para que citara a declarar a quién debiera haber supervisado la actividad de
los trabajadores y este no lo hizo.
El 7 de septiembre, día del Trabajador Metalúrgico, los familiares volvie-
ron a reclamar memoria, verdad y justicia. Soledad, Analía, Natalia y sus hijos
colocaron ofrendas florales a los pies de la estatua del fundidor junto a una placa
en memoria de Luciano, Lucas y Juan Cruz. Agradecieron la solidaridad a los
presentes: trabajadores de la fábrica recuperada IMPOPAR; algunos compañeros
de MT; militantes del Partido Obrero y amigos. Con la valentía y honestidad que
las caracteriza, las tres manifestaron sentirse cada vez más solas. La conducción
de la UOM volvió a ausentarse y los integrantes del gobierno radical del “Tandil
soñado” tampoco aparecieron. Como si fuera poco, paralelamente la gerencia de
Metalúrgica Tandil organizó un almuerzo en el comedor de la fábrica para "aga-
sajar" a los obreros en su día.

la lucha continúa
Nueve meses después de la tragedia se supo que el jefe de planta de Meta-
lúrgica Tandil había sido despedido. Para Soledad, Analía, Natalia y sus familias,
Álvarez habría tomado la decisión de que Lucas, Luciano y Juan Cruz, junto al

106
cuarto operario, Leguizamón, trabajaran sin supervisor, asignándoles dos hornos
por operario. Convencidas de que dicho alejamiento había sido producto de su
ardua y tenaz lucha, lo vivieron como un logro.
Pero las sombras de la tragedia volverían a proyectarse sobre el lastimero
presente de la fábrica controlada por Renault. A mediados de noviembre se pro-
dujo un incendio en el horno 3 de Metalúrgica Tandil. Una dotación de bombe-
ros de Villa Italia concurrió para combatir las llamas y evitar que el siniestro se
expandiera a otros sectores. La dotación debió pedir refuerzos al cuartel central.
Esto no impidió al fiscal Morey solicitar el archivo de la causa para lo cual des-
cartó la existencia de un delito penal. Según él la carga del tocho dio origen a la
tragedia. Con una argumentación retórica, plagada de hipótesis, el fiscal conclu-
yó en un escrito que los obreros fueron los únicos responsables.
No importó que las víctimas estuvieran trabajando sin supervisor, ni que
cada una tuviera a cargo dos hornos al mismo tiempo, ni la sistemática viola-
ción de normas de seguridad e higiene, ni que en el turno noche no hubiera
servicio de salud, ni que los matafuegos estuvieran descargados o vencidos.
Incluso tampoco importó demasiado que el mismo tocho que se utilizó para
fundir tuviera el gancho torcido o que existiera un instructivo que indica cómo
se debe realizar la carga de los hornos o que, ante cualquier inconveniente,
hubiera que avisar al supervisor.
Soledad, Analía y Natalia rechazaron públicamente los fundamentos del fis-
cal Morey, acusándolo de no haber incorporado pruebas fundamentales que le
habían requerido sus abogados. Ante tamaña inculpación, la enérgica respuesta
del fiscal fue un absoluto y llamativo silencio.
Incluso desde la UOM manifestaron su sorpresa y Romano volvió a soste-
ner lo que ya había afirmado, que la responsabilidad era de las empresas y agre-
gó: “Yo creo en los abogados que han dicho que carecen de todo rigor científico
los peritajes realizados”.
Rápidamente, Analía y Natalia pidieron la revisión y el expediente pasó a

107
manos del fiscal general de Azul, Cristian Citterio. Semanas después, este avaló
la labor de su par.
Pero Soledad, Analía y Natalia no permitirían que la adversidad o el dolor
las paralizara. Siempre lucharon contra la impunidad, la injusticia y el olvido. No
dudaron en señalar responsabilidades. Y jamás sacaron cuentas porque nunca
especularon. Claro está, se cansaron de repetir que la vida no tiene precio y que
solo las moviliza la búsqueda de Justicia.
El 9 de enero de 2015, volvieron a convocar frente a las puertas de la Meta-
lúrgica a pesar del revés judicial. Romano acompañó. Al mediodía, cien personas
se congregaron para descubrir una nueva placa recordatoria de Luciano, Lucas y
Juan Cruz en la que se puede leer una frase sin concesiones: “Víctimas del poder
empresarial, los intereses políticos y el desinterés social”.
Soledad junto a Mateo, la pequeña Luz en brazos de Analía y Natalia acom-
pañada de Celeste, Tobías y Sixto. Soltaron globos blancos. Sin palabras, los asis-
tentes pudimos ver cómo Sixto, de tan solo seis años, lloraba desconsolado. No
puede comprender por qué su papá ya no está con ellos. Mateo, tampoco. Detrás
del portón, todo parece seguir como si nada.

