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LENGUA Y LITERATURA
CUADERNILLO 3° AÑO

ETN°1 OTTO KRAUSE


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LITERATURA
Los que abandonan Omelas Ursula K. Le Guin 03

Cordero asado Roald Dahl 09

Todo el verano en un día Ray Bradbury 15

Para acabar con las películas de terror. El conde Drácula Woody Allen 19

El patio iluminado Manuel Mujica Laínez 23

La Murga Pedro Orgambide 26

Continuidad de los Parques Julio Cortázar 30

Actividades 31

Poesía (Versificación, Actividades, Recursos Estilísticos) 33


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Los que abandonan Omelas.


Ursula K. Le Guin.
Con un repicar de campanas que echaba a volar las golondrinas, el Festival del Verano llegaba a la ciudad de
Omelas, torres brillantes junto al mar. En el puerto, los aparejos de los barcos destellaban con banderas. En las
calles, entre las casas de rojos tejados y pintadas tapias, entre los viejos jardines donde crece el musgo y bajo los
árboles de las avenidas; frente a los grandes parques y los edificios públicos, desfilaban las procesiones. Algunas
eran sobrias: decorosos ancianos con largas y rígidas túnicas de color malva y gris; graves artesanos silenciosos,
alegres mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar. En otras calles, la música era rítmica, un trepidar
de gongs y panderetas y la gente iba bailando; la procesión era una danza. Los niños correteaban de una parte a
otra y sus gritos se alzaban sobre la música y los cantos como el vuelo cruzado de las golondrinas. Todos los
desfiles serpenteaban hacia el norte de la ciudad, donde en el gran prado llamado Campos Verdes, chicos y
chicas, desnudos en el aire luminoso, con los pies y los tobillos enlodados, los brazos largos y ágiles, ejercitaban a
sus inquietos caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún tipo de arreo, sólo una brida sin
bocado. Las crines trenzadas con cordones de plata, oro y verde. Resoplaban por los dilatados ollares, hacían
cabriolas y coceaban. Al ser el caballo el único animal que había adoptado nuestras ceremonias como propias, se
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hallaba muy excitado. A lo lejos, por el norte y el oeste, las montañas se alzaban sobre la bahía de Omelas casi
envolviéndola. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve, coronado aún los Ocho Picos, despedía reflejos
oro y blanco a través de las millas de aire iluminado por el sol, bajo el azul profundo del cielo. Soplaba el
suficiente viento como para que los estandartes que marcaban la pista de carreras ondearan y chasquearan de vez
en cuando. En el verde silencio del amplio campo se oía la música que recorría las calles de la ciudad, y de todas
partes y acercándose siempre, una alegre fragancia del aire que de vez en cuando se acumulaba y estallaba con el
alegre repique de las campanas.
¡Alegría! ¿Cómo se puede explicar la alegría? ¿cómo describir a los habitantes de Omelas?
No eran personas simples, aunque sí felices. Pero no pronunciaremos más palabras de alabanza. Todas las
sonrisas se han vuelto arcaicas. Ante una descripción como ésta, uno tiende a hacer ciertas suposiciones, tiende a
buscar un rey montado en su espléndido corcel rodeado de nobles caballeros, o quizás en una litera dorada
conducida por altos y musculosos esclavos. Pero no había rey. No usaban espadas ni poseían esclavos. No eran
bárbaros. Desconozco las reglas y leyes de su sociedad pero sospecho que eran singularmente escasas. Así como
se regían sin monarquía ni esclavitud, tampoco necesitaban la bolsa de valores, la publicidad, la policía secreta ni
la bomba. Sin embargo, repito que no era un pueblo simple; nada de dulces pastores, nobles salvajes ni blandos
utópicos, ni menos complejos que nosotros. El problema es que tenemos la mala costumbre, alentada por
pedantes y sofisticados, de considerar a la felicidad como algo estúpido. Sólo el dolor es intelectual. Sólo el mal es
interesante. Es la traición del artista: la negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible fastidio del dolor. Si
no puedes morder no enseñes los dientes. Si duele, vuelve a pegar. Pero alabar el desespero es condenar el
deleite; aceptar la violencia es perder la libertad para todo lo demás. Nosotros casi la hemos perdido; ya no
podemos describir la felicidad de un hombre ni manifestar una alegría. ¿Cómo definir al pueblo de Omelas? No
eran cándidos ni niños felices - aunque a decir verdad, sus hijos sí lo eran - sino adultos maduros, inteligentes,
apasionados, cuya vida no era desventurada. ¡Oh milagro! Ojalá supiera explicarlo mejor. Omelas da la impresión
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según mis palabras, de ser un país de cuentos de hadas: érase una vez hace mucho tiempo. Quizá fuera mejor que
se lo imaginaran según su propia fantasía, esperando que la ciudad esté a la altura de sus expectativas, pues no
puedo tranquilizarlos a todos. Por ejemplo, ¿qué diremos de la tecnología? Creo que no habría coches ni
helicópteros ni en las calles ni por encima de ellas, como lógica consecuencia de que el pueblo de Omelas era feliz.
La felicidad se basa en una justa discriminación de lo que es necesario, de lo que no es ni necesario ni destructivo
y de lo que es destructivo. Sin embargo, en la categoría intermedia - la de lo innecesario pero no destructivo, la
del confort, lujo, exuberancia, etc. -, podían perfectamente poseer calefacción central, ferrocarriles subterráneos,
máquinas lavadoras y toda clase de maravillosos inventos que aún no se han visto aquí; fuentes luminosas
flotantes, poder energético sin combustible, una cura para los catarros comunes o nada de eso; no importa, como
lo prefieran. Me inclino a pensar que las personas que han estado viniendo a Omelas desde todos los puntos de la
costa durante estos últimos días antes del Festival, lo hicieron en pequeños trenes muy rápidos y en tranvías de
dos pisos, y que la estación de ferrocarriles de Omelas es el edificio más bello de la ciudad, aunque más sencillo

que el magnífico Mercado Agrícola. Pero aún, concediendo que hubiera trenes, temo que, hasta ahora, Omelas
produzca en algunos de mis lectores la impresión de una ciudad idílica. Sonrisas, campanas, desfiles caballos,
tonteras. En tal caso, agréguenle sexo. Si les sirve que haya sexo no vacilen. No agreguemos, sin embargo,
templos de donde hermosos sacerdotes y sacerdotisas desnudos, casi en éxtasis, se hallen dispuestos a amar a
quien sea, hombre o mujer, amante o extraño, por el deseo de unión con la profunda divinidad de la sangre,
aunque ésa fue mi primera idea. Porque sería mejor no levantar templos en Omelas, por lo menos templos
habitados. Religión, sí. Clero, no. Por supuesto, los hermosos desnudos pueden deambular ofreciéndose como
manjares divinos para el hambre de los necesitados y la fascinación de la carne. Que se incorporen a los desfiles.
Que repiquen las panderetas sobre las cópulas y la gloria del deseo se proclame en los gongs y (un punto muy
importante) que los vástagos de esos deliciosos rituales sean amados y atendidos por todos. Sé que en Omelas
hay algo que nadie considera delito. Para los que les gusta, la tenue y persistente fragancia del drooz perfuma las
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calles de la ciudad; el drooz, que al principio otorga una gran lucidez mental y fuerza a los miembros, y finalmente
maravillosas visiones con las que se ingresa a los misterios y secretos más profundos del universo a la vez que
excita el placer hasta lo indecible; y no crea hábito. En cuanto a los gustos más modestos, creo que debería ser la
cerveza. ¿Qué otra cosa incumbe a la ciudad de la alegría? Sin dudad, la sensación de la victoria, la evocación del
valor. Pero así como suprimimos al clero, que tampoco haya soldados. La alegría construida sobre una matanza
victoriosa no es verdadera alegría; nunca lo será; es horrenda e inútil. Una satisfacción ilimitada y generosa, un
magnífico triunfo que se experimenta no contra un enemigo de fuera, sino por la comunión de las almas más
delicadas y hermosas de todos los hombres y el esplendor del verano del mundo es lo que inunda el corazón de
los habitantes de Omelas y la victoria que celebran es la de la vida. En realidad, no creo que necesiten drooz ni
cerveza.
Casi todos los desfiles han llegado ya a los Verdes Campos. Un delicioso aroma de manjares surge de las
tiendas rojas y azules de los abastecedores. Las caras de los niños pequeños están llenas de graciosos pegotes de
dulce; en la afable barba gris de un hombre, se han enredado unas cuantas migas de un rico pastel. Los
muchachos y muchachas han montado en sus caballos y comienzan a agruparse en la línea de salida. Una
anciana, pequeña, gorda y sonriente, distribuye flores que saca de una cesta y un joven alto las prende en su
cabello. Un niño de nueve o diez años se sienta al borde de la multitud, solo, jugando con una flauta de madera.
La gente se detienes a escuchar y sonríe, pero no le hablan pues nunca deja de tocar ni tampoco los ve; sus ojos
negros están totalmente absortos en la dulce y tenue magia de la melodía.
Termina y lentamente baja las manos que sostienen la flauta de madera.
Como si ese breve y reservado silencio fuese una señal, se oye de pronto el toque de una corneta que surge
del pabellón junto a la línea de partida: imperioso, melancólico, penetrante. Los caballos se alzan sobre sus
esbeltas patas traseras y algunos relinchan como respuesta. Con semblante sereno, los jóvenes jinetes acarician el
cuello de sus monturas y las calman susurrando: “Tranquilo, tranquilo, no te preocupes, todo saldrá bien, mi belleza, mi

