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LA EXPERIENCIA DESPUÉS
DEL GIRO LINGÜÍSTICO
Todos los filósofos del lenguaje hablan acerca del mundo utili-
zando como recurso el hablar acerca de un lenguaje adecuado.
Este es el giro lingüístico, la estrategia fundamental en cuanto
método, respecto a la cual los filósofos ordinarios del lenguaje y
los filósofos ideales del lenguaje (OLP, ILP).* Fundamentalmen-
te, de igual forma, están en desacuerdo sobre lo que en este sen-
tido es un «lenguaje» y respecto a lo que lo hace «adecuado».
Claramente uno puede ejecutar el giro. La cuestión es por qué
uno debe hacerlo. Mencionaré tres razones.
Primera. Las palabras son utilizadas tanto ordinariamente (en
el sentido común) o filosóficamente. Sobre todo el método des-
cansa en esta distinción. Los filósofos pre-lingüísticos no la ha-
cen. No obstante utilizan las palabras filosóficamente. Prima
facie tales usos son ininteligibles. Requieren la explicación del
sentido común. El método insiste en que lo proporcionemos...
Segunda. Mucho de la paradoja, lo absurdo y la opacidad de la
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filosofía pre-lingüística es resultado de la falla en distinguir entre
hablar y hablar acerca de hablar. Tal falla, o confusión, es más
difícil de evitar de lo que uno puede pensar. El método es el modo
más seguro de evitarlo. Tercera. Algunas cosas muestran apenas
un lenguaje concebible. No es que estas cosas sean literalmente
«inefables»; más bien, la el modo propio (y seguro) de hablar
acerca de ellas es hablar acerca (de la sintaxis y la interpretación)
del lenguaje [Bergmann, 1964, p. 177].1
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de Heidegger, la hermenéutica ontológica de Gadamer, la de-
construcción de Derrida y la teoría del discurso de Foucault. Más
aún, el término ha sido ocupado por pensadores a través de las
disciplinas humanísticas y las ciencias sociales —y ha sido deba-
tido acaloradamente. Una de las discusiones más controversia-
les entre los historiadores y las feministas gira alrededor de si el
así llamado giro lingüístico desplaza la apelación directa a la
experiencia. Como el historiador intelectual Martin Jay comen-
ta: «De hecho, la no lamentada “desaparición de la experiencia”
se hizo en algunos círculos casi sabiduría convencional» (Jay,
2005, p. 3). Un comentarista nos dice que la expresión «el giro
lingüístico» se convirtió en una frase comodín para críticas di-
vergentes de paradigmas históricos establecidos, narrativas y
cronologías, abarcando no sólo la crítica lingüística posestruc-
tural, la teoría lingüística y la filosofía, sino también la antropo-
logía cultural y simbólica, el nuevo historicismo y la teoría de
género» (Canning, 1994, p. 369).2
Rorty ha jugado un papel importante en promover el giro
lingüístico en el resurgimiento del pragmatismo. Pero este ha
sido también un beneficio mezclado. Existen aún muchos pen-
sadores que toman la versión idiosincrásica del pragmatismo de
Rorty como canónica —y lo que es peor, aceptan sus lecturas
tendenciosas de los pragmatistas clásicos como autoridad. Aun-
que frecuentemente expresa su ambivalencia sobre el giro lin-
güístico, Rorty ha sido también su paladín. En El giro lingüístico
no duda en hablar sobre el progreso alcanzado por el giro lin-
güístico, que llama «la más reciente revolución filosófica». A pesar
de su crítica sustentada e implacable de las variedades de repre-
sentacionalismo epistemológico y semántico, Rorty favorece el
remplazo del representacionalismo por la idea de vocabularios
inconmensurables alternativos.3 Desafortunadamente, Rorty car-
ga con una responsabilidad primaria (pero no exclusiva) por
denigrar la significación del concepto de experiencia en el prag-
matismo —y ha sido vigorosamente atacado por ello.4
En «La metafísica de Dewey» (1977) Rorty lleva a Dewey a la
tarea de querer crear un sistema metafísico. Está de acuerdo con
la crítica a Dewey de Santayana respecto a que la misma idea de
una «metafísica naturalista» es una contradicción en los térmi-
nos. Rorty cita el comentario de Dewey, escrito cerca del final de
su vida, acerca de una nueva edición propuesta de Experiencia y
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naturaleza, en la que él habló sobre «cambiar el título así como el
tema a tratar de Naturaleza y experiencia [sic] a Naturaleza y cultu-
ra». En una carta a su amigo Arthur Bentley, Dewey escribió: «Fui
tonto al no haber visto la necesidad de un tal cambio cuando el
texto viejo estaba escrito. Sigo esperanzado de que la palabra filo-
sófica “experiencia” pudiera ser redimida al regresársela a sus usos
idiomáticos —lo que sería una locura histórica, me refiero a la
esperanza».5 Rorty no sólo se burla de y desprecia una metafísica
de la experiencia, afirma que estaríamos mejor si simplemente
nos deshiciéramos de cualquier referencia a la «experiencia»
—un término que, piensa él, es excesivamente vago y confuso.