108
109
santa fe (1955). Actualmente vive en San
José del Rincón. Es profesor de Historia (UNL) y
doctor en Educación (UCSF). Además de publicar
trabajos académicos en el país y en el exterior, es-
cribió guiones para programas radiales culturales.
Obtuvo el 2° premio en el Concurso Nacional de
Literatura de UPCN (2008) y la 1° mención en
el Certamen Nacional de Narrativa de la SADE
(2011). Publicó relatos en varias revistas como La
ventana, Análisis y Anfibia.

110
112
La terminal tiene el estilo insípido y descolorido de los años setenta: cua-
drada, de hormigón y vidrio. El olor en los andenes es del gasoil que forma capas
con el alquitrán aplastado por las gomas. El conductor parado delante de la puer-
ta del ómnibus, corta los boletos. Palmea a un hombre mayor que sube. Habla
con cada pasajero:
—Siempre sobre la raya ustedes— le dice a un par de estudiantes que lle-
gan agitados.
Miro el reloj, son las seis de la tarde de un veinte de noviembre.
Hace cuarenta y cuatro años la terminal Belgrano de Santa Fe era nueva.
Impresionaba por lo moderna y luminosa, con sus ventanales y techos altos. Para
ese viernes de 1970, el chofer Juan Dosse había hecho el recorrido cientos de
veces. No se le escapaba ninguno de los que subían hacia la costa: el carpintero
que trabajaba en el túnel Santa Fe-Paraná, el obrero de la Fiat, el bracero que
regresaba a los frutillares, el peón del molino arrocero de los Paduán, los adoles-
centes que salían de la secundaria. Oscar Mántaras y su madre volvían de la clase
de piano, rumbo a Santa Rosa de Calchines. El matrimonio Palavecino con sus
dos varoncitos y la beba, Alicia, iban a Helvecia a la casa de los abuelos. Rodolfo
Ramos había pedido permiso en el hogar de menores para visitar a su familia en
San Javier.
Subo y me ubico. Busco el martillito rojo, lo veo junto al cartel: “Romper el
cristal en caso de emergencia”. Calculo a qué distancia está de mi asiento. Obser-
vo la gente que llega, a través de estos vidrios enormes, cerrados. Los ómnibus de
los años setenta tenían las ventanillas corredizas, alargadas y estrechas.
Voy hacia donde ocurrió la historia, por el mismo camino. Busco al perso-
naje principal. He escuchado hablar mucho de él pero nunca pude ver su imagen.

113
Tengo un par de referencias: me dijeron que aún vive, y en el mismo lugar.
Salimos con retraso, a las seis y diez. Tomamos la avenida Alem, ahora en-
sanchada, y cruzamos el puente nuevo. El coche de la empresa Helvecia hacía
otro recorrido: pasaba por el boulevard Gálvez, levantaba gente, y luego por el
viejo puente colgante.
Hacia el este, cruzando un arroyo, se ve la “vuelta del paraguayo”, una ba-
rriada con las casas de siempre: de los que trabajaban en astilleros o vivían de la
pesca. Luego, algunas casillas para los evacuados de las inundaciones, y el riacho
Santa Fe, con ceibos y alisos repetidos en las orillas. Hacia el oeste, donde ahora
está la ciudad universitaria y el barrio El pozo, antes había bañados y ranchos de
adobe, era zona de caza y pesca. Cruzamos los puentes que bordean la laguna
Setúbal, reconstruidos después de alguna creciente.
Llora un bebé en el primer asiento. Alicia Palavecino debe haber llorado
en el trayecto, a pesar de los mimos de los padres, era un viaje largo para su año
recién cumplido. Algunos dormitan, otros juegan con el celular, alguien tose, se
nota en el silencio. Hay lugares vacíos, es miércoles. Tan distinto al griterío de
aquel viernes, iba lleno: más de cuarenta personas sentadas y veinte paradas.
Gente que se conocía, y encima, con el alboroto de empezar el fin de semana.
Dejamos la ruta nacional y seguimos por la provincial número uno, la de la
costa santafesina. Pasamos por el rulo que se bifurca también hacia Paraná. En
este cruce estaba la casilla de la policía caminera, con el jeep marrón: uno de los
primeros en llegar al lugar de la tragedia. Después había unas pocas quintas de
fin de semana al borde del camino. Los sauces y timboes autóctonos se mezclan
ahora con árboles nuevos, Colastiné norte es un continuo de casas y comercios
por varios kilómetros.
Son las seis y media, llegamos a San José del Rincón. Sube gente. El paisaje
se vuelve más desolado. Los nidos de tacurúes muestran tierras no trabajadas.
Hay lugares inundables, donde resiste algún aromito. Se ven casas perdidas entre
el verde y los bañados. Empieza a parecer más un viaje en ruta, siento el zumbido