ilusión…” Ocupan sus puestos en la línea de salida. A lo largo de la pista, los espectadores son como un campo
de hierba y flores al viento. El Festival de Verano ha comenzado.
¿Lo creen? ¿Aceptan el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Entonces, permítanme que describa algo más.
En el subsuelo de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o tal vez en el sótano de una de sus
espaciosas casas particulares hay un lóbrego cuartucho. Tiene una puerta cerrada con llave y carece de ventanas.
Una tenue luz se filtra polvorienta entre las rendijas de la carcomida madera, luego de atravesar una ventanita
cubierta de telarañas en algún lugar del sótano. En un ángulo del cuarto hay un par de estropajos, duros, sucios,
hediondos, junto a un balde oxidado. El suelo tiene la mugre habitual de los sótanos abandonados. El cuarto tiene
tres metros de largo por dos de ancho: un simple armario para guardar las escobas y los enseres en desuso. En el
cuarto hay un niño sentado. Podría ser también una niña. Aparenta unos seis años pero en realidad tiene casi
diez. Es retrasado mental. Tal vez nació anormal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la desnutrición y el
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abandono. Se hurga la nariz y de vez en cuando se manosea los dedos de los pies o los genitales y se sienta
acurrucado en el rincón más alejado del balde y de los trapos. Les tiene asco. Los encuentra horribles. Cierra los
ojos pero sabe que los trapos siguen ahí, y la puerta tiene llave y nadie vendrá. La puerta siempre está cerrada y
nunca viene nadie salvo en ciertas ocasiones - la criatura no comprende el tiempo ni los intervalos del tiempo- en
que la puerta cruje espantosamente, se abre y asoman una o varias personas. Entra alguien y de un puntapié lo
obliga a levantarse. Los otros jamás se le acercan sino que lo observan con ojos de horror y asco. Le llenan
rápidamente el cuenco de comida y el jarro de agua, se cierra la puerta, los ojos desaparecen. La gente que está en
la puerta nunca dice nada pero el niño, que no siempre ha vivido en el cuartucho y recuerda la luz del sol y la voz
de su madre, a veces habla: “Por favor, sáquenme de aquí. Me portaré bien.”, dice. Jamás le responden. Por las noches
el niño gritaba pidiendo auxilio, gritaba muchísimo, pero ahora se limita a emitir un débil quejido y cada vez
habla menos. Está tan flaco que no tiene pantorrillas y su vientre está hinchado; solo se alimenta una vez al día
con medio cuenco de grasa y cereal. Va desnudo. Las nalgas y muslos son una masa de dolorosas llagas pues está
continuamente sentado sobre su propio excremento.
Todos saben que existe, todo el pueblo de Omelas. Algunos han ido a verlo, otros se contentan únicamente
con saber que está allí. Todos saben que ahí tiene que estar. Algunos comprenden la razón, otros no pero ninguno
ignora que su felicidad, la belleza de su pueblo, la ternura de sus amigos, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus
sabios, la habilidad de sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas o el esplendor de su cielo dependen
por completo de la abominable miseria de ese niño.
Se lo explican a los niños a los ocho o diez años, siempre que estén capacitados para comprender, y casi
todos los que van a verle son adolescentes, aunque con cierta frecuencia también algún adulto acude para volver
a ver al niño. Por muy bien que se lo expliquen, al verlo experimentan un asco que habían creído superar. A pesar
de todas las explicaciones se ponen furiosos, ultrajados, impotentes. Quisieran hacer algo por el niño, pero no
pueden. ¡Qué hermoso sería si sacaran al sol a esa criatura, la limpiaran, le dieran de comer, la cuidasen! Pero si
alguien lo hiciera, toda la prosperidad, la belleza y la dicha de Omelas quedarían destruidas ese día y a esa hora.
Esas son las condiciones. Cambiar todo el bienestar y la armonía de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña
beneficencia: acabar con la felicidad de millares a cambio de la posibilidad de hacer feliz a uno: pero eso sería, por
supuesto, reconocer la culpa, admitir el delito.
Las condiciones son estrictas y terminantes; al niño no se le puede dirigir ni siquiera una palabra de cariño.
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A veces los jóvenes regresan a sus casas llorando o tan furiosos que no pueden llorar, cuando han vista al
niño y se han enfrentado a esa terrible paradoja. Tal vez meditan sobre ello, semanas y años, pero a medida que
transcurre el tiempo comienzan a darse cuenta de que aunque soltaran al niño, de poco le serviría su libertad; sin
duda, una ligera, vaga satisfacción por el cuidado humano y el alimento, pero muy poco más. Se halla demasiado
degradado e imbécil para comprender la auténtica felicidad. Ha estado asustado demasiado tiempo para librarse
del miedo. Sus costumbres son demasiado toscas e inciviles para que responda al trato humano. En verdad,
después de tanto tiempo es probable que fuera infeliz sin muros que lo protejan, sin la oscuridad para sus ojos,
sin excremento donde sentarse. Sus lágrimas, ante la amarga injusticia, secan cuando empiezan a percibir la
terrible justicia de la realidad y acaban aceptándola. Sin embargo, tal vez sus lágrimas y su rabia, su generosidad
puesta a prueba y la aceptación de su propia impotencia sean la verdadera causa del esplendor de sus vidas. Su
felicidad no es vacía e irresponsable. Saben que ellos, como el niño, no son libres. Conocen la compasión. La
existencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen posible la elegancia de su arquitectura, la hondura
de su música, la profundidad de su ciencia. A causa del niño son tan amables con los niños. Saben que si ese
desdichado no lloriquease en la oscuridad, el otro, el flautista, no tocaría esa alegre música mientras los jóvenes
jinetes se ponen en filas sobre sus beldades para la carrera que se celebra la primera mañana de verano.
¿Qué piensan ahora de ellos? ¿No son más convincentes? Pero todavía tengo algo más que contarles, y esto
es totalmente increíble.
En algunas ocasiones, uno de los adolescente que va a ver al niño, no regresa a su casa para llorar o
enfurecerse: no vuelve, simplemente, nunca más a su hogar. En otras, un hombre o mujer de más edad guardan
silencio un par de días. Bajan a la calle, caminan solos y cruzan sin vacilar las hermosas puertas de Omelas.
Siguen andando por las tierras de labranza. Cada uno va solo, chico o chica, hombre o mujer. Anochece; el
caminante pasa por las calles de la ciudad, ante las casas de ventanas iluminadas, y luego salir a la oscuridad de
los campos. Siempre solos, se dirigen al Oeste o al Norte, hacia las montañas. Prosiguen. Abandonan Omelas,
siempre adelante, y no vuelven. El lugar a donde van es aún menos imaginable para nosotros que la ciudad de la
felicidad. No puedo describirlo, en absoluto. Es posible que no exista. Pero parecen saber muy bien a dónde van
los que abandonan Omelas.

Fin
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Cordero asado
Roald Dahl

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la
de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada
minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba
hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un
maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como
siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la
llave dando vueltas en la cerradura.
Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.
—¡Hola, querido! —dijo ella.
—¡Hola! —contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para
ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos,
moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una
hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a
ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de
soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él
irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una
silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada
de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar,
hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado, querido?
—Sí —respondió él—, estoy cansado.
Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso
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estaba a medio llenar.


Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la
mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.
—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate —dijo él secamente.
Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día
—dijo ella.
El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el
vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.
—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y
otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero
él no hizo nada de esto.
—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero —dijo él.
Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que
quieras, todo está en la nevera.
—No me apetece —dijo él.
—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo él—, siéntate.
Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su
segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo que decirte.
—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara
le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo
mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo,
observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo.
Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo.
No sería bueno para mi carrera.
Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado,
que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego,
cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él no contestó.
Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un
autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que
encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una pierna de cordero.
Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar
encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.
Se detuvo.
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—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero
congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con
una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó
tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su
ensimismamiento.
Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo
inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál
sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el
niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo?
¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a
su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las
mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a
la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves
y no tengo verduras en casa.

—¿Quiere carne, señora Maloney?


—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?
—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?
—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.
—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar
luego?
—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?
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El hombre echó una mirada a la tienda.


—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
—Magnífico —dijo ella—, le encanta.
Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias, Sam. Buenas noches.
Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía
cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba
algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo
entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las
verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá
necesidad de fingir.»
Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando
le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para
ella.
Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y
empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.
Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le
contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién habla?
—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
—Iremos en seguida —dijo el hombre.
El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en
realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El
la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba
arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo.
Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto.
Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre.
Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares.
Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No
obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se
sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose—
y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el
suelo.
—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a
la calle.
«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso...,
imposible que ella...»
Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron
el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se
quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su
hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.
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—No —dijo ella.


No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho
que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.
—No —dijo ella.
Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.
La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le
hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto
de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El
asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido
en alguna parte.
—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una
mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?
—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un atizador?
—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda continuó.

Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una
linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de
la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.
—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
—Sí, claro. ¿Quiere whisky?
—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy
bien conmigo.
—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.
Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y
trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
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—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!


