Está en la página 1de 31

6

LA EXPERIENCIA DESPUÉS
DEL GIRO LINGÜÍSTICO

En 1953, en un artículo titulado «Positivismo lógico, lengua-


je y reconstrucción de la metafísica», Gustav Bergmann se pro-
puso describir el nuevo estilo de filosofar, que él caracterizó como
«giro lingüístico». Hablando de los filósofos primariamente in-
fluenciados por el positivismo lógico, nos dice: «Todos ellos acep-
tan el giro lingüístico iniciado por Wittgenstein en el Tractatus.
Seguramente, lo interpretan y desarrollan en sus diversas mane-
ras, he aquí los desacuerdos; no obstante están bajo su hechizo»
(Bergmann, 1953, p. 63). En 1964, explicando por qué los filóso-
fos deben hacer el giro lingüístico, amplifica sus comentarios:

Todos los filósofos del lenguaje hablan acerca del mundo utili-
zando como recurso el hablar acerca de un lenguaje adecuado.
Este es el giro lingüístico, la estrategia fundamental en cuanto
método, respecto a la cual los filósofos ordinarios del lenguaje y
los filósofos ideales del lenguaje (OLP, ILP).* Fundamentalmen-
te, de igual forma, están en desacuerdo sobre lo que en este sen-
tido es un «lenguaje» y respecto a lo que lo hace «adecuado».
Claramente uno puede ejecutar el giro. La cuestión es por qué
uno debe hacerlo. Mencionaré tres razones.
Primera. Las palabras son utilizadas tanto ordinariamente (en
el sentido común) o filosóficamente. Sobre todo el método des-
cansa en esta distinción. Los filósofos pre-lingüísticos no la ha-
cen. No obstante utilizan las palabras filosóficamente. Prima
facie tales usos son ininteligibles. Requieren la explicación del
sentido común. El método insiste en que lo proporcionemos...
Segunda. Mucho de la paradoja, lo absurdo y la opacidad de la

* Por sus siglas en inglés: Ordinary Language Philosophers (OLP); Ideal


Language Philosophers (ILP). [Nota del traductor.]

137
filosofía pre-lingüística es resultado de la falla en distinguir entre
hablar y hablar acerca de hablar. Tal falla, o confusión, es más
difícil de evitar de lo que uno puede pensar. El método es el modo
más seguro de evitarlo. Tercera. Algunas cosas muestran apenas
un lenguaje concebible. No es que estas cosas sean literalmente
«inefables»; más bien, la el modo propio (y seguro) de hablar
acerca de ellas es hablar acerca (de la sintaxis y la interpretación)
del lenguaje [Bergmann, 1964, p. 177].1

En 1967 Richard Rorty canonizó la frase «El giro lingüísti-


co», como el título de una de sus antologías clásicas.

El propósito del presente volumen es proporcionar materiales


para la reflexión sobre la más reciente revolución filosófica, la de
la filosofía lingüística. Entenderé por «filosofía lingüística» la
perspectiva de que los problemas filosóficos son problemas que
pueden ser resueltos (o disueltos) tanto reformando el lenguaje
como entendiendo más acerca del lenguaje que utilizamos ac-
tualmente. Esta perspectiva es considerada por muchos como el
más importante descubrimiento filosófico de nuestro tiempo, y
de hecho, de todas las épocas [Rorty, 1967, p. 3].

En su magistral introducción a El giro lingüístico, Rorty es-


tudia las variedades de filosofía lingüística que fueron dominan-
tes en el momento en función de elucidar sus presuposiciones
metafilosóficas. Una cuidadosa lectura de su introducción reve-
la la propia ambivalencia de Rorty. Por un lado, habla del pro-
greso en filosofía «como el movimiento hacia un consenso con-
temporáneo». Por otro lado, también nos dice que en el pasado
cada revolución en filosofía ha fallado y que hay razones para
creer que esto también será el destino del giro lingüístico. Inclu-
so si pensamos el giro lingüístico en referencia a aquellos filóso-
fos que son generalmente clasificados como «analíticos», no so-
lamente hay desacuerdo, sino que sus variadas concepciones del
lenguaje están por todas partes. Entre más uno examina cuida-
dosamente lo que Bergmann, Carnap, Ryle, Black, Austin, Straw-
son, Wittgenstein, Quine, Sellars, Davidson y otros entienden por
lenguaje y por giro lingüístico, más difícil se vuelve hablar inclu-
so de parecidos de familia. Pero este no es el fin de la confusión
acerca del giro lingüístico. La frase «el giro lingüístico» ha sido
utilizada para caracterizar la teoría de la acción comunicativa y
la teoría discursiva de la ética de Habermas, la última filosofía

138
de Heidegger, la hermenéutica ontológica de Gadamer, la de-
construcción de Derrida y la teoría del discurso de Foucault. Más
aún, el término ha sido ocupado por pensadores a través de las
disciplinas humanísticas y las ciencias sociales —y ha sido deba-
tido acaloradamente. Una de las discusiones más controversia-
les entre los historiadores y las feministas gira alrededor de si el
así llamado giro lingüístico desplaza la apelación directa a la
experiencia. Como el historiador intelectual Martin Jay comen-
ta: «De hecho, la no lamentada “desaparición de la experiencia”
se hizo en algunos círculos casi sabiduría convencional» (Jay,
2005, p. 3). Un comentarista nos dice que la expresión «el giro
lingüístico» se convirtió en una frase comodín para críticas di-
vergentes de paradigmas históricos establecidos, narrativas y
cronologías, abarcando no sólo la crítica lingüística posestruc-
tural, la teoría lingüística y la filosofía, sino también la antropo-
logía cultural y simbólica, el nuevo historicismo y la teoría de
género» (Canning, 1994, p. 369).2
Rorty ha jugado un papel importante en promover el giro
lingüístico en el resurgimiento del pragmatismo. Pero este ha
sido también un beneficio mezclado. Existen aún muchos pen-
sadores que toman la versión idiosincrásica del pragmatismo de
Rorty como canónica —y lo que es peor, aceptan sus lecturas
tendenciosas de los pragmatistas clásicos como autoridad. Aun-
que frecuentemente expresa su ambivalencia sobre el giro lin-
güístico, Rorty ha sido también su paladín. En El giro lingüístico
no duda en hablar sobre el progreso alcanzado por el giro lin-
güístico, que llama «la más reciente revolución filosófica». A pesar
de su crítica sustentada e implacable de las variedades de repre-
sentacionalismo epistemológico y semántico, Rorty favorece el
remplazo del representacionalismo por la idea de vocabularios
inconmensurables alternativos.3 Desafortunadamente, Rorty car-
ga con una responsabilidad primaria (pero no exclusiva) por
denigrar la significación del concepto de experiencia en el prag-
matismo —y ha sido vigorosamente atacado por ello.4
En «La metafísica de Dewey» (1977) Rorty lleva a Dewey a la
tarea de querer crear un sistema metafísico. Está de acuerdo con
la crítica a Dewey de Santayana respecto a que la misma idea de
una «metafísica naturalista» es una contradicción en los térmi-
nos. Rorty cita el comentario de Dewey, escrito cerca del final de
su vida, acerca de una nueva edición propuesta de Experiencia y

139
naturaleza, en la que él habló sobre «cambiar el título así como el
tema a tratar de Naturaleza y experiencia [sic] a Naturaleza y cultu-
ra». En una carta a su amigo Arthur Bentley, Dewey escribió: «Fui
tonto al no haber visto la necesidad de un tal cambio cuando el
texto viejo estaba escrito. Sigo esperanzado de que la palabra filo-
sófica “experiencia” pudiera ser redimida al regresársela a sus usos
idiomáticos —lo que sería una locura histórica, me refiero a la
esperanza».5 Rorty no sólo se burla de y desprecia una metafísica
de la experiencia, afirma que estaríamos mejor si simplemente
nos deshiciéramos de cualquier referencia a la «experiencia»
—un término que, piensa él, es excesivamente vago y confuso.
Dewey, nos dice, nunca tuvo éxito en desarrollar una noción cohe-
rente de experiencia que le permitiera combinar el historicismo
de Hegel con el naturalismo darwiniano. El tenor de la crítica de
Rorty a Dewey se hace evidente en el siguiente pasaje:

Lo que Kant llamó «la constitución del mundo empírico por la


síntesis de las intuiciones bajo conceptos», Dewey quiso llamar-
lo «las interacciones en las cuales tanto las cosas extraorgánicas
como los organismo toman parte». Pero él quería que esta frase
inocua, que suena a naturalismo, tuviera la misma generalidad,
y lograra las mismas proezas epistemológicas, que había desem-
peñado el discurso de la «constitución de los objetos» de Kant.
Quería que frases como «la transacción con el ambiente» y «las
adaptaciones a las condiciones» fueran simultáneamente natu-
ralistas y trascendentales —que fueran comentarios del sentido
común acerca de la percepción humana y conocimiento conce-
bido como un psicólogo lo ve, y también que fueran expresiones
de «rasgos genéricos de existencia». De tal modo que exageró
nociones como «transacción» y «situación» al punto que sona-
ron como una «materia prima» misteriosa o una «cosa-en-sí-
misma» [Rorty, 1977, p. 84].