114
de las gomas sobre el asfalto. Hacemos otras paradas. Baja gente que trabaja en el
campo, se nota en las caras curtidas por el sol. La tonada suena distinta, aunque
estén tan cerca de Santa Fe, se parece a la del norte.
Desde las casas, con sus ventanas que reflejan el atardecer, nos devuelven
miradas lánguidas. Un niño agita los brazos. La gente ve el ómnibus cada día,
varias veces, algo que de cotidiano forma parte del paisaje: aparece por la ruta
con regularidad y marca el curso del tiempo. Aquella tardecita de noviembre,
muchos vieron pasar por aquí el colectivo amarillo y naranja, el Helvecia de las
seis, que iba hasta San Javier, y que no llegó.
Todo sucede como si estuviese viviendo en un mundo paralelo. Los carte-
les anuncian que empieza la comuna de Arroyo Leyes. La banquina se achica, la
ruta parece angostarse. Cruzamos el puente de hierro. Si hubiera ocurrido aquí,
no hubiese pasado nada: las barandas son fuertes y altas.
El Leyes se advierte por la arboleda en las orillas. Se lo ve enorme, más que
arroyo es un río: el mayor de los que comunican el Paraná con la Setúbal. Son las
siete menos diez, aparece el puente del Leyes. Miro otra vez el martillito rojo,
sé que más de uno lo mira ahora. El chofer baja la velocidad, vamos a paso de
hombre, lo que no hizo en los puentes anteriores. Las veces que lo he cruzado
me ha dado vértigo la forma en que sube: en la mitad del semicírculo parece
que uno flota en el aire, con el agua lejos. Estoy sentado a la izquierda, contra la
ventanilla, así veo el lugar exacto. La baranda, reconstruida, está igual: precaria
y baja, parece de juguete.
A poco de cruzar el puente, el coche tiene una parada. Bajo. Cruzo la ruta y
entro por la calle más cercana al río. Veo una mujer apoyada en la ventanita de un
kiosco. Es delgada, tiene cara de sufrida, el pelo mal teñido. Le pregunto si sabe
dónde vive el Tata Escobar. Aquí, me dice. Es la esposa. Sube unos escalones,
esquiva dos sillas petisas y se pierde detrás de una lona.
Los diarios de la época dicen que el ómnibus de la empresa Helvecia partió
de la estación General Manuel Belgrano rumbo a San Javier, pasadas las seis de la

115
tarde del viernes 20 de noviembre de 1970. No queda claro lo que sucedió en el
puente que cruza el arroyo Leyes: el estruendo, una maniobra brusca, el encon-
tronazo con la baranda. El coche, recostado sobre un lateral, se mueve como un
péndulo, con la trompa en el aire. Mientras, se escuchan alaridos de desespera-
ción. Después, la mole cae y provoca sobre el agua el ruido de una bomba. Seis
metros desde el puente y catorce de profundidad. Hablan de cincuenta y cuatro
muertos, ahogados, la mayoría dentro del coche. Algunos quedaron atascados,
con medio cuerpo fuera de las ventanillas. Hubo seis sobrevivientes, tres de
ellos menores.
Se abre la cortina y se asoma el Tata. Parece grande porque ocupa todo el
hueco de la puerta. Cuando baja, mientras nos saludamos, veo que no es alto, sí
robusto. Los brazos son cortos y las manos grandes. La piel trigueña, la frente
con surcos bien marcados. Parece mayor de los sesenta y pico que le calculo.
Tiene un par de remeras superpuestas, desteñidas, y un gorro de lana que cae
hacia un costado. No siente el calor. Se mueve con dificultad, habla lento. Los que
pasan lo saludan, él apenas levanta un brazo, tímido.
Me presento, le digo que quiero entrevistarlo por lo del accidente. Dice
que pasó hace tanto que casi no se acuerda. Mira a un costado y queda en silen-
cio. Busco conversación, le pregunto si la casa es la misma de entonces. Niega
con la cabeza:
—Estaba a cien metros, se la comió el río; vamos si quiere, le muestro.
Caminamos por una calle de tierra dibujada entre veredas desparejas. Al
doblar encontramos montones de bolsas de arena apiladas: las defensas, es tiem-
po de crecida. Subimos y vemos el arroyo Leyes y el puente, como una postal.
El Tata señala con el índice un punto en medio del agua, que sólo él puede ver:
—Ahí estaba mi rancho en aquel entonces.
El cauce ha aumentado más del doble, el Leyes fue socavando y llevando
todo lo que encontró en las orillas. Su casa actual parece más protegida, pero su
futuro depende de las crecientes por venir. El río, aunque está calmo, merece