—¿Quiere que vaya a apagarlo?
—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan —dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo
mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en
gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen
el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.
—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba
aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó
donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de
comida.
—¿Quieres más, Charlie?
—No, será mejor que no lo acabemos.
—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame un poco más.
—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—
, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos
eructó:
—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

Fin
15

Todo el verano en un día


Ray Bradbury

—¿Ya?
—Ya.
—¿Ahora?
—Enseguida.
—¿Sabrán los sabios, realmente? ¿Sucederá hoy?
—Mira, mira y verás.
Los niños se amontonaban, se apretujaban como muchas rosas, como muchas flores silvestres, y miraban hacia
afuera buscando el sol oculto.
Llovía.
Llovía desde hacía siete años; miles de días sobre miles de días que la lluvia había tejido de extremo a extremo,
con tambores y cataratas de agua, con el estrépito de tempestades que inundaban las islas como olas de una
marea. La lluvia había triturado mil bosques que habían crecido mil veces para ser triturados de nuevo. Y así era
para siempre la vida en el planeta Venus, y aquella era la escuela de los hijos de los hombres y mujeres del cohete
que habían venido a un mundo de lluvias, a traer la civilización y a vivir sus vidas.
—¡Pará! ¡Pará!
—¡Sí, sí!
Margot no miraba con aquellos niños que no podían acordarse de un tiempo en que no todo era lluvia y lluvia y
lluvia. Tenían todos nueve años, y si había habido un día, siete años atrás, en que había salido el sol una hora,
mostrando su cara a un mundo sorprendido, no podían recordarlo. A veces, de noche, Margot oía cómo se
movían en sueños, y ella sabía entonces que recordaban el oro, o un lápiz amarillo, o una moneda tan grande que
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con ella uno podía comprarse el mundo. Sabía que creían recordar un calor, un ardor en las mejillas, en el cuerpo,
en los brazos y las piernas, en las manos temblorosas. Pero luego despertaban siempre al tamborileo trepidante, al
interminable tintineo de unos collares de perlas trasparentes sobre el tejado, el sendero, los jardines, los
bosques… y los sueños se desvanecían.
Todo el día anterior, en clase, habían leído acerca del sol. De cómo se parecía a un limón, y de qué caliente era. Y
habían escrito cuentos o ensayos o poemas a propósito del sol.

El sol es una flor


que sólo se abre una hora.

Eso decía el poema de Margot, leído en voz baja en el aula silenciosa, mientras afuera caía la lluvia.
—¡Bah! ¡No lo escribiste tú! —protestó uno de los chicos.
—¡Sí! dijo Margot—. ¡Yo!
—¡William! —dijo la maestra.
Pero eso había sido ayer. Hoy la lluvia amainaba y los niños se apretaban contra los gruesos cristales del ventanal.
—¿Dónde está la maestra?
—Ya viene.
—Pronto, o no veremos nada.
Los niños eran como una rueda febril de rayos que subían y caían.
Margot no se acercaba a ellos. Era una niña frágil y parecía que hubiese andado muchos años perdida en la lluvia,
y que la lluvia le hubiese desteñido el color azul de los ojos, el rojo de los labios y el oro del pelo. Era como la vieja
fotografía de un álbum, polvorienta, borrosa, y hablaba poco, y con una voz de fantasma. Ahora, alejada de los
otros, miraba la lluvia y el turbulento mundo líquido más allá de los vidrios.
—¿Qué miras? —dijo William.
Margot no respondió.
—Contesta cuando te hablan.
William le dio un empujón. La niña no se movió; es decir, dejó que el empujón la moviera, y nada más.
Siempre la apartaban así. Margot no jugaba con ellos en los túneles sonoros de la ciudad subterránea, y nunca
corría con ellos y se quedaba atrás, parpadeando. Cuando la clase cantaba canciones que hablaban de la felicidad,
de la vida, de los juegos, apenas movía los labios. Sólo cantaba cuando los cantos hablaban del verano y del sol, y
entonces clavaba los ojos en los ventanales húmedos.
Y además, por supuesto, había otro crimen, más grave. Margot había llegado de la Tierra hacía sólo cinco años y
aún se acordaba del sol. Recordaba que cuando tenía cuatro años el sol aparecía en el cielo de Ohio todas las
mañanas. Ellos, en cambio, habían vivido siempre en Venus, y sólo tenían dos años cuando el sol había salido por
última vez, y ya se habían olvidado de su color, su tibieza, y de cómo era en realidad. Pero Margot recordaba.
—Es una moneda —dijo una vez Margot, cerrando los ojos.
—¡No, no! —gritaron los niños.
Pero Margot recordaba, y lejos de todos, en silencio, miraba las figuras de la lluvia en los vidrios. Una vez, un mes
atrás, no había querido bañarse en la ducha de la escuela, se había cubierto la cabeza con las manos, y había
gritado que no quería que el agua la tocase. Luego, oscuramente, oscuramente, había comprendido: era distinta, y
los otros notaban la diferencia, y se apartaban.
Se decía que los padres de Margot se la llevarían de nuevo a la Tierra el año próximo, pues para ella era cuestión
de vida o muerte, aun cuando la familia perdería por ese motivo varios miles de dólares. Por eso la odiaban los
niños, por todas esas razones, de mucha o poca consecuencia. Odiaban aquel pálido rostro de nieve, su silencio
ansioso, su delgadez, y su futuro posible.
—¡Vete! —William la empujó de nuevo.— ¿Qué esperas?
Entonces, y por primera vez, Margot se volvió y lo miró. Y lo que esperaba se le vio en los ojos.
—Bueno, no te quedes ahí —gritó William, furioso—. No verás nada.
Margot movió los labios.
—¡Nada! —gritó William—. Fue todo una broma, ¿no entiendes? —Miró a los otros niños—. Hoy no pasará nada,
¿no es cierto?
Todos lo miraron pestañeando, y de pronto comprendieron y se echaron a reír, sacudiendo las cabezas.
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—¡Nada, nada!
—Oh —murmuró Margot, desconsolada—. Pero si es hoy. Los sabios lo anunciaron, y ellos saben. Hoy el sol…
—Fue una broma, nada más —dijo William tomándola bruscamente del brazo—. Eh, vamos, será mejor que la
encerremos en un armario antes que vuelva la maestra.
—No —dijo Margot, retrocediendo.
Todos se le fueron encima, y entre protestas y luego súplicas y luego llantos, la arrastraron a un túnel, a un
cuarto, a un armario, cerraron la puerta, y le echaron llave. Se quedaron un rato mirando cómo la puerta
temblaba con los golpes de la niña y oyendo sus gritos sofocados. Después, sonriendo, dieron media vuelta, y
salieron del túnel en el momento en que llegaba la maestra.
—¿Listos, niños?
La maestra miró su reloj.
—¡Sí!
—¿Estamos todos?
—¡Sí!
La lluvia menguaba cada vez más.
Fue entonces como si en la película cinematográfica de un alud, de un tornado, de un huracán, de una erupción
volcánica, la banda de sonido se hubiera estropeado de pronto, y todos los ruidos, todas las ráfagas, todos los
ecos y truenos se hubiesen apagado bruscamente, y como si en seguida hubiesen arrancado el film del aparato,
que proyectaba ahora una apacible fotografía tropical que no se movía ni trepidaba. El mundo se había detenido.
El silencio era tan inmenso, tan inverosímil que parecía que uno se hubiese puesto algodones en los oídos, o que
uno se hubiera quedado sordo. Los chicos se llevaron las manos a los oídos. La puerta se abrió, y el olor del
mundo silencioso, expectante, entró en la escuela.
Salió el sol.
Tenía el color del bronce fundido, y era muy grande. Alrededor, el cielo era un deslumbrante azulejo azul. El
hechizo se quebró al fin, y los niños se precipitaron gritando hacia el verano. La selva ardía bajo el sol.
—Bueno, no vayan muy lejos —les gritó la maestra—. Tienen sólo dos horas. Que la lluvia no los sorprenda
afuera.

Pero los niños corrían ya con los rostros vueltos hacia el cielo, sintiendo que el sol les quemaba las mejillas como
un hierro candente, y ya se quitaban los abrigos para que el sol les dorara los brazos.
—Es mejor que las lámparas de sol, ¿no es cierto?
—¡Oh, mucho, mucho mejor!
Dejaron de correr. Estaban en la enorme selva que cubría Venus, esa selva que nunca dejaba de crecer,
tumultuosamente, que crecía mientras uno la miraba. La selva era un nido de pulpos y extendía unos tentáculos
de zarzas carnosas, temblorosas, que florecían en la verde primavera. Tenía el color del caucho y de la ceniza, esta
18