Rorty es justo tan desdeñoso respecto a las múltiples refe-


rencias a la «experiencia» de James —una palabra que aparece
en casi cada texto que James escribió. En resumen, el pragma-
tismo de Rorty es un pragmatismo sin experiencia. Y fran-
camente, estoy de acuerdo con aquellos que han sostenido fuer-
temente que eliminar la experiencia del pragmatismo (viejo y
nuevo) es destripar el pragmatismo, es dejarnos con una sombra
sin agallas del pragmatismo.6

140
Frecuentemente la apelación a la experiencia por parte de los
pragmatistas norteamericanos clásicos funciona como un deus ex
machina que se supone que resuelve (o disuelve) toda clase de
problemas filosóficos espinosos. Sería una tarea infructuosa in-
tentar desarrollar una teoría general que abarcara todos los signi-
ficados y usos de la experiencia por parte de los pragmatistas nor-
teamericanos clásicos (Sería igualmente vano intentar abarcar los
múltiples significados y usos del «lenguaje» y del «giro lingüísti-
co» en una sola teoría coherente o narrativa). Pero esto no debe
disuadirnos de recuperar lo que es iluminador y aún relevante en
las reflexiones sobre la experiencia de los pragmatistas norteame-
ricanos clásicos. Seguramente toman la experiencia como algo
central en sus contemplaciones —y si queremos hacer justicia a
su manera de pensar, debemos entender por qué la experiencia
jugó tal papel central para ellos. Pero el asunto primario es filosó-
fico. Yo sostengo que la dicotomía a la moda y aparentemente
bien afianzada entre experiencia y giro lingüístico es sólo una suerte
de dicotomía que los pragmatistas han de rechazar. Esta dicoto-
mía —este o esto/o lo otro— es a la vez desconcertante y estéril.
Elucidaré las contribuciones a nuestro(s) concepto(s) de experien-
cia en las obras de Peirce, James y Dewey. Y también indicaré
brevemente la contribución de H. Mead a la comprensión del len-
guaje. Finalmente —y de manera más relevante— sostendré que
después del giro lingüístico, una orientación pragmática deman-
da una comprensión concienzuda y matizada del significado e
importancia de la experiencia. Un pragmatismo enriquecido pue-
de integrar el giro lingüístico con una apreciación sutil del papel y
las variedades de la experiencia.

Peirce: tres aspectos categoriales de la experiencia

Uno de los rasgos de la filosofía de Peirce que no ha tenido


una influencia filosófica duradera —excepción hecha entre los
expertos en Peirce— es su esquema categorial de Primeridad,
Segundidad y Terceridad. Existen diversas razones de este re-
chazo. Muchas de las afirmaciones de Peirce acerca del signifi-
cado, la verdad, la inferencia, la investigación y la comunidad
pueden reformuladas sin ninguna referencia a su esquema cate-
gorial. A pesar del hecho de que la apelación a las categorías ha

141
jugado un papel esencial en filosofía de Aristóteles a Kant y He-
gel, la mayor parte de los filósofos del siglo veinte han sido cau-
telosos respecto a ella. Además, identificar categorías con nú-
meros ordinales parece algo excesivamente formal y casi va-
cío. Uno puede preguntarse si tal esquema categorial puede
proporcionar alguna iluminación filosófica. Finalmente, Peirce
emplea su esquema categorial en diferentes dominios (lógica,
semiótica, fenomenología y metafísica), y en modos que no son
siempre consistentes. No obstante creo que el esquema catego-
rial de Peirce de Primeridad, Segundidad y Terceridad —espe-
cialmente como ha sido desarrollado en su filosofía de madu-
rez— es un recurso heurístico poderoso para comprender lo que
entiende por experiencia.
Considérese una de las declaraciones típicas de Peirce acer-
ca de la fenomenología y las categorías:

La fenomenología es la rama de la ciencia que es tratada en la


Phenomenologie des Geistes de Hegel (una obra bastante impreci-
sa para ser recomendada a académicos maduros, aunque quizá la
más profundamente escrita nunca), en la cual el autor trata qué
son los elementos, o, si se quiere, las clases de elementos, que es-
tán invariablemente presentes en todo lo que es, como quiera que
se entienda. De acuerdo con este escritor estas categorías universa-
les son tres. Ya que las tres están invariablemente presentes, una
idea pura de alguna, absolutamente distinta de las otras, es impo-
sible; de hecho, algo así como una examinación satisfactoriamen-
te clara de ellas es un trabajo de larga y activa meditación. Pueden
ser nombradas Primeridad, Segundidad y Terceridad.
Primeridad es aquello que es como es positivamente y sin re-
parar en nada más.
Segundidad es aquello que es como es en un segundo ser de
algo tal como es, sin reparar en algo tercero.
Terceridad es aquello cuyo ser consiste en ocasionar una Se-
gundidad [Peirce, 1998, p. 267].

Este pasaje exige varios comentarios. Cuando Peirce defien-


de que estos elementos están invariablemente presentes en todo
lo que está en cualquier sentido «en la mente», no quiere decir
que estas categorías sean «meramente» mentales. Son elemen-
tos de todo fenómeno. Hubiera sido mejor si hubiéramos dicho
que hay elementos «de los que estamos conscientes» para evitar
cualquier sugerencia de que están «sólo» en la mente. Las cate-

142
gorías se proponen designar características o aspectos de todo
fenómeno. Estas características son distinguibles pero no sepa-
rables unas de las otras. Todos estos elementos están siempre
presentes de forma conjunta, de tal modo que es imposible tener
una «pura idea» de cualquiera de ellos. Algunas veces Peirce uti-
liza el término técnico «precisión» para describir el modo de
discriminación que «surge de la atención a un elemento y recha-
zo de otro» (Peirce, 1992, p. 2). Además, las declaraciones dichas
más arriba acerca de estas categorías son tan abstractas que,
tomadas por separado, no son de mucha ayuda para entender el
significado o importancia de estas categorías. Así que permíta-
senos volver a algunos ejemplos de Pierce sobre la Primeridad,
la Segundidad y la Terceridad (Me enfoco primariamente en la
Segundidad porque es la categoría más relevante para compren-
der lo que Peirce toma como lo distintivo sobre la experiencia.)
Para ilustrar la Primeridad, Peirce nos dice que «veamos
cualquier cosa roja».

Esa rojez es positivamente lo que es. El contraste puede incre-


mentar nuestra conciencia de ella; pero la rojez no es relativa a
nada; es absoluta, o positiva. Si uno imagina o recuerda lo rojo,
su imaginación será vívida o tenue, pero eso no afectará, en lo
mínimo, la cualidad de la rojez, que puede ser brillante u opaca,
en cualquier caso... La cualidad en sí misma no posee intensidad
o debilidad. En sí misma entonces no puede ser consciente. Es,
de hecho, en sí misma una mera posibilidad... La posibilidad, el
modo de ser de la Primeridad, es el embrión del ser. No es la
nada. No es existencia [Peirce, 1998, p. 268].

Inicialmente, uno puede pensar que Peirce está reiterando


meramente la doctrina tradicional de nuestra advertencia de las
cualidades secundarias. Pero saltar a esta inferencia sería un
enorme error. Esto se hace evidente de inmediato cuando Peirce
continua diciendo:

No solamente tenemos una primera relación con la Primeridad


en las cualidades de sentimientos y sensaciones, sino que la atri-
buimos a cosas externas. Pensamos que una trozo de hierro tiene
una cualidad en él que un trozo de latón no tiene, que consiste en
la estable y continua posibilidad de su ser atraído por un imán.
De hecho, parece innegable que haya tales posibilidades, y que,

143
aunque no son existencias, no son nada. Son posibilidades y nada
más [Peirce, 1998, p. 269].

Para Peirce existe Primeridad, o un aspecto cualitativo, de


cada fenómeno. Obsérvese el espectro de ejemplos que Peirce
utiliza para ilustrar lo que entiende por Primeridad o cualidad:
«lo escarlata de sus ropajes reales, la cualidad misma, indepen-
dientemente de su ser percibido o recordado» (8.329); «la cuali-
dad de la emoción cuando se contempla una demostración ma-
temática brillante, y la cualidad del sentimiento de amor» (1.304);
«una vaga, no objetualizada, aunque menos subjetualizada, sen-
sación de rojez, o de gusto a sal, o de un dolor, o de pena o ale-
gría, o de una nota musical prolongada» (1.303). Las cualidades,
entonces, no son sentimientos subjetivos que están de alguna
manera encerrados en la privacidad de nuestras mentes (aun-
que un sentimiento puede tener su propia cualidad distintiva).
«La tragedia del Rey Lear tiene su Primeridad, su gusto sui gene-
ris» (1.531).7
Cuando Peirce dice que tenemos «una relación inmediata
con la Primeridad», no está diciendo que tenemos un conoci-
miento directo o inmediato de estas cualidades. Podemos hablar
de conocimiento o de nuestra advertencia epistémica sólo cuan-
do introducimos la categoría de Terceridad. Por supuesto, sabe-
mos que tenemos una advertencia de la Primeridad, pero este
«conocer que» no ha de ser identificado o confundido con nues-
tra advertencia de las cualidades. Para Peirce no hay conocimiento
directo inmediato intuitivo de nada. (Empáticamente rechaza el
Mito de lo dado.)
Debemos advertir que en los pasajes anteriores Peirce declara
varias veces que la Primeridad no es existencia. Esto aporta una
pista de cómo Peirce entiende la Segundidad, la categoría que
piensa él es la más sencilla de comprender de las tres categorías.