116
respeto, y da miedo a quien conoce la historia. Unos remansos cerca de la orilla,
muestran que algo pasa debajo de esa superficie marrón, ondulada y brillosa.
Puedo agregar, para describir lo que cualquiera ve a simple vista: un islote con
sauces a unos metros de la costa y el camalotal en la orilla.
Pero para el Tata, el Leyes es mucho más: un mapa que conoce como sus
manos, deformadas por la artrosis, curtidas de intemperie. Nació en la isla, aquí
cerca. Apenas se casó, levantó su casita junto al Leyes. Pescó hasta que el médico
le prohibió hacer fuerza y tomar frío, después de varios sustos con el corazón.
Me explica que para agarrar el sábalo con la red hay que meterse en el agua, sea
verano o invierno, y descalzo, así se tantea la malla para asegurarla contra el fon-
do. Ahora su hijo es quien pesca y él hace el reparto por la costa.
Arrastra las palabras, cecea. Parece que puede dedicarme todo su tiempo.
Le pregunto sobre el accidente. Se tapa la boca con una mano y después se larga:
—Cuando pasó…, yo estaba dentrando cajones. El vinero los dejó en la puer-
ta del saloncito que teníamos, mi mujer quedó afuera. Escucho semejante ruido
y digo, qué pasó. El colectivo que cayó, me dice. Suspendimos la carga y nos
pusimos a mirar, ya se iba yendo abajo. Cuando desapareció de la vista, empeza-
ron a salir un montón de burbujas. Ahí nomás encaré para allá porque vi varias
cabecitas que se asomaban, algunas volvían a hundirse. Había un par que venían
nadando. No tenía mi canoa, pero estaba cerca la de una vieja medio vinagre, que
había envuelto la cadena en la raíz de un sauce, como cinco vueltas. Sin pedir
permiso la desenredé y le puse los remos.
Mira el río y vuelve a señalar con una mano:
—Venían el de Santa Rosa: el Mántaras; y otro. Nadaban lindo, pero ya es-
taban medio descompuestos. Voy remando al encuentro y les digo, prendansen,
pero no suban, que los voy a llevar al remolque. Yo quería salvar a uno que estaba
rajuñando el pilar, más cerca de la otra orilla, se iba abajo, no tenía cómo afir-
marse, por lo refaloso. Los hice que se agarraran los dos, para que no se me diera
vuelta la canoa, era chica. Cuando llego al pilar, no se lo veía al otro, yo dije, no

117
lo hallo más. Me agacho, meto el cuerpo en el agua y estiro un brazo: toqué pelo.
Lo cacé, lo saqué pa´ arriba y lo acosté encima de la canoa: era el Ramos ese, de
San Javier. Recién ahí los subí a los otros dos, bandié para el rancho y los dejé
con la patrona.
Hace cuarenta y cuatro años, a esta hora, el Tata estaba haciendo lo mismo
que me cuenta. Volvió enseguida al río, había cosas flotando: bolsos, portafolios,
juguetes. Le llamó la atención algo entre la correntada, pensó que era una muñe-
ca, iba boca abajo. Remó con más fuerza. Vio que desde la otra orilla se acercaba
el ingeniero Occhi, en su canoa, y le gritó:
—Fíjese en esa cosa, mueve los brazos..., parece una niñita.
La levantó y se la dio:
—Se ve que la bombachita de goma le sirvió de flotador. Llévela, usted
que sabe.
El ingeniero le hizo respiración boca a boca y se fue para la costa. El Tata no
daba más de cansado pero siguió buscando gente.
Con el anochecer y un viento fuerte del sur, las tareas de rescate se hicieron
difíciles. Recién a la mañana siguiente se pudo sacar el ómnibus de las aguas, y
los muertos. Entre los cuerpos se encontró al chofer aferrado al volante, don
Juan Dosse, ya tenía edad para jubilarse pero estaba demorando el trámite por-
que quería mucho su trabajo. Joaquín “Tata” Escobar rescató a cinco de los seis
sobrevivientes. Uno de ellos, Oscar Mántaras, de doce años, relató que su mamá
lo ayudó a tirarse cuando el ómnibus se balanceaba sobre el puente, pero ella
no pudo salir. Otro de los que se salvaron vio cómo la madre de la beba Alicia
Palavecino, atrapada entre los asientos, la envolvió y la arrojó por la ventanilla,
mientras entraba el agua.
Quiero saber si se acuerda seguido del accidente:
—Por mucho tiempo quedé traumao, me despertaba a la noche sobresal-
tado, como si estuviera en medio de la correntada, para calmarme tenía que
prender la luz y tomarme una cañita. Después me fui olvidando, tantas cosas le