Dewey, nos dice, nunca tuvo éxito en desarrollar una noción cohe-
rente de experiencia que le permitiera combinar el historicismo
de Hegel con el naturalismo darwiniano. El tenor de la crítica de
Rorty a Dewey se hace evidente en el siguiente pasaje:
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Frecuentemente la apelación a la experiencia por parte de los
pragmatistas norteamericanos clásicos funciona como un deus ex
machina que se supone que resuelve (o disuelve) toda clase de
problemas filosóficos espinosos. Sería una tarea infructuosa in-
tentar desarrollar una teoría general que abarcara todos los signi-
ficados y usos de la experiencia por parte de los pragmatistas nor-
teamericanos clásicos (Sería igualmente vano intentar abarcar los
múltiples significados y usos del «lenguaje» y del «giro lingüísti-
co» en una sola teoría coherente o narrativa). Pero esto no debe
disuadirnos de recuperar lo que es iluminador y aún relevante en
las reflexiones sobre la experiencia de los pragmatistas norteame-
ricanos clásicos. Seguramente toman la experiencia como algo
central en sus contemplaciones —y si queremos hacer justicia a
su manera de pensar, debemos entender por qué la experiencia
jugó tal papel central para ellos. Pero el asunto primario es filosó-
fico. Yo sostengo que la dicotomía a la moda y aparentemente
bien afianzada entre experiencia y giro lingüístico es sólo una suerte
de dicotomía que los pragmatistas han de rechazar. Esta dicoto-
mía —este o esto/o lo otro— es a la vez desconcertante y estéril.
Elucidaré las contribuciones a nuestro(s) concepto(s) de experien-
cia en las obras de Peirce, James y Dewey. Y también indicaré
brevemente la contribución de H. Mead a la comprensión del len-
guaje. Finalmente —y de manera más relevante— sostendré que
después del giro lingüístico, una orientación pragmática deman-
da una comprensión concienzuda y matizada del significado e
importancia de la experiencia. Un pragmatismo enriquecido pue-
de integrar el giro lingüístico con una apreciación sutil del papel y
las variedades de la experiencia.
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jugado un papel esencial en filosofía de Aristóteles a Kant y He-
gel, la mayor parte de los filósofos del siglo veinte han sido cau-
telosos respecto a ella. Además, identificar categorías con nú-
meros ordinales parece algo excesivamente formal y casi va-
cío. Uno puede preguntarse si tal esquema categorial puede
proporcionar alguna iluminación filosófica. Finalmente, Peirce
emplea su esquema categorial en diferentes dominios (lógica,
semiótica, fenomenología y metafísica), y en modos que no son
siempre consistentes. No obstante creo que el esquema catego-
rial de Peirce de Primeridad, Segundidad y Terceridad —espe-
cialmente como ha sido desarrollado en su filosofía de madu-
rez— es un recurso heurístico poderoso para comprender lo que
entiende por experiencia.
Considérese una de las declaraciones típicas de Peirce acer-
ca de la fenomenología y las categorías:
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gorías se proponen designar características o aspectos de todo
fenómeno. Estas características son distinguibles pero no sepa-
rables unas de las otras. Todos estos elementos están siempre
presentes de forma conjunta, de tal modo que es imposible tener
una «pura idea» de cualquiera de ellos. Algunas veces Peirce uti-
liza el término técnico «precisión» para describir el modo de
discriminación que «surge de la atención a un elemento y recha-
zo de otro» (Peirce, 1992, p. 2). Además, las declaraciones dichas
más arriba acerca de estas categorías son tan abstractas que,
tomadas por separado, no son de mucha ayuda para entender el
significado o importancia de estas categorías. Así que permíta-
senos volver a algunos ejemplos de Pierce sobre la Primeridad,
la Segundidad y la Terceridad (Me enfoco primariamente en la
Segundidad porque es la categoría más relevante para compren-
der lo que Peirce toma como lo distintivo sobre la experiencia.)