De las tres, la Segundidad es la más sencilla de comprender, sien-


do el elemento que lo caprichoso del mundo presenta de forma
más prominente. Hablamos de hechos duros. Esa dureza, esa
compulsividad de la experiencia, es la Segundidad. Una puerta
está ligeramente entreabierta. Usted intenta abrirla. Algo lo im-
pide. Usted empuja con el hombro, y experimenta una sensación
de esfuerzo y una sensación de resistencia. Estas no son dos for-
mas de conciencia; hay dos aspectos de una sola conciencia con

144
dos caras. Es inconcebible que deba haber cualquier esfuerzo
sin resistencia, o cualquier resistencia sin un esfuerzo contrario.
Esta conciencia de doble cara es la Segundidad. Toda concien-
cia, todo estar despierto, consiste en una sensación de reacción
entre un ego y un no-ego [Peirce, 1998, p. 268].

Una vez más, no debemos pensar que la Segundidad es mera-


mente subjetiva. «De este modo no solamente experimentamos la
Segundidad, sino que la atribuimos a las cosas exteriores, que
vemos como tantos objetos individuales, o cuasi-yoes, reaccio-
nando unos respecto a los otros» (ibíd.) La existencia en sí misma
es Segundidad. «Lo existente es lo que reacciona contra otras co-
sas» (8.191). Podemos ver por qué Peirce utiliza números ordina-
les para nombrar sus categorías. La Primeridad es monádica, y la
Segundidad es diádica —siempre implica duplicidad.
La Segundidad es la categoría que realza la característica de
la experiencia que Peirce más quiere enfatizar. La experiencia
implica el estado en bruto, el constreñimiento, «el estar en con-
tra y por encima». La experiencia es nuestra gran maestra. Y
toma lugar en una serie de sorpresas. «Es mediante sorpresas
que la experiencia enseña todo lo que se digna a enseñarnos»
(Peirce, 1998, p. 154). Este elemento de sorpresa es esencial en
cualquier experimentación, pues aprendemos la mayoría a par-
tir de las sorpresas —y las desilusiones.

En todas las obras de pedagogía que he leído... no recuerdo que


nadie haya defendido un sistema de enseñanza mediante bro-
mas prácticas, en su mayor parte cruel. Esto, no obstante, descri-
be el método de nuestra gran maestra, la Experiencia. Ella dice,

Abre tu boca y cierra tus ojos


Y yo te daré algo para hacerte sabio;
Y acto seguido ella cumple su promesa, y parece tener su com-
pensación en la diversión de atormentarnos [ibíd.].

Comprendemos por qué la experiencia es categorizada como


Segundidad cuando Peirce escribe: «Pregunto si en ese instante
de sorpresa no hay una doble conciencia, por una parte de un
Ego, que es simplemente la idea esperada de repente interrum-
pida, y por otra parte del No-ego, que es un Intruso Extraño, en
su entrada abrupta» (ibíd.).

145
Pasemos a la Terceridad. Aunque las tres categorías en su
totalidad son propuestas para discriminar o prescindir de los
elementos o aspectos de cada fenómeno, algo del pensamiento
más original de Peirce concierne a la Terceridad. Esta categoría
es rotulada «Terceridad» porque todo lo que designa implica
relaciones triádicas. Hábitos, leyes, inferencias, intenciones, prác-
ticas, conducta, conceptos, «los serían» (condicionales subjunti-
vos), y especialmente los signos, todo ello es clasificado como
Terceridad. Uno de los ejemplos favoritos de Terceridad de Peir-
ce es el «dar».

A da B a C. Esto no consiste en que A se desprenda de B y acci-


dentalmente toque a C. ...Si eso fuera todo, no habría una autén-
tica relación triádica, sino meramente una relación diádica se-
guida por otra. No se requiere movimiento de la cosa dada. Dar
es una transferencia de propiedad. Ahora, el derecho es un asun-
to de ley, y la ley es un asunto de pensamiento y significado [1.345].

No podemos dar una explicación adecuada de la relación de


dar describiéndola en términos de yuxtaposición física (o inclu-
so mental) —una serie de relaciones diádicas. Lo que es distinti-
vo acerca de dar son las convenciones, las reglas o costumbres
por virtud de los cuales un acto consiste en dar y no sólo en
desplazamiento. Estas convenciones, reglas o costumbres son
componentes esenciales del tipo de acción o conducta que es
propiamente designada como «dar». Considérese el ejemplo es-
trechamente relacionado de A haciendo un contrato con C. «De-
cir que A firma el documento D y C firma el documento D, no
importando los contenidos de este documento, no es lo que hace
un contrato. El contrato recae en la intención. ¿Y qué es la inten-
ción? Son aquellas determinadas reglas que regularán la con-
ducta de A y de C» (1.475). Como Rorty ha mostrado, la Terceri-
dad de Peirce anticipa la discusión de Wittgenstein sobre las re-
glas y su aplicación, discusión que ha jugado un papel prominente
en la filosofía analítica (Rorty, 1961a). El ejemplo más notable
de Terceridad es un signo. En una de sus variadas definiciones
de «signo» nos dice que es «cualquier cosa que está de tal modo
sobre-determinada por algo más, llámese su Objeto, y que de
este modo determina un efecto sobre una persona, cuyo efecto
llamo su Intérprete, que el último es determinado así mediata-
mente por el primero» (Peirce, 1998, p. 493). O de nuevo: «Diré

146
que un signo es cualquier cosa, de cualquier modo de ser, que
media entre un objeto y un intérprete; ya que es determinado
tanto por el objeto relativamente al intérprete, como determina al
intérprete en referencia al objeto, en la inteligencia de causar que
el intérprete sea determinado por el objeto a través de la media-
ción de este «signo» (Peirce, 1998, p. 410).8 Estos no son los enun-
ciados más claros, pero lo que es crucial es que Peirce objetó
cualquier explicación de los signos que restrinja el análisis del
signo y el significado (una explicación diádica). Una teórica ade-
cuada de los signos debe dar cuenta del intérprete.9 (La insisten-
cia de Peirce en el carácter triádico de los signos se convirtió en
el fundamento de la introducción de Charles Morris del término
técnico «pragmática», que distinguió de semántica y sintáctica.
La sintáctica está restringida a las relaciones formales de los
signos; la semántica trata de las relaciones de signos con los ob-
jetos que significan, pero la pragmática hace referencia esencial
al uso e interpretación de los signos.)
Demos un paso atrás y veamos lo que Peirce nos está mos-
trando con la aplicación fenomenológica de su esquema catego-
rial. Los primeros empiristas modernos le dieron importancia a la
experiencia porque la apelación a la experiencia era tomada como
algo vital para probar lo que se defiende que se conoce. La expe-
riencia limita nuestros gustos, prejuicios y especulaciones. Cuan-
do los filósofos empiristas y fenomenalistas se interesaron más en
el carácter de las «sensaciones», las «impresiones», los «datos de
los sentidos», etc., la fuerza bruta y limitante de la experiencia
tendió a hacerse oscura y ser rechazada. Pero la intuición que
originalmente condujo a los filósofos a valorizar la experiencia
—su compulsividad bruta— es lo que Peirce subraya con la Se-
gundidad. El reconocimiento de este estado bruto —el modo en
que la experiencia «¡dice NO!» —se requiere para entender el ca-
rácter auto-correctivo de la investigación y la experimentación.
Los experimentos deben siempre comprobados finalmente por la
experiencia. Peirce se habría alejado, y se habría horrorizado, de
la afirmación de Rorty acerca de que los únicos límites sobre no-
sotros son los «límites conversacionales». Hablar de esta manera
es ignorar la facticidad, la sorpresa, la conmoción y la limitación
bruta de nuestros encuentros experienciales.
Uno de los mayores peligros del así llamado «giro lingüísti-
co» es el modo en que se mantiene deslizándose en el idealismo