118
pasan a uno por la cabeza.
Le pregunto si lo que hizo en el rescate le trajo fama en la zona:
—Qué me voy a hacer famoso si éramos tres gatos locos los que vivíamos
acá en el Leyes.
Quizás no sepa que es tan conocido. Cuando se habla de “la tragedia del Le-
yes”, se nombra al pescador que salvó a una beba que flotaba. En las crónicas de
la época aparece como la figura destacada: “El héroe del río”, titula la revista Así,
aunque no se muestra en ninguna foto. Escuchar y leer tantas veces la historia
fue lo que me llevó a esta búsqueda.
Antes de despedirnos, se acuerda de algo importante: hace unos años estu-
vieron de la televisión, la llevaron a Alicia y los filmaron juntos sobre el puente.
—Vive en Buenos Aires, es profesora de inglés y tiene dos niños. Viera qué
linda muchacha se ha puesto- me dice, sin dejar de mirar el río.

119
buenos aires (1970). Es historiador. Se espe-
cializa en temas del pasado reciente argentino, en
particular la violencia política y la guerra de Malvi-
nas. Publicó No hay mañana sin ayer. Batallas por la
memoria histórica en el Cono Sur (2014), Todo lo que
necesitás saber sobre Malvinas (2013), Algo parecido
a la felicidad. Una historia de la lucha de la clase tra-
bajadora argentina, 1973 - 1978 (2013), Las guerras
por Malvinas 1982-2012 (2012), Malvinas. Una gue-
rra argentina (2009) y Fantasmas de Malvinas. Un
libro de viajes (2008). Y dos novelas: Montoneros o
la ballena blanca (2012) y Los muertos de nuestras
guerras (2013).

120
i
Yo no sabía en ese momento que la última vez que iba a ver a Jaimito con
vida sería en el mismo hospital donde años después pasé la noche cuidando a mi
padre. Recién ahí, cuando operaron a mi viejo, años después, me di cuenta de
que ya había estado antes en el “Sagrado Corazón”: cuando Jaimito, Luis Benen-
cio, estaba internado porque tenía cáncer, y la quimio lo tenía medio volteado.
Una tarde le llevé la computadora portátil para que viera las imágenes de la toma
de 1973, cuando con un grupo de obreros navales ocuparon los astilleros Astar-
sa, porque uno de ellos había muerto quemado en un accidente de trabajo.
Yo no sabía que era la última vez que lo iba a ver con vida, pero sí que esta-
ba mal. Y tenía ganas de que viera las imágenes en blanco y negro del noticiero
de Canal 9. Hacía dos años que estaba detrás de ellas: el crudo del noticiero que
mostró la hazaña de mis “navales”, los trabajadores de astilleros de la zona Norte.
Yo, que tenía sus fotos de entonces, que había entrevistado a los sobrevivientes,
a sus hijos y compañeras, los pude reconocer: el Bocha, el Huguito, el Tano… Y
Jaimito, mi amigo, el que estaba en el hospital, muy ocupado explicándole al pe-
riodista, que no se cansaba de decirle “compañero” cómo habían triunfado sobre
la patronal en esos días de junio de 1973.
La distancia entre ese hombre orgulloso, de ojos claros y pelo enrulado,
enumerando las conquistas, y la sombra calva acostada en la cama de hospital,
debería haberme advertido de lo cerca que estaba la muerte. Tan cerca esa tarde
de hospital, como lo había estado en los portones del astillero donde Jaimito daba
cátedra de sindicalismo en su “Día de la Victoria”. Pero me distraje, porque que-
dé atrapado por el brillo de sus ojos. En ese otoño de 2011, cuando volvió a verse
fuerte y joven junto a sus compañeros, su mirada clara tenía el mismo orgullo y

123
la misma alegría que la de 1973. Era la mirada de haber vencido, de haber sido
parte de la historia.