Para ilustrar la Primeridad, Peirce nos dice que «veamos
cualquier cosa roja».
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aunque no son existencias, no son nada. Son posibilidades y nada
más [Peirce, 1998, p. 269].
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dos caras. Es inconcebible que deba haber cualquier esfuerzo
sin resistencia, o cualquier resistencia sin un esfuerzo contrario.
Esta conciencia de doble cara es la Segundidad. Toda concien-
cia, todo estar despierto, consiste en una sensación de reacción
entre un ego y un no-ego [Peirce, 1998, p. 268].
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Pasemos a la Terceridad. Aunque las tres categorías en su
totalidad son propuestas para discriminar o prescindir de los
elementos o aspectos de cada fenómeno, algo del pensamiento
más original de Peirce concierne a la Terceridad. Esta categoría
es rotulada «Terceridad» porque todo lo que designa implica
relaciones triádicas. Hábitos, leyes, inferencias, intenciones, prác-
ticas, conducta, conceptos, «los serían» (condicionales subjunti-
vos), y especialmente los signos, todo ello es clasificado como
Terceridad. Uno de los ejemplos favoritos de Terceridad de Peir-
ce es el «dar».
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que un signo es cualquier cosa, de cualquier modo de ser, que
media entre un objeto y un intérprete; ya que es determinado
tanto por el objeto relativamente al intérprete, como determina al
intérprete en referencia al objeto, en la inteligencia de causar que
el intérprete sea determinado por el objeto a través de la media-
ción de este «signo» (Peirce, 1998, p. 410).8 Estos no son los enun-
ciados más claros, pero lo que es crucial es que Peirce objetó
cualquier explicación de los signos que restrinja el análisis del
signo y el significado (una explicación diádica). Una teórica ade-
cuada de los signos debe dar cuenta del intérprete.9 (La insisten-
cia de Peirce en el carácter triádico de los signos se convirtió en
el fundamento de la introducción de Charles Morris del término
técnico «pragmática», que distinguió de semántica y sintáctica.
La sintáctica está restringida a las relaciones formales de los
signos; la semántica trata de las relaciones de signos con los ob-
jetos que significan, pero la pragmática hace referencia esencial
al uso e interpretación de los signos.)
Demos un paso atrás y veamos lo que Peirce nos está mos-
trando con la aplicación fenomenológica de su esquema catego-
rial. Los primeros empiristas modernos le dieron importancia a la
experiencia porque la apelación a la experiencia era tomada como
algo vital para probar lo que se defiende que se conoce. La expe-
riencia limita nuestros gustos, prejuicios y especulaciones. Cuan-
do los filósofos empiristas y fenomenalistas se interesaron más en
el carácter de las «sensaciones», las «impresiones», los «datos de
los sentidos», etc., la fuerza bruta y limitante de la experiencia
tendió a hacerse oscura y ser rechazada. Pero la intuición que
originalmente condujo a los filósofos a valorizar la experiencia
—su compulsividad bruta— es lo que Peirce subraya con la Se-
gundidad. El reconocimiento de este estado bruto —el modo en
que la experiencia «¡dice NO!» —se requiere para entender el ca-
rácter auto-correctivo de la investigación y la experimentación.
Los experimentos deben siempre comprobados finalmente por la
experiencia. Peirce se habría alejado, y se habría horrorizado, de
la afirmación de Rorty acerca de que los únicos límites sobre no-
sotros son los «límites conversacionales». Hablar de esta manera
es ignorar la facticidad, la sorpresa, la conmoción y la limitación
bruta de nuestros encuentros experienciales.
Uno de los mayores peligros del así llamado «giro lingüísti-
co» es el modo en que se mantiene deslizándose en el idealismo
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lingüístico, en donde no hay nada que limite nuestro lenguaje.