147
lingüístico, en donde no hay nada que limite nuestro lenguaje.
Cuando McDowell comienza su Mente y mundo describiendo la
«oscilación interminable» entre la apelación a lo Dado y el «co-
herentismo sin fricciones», expresa la angustia de que no haya
nada que realmente limite o ate nuestra red de creencias. Cuan-
do Habermas se compromete en una auto-crítica de su teoría de
la verdad, y le preocupa que incluso una «justificación ideal»
pueda fracasar en hacer justicia a las «intuiciones realistas», está
dando expresión a la misma angustia filosófica (véase capítulo
8). Cuando Popper critica el positivismo lógico apela a la verifi-
cación y defiende que la falsación es esencial para la investiga-
ción crítica, está reiterando el punto de Peirce (véase «Falsabili-
dad», en Popper, 1959, pp. 57-73). O de nuevo, cuando Gadamer
muestra cómo la tragedia enriquece nuestra comprensión de la
experiencia, llama la atención a la dolorosa Segundidad bruta
de la experiencia. «La experiencia es inicialmente siempre expe-
riencia de negación: algo no es lo que suponíamos que es» (Ga-
damer, 1989, p. 354).
Considérese de nuevo la descripción de McDowell de la osci-
lación entre la tentación de apelar a alguna versión de lo Dado y
la tentación de adoptar alguna versión de coherentismo que pier-
de contacto con la realidad. Y he defendido que la mayor parte
de los argumentos que Sellars y otros han presentado para expo-
ner el Mito de lo Dado son anticipados por Peirce en los ensayos
sobre Cognición de 1868-1869. Entonces, ¿cómo escapa Peirce
de la «oscilación interminable» que McDowell toma como en-
démica de la filosofía moderna? Peirce —como Wittgenstein,
Sellars, McDowell, Brandom, Putnam, Habermas, Rorty y Da-
vidson— mantiene que existe algo irreductible sobre cualquier
cosa que consideramos epistémica.10 En el esquema de Peirce
cualquier cosa que es propiamente clasificada como epistémica
ejemplifica la Terceridad. La autoridad epistémica de cualquier
afirmación cognitiva está siempre —en principio— abierta al de-
safío, la modificación, la revisión e incluso el abandono. Una de
las más profundas y extendidas confusiones que da origen al
Mito de lo Dado es la confusión de la limitación bruta y la autori-
dad epistémica. Esta es la confusión de la Segundidad y la Terce-
ridad. Existe una enorme tentación de confundir el hecho de
que estamos limitados (Segundidad) con la afirmación de que lo
que nos limita tiene autoridad epistémica (Terceridad). Esta ten-

148
tación ocasiona una de las más tenaces formas del Mito de lo
Dado —algo Dado que se supone sirve epistemológicamente
como el fundamento de autoridad para el conocimiento empíri-
co. Peirce incluso nos ayuda a entender por qué es tan tentador
llevar a cabo esta identificación equivocada. La Segundidad y la
Terceridad son elementos o aspectos distinguibles de cada fenó-
meno, pero inseparables. La experiencia misma no es pura Se-
gundidad; manifiesta elementos de Primeridad y Terceridad.
Nosotros prescindimos de los aspectos de Primeridad (cualidad),
Segundidad (compulsión bruta) y Terceridad (el carácter infe-
rencial o epistémico) de la experiencia.
Consecuentemente, tan pronto como formulamos la pregunta
«¿qué nos limita?, nos las estamos viendo con la Terceridad. Pero
no hay nada misterioso aquí. Si reflexionamos de nuevo en los
ejemplos de Peirce de Segundidad, decimos que experimenta-
mos la conmoción, la sorpresa, la resistencia, la limitación. Pero
tan pronto preguntamos cuál precisamente es el carácter de esta
experiencia y buscamos describir lo que nos limita, estamos tra-
tando con un asunto epistémico (Terceridad). Puede haber múl-
tiples descripciones que son, por supuesto, falibles. La distin-
ción que hace Peirce entre la compulsión de la Segundidad y la
autoridad epistémica de la Terceridad está estrechamente rela-
cionada con la distinción que hace Wittgenstein entre determi-
nación causal y lógica —una distinción asumida por muchos
filósofos influenciados por Wittgenstein. Pero la Segundidad y
la Terceridad no se alinean con la distinción familiar entre cau-
sas y razones. La Terceridad incluye mucho más que razones.
Hábitos, conductas y signos son ejemplos todos ellos de Terceri-
dad. Aunque muchos filósofos analíticos del lenguaje apelan a la
distinción entre razones y causas, raramente proporcionan una
explicación clara de lo que entienden por causas. Algunas con-
cepciones de causalidad implican el tipo de limitación que Peirce
distingue como Segundidad, pero hay muchas explicaciones de
causalidad (por ejemplo, las teorías de la regularidad humea-
nas) que no implican limitación. Peirce mismo defiende que la
causalidad implica una apelación a las leyes. Consecuentemen-
te, la causalidad implica Terceridad.
Peirce no sólo evita el Mito de lo Dado y las aporías del idealis-
mo lingüístico, aporta una explicación de la experiencia no fun-
dacional que hace justicia a su compulsividad bruta y a su apertu-

149
ra epistémica y falibilidad. Su explicación fenomenológica ayuda
a minar mucho del estéril debate acerca del realismo y el antirea-
lismo en la filosofía contemporánea. No creo que necesitemos
nada más que la Segundidad para hacer justicia a lo que los filó-
sofos llaman sus «intuiciones realistas».11 No necesitamos reificar
un campo de hechos que existan independientemente de cual-
quier lenguaje, pensamiento o investigación. Peirce hace justicia
a la falibilidad y apertura de todas las prácticas de justificación e
investigaciones sin perder contacto con una realidad «que es in-
dependiente de los caprichos míos y suyos» (Peirce, 1992, p. 52).
Contrariamente al prejuicio imperante de que el giro lingüístico
desplaza el discurso pasado de moda acerca de la experiencia, la
concepción de experiencia de Peirce nos ayuda a escapar de algu-
nos de los callejones sin salida del giro lingüístico.12

James: las variedades de la experiencia

Los expertos en el pragmatismo debaten la medida en que


William James realmente comprendió a Peirce. James reconoció
públicamente su deuda intelectual con Peirce. Pero cuando Ja-
mes nos dice que aprendió de Peirce, es difícil a veces reconocer
la relación entre el «Peirce de James» y lo que Peirce realmente
dice. Leer la correspondencia que mantuvieron en su amistad a lo
largo de toda su vida es algo dolorosamente conmovedor. A pesar
de los desplantes y el comportamiento quijotesco de Peirce, Ja-
mes siempre sostuvo su amistad leal y su soporte (Creó una fun-
dación para apoyar a Peirce en el tiempo en que apenas ganaba
un sueldo). Y es conmovedor —casi patético— testificar cómo el
aislado y solitario Peirce buscó una y otra vez «educar» a su in-
mensamente popular y exitoso amigo. Peirce pensaba que James
había cometido graves errores, e intentó pacientemente enmen-
darlos.13 James nunca comprendió del todo el punto del esquema
categorial de Peirce, simplemente no lo «pescó». Pero James es
un experto en describir lo que Peirce llama Primeridad —la cuali-
dad inmediata de la experiencia. Si alguna vez hubo un filósofo
que no sólo habló de volver a las «cosas mismas», sino que nos
mostró cómo hacerlo, ese fue William James. (Las descripciones
fenomenológicas de James se ganaron el respeto de Husserl y se
granjeó a muchos fenomenólogos posteriores.) Existe también

150
mucha evidencia de que James fue sensible a la compulsividad
bruta que Peirce tomó como característica de la Segundidad. Pero
James tuvo mal oído para lo que Peirce entendió por Terceridad; y
hay escasa evidencia de que jamás haya comprendido el punto de
la semiótica de Peirce.
James buscó describir la variedad de las experiencias huma-
nas en su espesura y viva cualidad fluida. James complementa a
Peirce, aunque existen también algunos conflictos agudos.14 Me
limitaré a cuatro aspectos de las reflexiones de James sobre la
experiencia: 1) su crítica de las explicaciones empiristas tra-
dicionales de la experiencia; 2) su radical entendimiento empi-
rista de la «experiencia pura»; 3) su sentido pluralista de las varie-
dades de la experiencia (incluyendo la experiencia religiosa); y
4) su sutil interacción entre lenguaje y experiencia.

1) En sus Principios de psicología, James ya criticó lo que


tomó por una artificial y profunda malinterpretación de las ex-
plicaciones empiristas tradicionales de la experiencia. La expe-
riencia no consiste en unidades atómicas discretas que simple-
mente se sigan o estén asociadas unas con otras. Esta es una
abstracción intelectualista de los filósofos, no una explicación
concreta de la experiencia como es vivida. James enfatiza la cua-
lidad dinámica, fluyente, de la «corriente de la experiencia» —lo
que llamó en ocasiones la «mucheidad» (muchness) y la varie-
dad pluralista de la experiencia. Contrariamente a Hume y a
aquellos que fueron influenciados por él, James defendió que
experimentamos las «relaciones», la «continuidad» y las «conexio-
nes» directamente. Experimentamos la actividad —sus tensiones,
resistencias y tendencias. Sentimos «la tendencia, el obstáculo,
la voluntad, la tensión, el triunfo, o el pasivo rendirse, justo como
(sentimos) el tiempo, el espacio, la velocidad o la intensidad, el
movimiento, el peso y el color, el dolor y el placer, la compleji-
dad, o cualquiera de los rasgos restantes que la situación pueda
involucrar» (James, 1997, p. 282). No denigra o devalúa la im-
portancia de nuestra actividad conceptual, sino los conceptos
que nunca son del todo adecuados para capturar la concreción
de la experiencia. Decir esto no es afirmar que hay algo sobre la
experiencia que es un principio cognoscible, sino que no pode-
mos conocer. Más bien, es afirmar que hay algo más que experi-
mentar que conocer. James critica el prejuicio epistemológico

151
que asume que el único o primario papel que la experiencia jue-
ga en nuestras vidas es proveernos con conocimiento. Parafra-
seando a Hamlet, James puede muy bien haber dicho a sus cole-
gas filósofos: «Hay más cosas en la experiencia de las que se han
soñado en su filosofía».