ii
Si cerrás los ojos y te pido que te imagines a un desaparecido, ¿qué figura te
representás? Apostaría a que no es un obrero. Probablemente te hayas imaginado
a alguien más de clase media, acaso un universitario, capaz hasta a la Oreiro de la
película Infancia clandestina. Pero es que la forma en la que fuimos procesando
nuestro pasado no es inocente: algunas imágenes se consolidaron y desaparecie-
ron otras. Aunque se encarnizó especialmente con los trabajadores, la propagan-
da de la dictadura construyó un estereotipo del “subversivo”: el joven de clase
media aburrido e insatisfecho, que “no va a la universidad a estudiar”, propenso
a la propaganda de las organizaciones armadas. Los familiares de las víctimas,
para enfrentar ese discurso y reclamar por sus hijos, tuvieron que negarlo y, sin
querer, lo reforzaron.
Además, aún del lado de los buenos hay privilegios. Sencillamente, los
obreros no tienen la misma llegada a la tele, a los libros, a los abogados, al exilio,
que otros militantes. Vimos La noche de los lápices, La historia oficial, Garaje
Olimpo e Infancia clandestina, pero, ¿dónde está la película que nos cuenta la
lucha y la represión del movimiento obrero? La verdad es que todavía no hay
una. Hay documentales, algunos, pero aún falta un filme de alcance masivo que
nos ayude a conocer las historias de los militantes sindicales. Algo así como una
Patagonia rebelde, pero de los años setenta.
Todavía no hay.

iii
Tuve la suerte de conocer a algunas personas extraordinarias, que podrían
perfectamente ser los protagonistas de una película como esa. Gente común, del
montón. Como Jaimito. Personas que, en un momento dado, por la época en la

124
que vivían, o por una situación concreta de maltrato, o simplemente porque su
mejor amigo estaba ahí y ellos no podían dejar de acompañarlo, se empezaron a
meter “con los muchachos”, en el sindicato, cada vez más. Eran trabajadores de
Tigre y San Fernando que, a comienzos de los setenta armaron una agrupación
sindical clasista. Primero comenzaron las charlas a la salida, el fútbol del domingo,
el asado en la casa de alguno de ellos. Después había que ir a tal reunión sin pre-
guntar mucho, hasta que de repente, se habían metido por completo en esa lucha.
Pusieron tanto en dar esos pasos que algunos hasta perdieron la vida. Pero
otros, los que los recuerdan, y los que te piden que los recuerdes, no. Aunque se
van poniendo viejos o están enfermos y desde que los conocí, hace diez años, al-
gunos ya murieron. Las batallas por la memoria no necesariamente son ruidosas,
en feriados o aniversarios. La lucha contra la explotación no tiene un día fijo de
una batalla, como la de San Lorenzo. Algunos de ellos cayeron como las hojas del
almanaque, en una batalla que durante muchos años fue silenciosa y cruel, pero
que nunca abandonaron. No solo tuvieron que sobrevivir a la derrota, sino que
luego lidiaron contra el olvido y la injusticia. Algunos de ellos lograron llevar a
sus delatores y verdugos a juicio, otros trabajaron décadas para que eso sucediera
pero sin poder llegar a verlo, como Jaimito, que remó años para que se hicieran
los juicios, pero murió antes de las sentencias.
Son trabajadores navales. Debería escribir “eran”, porque el astillero en el
que trabajaban no existe más. ¿Pero quién puede dejar de ser aquello que lo hizo
persona, aquello en lo que encontró lo mejor y lo peor de sí mismo y de sus com-
pañeros? Son obreros navales, aunque los hayan corrido a tiros y secuestros de
la fábrica, aunque hayan matado a la mayoría de ellos, aunque hoy en el antiguo
astillero Astarsa se estén construyendo departamentos y guarderías náuticas de
lujo, en el mismo lugar donde se botaban barcos y se hacían asambleas.
Fueron militantes sindicales de la Juventud Trabajadora Peronista: armaron
la agrupación obrera montonera más fuerte de la zona norte del conurbano: la
“José María Alesia”, en homenaje a un compañero muerto por las quemaduras

125
que sufrió en un accidente de trabajo. Fue a causa de esa muerte que en mayo
de 1973 “los navales” tomaron Astarsa, el astillero privado más importante de la
Argentina. Fueron las imágenes de esa toma las que le llevé a Jaimito al hospital.
En junio de 1975, en el pico de movilizaciones del “Rodrigazo”, Jaimito y
sus compañeros fueron vanguardia junto a otras agrupaciones en las grandes
marchas que se organizaron en todo el país. En el verano de 1976 ya habían ase-
sinado a varios de ellos. Para abril del mismo año los documentos de inteligencia
de la policía decían que de esas “organizaciones de superficie”, como la agrupa-
ción Alesia, ya no quedaba nadie. O sea: los habían asesinado, secuestrado, o se
habían tenido que esconder.