Cuando McDowell comienza su Mente y mundo describiendo la
«oscilación interminable» entre la apelación a lo Dado y el «co-
herentismo sin fricciones», expresa la angustia de que no haya
nada que realmente limite o ate nuestra red de creencias. Cuan-
do Habermas se compromete en una auto-crítica de su teoría de
la verdad, y le preocupa que incluso una «justificación ideal»
pueda fracasar en hacer justicia a las «intuiciones realistas», está
dando expresión a la misma angustia filosófica (véase capítulo
8). Cuando Popper critica el positivismo lógico apela a la verifi-
cación y defiende que la falsación es esencial para la investiga-
ción crítica, está reiterando el punto de Peirce (véase «Falsabili-
dad», en Popper, 1959, pp. 57-73). O de nuevo, cuando Gadamer
muestra cómo la tragedia enriquece nuestra comprensión de la
experiencia, llama la atención a la dolorosa Segundidad bruta
de la experiencia. «La experiencia es inicialmente siempre expe-
riencia de negación: algo no es lo que suponíamos que es» (Ga-
damer, 1989, p. 354).
Considérese de nuevo la descripción de McDowell de la osci-
lación entre la tentación de apelar a alguna versión de lo Dado y
la tentación de adoptar alguna versión de coherentismo que pier-
de contacto con la realidad. Y he defendido que la mayor parte
de los argumentos que Sellars y otros han presentado para expo-
ner el Mito de lo Dado son anticipados por Peirce en los ensayos
sobre Cognición de 1868-1869. Entonces, ¿cómo escapa Peirce
de la «oscilación interminable» que McDowell toma como en-
démica de la filosofía moderna? Peirce —como Wittgenstein,
Sellars, McDowell, Brandom, Putnam, Habermas, Rorty y Da-
vidson— mantiene que existe algo irreductible sobre cualquier
cosa que consideramos epistémica.10 En el esquema de Peirce
cualquier cosa que es propiamente clasificada como epistémica
ejemplifica la Terceridad. La autoridad epistémica de cualquier
afirmación cognitiva está siempre —en principio— abierta al de-
safío, la modificación, la revisión e incluso el abandono. Una de
las más profundas y extendidas confusiones que da origen al
Mito de lo Dado es la confusión de la limitación bruta y la autori-
dad epistémica. Esta es la confusión de la Segundidad y la Terce-
ridad. Existe una enorme tentación de confundir el hecho de
que estamos limitados (Segundidad) con la afirmación de que lo
que nos limita tiene autoridad epistémica (Terceridad). Esta ten-
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tación ocasiona una de las más tenaces formas del Mito de lo
Dado —algo Dado que se supone sirve epistemológicamente
como el fundamento de autoridad para el conocimiento empíri-
co. Peirce incluso nos ayuda a entender por qué es tan tentador
llevar a cabo esta identificación equivocada. La Segundidad y la
Terceridad son elementos o aspectos distinguibles de cada fenó-
meno, pero inseparables. La experiencia misma no es pura Se-
gundidad; manifiesta elementos de Primeridad y Terceridad.
Nosotros prescindimos de los aspectos de Primeridad (cualidad),
Segundidad (compulsión bruta) y Terceridad (el carácter infe-
rencial o epistémico) de la experiencia.
Consecuentemente, tan pronto como formulamos la pregunta
«¿qué nos limita?, nos las estamos viendo con la Terceridad. Pero
no hay nada misterioso aquí. Si reflexionamos de nuevo en los
ejemplos de Peirce de Segundidad, decimos que experimenta-
mos la conmoción, la sorpresa, la resistencia, la limitación. Pero
tan pronto preguntamos cuál precisamente es el carácter de esta
experiencia y buscamos describir lo que nos limita, estamos tra-
tando con un asunto epistémico (Terceridad). Puede haber múl-
tiples descripciones que son, por supuesto, falibles. La distin-
ción que hace Peirce entre la compulsión de la Segundidad y la
autoridad epistémica de la Terceridad está estrechamente rela-
cionada con la distinción que hace Wittgenstein entre determi-
nación causal y lógica —una distinción asumida por muchos
filósofos influenciados por Wittgenstein. Pero la Segundidad y
la Terceridad no se alinean con la distinción familiar entre cau-
sas y razones. La Terceridad incluye mucho más que razones.