2) James caracteriza su versión de empirismo como un «em-


pirismo radical», y habla de «experiencia pura».15 Como muy fre-
cuentemente ocurre con James, da muchas y diferentes (no siem-
pre consistentes) descripciones de lo que entiende por «empiris-
mo radical».16 Abordemos una línea de pensamiento desarrollada
en su famoso «¿Existe la “Conciencia”?». Ahí James declara:

Negar de lleno que la «conciencia» existe parece tan absurdo a


primera vista —pues los «pensamientos» innegables no existen—
que me temo que algunos lectores no me seguirán muy lejos.
Permítaseme entonces explicar inmediatamente que me refiero
solamente a negar la palabra que representa una entidad, pero
insisto más enfáticamente en que representa una función. No
hay, quiero decir, material aborigen o cualidad de ser, contrasta-
do con el material con el cual están hechos los objetos, a partir
del cual nuestros pensamientos sobre ellos están hechos; pero
existe una función en la experiencia que los pensamientos reali-
zan, y gracias a su realización esta cualidad de ser es invocada
[James, 1997, pp. 169-70].

James introduce su noción de «experiencia pura» y declara


sucintamente esta tesis:

Mi tesis consiste en que comenzamos con la suposición de que


existe solamente un material primitivo o material de la palabra,
un material del cual todo está compuesto, y si llamamos este
material «experiencia pura», el saber puede fácilmente ser expli-
cado como una relación particular hacia otra, cuyas porciones
de experiencia pura pueden participar [James, 1997, p. 170].

¿A qué precisamente se refiere James con esta sorprendente


afirmación? ¿Y cuál es su motivación filosófica al hacer esta apa-
rentemente paradójica afirmación? Básicamente, James está re-
chazando las dicotomías epistemológicas y ontológicas estándar:
los pensamientos y las cosas, la conciencia y su contenido, lo mental
y lo físico. No está negando que hagamos tales distinciones, sino

152
que sean funcionales e internas a la «experiencia pura». Contra la
idea de alguna suerte de dualismo básico, James escribe:

La experiencia, creo, no tiene tal duplicidad interna; y la separa-


ción de ella en conciencia y contenido se da, no vía sustracción,
sino vía adición —la adición, a una porción concreta de ella, de
otros conjuntos de experiencias, en cuya conexión muchas veces
su uso o su función pueden ser de dos clases distintas [James,
1997, p. 172].

Supóngase que consideramos el ejemplo de la experiencia


de una habitación con un escritorio y un libro que estoy leyendo.
Puedo tratar esto al modo del sentido común, en el que lo consi-
dero como una «colección de cosas físicas recortadas del mun-
do circundante de otras cosas físicas con las que estas cosas físi-
cas tienen relaciones de hecho y potenciales» (James, 1997, p.
173). Pero puedo también tratar «esas cosas mismas» como par-
te de mi vida mental subjetiva —como parte de mi propia bio-
grafía. En efecto, una y la misma experiencia puede funcionar
en dos narrativas diferentes. De tal modo que la misma cantidad
de experiencia puede ser parte de la «biografía personal del lec-
tor» o parte de la «historia de la que la habitación es parte».

Las operaciones físicas y mentales forman grupos curiosamente


incompatibles. Como una habitación, la experiencia ha ocupado
ese lugar y ha tenido ese entorno por treinta años. En tanto su
campo de conciencia, puede nunca haber existido hasta ahora.
Como una habitación, la atención persistirá en descubrir nuevos
detalles en ella sin fin... En tanto su estado mental meramente,
muy poco surgirá bajo la vigilancia de la vista. Como una habita-
ción, recibirá un temblor, o una banda de hombres, y en cual-
quier caso una cierta cantidad de tiempo para acabarla. En tanto
su estado subjetivo, cerrar sus ojos, o cualquier juego instantá-
neo de su gusto bastará [James, 1997, p. 174].

James expande su propuesta en función de mostrar que es


aplicable a nuestros conceptos. A pesar del atractivo inicial de la
tesis de James acerca de la doble función de la experiencia pura,
hay muchos problemas serios que no confronta firmemente.
Cuando James asevera que «sólo hay una materia prima o mate-
rial del mundo, un material del cual todo está compuesto», invi-
ta a todo tipo de malentendidos ya que esta frase sugiere que

153
existe una materia prima monística —una afirmación que con-
tradice su pluralismo. Bertrand Russell pensó que el término
«experiencia pura» apuntaba a «una persistente influencia del
idealismo». La «experiencia», afirmó Russell, «como la “concien-
cia”, debe ser un producto, no parte de la materia prima del
mundo» (Russell, 1949, p. 24). Aunque James asevera que una y
la misma porción de experiencia puede ser tomada como física
y mental, objetiva y subjetiva, no explica realmente por qué o
cómo ocurre esto. Indica vivamente las características que nor-
malmente asociamos con los rasgos físicos de una habitación y
con nuestra advertencia subjetiva de una habitación —pero esto
no es una explicación de la génesis de las dos diferentes narrati-
vas a las que pertenece una y la misma porción de experiencia.
Hay muchas preguntas que pueden ser formuladas acerca de
la concepción de «experiencia pura» de James; sin embargo, el
problema con el que está luchando es difícil —un problema que
continua preocupando a los filósofos (incluso después del giro
lingüístico). James argumenta a favor de una alternativa de las
teorías de la mente representacionales —teorías que presupo-
nen que la mente tiene impresiones o ideas que representan obje-
tos que están «fuera de la mente». Estas teorías representativas
pueden tomar una variedad de formas —cartesiana, lockeana, hu-
meana, kantiana, neo-kantiana— pero todas presuponen un dua-
lismo (ontológico y epistemológico) entre la representación men-
tal y lo que es representado. «Las teorías representativas... violan
el sentido de vida del lector, que no conoce una imagen mental
que interviene, sino que parece ver la habitación y el libro inme-
diatamente sólo como son» (James, 1997, p. 173). Normalmen-
te, tomamos la habitación que percibimos como una y la misma,
como la habitación que realmente existe (físicamente).17
Existe todavía otra perspectiva para entender la «experien-
cia pura». Whitehead fue más perceptivo de lo que se dio cuenta
cuando declaró que «¿Existe la conciencia?», marca el fin de una
era que inició con Descartes. También advierte el comienzo de
una nueva era —el descentramiento del sujeto— un tema que ha
estado en el primer plano del pensamiento lingüístico posestruc-
turalista en escritores como Foucault, Derrida y Lyotard.18 El
desmantelamiento del sujeto de James —el ego autónomo—
anticipa las críticas posestructuralistas de la filosofía de la con-
ciencia y la subjetividad.

154
3) Los filósofos frecuentemente se enfocan en las ventajas
de llevar a cabo el giro lingüístico, pero raramente dan cuenta de
sus pérdidas. Rorty, por ejemplo, considera a James y Dewey
entre sus héroes, pero en tanto narra la historia de la filosofía
contemporánea, ve a Quine, Sellars y Davidson como temas prag-
máticos adelantados precisamente debido a la finura filosófica
que han alcanzado al realizar el giro lingüístico. La desventaja
es el encogimiento de lo que consideramos un tópico legítimo de
la investigación filosófica. En ningún lugar es más evidente esto
que en el modo en que los filósofos entrenados analíticamente
han rechazado cualquier discusión seria de la experiencia reli-
giosa.19 Hoy, cuando el tópico de la religión se ha hecho tan vivo
y pujante a través de todo el mundo, es sorprendente que poco
tienen que decir los filósofos acerca de ella. Esto ciertamente no
fue cierto para James. A lo largo de su carrera, la preocupación
más central de James fue la experiencia religiosa —y colorea
casi todo lo que escribió acerca del pragmatismo, la experiencia
radical y la voluntad libre. Cuando James introdujo el «principio
del pragmatismo» en 1898, lo aplicó en primer lugar para con-
frontar la pregunta: «¿Es la materia la originadora de todas las
cosas? ¿O existe un Dios también?» (James, 1997, p. 350). Inclu-
so antes de que introdujera el pragmatismo, su colección tem-
prana de artículos filosóficos contenía su ensayo controversial
«La voluntad de creer» (que subsecuentemente declaró que de-
bía haber sido titulado más apropiadamente «El derecho de
creer»). Pero fue sólo con sus Gifford Lectures (1901-1902), pos-
teriormente publicadas como Las variedades de la experiencia re-
ligiosa, que James puso toda su atención en explorar la experien-
cia religiosa con enorme sensibilidad y amplitud.
Para apreciar cómo James se acerca a la experiencia religio-
sa, es de ayuda esbozar su situación existencial. James tuvo mu-
chas lealtades. No debemos olvidar nunca que fue un científico.
Asistió a la escuela de medicina y la estudió en Alemania. Dedicó
tres años como asistente de Louis Agassiz en una expedición bio-
lógica a lo largo del río Amazonas. Su primer cargo en Harvard
fue como instructor de anatomía y psicología. Incluso en sus Prin-
cipios de psicología, típicamente rastrea las funciones psicológi-
cas hasta sus orígenes biológicos y neurobiológicos. Fue un de-
fensor consistente de la teoría de la evolución de Darwin. Fue un
falibilista comprometido; odiaba todas las formas de dogmatis-