iv
Todo pasó muy rápido. Después de la toma de 1973 “los navales” parecían
invencibles. Discutían de igual a igual con los patrones y habían corrido a la bu-
rocracia sindical. Instalaron el control obrero de la producción a través de la
Comisión Obrera de Higiene y Seguridad: los delegados se rotaban en ella, junto
a los capataces e ingenieros, para determinar la insalubridad de los trabajos y
decidir si se trabajaba o no, y cuánto se pagaba ese trabajo. Jaimito y sus compa-
ñeros ganaron la comisión interna de su sindicato: se transformaron en los más
peligrosos “bichos colorados”, como les decían a los obreros “zurdos”, aunque
fueran peronistas. Pero ya ese mismo año el Ministro de Trabajo, Ricardo Otero,
había anunciado que “a los bichos colorados se los extermina con el mejor insec-
ticida nacional”. A partir de 1974, a “los navales”, que no paraban de crecer, los
persiguieron de todas las formas. Su lucha, construida en círculos concéntricos
que iban desde la fábrica a sus casas, combinando movilización y fuerza, se re-
plegó de la misma manera. Los corrieron del astillero, después los buscaron y los
mataron en las calles y, finalmente, los cazaron en sus casas. Pelearon contra la
“Santísima Trinidad”: la burocracia sindical, la patronal y la policía. Y perdieron.
Para derrotarlos, la Triple A mató a algunos durante el gobierno democráti-

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co de Perón e Isabel Perón; el Ejército secuestró a otros y perdieron a sus líderes.
Al Tano Martín Mastinu, le decían el “Tosco de la Zona Norte”: lo secuestraron
en 1975 y lo tuvieron que largar por las movilizaciones, pero está desaparecido
desde 1976. Al Huguito, que lo reemplazó, lo levantaron en el tren, justo el día
en el que se iban a mudar a una casa más segura. Ana, su hija, todavía recuerda
cuando se abrieron las puertas del vagón del que esperaron en vano con su her-
mana melliza y con mamá verlo salir. El Huguito era el mejor amigo de Jaimito,
que bautizó así a su hijo.
Nombres y apodos que son rostros en las pancartas, caras congeladas en
su juventud, fotografías recortadas de una fiesta de casamiento mitológica. ¡Era
el casamiento del Tano, que siempre iba al frente! Todos habían trabajado en la
construcción de su casa, como todos eran parte de la agrupación sindical. Eran
amigos y compañeros, sin saber muy bien dónde empezaba lo uno y terminaba lo
otro. Pasaban de un espacio a otro sin solución de continuidad y por eso la derro-
ta fue un daño tan grande. Porque fue mucho más que el fracaso de un proyecto
político: fue la destrucción de una forma de vida.
De ellos, de los muertos, hablan con amor y reverencia quienes los sobre-
vivieron. Agigantan sus gestos, sus acciones, pero las cuentan y las arman tan
grandes que dejan espacio para revisar sus defectos, sus fallas, y terminan des-
cubriendo que los quieren más precisamente por haber discutido, por haberse
equivocado. La derrota posterior no hace más que agigantar los años que lucha-
ron juntos.

v
Debe ser muy difícil tener la victoria al alcance de la mano y saber que la
perdieron para siempre; y que, en esa pérdida, se fueron también las vidas de
tantos seres queridos. Debe ser una enormidad sentir eso. Por eso es que la ver-
dad, la verdad, yo honro a los muertos, pero a los que más quiero es a los vivos.
Porque resistieron entonces, porque tuvieron que lidiar con sus memorias y las