selva, luego de tantos años sin sol. Tenía el color de las piedras, del queso blanco y de la tinta.
Los niños se echaban riéndose en el colchón de la selva, y oían cómo crujía y suspiraba, elástica y viva. Corrían
entre los árboles, resbalaban y caían, se empujaban, jugaban; pero sobre todo miraban el sol con los ojos
entornados hasta que las lágrimas les rodaban por las mejillas. Tendían las manos hacia el resplandor amarillo y
el asombroso azul y respiraban el aire puro y escuchaban el silencio y descansaban en él como flotando en un mar
inmóvil. Todo lo miraban, todo lo disfrutaban. Luego, impetuosamente, como animales que han escapado de sus
madrigueras, corrían y corrían en círculos, gritando. Corrieron toda una hora.
Y de pronto…
En plena carrera, una niña gimió.
Todos se quedaron quietos.
De pie, en la selva, la niña extendió una mano.
—Oh, miren, miren —dijo.
Todos se acercaron lentamente y miraron la mano abierta.
En el centro de la palma, como una ventosa, una gota de lluvia.
La niña se echó a llorar, mirando la gota.
Todos alzaron rápidamente los ojos al cielo.
—Oh, oh.
Unas gotas frías les cayeron en las narices, las bocas, las mejillas. El sol se apagó tras una ráfaga de niebla.
Alrededor de los niños sopló un viento frío. Todos se volvieron y echaron a caminar hacia la casa subterránea,
con los brazos caídos, las sonrisas muertas.
El estampido de un trueno los estremeció, y como hojas arrastradas por un viento que se levanta echaron a correr
tropezando y tambaleándose. Un rayo estalló a diez kilómetros de distancia, a cinco kilómetros, a dos, a uno. Las
tinieblas de la medianoche cubrieron el cielo.
Se quedaron un momento en la puerta del subterráneo hasta que la lluvia arreció. Luego cerraron la puerta y
escucharon el ruido de las toneladas de agua, la catarata que caía en todas partes y para siempre.
—¿Otros siete años?
—Sí, siete años.
De pronto un niño gritó.
—¡Margot!
—¿Qué?
—Está aún en el armario.
—Margot.
Los niños se quedaron como estacas clavadas en el suelo. Se miraron y apartaron los ojos. Miraron de reojo el
mundo donde ahora llovía, llovía y llovía, inmutablemente. Tenían unas caras solemnes y pálidas. Cabizbajos, se
miraron las manos, los pies.
—Margot.
—Bueno —dijo una niña.
Nadie se movió.
—Vamos —murmuró la niña.
Lentamente, recorrieron el pasadizo bajo el ruido de la lluvia fría, entraron en la sala bajo el estrépito de la
tormenta y el trueno, con unas caras azules, terribles, iluminadas por los relámpagos. Se acercaron al armario,
lentamente, y esperaron.
Detrás de la puerta sólo había silencio.
Abrieron la puerta, más lentamente aún, y dejaron salir a Margot.

Fin
19

Para acabar con las películas de terror.


El conde Drácula
Woody Allen

En algún lugar de Transilvania yace Drácula, el monstruo, durmiendo en su ataúd y aguardando a que caiga la
noche. Como el contacto con los rayos solares le causaría la muerte con toda seguridad, permanece en la
oscuridad en su caja forrada de raso que lleva sus iníciales inscritas en plata. Luego, llega el momento de la
oscuridad y, movido por un instinto milagroso, el demonio emerge de la seguridad de su escondite y, asumiendo
las formas espantosas de un murciélago o un lobo, recorre los alrededores y bebe la sangre de sus víctimas. Por
último, antes de que los rayos de su gran enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se apresura a regresar a la
seguridad de su ataúd protector y se duerme mientras vuelve a comenzar el ciclo.

Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus cejas responde a un instinto milenario e inexplicable, es señal
de que el sol está a punto de desaparecer y que se acerca la hora. Esta noche, está especialmente sediento y,
mientras allí descansa, ya despierto, con el smoking y la capa forrada de rojo confeccionada en Londres,
esperando sentir con espectral exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de abrir la tapa y
salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada. El panadero y su mujer, reflexiona. Suculentos, disponibles
y nada suspicaces. El pensamiento de esta pareja despreocupada, cuya confianza ha cultivado con meticulosidad,
excita su sed de sangre y apenas puede aguantar estos últimos segundos de inactividad antes de salir del ataúd y
abalanzarse sobre sus presas.

De pronto, sabe que el sol se ha ido. Como un ángel del infierno, se levanta rápidamente, se metamorfosea en
murciélago y vuela febrilmente a la casa de sus tentadoras víctimas.

—¡Vaya, conde Drácula, qué agradable sorpresa! —dice la mujer del panadero al abrir la puerta para dejarlo
pasar. (Asumida otra vez su forma humana, entra en la casa ocultando, con una sonrisa encantadora, su rapaz
objetivo.)
20

—¿Qué le trae por aquí tan temprano? —pregunta el panadero.


—Nuestro compromiso de cenar juntos —contesta el conde—. Espero no haber cometido un error. Era esta noche,
¿no?
—Sí, esta noche, pero aún faltan siete horas.
—¿Cómo dice? —inquiere Drácula echando una mirada sorprendida a la habitación.
—¿O es que ha venido a contemplar el eclipse con nosotros?
—¿Eclipse?
—Así es. Hoy tenemos un eclipse total.
—¿Qué dice?
—Dos minutos de oscuridad total a partir de las doce del mediodía.
—¡Vaya por Dios! ¡Qué lío!
—¿Qué le pasa, señor conde?
—Perdóneme... debo...
—¿Qué, señor conde?
—Debo irme... Hem... ¡Oh, qué lío!... —y, con frenesí, se aferra al picaporte de la puerta.
—¿Ya se va? Si acaba de llegar.
—Sí, pero, creo que...
—Conde Drácula, está usted muy pálido.
—¿Sí? Necesito un poco de aire fresco. Me alegro de haberlos visto...
—¡Vamos! Siéntese. Tomaremos un buen vaso de vino juntos.
—¿Un vaso de vino? Oh, no, hace tiempo que dejé la bebida., ya sabe, el hígado y todo eso. Debo irme ya. Acabo
de acordarme que dejé encendidas las luces de mi castillo... Imagínese la cuenta que recibiría a fin de mes...
—Por favor —dice el panadero pasándole al conde un brazo por el hombro en señal de amistad—. Usted no
molesta. No sea tan amable. Ha llegado temprano, eso es todo.
—Créalo, me gustaría quedarme, pero hay una reunión de viejos condes rumanos al otro lado de la ciudad y me
han encargado la comida.
—Siempre con prisas. Es un milagro que no haya tenido un infarto.
—Sí, tiene razón, pero ahora...
—Esta noche haré pilaf de pollo —comenta la mujer del panadero—. Espero que le guste.
—¡Espléndido, espléndido! —dice el conde con una sonrisa empujando a la buena mujer sobre un montón de
ropa sucia. Luego, abriendo por equivocación la puerta de un armario, se mete en él
—. Diablos, ¿dónde está esa maldita puerta?
—Ja, ja! —se ríe la mujer del panadero—. ¡Qué ocurrencias tiene, señor conde!
—Sabía que le divertiría —dice Drácula con una sonrisa forzada—, pero ahora déjeme pasar.

Por fin, abre la puerta, pero ya no le queda tiempo.

—¡Oh, mira, mamá —dice el panadero—, el eclipse debe de haber terminado! Vuelve a salir el sol.
—Así es —dice Drácula cerrando de un portazo la puerta de entrada—. He decidido quedarme. Cierren todas las
persianas, rápido, ¡rápido! ¡No se queden ahí!
—¿Qué persianas? —preguntó el panadero.
—¿No hay? ¡Lo que faltaba! ¡Qué par de...! ¿Tendrán al menos un sótano en este tugurio?
—No —contesta amablemente la esposa—. Siempre le digo a Jarslov que construya uno, pero nunca me presta
atención. Ese Jarslov...
—Me estoy ahogando. ¿Dónde está el armario?
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—Ya nos ha hecho esa broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo nuestro.
—¡Ay... qué ocurrencia tiene!
—Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y media.

Y, con esas palabras, el conde entra en el armario y cierra la puerta.

—Ja, ja...! ¡Qué gracioso es, Jarslov!


—Señor conde, salga del armario. Deje de hacer burradas.

Desde el interior del armario, llega la voz sorda de Drácula.

—No puedo... de verdad. Por favor, créanme. Tan sólo permítanme quedarme aquí. Estoy muy bien. De verdad.
—Conde Drácula, basta de bromas. Ya no podemos más de tanto reírnos.
—Pero, créanme, me encanta este armario.
—Sí, pero...
—Ya sé, ya sé... parece raro y sin embargo aquí estoy, encantado. El otro día precisamente le decía a la señora
Hess, deme un buen armario y allí puedo quedarme durante horas. Una buena mujer, la señora Hess. Gorda, pero
buena... Ahora, ¿por qué no hacen sus cosas y pasan a buscarme al anochecer? Oh, Ramona, la la la la la,
Ramona...

En aquel instante entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por allí y habían decidido hacer una visita a sus
buenos amigos, el panadero y su mujer.

—¡Hola, Jarslov! Espero que Katia y yo no te molestemos.


—Por supuesto que no, señor alcalde. Salga, conde Drácula. ¡Tenemos visita!
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—¿Está aquí el conde? —pregunta el alcalde, sorprendido.


—Sí, y nunca adivinaría dónde está —dice la mujer del panadero.
—¡Qué raro es verlo a esta hora! De hecho, no puedo recordar haberle visto ni una sola vez durante el día.
—Pues bien, aquí está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!
—¿Dónde está? —pregunta Katia sin saber si reír o no.
—¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Vamos! —La mujer del panadero se impacienta.
—Está en el armario —dice el panadero con cierta vergüenza.
—¡No me digas! —exclama el alcalde.
—¡Vamos! —Dice el panadero con un falso buen humor mientras llama a la puerta del armario—. Ya basta. Aquí
está el alcalde.
—Salga de ahí, conde Drácula —grita el alcalde—. Tome un vaso de vino con nosotros.
—No, no cuenten conmigo. Tengo que despachar unos asuntos pendientes.
—¿En el armario?
—Sí, no quiero estropearles el día. Puedo oír lo que dicen. Estaré con ustedes en cuanto tenga algo que decir.