155
mo y fanatismo. James —quizá, en parte, debido a la influencia
de su padre— siempre sintió que la experiencia religiosa perfec-
cionaba la vida humana. A pesar de su compromiso con las rigu-
rosas demandas de la investigación científica, tuvo una reacción
casi visceral contra las doctrinas de materialismo reduccionista,
determinismo y cientismo. Para James no existe incompatibili-
dad entre adoptar los cánones de la investigación científica seria-
mente y responder con profundidad a las preocupaciones reli-
giosas y espirituales.20 Con seguridad, nunca tuvo mucho interés
en los aspectos comunales o institucionales de la religión. Fue
indiferente a la teología; lo dejaba frío. Pero fue también receloso
respecto al «intelectualismo» filosófico que fracasó en capturar
la vivacidad y variedad de las experiencias religiosas. No abordó
desapasionadamente el tópico de la experiencia religiosa; tuvo
profunda significación personal para él —y nunca lo negó. A tra-
vés de su vida sufrió de ataques de depresión melancólica y estu-
vo tentado a cometer suicidio. Sentía que era esta experiencia
religiosa personal la que lo llevó a estos períodos oscuros. James
quería alcanzar dos metas en sus Variedades:

[...] primero, defiendo (contra todos los prejuicios de mi clase) la


«experiencia» contra la «filosofía», como la verdadera columna
vertebral de la vida religiosa del mundo —me refiero al rezo, la
orientación y toda esa clase de cosas inmediata y privadamente
sentidas, en contra de altas y nobles leyes generales de nuestro
destino y del significado del mundo; y segundo, hacer creer al
que escucha y al que lee en lo que yo invenciblemente creo, eso
que a pesar de todas las manifestaciones de religión, puede ha-
ber sido absurdo (quiero decir los credos y las teorías), no obs-
tante la vida de ello como un todo es la función más importante
del género humano [James, 1920, vol. 2, p. 127].21

Consecuentemente, James se identificó con «los sentimien-


tos, actos y experiencias de los hombres individuales y su soledad,
en tanto ellos aprenden por sí mismos a permanecer en relación
con todo aquello que pueda ser considerado lo divino» (James,
1920, pp. 32-32). Las Variedades es un libro rico en descripciones
detalladas de los relatos de los místicos, los santos, los converti-
dos renacidos y otros «genios religiosos», como James los llama.
James se sintió atraído por las formas más extremas de senti-
miento y expresión religiosos porque sintió que tales casos lími-

156
te ayudaban a clarificar expresiones más normales del sentimien-
to religioso. Estaba fascinado con lo que contribuye a la expe-
riencia religiosa el yo subliminal, subconsciente. «James», como
comenta Martin Jay, «se sintió más apegado a las religiones que
consideró experimentales, no dogmáticas y espiritualmente vi-
vas» (Jay, 2005, p. 107, n. 100). Sin embargo, al mismo tiempo
James exploró algunas de las más oscuras e intensas experien-
cias religiosas del «alma enferma» (que muchos han sugerido
ser de hecho una descripción de su propio intenso sufrimiento).
Las Variedades aligeran las preguntas epistemológicas y metafí-
sicas que frecuentemente preocupan a los filósofos de la reli-
gión. Pero hay una gran lección a ser aprendida de James, que se
extiende mucho más allá de su descripción de las experiencias
religiosas. Pocos filósofos antes o después de William James se
le han igualado en su habilidad de encontrar el lenguaje para
describir el matiz preciso de las variedades de un espectro com-
pleto de experiencias humanas.

4) Los lectores de James —especialmente filósofos— frecuen-


temente tienen dos reacciones extremas respecto a él. Lo detes-
tan o lo aman. Su estilo es encantador, pero el encanto no es
normalmente una virtud que los filósofos aprecien en lo alto.
Intentar precisar alguno de sus términos clave tales como «ex-
periencia» o incluso «pragmatismo» es frustrante. Tomado des-
de su mejor ángulo, se le lee como un virtuoso de las belles-
lettres, y tomado desde el peor es solamente confuso, vago y
superficial —o tan antipático como los críticos se quejan. No
puede ser tomado en serio como filósofo. Muchos filósofos en-
trenados analíticamente que valoran la claridad, la precisión y
la argumentación rigurosa, tienen una perspectiva poco prome-
tedora de James (aunque uno de los filósofos analíticos más
exigentes intelectualmente, Hilary Putnam, ha defendido con-
sistentemente que muchos de los argumentos de James son sofis-
ticados y sutiles). Para aquellos que lo aman (filósofos y no filó-
sofos), el estilo de James, su prosa ingeniosa, relajada y defla-
cionaria, es extremadamente atractiva. James deshincha
brillantemente las pretensiones filosóficas grandilocuentes, ya
que posee la destreza de retrotraernos vivazmente a las expe-
riencias cotidianas. James hubiera estado impávido ante las ra-
zones que Gustav Bergmann da para explicar por qué los filóso-

157
fos deben realizar el giro lingüístico. Hubiera pensado que es
declaradamente perverso defender que los filósofos se limiten a
«hablar acerca del mundo al hablar acerca del lenguaje apro-
piado». Si James estuviera vivo hoy, podría haberle recordado a
Bergmann que Wittgenstein nos enseñó que existen muchas
variedades de descripción, orientadas por diferentes propósitos
e intereses humanos. James no desarrolló una «filosofía del len-
guaje» sistemática, pero nos mostró (para usar otra expresión
wittgesteiniana) lo que el lenguaje pudiera hacer en las manos
de un estilista habilidoso para suscitar y describir los detalles de
la experiencia humana.

Dewey: la naturalización darwiniana de Hegel

Más atrás he citado la queja de Rorty acerca de que Dewey


nunca desarrolló una explicación coherente de experiencia que
combine el historicismo de Hegel con el naturalismo darwinia-
no. Por el contrario, creo que Rorty está equivocado. Es justo lo
que Dewey tuvo éxito en conseguir —o de tal modo quiero argu-
mentar. El vago discurso ocasional de Dewey acerca del signifi-
cado de la experiencia no debe impedirnos apreciar su contribu-
ción peculiar. En mi Prólogo, he indicado que la fuente de la rica
diversidad de pragmatistas clásicos fue su habilidad de basarse
en distintas tradiciones filosóficas. Dewey estuvo de acuerdo con
la crítica de Hegel de la cualidad fragmentada de la modernidad
y de las consecuencias éticas y políticas desintegradoras del in-
dividualismo rampante. Esta atracción temprana por el hegelia-
nismo se refleja en el uso frecuente por parte de Dewey de las
metáforas orgánicas y su confianza en la teoría del «organismo
social». Dewey reconoció que Hegel había abonado un depósito
permanente en su pensamiento. En su ensayo autobiográfico de
1930, escribió:

Me dejé llevar por el hegelianismo durante los siguientes quince


años; las palabras «dejarse llevar» expresan un lento y, por largo
tiempo, imperceptible carácter de movimiento, aunque no trans-
mite la impresión de que hubiera una causa adecuada para el
cambio. Sin embargo, nunca debo pensar en ignorar, mucho
menos negar, aquello a lo que se refiere ocasionalmente un astu-
to crítico como un descubrimiento nuevo —que ese encuentro

158
con Hegel ha abonado un depósito permanente en mi pensamien-
to. La forma, el esquematismo, de su sistema ahora me parece
artificial en última instancia. Pero en el contenido de sus ideas
hay constantemente una extraordinaria profundidad; en muchos
de sus análisis, extraídos de su marco dialéctico mecánico, hay
una extraordinaria agudeza. No me fue posible ser un devoto de
ningún sistema, aunque debo creer que existe una más riqueza y
más variedad de intuición en Hegel que en ningún otro filósofo
sistemático individual —aunque cuando digo esto excluyo a Pla-
tón, quien aún me proporciona mi lectura filosófica favorita
[Dewey, 1981, p. 8].

En ninguna parte es más evidente este «depósito permanen-


te» en Dewey que en la apropiación y transformación del con-
cepto hegeliano de experiencia (Erfahrung). Dewey muestra cómo
las intuiciones de Hegel sobre los ritmos de la experiencia —sus
tensiones internas y conflictos que dan ocasión al movimiento
dinámico hacia la integración (Aufhebung)— adquieren un sig-
nificado más concreto cuando son reformuladas en el lenguaje
biológico de Darwin.22 Los primeros frutos de este hegelianismo
naturalizado son evidentes en el artículo clásico de Dewey «El
concepto de arco reflejo en la psicología» (1896). Dewey critica
la noción (popular en su momento) de un arco reflejo que presu-
pone «distinciones rígidas entre sensaciones, pensamientos y
actos». «El estímulo sensorial es una cosa, la actividad central,
que representa la idea, es otra cosa, y la descarga motora, que
representa el propio acto, es una tercera cosa. Como resultado,
el arco reflejo no es una unidad comprehensiva, orgánica, sino
un mosaico de partes desunidas, conjunciones mecánicas de
procesos sin alianza» (Dewey, 1981, p. 137). Debemos remplazar
esta concepción mecánica de arco reflejo con la idea de una co-
ordinación dinámica en la cual las distinciones de estímulos sen-
soriales y la respuesta motora sean fases funcionales cambian-
tes dentro de un circuito unificado.

El círculo es una coordinación, algunos de cuyos miembros han


entrado en conflicto unos con otros. Es la desintegración tempo-
ral y la necesidad de reconstitución lo que ocasiona, lo que per-
mite la génesis de, la distinción consciente de estímulos senso-
riales por una parte, y respuesta motora por otra. El estímulo es
esa fase de la coordinación formadora que representa las condi-
ciones que se han de encontrar al llevarla a un evento exitoso; la

159
respuesta es esa fase de una y la misma coordinación formadora
que da la clave para encontrar estas condiciones, que sirve como
instrumento para efectuar la coordinación exitosa. Son pues es-
trictamente correlativas y contemporáneas [Dewey, 1981, p. 147].