Hábitos, conductas y signos son ejemplos todos ellos de Terceri-
dad. Aunque muchos filósofos analíticos del lenguaje apelan a la
distinción entre razones y causas, raramente proporcionan una
explicación clara de lo que entienden por causas. Algunas con-
cepciones de causalidad implican el tipo de limitación que Peirce
distingue como Segundidad, pero hay muchas explicaciones de
causalidad (por ejemplo, las teorías de la regularidad humea-
nas) que no implican limitación. Peirce mismo defiende que la
causalidad implica una apelación a las leyes. Consecuentemen-
te, la causalidad implica Terceridad.
Peirce no sólo evita el Mito de lo Dado y las aporías del idealis-
mo lingüístico, aporta una explicación de la experiencia no fun-
dacional que hace justicia a su compulsividad bruta y a su apertu-
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ra epistémica y falibilidad. Su explicación fenomenológica ayuda
a minar mucho del estéril debate acerca del realismo y el antirea-
lismo en la filosofía contemporánea. No creo que necesitemos
nada más que la Segundidad para hacer justicia a lo que los filó-
sofos llaman sus «intuiciones realistas».11 No necesitamos reificar
un campo de hechos que existan independientemente de cual-
quier lenguaje, pensamiento o investigación. Peirce hace justicia
a la falibilidad y apertura de todas las prácticas de justificación e
investigaciones sin perder contacto con una realidad «que es in-
dependiente de los caprichos míos y suyos» (Peirce, 1992, p. 52).
Contrariamente al prejuicio imperante de que el giro lingüístico
desplaza el discurso pasado de moda acerca de la experiencia, la
concepción de experiencia de Peirce nos ayuda a escapar de algu-
nos de los callejones sin salida del giro lingüístico.12
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mucha evidencia de que James fue sensible a la compulsividad
bruta que Peirce tomó como característica de la Segundidad. Pero
James tuvo mal oído para lo que Peirce entendió por Terceridad; y
hay escasa evidencia de que jamás haya comprendido el punto de
la semiótica de Peirce.
James buscó describir la variedad de las experiencias huma-
nas en su espesura y viva cualidad fluida. James complementa a
Peirce, aunque existen también algunos conflictos agudos.14 Me
limitaré a cuatro aspectos de las reflexiones de James sobre la
experiencia: 1) su crítica de las explicaciones empiristas tra-
dicionales de la experiencia; 2) su radical entendimiento empi-
rista de la «experiencia pura»; 3) su sentido pluralista de las varie-
dades de la experiencia (incluyendo la experiencia religiosa); y
4) su sutil interacción entre lenguaje y experiencia.
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que asume que el único o primario papel que la experiencia jue-
ga en nuestras vidas es proveernos con conocimiento. Parafra-
seando a Hamlet, James puede muy bien haber dicho a sus cole-
gas filósofos: «Hay más cosas en la experiencia de las que se han
soñado en su filosofía».
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que sean funcionales e internas a la «experiencia pura». Contra la
idea de alguna suerte de dualismo básico, James escribe:
153
existe una materia prima monística —una afirmación que con-
tradice su pluralismo. Bertrand Russell pensó que el término
«experiencia pura» apuntaba a «una persistente influencia del
idealismo». La «experiencia», afirmó Russell, «como la “concien-
cia”, debe ser un producto, no parte de la materia prima del
mundo» (Russell, 1949, p. 24). Aunque James asevera que una y
la misma porción de experiencia puede ser tomada como física
y mental, objetiva y subjetiva, no explica realmente por qué o
cómo ocurre esto. Indica vivamente las características que nor-
malmente asociamos con los rasgos físicos de una habitación y
con nuestra advertencia subjetiva de una habitación —pero esto
no es una explicación de la génesis de las dos diferentes narrati-
vas a las que pertenece una y la misma porción de experiencia.