Se miran y se encogen de hombros. Sirven vino y beben.

—Qué bonito el eclipse de hoy —dice el alcalde tomando un buen trago.


—¿Verdad? —dice el panadero—. Algo increíble.
—¡Dígamelo a mí! ¡Espeluznante! —dice una voz desde el armario.
—¿Qué, Drácula?—Nada, nada. No tiene importancia.

Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no puede soportar esa situación, abre de golpe la puerta del
armario y grita:

—¡Vamos, Drácula! Siempre pensé que usted era una persona sensata. ¡Déjese de locuras!

Penetra la luz del día; el diabólico monstruo lanza un grito desgarrador y lentamente se disuelve hasta
convertirse en un esqueleto y luego en polvo ante los ojos de las cuatro personas presentes.

Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del panadero pega un grito:

—¡Se ha fastidiado mi cena!

Fin
23

El patio iluminado
Manuel Mujica Laínez

Todo ha terminado ya. Benjamín se arrebuja en su capa y cruza el primer patio sin ver los jazmines en flor
que desbordan de los tinajones, sin escuchar a los pájaros que desde sus jaulas despiden a la tarde. Apenas tendrá
tiempo de asegurar las alforjas sobre el caballo y desaparecer por la salida del huerto, rumbo a Córdoba o a Santa
Fe. Antes de la noche surgirá por allí algún regidor o quizás uno de los alcaldes, con soldados del Fuerte, para
prender al contrabandista. Detrás del negro fiel que llegó de Mendoza, tartamudeando las malas nuevas, habrán
llegado a la ciudad sus acusadores. La fortuna tan velozmente amasada se le escapará entre los dedos. Abre las
manos, como si sintiera fluir la plata que no le pertenece. Pálido de miedo y de cólera, tortura su imaginación en
pos de quién lo habrá delatado. Pero eso no importa. Lo que importa es salvarse, poner leguas entre él y sus
enemigos.
En el segundo patio se detiene. La inesperada claridad lo deslumbra. Nunca lo ha visto así. Parece un
altar mayor en misa de Gloria. No ha quedado rincón sin iluminar. Faroles con velas de sebo o velones de grasa
de potro chisporrotean bajo la higuera tenebrosa. Entre ellos se mueve doña Concepción, menudita, esmirriada.
Corre con agilidad ratonil, llevando y trayendo macetas de geranios, avivando aquí un pabilo, enderezando allá
24

un taburete. Los muebles del estrado han sido trasladados al corredor de alero, por la mulata que la sigue como
una sombra bailarina. A la luz de tanta llama trémula, se multiplican los desgarrones de damasco y el punteado
de las polillas sobre las maderas del Paraguay.
Benjamín se pasa la mano por la frente. Había olvidado la fiesta de su madre. Durante diez días la loca no
paró con las invitaciones. Del brigadier don Bruno Mauricio de Zabala para abajo, no había que olvidar a nadie.
Para algo se guarda en los cofres de la casa tanto dinero. El obispo fray Pedro de Fajardo, los señores del Cabildo,
los vecinos de fuste… Colmó papeles y papeles como si en verdad supiera escribir, como si en verdad fuera a
realizarse el sarao. Benjamín encerró los garabatos y los borrones en el mismo bargueño donde están sus cuentas
secretas de los negros, los cueros y frutos que subrepticiamente ha enviado a Mendoza y por culpa de los cuales
vendrán a arrestarle.
Doña Concepción se le acerca, radiante, brillándole los ojos extraviados:
-Vete a vestir- le dice-; ponte la chupa morada. Pronto estará aquí el gobernador.
Y sin detenerse regresa a su tarea. Benjamín advierte que se ha colocado unas plumas rojas, desflecadas,
en los cabellos. Ya no parece un ratón, sino un ave extraña que camina entre las velas a saltitos, aleteando,
picoteando. Detrás va la esclava, mostrando los dientes.
-Aquí- ordena la señora-, la silla para don Bruno.
La mulata carga con el sillón de Arequipa. Cuando lo alza fulgen los clavos en el respaldo de vaqueta.
El contrabandista no sabe cómo proceder para quebrar la ilusión de la demente. Por fin se decide:
-Madre, no podré estar en la fiesta. Tengo que partir en seguida para el norte.
¿El norte? ¿Partir para el norte el día mismo en que habrá que agasajar a la flor de Buenos Aires? No, no,
su hijo bromea. Ríe doña Concepción con su risa rota y habla a un tiempo con su hijo y con los jilgueros.
-Madre, tiene usted que comprenderme, debo irme ahora sin perder un segundo.
¿Le dirá también que no habrá tal fiesta, que nadie acudirá al patio luminoso? Tan ocupado estuvo los
últimos días que tarde a tarde fue postergando la explicación, el pretexto. Ahora no vale la pena. Lo que urge es
abandonar la casa y su peligro. Pero no contó con la desesperación de la señora. Le besa, angustiada. Se le cuelga
del cuello y le ciega con las plumas rojas.
-¡No te puedes ir hoy, Benjamín! ¡No te vayas, hijo!
El hombre desanuda los brazos nerviosos que lo oprimen.
-Me voy, madre, me voy.
Se mete en su aposento y arroja las alforjas sobre la cama.
Doña Concepción gimotea. Junto a ella, dijérase que la mulata ha enloquecido también. Giran alrededor
del contrabandista, como dos pajarracos. Benjamín las empuja hacia la puerta y desliza el pasador por las
argollas.
La señora queda balanceándose un momento, en mitad del patio, como si el menor soplo de brisa la fuera
a derribar entre las plantas.
25

-No se irá -murmura-, no se irá.


Sus ojos encendidos buscan en torno.
-Ven, movamos la silla.
Entre las dos apoyan el pesado sillón de Arequipa contra la puerta, afianzándolo en el cerrojo de tal
manera que traba la salida.
La mulata se pone a cantar. Benjamín, furioso, arremete contra las hojas de cedro, pero los duros
cuarterones resisten. Cuantos más esfuerzos hace, más se afirma en los hierros el respaldo.
-¡Madre, déjeme usted salir! ¡Déjeme usted salir! ¡Madre, que vendrán a prenderme! ¡Madre!
Doña Concepción no lo escucha. Riega los tiestos olorosos, sacude una alfombrilla, aguza el oído hacia el
zaguán donde arde una lámpara bajo la imagen de la Virgen de la Merced. De la huerta, solemne, avanza el
mugir de la vaca entrecortado de graznidos y cloqueos.
-¡Madre, madre, que nadie vendrá, que no habrá fiesta ni nada!
La loca yergue la cabeza orgullosa y fulgura su plumaje temblón. ¿Nadie acudirá a la fiesta, a su fiesta? Su
hijo desvaría.
En el patio entró ya el primer convidado. Es el alcalde de segundo voto. Trae el bastón en la diestra y lo
escoltan cuatro soldados del Frente.
Doña Concepción sonríe, paladeando su triunfo. Se echa a parlotear, frenética, revolviendo los brazos
huesudos en el rumor de las piedras y de los dijes de plata. Con ayuda de la esclava quita el sillón de la puerta
para que Benjamín acoja al huésped.

Fin
26

La murga
Pedro Orgambide
El estandarte bamboleaba, rítmicamente, su calavera. Al compás del bombo, Los Indios avanzaban hacia
la ciudad en rápidas, elásticas contorsiones, mientras el director, con su lanza -un palo de escoba con asta de lata -
señalaba, a lo lejos, el esplendor de la fiesta. Su mujer, con un chico en los brazos y una pulsera de hueso en el
tobillo izquierdo, se balanceaba, obscena, ante la mirada divertida de los parroquianos de un bar que, a su paso,
le tiraron maníes y le gritaron mona. Eso fue el comienzo de las incidencias (o el pretexto, quizá) del
malentendido. Los Indios, humillados por la insolencia de los gringos -casi todos eran gallegos y portugueses
afincados a un costado del Riachuelo- entraron en el bar Buenos Aires a pedir explicaciones. Pudo ser el aspecto
feroz de los visitantes o (es probable) la falta de un lenguaje común, lo que tornó confusas las acciones, como dijo
después un comentarista de fútbol. Lo cierto es que el patrón del establecimiento, un tal Garay, ordenó a sus
mozos atrincherarse detrás del mostrador. Entre tanto Los Indios se ubicaron en las mesas, golpeando con sus
manos, platos y sonajas, pidiendo vino a gritos, exigiendo justicia. Garay llamó a uno de sus mozos y le ordenó
que se comunicara con la Comandancia, pero cuando fue hacia el teléfono, un botellazo lo disuadió. Los
españoles, al ver caer a su víctima, respondieron al ataque y alguien nombró a Castilla en medio del tumulto.

Impasible, Gardel sonreía desde el almanaque. Quiso la mala suerte que alguien actuara de mediador
invocando al dios de los cristianos. Un flaco vendedor de Biblias conocido en el barrio por sus delirios místicos y
su tendencia a la misericordia, oraba entre los sitiados y los invasores, reiteraba la frase del Mesías, aquello del
amaos los unos a los otros. Silbó en el aire una boleadora pampa y el místico cayó con el cráneo partido. "Bestias
sin odios", gimió Garay detrás del mostrador. Su lugarteniente, su socio, su primo, fue hasta la caja registradora
para evitar el robo. Otro, con el extinguidor de incendios en la mano, se abalanzó, decidido, hacia las llamas.