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de ellos, porque durante muchos años no encontraron espacios para recordar
sus luchas.
Yo tuve la suerte de conocer al Bocha, Héctor González, que se murió de
cáncer en los pulmones, tal vez como consecuencia tardía de las condiciones
de trabajo con las que lucharon. Era lo que en política se llamaba un “simpati-
zante”, apenas un “periférico”, pero eso no quiere decir que no se jugara la vida
como todos. Al margen de que a Héctor le reventaron la casa para llevarse a sus
cuñados. El 24 de marzo de 1976 el Ejército entró en los astilleros con listas de
los “agitadores y activistas”. El Bocha fue a trabajar ese día y todos los días hasta
1978, cuando ya no pudo más: le dolía la cabeza cada vez que entraba porque el
mundo en el que había vivido estaba patas para arriba y sus mejores amigos ra-
jados o muertos. En el astillero pisaban fuerte los que les habían hecho la contra
hasta 1976, los delatores y unos cuantos acomodaticios.
Ahora Carlito, Carlos Morelli, es el guardián de la memoria de sus compa-
ñeros. No le alcanzan ni las palabras ni las horas para hablar de esas personas
comunes que fueron sus compañeros en esos años. Carlito era el delegado su-
plente del Tano Mastinu. En vísperas del golpe, dejó de ir al astillero y no lo pisó
más como trabajador. Piensa que capaz se les pasó la oportunidad. Que tuvieron
la victoria al alcance de la mano, y por no haber seguido a los más decididos,
perdieron. Como me dijo una vez: “algunos siguen luchando desde su lugar, o
remontando ese barrilete que no remonta ni en pedo porque no tiene cola. Se-
guimos yendo a las marchas y cuando volvemos en colectivo nos baja la cana
bajo la lluvia, y somos unos viejos chotos que todavía estamos dándoles vueltas.
Y que sabemos que es medio al pedo seguir yendo a una marcha que no te dan
pelota. Y entonces yo recién ahora entendí lo que decían los muchachos en el 74,
en el 75: “esto se lo sacás a los tiros o no se lo sacás”. Y se quedó serio, repitió
varias veces esa idea, y terminó con los ojos brillantes: “Recién ahora entendí a
los muchachos, me llegó tarde”.

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vi
Jaimito piensa que Huguito le salvó la vida. En su nombre, militó incansa-
blemente por la memoria de sus compañeros, por impulsar los juicios a los civiles
cómplices. Jaimito era uno de los pocos con quienes se podía hablar de cualquier
cosa: de la lucha, de los proyectos, de la violencia que habían ejercido, pero tam-
bién de los miedos y de las debilidades. Él lo sabía bien, porque en un momento
no pudo más y lo habló con su responsable, con Huguito. Y Rivas, el Huguito, que
lo quería y lo conocía tanto, tanto, pero tanto, que por Jaimito se había metido en
la Agrupación, le dijo que aflojar estaba mal pero que él era un peligro mayor en
esas condiciones. Que se tomara unos días para pensarlo. Decirle eso, en 1976,
era despedirse: en esos días grises, fue la forma digna que Hugo tuvo de decirle
adiós. A Jaimito debería haberlo sancionado, denunciado, porque era su respon-
sable, pero era uno de los “muchachos”, ¿cómo hacer algo así?
Por eso, creo yo, una tarde que conversábamos con Jaimito acerca de la po-
sibilidad de un hecho cuestionable que yo creía habían producido ellos, él aceptó
conversarlo. Pero me dijo como al pasar que últimamente le estaba molestando
que se dedicaran tantos estudios a la rigidez de la moral revolucionaria y a la
violencia de los montos y a lo equivocado del proyecto, con muchos etcéteras. Y
me soltó la pregunta:
—¿Por qué no hablás de lo que nos hicieron a nosotros?
Se refería, claro, a los secuestros, a lo asesinatos, a las violaciones de es-
posas en el barrio de trabajadores navales. Pero estoy seguro de que también
reaccionaba contra el despojo de sus historias.
Desde entonces no dejo de pensar que los verdaderos héroes son los so-
brevivientes, que se bancaron la derrota y las primeras memorias urgentes de
los años ochenta que, como también se construyen con olvidos, al principio
no los incluyeron. Hay que ser de una madera especial para bancarse eso: la
derrota y el olvido. Porque una cosa es ser uno de esos héroes de los libros o
de las películas; pero otra muy distinta es ser una persona común, como vos o

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como yo, que sintió que la victoria estaba a la vuelta de la esquina, que puso todo
para alcanzarla, y que de golpe despertó para ver que se la había perdido, que se
la habían quitado y que tantos como él habían dejado la vida en ese camino.

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Ilustrador en "Crónicas"

buenos aires (1975). Estudió historieta con


Alberto Breccia, Bellas Artes, Cine, y Fotografía.
Fue co-editor de la revista El tripero y sus trabajos
fueron incluidos en varias publicaciones gráficas y
digitales. Publicó las novelas gráficas Llegar a los
30 y Creciendo en público. Fue uno de los curado-
res del espacio de arte de Musetta Cafe y co-orga-
nizador del Festival Increíble de Historietas, Fan-
zines y Afines. Actualmente dicta clases para niños
y adultos, se desempeña como editor de ilustracio-
nes e historietas de la Revista Crisis, es director de
la colección Gráfica En Movimiento y pertenece al
colectivo Un Faulduo. Sus trabajos están publica-
dos en: www.ezequielgarcia.com.ar

*Ilustraciones páginas: 15, 26, 41, 53, 61, 72, 86,


99, 111, 121.

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