Este artículo temprano contiene el germen de la concepción


de experiencia de Dewey, que elaboró y refinó a lo largo de su
vida.23 La experiencia tiene alcance tanto espacial como tempo-
ral; no es ni puramente «subjetiva» ni «objetiva», ni «mental» ni
«física». El lenguaje que utiliza Dewey para caracterizar esta
coordinación es incorporado en la lógica instrumental de inves-
tigación que iba a desarrollar pronto: «conflicto», «problema»,
«reconstitución».
Como Peirce y James, Dewey es crítico de las concepciones
empiristas tradicionales de experiencia (y para muchos por las
mismas razones).24 También sintió —como James ha enfatiza-
do— que la obsesión con la epistemología en la filosofía moder-
na distorsionó nuestro acercamiento a la experiencia. Dewey
quería recuperar la viabilidad de nuestros modos de hablar ordi-
narios acerca de la experiencia: por ejemplo, cuando hablamos
acerca de un «artesano experimentado» o las «experiencias me-
morables» de escuchar una gran interpretación de las últimas
sonatas de Beethoven o de tener una comida fantástica en el
restaurante Michelin de tres estrellas.
La investigación surge típicamente de los conflictos y ten-
siones dentro de aquellas experiencias que no son primaria-
mente cognitivas o reflexivas.25 Estas experiencias «pueden
contener conocimiento resultante de investigaciones anterio-
res... pero no de tal modo que dominen la situación y le den su
tonalidad peculiar».

Positivamente, cualquiera reconoce la diferencia entre una ex-


periencia de saciar la sed donde la percepción del agua es un
mero incidente, y la experiencia del agua donde ocurre el cono-
cimiento de lo que es el agua, es el interés de control; o entre el
goce de la conversación social entre amigos y un estudio delibe-
radamente hecho del carácter de uno de los participantes; entre
la apreciación estética de un cuadro y un examen de éste por un
experto para establecer lo que sea arte, o por un negociante que
tiene un interés comercial en determinar su probable valor de
venta. La distinción entre los dos tipos de experiencia es evidente

160
para quien se tomará la dificultad de recordar lo que hace la
mayor parte del tiempo cuando no está comprometido en la
meditación o la investigación [Dewey, 2007, p. 4].

Para usar una expresión heideggeriana, nuestro «ser-en-el-


mundo» consiste en encuentros y experiencias que no son pri-
mariamente «asuntos de conocimiento».
En el pasaje citado más arriba, Dewey habla de «una expe-
riencia», de tal modo que surge la pregunta ¿qué es aquello que
individualiza una experiencia, qué la coloca aparte de otras ex-
periencias? «La experiencia ocurre continuamente, debido a que
la interacción de [una] creatura viva y las condiciones del me-
dio ambiente están involucradas en el mismo proceso de vivir...
Muchas veces, sin embargo, la experiencia tenida es vaga. Las
cosas son experimentadas pero no de tal modo que estén com-
puestas dentro de una experiencia. Hay distracción y disper-
sión» (Dewey, 1981, p. 555). Puede haber una gran variedad de
factores involucrados en una experiencia abriendo la extensión
del espacio y el tiempo, pero una experiencia está «saturada
con una cualidad dominante. Estar enfermo de gripe es una
experiencia que incluye una inmensa diversidad de factores,
pero no obstante es la experiencia cualitativamente única que
es» (Dewey, 2007, p. 6). La cualidad dominante es cercana a la
Primeridad de Peirce. Como Peirce, Dewey enfatiza que estas
cualidades no son «meramente subjetivas»; la cualidad domi-
nante no ha de ser «contemplada como un estado subjetivo in-
yectado en un objeto que no lo posee» (ibíd.). Cuando Dewey
introduce por primera vez la idea de una cualidad dominante
que unifica una experiencia, no se refiere a Peirce. Pero cuando
fueron publicados los Collected Papers de Peirce en los años de
1930, Dewey reconoció la fuerte convergencia de la descripción
fenomenológica de la Primeridad de Peirce con su noción de
cualidad dominante.26 Dewey ilustra aquello a lo que se refiere
indicando cómo surge del trasfondo, y en contraste con él, una
«situación indeterminada». Es la situación misma la que es «pro-
blemática, trastornada, ambigua, confusa, llena de tendencias
conflictivas, oscura, etc.».

Es la situación la que posee estos rasgos. Nosotros dudamos por-


que la situación es inherentemente dudosa. Los estados persona-
les de duda que no son evocados por, y no son relativos a, alguna

161
situación existencial son patológicos. ...Consecuentemente, las
situaciones que están trastornadas o son problemáticas, confu-
sas u oscuras, no pueden ser arregladas, esclarecidas y puestas
en orden mediante manipulación de nuestros estados personales
mentales. ...El hábito de desechar lo dudoso como si pertenecie-
ra solamente a nosotros más que a la situación existencial en la
que estamos comprometidos e implicados es una herencia de la
psicología subjetivista. Las condiciones biológicas antecedentes
de una situación inestable están implicadas en aquel estado de
desequilibrio en las interacciones orgánico-ambientales... La res-
tauración o integración puede ser afectada sólo por las operacio-
nes que de hecho modifican las condiciones existentes, no mera-
mente los procesos «mentales» [Dewey, 1981, pp. 227-228].

Dewey aborda la investigación y el conocimiento desde la


perspectiva de aquellas experiencias o situaciones indetermi-
nadas que se hacen problemáticas para nosotros. Y lo que
individualiza una situación o una experiencia es su cualidad
dominante.27
Cuando Dewey habla de «una experiencia», subraya otra
importante característica de la experiencia. Podemos ver los ras-
tros de un Hegel naturalizado cuando Dewey escribe:

Pues la vida no es una marcha o fluido uniforme ininterrumpi-


do. Es una cosa compuesta de historias, cada una con su propia
trama, su propio comienzo y su movimiento hacia su cierre, cada
una teniendo su propio movimiento rítmico particular; cada una
con su propia cualidad original extendiéndose por todas partes
[Dewey, 1981, p. 555].

En este desarrollo rítmico temporal, las experiencias alcan-


zan su plenitud. Dewey le llama a esto la fase de consumación o
estética de la experiencia. Los intérpretes de Dewey frecuente-
mente descuidan la importancia de esta fase de consumación de
la experiencia.28 Pero esta dimensión estética de consumación
puede cualificar cualquier experiencia. «Los enemigos de la es-
tética no son ni los hombres prácticos ni los intelectuales. Son
los monótonos: negligencia de fines sueltos; sumisión, estrechez,
por un lado, y disipación, incoherencia e indulgencia sin objeti-
vo, por el otro, son desviaciones en direcciones opuestas» (ibíd.).
Resolver un problema intelectual complejo, o luchar con un di-
lema moral o político, o crear una obra de arte, todo ello puede

162
tener su cualidad estética de consumación. El abordaje de Dewey
al sentido de plenitud emocional y estético también tiene la ma-
yor de las significaciones para su visión de la democracia creati-
va. Como el primer Marx (y Hegel), Dewey se afligió a causa de
la fragmentación y el rasgo alienante de gran parte de la vida
moderna. La visión de Dewey de una sociedad buena es estética
en la medida que invoca un tipo de educación y una reforma
social que puedan enriquecer la experiencia —basada en el sig-
nificado de consumación. Hablando de El arte como experiencia,
Robert Westbrook dice que el libro...

[...] no fue secundario respecto a la política radical que absorbió


a Dewey en los años de 1930. De hecho, fue una de las declara-
ciones más vigorosas de aquella política, pues claramente indicó
que el suyo no era un radicalismo dirigido solamente al bien-
estar material del pueblo americano, sino dirigido también al
aprovisionamiento de la experiencia de consumación que podía
ser encontrada solamente afuera de la circulación de las mercan-
cías [Westbrook, 1991, pp. 401-402].29

Ahora puedo justificar mi afirmación de que Rorty está equi-


vocado cuando sugiere que Dewey nunca desarrolló una con-
cepción coherente de experiencia —una que combine el natura-
lismo darwiniano con el historicismo hegeliano. Existe una teo-
ría de la experiencia coherente que es ya evidente en «El Concepto
de Arco Reflejo», la que Dewey refinó a través de su carrera.
Inspirado originalmente por Hegel, Dewey naturaliza completa-
mente su comprensión de experiencia a la luz de la teoría de la
evolución de Darwin. Dewey también posee un agudo sentido
del papel histórico, cambiante, de la experiencia. Ilustra cómo la
filosofía está condicionada por su contexto cultural en «Un Es-
tudio Empírico del Empirismo». Dewey distingue «tres concep-
tos históricos de la experiencia»: el primero, formulado en la
antigüedad clásica; el segundo, característico del empirismo de
los siglos dieciocho y diecinueve; y el tercero, que es el proceso
en desarrollo aún (y con el que Dewey se identifica).
El concepto griego de experiencia (empeiria) «denota la acu-
mulación del pasado, no meramente el propio pasado indivi-
dual sino el pasado social, trasmitido a través del lenguaje y
aún más a través del aprendizaje en las distintas artesanías, en
tal medida que esta información fue consensuada en genera-

163
lizaciones prácticas acerca de cómo hacer determinadas cosas
como construir una casa, hacer una estatua, dirigir un ejército
o saber qué esperar bajo ciertas circunstancias» (Dewey, 1960,
pp. 71-72). Platón y Aristóteles señalan tres grandes limitaciones
de la experiencia: el conocimiento empírico es contrastado con
el conocimiento científico genuino (epistém); la experiencia de-
pende de la práctica, en contraste con el carácter verdaderamente
libre del pensamiento racional; y la experiencia es limitada debi-
do a que está estrechamente conectada con el cuerpo. Este con-
cepto griego de experiencia es «un honesto reporte empírico».
«En pocas palabras, la explicación dada de la experiencia era
una declaración correcta de las condiciones de [su] cultura con-
temporánea» (Dewey, 1960, p.78). Los filósofos griegos se equi-
vocaron sólo en la medida en que tomaron esta noción histórica
de la experiencia como una explicación permanente de la expe-
riencia. «El error involucrado en la filosofía del período estuvo
en su suposición de que las implicaciones de un estado particu-
lar de cultura eran eternas —un error que los filósofos, así como
otros, caen fácilmente» (ibíd.).