Borrachos, cansados, victoriosos, Los Indios continuaron su marcha. El incendio ya era memoria y, cuando
subieron la loma del Parque Lezama, algunos se tumbaron panza arriba, los ojos fijos en la Cruz del Sur. La
frescura de la noche, el olor tibio de las plantas, la cercanía del río, todo hizo posible el acoplamiento de los
cuerpos. Nadie reparó en esa mujer blanca (que habían arrastrado de los cabellos al salir del almacén) que ahora
se tiznaba y ahumaba su cuerpo en un voluntario acatamiento de la ley de la tribu. Tampoco ella recordaba otra
cosa que no fueran esas manos oscuras y esos dientes muy blancos del hombre que la tomó en la loma. Siguieron,
pues, la marcha, aliviados de penas y remordimientos. La mujer del director (algunos la llamaban Madre) repartía
27

matracas y cornetas entre los chicos; atrás iban los viejos, la chusma que imitaba, sin fuerzas, la danza de los
jóvenes. A los saltos. Como quien doma un potro, los guerreros bailaban al compás del bombo. Entraron en San
Telmo.

Los recibió un baldazo de agua, un improperio, varias pedradas, un viejo con peluca que, disculpándose, les
dijo que los habían confundido con una comparsa, la de Los Ingleses que venían metiendo bochinche desde el río.

"Con ustedes no es la cosa -dijo -somos todos hermanos": Hablaba bien el viejo, tanto que ellos sintieron una
especie de dicha, algo parecido al respeto por sus pilchas mugrientas. Contentos, locos de gusto esperaron la
entrada de la comparsa enemiga, lujosa de banderas, de uniformes colorados, charreteras y fanfarria. Los que
vieron aquello dicen que las mujeres y los chicos tiraban agua desde las azoteas. Los exagerados, los fanáticos,
aseguran que vieron caer aceite hirviendo. De todos modos, se peleó lindo en San Telmo, durante horas y horas;
la comparsa de un lado, la murga del otro.

Esos eran Carnavales, no los de ahora. El director (lo llamaban Jefe) llevó a los suyos más allá de
Palermo. Y allí siguió la fiesta, pero ahora con cantos, vino, mujeres, carne, todo a lo grande, a lo criollo. Se bailó
mucho, entre asadores humeantes, mientras los chicos jugaban a la pelota con las vejigas hinchadas de aire que
traían de los mataderos. Algún cajetilla (nunca faltan críticos cuando un pobre se divierte) frunció el ceño ante el
espectáculo. "Paciencia -dijo el Jefe- él se la buscó". En broma, como quien no quiere la cosa, le bajaron los
pantalones y le escupieron allá donde usted sabe, y lo patearon un buen rato y los dejaron tumbado en una zanja,
por marica y por jetón. El baile siguió y, según dicen, los tambores se oyeron en toda la ciudad.

Ellos querían llegar a la Avenida de Mayo, pero tuvieron que demorarse en Flores, en corsos vecinales, en
competencias sin importancia. Así vieron pasar las carrozas virreinales, los cabriolés, los landós, los humildes
coches de plaza, las ruedas trabadas de serpentinas. Por juego o por ofensa, alguien los provocaba tirándoles
papel picado cuando abrían la boca, restregándoles un plumero por la cara. Las murgas iban perdiendo prestigio
y las comparsas ganaban el favor de la gente decente. De todos modos, ellos le daban al bombo y seguían
bailando.

Unas monedas tiradas con desgano fue la paga que recibieron por su danza, a la que tuvieron que
acompañar -para darle el gusto a los clientes- con versos zafados y gestos procaces.

Sin embargo, el estandarte de la calavera continuaba inspirando miedo a los mirones; un miedo
inconfesado en tanta mascarita feliz, llena de tules, perfumada con éter del pomo. Miedo sí, aunque todos se
rieran de Los Indios, que seguían domando, en la calle, un potro invisible.

Entre tanto Garay, sobreviviente del incendio del Riachuelo, informaba a la policía sobre aquel
desdichado suceso, y una patrulla se lanzaba sobre el Parque Lezama con bombas lacrimógenas, palos y perros.
Fue una búsqueda infructuosa, una operación inútil.

No obstante, los perros olfatearon el rastro que los llevaba hasta San Telmo. Allí, el subcomisario hizo una
inspección ocular y tomó declaración a un anciano que conversó una descripción prolija del encuentro con Los
Ingleses. En la comisaría, entre unas prostitutas borrachas y un formal reducidor de oro, el viejo contó otra vez la
hazaña de la murga. Un oficial joven advirtió ciertas contradicciones, ciertos anacronismos en la declaración del
viejo. Quedó incomunicado, mientras gritaba su verdad y pedía una manta para cubrir su cuerpo. Sin domicilio ni
oficio conocido (mas tarde se supo que había escapado del manicomio de Vieytes) el viejo juraba por Dios que no
mentía, que tenía doscientos años, que todo lo había visto con sus propios ojos. A la mañana murió, de frío
seguramente.
28

Poco más tarde, se presentó en la comisaría un inglés alto y bien vestido, representante de la comparsa.
Pidió garantía para su gente y dijo algo acerca de daños y perjuicios y mencionó a la Reina. El sargento dedujo
que se trataba de la Reina del Carnaval y comentó a un subordinado: "el gringo está en pedo". Sin embargo,
acompañó al representante hasta la puerta, y cuando el otro traspuso el umbral, le hizo la venia", ... por los que
putas pudiera...", meditó.

Esa noche, la murga avanzó, cautelosa, hacia el centro. Pero el Jefe advirtió un sospechoso movimiento de
carros de asalto (disimulados con serpentinas, guirnaldas y máscaras) y prefirió explorar un terreno conocido,
menos hostil. Ordenó entonces dirigirse al Parque Retiro, por las calles del bajo, y evitar, lo posible, todo contacto
con las suntuosas comparsas de la Plaza San Martín. Por su parte, La Madre repartía golosinas a los chicos de la
villas de emergencia, que se sumaron, gozosos, a la murga. Los Indios entraron al parque haciendo sonar sus latas
y sus palos, enarbolando su estandarte sobre los conscriptos, las sirvientas en su día franco, los provincianos que
bajaron de los hoteles de Alem, algunos en camiseta, con la toalla sobre el hombro, a medio afeitar, otros vestidos
de azul, como para casarse, con el pañuelo volcado sobre el bolsillo superior del saco; todos los amigos, siguiendo
las cabriolas de la murga. Ahí nacieron los cantos que más tarde escucharía la ciudad, la jubilosa marcha que
coreaban los viejos y los chicos con idéntica unción. Todos subieron a la Montaña Rusa, en carros que chirriaban
cargados de gente y júbilos y gritos de insolencia. En lo alto, el Jefe enarboló su lanza, señaló la ciudad, todavía
extranjera para él, vio, adivinó el futuro de esas calles que había recorrido con la murga.

Los perros le seguían el rastro. Ladraron, en Palermo, a las sombras de sus hombre, mordisquearon los
restos del festín. Los oficiales, acompañados de algunos civiles -Garay, el inglés y otros damnificados- revolvían
en la basura. Uno encontró la pulsera de hueso de La Madre, el gallego una peineta que había pertenecido a su
mujer y que él besó, llorando, entre tanta inmundicia. Alguien afirmó que habían tirado a un hombre en una
zanja, otro dijo que rompieron faroles y que orinaron en un monumento público, una mujer cuchicheó en la oreja
del más joven de los policías y éste anotó "acciones incalificables, malos tratos", mientras se ruborizaba. La noche,
más allá de Plaza Italia (entre la estatua de Garibaldi y el puente de fierro de Pacífico) olía a cerveza, a mujer, a
chamamé, a mueblada, a sudor, a manoseados billetes, a pizza, a mingitorio, un perfume procaz que el olfato de
los perros aspiraba en busca del rastro de Los Indios.

Ladrando, babeando de sed, los perros se internaron en el bosque. Atrás, las linternas de los policías, como
luciérnagas, parpadeaban entre los árboles. Garay, armado de una espada (quizá fuera un cuchillo de almacén,
era difícil distinguir en la oscuridad) clamaba contra las bestias sin Dios. El inglés excitado y probablemente
borracho, injuriaba en su idioma a los hijos del país, a los salvajes que lo habían humillado. Con sus binoculares
sobre el pecho, juró reconquistar la ciudad, doblegar el orgullo de los nativos. La luna, roja como una sangrienta
premonición, apareció arriba del puente con el silbato de una locomotora.
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La Madre, con los brazos en alto, la luna en el medio, pontificaba sobre una mesa de fierro, rodeada de su
gente, de viejitas que le besaban las manos y le pedían cosas, milagros casi, que ella repartía generosamente. (Pero
quizás esa es la imagen de otra noche, no de aquella en el Parque Retiro.)

Los Indios, con la boca llena de pochoclo y manzanas asadas, subieron a los juegos. Querían llevarse los autitos.
El Jefe desde el Látigo, les ordenó prudencia. La mujeres, con los vestidos levantados hasta la cintura, daban
vueltas allá arriba, en los aviones. Entró la murga en el salón de los espejos y los gordos se vieron flacos y los
pobres se despertaron ricos, y de esa confusión, de esa ilusoria beatitud, el Jefe sacó una esperanza, proyectó su
fe, la contagió a los suyos. La murga se adueñó entonces de los rifles de los quioscos; los Tiro al Blanco quedaran
despoblados, empobrecidos en la mitad de la fiesta. Se formaron grupos de defensa, se temió por la propiedad
privada, por los excesos de esa turba que bailaba bajo la calavera y que ahora, ebria de confianza, se lanzaba al
asalto de la ciudad.