Hay muchas preguntas que pueden ser formuladas acerca de
la concepción de «experiencia pura» de James; sin embargo, el
problema con el que está luchando es difícil —un problema que
continua preocupando a los filósofos (incluso después del giro
lingüístico). James argumenta a favor de una alternativa de las
teorías de la mente representacionales —teorías que presupo-
nen que la mente tiene impresiones o ideas que representan obje-
tos que están «fuera de la mente». Estas teorías representativas
pueden tomar una variedad de formas —cartesiana, lockeana, hu-
meana, kantiana, neo-kantiana— pero todas presuponen un dua-
lismo (ontológico y epistemológico) entre la representación men-
tal y lo que es representado. «Las teorías representativas... violan
el sentido de vida del lector, que no conoce una imagen mental
que interviene, sino que parece ver la habitación y el libro inme-
diatamente sólo como son» (James, 1997, p. 173). Normalmen-
te, tomamos la habitación que percibimos como una y la misma,
como la habitación que realmente existe (físicamente).17
Existe todavía otra perspectiva para entender la «experien-
cia pura». Whitehead fue más perceptivo de lo que se dio cuenta
cuando declaró que «¿Existe la conciencia?», marca el fin de una
era que inició con Descartes. También advierte el comienzo de
una nueva era —el descentramiento del sujeto— un tema que ha
estado en el primer plano del pensamiento lingüístico posestruc-
turalista en escritores como Foucault, Derrida y Lyotard.18 El
desmantelamiento del sujeto de James —el ego autónomo—
anticipa las críticas posestructuralistas de la filosofía de la con-
ciencia y la subjetividad.
154
3) Los filósofos frecuentemente se enfocan en las ventajas
de llevar a cabo el giro lingüístico, pero raramente dan cuenta de
sus pérdidas. Rorty, por ejemplo, considera a James y Dewey
entre sus héroes, pero en tanto narra la historia de la filosofía
contemporánea, ve a Quine, Sellars y Davidson como temas prag-
máticos adelantados precisamente debido a la finura filosófica
que han alcanzado al realizar el giro lingüístico. La desventaja
es el encogimiento de lo que consideramos un tópico legítimo de
la investigación filosófica. En ningún lugar es más evidente esto
que en el modo en que los filósofos entrenados analíticamente
han rechazado cualquier discusión seria de la experiencia reli-
giosa.19 Hoy, cuando el tópico de la religión se ha hecho tan vivo
y pujante a través de todo el mundo, es sorprendente que poco
tienen que decir los filósofos acerca de ella. Esto ciertamente no
fue cierto para James. A lo largo de su carrera, la preocupación
más central de James fue la experiencia religiosa —y colorea
casi todo lo que escribió acerca del pragmatismo, la experiencia
radical y la voluntad libre. Cuando James introdujo el «principio
del pragmatismo» en 1898, lo aplicó en primer lugar para con-
frontar la pregunta: «¿Es la materia la originadora de todas las
cosas? ¿O existe un Dios también?» (James, 1997, p. 350). Inclu-
so antes de que introdujera el pragmatismo, su colección tem-
prana de artículos filosóficos contenía su ensayo controversial
«La voluntad de creer» (que subsecuentemente declaró que de-
bía haber sido titulado más apropiadamente «El derecho de
creer»). Pero fue sólo con sus Gifford Lectures (1901-1902), pos-
teriormente publicadas como Las variedades de la experiencia re-
ligiosa, que James puso toda su atención en explorar la experien-
cia religiosa con enorme sensibilidad y amplitud.
Para apreciar cómo James se acerca a la experiencia religio-
sa, es de ayuda esbozar su situación existencial. James tuvo mu-
chas lealtades. No debemos olvidar nunca que fue un científico.