Si la experiencia del tiempo hubiera sido la medida de toda expe-


riencia posible, de toda experiencia futura, no veo cómo esta con-
cepción de experiencia pudiera ser atacada. Pero el punto signi-
ficativo a tener en mente (del que los filósofos del tiempo presen-
te tienen poca excusa de ignorar) es que los desarrollos ulteriores
muestran que la experiencia es capaz de incorporar el control
racional dentro de sí misma (Ibíd.).

La explicación de Dewey del concepto griego de experiencia


es sensible al contexto cultural en el que fue desarrollado.30 Así,
también, Dewey enfatiza la significación histórica del concepto
de experiencia de Locke y su subsecuente desarrollo en el empi-
rismo inglés a través del siglo diecinueve. Como Peirce, Dewey
advierte que «lo que caracteriza la sensación y observación y por
lo tanto la experiencia es, en el pensamiento de Locke, su coerci-
tividad. [...] La compulsión es el resguardo contra los caprichos
del antojo y de los accidentes de la creencia convencional»
(Dewey, 1960, p. 80).

Por el lado positivo, el empirismo fue así un ideal, independien-


temente de si se realiza o no, asociado con el concepto del siglo

164
dieciocho de progreso y del abrir el panorama de la infinita per-
fectibilidad de la humanidad, en el momento en que la corrup-
ción que proviene de las malas instituciones, la política y la igle-
sia, habían sido hechas a un lado y se les dio una oportunidad a
la educación y la racionalidad [Dewey, 1960, p. 83].

Esta apelación a la experiencia originalmente hizo las veces


de función crítica contra los prejuicios. Pero se hizo evidente
que fallaba al dar cuenta del carácter activo, experimental, de la
investigación.

Pues toda experiencia implica actividad regulada, dirigida por


ideas, por el pensamiento. ...Por lo tanto, parecería que aquellas
ideas que funcionaron como teorías e hipótesis en la experimen-
tación y en la organización científica no son copias de las sensa-
ciones ni fueron sugeridas por la experiencia pasada, por la ob-
servación pasada, sino que tienen una cualidad libre, imaginati-
va, que ninguna sensación u observación directa puede tener
[Dewey, 1960, pp. 85-86].

Dewey concede que el tercer concepto de experiencia está en


gran medida aún en el proceso de ser articulado. Pero subraya
dos de sus rasgos clave. El primero es el cambio de sus antece-
dentes a las consecuencias de ideas, hipótesis y teorías.

La cuestión entera de la filosofía de James, que aparece más evi-


dentemente en algunos capítulos de su Psicología, pienso, espe-
cialmente en el último capítulo del segundo volumen, que en sus
conferencias sobre Pragmatismo, radica en sostener que el valor
de las ideas es independiente de su origen, que es un asunto de su
resultado como son usadas al dirigir la nueva observación y el
nuevo experimento [Dewey, 1960, p. 86].

El segundo rasgo es «la crisis en la vieja psicología introver-


tida y el desarrollo de una psicología que tiene un fundamento
objetivo, esencialmente un fundamento biológico» (ibíd.).31
Dewey integra conscientemente una explicación histórica de los
conceptos filosóficos cambiantes de experiencia con las leccio-
nes que ha aprendido del naturalismo darwiniano.

165
La experiencia y de nuevo el giro lingüístico

Antes de concluir, quiero regresar a la cuestión de el giro lin-


güístico. Esta es una cuestión mal formulada, ya que todo depen-
de de lo que estemos pensando por «giro lingüístico». Bergmann
sugirió que éste comenzó con el Tractatus de Wittgenstein. Sospe-
cho que muchos filósofos analíticos estarían claramente en des-
acuerdo y darían mucho más crédito al filósofo que inspiró el
primer Wittgenstein, Frege. Pero si uno piensa que el aspecto
más importante del giro lingüístico es su dimensión hermenéu-
tica, entonces contaríamos una historia diferente que daría un
lugar prominente a las contribuciones de Hamann, Humbolt y
Herder, Dilthey y Gadamer.32 Aún otros, influenciados por la «teo-
ría» francesa, fecharían el giro lingüístico desde la crítica poses-
tructuralista al estructuralismo.
Habermas ofrece aún otra perspectiva sobre el «giro lingüís-
tico» cuando distingue entre representación y comunicación. Afir-
ma que «incluso después del giro lingüístico, la corriente analíti-
ca se aferró a la primacía de las proposiciones asertóricas y su
función representativa» (Habermas, 2003, p. 3). Aunque Haber-
mas piensa que las funciones representacional y comunicativa
del lenguaje son igualmente primordiales y mutuamente se pre-
suponen una a la otra, su enfoque más importante ha estado
sobre la función comunicativa del lenguaje.33 Habermas desa-
rrolla una sutil y compleja teoría de la acción comunicativa y la
racionalidad, y ofrece una explicación histórica iluminadora del
cambio de paradigma, que tuvo su lugar al final del siglo dieci-
nueve, de la filosofía de la conciencia o subjetividad (que domi-
nó la filosofía desde el tiempo de Descartes) al paradigma pos-
hegeliano intersubjetivo, dialogal, del lenguaje y la comunica-
ción. Como Habermas cuenta esta historia, una figura clave en
ocasionar este cambio de paradigma fue George Herbert Mead.
Este cambio de paradigma fue anticipado en la crítica de Peirce
a una filosofía de la subjetividad y en su teoría intersubjetiva de
los signos. Pero fue Mead quien buscó echar a andar una expli-
cación de la génesis del lenguaje como un fenómeno social —una
teoría que realza la continuidad entre la comunicación no-hu-
mana y humana y también busca explicar la comunicación sim-
bólica humana. Mead está básicamente de acuerdo con la expli-
cación de la experiencia de Dewey. «El Concepto de Arco Refle-

166
jo» fue una de las fuentes de su propia psicología social. Aunque
la teoría de Mead sobre la función comunicativa social del len-
guaje deja muchas difíciles cuestiones sin resolver, Habermas y
otros han explorado y desarrollado ulteriormente las intuiciones
básicas de Mead. Los siguientes temas han sido asumidos y de-
sarrollados de modos originales por los filósofos que han traba-
jado después del giro lingüístico: las «conversaciones de gestos»;
«el carácter dialogal del lenguaje»; «el otro generalizado»; «el
papel asumido»; la interacción de «yo y mí»; «el carácter social
del sí mismo»; cómo la «subjetividad» humana surge de la inte-
racción simbólicamente mediada; y cómo la toma-de-perspecti-
va (perspective-taking) es la base tanto de la ética como de la
teoría radical de la democracia.34
Al explorar las reflexiones sobre la experiencia a cargo de
los pragmatistas clásicos, espero haber minado el estéril con-
traste que en ocasiones se establece entre experiencia y lengua-
je. Es una injuria sugerir que los pensadores pragmáticos, que
tanto hicieron por socavar todas las formas de fundacionalis-
mo, fueron culpables de apelar a la experiencia como una suer-
te de fundamento. He insistido en que la dicotomía que algunas
veces se establece entre experiencia y lenguaje es sólo una clase
de dicotomía que debe ser desafiada desde una perspectiva prag-
mática. Un «pragmatismo lingüístico» que no incorpora una
reflexión seria acerca del papel de la experiencia en la vida hu-
mana, se empobrece al menos en dos modos graves. Pues se
desliza en el idealismo lingüístico, que tiende a perder contacto
con el mundo cotidiano de los seres humanos, y fracasa en ha-
cer justicia a las maneras en que la experiencia (Segundidad)
nos limita. Pero aún más seriamente, el pragmatismo lingüísti-
co limita severamente el campo de la experiencia humana (la
experiencia histórica, religiosa, moral, y estética) que debe ser
central para una reflexión filosófica. Los filósofos posteriores al
«giro lingüístico» (no importa cómo sea definido) aún tienen
mucho que aprender acerca de la experiencia y el lenguaje de
Peirce, James, Dewey y Mead.

167

También podría gustarte