"Hay que levantar los puentes", ordenó el comisario. Garay, como de piedra, frente a la Casa Rosada, señaló
con el cuchillo aquello que, al principio, pareció un sueño. Los Indios refrescaban sus pies en las fuentes de la
Plaza, pedían a su Jefe que, en el tumulto, había desaparecido y, según decían, estaba prisionero. Con horror.
Garay recordó a Gardel, sonriente y compadrito, en el almanaque. Ahora estaba allí, en el balcón de la Casa, con
los brazos en alto. De vergüenza, de miedo, cerró los ojos. Vio (dos veces vio su muerte) cómo incendiaban el
boliche y salían con las antorchas, ofendiendo a su Dios. El vendedor de Biblias, arrodillado frente a la Catedral (o
quizá todavía estaba allí, en el almacén, rezando entre los botellazos) se desplomó de una pedrada. Alguien dijo
que estaban quemando la bandera.

Como en toda historia, como en toda la vida, los datos son imprecisos. Según dicen, La Madre murió
misteriosamente al ver amenazada la suerte de sus hijos. Estos levantaron altares en las plazas, rezaron durante
horas, velaron su cadáver bajo la lluvia que apagaba los últimos fuegos de esa noche. Según otros, tal devoción
fue una herejía, un acto de barbarie. Dicen que al terminar el Carnaval quemaban muñecos de paja vestidos de
cura. Pero bien puede ser esta una calumnia del la señorita del corso de San José de Flores, un infundio de las
máscaras de la Plaza San Martín que bajaron hasta el Parque Retiro montadas en los carros de asalto de la policía.
Es difícil saber a qué hora llegaron los perros allí, en qué preciso instante la pesadilla se transformó en historia. Se
asegura que alguien robó el cuerpo embalsamado de La Madre y lo arrojó al río; otros lo niegan o callan por ese
pudor que despiertan los muertos. Lo cierto es que cuando comenzaron los disparos, cuando se oyó el crepitar de
las ametralladoras y el estallido de las bombas, la murga bailó con más fuerza que nunca, con una energía
multiplicada por la sangre y el pánico; bailó, mientras caían, uno a uno, sus hombres, felices y fanáticos bajo el
estandarte de la calavera. Al compás del bombo, Los Indios danzaban con rápidas y elásticas contorsiones,
mientras el Jefe con su lanza -un palo de escoba con asta de lata- señalaba, a lo lejos, el resplandor de la fiesta.

Fin
30

Continuidad de los parques


Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando
regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde,
después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al
libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía
sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba
del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que
más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la
sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora
llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con
sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía
la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo
retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada
había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una
mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía
seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo
suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del
crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría
a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le
llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto,
dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón
leyendo una novela.

FIN
31

ACTIVIDADES
Buena Noticia

Leticio vivía desde hacia diez años con su mujer, a la que amaba con la misma intensidad que el primer día, o quizás
todavía más, y con su suegra, a la que detestaba también con la misma intensidad con la que la había venido detestando
todos esos años, o incluso más. La única razón por la que no la echaba de la casa, o no tomaba alguna medida más
drástica, como hervirla en aceite o tirarla por el balcón cuando pasara el camión de la basura, era el amor que sentía por
su mujer, para quien albergar consigo a su pobre madre enferma constituía un deber ineludible. Además, como el
matrimonio, pese a haberlo deseado con fervor, no había logrado tener hijos, la mujer, que por otra parte no trabajaba,
dedicaba todo su tiempo a cuidar de su progenitora.
Pero un día las cosas amagaron cambiar radicalmente. Leticio llegó a su casa, después de una ardua jornada de
trabajo, y su mujer lo recibió diciéndole que tenía para darle dos noticias, una buena y una mala.
-Voy a empezar por la mala dijo-. Leticio: esta tarde murió mamá.
Leticio corrió al dormitorio de la vieja y vio que, efectivamente, había quedado dura. Entonces corrió a poner un
disco de rock pesado y se puso a bailar frenéticamente, gritando:
-¡Qué bueno! ¡Si ésa es la mala noticia, lo que debe ser la buena!
-La buena -le dijo su mujer- es que voy a ser mamá.
Leticio volvió a saltar de alegría. Hacía diez años que venía deseando tener un niño que alegrara el hogar, y ahora,
sin la vieja que escorchara todo el día, ese hogar iba a transformarse en un verdadero paraíso. Pues bien, al día
siguiente, después del entierro de su suegra, Leticio se fue a trabajar, y cuando salió, antes de volver a su casa, fue a
comprar ropa de bebé, para levantar el ánimo de su esposa. Pero cuando llegó a la casa y se dirigió al dormitorio, donde
creyó que encontraría a su mujer, encontró que la que estaba esperándolo era la vieja, su suegra. Y estaba viva. Él pegó
un grito de horror, y entonces la vieja le dijo:
-¡Leticio, qué te pasa! Soy yo, ¿no me reconocés? Soy tu esposa. Yo te dije, ¿no te acordás? Te dije que iba a ser
mamá, y no pensé que sucediera tan pronto, pero sí, sucedió, Leticio, ¡soy mamá!

Leo Maslíah

Luego de la lectura atenta del cuento, respondé con tus palabras las siguientes preguntas:

1. ¿Cuál es la frase del cuento que permite anticipar el final? Copiala en tu carpeta.
2. Describí brevemente la relación de Leticio con su suegra. ¿Qué crítica social hace el autor?
3. ¿Identificás alguna frase en la que el narrador quede oculto tras las emociones de los personajes? Trascribila en
la carpeta y señalá a qué personaje refiere.
4. ¿Cuál es el equívoco en este cuento? ¿Qué consecuencias trae? ¿Cómo se resuelve?
5. Pensá y redactá otro posible título para este cuento.
6. ¿Qué tipo de relato te parece que es? Justificá tu afirmación.

Notas:

El equívoco es un recurso de la narratología y designa a aquella situación o expresión que podrá ser entendida o
interpretada en más de un sentido o bien que da lugar a la aparición de diversos juicios. Mientras tanto, será el oyente
de la expresión o el testigo de la situación en cuestión quien la interpretará de acuerdo a su propia manera.

La focalización es la elección de una o más perspectivas desde las que abordar el conjunto de la historia. Suele
relacionarse con la intimidad del personaje desde el cual se narra.

La prolepsis consiste en un salto hacia el futuro en el tiempo de la historia, siempre en relación con la línea temporal
básica del discurso narrativo.
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Los que abandonan Omelas


Leer atentamente esta noticia periodística, debatir en grupo qué relaciones puede establecer con el cuento
de Ursula K. Le Guin y redactar un texto de opinión en el que establezca dichas referencias entre ambos textos.

http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/04/16/actualidad/1397671559_365376.html

Hallada en Argentina una niña esclavizada durante nueve años


La adolescente de 15 años pesa solo 20 kilos y comía las sobras de un mono
16 de abr. de 2014

Una adolescente argentina fue esclavizada durante nueve años por la pareja que la había adoptado.
Permaneció encerrada en un garaje en una casa de Buenos Aires con un perro y un mono y solo comía pan, agua
y levadura de cerveza y era golpeada cuando se comía las sobras de este animal. Presenta un severo
retraso en su maduración como consecuencia de la vida que le dieron sus padres adoptivos. A sus 15 años
apenas pesa 20 kilos y salió a la calle sólo dos veces.
Fue hallada porque comenzó a buscarla una hermana biológica y por su intervención la justicia allanó la
casa de los captores, que están imputados por los delitos de “reducción a la esclavitud y a la servidumbre,
lesiones graves y privación ilegal de la libertad”.
Los padres adoptivos eran adoradores de San La Muerte, un culto pagano originado en Argentina, pero
difundido también en Paraguay, Brasil y México. En algunos barrios de Buenos Aires se pueden observar
algunos altares que los delincuentes levantan al santo para que los conserve con vida. Allí ofrecen cigarrillos,
vasos o botellas de whisky o flores. Los adoradores de San La Muerte piden una vida longeva, aunque admiten
que, a cambio, mueran temprano algunos de sus seres queridos. Claro que en el caso de los secuestradores de la
adolescente no se trata de ladrones comunes sino de un caso de auténtico terror.
La historia comenzó en 2001, en plena crisis económica y social de Argentina, cuando una madre de
ocho hijos en situación de pobreza entregó en adopción a la entonces bebé de dos años. Por un acuerdo ante un
juez, la pareja ahora detenida por esclavitud recibió la custodia provisional de la niña. En un principio, la madre
biológica la seguía visitando, pero desde 2005 se desentendió y nunca más se vieron. Recientemente una de sus
hermanas cumplió 18 años y se lanzó a la búsqueda de la niña hasta que encontró la casa en la que sospechaba
que vivía. Entonces pidió ayuda a la justicia y la juez María Gabriela Lanz ordenó un allanamiento de la
vivienda. Allí encontraron a la joven desnutrida, cuya figura contrastaba con la del mono, bien alimentado.
También hallaron cientos de objetos de veneración de San La Muerte.
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Poesía
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ACTIVIDADES
1) Investigar qué es un soneto sólo utilizando este poema. Indicar cantidad de sílabas, tipo de rima y de estrofas.