Asistió a la escuela de medicina y la estudió en Alemania. Dedicó
tres años como asistente de Louis Agassiz en una expedición bio-
lógica a lo largo del río Amazonas. Su primer cargo en Harvard
fue como instructor de anatomía y psicología. Incluso en sus Prin-
cipios de psicología, típicamente rastrea las funciones psicológi-
cas hasta sus orígenes biológicos y neurobiológicos. Fue un de-
fensor consistente de la teoría de la evolución de Darwin. Fue un
falibilista comprometido; odiaba todas las formas de dogmatis-
155
mo y fanatismo. James —quizá, en parte, debido a la influencia
de su padre— siempre sintió que la experiencia religiosa perfec-
cionaba la vida humana. A pesar de su compromiso con las rigu-
rosas demandas de la investigación científica, tuvo una reacción
casi visceral contra las doctrinas de materialismo reduccionista,
determinismo y cientismo. Para James no existe incompatibili-
dad entre adoptar los cánones de la investigación científica seria-
mente y responder con profundidad a las preocupaciones reli-
giosas y espirituales.20 Con seguridad, nunca tuvo mucho interés
en los aspectos comunales o institucionales de la religión. Fue
indiferente a la teología; lo dejaba frío. Pero fue también receloso
respecto al «intelectualismo» filosófico que fracasó en capturar
la vivacidad y variedad de las experiencias religiosas. No abordó
desapasionadamente el tópico de la experiencia religiosa; tuvo
profunda significación personal para él —y nunca lo negó. A tra-
vés de su vida sufrió de ataques de depresión melancólica y estu-
vo tentado a cometer suicidio. Sentía que era esta experiencia
religiosa personal la que lo llevó a estos períodos oscuros. James
quería alcanzar dos metas en sus Variedades:
156
te ayudaban a clarificar expresiones más normales del sentimien-
to religioso. Estaba fascinado con lo que contribuye a la expe-
riencia religiosa el yo subliminal, subconsciente. «James», como
comenta Martin Jay, «se sintió más apegado a las religiones que
consideró experimentales, no dogmáticas y espiritualmente vi-
vas» (Jay, 2005, p. 107, n. 100). Sin embargo, al mismo tiempo
James exploró algunas de las más oscuras e intensas experien-
cias religiosas del «alma enferma» (que muchos han sugerido
ser de hecho una descripción de su propio intenso sufrimiento).
Las Variedades aligeran las preguntas epistemológicas y metafí-
sicas que frecuentemente preocupan a los filósofos de la reli-
gión. Pero hay una gran lección a ser aprendida de James, que se
extiende mucho más allá de su descripción de las experiencias
religiosas. Pocos filósofos antes o después de William James se
le han igualado en su habilidad de encontrar el lenguaje para
describir el matiz preciso de las variedades de un espectro com-
pleto de experiencias humanas.
157
fos deben realizar el giro lingüístico. Hubiera pensado que es
declaradamente perverso defender que los filósofos se limiten a
«hablar acerca del mundo al hablar acerca del lenguaje apro-
piado». Si James estuviera vivo hoy, podría haberle recordado a
Bergmann que Wittgenstein nos enseñó que existen muchas
variedades de descripción, orientadas por diferentes propósitos
e intereses humanos. James no desarrolló una «filosofía del len-
guaje» sistemática, pero nos mostró (para usar otra expresión
wittgesteiniana) lo que el lenguaje pudiera hacer en las manos
de un estilista habilidoso para suscitar y describir los detalles de
la experiencia humana.
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con Hegel ha abonado un depósito permanente en mi pensamien-
to. La forma, el esquematismo, de su sistema ahora me parece
artificial en última instancia. Pero en el contenido de sus ideas
hay constantemente una extraordinaria profundidad; en muchos
de sus análisis, extraídos de su marco dialéctico mecánico, hay
una extraordinaria agudeza. No me fue posible ser un devoto de
ningún sistema, aunque debo creer que existe una más riqueza y
más variedad de intuición en Hegel que en ningún otro filósofo
sistemático individual —aunque cuando digo esto excluyo a Pla-
tón, quien aún me proporciona mi lectura filosófica favorita
[Dewey, 1981, p. 8].
159
respuesta es esa fase de una y la misma coordinación formadora
que da la clave para encontrar estas condiciones, que sirve como
instrumento para efectuar la coordinación exitosa. Son pues es-
trictamente correlativas y contemporáneas [Dewey, 1981, p. 147].
160
para quien se tomará la dificultad de recordar lo que hace la
mayor parte del tiempo cuando no está comprometido en la
meditación o la investigación [Dewey, 2007, p. 4].
161
situación existencial son patológicos. ...Consecuentemente, las
situaciones que están trastornadas o son problemáticas, confu-
sas u oscuras, no pueden ser arregladas, esclarecidas y puestas
en orden mediante manipulación de nuestros estados personales
mentales. ...El hábito de desechar lo dudoso como si pertenecie-
ra solamente a nosotros más que a la situación existencial en la
que estamos comprometidos e implicados es una herencia de la
psicología subjetivista. Las condiciones biológicas antecedentes
de una situación inestable están implicadas en aquel estado de
desequilibrio en las interacciones orgánico-ambientales... La res-
tauración o integración puede ser afectada sólo por las operacio-
nes que de hecho modifican las condiciones existentes, no mera-
mente los procesos «mentales» [Dewey, 1981, pp. 227-228].