Un soneto me manda hacer Violante (Lope de Vega)

Un soneto me manda hacer Violante,


que en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen que es soneto:
burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante


y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando


y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aún sospecho


que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.
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2) Tres de estos poemas tienen Verso libre (no poseen rima ni métrica). ¿Cuál tiene rima consonante A-B-B-A?

Jorge Luis Borges Alejandra Pizarnik

Susana Thénon Martín Rodríguez


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GRAMATICA

Verbos regulares 41

Verbos irregulares 43

Proposiciones Incluidas 45

Clase de Palabras 52

Fichas de Ortografía 54
41
42
43

VERBOS IRREGULARES

Los verbos irregulares son aquellos que sufren modificaciones en su raíz y/o desinencias personales al ser
conjugados. Por lo tanto, no siguen el modelo de conjugación de los verbos modelo (amar, temer, partir).

Las irregularidades se observan en algunos tiempos y personas, no en la conjugación completa. Siempre


aparecen en tiempos simples (imperfectivos), nunca compuestos. Los participios y gerundios de algunos verbos
también son irregulares (decir-dicho-diciendo / dormir-dormido-durmiendo).

(Algunos verbos no son irregulares, sino que presentan cambios ortográficos. Ej: proteger/protejo –
convencer/convenzo).

TIEMPOS CORRELATIVOS:

Las mismas irregularidades aparecerán en todos los tiempos de ese grupo, por eso se llaman tiempos
correlativos.

PRIMER GRUPO

Presente (Indicativo) Yo tengo

Presente (Subjuntivo) Yo tenga

Modo Imperativo Tengas tú

SEGUNDO GRUPO

Pretérito Perfecto Simple (Indicativo) Yo tuve

Pretérito Imperfecto (Subjuntivo) Yo tuviera o tuviese

Futuro Imperfecto (Subjuntivo) Yo tuviere

TERCER GRUPO

Futuro Imperfecto (Indicativo) Yo tendré

Condicional Imperfecto (Indicativo) Yo tendría


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IRREGULARIDADES PARA CADA GRUPO:

PRIMER GRUPO

1-Cambia C por Z y agrega C delante de –a y de –o. conocer/conozco

2-Agrega G delante de –a y de –o. poner/pongo

3-Agrega IG delante de –a y de –o. caer/caigo

4-Agrega Y delante de –a, –e, –o. contribuir/contribuyo

5-Varían vocales en sílabas tónicas del verbo: diptongan –e en –ie (apretar/aprieto), diptongan –o en –ue
(aprobar/apruebo), cambian vocal –e por –i (medir/mido).

SEGUNDO GRUPO

1-Formas de pretéritos fuertes, donde la raíz tónica se diferencia de los verbos regulares (pues tienen desinencia
tónica, no raíz). querer/quise – saber/supe

2-Alteración de la raíz verbal. andar/anduve – caber/cupe

3-Cambio de las desinencias de PRIMERA conjugación por las de SEGUNDA conjugación.

dar/diera – andar/anduviera

TERCER GRUPO

1-Cambio de vocal interior –e, –i por consonante –d. salir/saldría

2-Pérdida de vocal –e, –i o de sílaba interior. poder/podré – hacer/haría

Conjugar verbos irregulares: Andar - Caber - Conducir - Colgar - Elegir - Estar - Hacer - Ir – Mover - Oír - Oler -
Pedir - Poder - Querer - Saber - Sentir – Ser - Tener - Traer - Ver
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PROPOSICIONES INCLUIDAS
Las oraciones se caracterizan por tener sentido completo e independencia sintáctica. Las proposiciones carecen
de dichas propiedades. Se las identifica porque:

1-No tienen autonomía sintáctica, por lo tanto están incluidas adentro de otra oración que completa su
significado.
2-Suelen estar encabezadas por un nexo (relacionante o incluyente).
3-Cumplen función sintáctica dentro de la oración que las contiene (md, od, circunstancial, etc).
4-Pueden analizarse aparte como estructuras oracionales.
Una oración que contiene una o más proposiciones incluidas se llama ORACIÓN COMPLEJA.
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PASOS PARA ANALIZAR LAS ORACIONES COMPLEJAS

Como la oración tiene su/s verbo/s y la proposición también, vamos a tener dificultades para identificar la acción
de esa oración, que es la más importante. Para identificar el verbo principal que le da acción a toda la oración,
debemos encontrar primero la proposición.

Para ello: 1) buscaremos el nexo (relacionante o incluyente), luego 2) delimitaremos la proposición, 3)


asignaremos función sintáctica a dicha proposición para luego 4) analizar como oración simple la oración
compleja. El último paso es 5) volver a copiar la proposición aparte y analizarla también como oración simple.

PROPOSICIONES INCLUIDAS ADJETIVAS

Dentro de la oración compleja cumplen función como adjetivo, es decir, su función sintáctica es MD
(modificador directo) o PSO (Predicativo Subjetivo Obligatorio). Poseen un ANTECEDENTE sustantivo al cual
modifican. Se construyen con pronombre relativo que cumple función dentro de la incluida y se llama
RELACIONANTE. Este relacionante sustituye al antecedente dentro de la incluida, por lo que equivale a su
significado cuando sea analizada aparte.

NEXOS RELACIONANTES:

No variables: que – donde – como - cuando

Variables (concuerdan en género y número con el Antecedente): quien/es –el cual – la cual – los cuales – las
cuales - cuyo/a/os/as (estos últimos no concuerdan con su antecedente sino con su consecuente –la cosa que
posee- Ej: [Esa ciudad, (cuyo nombre olvidé,) era hermosa.]

QUE = documental

QUE critica…

Un documental
critica…
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Algunas veces el Relacionante puede venir acompañado de preposición (de quien, la cual, a los cuales, desde
donde, etc). Ej:

PROPOSICIONES ADJETIVAS ESFECIFICATIVAS Y EXPLICATIVAS

ESPECIFICATIVAS: Limitan el significado del antecedente y su extensión. Si se elimina de la oración, cambia el


significado de la misma.

[Los alumnos (que terminaron el examen) pueden salir.]

EXPLICATIVAS: Designan una cualidad o característica del sustantivo antecedente, ampliando su significado. Si se
elimina de la oración, ésta no cambia su significado.

[Los turistas (que llegaron la segunda quincena) disfrutaron del sol y la playa.]

PROPOSICIONES INCLUIDAS SUSTANTIVAS

Dentro de la oración compleja cumplen función como sustantivo. Por lo tanto, su función sintáctica es la de
Sujeto, PSO, OD, término de una preposición, etc. NO TIENEN ANTECEDENTE. Se construyen con RELACIONANTE
o INCLUYENTE que cumplen diversas funciones al analizar la proposición aparte.

NEXOS RELACIONANTES FUNCIÓN

Quien/es - El que/La que/Los que/Las que (Sustantivos)

Cuanto/a/os/as (Adjetivo, Sustantivo, Adverbio)

Cuando – Donde – Como (Adverbio = Circunstanciales)

NEXOS INCLUYENTES

Que – Si (Sin función, se tachan sin analizar)


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Analizar en clase las proposiciones incluidas sustantivas de estos ejemplos para ver la función de cada nexo.
Redactar oraciones con PIS utilizando los demás relacionantes e incluyentes que no fueron utilizados en los
ejemplos.

ESTILO DIRECTO E INDIRECTO

Cuando una PIS reproduce lo que dice una persona, medio de comunicación, etc, se denomina estilo directo o
indirecto. Es DIRECTO si reproduce fielmente lo dicho, utilizando primera persona y guión de diálogo. Es
INDIRECTO si lo hace en tercera persona, refiriendo lo que se dijo. Se construyen con verbos de “decir”
(denominación genérica para verbos que indican actos de habla o de pensamiento, tales como: decir, expresar,
responder, opinar, corregir, anunciar, imaginar, pensar, suponer, sospechar, etc).
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ESTILO DIRECTO: (sin nexo, guión de diálogo)

Juan dijo: (-No me gusta festejar mi cumpleaños).

ESTILO INDIRECTO: (nexo: incluyentes “que” o “si”)

Juan dijo (que no le gusta festejar su cumpleaños).

PROPOSICIONES INCLUIDAS ADVERBIALES

PRIMER GRUPO: Dentro de la oración compleja cumplen función como adverbio. Por lo tanto, pueden ser
reemplazadas por un adverbio y su función sintáctica es la de circunstancial (tiempo, lugar, modo, cantidad,
causa, etc). NO TIENEN ANTECEDENTE. Se construyen con RELACIONANTE o INCLUYENTE que cumplen diversas
funciones al analizar la proposición aparte.

NEXOS RELACIONANTES:

TEMPORALES: cuando, mientras (que), al tiempo que, en tanto que, a medida que, etc.

LOCATIVAS: donde, dondequiera que.

MODALES: como, según, según que, conforme, como si, etc.


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CANTIDAD: cuanto.

CAUSALES: porque, pues, a causa de que, debido a que, en razón de que, etc.

SEGUNDO GRUPO: No admiten ser intercambiadas por adverbio único. Cumplen función de MNO (Modificador
del Núcleo Oracional).

Condicionales:

Concesivas:
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Consecutivas:
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