162
tener su cualidad estética de consumación. El abordaje de Dewey
al sentido de plenitud emocional y estético también tiene la ma-
yor de las significaciones para su visión de la democracia creati-
va. Como el primer Marx (y Hegel), Dewey se afligió a causa de
la fragmentación y el rasgo alienante de gran parte de la vida
moderna. La visión de Dewey de una sociedad buena es estética
en la medida que invoca un tipo de educación y una reforma
social que puedan enriquecer la experiencia —basada en el sig-
nificado de consumación. Hablando de El arte como experiencia,
Robert Westbrook dice que el libro...
163
lizaciones prácticas acerca de cómo hacer determinadas cosas
como construir una casa, hacer una estatua, dirigir un ejército
o saber qué esperar bajo ciertas circunstancias» (Dewey, 1960,
pp. 71-72). Platón y Aristóteles señalan tres grandes limitaciones
de la experiencia: el conocimiento empírico es contrastado con
el conocimiento científico genuino (epistém); la experiencia de-
pende de la práctica, en contraste con el carácter verdaderamente
libre del pensamiento racional; y la experiencia es limitada debi-
do a que está estrechamente conectada con el cuerpo. Este con-
cepto griego de experiencia es «un honesto reporte empírico».
«En pocas palabras, la explicación dada de la experiencia era
una declaración correcta de las condiciones de [su] cultura con-
temporánea» (Dewey, 1960, p.78). Los filósofos griegos se equi-
vocaron sólo en la medida en que tomaron esta noción histórica
de la experiencia como una explicación permanente de la expe-
riencia. «El error involucrado en la filosofía del período estuvo
en su suposición de que las implicaciones de un estado particu-
lar de cultura eran eternas —un error que los filósofos, así como
otros, caen fácilmente» (ibíd.).
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dieciocho de progreso y del abrir el panorama de la infinita per-
fectibilidad de la humanidad, en el momento en que la corrup-
ción que proviene de las malas instituciones, la política y la igle-
sia, habían sido hechas a un lado y se les dio una oportunidad a
la educación y la racionalidad [Dewey, 1960, p. 83].
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La experiencia y de nuevo el giro lingüístico
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jo» fue una de las fuentes de su propia psicología social. Aunque
la teoría de Mead sobre la función comunicativa social del len-
guaje deja muchas difíciles cuestiones sin resolver, Habermas y
otros han explorado y desarrollado ulteriormente las intuiciones
básicas de Mead. Los siguientes temas han sido asumidos y de-
sarrollados de modos originales por los filósofos que han traba-
jado después del giro lingüístico: las «conversaciones de gestos»;
«el carácter dialogal del lenguaje»; «el otro generalizado»; «el
papel asumido»; la interacción de «yo y mí»; «el carácter social
del sí mismo»; cómo la «subjetividad» humana surge de la inte-
racción simbólicamente mediada; y cómo la toma-de-perspecti-
va (perspective-taking) es la base tanto de la ética como de la
teoría radical de la democracia.34
Al explorar las reflexiones sobre la experiencia a cargo de
los pragmatistas clásicos, espero haber minado el estéril con-
traste que en ocasiones se establece entre experiencia y lengua-
je. Es una injuria sugerir que los pensadores pragmáticos, que
tanto hicieron por socavar todas las formas de fundacionalis-
mo, fueron culpables de apelar a la experiencia como una suer-
te de fundamento. He insistido en que la dicotomía que algunas
veces se establece entre experiencia y lenguaje es sólo una clase
de dicotomía que debe ser desafiada desde una perspectiva prag-
mática. Un «pragmatismo lingüístico» que no incorpora una
reflexión seria acerca del papel de la experiencia en la vida hu-
mana, se empobrece al menos en dos modos graves. Pues se
desliza en el idealismo lingüístico, que tiende a perder contacto
con el mundo cotidiano de los seres humanos, y fracasa en ha-
cer justicia a las maneras en que la experiencia (Segundidad)
nos limita. Pero aún más seriamente, el pragmatismo lingüísti-
co limita severamente el campo de la experiencia humana (la
experiencia histórica, religiosa, moral, y estética) que debe ser
central para una reflexión filosófica. Los filósofos posteriores al
«giro lingüístico» (no importa cómo sea definido) aún tienen
mucho que aprender acerca de la experiencia y el lenguaje de
Peirce, James, Dewey y Mead.
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